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Número 473-474

Serie XLVII

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La praxis política en Habermas: el juego de la democracia deliberativa

 

El Profesor de la Universidad de Mendoza, Juan Fernando Segovia, que siempre se ha destacado por el acierto en cada uno de los temas que analiza, nos propone en esta ocasión afrontar el concepto de democracia deliberativa de Habermas, a quien se debe no tanto la paternidad de la noción, que procede del argentino Carlos Santiago Nino, sino la fortuna que ha tenido la misma. En diferentes libros de Habermas se encontraba ya dicho enfoque, como una forma pretendidamente novedosa de reconstruir y repensar la democracia. Habermas sin dejar de lado el marxismo crítico ha tratado de lograr, en palabras del profesor mendozino, “una formulación de la teoría crítica de la sociedad que restablezca el proyecto emancipatorio de la razón en la modernidad”[1].

La perspectiva de Habermas va más allá del Kant del que arranca, porque presupone analizar los contenidos normativos en torno a la utilización del lenguaje, de forma que sea posible llegar a un entendimiento: se trata de la comprensión comunicativa o discursiva, que termina por llegar al concepto de razón comunicativa.

Del subjetivismo kantiano que hunde sus raíces, como destaca Juan Fernando Segovia, en la tradición mística alemana (en el pietismo) y en el gnosticismo luterano, es de donde procede la teoría habermasiana, entendida como la fuerza de la autorreflexión radical contra toda forma de objetivismo. La autorreflexión es el fundamento de la unidad de la razón teórica y de la práctica y representa, en palabras del propio Habermas, el único medio a través del cual puede forjarse la identidad de la sociedad y de sus miembros.

De esta manera, nos encontramos ya con un problema, la necesidad de llegar a una identidad entre la sociedad y los individuos que en ella se integran. Problema porque desde el subjetivismo y desde la dificultad de considerar los términos lingüísticos como expresiones vacías de contenido a las que hay que dotar precisamente de esta característica esencial a través de un acuerdo, es imposible no ver una fractura de la sociedad y del propio Estado en diversos niveles. El permanente diálogo al que trata de hacernos llegar Habermas parte de la hipótesis claramente subjetivista y kantiana de un acuerdo sobre posiciones que son diferentes entre los individuos que mantienen el acuerdo. La política en Habermas, subraya Segovia, es una deliberación, pero una deliberación que no hay que ver desde el punto final que se mantiene, desde la necesidad del diálogo, sino claramente desde el enfrentamiento, que es el fundamento del Estado moderno, de ese Estado creado, como destaca Carl Schmitt, con categorías que provienen del campo de lo sagrado, con categorías que son teológicas, al tiempo que se produce el grito de Alberico Gentile: Silete theologi!

Habermas es, pues, el paradigma de la modernidad, pero también el resultado de un pensamiento que se encuentra reflejado en las sucesivas fracturas que producen la noción de Europa y producen también la idea, que no el alma, del hombre europeo. El pluralismo de la sociedad moderna no es más que la consecuencia de una división más profunda, la que existe entre la unidad social, que es unidad orgánica en la comunidad y unidad jerárquica de pueblos dentro de la Cristiandad, y una concepción donde el hombre se ve enfrentado a los otros, donde cada comunidad busca su propio reconocimiento, que siempre irá en detrimento del reconocimiento de otro marco social. La democracia deliberativa “es heredera del pensamiento moderno –especialmente de Kant y de Rousseau–, que es releído a la luz de las sociedades pluralistas actuales en las que no es posible aspirar a una unidad simbólica pues el mundo se ha fragmentado”[2].

Sin embargo, para llegar a esta conclusión, es necesario y Juan Fernando Segovia lo hace, un recorrido en torno al concepto de democracia deliberativa creado por Habermas.

La democracia deliberativa se presenta como la reformulación neoclásica del discurso ilustrado, reformulación que se plasma a través de la teoría de la acción comunicativa, instrumento mediante el que Habermas pretende reproducir el ideal democrático en el actual contexto de la modernidad[3].

La teoría de la acción comunicativa es claramente un instrumento en el que se expresan todos los pormenores del pensamiento actual, que más allá de la necesidad del diálogo y de la deliberación, sobre aquello que se ha convertido en problemático, no ve cuál es el fondo del problema. Se propone conseguir un acuerdo sobre una premisa que es la posición estrictamente individual de cada uno de los miembros dialogantes, de manera que sin abandonar la posición subjetiva se pueda concluir en un acuerdo común sobre lo que se ha deliberado. Es decir, hay que partir necesariamente de la subjetividad para entablar el diálogo y la comunicación, por eso y no por otra razón Habermas representa el ataque contra el objetivismo en todas sus formas. El diálogo no consigue la unidad, sino la comunicación entre identidades que son diversas y que seguirán manteniendo su diversidad. No hay conceptos objetivos, sino comunicación, deliberación, entre enfoques subjetivos. La teoría de la acción comunicativa se agota en sí misma, porque es al tiempo instrumento y fin. Efectivamente, destaca el profesor mendozino que con “común” se denota aquí cualquier cosa que pueda compartirse discursivamente, porque lo común no tiene más base o fundamento que el discurso, al que no interesan ni la lógica, ni la ontología, ni siquiera una sensata antropología. En este sentido, la propuesta de Habermas es tan formal como la de Kant”[4].

El problema y la dificultad de la acción comunicativa reside en pretender “conciliar la norma fundada racionalmente de modo universal con su aplicación circunstanciada”. O lo que es igual el paso que va desde Kant hasta Habermas es un paso fundado en la subjetividad y en una subjetividad que sigue sin definir qué es lo bueno y lo justo: renunciando a pronunciarse en términos objetivos, renunciando a determinar un principio de actuación moral común a los individuos, lo único que nos encontramos es un salto en el vacío, el que va desde el principio de universalización kantiano a la adecuación al contexto de la teoría de la acción comunicativa.

Prescindiendo del contenido de la moral, como hace Kant, como hace Habermas, sólo queda el procedimiento meramente formal. En Habermas el procedimiento es el discurso y la deliberación, ambas como bases sobre las cuales se asienta la idea de consenso. El consenso empero no lo es sobre la determinación de un contenido homogéneo, sino sobre la necesidad de deliberar, de acordar, partiendo de la simple subjetividad entre los interlocutores. Así resulta que estamos ante voluntades que se orientan a un entendimiento: a una forma de comunicación, una forma de proceder de modo discursivo-comunicativo. Y en vez de razón práctica resultará una razón puramente teórica. Lo que importa entonces son los argumentos, los métodos, para comunicarse y deliberar, no el fondo de la deliberación, no cuanto es fundamental. Los hombres se diluyen y se agotan en el discurso y en la comunicación de discursos que parten de perspectivas diferentes: no parece interesar tanto el objeto de la discusión, como el modo de entenderse y de comunicar la subjetividad.

La filosofía habermasiana, ya lo hemos señalado antes, da un paso más allá de Kant, un paso y una conclusión evidentes cuando se ha dado previamente un giro copernicano en el pensamiento y hemos caminado de la esencia del hombre a una simple apariencia del mismo: es el subjetivismo el que suplanta el papel que antes le correspondía al hombre y a su conciencia en el ámbito de la filosofía, y del subjetivismo se llega, en una nueva vuelta de tuerca, a que sea la acción comunicativa la que suplante a su vez al subjetivismo anterior, del que necesariamente ha de ser el desenlace.

En el ámbito de la praxis política, el plano en el que se diluye la acción es el del procedimiento y comunicación como consecuencia de argumentaciones y negociaciones, que sí tienen lugar en la práctica. En la praxis política, Habermas sin embargo, trasciende la teoría para llegar a una acción práctica: no se agota en la deliberación. Antes bien, pretende confluir en una decisión política práctica, allanando para ello los caminos que las instituciones y el aparato burocrático estatal puedan oponer a tal decisión.

Este es el sentido de la democracia deliberativa habermasiana, que, como destaca Juan Fernando Segovia, tiene como base el pensamiento ilustrado, del cual extrae cuatro principios: 1) no se puede fundar la democracia sobre el derecho natural racionalista, ni tampoco sobre teorías que asignan un fin natural al hombre; 2) tampoco es posible fundar la democracia sobre un posible pacto o contrato social, superado, claro está, por el acuerdo comunicativo; 3) sólo el discurso público fundamenta y legitima los argumentos de la razón práctica; 4) hay que huir de las utopías concretistas[5].

De esta manera, lo que pretende Habermas es que sea el consenso el que determine cómo ha de ser la sociedad futura, elevada sobre la autonomía de lo humano, pero autonomía de lo objetivo, del contenido común y de la esencia del hombre. Ahora bien, ¿es posible crear una democracia deliberativa sobre un fundamento semejante?

Segovia pone el acento en una característica central de la democracia deliberativa de Habermas: no es una realidad, es una ideología a través de la cual se explica el proceso histórico. Ideología sustentada sobre el tiempo actual y sobre los esquemas conceptuales derivados del proceso revolucionario francés y, en suma, de la Modernidad. Nuevamente, hay que partir de la secularización operada en Europa y de la construcción del Estado moderno con categorías extraídas de lo sagrado, del campo teológico, para entender el grado de absolutización concedida al Estado hoy en día. El Estado social, democrático y de derecho, el Estado constitucional del presente momento histórico, representa la única vía para el concepto de democracia: lo cual equivale a otorgar un carácter totalitario a lo que tiene un punto de partida subjetivista y relativizador de la vida social. En una sociedad que es producto de la confrontación y que se sostiene por la misma, la formación deliberativa de la opinión y de la voluntad de los ciudadanos, es el camino por el que se llega a la democracia. Es decir, el mero hecho de la controversia y de la necesidad de proceder a un acuerdo, hace que tal acuerdo, resultado de una deliberación previa, sea en sí mismo democrático, sean solidarios y democráticos los que han participado en la toma de decisión. La participación, subraya el profesor mendozino, nos hace sentir solidarios de los otros participantes y del acuerdo sostenido.

Llegados a este punto, cabe hacerse una pregunta: por el hecho de participar en la deliberación, esto es, en el sistema, el individuo, el participante se hace solidario del resultado, de la toma de decisión. Ahora bien, si la toma de decisión afecta a cuestiones que son esenciales para el individuo, la mera participación supone ya un ataque frontal contra los principios, ciertamente contra el objetivismo que es la clave del pensamiento habermasiano. Pero, también es posible considerar que el individuo que presenta Habermas, el individuo resultante de la Ilustración, ha prescindido ya de sus principios y de sus fines naturales, para convertirse en una caricatura de hombre, de manera que la participación en el sistema nunca puede representar una deliberación sobre la esencia del hombre. Su deliberación es sólo exponente de los principios de la soberanía popular y de la óptica de los derechos humanos.

¿Y qué sucede si alguien quiere retornar a un momento anterior al proceso deliberativo, si alguien o bien no quiere participar en un proceso semejante o bien quiere tomar como punto de partida la objetividad, el contenido, frente a la forma? ¿Hay que ser también solidarios con los otros participantes y con el resultado?

Las posibles preguntas se resuelven en el esquema de Habermas porque estamos en un sistema propio de una cultura política dominante. El proceso deliberativo es, al tiempo, un proceso de dominio ideológico sobre el individuo, donde no cabe la controversia sobre el sistema, sino el acuerdo sobre un sistema que emana del antagonismo y de la confrontación de subjetividades.

La praxis política deliberativa se eleva a concepto universal, a modelo ideal: es la única forma de democracia real, histórica, y futura.

Y cuando el Estado-nación ha entrado en crisis por los fenómenos actuales –como el multiculturalismo, la pluralidad de opiniones discrepantes, las propias tensiones internas exacerbadas por el imperio del subjetivismo–, cabe llegar a una comunidad de ciudadanos del mundo, en una forma de solidaridad cosmopolita. No sólo debemos ser solidarios con el resultado a nivel nacional, sino también con los acuerdos que se sustancien en el marco del contexto global por el que necesariamente ha de pasar la sociedad futura. Necesaria globalización de la democracia o, lo que es igual, una sociedad democrática global, dirá Juan Fernando Segovia, “anclada en los derechos humanos de corte universal, lo que sería suficiente si ellos fuesen una norma regular y no tuviesen un carácter (reactivo), fruto de protestas y reclamos”[6].

De la misma forma que se habló de ciudadanía, en el ámbito de la nación, habrá que hablar de ciudadanía europea, donde el giro copernicano que se produjo en el pensamiento moderno ilustrado en torno al hombre y su conversión en simple sujeto de un procedimiento formal de construcción de la sociedad, se sigue produciendo y el individuo debe ahora abandonar la propia identidad nacional, superar su particularismo nacional y proyectarse hacia una cultura política común. Nuevamente hay que abandonar lo que configura la tradición, la historia, para entrar en el marco de la ideología. Si la identidad nacional ha sido creada por el Estado a través del proceso deliberativo, la nueva identidad cosmopolita también ha de ser producto de una creación artificial: la cultura política europea se crea mediante el acuerdo interestatal y la cultura política global puede ser creada o bien recurriendo todavía al Estado-nación o, prescindiendo de él, a través de macro-organismos.

De donde, cabría preguntarse qué papel representa el ciudadano tanto del Estado-nación como de la nueva identidad global: tan sólo un mero presupuesto de índole formal. Es necesaria su presencia para la deliberación, pero una presencia de mero espectador, porque en realidad el proceso deliberativo está conducido desde arriba. El Estado, en el nivel nacional, determina qué es lo que tiene que ser objeto de deliberación y no otra cosa: no vayamos a poner sobre el tapete ni el por qué del Estado ni vayamos a retornar a un mundo que ya se ha enterrado. La constelación postnacional determina el camino que ha de seguir el proceso deliberativo de la reconstrucción de la sociedad futura. De la solidaridad nacional hemos concluido en la sociedad cosmopolita, lo que equivale a decir que sería el summum de la solidaridad, porque es necesario mantener las otras solidaridades, si no el edificio termina por caerse.

Este marco ideal que se va elevando a niveles cada vez más altos de idealización –fundados no hay que olvidarlo sobre la ideología clave en la cultura moderna– exige no revisar los presupuestos que le sostienen. Si se piensa que el Estado social y democrático de derecho es sólo una de las formas posibles de democracia la construcción de la sociedad global no será factible. Hay que juzgar positivamente al Estado nacional para construir la sociedad postnacional. Dirá Habermas que se trata de conserva r los logros del Estado nacional europeo más allá de sus fronteras nacionales. O lo que es igual se trata de concebir la modernidad sustentada en Europa, sólo a partir de cierto momento histórico, como la pars totalis de la Humanidad[7]. El núcleo de la sociedad global lo forma a su vez el propio núcleo del Estado nacional. El progreso, el desarrollo de la ciudadanía mundial atraviesa necesariamente por los supuestos logros del Estado nacional. Y el Estado nacional parte a su vez de otra pars totalis: de entender que el acuerdo, la deliberación, se realiza sobre intereses que son voluntarios y que no vienen impuestos, porque proceden de la propia comunidad que ha entablado el diálogo.

El carácter totalitario, puesto que no cabe otra forma de explicar la democracia, de la democracia deliberativa en el contexto del Estado nacional, alcanza una nueva dimensión en la sociedad global, donde el factor legitimante del Estado postnacional viene dado por dicha democracia deliberativa. Ahora bien, teniendo en cuenta los problemas que plantea una sociedad global, el procedimiento democrático ya no obtendrá su fuerza legitimante de la participación y de la expresión de la voluntad, sino de la accesibilidad general de un proceso deliberativo. Es decir, los discursos públicos, emanados de las estructuras autónomas de lo público, se impone en ocasiones a las formas institucionalizadas de lo estatal, erosionándolas, y en otras ocasiones se convierte en un poder influyente sobre lo institucional.

Como destaca Segovia, estaremos ante dos poderes: la esfera de la praxis pública no institucionalizada, que constituye una suerte de poder constituyente, abierto y plural, actúa en paralelo con el poder constituido[8], legitimando a éste.

La fuerza legitimadora del poder y del derecho en Habermas toma la forma del proceso discursivo: ciudadanos, libres e iguales, son capaces de llevar a cabo un discurso en el seno de una comunidad. La acción comunicativa legitima al Estado resultante, pero en tanto el propio Estado sea garante de la autonomía individual y de los derechos humanos que permitan dicha autonomía en el marco del Estado. La construcción no deja de resultar paradójica, porque el individuo creado por el Estado, en tanto que ciudadano autónomo que debe deliberar sobre las cuestiones que el Estado determina, es teóricamente el que a través de su propia autonomía da lugar al Estado, o por lo menos es lo que pretende hacernos creer Habermas. La tensión entre lo público y lo institucional-estatal no parece existir o es un problema que, en todo caso, se resuelve dentro del sistema.

La conexión entre autonomía colectiva y privada, entre soberanía popular y derechos humanos, y también entre lo público y espontáneo y lo burocrático-estatal, sólo se alcanza mediante la fuerza legitimadora del proceso discursivo, un proceso en el que resulta necesario determinar previamente el uso del lenguaje comunicativo en torno a las argumentaciones y posibles interpretaciones.

Esto es, depurar el lenguaje de cuanto no nos lleve a un acuerdo, sino a una controversia. Por ejemplo, hablemos de interrupción voluntaria del embarazo, donde los plazos pueden importar más o menos y terminaremos hablando de 3 meses o de 4 meses, es decir, llegaremos a un acuerdo. Si por el contrario, hablamos de asesinato de quien no puede defenderse, es decir, de quien ni siquiera, en el esquema de Habermas, tendría la categoría de un ciudadano igual a otro, llegaremos a un conflicto, que no puede resolverse más que acudiendo a una adecuada utilización del lenguaje.

Como indica Segovia, interesa que el conflicto se resuelva en acuerdo: lo que importa e interesa es el resultado final y el modo, el discurso deliberativo, para llegar a él. No importa el qué se discute, sino cómo ha de producirse la discusión. Importa el procedimiento. Sin embargo, todo consenso es, al tiempo, decisión que puede ser consensuada pero que supone siempre una imposición de unos intereses sobre otro tipo de intereses. La aparente neutralidad que jugaría a favor de una praxis política consensuada no lo es en realidad: es más bien imposición de unos sobre otros, de unos criterios morales sobre otros, de una forma de entender la democracia, en tanto que democracia deliberativa, sobre otras formas posibles, del juego de unas argumentaciones sobre la ausencia de otras que no es factible utilizar en el procedimiento discursivo. Todo ello, conlleva además una última conclusión: no hay escapatoria. Si uno quisiera escapar del juego deliberativo del Estado-nación se vería, sin embargo, abocado al mismo juego en el ámbito de la sociedad global. La exportación e imposición del sistema europeo derivado de la Modernidad queriendo huir de lo que parece estar prohibido –“que el nexo entre las decisiones racionales del ámbito político estatal y la formación de la razón pública comunicativa, transcurran bajo premisas ideológicamente preestablecidas”[9]– no tiene cuenta que parte de un fundamento ideológicamente preestablecido, a saber que el concepto de democracia deliberativa es la pars totalis de la Humanidad, el modelo ideal y conclusivo de la Ilustración. Para Habermas ya no hay vuelta atrás: el resultado final de la evolución de la sociedad futura pasa necesariamente por el modelo históricamente existente y éste por el proceso comunicativo, un proceso en el que hay que manejar a los sujetos capaces de entablar el diálogo para que no se salgan de las reglas del juego y acepten solidariamente el acuerdo final, aunque éste suponga enterrar los pocos principios que el sistema le permite al hombre de hoy.

Cabría responder ante la fatuidad y la vacuidad de la democracia deliberativa de Habermas con las palabras de Carl Schmitt: vencido, pero no convencido.

 

[1] Juan Fernando Segovia, Habermas y la democracia deliberativa. Una utopía tardomoderna, Ed. Marcial Pons, Madrid, 2008, pág. 12.

[2] Juan Fernando Segovia, op. cit., pág. 16

[3] Juan Fernando Segovia, op. cit., pág. 22.

[4] Juan Fernando Segovia, op. cit., pág. 24.

[5] Juan Fernando Segovia, op. cit., págs. 29-30.

[6] Juan Fernando Segovia, op. cit., pág. 36.

[7] En una acertada crítica, Gustavo Bueno habla de esta forma de concebir la dirección de Europa, en el ámbito de la cultura política actual: “Estos modos de entender el término ‘Europa’ implican, de una forma u otra, la tendencia a considerar a Europa como la ‘vanguardia de la Humanidad’. Aunque Europa sea sólo una parte del Género Humano, se sobreentenderá que es, de algún modo la pars totalis, es decir, en terminología hegeliano-marxista, la ‘clase universal’, y ello porque las ideas a través de las cuales Europa es definida son presentadas como los valores supremos de los cuales todos los hombres habrían de participar, aunque bajo la dirección de Europa. Pero con esto se pide el principio: que ‘Europa’ pueda ser tratada como sujeto de atribución de responsabilidades universales que atañen a la ‘dirección del mundo’. La expresión ‘dirección de Europa’ encubre, en realidad, cosas muy distintas: las ‘directrices’ o intereses de Alemania o de Francia o de Inglaterra o de España, y sin que se haya demostrado que la composición de todas estas directrices en un ‘polígono de fuerzas’ unitario no arroje una resultante cero (salvo que sean anuladas las directrices de algunos componentes, por ejemplo, las de España). Esta petición del principio se desencadena, sin embargo, cómodamente desde la Europa central, desde Alemania y aun desde Francia ...”. Gustavo Bueno, España frente a Europa, Alba Editorial, Barcelona, 1999, pág. 392

[8] Juan Fernando Segovia, op. cit., pág. 53.

[9] Juan Fernando Segovia, op. cit., pág. 106.

 

(N. de la R.) El pasado 26 de marzo, como se informa en la sección de crónicas, tuvo lugar en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación un seminario sobre "Habermas y la democracia deliberativa", para discutir el libro de igual título del profesor Juan Fernando Segovia. De entre las exposiciones publicamos la de la profesora Consuelo Martínez-Sicluna y la final del autor del libro.