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Número 477-478

Serie XLVII

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Ex Occidente Lux

 

Nicolás Gómez Dávila escribe desde las posiciones que denomina “reaccionarias”. Según su opinión ser reaccionario en nuestro tiempo consiste en oponerse a las ideas de igualdad y libertad ilimitadas, de progreso y democracia, de materialismo, socialismo, capitalismo y revolución. Con otras palabras: oponerse a todo lo que se considera actual y universalmente aceptado. Por otro lado ser reaccionario está fuertemente vinculado con el sentimiento de la propia impotencia.

El pensador se apartaba decididamente de todo lo contemporáneo y mantenía que incluso el conservadurismo carece de sentido porque casi no hay cosas dignas de ser conservadas. En su opinión, vivimos en la época de la barbarie completa, época llena de falsos dioses y sus profetas, y de ideas viles y estúpidas. Claro está que incluso hoy se pueden encontrar las últimas huellas de la antigua cultura, pero hacia esas huellas el hombre moderno tiene una actitud inequívocamente negativa y anhela eliminarlas tan pronto como le sea posible. En esta situación los reaccionarios, privados de influencia sobre la realidad, tienen solamente una misión: conspirar. Sin embargo, la conspiración no puede reducirse a aumentar el caos revolucionario, sino que debe consistir en guardar el legado cultural y civilizador, ese fermento del que milagrosamente –la intervención de Dios le parece a Gómez imprescindible– algún día podría renacer la estructura sana del universo humano. Fiel a sus convicciones Nicolás Gómez Dávila en su difícil trabajo de comentarista no buscaba novedades, sino las verdades antiguas y comprobadas, las verdades que llamaba “lugares comunes”.

Según el autor de los Escolios a un texto implícito la situación de los reaccionarios ha empeorado considerablemente después del II Concilio Vaticano (1962-1965). La Iglesia pre-conciliar comprendía que su tarea primordial es proclamar el Reino de Dios y oponerse al mundo corrompido por naturaleza. Mientras que la Iglesia post-conciliar ha firmado una alianza con el mundo y ha empezado a pudrirse. El pensador colombiano criticaba con decisión los cambios litúrgicos porque pensaba que el rito es más importante que las palabras y que la participación de los fieles se acerca demasiado a la profanación. Tampoco le gustaban los cambios en la retórica porque –por lo menos desde su perspectiva– llevan a sustituir la enseñanza sobre la misión redentora de Cristo por las divagaciones socioeconómicas y psicológicas. Al reaccionario le parecía totalmente incomprensible la expulsión del latín –viejo y consagrado por los siglos del ministerio litúrgico– y la introducción de las lenguas vulgares.

Al leer los escolios de Gómez Dávila uno se encuentra bajo la i r resistible impresión de que estaba auténticamente escandalizado y asustado con lo que denominaba “protestantización”, democratización y secularización de la Iglesia Católica. Hay que advertir que el autor criticaba la Iglesia actual sin piedad. Al mismo tiempo hay que señalar que a diferencia de la mayoría de los críticos contemporáneos el solitario de Bogotá combatía desde dentro de la Iglesia.

El reaccionario odiaba la democracia y le contraponía la antigua sociedad feudal cuya ampliamente desarrollada estructura jerárquica permitía desfrutar de la auténtica libertad. La libertad, según el reaccionario, consiste en libre elección del amo. Subrayaba también que la jerarquía es algo natural y bello, y que únicamente la sociedad jerárquicamente ordenada puede ser buena y realmente reflejar el sano organismo vivo. Gómez Dávila recordaba que antes en la cabeza de la sociedad estaba la aristocracia que destacaba por la experiencia acumulada por los siglos, la valentía y el buen gusto. En las manos de los mejores se encontraba la responsabilidad de otros grupos sociales y la licencia de hacer uso de la fuerza: el símbolo era el látigo, es decir, el instrumento –por lo menos en este caso– para disciplinar a los rebeldes. La aristocracia jugaba y debería seguir jugando el papel especial en sus relaciones con la élite intelectual a la que le faltan a menudo las virtudes del espíritu y la nobleza de los modales cotidianos propios de los aristócratas.

Entretanto ahora todo sucede, según Gómez Dávila, en el ambiente absurdo del igualitarismo y la ilimitada libertad, y la única –porque bien organizada– clase social real es la burocracia que oprime todas las demás. En nuestro tiempo puede imponer todas las soluciones a la muchedumbre: mantenida en el hervor revolucionario y sometida a las manipulaciones políticas, económicas y psicológicas. El pensador reconoce trágico que ahora se trate de ocultar los valores eternos, antes vigilados y cultivados por los mejores, con los nuevos, ratificados en los plebiscitos populares.

Nicolás Gómez Dávila escribía de la fealdad del mundo moderno, del mundo en el que se olvida de lo bueno, lo verdadero y lo bello, y se alaba lo chillón o simplemente lo útil. En vez de las catedrales, los castillos, los conventos y los palacios se construyen horribles objetos utililitarios que, traicionando la vileza de las almas de sus constructores, embotan la sensibilidad y corrompen el gusto de los demás. Todo el arte moderno, según el pensador, está totalmente pendiente de la moda actual y predispuesto a satisfacer los instintos más bajos del público. De vez en cuando resuenan todavía algunos ecos del bueno y noble arte clásico, sin embargo eso suele ocurrir sobre todo por casualidad. Los artistas, como la mayoría de la gente que se ocupa de la “producción cultural”, están depravados, carecen de la educación, anhelan el aplauso y los provechos materiales. En consecuencia, son totalmente estériles. El reaccionario hablaba mucho de la creación artística de los siglos pasados. Percibía en ella los valores que le permitían al individuo desarrollar y conservar su propia humanidad, y encontrar lo trascendental: en última instancia, encontrar a Dios. Hay que señalar que el pensador colombiano reconoce el arte como el último baluarte de la tradición: porque todo es destruible, salvo lo bello que es inmortal.

Gómez Dávila dedicaba mucho espacio a la filosofía. Se puede arriesgar la tesis de que él mantenía el diálogo con todos los filósofos importantes del pasado y expresaba su opinión respecto a casi todos los básicos problemas filosóficos. En sus escolios manifestaba la convicción de que filosofar es intentar responder siempre las mismas preguntas con un vocabulario perpetuamente cambiante. Además, creía que para cultivar una gran reflexión filosófica se necesita no solamente la competencia técnica y la capacidad de analizar, sino también el talento literario y la habilidad de utilizar las metáforas. Nicolás Gómez Dávila fue enemigo de todas las corrientes del pensamiento humano que ignoraban la complejidad y la pluralidad interna de la realidad humana. Se oponía a los monismos, los racionalismos parciales, los grandes sistemas idealistas. Estaba en contra de los materialismos, los utilitarismos y los determinismos. De entre los pensadores que rechazaban sistemáticamente los conceptos teístas, sólo sentía auténtica simpatía –por lo menos da esa impresión– por Nietzsche, porque consideraba que solamente este filósofo alemán fue plenamente consecuente y verdaderamente valiente.

Gómez Dávila presta mucha atención a Marx, del que sabía apreciar su vigor, y a los marxistas, a quienes juzgaba malogrados y arribistas. El reaccionario estimaba altamente a Platón y a los pensadores cristianos que se basaron en su enseñanza. Además, al reaccionario le gustaban por ejemplo Descartes, Pascal, Kant y Schopenhauer. Gómez Dávila advertía de las consecuencias funestas de las doctrinas estoicas, hegelianas y las relacionadas con la Ilustración francesa.

El solitario de Bogotá se presentaba a sí mismo como pensador teocéntrico, que en el conflicto entre los racionalistas y los voluntaristas se identificaba con los últimos, destacando constantemente el carácter fundamental de la gracia y de la obra redentora de Cristo. Él no podía aceptar ni la tendencia actual de situar al hombre en el centro del universo, ni el gnosticismo que seguía desarrollándose con tanta dinámica. Tampoco compartía la fe moderna en la fuerza liberadora del progreso y el desarrollo científico y técnico. En cambio, esperaba un milagro y ponía su confianza en la eficacia de la plegaria repetida con paciencia.

Tocaba en sus comentarios muchísimos temas y cuestiones, y es imposible ahora enumerarlas todas. Concluyendo, pues, quisiera subrayar que para mí lo más importante en la obra del pensador de la Nueva Granada es que se puede ver en ella la epifanía del espíritu de la cultura europea y occidental: el espíritu heleno, latino y cristiano; el espíritu que en el Viejo Continente parece estar en agonía. Y la divulgación de los escolios que presentamos hoy día se puede considerar un milagro gracias al que también nosotros tenemos la oportunidad de divisar los fundamentos casi olvidados de nuestra conciencia, las bases que a menudo desaparecen bajo las pilas de basura y escombros. El “texto” deconstruido y mancillado muchas veces es simplemente inalcanzable, sin embargo quedan los escolios que nos ofrecen su esencia. Creo que los volúmenes que nos ha dejado Nicolás Gómez Dávila pueden jugar el papel de la llamada a volvernos a nuestras auténticas raíces. Quien ama la profundidad y la claridad de esos tomos no parará hasta que no llegue a su fuente subyacente.

 

(N. de la R.) Krzysztof Urbanek, buen amigo de estas páginas, ha emprendido la tarea de traducir y dar a conocer en el mundo polaco la obra del pensador colombiano Nicolás Gómez Dávila. En tal sentido ha editado ya, en su editorial Furta Sacra, los Sucesivos escolios a un texto implícito (Varsovia, 2006) y el tomo I delos Nuevos escolios (Varsovia, 2007), trabajando ahora en el tomo II. Ha publicado también un conjunto de ensayos sobre el autor novogranadino bajo el título Entre el escepticismo y la fe: Nicolás Gómez Dávila y su obra (Varsovia, 2008), uno de ellos de nuestro secretario de redacción, Miguel Ayuso, reproducido en estas páginas con la amable autorización de Urbanek. En ellas, precisamente, se realiza un discernimiento de la obra de Gómez Dávila. Publicamos ahora, con mucho gusto, este texto del profesor Urbanek, que ha sido escrito en castellano por el autor, al tiempo que la redacción ha introducido sólo levísimos retoques de estilo.