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Número 485-486

Serie XLVIII

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Libertad religiosa, derechos del hombre y normalización

LA «VUELTA» DE LA LIBERTAD RELIGIOSA

 

Las relaciones entre lo religioso y lo político siguen planteándose en una sociedad tardo-moderna que debe hacer frente a los frutos amargos de su autonomía respectiva. Por parte del laicismo militante, el resentimiento les impulsa tanto a negar que exista ese mal, como a denigrar con rabia su remedio. En el bando contrario, quienes habían confiado en que sería posible un entendimiento con el enemigo de ayer, se sienten amargados y buscan con ansiedad llegar a un acuerdo de mínimos que evite la autodestrucción social y la asfixia religiosa.

Algunos acontecimientos recientes resultan muy significativos. Es el caso de la batalla jurídica por la presencia de crucifijos en las escuelas públicas italianas, batalla aún no finalizada aunque el Tribunal Europeo de Derechos Humanos haya condenado a Italia por lo que considera una falta de respeto a la laicidad del Estado.

Recordemos: una mujer emprendió acciones legales porque sus hijos, alumnos de una escuela pública, se sentían coaccionados por la presencia de un crucifijo en la pared. Desestimadas en 2006 por el Consejo de Estado italiano tras un largo proceso, acudió a Estrasburgo, donde ganó el pleito (sentencia Lautsi vs Italia, 3 de noviembre de 2009), al menos en principio, porque el gobierno italiano apeló y parece tanto menos dispuesto a acatar la sentencia cuanto que varios Estados han protestado por las vinculaciones ideológicas del Tribunal; por tanto el asunto será juzgado de nuevo por el pleno.

Este episodio revela hasta qué punto las instituciones europeas son el foco de una nueva Kulturkampf particularmente militante, que intenta imponer la neutralidad del espacio público inherente al Estado de Derecho. Pero revela también las debilidades de la posición defensiva ante esta ola devastadora. Por un lado, la larguísima sentencia del Consejo de Estado italiano no ha justificado que se mantenga el crucifijo con una fundamentación religiosa, porque el artículo primero del Estatuto Albertino de 1848, que reconocía al catolicismo como única religión del Estado, hacía tiempo que había sido abolido por su propia jurisprudencia antes de serlo expresamente por la revisión bilateral de los Pactos de Letrán en 1984. Los magistrados han intentado justificar su decisión con un razonamiento complejo, por no decir alambicado, basado exclusivamente en el terreno cultural y de los “valores” históricos. Esta argumentación, bastante poco jurídica, merece ser explicada en sus grandes líneas.

La cuestión, dicen los jueces, es saber si la presencia del crucifijo en lugares públicos lesiona el principio de laicidad. Éste no forma parte de la Constitución de la República Italiana, pero se deduce de las aplicaciones jurisprudenciales del Tribunal Constitucional y de la invocación, a partir de los años ochenta y en confrontación con la Iglesia, de los “principios superiores” no escritos. Sin embargo, dicen los jueces, en el plano de las interpretaciones filosóficas no hay unanimidad sobre el contenido de la laicidad, y en el derecho positivo hay que ceñirse a una interpretación única para obtener un efecto práctico. Y esa interpretación debe ser la que ha considerado la jurisprudencia del Tribunal Constitucional: es propia de Italia, y difiere de otras interpretaciones cuya legitimidad no entra a debatir, pero cuyas diferencias se limita a constatar. Citan la Francia de la época de Combes y, en sentido contrario, los Estados Unidos. En consecuencia, dicen, Italia tiene derecho a tener su forma propia de entender la laicidad. Esa forma se remite a la historia y a los valores históricamente implantados en el país, estrechamente ligados al cristianismo.

Por otra parte, prosigue la sentencia, el crucifijo es un objeto que no reviste el mismo significado si está en una iglesia, si forma parte de una exposición o si se halla en la pared de un colegio o un tribunal. En este último caso, significa algo distinto que en un museo: expresa ciertos valores subyacentes al orden constitucional, distintos de su significación propiamente religiosa. “Es evidente que en Italia el crucifijo resulta idóneo para expresar, de forma simbólica pero apropiada, el origen religioso de los valores de la tolerancia, el respeto mutuo, la dignidad de la persona, la afirmación de sus derechos, el respeto a su libertad, la autonomía de la conciencia moral ante la autoridad, la solidaridad humana, el rechazo a toda discriminación, [todos ellos] valores que caracterizan la civilización italiana”. La cruz, transformada en símbolo cultural, permitiría así definir la laicidad: “En el contexto italiano, en verdad resulta difícil encontrar otro símbolo que cumpla mejor esa función”.

Esta sentencia, motivada con numerosos detalles y epígrafes, se sitúa pues sobre el terreno de los “valores comunes”, pero no ya en cuanto universales y permanentes, sino solamente en la medida en que se constata que son compartidos en un lugar concreto (Italia) y durante un tiempo dado (su historia). Los jueces precisan que aun teniendo esos valores un origen religioso y estando “en plena y radical consonancia con las enseñanzas cristianas”, no por ello cuestionan la autonomía del orden temporal respecto al espiritual, y se adaptan al contexto cultural de la sociedad civil, de forma que podrían ser “laicamente” aceptados por todos, independientemente del contexto religioso del que fueron extraídos.

O, por mejor decir, esos valores han “salido” del cristianismo, según una expresión querida para el historiador Émile Poulat. Dicho de otra forma, se trata de referencias culturales de consenso general, de un estilo próximo a la divisa norteamericana In God we trust [En Dios confiamos], que por lo demás cita como ejemplo la sentencia del Consejo de Estado italiano.

A pesar de todo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos zanjó el asunto. Su sentencia, muy corta en comparación con la italiana, reposa sobre un razonamiento simple. El crucifijo puede ser identificado por los niños como un símbolo religioso, luego “se sentirán educados en un entorno escolar marcado por una religión dada”, lo cual puede ser “estimulante” para unos pero puede perturbar a otros, “en particular si pertenecen a minorías religiosas”.

Y tras el derecho de las minorías religiosas, viene el derecho de los ateos. La libertad religiosa implica la libertad de no creer en ninguna religión, prosigue la sentencia, y debe ser protegida: incluso “merece una protección particular” si el Estado “expresa una creencia” y “si la persona se halla en una situación de la que no puede librarse, o sólo mediante un esfuerzo y un sacrificio desproporcionados”. El individuo no solamente no debe sentir que se le impone un deber o una enseñanza religiosa, sino que su derecho (su “libertad”) “se extiende a las prácticas y a los símbolos que expresan una creencia, una religión o el ateísmo” (sic: ¡incluso el ateísmo –al que se supone militante– podría ser considerado como una coacción sobre la libertad de no creer en ninguna religión!).

El final de la sentencia procede de una opinión filosófica y no de una apreciación jurídica, desvelando su inspiración incluso en el vocabulario, por no hablar de su aspecto fuertemente normativo: la educación pública “debe inculcar a los alumnos un pensamiento crítico”. “Ahora bien, el Tribunal no ve cómo la exhibición, en las aulas de las escuelas públicas, de un símbolo que es razonable asociar al catolicismo (religión mayoritaria en Italia), puede servir al pluralismo educativo que es esencial a la preservación de una ‘sociedad democrática’ tal como la concibe la Convención [Europea de Derechos Humanos de 1950], pluralismo que el Tribunal Constitucional italiano reconoce”.

Es evidente que los jueces de Estrasburgo no han prestado absolutamente ninguna atención a los distingos del Consejo de Estado italiano entre religión y cultura. Su conclusión no es ambigua: “En consecuencia, la exposición obligatoria de un símbolo de una confesión determinada en el ejercicio de la función pública, en particular en las aulas escolares, restringe el derecho de los padres a educar a sus hijos según sus convicciones, así como el derecho de los niños escolarizados a creer o no creer”. El Tribunal juzga, por unanimidad, que se ha violado “el artículo 2 del Protocolo nº 1, así como el artículo 9 de la Convención”, estirando al máximo la letra de estos textos, que invocan la “libertad de pensamiento, de conciencia y de religión” (pero no de irreligión) y el derecho de los padres de educar a sus hijos “conforme a sus convicciones religiosas y filosóficas”.

Es fácil comprender que esta sentencia haya sido considerada un desaire hacia el Estado italiano; y, con mayor razón, hacia la Iglesia, en cuanto línea directriz de instituciones empeñadas en imponer una secularización total y uniforme del espacio europeo. Dejando de lado este hecho, que se lamenta con frecuencia, lo que este asunto revela son los límites de la retórica postconciliar relativa a la libertad religiosa. Así lo demuestran tanto los laboriosos esfuerzos de los consejeros de Estado italianos como las reacciones de la Conferencia Episcopal. En efecto, unos y otros se sitúan, y están obligados a situarse, en un punto de vista exclusivamente histórico, cultural, relativo. Es el caso de monseñor Gianni Ambrosio, obispo de Piacenza, delegado en la Comisión de los Episcopados de la Comunidad Europea (COMECE): “Se pretende borrar la historia que ha caracterizado a Italia y a Europa, borrarla por completo. En ese sentido, considero que es una sentencia irracional, que se basa en una ausencia total de sentido común. Una laicidad que borra la historia no es laicidad, es ‘nulidad’, en el sentido de que no deja nada en pie” (Avvenire, 5 de noviembre de 2009). Poco antes, la Conferencia Episcopal Italiana había publicado un comunicado similar: “No se está teniendo en cuenta el hecho de que, en realidad, en la experiencia italiana, la exposición del crucifijo en los lugares públicos está en la línea del reconocimiento de los principios católicos como ‘parte del patrimonio histórico del pueblo italiano’, confirmado por el Concordato de 1984. De esta forma, se corre el riesgo de separar artificialmente la identidad nacional de su matriz espiritual y cultural” (3 de noviembre de 2009).

Evidentemente, el argumento histórico tiene fundamento –como el que debería impulsar a la Unión Europea a reconocer sus “raíces cristianas”–, pero es tan relativo como las variaciones de la Historia. Se objetará que los obispos italianos no podían alegar otros argumentos, y menos aún ante los jueces de Estrasburgo. Y es verdad… pero más por coherencia teórica que por oportunidad política. El concordato renegociado en 1984, pero ya “puenteado” desde los años setenta, ratificó la desaparición del “Estado confesional” y del status del catolicismo como “religión de la mayoría”, algo que los constituyentes de 1946, comunistas incluidos, ni siquiera habían considerado. ¿Por qué entonces ese replanteamiento de los Pactos de Letrán pareció, en cierto modo, natural? Pues simplemente porque, a pesar de todas las ventajas obtenidas por la Iglesia con el status anterior, éste contravenía los principios planteados por la declaración conciliar Dignitatis Humanae sobre la Libertad Religiosa, y las conclusiones extraídas de ella por Pablo VI en su alocución a los gobernantes, el 8 de diciembre de 1965: “Ella [la Iglesia] os lo ha dicho en uno de los textos principales de este Concilio: sólo os pide libertad”. Era la hora del rechazo al “constantinismo” y de la liquidación de las situaciones “de cristiandad”: “Si, consideradas las circunstancias peculiares de los pueblos, se da a una comunidad religiosa un especial reconocimiento civil en la ordenación jurídica de la sociedad, es necesario que a la vez se reconozca y respete el derecho a la libertad en materia religiosa a todos los ciudadanos y comunidades religiosas. Finalmente, la autoridad civil debe proveer a que la igualdad jurídica de los ciudadanos, que pertenece también al bien común de la sociedad, jamás, ni abierta ni ocultamente, sea lesionada por motivos religiosos, y a que no se haga discriminación entre ellos” (Dignitatis Humanae, 6). Ni siquiera una discriminación entre creyentes y ateos, aunque éstos se empecinaran en su rechazo: “El derecho a esta inmunidad permanece también en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y de adherirse a ella, y su ejercicio, con tal de que se guarde el justo orden público, no puede ser impedido” (ibid, 2).

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El caso italiano, en la medida en que traduce un conflicto entre un Estado miembro y una institución supranacional, y además se enmarca en la lucha de tendencias entre la vieja y la nueva laicidad, ha sido objeto de una información muy amplia. No ha sucedido lo mismo con un asunto paralelo que afectó a Croacia. Mientras el Tribunal de Estrasburgo se aprestaba a zanjar la cuestión en la forma que acabamos de ver, el entonces presidente Stjepan Mesic lanzaba una gran campaña para retirar los símbolos cristianos de todos los edificios públicos, alegando que su presencia supondría una amenaza contra la igualdad entre los ciudadanos y contra la laicidad del Estado. El padre Ivan Miklenic, director del diario Glas Concila [La Voz del Concilio], aportó el comentario siguiente, recogido por el Osservatore Romano (3 de septiembre de 2009): “La cruz es el símbolo de una civilización, y no de una religión o de una Iglesia. (...) Forma parte de la identidad croata”. Volvemos a encontrar la argumentación cultural empleada en Italia, en un país cuya población es cristiana en un 95% y que ha conocido las vejaciones y persecuciones religiosas de los comunistas. Y hay que decir que con la elección de un nuevo presidente socialista, Ivo Josipovic, deseoso de instalar el “Estado de Derecho” en su país, las cosas han quedado como estaban.

Poco citado también por los medios europeos es el caso mexicano, cuyo momento decisivo fue la votación del 11 de febrero último en la Cámara de Diputados, aprobándose por abrumadora mayoría una reforma constitucional consistente en añadir un único adjetivo (“laico”) al artículo 40 que define la República de los Estados Unidos de México. La reforma no será formalmente definitiva hasta la refrenden los Estados federados, pero ya se considera una conquista. Se venía gestando desde años atrás, lo cual muestra la persistencia de una sorda hostilidad a toda intervención pública de la Iglesia, que comparten la mayor parte de los partidos, las instancias masónicas y los grupos de presión favorables al aborto y a otros avances postmodernos. Que nadie se equivoque: esta votación, aparentemente sin objeto, dado que en México el laicismo siempre ha tenido una gran implantación, es en realidad una manera de hacer entender a la Iglesia que debe reincorporarse al desfile, y una advertencia para los democristianos del Partido de Acción Nacional (PAN), responsables de haber permitido la elección de Felipe Calderón, notorio católico, como jefe del Estado.

Las explicaciones de voto de los diputados –disponibles en vídeo en Internet– han glosado un mismo tema: frente a una jerarquía católica que dice reconocer los fundamentos de la democracia pero que, al mismo tiempo, se moviliza para influir sobre el pueblo soberano y sus representantes, hay que alzar una barrera constitucional que asegure una separación estricta entre el espacio público y el ámbito privado: “El Estado laico no sustenta su legitimidad en el origen sagrado del poder, sino en la voluntad de cada uno de sus ciudadanos, expresada en la soberanía popular” ( Feliciano Rosendo Marín Díaz, representante del PRD, Partido de la Revolución Democrática, socialdemócrata). La Iglesia actual, “la de Juan Pablo II, la de Benedicto XVI, [está] muy alejada del aire fresco, tolerante y plural que significó el Concilio Vaticano II; [es] una Iglesia militante que quiere apoderarse de las instituciones del Estado. (...) La laicidad [definida por esta reforma como característica del Estado] no busca promover un Estado laico jacobino, persecutor de las Iglesias o de las creencias religiosas, lo que pretende (...) es mantener vigente jurídicamente, históricamente, socialmente el principio de la separación entre la Iglesia y el Estado. (...) Entendemos que el Estado laico significa, entre otras cosas, lo siguiente: que el fundamento de la legitimidad política es exclusivamente la soberanía popular, la defensa y garantía de los derechos humanos (Jaime Fernando Cárdenas Gracia, del PT, Partido del Trabajo, izquierda). “No es una posición jacobina, pero sí es un freno ya, un basta ya” para “parar la soberbia de la jerarquía católica” (José Gerardo Rodolfo Fernández Noroña, del PT). En cuanto al representante democristiano, no rechazó la separación entre la Iglesia y el Estado y se contentó con proponer, en vano, una enmienda que insistía sobre la protección de la libertad religiosa.

La reacción del episcopado llegó con una declaración pública del arzobispo de León, monseñor José Guadalupe Martín Rábago, presidente de la Conferencia Episcopal, retomando un texto de esta última del año 2000: “Entendemos y aceptamos la ‘laicidad del Estado’ como la aconfesionalidad basada en el respeto y promoción de la dignidad humana y por tanto el reconocimiento explícito de los derechos humanos, particularmente el derecho a la libertad religiosa”. A este comentario añadió el arzobispo: “Es preciso reconocer que efectivamente necesitamos reformas constitucionales, pero que vayan en la dirección de afianzar el carácter democrático de un verdadero Estado de Derecho, lo cual supone que se promuevan condiciones necesarias para que los ciudadanos puedan desarrollar su vida en el más amplio ámbito de la libertad. Esto supone que el Estado garantice a los creyentes de cualquier religión, así como a los no creyentes, su plena igualdad ante la ley, sin ningún género de privilegios ni discriminaciones. (...) Un Estado laico no profesa ninguna religión y a ninguna privilegia; pero no puede ignorar el hecho social de la religión. Ser neutral en cuestión de creencias religiosas no debe impedir, sin embargo, la cooperación y la tutela democrática de este derecho al igual que los demás derechos humanos”. El obispo concluye con una llamada, “caminemos hacia una modernidad más democrática”, que implica la cooperación y no la ignorancia mutua entre la Iglesia y el Estado.

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Esta última apelación tiene algo de irreal, porque lo que sucede es exactamente lo contrario. Muestra la dificultad de escapar a una contradicción lógica vinculada al cambio de paradigma conciliar, que se adoptó precisamente para huir de un conflicto fundamental con la “modernidad democrática”. Este conflicto está presente en la mente de todos: es el del “mundo moderno”, constituido sobre las bases filosóficas de las Luces, la revolución política y el primado de la economía, con sus desastrosos efectos sociales. La Iglesia afrontó mal este conflicto y se encontró en una posición de exclusión cada vez más patente. El liberalismo católico, que los Papas mantuvieron a raya durante mucho tiempo, consiguió en el Concilio Vaticano II que se admitiese la idea de que era mejor aceptar los principios modernos que combatirlos, a no ser que se los interpretase en términos personalistas. Esta nueva opción fundamental determinó aplicaciones diversas en el orden práctico, como por ejemplo la exigencia de revisión a la baja de ciertos concordatos, la adopción generalizada del lenguaje de los derechos humanos o un seguidismo en las expresiones y en los focos de interés. En un plano teórico, se aceptó el principio de separación (y el correlativo rechazo del Estado confesional), facilitado por la reducción de la política a técnica social sin un contenido intrínsecamente moral. Todo ello, con la Declaración Dignitatis Humanae sobre la libertad religiosa como carta magna conciliar sobre la materia.

Hay que constatar que todos estos esfuerzos –sea cual sea el juicio que pueda hacerse sobre la validez de sus fundamentos teológicos– se han revelado, como mínimo, inoperantes. El conflicto no se ha apagado, y hoy está más vivo que nunca. Se ha dicho, y es cierto, que la adhesión a los principios de los derechos humanos ha permitido reivindicar el respeto a la libertad del cristianismo en términos comprensibles para los poderes contemporáneos; e incluso que esa reivindicación habría constituido un arma poderosa frente al comunismo, acelerando o provocando la caída de la URSS. Sobre este punto habría que llevar a cabo una investigación histórica precisa y objetiva y apartarse de consideraciones hagiográficas. Una cosa al menos es cierta: mientras persistió la tensión en las relaciones Este-Oeste, el discurso occidental de los derechos humanos aceptó o toleró de buen grado la voz de la Iglesia postconciliar, pero una vez desaparecida la URSS, la aportación de la Iglesia no sólo ha dejado de ser tenida en cuenta, sino que la tensión ha vuelto: los casos de los que dejamos constancia no son sino algunos ejemplos entre muchos otros.

Paradójicamente, mientras que las decisiones del Vaticano II se reafirman sin cesar, como se desprende de las reacciones episcopales antes citadas, en numerosos discursos de idéntico origen el tono es el mismo que el Concilio quiso abandonar: una dolorosa protesta ante los desastres presentes, más un intento de imponer la interpretación precisa de ciertos conceptos.

La diferencia –y bien gruesa– es que ya no se trata de invocar principios verdaderos frente a errores, sino, situándose de hecho en el terreno del adversario, darle en cierto sentido una lección desde el interior, lección que no puede aparecer sino como una presión para imponer una opinión particular. La laicidad debe ser esto y no esto otro, la historia de Europa implica reconocer la parte que en ella ha jugado el cristianismo... son opiniones que se enfrentan a otras opiniones. “¿Hasta cuándo vais a andar cojeando con las dos piernas? Si Yahveh es el verdadero Dios, seguidle; si lo es Baal, seguidle a él” (I Rey 18, 21). La apóstrofe del profeta Elías parece muy actual, en este momento de angustia ante tantas concesiones que no encuentran compensación.

Lo cierto es que, desde el punto de vista del sistema dominante, la posición adoptada tanto por los jueces europeos como por los diputados mexicanos responde a una lógica propia. La elaboración del Consejo de Estado italiano, por generosa que resulte hacia la Iglesia, es sin duda bastante menos rigurosa que la respuesta del Tribunal de Estrasburgo, aun si sus magistrados no se han tomado la molestia de definir con precisión la laicidad, como les reprochó el abogado del Estado italiano. Y cuando la Cámara mexicana reivindica la igualdad entre todas las partes implicadas en el seno de un régimen pluralista cuya única ley suprema es la soberanía del cuerpo electoral, ¿qué se les puede reprochar en términos de coherencia jurídica? Es cierto que la laicidad es un término de contenido impreciso, pero precisamente por eso depende de la opinión, tal y como se expresa por vía de representación mayoritaria.

Hay que reconocer pues que, una vez concedida la legitimidad de la “modernidad democrática”, sólo queda, o bien aceptar las consecuencias, o bien aceptar que se impone una revisión afondo. La creciente hostilidad política hacia la religión de Cristo no cambiaría, pero con la ventaja de evitar todo reproche de duplicidad. Y supondría una fuerza moral considerable en un mundo que se hunde en una postmodernidad autodestructiva.