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Número 485-486

Serie XLVIII

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La libertad religiosa como libertad negativa en las constituciones y declaraciones de derechos contemporáneas

LA «VUELTA» DE LA LIBERTAD RELIGIOSA

 

1. La lectura ideológica de los “derechos humanos”

[…] Los “derechos humanos” […] generalmente se “leen” de manera ideológica, es decir, según un determinado y subjetivo punto de vista que no permite, por tanto, entender su verdadera esencia.

La lectura de las Declaraciones de derechos y de las Constituciones, en efecto, revela inmediatamente: A) que “asumen” como verdadera, como propia de la realidad, la situación del estado de naturaleza y, por tanto, “asumen” también que la libertad es la libertad negativa; B) que, por consiguiente, fundan la legitimidad del ejercicio del poder social y político en el contrato, en el consenso de los gobernados, entendido dicho consenso como adhesión voluntarista a un proyecto cualquiera; C) que consideran con reiterada insistencia el problema de la “libertad religiosa”, relacionándola, en ocasiones, con la “libertad de conciencia”, la cual suele ser considerada como derecho “natural” que debe ser reconocido también en materia no religiosa […].

 

2. La libertad de conciencia y religiosa como reivindicación de “autonomía moral”

[…] En lo que se refiere a la cuestión de la “libertad religiosa”, a la “libertad de conciencia” y, más en general, a las libertades “liberales”, debemos señalar [… que] es dominante la tesis que afirma que la reivindicación de “autonomía moral”, especialmente de la libertad de conciencia, ha surgido de las violentas luchas de religión; para superarlas, ha nacido el Estado moderno, (aparentemente) neutral sobre todo en lo que se refiere a la religión […].

Las Declaraciones y las Constituciones son la prueba de dicha tesis. Las Constituciones de Pensilvania y de Carolina del Norte (como sucesivamente la de New Hampshire), en efecto, afirman que adorar a Dios es un derecho “natural” e “inalienable”, que surge de la conciencia y de la razón del hombre. La Constitución de Maryland va más allá: afirma que este derecho es un deber, pero, como las Constituciones de Pensilvania y de Carolina del Norte, afirma simultáneamente que cada uno ejerce este derecho “de la manera que le parece más adecuada”. Para ello, según algunas Constituciones (Constitución de Maryland de 1776, Cartas constitucionales [francesas] de 1814 y 1830, Constitución del Reich alemán de 1919), se introduce el derecho a la protección de la libertad religiosa individual y de la profesión misma. Nótese que esto sucede también en presencia del reconocimiento de una religión estatal, como proclamó la Carta constitucional [francesa] de 1814, la cual pudo hacer suya una religión oficial (en ese caso, la católica), únicamente en términos histórico-sociológicos y con la intención de establecer en qué culto debían celebrarse las ceremonias públicas.

Pero aún hay más. La lectura de los documentos citados podría inducir a considerar que las Declaraciones y las Constituciones están en contradicción... consigo mismas: una lectura superficial, en efecto, podría llevarnos a la errónea convicción de que, para ellas, el derecho, como en la visión clásica, es fundamentalmente ejercicio de un deber. La Constitución de Massachusetts (1780), por ejemplo, recuerda que es “derecho y deber de todos los hombres en sociedad venerar públicamente y en tiempos determinados al ser Supremo”. La Constitución de New Hampshire (1784), con una norma programática, sostiene incluso la oportunidad para la sociedad de instituir “un culto público de la deidad y la institución pública de moralidad y religión”.

Pero sólo erróneamente se podría concluir que las Declaraciones y las Constituciones tomadas en consideración en este trabajo están, en última instancia, en contra del indiferentismo. En efecto, hay un hilo conductor que une y por tanto conduce a la unidad a las distintas Declaraciones y Constituciones que, sin embargo, presentan a veces distintos enfoques, acentos y soluciones.

Lo que las une es sobre todo el modo de concebir la conciencia individual. Como hemos señalado anteriormente, la conciencia se entiende a la manera protestante, y, por tanto, naturalista, es decir, como facultad. El derecho natural e inviolable de adorar a Dios, por ejemplo, no depende de un deber del individuo, sino de su libre voluntad. Su consenso es el fundamento del derecho; mejor dicho, su opción, cualquier opción, “crea” el derecho, ya que al individuo se le reconoce de modo racionalista la protección de su libertad “natural”[1], es decir, el ejercicio de la libertad negativa, siempre que no “perturbe el buen orden, la paz o la seguridad del Estado (Constitución de Maryland 1786) o no viole las leyes (positivas) (Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano 1789, Constitución de la República francesa 1795, Declaración de los Derechos de los franceses y de los Principios fundamentales de su Constitución 1815, Carta del Carnaro 1920, Ley fundamental de la República federal alemana 1949 y Convención para la salvaguardia de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales 1950). En otras palabras, la protección que se le garantiza se refiere a “su libre desarrollo”, entendido como proyecto subjetivo: desde este punto de vista, el individuo tiene el derecho de hacer todo lo que el ordenamiento jurídico positivo no establece que es ilícito, planteando así los límites (necesarios, aunque sean puramente geográficos) para el ejercicio de la libertad negativa. Por tanto, cualquiera tendría “derecho” a hacer lo que quisiera. Tanto es verdad que las Constituciones de la República Socialista Federativa Soviética de 1925 y la de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas de 1936 reconocen (con mayor coherencia respecto a las Declaraciones y a las Constituciones precedentes) no sólo el derecho de propaganda religiosa, sino también el de propaganda antirreligiosa, “con el objetivo –como afirma textualmente la Constitución estalinista– de asegurar a los ciudadanos la libertad de conciencia”. Pero la libertad de conciencia no es la libertad de la conciencia[2]: la primera, como es bien sabido, reivindica como derecho la simple coherencia consigo misma, la segunda es testimonio de la ley moral inscrita en la naturaleza del hombre y, por tanto, no depende de su voluntad.

Lo que además une a las distintas Declaraciones y Constituciones es el reconocimiento de un Dios genérico, entidad, en última instancia, creada por la razón humana; en definitiva, un Dios en el que cada cual puede reconocerse, porque es un producto suyo. A este respecto, son significativas las declaraciones de dos hombres políticos aparentemente lejanos ideológicamente. Ambos, con referencia a la Constitución italiana de 1948 y al Proyecto de Constitución europea respectivamente, han puesto en evidencia una dificultad intrínseca a las Declaraciones y Constituciones. Giorgio La Pira, diputado democristiano, motivando en la Asamblea constituyente su propuesta de incluir en la Constitución un Preámbulo en el cual se afirmase: “En nombre de Dios el pueblo italiano se da a sí mismo la presente constitución”, afirmó que el nombre de Dios que proponía invocar era el nombre de un Dios tan genérico que permitía a todos estar de acuerdo. “No es –afirmó textualmente en la sesión de la Asamblea constituyente del 11 marzo 1947– una profesión de fe específica [y] por tanto todos pueden estar de acuerdo: los mazzinianos por su fórmula Dios y pueblo, los liberales porque hay también un neoliberalismo que acepta este punto, los marxistas porque hay una notable corriente que libera al materialismo dialéctico del materialismo histórico [...]. Lo importante –concluyó entonces La Pira, aceptando y defendiendo el enfoque neutralista del Estado moderno– es no hacer una específica afirmación de fe, como se ha hecho en la Constitución irlandesa”.

Por su parte, Valéry Giscard d’Estaing (como Presidente de la Convención que tiene el deber de elaborar el Proyecto de la Constitución europea) ha declarado que no considera “oportuna una referencia a Dios” en la Constitución europea, porque la palabra “Dios” ha asumido un significado plural[3]; tantos cuantos –se podría añadir– son las confesiones religiosas, las creencias de los grupos, las “fes” de los individuos que declaran creen en Dios.

Por consiguiente, se afirma que el Dios hacia el cual cada hombre tiene deberes es, en verdad, un ente Supremo dependiente de la conciencia del hombre (entonces, si nos fijamos bien, no es para nada Supremo, y mucho menos Dios como persona). Lo que implica, entre otras cosas, la asunción de la denominada “ideología pluralista” que coloca en el mismo nivel a cualquier opción religiosa en cuanto opción subjetiva y sin argumentos[4]. La tesis encuentra confirmación en el incondicional primado asignado al sujeto por las Declaraciones y Constituciones citadas, al cual se le reconoce el “derecho” de cambiar ad nutum de religión y de credo (Declaración Universal de los Derechos del hombre de las Naciones Unidas 1948, Convención para la salvaguardia de los derechos del Hombre y de las Libertades fundamentales 1950, Convención americana de los Derechos humanos 1969), ignorando completamente la cuestión de las obligaciones y de las consecuencias de las decisiones precedentes: por ejemplo, para el católico pretender “desbautizarse” es imposible, ya que este sacramento imprime indeleblemente el carácter[5].

Aunque las primeras Declaraciones y Constituciones “americanas” han acusado la influencia de las iglesias protestantes (más bien, en nuestra opinión, precisamente por eso), afirman una singular concepción de la religión, reducida, en última instancia, a una creencia “humana”, es decir a una “religión atea”, es decir, a una no-religión[6].

 

3. La libertad religiosa como libertad negativa

El derecho a la libertad religiosa que “reconocen” las Declaraciones y Constituciones es, por tanto, el derecho a la libertad de religión, lo cual implica, a su vez, el derecho a la libertad de la religión. En otras palabras, las Declaraciones y Constituciones citadas no afirman el derecho a la libertad religiosa como ejercicio de un deber de los individuos y de las sociedades hacia Dios y la verdad. Sostienen, por el contrario, el denominado derecho a la libertad negativa, que implica sobre todo el agnosticismo del Estado: “El congreso –dice la Constitución Federal de los Estados Unidos de América de 1787– no podrá establecer una religión de Estado”. ¿Por qué? Porque, si el Estado “profesa” la religión, rechaza el indiferentismo, es decir, el relativismo, y entonces impide el libre ejercicio de cualquier otra “religión”, reconocido (al menos de palabra) como derecho “inviolable” del individuo (cfr., por ejemplo, la Ley fundamental de la República Federal Alemana de 1949). Aplican de manera radical esta ratio la Constitución de la República Soviética Armenia de 1922, la de la República Socialista Soviética Rusa de 1925 y la de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas de 1936, las cuales reconocen a los ciudadanos (no a los individuos) el derecho de realizar libremente propaganda religiosa y antirreligiosa, una vez reducida coherentemente la Iglesia a “comunidad privad a” (pero la privatización implica necesariamente subordinación de la Iglesia al Estado) y separada del Estado.

Además, las Declaraciones y Constituciones sostienen que el Estado, en cuanto agnóstico, no posee ni títulos ni poderes para valorar las “creencias” definidas religiosas: no sería, por tanto, legítima, la “admisión” de los cultos ni mucho menos su “reconocimiento”[7], aunque se afirmase (como se ha hecho) que es necesario para garantizar el orden público.

Por consiguiente, nos encontramos ante una visión racionalista del ser humano, coherente aplicación de la opción sin pruebas a favor del estado de naturaleza en el cual el individuo –como hemos visto– es concebido como ente aislado, “libre”, “independiente”, soberano de sí mismo y del mundo. Pero la realidad no consiente semejantes evasiones. La realidad, en el plano social, impone tener en cuenta la presencia de los “otros”. La convivencia, en efecto, aunque sea considerada de modo reductivo, es decir, como simple copresencia de seres humanos, no es una elección. Al contrario, es un dato imprescindible. Tampoco las Declaraciones y las Constituciones citadas lo ignoran, simplemente porque no pueden. Hasta el punto de que, aun manteniendo firme la asunción de la libertad como libertad negativa, están obligadas a afirmar que dicha libertad encuentra un “límite” en la libertad de los demás. Pero la libertad no ofrece ningún criterio para determinar dicho límite. Asumir la libertad como criterio para limitar la libertad (considerada, a su vez, como bien absoluto) desemboca, en efecto, en una contradicción radical, aún más, en una aporía: la libertad limitada por la libertad, desde este punto de vista, representa siempre un mal para los demás y, en última instancia, en sí, porque es necesariamente privación (al menos parcial) del bien (erróneamente) considerado absoluto; por tanto, el límite sería un acto dañino para uno mismo y para los otros. En otras palabras, la kantiana convivencia de los arbitrios, garantizada por el derecho (positivo), comportaría que la política –como sostiene por ejemplo Arendt, en la línea del pensamiento político de derivación protestante[8]– es siempre un mal, aunque se trate de un mal necesario. La necesidad de este “mal” debería poner en discusión la premisa (indiscutible) de la que parten el racionalismo político y la “concepción” de los derechos humanos. Las Declaraciones y las Constituciones, en efecto, están constreñidas a plantearse el problema del “límite”, aunque, después, consideren que pueden resolverlo legalistamente, es decir, recurriendo al criterio del orden público positivistamente (y por eso arbitrariamente) determinado. Sólo la ley (positiva) –se afirma– puede disminuir la libertad, o mejor dicho, el espacio (absoluto) de la libertad. Pero la ley (positiva) es considerada acto de mera voluntad. Ahora bien, la voluntad ciega (cuyo ejercicio deriva de la libertad negativa como acto de libertad) no contiene en sí misma ningún criterio en nombre del cual, desde el punto de vista racional, se pueda limitar la libertad: la introducción, por ejemplo, de la utilidad social, como hace la Declaración francesa de 1789, representa una contradicción, ya que la utilidad impone necesariamente responder a la pregunta: útil, ¿para quién o para qué?, y por eso abandonar el puro voluntarismo. Queremos decir con eso que el “buen orden” (que, por ejemplo, la Constitución de Maryland plantea como criterio para limitar la libertad religiosa y, en general, la libertad) no puede ser instituido por el ordenamiento jurídico positivo, porque dicho buen orden es su condición previa. En efecto, el ordenamiento jurídico exige la determinación preliminar del orden, no la “posición” de un orden arbitrario o convencional, ya que la “bondad” invocada no puede ser confundida con la idoneidad para conseguir un objetivo cualquiera; debe ser un bien en sí, sobre todo si se invocan, como hace la misma Constitución de Maryland, las leyes morales que no pueden ser reducidas ni a costumbre ni a normas subjetivistas sobre los actos humanos, establecidas por el hombre.

 

[1] “Natural” se usa aquí en el sentido hobbesiano, es decir, como libertad propia del estado de naturaleza; por tanto, esta libertad natural es negativa (porque no está regulada en su ejercicio por ningún criterio objetivo, dependiendo exclusivamente de la voluntad) y se identifica con el poder. Por consiguiente, no hay que confundirla con el “libre arbitrio” que es “natural” en el sentido de que es propio de la naturaleza humana, y que presupone el dominio de la voluntad para que exista la posibilidad de la libertas electionis, que es el fundamento de la responsabilidad personal.

[2] Sobre este argumento, cfr. D. CASTELLANO, La razionalità della politica, Nápoles, 1993, págs. 25-44.

[3] Cfr. Entrevista en “La Repubblica”, Roma 30 enero 2003, pág. 19.

[4] Más adecuado sería decir que todas las opciones se encuentran simplemente en el mismo plano. A este respecto, es significativa la tesis de Jefferson, según la cual la “capa protectora” vale para fieles e infieles. Lo cual impide acoger la tesis de Berti, que afirma que Jefferson era aristotélico en lugar de iluminista (cfr. E. BERTI, Le vie della ragione, Bologna, Il Mulino, 1987, pág. 288). Jefferson, por el contrario, es, como todo deísta, virtualmente nihilista. Por eso Rorty lo puede “utilizar”: en efecto, desemboca, en última instancia, en la conclusión de “que las creencias religiosas […] son simples fetiches” (R. RORTY, La priorità della democrazia sulla filosofia, in Filosofia ‘86, a cargo de G. Vattimo, Roma-Bari, Laterza, 1987, pág. 24).

[5] No se trata, entonces, simplemente de la pretensión (por otra parte absurda) de anular un hecho realmente sucedido, como señaló, por ejemplo, el Obispo de Padua en respuesta a una instancia de un fiel que pretendía conseguir la cancelación del registro de los bautizados, presentada al párroco de la catedral de Este; así lo indicó también Ugo De Siervo, relator del Parecer del 9 septiembre 1999 del Garante para la protección de los datos personales. La cuestión es más radical: pone en evidencia el absurdo de cualquier pretensión que “revoca” del ser de las “cosas”. En otras palabras, sería como si pretendiese anular, en nombre de la libertad, el acto de ser, por ejemplo, de un hombre que tiene la vida. Además, se debe destacar que a la cancelación del registro de los bautizados no osta el “derecho” de los padres a suministrar el sacramento a su propio hijo, sobre todo si se tiene en cuenta el derecho de dichos padres a expresar sus propios convencimientos religiosos (Tribunal Civil de Padua, Sec. I, 29 mayo 2000, n. 3722), es decir, como ejercicio de su libertad negativa, que, de hecho, perjudica al ejercicio de la misma libertad negativa del bautizado (sobre la cuestión, véase la documentación en “Quaderni di Diritto e Politica Eclesiástica” (Jurisprudencia), Bologna, n. 3/2000, págs. 874-883). El problema debe solucionarse de otro modo, pena la caída en una aporía.

[6] En nuestra opinión es superficial la “lectura” maritainiana de las Declaraciones “americanas” sobre este asunto (cfr. J. MARITAIN, Les droits de l’homme et la loi naturelle. New York, Editions de la Maison Française, 1942, trad. it., Milano, Vita e Pensiero, 1977, págs. 73 y sigs.). El ateísmo, en efecto, no es un “derecho natural”, aunque ningún poder político puede imponer a las personas que crean en Dios.

[7] Ni siquiera con el objetivo de beneficios fiscales. Las “religiones”, por tanto, que “entablan” negociaciones con los Estados para ser “reconocidas” y para gozar, por ejemplo, del destino de las contribuciones fiscales de los ciudadanos, contradicen la ratio en la que se basan las Declaraciones y las Constituciones examinadas. La dificultad surge desde el principio. Por una parte, en efecto, algunas Constituciones afirmaron que nadie deberá ser obligado a erigir y sostener un edificio de culto o a mantener a un ministro contra su libre voluntad o consenso (Constitución de Pensilvania 1776; disposición seguida, en parte, por la Constitución de Maryland 1776). Por consiguiente, se debería concluir que cualquier retención fiscal con tal objetivo, también indirecta, es decir, realizada no a través de tasas, sino por medio de impuestos, debería ser considerado ilegítimo. Por otra parte, las primeras Constituciones afirmaron, contradiciendo esta ratio, que “la Legislación puede, con discreción, imponer una tasa general e igual [es decir, un impuesto], para sostener la religión cristiana [otra contradicción, ya que quedarían excluidas las demás religiones], dejando a cada individuo que decida la cantidad que prefiere pagar para sostener un determinado lugar de culto o mantener a un ministro” (Constitución de Maryland 1776).

[8] Cfr. H. ARENDT, Was ist Politik?, trad. italiana, Milano, Edizioni di Comunità, 1995, pág. 23.