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Número 485-486

Serie XLVIII

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Delenda est universitas. (Una opinión sobre la llamada reforma de Bolonia)

 

I. En cumplimiento de una ley inexorable en las relaciones entre Estados Unidos y Europa, a cuyo tenor nuestros pro hombres europeos vilipendian de palabra a los americanos del norte con el mismo denuedo con que servilmente copian sus comportamientos, una serie de políticos del viejo mundo firmaron en Bolonia, en 1999, unos pactos que, en suma, significaban la sustitución del modelo universitario europeo por el modelo de estudios superiores anglosajón.

Existe un aspecto en el hecho anterior que por ineluctable no vale la pena debatir. El concepto tradicional de Universidad –universitas–, nacido al abrigo de monasterios y catedrales medievales, argüía una concepción generalista y por sus causas últimas del saber, incompatible con la civilización actual, ajena a cualquier p reocupación por comprender el por qué de los fenómenos que estudia, y cuyos saberes están sujetos a elevada dosis de sectorización y especialización. Hoy no interesa la universidad sino la escuela de negocios, mejor, la business school. El abandono del modelo universitario tradicional y su sustitución por el anglosajón se presenta, así, como etapa inevitable dentro del movimiento general de decadencia que va destruyendo la civilización occidental, ya con intensidad acelerada, desde la primera gran guerra, aunque los orígenes de la decadencia son bastante más remotos, pero no es el tema que nos importa en este momento. Vendrán tiempos mejores, aunque nosotros no los veremos.

Pero estábamos en la firma de Bolonia. Y como España firmó, la reforma habría de llegar. Sin embargo, lo que llegó no fue lo acordado en aquella ciudad, que siempre evocó, hasta ahora, cultura y superioridad, sino la interpretación sui generis que nuestras autoridades académicas han hecho de los aludidos documentos. En efecto, en el fenómeno que comento, hay que distinguir hasta cuatro planos que sucesivamente se han ido incorporando, como los estratos que estudia la geología, a saber:

1. La Declaración de Bolonia de 19 de Junio de 1999, cuyo antecedente fue la Declaración de La Sorbona de 25 de mayo de 1998.

2. La transposición de estos textos al ordenamiento estatal de cada Estado. Por lo que hace a España, se llevó a cabo tal labor mediante el Real Decreto 1393/2007, de 29 de octubre.

3. La interpretación que los rectores españoles han hecho, a su vez, del mencionado Real Decreto, a través de la Conferencia de Rectores de Universidades Españolas (CRUE).

4. La interpretación y aplicación particulares que cada universidad ha hecho del material comprendido en los tres números precedentes.

Veamos más de cerca el proceso.

 

II. Los convenios de Bolonia pretendían, fundamentalmente, dos cosas: en primer lugar, adoptar el sistema anglosajón de estudios superiores para Europa; y, en segundo lugar, hacer posible la movilidad académica de profesores, alumnos y profesionales dentro del llamado espacio europeo, sobre el presupuesto fáctico de unos estudios superiores armonizados, unificados, en que convergerían todas las universidades europeas.

Respecto al primer objetivo, que hemos considerado ineluctable, no vale la pena añadir más. Respecto al segundo, la pretendida armonización europea, sí son menester algunas consideraciones. Porque asombra a cualquier persona medianamente culta que tantos ministros y académicos reunidos en aquel lugar no acertaran a distinguir entre ciencias de la naturaleza o experimentales, que llaman ahora, y ciencias del espíritu o humanidades. Acontece que los elementos químicos son los mismos en cualquier capital europea. Y otro tanto sucede con el funcionamiento del hígado o con la resistencia de materiales. Pero, curiosamente, las leyes ni son ni pueden ser las mismas porque, en buena medida, responden a la idiosincrasia de cada pueblo. Y los intereses a la hora de estudiar Literatura o Historia ni coinciden ni pueden coincidir tampoco. ¿De verdad alguna persona en su sano juicio ha podido imaginar alguna vez que un abogado español podrá, sin más ni más, ejercer en Berlín o en Londres? O viceversa. ¿Ha podido atravesar mente alguna la idea de que a un historiador alemán le pueden interesar los mismos temas que a uno checo, polaco o español? ¿Que podrán unificarse los programas estudiantiles de Literatura propuestos en París, Londres o Madrid? Y así hasta el infinito.

En Bolonia no se distinguió, pero acaso no se hizo porque confiaban en que las autoridades estatales llamadas a introducir, en sus sistemas nacionales, las novedades acordadas, sabrían distinguir lo que cualquier persona culta y sensata sabría distinguir. Me faltan datos suficientes para poder pronunciarme respecto a lo que ha sucedido en los otros países europeos: lo que sí puede afirmarse rotundamente es que las autoridades españolas no han distinguido. Han pretendido que aquel objetivo de armonización u homogeneización podía predicarse de igual modo, por ejemplo, para la carrera de Derecho y para la de Biología.

Y entramos en el examen del segundo plano, representado, entre nosotros, por el Real Decreto 1393 / 2007, de 29 de octubre, como queda dicho. El resultado de la pretendida transposición a nuestro ordenamiento de los acuerdos de Bolonia ha sido demoledor: ¡Ojalá se hubieran limitado nuestros próceres gubernativos y académicos a copiar sin más el modelo anglosajón! El nuevo paradigma de estudios superiores hubiera significado un notable empobrecimiento intelectual, según lo expuesto más arriba, pero, al menos, hubiera sido algo coherente, comprensible, ajustado a los tiempos y, sobre todo, homologable con el modelo que queríamos imitar porque es el propio de los que hoy mandan en el mundo. Pero no ha sido así. El clarividente legislador español de 2007:

1. No fue capaz de distinguir entre ciencias experimentales y ciencias humanas; ni en que son sustancialmente distintas las metodologías de cada una de ellas; ni en que por razones ontológicas no son estudios homogeneizables o unificables; que no pueden ejercerse las profesiones sociales, jurídicas y humanísticas de modo ubicuo e intemporal. En fin no pararon mientes, al parecer, en obviedades que uno siente reparo en resaltar.

2. Tampoco supieron copiar el sistema anglosajón, que estaba a la vista de todos, aunque, en verdad, aquí la responsabilidad, más que en los políticos estuvo en los rectores españoles, personajes que rara vez pueden desprenderse de la presión de las escuelas académicas y de sus jefes-catedráticos que se reparten el poder endogámico en la Universidad española.

Como es sabido, en el sistema americano se distinguen dos ciclos: undergraduate studiesy graduate studies. De las 4.000 universidades americanas, sólo unas 200 ofrecen garantías para el segundo ciclo, aunque el primero por sí solo habilita para el ejercicio profesional. La excelencia entre las universidades se fundamenta en el segundo ciclo; éste es el que las prestigia y diferencia entre sí. La primera etapa es de corta duración, la indispensable para adquirir unos conocimientos básicos. La dura, la que exige el mayor esfuerzo es la segunda. En trance de transplantar el sistema a España, lo sensato hubiera sido, pues, diseñar un primer ciclo de 3 años, limitado a estudiar las materias realmente indispensables –no todas las que componen la carrera–, y un segundo ciclo de 2 años, durante los que se pudiera profundizar y alcanzar un nivel de excelencia que permitiera competir con los correspondientes europeos. Este modelo de 3 años para el grado más 2 para el postgrado es el que se ha seguido en Europa. Pero eso era mucho pedir en la Universidad española: como anunciaba antes, es imposible encontrar un catedrático español dispuesto a aceptar que su disciplina no es de las más importantes de la carrera e indispensable para el ejercicio de la profesión.

Entendieron que si su asignatura se desplazaba al segundo ciclo, se devaluaba, o sea, perdían poder, se reducían sus posibilidades de conseguir plazas docentes, y de ocuparlas con sus discípulos y afectos, que es en lo que consiste su enteco poder, pero al que viven aferrados, con pocas excepciones. Y presionaron a los políticos, a través de los rectores, para que en el primer ciclo entraran todas las asignaturas de cada carrera.

El resultado no pudo ser otro que hacer un ciclo de cuatro años en el que se introducían todas las asignaturas tradicionales de la carrera, pero reducidas sustancialmente, más o menos en un cuarenta o cincuenta por ciento, único modo de que cupieran. Y téngase en cuenta que tampoco es enteramente cierto lo de los cuatro años: es más cierto que son tres o tres y medio, a lo sumo, porque el Real Decreto aludido adorna el primer curso, en la mitad de sus asignaturas, con algunas exóticas que llama transversales y que son casi perfectamente inútiles, pero que impiden que las asignaturas serias tengan más tiempo. Y el cuarto curso también queda reducido a la mitad porque la otra mitad se dedica a lo que llaman practicum, que es otra forma de perder el tiempo, pero que resulta bastante lúdica, y que por supuesto en absoluto consigue evitar que los primeros meses de un profesional sean vacilantes, mientras se va soltando en el ejercicio de su profesión y adquiriendo la verdadera práctica: esto es inevitable y para nada se obvia con el pretencioso practicum. El resultado es que han conseguido una carrera paralela a la anterior…, pero en miniatura.

Y con ello se echa de ver la ironía del destino. Todo un proceso encaminado a hacernos iguales a nuestros socios europeos se estrella nada más empezar: con esta estructuración, de 4 más 1, lejos de converger con Europa nos hemos distanciado de ella, porque allá, como queda dicho, se ha seguido el modelo 3 más 2. O sea, hemos hecho justo lo contrario de lo que se pretendía, que era equipararnos todos.

El tercer plano que se superpone es, como se recordará, el de los rectores, unidos en la CRUE. ¿Cómo han interpretado los rectores el ya deficiente Real Decreto? Pues como era de temer: del peor modo posible. Quiero decir que la letra del decreto hubiera permitido interpretaciones más conformes con la naturaleza de las cosas, esto es, la diferencia ontológica entre ciencias humanas y ciencias naturales; más conforme con el nivel real de preparación de los alumnos españoles que llegan a la Universidad, tras el calamitoso período que antes llamábamos bachillerato; más conforme con el hecho, que no han querido reconocer, de las numerosas defecciones que se vienen produciendo en Europa respecto de la aplicación del Proyecto Bolonia. Y así:

– Han entendido que los 240 créditos que señala la norma equivalen necesariamente a cuatro cursos lectivos.

– Aunque el Real Decreto permitía que el segundo ciclo pudiera ser de uno o de dos años, lo han fijado en uno solo. Probablemente no podían hacer otra cosa, después del disparate de fijar en cuatro la duración del primer ciclo: de lo contrario, hacían una carrera de más duración que las tradicionales, resultado que a toda costa se quería evitar. Pero un máster o postgrado de un curso no puede ser serio. Desde luego, imposible la tan cacareada competitividad con las universidades anglosajonas, con cursos de postgrados serios, según lo ya dicho.

– Han impuesto una metodología que ni está en la Declaración de Bolonia, ni en Real Decreto, y para la que no parece que cuente la opinión de los estudiantes. Hasta el punto de que los adalides entusiastas de la reforma afirman sin rebozo que Bolonia es una metodología, como si los medios fueran más importantes que los fines. Pero la pretendida metodología desconoce la realidad. En efecto:

a) Caricaturiza la lección magistral. Al menos en humanidades, la lección magistral ha sido siempre una fuente de sabiduría. Otra cosa es el remedo de aquélla, que parece que es en lo que están pensando nuestros reformadores. Un profesor sabio dicta lecciones que se recordarán siempre por sus alumnos. Un ignorante lee unos apuntes amarillentos o el manual del jefe, pero entonces la solución no es suprimir o disminuir sustancialmente las lecciones magistrales, sino suprimir a los ignorantes.

b) Olvida que siempre se han dado clases prácticas, pero por un profesor ad hoc. En efecto, las clases prácticas, también en las carreras humanísticas, no han sido inventadas en Bolonia. El único cambio introducido es que como ni hay dinero ni lo habrá, por la disminución de alumnos y la multiplicación disparatada de universidades, por razones políticas y electorales, ahora pretenden que las clases prácticas se impartan por los mismos profesores de teoría. Así, se les priva de tiempo para las lecciones magistrales, como va dicho, con la escandalosa y frustrante consecuencia de que precisamente cuando más sabe un profesor es cuando se le obliga a comprimirse y limitar su exposición a una serie de nociones superficiales porque no tiene tiempo para más.

c) Ignora cuál es el nivel real de los alumnos que llegan a la Universidad. En el colmo del voluntarismo –nota esencial de nuestra época, sin cuya consideración, apenas puede comprenderse nada de lo que está ocurriendo en Occidente–, estos reformadores a la violeta suponen que el estudiante español que llega a la Universidad viene suficientemente preparado para trabajar por sí solo en las bibliotecas, manejando los materiales colgados en la red o entregados en el servicio de reprografía, y con sólo haber oído cuatro cosas elementales sobre los temas que han de estudiar. Cuando todo el mundo sabe que el nivel que los pobres alumnos han conseguido en un bachillerato que no merece este nombre, por su indigencia y pobreza, es tan deficiente que, salvas excepciones –que las hay–, la inmensa mayoría de aquéllos encuentran dificultades para moverse con soltura en su propia lengua vernácula.

 

III. ¿Cabe prever los efectos de la reforma? ¿En qué parará toda esta revolución? Son conocidos los chistes sobre la dificultad de conocer el futuro, pero a pesar de ello, voy a correr el riesgo. Sin ánimo de exhaustividad, columbro los siguientes sucesos, a menos que antes de que sea demasiado tarde, se produzca la contrarreforma:

1. Disminución imparable del nivel de conocimientos de los estudiantes e incremento del fracaso escolar universitario. En efecto, la reducción de las carreras, del tiempo dedicado a los estudios superiores, así como la incrustación de actividades prácticas en las clases antes dedicadas a lecciones teóricas, ha forzado a los profesores a reducir los programas, adelgazándolos en un 50%, más o menos. Es obvio que si antes se destinaba un curso escolar para explicar una asignatura, y ahora tan sólo un cuatrimestre, o se reducen drásticamente los contenidos de aquélla o se provoca en los alumnos una tensión intolerable, ante la imposibilidad de llegar a dominar materia de tanta amplitud. Conclusión, los alumnos más aplicados, o sea los capaces para superar la reforma, aprobarán los cursos pero inevitablemente sabrán menos que sus compañeros de hace unos años, sencillamente porque han estudiado la mitad. Y como el nivel de los escolares que llegan a la universidad dista un trecho de la excelencia, es visto que otros que en los planes de estudio anteriores podrían llegar a terminar con razonables resultados el curso, ahora fracasarán: la nueva metodología que les priva de un 75%, aproximadamente, de las lecciones que oían sus compañeros aumenta notablemente la dificultad de comprender las materias y de dominarlas. Añádase a ello un exceso de presión derivado de la brevedad de un cuatrimestre frente al curso anual de antes, y la acumulación de trabajos escritos, casos prácticos y demás jeringonzas con las que pretenden sustituir el estudio de toda la vida.

2. Empobrecimiento inexorable del profesorado. Dejando aparte la frustración que supone para un profesor que lleva muchos años estudiando una materia la imposición de que reduzca sus exposiciones en un 75%, precisamente cuando se halla quizás en el mejor momento de su carrera y en las mejores condiciones para transmitir experiencias y conocimientos, es que la malhadada reforma acabará por embrutecer al profesorado, mayormente al que ya ha llegado a la Universidad vigente aquélla, o llegó recientemente. En efecto, no es razonable exigir a un profesor que estudie, investigue, amplíe conocimientos, cuando se le niega la oportunidad de transmitirlos en clase. Si la lección que antes exponía en ocho horas, ahora ha de sintetizarla en dos, no parece que necesite de grandes preparaciones para dar esa clase, de modo que acudirá a clase con lo puesto: con eso le sobra y le basta para llenar el tiempo que ahora le asignan. Y después de varios años de semejante comportamiento, imagínese el nivel de sabiduría a que habrá descendido.

3. Progresiva aniquilación de la Universidad. Se impone este tercer efecto como consecuencia inexorable de los dos anteriores: si desciende el nivel de las enseñanzas y la calidad de los docentes, la institución no puede resistir. A fuer de sinceros, hemos de reconocer que el primer embate fuerte contra la Universidad –al menos, en los países mediterráneos–, procede de los años setenta. Por lo que hace a España, el proceso destructivo comienza con la Ley Villar de 1970, que «democratizó» la enseñanza universitaria abriendo las puertas de aquélla a grandes porcentajes de la juventud, a base de suprimir los filtros existentes en el bachillerato. En aquella época, antes de esa ley, accedían a estudios superiores un 9%, aproximadamente, de los jóvenes en edad de seguirlos. Hoy lo hace entre el 35 y el 40%, según regiones. Pero es pura demagogia pensar y actuar como si, realmente, casi la mitad de la juventud tuviera capacidad para seguir estudios universitarios. Y, por supuesto, en el mercado laboral no se han multiplicado por cuatro los puestos de trabajo destinados a titulados superiores, con las consecuencias que no es preciso explicitar. Esta demagogia, en perjuicio de la formación profesional, y por ende de los propios jóvenes a quienes se decía beneficiar, fue aumentando progresivamente el fracaso escolar universitario. Para conjurarlo, se fueron reformando una y otra vez los planes de estudio de casi todas las carreras a fin de rebajar su nivel de exigencia, de modo que pudieran aprobar quienes, en rigor, no eran aptos para tales estudios. La reforma actual es el punto final del recorrido en este respecto: lo que se pretende es un aprobado general. Otra cosa es que se logre, por lo dicho más arriba, pero ésa parece la pretensión política.

 

IV. El último juicio con que terminábamos el epígrafe anterior remite a la que acaso fuera la cuestión fundamental de todo el asunto, pero que por desgracia no puedo abordar por mis propias carencias. Aludo, nada menos, que a las causas últimas de la reforma Bolonia. ¿Qué se persigue en verdad con ella? ¿Qué se pretende? ¿Existe un propósito ideológico determinado detrás de ella? ¿No será que se buscan ciudadanos horros de espíritu crítico, bien dispuestos por tanto a encandilarse con el primer político indocumentado que aparezca por la caja tonta?

En las líneas precedentes hemos hablado de las finalidades que le atribuyen sus autores. Nos hablan de la convergencia europea, de la libre circulación de estudiantes y profesionales, de la homogeneización de estudios y metodologías; en fin, de un paraíso en el cual todos nos moveríamos con gran facilidad: los estudiantes y profesores, con la posibilidad de ir saltando de universidad a universidad, según gustos o preferencias, y los profesionales, pudiendo ejercer su profesión en cualquier capital europea. Pura elucubración inane. Permítaseme un inciso lúdico: estos reformadores tan benéficos estarían luchando, quizás sin saberlo, dada su repugnancia, en general, por los «obscuros siglos del Medievo», estarían batallando, digo, por reconstruir en Europa la realidad que en esos «tenebrosos tiempos de brujas, supersticiones, inquisición, etc…» existió durante unos quinientos años, aproximadamente. Porque en efecto, durante los cinco primeros siglos de existencia de la Universidad, el espacio europeo –que se llamaba la Cristiandad, ¡qué le vamos a hacer!– fue verdaderamente espacio común, en el que se movían sin dificultad estudiantes, profesores y profesionales; primero, porque compartían el mismo idioma, y segundo, porque compartían parejo sistema de ideas y creencias. ¡Al fin, políticos profesionales y políticos académicos reconocen que no era todo tan malo en la Edad Media! ¡Quieren volver a esa situación en verdad deseable, apasionante! No se negará que no hay muchos casos como éste de justicia poética.

Pero sigamos en lo nuestro. ¿Son de creer los propósitos confesos? ¿Pueden creerse semejantes utopías? ¿No se columbran por personas con una preparación intelectual y cultural innegable los devastadores efectos que la reforma causará ineluctablemente, a medio si no a corto plazo? ¿O se buscan otros propósitos y los confesados sólo son argumentos aparentes para hacer digerible la revolución? Porque no otra cosa es el desquiciamiento de una de las piedras angulares de la civilización occidental, cual es la Universidad. Revolución que va imponiéndose mediante los elementos habituales: Primero, la acción decidida de una minoría pensante que sabe bien lo que quiere. Segundo, la cooperación necesaria de un grupo, ya más numeroso, de los llamados tontos útiles, que creen en los fines aparentes de la revolución y los apoyan con entusiasmo. Y tercero, la complicidad por omisión de una gran mayoría que percibe la sinrazón pero que no se atreve a denunciarla públicamente.

No parece prudente ahondar más en el tema.

 

V. Pero el ansia de saber volverá a imponerse. Si continúa adelante el proyecto Bolonia, si se superan las reticencias y denuncias que al parecer se están produciendo en su contra en otros países, y finalmente triunfa la reforma, ¿qué cabe esperar?, ¿cuál será el futuro de la Universidad, esto es, del saber, de la ciencia, como uno de los fundamentos de la cultura occidental? Porque, a mi juicio, ésta es la verdadera perspectiva del grave asunto que nos ocupa. No estamos hablando de una modificación más o menos accidental acerca de algunos estudios superiores, de un cambio más o menos acertado sobre metodologías docentes, etc. No. Lo que está en juego es el futuro de Occidente. Son ya muchas las circunstancias concurrentes para seguir en Babia. Voces autorizadas no han dudado en denunciar la vía enloquecida que ha tomado Occidente: avergonzado de sí mismo, ha dado en odiar sus logros históricos y entusiasmarse ante culturas o civilizaciones que ni de lejos admiten la comparación, por mucho que otra cosa afirmen los necios defensores de un multiculturalismo imposible. Renuncia Europa a las raíces morales, culturales y políticas que han constituido su fundamento para despeñarse por el precipicio que acaba en el suicidio.

Resulta muy difícil zafarse de la idea de que la destrucción programada de la Universidad, la conquista más grandiosa de la Cristiandad en la lucha por la ciencia, no es sino otro hito más en ese proceso autodestructivo, que desde hace doscientos cincuenta años viene golpeando todas y cada una de las instituciones básicas de Occidente.

Ya nadie medianamente enterado de la historia de Europa niega el inquietante paralelismo entre el Bajo Imperio y la situación actual. Roma comenzó su proceso de destrucción durante el siglo III, hasta extinguirse como civilización un par de siglos después. Pero si las cosas vuelven a ocurrir de modo semejante, e, insisto, son numerosos los signos de coincidencia, a la caída del Imperio Romano sucedió un período de decadencia nada deseable: cinco siglos, más o menos, de oscuridad cultural, de violencia generalizada, de anarquía consuetudinaria, de opresión de la dignidad del hombre. Sólo la labor oculta de monjes y conventos pudo preservar la herencia que se quería dilapidar y que sirvió posteriormente para resurgir de nuevo, a partir del siglo XI.

Ese fue el precio que Europa hubo de pagar. ¿Será también el que hayamos de pagar nosotros? Si Occidente se empeña en desechar la moral cristiana, en pervertir el orden de la naturaleza atinente a la familia y al matrimonio, si persiste en renunciar a su propagación natural, si, ahora, también decide acabar con la ciencia mediante la aniquilación de la Universidad, ya quedan pocos cimientos antes de que el edificio se desplome.

Sin duda, cabe detener el proceso. Se puede reaccionar todavía.

Por lo que hace a la ciencia, al saber, la reacción pasaría por el descubrimiento, otra vez, de cosas muy elementales y que tienen su explicación en aquellas luminosas palabras con que el Filósofo comienza su Metafísica: «Todos los hombres tienen naturalmente el deseo de saber». Antes o después –antes, si acierta a interrumpir el proceso de autodestrucción; después, si hemos de atravesar un período tenebroso semejante al de la alta Edad Media–, el europeo volverá a constituir focos de saber y cultura, a semejanza de las sacristías catedralicias o los noviciados monásticos medievales, para que sus élites intelectuales puedan dedicarse al estudio, a la reflexión, a la ciencia. En otras palabras, volverá a crear la Universidad. Y en su sentido riguroso. Es decir, exigente en sus contenidos, con docentes de elevada preparación, y destinada sólo a una minoría de estudiantes porque, aunque resulte políticamente incorrecto, la Universidad es por definición elitista. Si las universidades se convierten en academias de mayor o menor nivel, habrá que volver a recuperar la Universidad original.

Esta es la esperanza, vinculada a la misma naturaleza del hombre.