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Número 477-478

Serie XLVII

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Las tragedias tebanas de Sófocles: Por el honor de Edipo

 

De todos los misterios el más grande es el hombre.
Sófocles

I

Edipo, es un personaje literario; en sentido estricto es un ente de razón, como lo fueron Don Quijote y Sancho Panza.

Ahora bien, un ser de este tipo, ¿puede tener honor? Entendemos que sí, porque el honor es el reconocimiento social de la virtud, y los personajes literarios pueden encarnar virtudes, que los hacen elogiables, o vicios, que los hacen vituperables.

Entonces cuando algunos mentirosos desfiguran y deforman a estos seres para utilizarlos como instrumentos para sus fines, aunque sean buenos, como recientemente lo ha hecho Marcos Aguinis con Edipo, atacan su honor. En este aspecto, su obrar es malo, astuto, pero no prudente, porque los fines buenos deben perseguirse por medios buenos.

Es por eso, que hoy reflexionaremos acerca de las tragedias tebanas de Sófocles; ello nos servirá para tres cosas: rendir homenaje al gran trágico griego, rescatar la verdadera personalidad de Edipo y desenmascarar a los macaneadores.

Estas tragedias son tres: Edipo rey, Edipo en Colono y Antígona; todas ellas se encuentran presentes en el repertorio de nuestros teatros, porque el Edipo de Sófocles sigue vigente después de veinticinco siglos; aunque muerto, sigue viviendo: “fue, es y será, el hombre trágico por excelencia… porque no pudo cambiar su destino”.

Esta vigencia de Edipo, tiene mucho que ver con su autor; Sófocles, quien a diferencia de Esquilo y de Eurípides, fue un creador innato de caracteres. “De esta manera, las sombras de Antígona y Edipo se proyectan sobre la civilización actual y son imperecederas en la literatura universal”[1].

En Sófocles se muestra un nuevo ideal de la areté, de la excelencia. El alma es el centro del hombre, “de ella irradian todas sus acciones. El arte escultórico había descubierto desde hacía tiempo las leyes del cuerpo humano… en la ‘armonía’ del cuerpo había descubierto de nuevo el principio del Cosmos… A partir del Cosmos, llega ahora el mundo griego al descubrimiento de lo espiritual… el alma tiene, como el cuerpo, su ritmo y su armonía”[2].

También aquí, aparece la esencia de lo humano, y el papel de la mujer, a la par del hombre; así lo vemos en las figuras de Yocasta, Antígona e Ismene.

Con referencia a Moira, el Destino y al más destacado de sus personajes, Edipo, señala Werner Jaeger: “el dolor de las figuras de Sófocles constituye una parte esencial de su ser. Jamás ha llegado el poeta a una representación tan conmovedora y llena de misterio de la fusión del hombre y su destino en una unidad indisoluble, como en la más grande de sus figuras”[3].

 

II

El argumento de Edipo rey es sencillo. Sus padres, el Rey Layo y su mujer, Yocasta, habían recibido una predicción terrible del oráculo: el hijo que habían engendrado mataría a su padre y tendría hijos con su madre. Para evitar que tal mal augurio se hiciera realidad, lo entregan a un pastor para que lo mate.

El encargado del asesinato se compadece de ese chico inocente y se lo entrega a otro pastor, quien se lo regaló a Pólibo, rey de Corinto y a su mujer Mérope.

Pólibo, que no tenía hijos y ansiaba tenerlos, lo adoptó y le puso el nombre de Edipo que quiere decir “pies hinchados”, porque le habían puesto, antes de entregarlo al primer pastor, unos ganchos atravesados en los pies, los cuales se los deformaron para toda la vida.

Nunca, los adoptantes le aclararon su origen, hasta que un día, al final de un festín, un borracho le reveló su condición adoptiva.

Al día siguiente, Edipo interrogó a sus padres acerca del asunto, quienes se indignaron con el ebrio, y lo dejaron satisfecho por el momento.

Pero, como confiesa, “el pensamiento de aquel hecho me punzaba el alma y más y más se me clavaba en el corazón”. Ocultándoselo a sus padres partió a Pito a consultar a Febo, pero éste, como él lo relata, “nada me respondió tocante al asunto. Pero dio una tremenda profecía; que subiría yo al lecho de mi propia madre , y de ese trato engendraría yo una prole abominable para todos los hombres y que yo habría de ser el asesino de mi propio padre. No bien oí este monstruoso anuncio me di a la huida, alejándome del rumbo de Corinto, guiado por las estrellas. Irme lejos, muy lejos, donde estos vaticinios no pudieran cumplirse: tal era mi anhelo”[4].

Aquí comenzamos a comprobar la rectitud de Edipo, quien respeta y no quiere ofender a sus padres, pero busca la verdad de su caso y huye, abandona su casa y su patria, para hacer imposible el cumplimiento de la profecía macabra.

También una primera enseñanza: a los hijos adoptivos nunca hay que ocultarles su condición; con tacto, con prudencia, eligiendo el momento oportuno, hay que hacerles saber que no son hijos de la carne, pero que son fruto del amor, hecho posible por una institución jurídica magnífica, la adopción, que soluciona dos problemas: el de los hijos sin padres y el de los padres sin hijos.

 

 III

Guiado por los astros, Edipo llega a Tebas. En un cruce de caminos se enfrenta con un heraldo y una carroza con una pequeña escolta armada. En forma violenta lo quieren sacar de la carretera. En legítima defensa, Edipo mata a la escolta; un anciano que iba en la carroza se asoma y le pega en la cabeza un furioso azote con un látigo de dos puntas, el agredido reacciona y también lo mata.

Continúa su senda y llega a Tebas. La Esfinge, ese monstruo alado, con cuerpo de león y cabeza de mujer, que tan bien representada se encuentra en los carteles que invitan a este acto, tenía aterrorizada a la ciudad, porque devoraba a todo aquél que no supiera descifrar sus enigmas.

Edipo la enfrenta; el monstruo le plantea un enigma: ¿cuál es el animal que primero anda en cuatro patas, después en dos y finalmente en tres? El interrogado piensa y responde: es el hombre, que primero gatea, después camina con sus piernas y en la vejez se apoya en un bastón. La Esfinge se suicida, Tebas queda liberada y aclama a su libertador.

La reina ha quedado viuda y es casi lógico su casamiento con el héroe. Todos son felices, pero… esto dura poco, por algo también muy razonable, ya que en la euforia de la liberación, nadie recuerda que un crimen grave, un magnicidio, el asesinato del rey Layo, ha quedado impune.

En la Ciudad aparecen el malestar, la peste… “los frutos de la tierra, en sus mismos tallos, se agostan. Los rebaños que van por las praderas paciendo, caen yertos ante la muerte. Y lo más duro y cruel: el germen humano atormenta a las madres, pero no es fecundo” (pág. 127)[5].

El sacerdote, acompañado por el pueblo, se dirige al rey Edipo y le pide que busque, que encuentre, el remedio para los males que afligen a la patria.

La respuesta de Edipo, es ejemplar. Es la respuesta que encarna esa hermosa figura del Oriente, y que aparecerá más adelante en el Evangelio, el rey como “buen pastor”, solícito por su pueblo: “Conozco vuestros males, conozco la incierta fortuna… los males se acumulan sobre vuestras cabezas. Y nadie habrá que sufra más de lo que sufro yo. Vosotros, cada uno, su propio dolor saborea… Pero en mi alma el dolor de todos se amadriga: el vuestro, el de la patria, el mío” (pág. 128)[6].

Envía a su cuñado Creón a Pitia, mansión de Febo, a consultar al oráculo acerca de lo que hay que hacer para salvar a la ciudad. Y la respuesta es clara: la mácula que la infecta es que nadie ha vengado la muerte de Layo. Desde entonces, Edipo se propone encontrar al culpable y vengar su muerte y dice: “Me hago el defensor de Layo… como si hubiera él sido mi padre” (pág. 130).

Convoca a Tiresias, el adivino, quien, después de una serie de vueltas, con claridad le dice: “esta tierra está manchada por la infamia de un culpable… ese asesino que buscas, eres tú” (pág.132).

Edipo duda, pues Yocasta afirmaba que al rey Layo lo había matado una banda de forajidos y convoca a un pastor, único testigo del asesinato; pero antes que lo traigan, llega un mensajero de Corinto, quien le informa la muerte de Pólibo y de su elección por los habitantes para sucederlo. El mismo, en la conversación le revela que no era hijo de Pólibo, ya que él lo había recibido de otro pastor, servidor de Layo y entregado a Pólibo: “tú fuiste un don que mis mismas manos hicieron” (pág. 142).

Edipo empieza a ponerse mal porque el círculo se cierra. Discute con Yocasta, quien trata de dar por acabada la investigación y le pide que no piense en tonteras.

Llega por fin el viejo pastor de Layo y el mensajero de Corinto trata de refrescarle la memoria: “¿Recuerdas que en cierta ocasión me diste un niño, para que yo lo prohijara como mío?” Ese niño de entonces es este rey.

Edipo interroga al pastor: “–¿Le diste el niño de que se está hablando?”.

“–Lo di, nació en casa de Layo, se decía que era hijo de él”. El círculo acaba de cerrarse y Edipo asume la conclusión terrible y resuelve algo tremendo, arrancarse los ojos: “ ¡Todo resultó verdadero! ¡Oh luz: es la última vez que te miro! Bien probado quedó que yo soy hijo de quien nacer no debiera. Me uní en nupcias con quien era ilícito. Y di la muerte al que nunca matar podría” (pág. 144).

Yocasta se ahorca; dos broches de oro tiene en su ropaje. Edipo los arrebata y, en un ataque de desesperación, se los clava en los ojos mientras exclama: “¡Ojos no veréis más el mal que sufro, ni el crimen que cometo! ¡Dormid la muerte de la noche eterna!”.

Edipo se exilia voluntariamente según la versión de Edipo rey; en cambio, es expulsado por Creón y Polinices, según lo que aparece en Edipo en Colono y aplicando el aforismo jurídico que lo posterior deroga a lo anterior, debemos optar por lo último.

Edipo fue un buen gobernante y “lo dio todo: juventud, mujer y madre, reinado, dinero y un pueblo obediente porque lo amaba”[7]. Tras conocer la gloria terrenal efímera, se convertirá en un ciego, enfermo y vagabundo, pobre y despreciado.

Es el momento de evaluarlo. Para Marcos Aguinis, Edipo fue un tirano que “no aceptaba opiniones diferentes, tenía pensamientos paranoicos acerca de quienes lo rodeaban, perseguía a quienes no comulgan con su forma de regir el país. Y quería hacer todo lo que él consideraba que estaba bien y lo satisfacía”[8].

Ustedes juzgarán a partir de los textos citados. Edipo fue un libertador, no un tirano; pedía opiniones de gente competente para solucionar los males que aquejaban a su pueblo, no era ningún demente sino un hombre sensato y nunca confundió el bien común con su medrar particular. Entró al gobierno sin nada y salió sin nada. Y cuando fue acogido como exiliado en Colono, se preocupó como hombre agradecido por asegurar los bienes futuros muriendo en ese pueblo generoso, como veremos en seguida.

Dice Martín Fierro que los argentinos debemos aguantar nuestros males hasta que nos “trague el oyo, o hasta que venga algún criollo en esta tierra a mandar” (Canto XII, 358).

Nos conformaríamos con la aparición de otro Edipo que resolviera algunos enigmas planteados por una émula vernácula de la Esfinge: ¿Por qué tanta miseria en un país con tanta abundancia natural? ¿Por qué las inundaciones y las devastadoras sequías en un país con aguas abundantes que esperan ser reguladas? ¿Por qué las pestes importadas? ¿Por qué el analfabetismo mental en un país de rica tradición cultural? ¿Por qué la creciente inseguridad? ¿Por qué el desinterés por la verdad y por la veracidad? ¿Por qué la masificación de nuestro pueblo? ¿Por qué tanta inmoralidad y corrupción? ¿Por qué tanto nepotismo, amiguismo, partidismo, sectarismo, que se burla de la idoneidad? ¿Por qué tanta disolución de las comunidades básicas, como la familia y las pequeñas unidades sociales? ¿Por qué tanta soledad urbana de personas amontonadas pero no unidas? ¿Por qué esa ausencia de concordia básica, de amistad cívica, de solidaridad, mientras prosperan las confrontaciones, el histerismo, la litigiosidad, los egoísmos?

 

IV

Edipo en Colono es la segunda de las tragedias tebanas; es la tragedia del refugiado y a la vez, de la piedad, en las dos dimensiones de esta virtud: la familiar, por el comportamiento hacia el padre menesteroso de sus hijas mujeres y la patriótica, porque Sófocles, lo hace llegar al exiliado a su patria, ese suburbio de Atenas, llamado Colono, para rendirle su homenaje.

Edipo llega en compañía de Antígona, con una actitud cautelosa, pues tres maestros le han enseñado a ser parco: el infortunio, el largo tiempo que lo padece y su nobleza de nacimiento.

El corifeo le recuerda algo elemental que debería tener en cuenta todo aquel que llega a un país extraño: “¡Ánimo viajero; sin ventura y en tierra extraña, ten cuidado de detestar lo que el país detesta y de venerar lo que ama!”.

Edipo arriba a Colono como portador de una pésima fama; y Antígona le pide al Coro de la ciudad que lo escuche, “ya que f u e víctima del Destino y cometió sus hechos sin quererlo”.

Y el anciano ciego argumenta: “¿No se proclama que Atenas es la ciudad de la piedad a los dioses y a las leyes eternas? ¿La única que acoge al vagabundo azotado por el infortunio? Eso es verdad para todos menos para mí… Bastó mi nombre para infundir espanto. De mis hechos fui víctima, no actor”.

Y como los dioses restauran lo que antes demolieron llega, según el oráculo, como “la garantía de bienes múltiples para la ciudad que lo recibe y sus moradores”. En ese momento, arriba su otra hija Ismene, quien con tiernas palabras expresa la piedad filial: “cuando se sufre por cuidar a un padre, el sufrimiento ya no es sufrimiento”[9].

También, llamado por el Coro, acude Teseo, el noble gobernante de Colono, quien decide concederle asilo y protección a Edipo y a sus hijas: “Te tengo compasión honda y sincera infortunado Edipo. Yo crecí en el destierro. Eres un extranjero vagabundo. Lo fui yo también. ¿Cómo negarte ayuda, cómo negarte sostén?”. Magnífica utilización del argumento de reciprocidad.

Para concluir con una máxima que debería presidir todos los días de nuestra existencia temporal: “¡Hombre soy y el mañana es tan incierto para ti como para mí” (pág. 165).

El Coro hace el elogio de la tierra que recibe a Edipo: “¡Has llegado a Colono, tierra que nutre caballos robustos: la región más hermosa de la tierra!”, en cuyos bosques floridos siempre canta el ruiseñor.

 

V

Pero pareciera que Edipo no puede vivir en paz. Dos visitas perturban su sosiego. La primera es la de su cuñado Creón, que viene a raptarlo, y comienza por apoderarse de sus hijas.

Edipo recurre a Teseo, quien llega con sus soldados y apostrofa a Creón: “tú no sales de esta tierra sin haber presentado aquí esas niñas. ¡Pésimamente obraste! Has entrado a una ciudad que está regida por normas de justicia y donde no hay otro soberano que la ley… has pisado con tus inmundos pies los más santos preceptos… ¿Piensas tú que esta es una ciudad desamparada? ¿Crees que este es un pueblo de esclavos?”.

“¡Vengan pronto esas niñas…! ¿O quieres quedarte aquí con una morada perpetua, sin voluntad de ello? Sería tu propio sepulcro” (págs.170/1).

Creón entonces cuestiona el asilo otorgado a Edipo: “¿Iba yo a concebir que tú acogerías de buena gana al asesino de su propio padre, al que en maridaje nefando se unió con su propia madre?”

Edipo debe volver a defenderse. Sus gruesos entuertos objetivos estaban acompañados de su buena intención subjetiva; su conciencia era errónea, pero sincera, y lo afirma: “Juguete fui del destino. En nada soy persona culpable”.

Respecto a la muerte de su padre argumenta: “Vas por un camino, quieren quitarte la vida ¿te detendrías a preguntarle si era tu padre? Amas la vida, tienes que defenderla, repeles al agresor y lo matas”. Hoy lo llamaríamos legítima defensa.

Respecto al connubio con su madre y a los hijos nacidos, argumenta: “Los engendré en el seno mismo en que yo fui engendrado. ¡Ni ella ni yo sabíamos del misterioso designio de los dioses!”.

Teseo corta la discusión y obliga al raptor a devolver las niñas. Edipo agradece al gobernante su bondad y su diligencia: “Tú sí que sabes defender mi derecho” (págs. 171/2). Se refiere al tradicional derecho de asilo que le fuera concedido.

Mucho antes que un gobernante argentino que se fue dictador y volvió años después convertido, según él, en un “león herbívoro”, o sea vegetariano, dijera “mejor que decir es hacer, mejor que prometer es realizar”, el noble Teseo confía a Edipo: “No en palabras, en obras radica nuestra norma de conducta. Prometí y juré y está hecho. Vi vas e intactas tienes aquí a tus hijas” (pág. 174).

 

VI

La segunda visita perturbadora es la de su hijo Polinices, a quien recibe por pedido de Teseo y de Antígona. Su hijo lo invita a establecer una alianza para derribar a su hermano Eteocles, quien no había cumplido con lo acordado acerca de la rotación en el gobierno, un año cada uno, y permanecía en el trono.

Edipo rechaza el convite: “¡Maldito: cuando el cetro y el solio eran tuyos… me echaste del país, me hiciste a mí, tu padre, un pobre vagabundo sin tierra ni fortuna… y si yo no hubiera dado el ser a estas dos niñas... ¡qué tiempo hiciera que ya estaría en la tumba!… Ellas me dan la vida, a ellas debo el sustento, ellas son varones y mujeres a un tiempo en trabajar y en sufrir… ¡No vencerás, no! Caerá tu cuerpo ensangrentado y mancharás la tierra que te dio la vida con tu inmunda muerte. Y tú hermano igual… Ya aprenderéis a honrar a vuestros padres, a ver con menos desprecio y burla al que os engendró… Hay una ley eterna que gobierna al mundo y en ella rige la Justicia” (págs. 176/7).

Polinices se lamenta y le pide a sus hermanas: “si su palabra se cumple, si esa dura maldición me alcanza, no dejéis insepulto mi cuerpo”. Antígona trata de disuadirlo de le empresa bélica, pero sin éxito, pues su hermano también parece prisionero de Moira: “ El Destino, lo fija… ¿Quién oponerse puede?” (pág. 177).

 

VII

Edipo siente que sus días terrenos llegan a su término y lo confía a sus hijas: “Niñas, está cercana mi hora final, predicha por los dioses… la vida se me va…”.

Llama a Teseo y le dice: “Es el postrer peldaño de mi vida. Y yo al morir no quiero dejar sin cumplimiento la promesa que te hice a ti y a la ciudad… Voy a darte un tesoro, hijo de Egeo. Si lo conservas, nunca la vejez afeará tu patria… Mi tumba va a ser para ti una fortaleza, más fuerte y más poderosa, que si la guarecieran lanzas y escudos por millares… Ese misterio lo guardarás tú solo. Y cuando tus días lleguen a su fin, lo descubrirás a uno solamente. Al mejor de tus conciudadanos”.

“Y tú y los tuyos, amigos y sucesores, sed felices, y en esa vuestra dicha, consagradme un recuerdo. Muerto ya, velaré por vosotros” (págs. 178/180).

El dolor hace a Edipo venerable. “Los dioses que te hirieron te levantarán de nuevo en alto”. Como señala Jaeger: “No es posible saber cómo, pero la consagración al dolor lo aproxima a los dioses y lo separa del resto de los hombres. Ahora descansa en la colina de Colono, en la patria querida del poeta, en los bosques siempre verdes de las Euménides en cuyas ramas canta el ruiseñor. Desde ese lugar irradia la bendición para todo el país de Ática”[10].

 

VIII

La tercera tragedia, Antígona, se estrena en el año 442 a.C. pero es una obra tan singular, que plantea cuestiones permanentes de la naturaleza humana y de la sociedad; es por eso que tiene sentido fuera del tiempo y del lugar en los cuales fue escrita.

Por ese motivo, Eva Cantarella afirma: allí aparece, “el conflicto que se reproduce eternamente cada vez que la aplicación de la regla jurídica se encuentra con una realidad social y una valoración ética que no reconocen su fundamento moral”[11].

La tragedia Antígona, comienza con la discusión de la heroína con su hermana Ismene. Ya han muerto sus dos hermanos varones; se han dado muerte en la batalla, uno contra otro.

Creón, a cargo del gobierno dicta el decreto: Eteocles, que murió defendiendo la ciudad sea enterrado con todos los honores;

Polinices que murió tratando de destruirla, sea dejado insepulto. El castigo para quien no obedezca, será la muerte.

Antígona, a pesar del decreto, está dispuesta a cumplir con la promesa hecha a su hermano y enterrarlo. Ismene, no, y argumenta: “Súbditas somos, tenemos que acatar estas leyes y aún más duras, como las que imponen los más fuertes… lo hago forzada… tengo que doblegarme ante los que imperan”[12].

La respuesta de Antígona es terminante: “A él yo lo sepulto. Y ¿qué si por ello muero? Hermana amante junto al hermano amado yacer unidos luego de haber cumplido con él todos los deberes de piedad familiar”.

“En cuanto a ti, desprecia, si te place, instituciones que los dioses estiman altamente”[13]. Ismene, niega tal desprecio e insiste en su impotencia para desacatar las leyes. Se separan y Antígona sepulta a su hermano Polinices.

 

IX

El momento central de esta tragedia es el juzgamiento de Antígona por parte de Creón: “¿No sabías que yo había prohibido hacer esto?”.

“Era público y notorio”.

Y así, “¿has tenido la osadía de transgredir las leyes?”.

“Esas leyes no las promulgó Zeus. Tampoco la Justicia que tiene su trono entre los dioses. No, ellos no han impuesto leyes tales a los hombres”.

Y aquí la heroína utiliza, como ve remos el argumento de doble jerarquía, que enunciará luego Aristóteles, y que aparecerá en la boca de tantos mártires: “No podía yo pensar que tus normas fueran de tal calidad que yo por ellas dejara de cumplir otras leyes, aunque no escritas, inmutables, divinas… Son leyes eternas… ¿Iba yo a pisotear esas leyes venerables, impuestas por los dioses, ante la antojadiza voluntad de un hombre, fuera el que fuera?”.

“¿Qué iba yo a morir? Bien lo sabía… ganancia es morir para quien vive en medio de infortunios… Tormento hubiera sido dejar el cuerpo de mi hermano sin sepulcro… nada de lo demás me importa”.

Creón argumenta: “Cuando a ese hombre tales honores disciernes igualas a un traidor con un leal”.

Antígona le responde: “Derechos iguales pide el reino de los muertos” (págs. 195/196). Aparece Ismene arrepentida para solidarizarse con su hermana y ambas acaban presas.

 

X

Y ahora tenemos un jugoso intercambio de palabras e ideas, pues llega Hemón, el novio de Antígona e hijo menor de Creón; éste pretende adoctrinarlo y le dice:

“¿Qué es la mujer, oh hijo? Un puro placer que envenena la mente y enajena el corazón”.

“No he de alabar jamás a aquel que trasgrede las leyes… un mal mayor que la anarquía no existe. Ella aniquila las ciudades. Ella los hogares derriba por tierra”.

“Aquel que una ciudad ha elevado sobre sí misma y está en el poder, debe ser acatado en lo pequeño, en lo justo y aun en lo no justo”.

“Que se mantenga incólume el mandato estatuido. No sea una mujer quien lo derruya… nunca se diga que hemos sido vencidos por una mujer”.

Nuestro padre, más agudo que Creón, nos aconsejaba otra cosa: nunca discutas con una mujer, porque gana o empata[14].

Pero este alegato, un poco machista, en favor del orden y de la obediencia incondicionada, no convence al joven Hemón quien se transforma en portavoz del pueblo, de la ciudad, que alza un lamento  por esta joven. “Ella… va a morir por muerte infame. ¿Por qué? ¡Por haber cumplido la más noble de las acciones! No permitió que el cuerpo de su hermano quedara insepulto… ¡Esa mujer recompensa merece, no castigo! No eres dueño de la verdad…”.

Pero Creón retruca: “Sí, es recto venerar a sediciosos. ¿He de regir la tierra a mi juicio o al de otro?”.

Sin embargo Hemón valora la participación ciudadana e insiste: “Ciudad de un hombre no es ciudad alguna… Jefe puedes ser muy bien de una ciudad desierta”.

Como Hemón lo acusa de prevaricación, su padre se defiende: “¿Defender mi autoridad es prevaricar?”; a lo cual el hijo le responde: “No la defiendes: pisas las normas de los dioses todos”.

Esta respuesta lo saca de quicio: “¡Raza infeliz, de la mujer esclavo! Siervo de hembra… ya no me digas tonterías”.

Hemón le contesta: “No me hallarás sirviendo a la ignominia, quieres decir lo que te place y que nadie te replique” (págs. 198/200) y se va enfurecido…

Creón ordena que Antígona sea enterrada viva en una cuev…

 

XI

Cuando esto se consuma sufre otra vez Tebas un extraño malestar y reaparece el adivino Tiresias acusándolo a Creón: “Este es el mal que la ciudad sufre por causa tuya. Nuestras aras están repletas de jirones de carne que las aves de rapiña y los perros arrebataron al cadáver del infeliz hijo de Edipo. No quieren ya los dioses la ritual plegaria, ni la carne de las víctimas. No dan ya las a ves signos favorables en sus gritos. Se han saturado en el festín de las carnes y de la sangre de un muerto”.

“¡Ah, hijo… medítalo! Común es a todos los hombres cometer errores. Pero cuando ha errado, no es un hombre sin voluntad, ni sin bríos, el que corrige su error… La obstinación es otro nombre de la estupidez. Ríndete ante un muerto no hostigues más al que ha sucumbido”.

Creón no acepta los consejos del adivino. Está emborrachado por la soberbia del poder y olvida la ley, señalada por Sófocles, “que impera en el pasado, en el presente y en el futuro: nadie entre los mortales se encumbra hasta el exceso, sin que lleve ya en germen la negra maldición”.

Estamos ante un caso claro de hybris, de desmesura, pues el hombre no puede aspirar a ser más que hombre, porque es un hombre y no un dios.

Creón comienza con los insultos: “¡Raza vendida al dinero es la raza de los adivinos!”.

Tiresias le contesta: “¡La raza de los tiranos por todo modo enriquece!”.

Creón lo amenaza: “No reparas que hablando estás con tu rey”.

Tiresias le responde con un juicio de anticipación, pues, como lo afirmará Aristóteles, los adivinos son “testigos de cosas futura”: “no ha de girar el sol muchas veces en su afanosa carrera antes que tú tengas que dar un muerto por otro muerto. Hiciste bajar al mundo de las tinieblas a quien es aún de los que viven a la luz: a un ser viviente has sepultado en una tumba. Y a un muerto lo retienes sobre tierra, sin honor, sin exequias, sin la veneración digna de los muertos. Esta es tu obra de exaltada soberbia”. Soberbia que viola los deberes religiosos[15], las leyes no escritas…

Pero, ya te acechan las Erinias, las Furias, las feroces Erinias que aparecerán en el infierno dantesco, “lentas en vengar, pero seguras en la venganza”.

Creón se asusta, le cuesta, pero exclama: “Cederé al fin. Vana es la lucha contra la fuerza del Destino… es mejor rendir la jornada de la vida, sometiéndose uno a las leyes establecidas” (págs. 203/4).

 

XII

Pero su arrepentimiento es tardío. Cuando los siervos de Creón llegan a la cueva en la cual se encontraba Antígona, se les presenta un espectáculo macabro: “la doncella estaba muerta, pendiente del cuello, de un lazo de fina urdidumbre, pero Hemón, estaba abrazado al cuerpo de ella, por la cintura, y vociferaba sin freno contra los que le robaron a su novia por la muerte, contra su padre cruel…”.

“Se echó furioso sobre su espada desnuda, se la clavó a sí mismo en medio de su costado. Y aun anhelante, se abrazaba al cuerpo de ella y derramaba su sangre por la boca y narices y con su púrpura bañaba las pálidas mejillas de la joven”.

Y como relata el mensajero: “Allí están los dos. Uno junto al otro. Muertos están los dos. Ese fue su connubio, siquiera allá en el Hades. Lo lograron y su hecho es una eterna proclamación contra los hombres: ¡De cuantos males hay, el peor es la estulticia!” (págs. 205/6). El Hades era el más allá.

Traspasado de dolor, Creón le habla al cadáver de su hijo: “¡Ay de mí, ruina causada por mis decretos funestos! ¡Ay, hay de mí: sucumbiste a la locura: no la tuya, fue la mía”.

Y el corifeo comenta: “¡Cuán tarde te das cuenta de lo que es la Justicia!”

Pero aquí no acaba el castigo, porque todavía hay más. Cuando Creón regresa al palacio, un criado le da otra mala nueva: “La madre de este muerto, tu mujer, en todo madre, ha muerto por obra de sus heridas recién hechas…”, seguida de la necesaria especificación: “no bien oyó la muerte lamentable de su hijo, con su propia mano, se asestó la puñalada debajo del hígado” (pág. 207).

 

XIII

Realmente se ha consumado la tragedia. Es por eso que una actriz argentina, Perla Santalla, que representó en la primera de las tragedias a Yocasta y en la segunda a Antígona, nos confía, que su experiencia de los Edipos en el Teatro Cervantes: “fue una de las más hermosas y sin duda la que más sufrimientos me ocasionó en toda mi carrera… No se puede hacer una pieza de Sófocles sin sufrir. Él es el padre de todo el teatro posterior. Su profundidad y su sabiduría son demasiado para cualquier actor; no se puede pasar por él sin sufrir transformaciones sustanciales… Hay un momento de paz, como si uno hubiera atravesado por una desgracia y la desgracia cesa. Cuando dejé el personaje viví un tiempo de duelo”[16].

“La Antígona celeste” de Hegel, “La Antígona del alma de la luz” de D’Annunzio, nuestra vernácula “Antígona Vélez” del poeta Leopoldo Marechal, la Antígona del éxito en los tiempos modernos, entre literatos, músicos y filósofos, en Hölderlin y en Wagner, la Antígona, que en la versión de Anouil, fue puesta en escena en 1944, en Francia, bajo el gobierno de Vichy, con la autorización de la censura alemana, siempre es actual.

En el último caso, franceses y alemanes, aplaudían en conjunto; pero como señala Eva Cantarella, por razones diversas. Los primeros “se identificaban con Antígona; los ocupantes encontraban en Creón, la justificación de su presencia. Incluso por esto, por su capacidad de prestarse a lecturas continuamente, e incluso simultáneamente diversas, Antígona está siempre entre nosotros”[17].

Vamos a finalizar comentando la moraleja, la enseñanza de la tragedia, proclamada por el corifeo vuelto al pueblo, que no tiene desperdicio.

“Para la dicha tiene la primacía ser prudente y discreto. Es preciso para con los dioses nunca mostrarse impío. Grandilocuentes palabras jactanciosas grandes azotes del Destino producen. ¡Ah, sola la vejez aprende a ser cuerda!” (pág. 208).

Aquí tenemos cuatro ideas: en primer lugar, se resalta la primacía de la prudencia, singular virtud intelectual con materia moral, que nos indica los medios que tenemos que poner en práctica, en el aquí y en el ahora, en las circunstancias muchas veces complejas de la vida, para concretar lo bueno y evitar lo malo; realizar lo justo e huir de lo injusto.

En segundo lugar, la piedad hacia los dioses, cuya importancia es vivida en la toda la antigüedad, especialmente en Grecia y en Roma. Con relación a la última, señala Antonio Gómez Robledo: pietas erga deus, pietas erga parentes, pietas erga civitatem; “este fue el triple correlato de la piedad romana, que circunda así con el mismo halo de fervor religioso, los altares, el hogar y la ciudad”[18].

En tercer lugar, la repulsa a la jactancia, a ese vicio contrario a la veracidad, que hace que nos creamos más de lo que somos; en el pensamiento clásico cuando el vicio conducía a considerarse más que un hombre, la consecuencia era un tremendo castigo del Destino, que vuelve a poner al jactancioso, en la órbita de los seres humanos.

En último lugar, la frase, ¡Ah, sola la vejez aprende a ser cuerda!, no quiere decir que Sófocles reduzca la cordura a la tercera o cuarta edad, y menos que la encierre en los geriátricos, donde muchas veces los ancianos son depositados y abandonados en nuestros días, sino se refiere a la maduración vital, que se puede dar en un hombre joven como Hemón; es cuando el tiempo y la experiencia, incluso la ajena, sirven para crecer y ese tiempo no corre inútil como si fuera un reloj de arena.

 

(N. de la R.) Publicamos, con mucho gusto, como siempre, de nuestro ilustre colaborador el profesor y escribano Bernardino Montejano, su intervención en el seminario de igual título, celebrado en el Colegio de Escribanos de Buenos Aires el día 11 de junio.

[1] Freire, Susana, Para “Edipo rey” no pasan los siglos, en La Nación, Buenos Aires, 10/11/2000.

[2] Jaeger, Werner, Paideia, Fondo de Cultura Económica, México, 1957, pág. 257.

[3] Ob. cit., pág. 263.

[4] Sófocles, Edipo rey, en Las siete tragedias, Porrúa, México, 1976, pág. 138. En adelante citaremos directamente en el texto.

[5] Hesíodo, el poeta de la vida campesina piensa que el castigo por las injusticias tiene una sanción que se concreta en pestes, enfermedades, terremotos, inundaciones, etc. Un progreso será el de Solón, para quien el castigo es inmanente a la sociedad, fundamentalmente el desorden de la misma.

[6] El buen pastor cuida de su rebaño y lo defiende. En cambio, el mal pastor se cuida a sí mismo como aparece en la amenaza del profeta Ezequiel, “Ay de los pastores que se apacientan a sí mismos” (XXXIV, 2).

[7] Las Heras, Antonio, Edipo o el camino iniciático, La Prensa, Buenos Aires, 21/9/1980.

[8] Perfil, Buenos Aires, 3 de mayo de 2009. Las falsedades de Aguinis fueron refutadas por dos cartas, una de Javier Almarza, publicada el 10/5/2009, y otra nuestra, publicada el 24/5/2009. El calumniador, discípulo del impío Voltaire y de su “mentid que algo queda”, no contestó a ninguna de las epístolas. Todo esto, agravado, se encuentra en el libro Pobre patria mía, Sudamericana, Buenos Aires, pp. 72/8. En este libro dice que el tirano “es violento. Ignora la piedad y el perdón… Nunca se pone en el lugar del otro… Considera que todo debía pertenecerle… Miente sin pudor… No escucha, no ve. Por eso el trágico Edipo termina arrancándose los ojos: los ojos que se negaron a mirar” (pág. 78).

[9] Edipo en Colono, en Las siete tragedias, ed. citada, págs. 157/164. En adelante citaremos en el texto.

[10] Ob. cit, pág. 262.

[11] La riscoperta di Sofocle. Il mito perenne di Antigone, Corriere della Sera, Milano, 16/5/2005.

[12] Aquí aparece la aceptación de la doctrina del derecho del más fuerte sostenida por el sofista Calicles. Acerca del tema recomendamos el libro de Adolf Menzel, Calicles. Contribución a la historia de la teoría del derecho del más fuerte, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1964, con interesantes reflexiones acerca de Hobbes, Spinoza y Nietzsche.

[13] Antígona, en la Siete Tragedias, ed. citada, pág. 180. En adelante citaremos en el texto.

[14] Es lo que confía El Principito al aviador respecto a las discusiones con su Rosa: “No debía haberla escuchado. Nunca hay que escuchar a las flores. Hay que admirarlas y aspirar su aroma. La mía perfumaba mi planeta… No supe entender nada entonces. Debía haberla juzgado por sus actos y no por sus palabras… Debí haber adivinado su ternura, detrás de sus pobres astucias. ¡Las flores son tan contradictorias! Pero yo era demasiado joven para saber amarla” (VIII). Tenía que aprender a quererla.

[15] Una de las obras de misericordia corporales es enterrar a los muertos. Como heredero de la tradición clásica afirma Saint-Exupéry: “los funerales los quiero solemnes. Pues no se trata de colocar un cuerpo en la tierra. Sino de recoger, sin perder nada, como en una urna que se ha quebrado, el patrimonio del cual tu muerto fue depositario… Se tarda mucho en recibir el legado de los muertos. Precisas largo tiempo para llorarlos y meditar su existencia y conmemorar sus aniversarios” (Citadelle, CLIII).

[16] La Nación, Buenos Aires, 7/5/1981.

[17] Artículo citado.

[18] Platón, Fondo de Cultura Económica, Mexico, 1974, pág. 117.