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Número 485-486

Serie XLVIII

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¿Un punto de inflexión?

LA «VUELTA» DE LA LIBERTAD RELIGIOSA

 

1. Incipit

Es sabido que el Gobierno de Rodríguez Zapatero prepara un proyecto de reforma de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa, aprobada en 1980 –tras los acuerdos del Estado español con la Santa Sede de 1979 que sustituye ron al Concordato de 1953– en desarrollo el artículo 16 de la Constitución. Como lo es que su intención, proclamada, de profundizar la que llaman “laicidad”, se va a concretar –al menos en una de sus dimensiones– en la supresión de los símbolos religiosos de lo que también llaman “espacio público”. En este sentido, viene a converger con otras polémicas, tanto internas como internacionales, sobre el uso del pañuelo mahometano o el burka, o sobre la exhibición del crucifijo en las aulas escolares o edificios públicos. Podrían alegarse, en cuanto toca a lo primero, el proyecto de ley que el Gobierno francés ha remitido a la Asamblea Nacional para la prohibición de tales prendas; y, respecto a lo segundo, la sentencia Lautsi contra Italia, del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, del pasado mes de noviembre de 2008, cuya apelación está también pendiente de decidirse. Estamos pues ante la vuelta de la libertad religiosa. Lo que lleva a su nueva discusión en el mundo católico.

 

2. El cambio conciliar

El II Concilio Vaticano significó, ciertamente, en su día para la Iglesia una revolución respecto del panorama doctrinal y práctico precedente. Se ha discutido mucho, y estas páginas dan fe de ello[1], sobre el sentido exacto de la declaración Dignitatis humanae. No es del caso volver sobre ello, pues es otra nuestra finalidad de hoy. No obstante lo cual debemos dejar antes algunas breves consideraciones.

En primer lugar, que probablemente la intención de los padres conciliares (salvo la fracción liberal, que desde luego no dejó de tener importancia en el impulso de la cuestión)[2] no era la de afirmar el indiferentismo, rompiendo con la doctrina católica, lo que en todo caso no resulta claramente del texto (aunque sólo sea por la protesta inicial de “mantenerla íntegra” y la confirmación del “deber de buscar la verdad”[3].

En segundo término, que en todo caso se halla presente una opción práctica (“prudencial” se diría, si no fuera –como después se ha manifestado– imprudente) favorable al liberalismo político, de matriz estadounidense, en un sentido quizá no esencialmente diferente del que llevó a la política de los concordatos, que de algún modo constituyen un vulnus para la Iglesia[4], o a las consignas del ralliement (no sólo en Francia, sino también en Bélgica o España)[5], pero reforzado por la gravitación de un cambio de lenguaje. De ahí que, aunque se buscara tan sólo un terreno común donde mejorar las relaciones con el mundo moderno descristianizado, a fin de cuentas, el cambio operado por el documento conciliar había de conducir a cancelar en la práctica las condenas del liberalismo y del liberalismo católico[6].

Obtener libertad de coacción en el orden civil –ha sintetizado Leopoldo Eulogio Palacios[7]– ha sido un derecho que la Iglesia ha reivindicado siempre desde los tiempos del Imperio Romano, sostenida por la convicción de ser la única religión verdadera, y que necesitaba de esa libertad para cumplir con los deberes religiosos que Dios le había revelado “en exclusiva”. En cambio, generalizar este derecho por medio de una declaración que lo extendiese a las sectas, a los judíos y a los paganos, era para ella inconcebible. Hay que tolerar a los infieles. Pero el derecho a la libertad del error es inexistente, y por eso la única libertad que puede pedir la Iglesia es la libertad católica.

“La libertad católica –prosigue– es la que compete a la Iglesia como sociedad perfecta de fundación divina, distinta y superior al Estado, y que no compete ni puede competir a ninguna otra sociedad, aunque se llame religiosa. La declaración conciliar promete dejar intacta la doctrina tradicional católica: pero el texto enseña precisamente lo contrario. El derecho a la libertad religiosa es generalizado y extendido sin discriminación. Pero al igualar el derecho a la libertad católica con otros supuestos derechos que son inexistentes queda anulada también la libertad católica. Se la convierte en un ‘derecho humano’, lo que es caer en el naturalismo. Las más benévolas interpretaciones no han podido impedir el influjo maléfico de esa Declaración, cuya tesis central, condenada por los papas, ha sembrado el indiferentismo en los fieles, ha demolido la confesionalidad de los Estados católicos, y ha favorecido la rebeldía contra Cristo Rey”[8].

 

3. ¿Cambio de paradigma?

Hoy, sin embargo, quizá por el nuevo panorama sucintamente referido más arriba, advertimos no sólo críticas como las que igualmente acabamos de referir, sino que empiezan a escucharse voces no disonantes de las de la Santa Sede que advierten igualmente de lo agotado del discurso de la libertad religiosa “tal y como se desarrolló en la segunda mitad del siglo XX”. La expresión pertenece al jurista cercano a la Secretaría de Estado del Vaticano Grégor Puppinck, director del European Centre for Law and Justice, del que hemos obtenido amable autorización para traducir y publicar el texto que sigue, originado en un coloquio sobre la libertad religiosa celebrado en el pasado mes de febrero y patrocinado por la Secretaría del Estado Vaticano.

Nótese, en primer lugar, el eufemismo cronológico. La mitad del siglo XX puede venir referida, sí, a la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948, de las Naciones Unidas, o al Convenio Europeo de Derechos Humanos (1950), del Consejo de Europa. Pero en el ámbito católico la referencia cronológica es un poco más tardía: se trata de la declaración Dignitatis humanae (1965) del II Concilio Vaticano. De este modo, se inicia suavemente una exégesis crítica sin el riesgo de ser contado entre los “integristas”. Pero ahí radica precisamente lo interesante.

Observa, en segundo lugar, nuestro distinguido colega, que la puesta en tela de juicio del paradigma moderno de la libertad religiosa no procede sólo de los países mahometanos o de los cristianos “ortodoxos” post-comunistas, sino que alcanza a los occidentales. Esto es, nos permitimos añadir, a los que con el cambio realizado por el Concilio se intentó atraer, sin éxito, como es claro, a un acuerdo con la Iglesia. Se trata, además, de una crisis jurídica, pero que tiene sus raíces filosófico-políticas y teológicas.

Excluida la incoercibilidad del acto de fe, lo que nunca negó la doctrina tradicional, y situada la libertad religiosa en el fuero externo como una inmunidad, que en eso consistió la novedad conciliar, empieza a verse en los hechos que una concepción tal se funda sobre el individualismo y, consiguientemente, engendra el indiferentismo junto con la neutralidad religiosa de las sociedades y las naciones. Mientras no fue apreciable en Occidente la presencia social de otras religiones, no tuvo particulares efectos disolventes. (Quizá cupiera destacar aquí la excepción española). Hasta el punto de afirmar que si jurídicamente el régimen es de libertad religiosa, de hecho lo ha sido más bien de tolerancia. O sea, que la novedad conciliar no era tan relevante desde el ángulo de sus consecuencias prácticas, salvo para los países donde se daba persecución de los católicos, y además de la actitud difusa de apertura al mundo, a saber, al mundo de la democracia liberal. Ahora, en cambio, tras las migraciones masivas y la profundización de la modernidad en su fase decadente y exasperada, el panorama es otro.

Distingue Puppinck dos actitudes, ambas erróneas, ante el problema suscitado en nuestros días a propósito de la religión y su libertad. De un lado, lo que denomina “hacer causa común con las religiones”, esto es, defender lo religioso contra la antirreligión de la modernidad y, por lo mismo, apoyar la construcción de minaretes, la práctica del Islam, el uso del pañuelo o la poligamia, etc. Con la intención, a veces no confesada, de proteger al tiempo la práctica exterior del catolicismo. De otro, lo que llama “refugiarse tras los muros de la laicidad” como modo de defender la cultura occidental, o lo que es lo mismo confiar en el Estado anticristiano frente al deterioro de la “identidad” occidental, a riesgo de que produzca efectos reflejos sobre la presencia social de la religión católica.

Resulta interesante la autocrítica que subyace al planteamiento del autor, inédita por el momento entre nosotros, con los más –por no decir casi todos– acantonados en el paradigma de libertad religiosa que desde los aledaños de la política vaticana se da por clausurado[9]. Otra cosa es la debilidad de la salida que se propone en el último epígrafe, en la línea de las inconsistencias articuladas a propósito de la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre el crucifijo antes mencionada[10]. Que, para superar el indiferentismo, se centra más en la “tradición” (que se supone inclusiva de la democracia) que en la verdad. Que busca dar alcance jurídico a los “valores culturales y espirituales del patrimonio europeo” para abrir paso al reconocimiento de la dimensión social de la religión y religiosa de la sociedad. Y que, cómo no, excluye cualquier restablecimiento de la confesionalidad: es decir, no se atreve a revertir en verdad el discurso que se confiesa, por más que cautamente, errado. Sobre esto, algo hemos de decir a continuación al hilo de presentar los textos que siguen.

 

4. La libertad religiosa y la “nueva laicidad”

El profesor Danilo Castellano ha caracterizado el modernismo social con los pseudo-principios del subjetivismo, de la razón inmanente (y, por tanto libre), de la religión como necesidad (también inmanente) satisfecha con la elaboración racional del objeto que se ha encontrado en el espíritu, de la verdad como identidad del espíritu y de la democracia política. A partir de los mismos, que constituyen su premisa y creen representar su fundamento, se construyen las tesis específicas del modernismo social y político. Que se refieren al origen voluntario de la autoridad, a la democracia como fundamento del gobierno, a la separación de la Iglesia y el Estado, a la sujeción de la Iglesia al Estado y al vaciamiento de la institución y su reducción a instrumento de la voluntad de las fuerzas políticas dominantes[11].

Pero el modernismo histórico, esto es, el que San Pío X quiso atajar con la encíclica Pascendi en 1907, a la que sin embargo sobrevivió, ha sufrido después desde el ángulo político y social tanto como desde el teológico importantes transformaciones[12]. De las que también se ha ocupado nuestro admirado amigo y colaborador al examinar la transición de la “laicidad” a la “nueva laicidad”.

En síntesis, el antimodernismo se opuso (con razón) al Estado moderno y a sus pretensiones, pero para alcanzar este fin acogió (primero de hecho y luego también de derecho) la democracia moderna, que a su vez comporta el acogimiento de las instancias del modernismo político y social antes recordadas. Después, tras la Segunda Guerra Mundial, por influjo de las doctrinas políticas estadounidenses, impuestas a las Estados vencidos, pero también a algunos vencedores (piénsese en Francia), y en definitiva incluso a los Estados europeos occidentales que permanecieron ajenos al conflicto (como, por ejemplo, España), el modernismo político y social se presenta en nuestros días bajo el aspecto de la nueva laicidad, donde el modernismo nuevo y “actualizado” radicaliza las tesis del viejo, dándole (o intentando ofrecerle) nuevas argumentaciones teóricas (en realidad pseudo-argumentaciones) y presentándolo bajo la fórmula suasoria de la laicidad “incluyente”[13].

Son, en efecto, dos las formas principales asumidas por la laicidad y que tienen particular relieve también para el ordenamiento jurídico: una vía “francesa”, que algunos llaman también europeo-continental, y una vía “americana”. La primera, que es la que recibió propiamente el nombre de “laicidad”, se conoce hoy más frecuentemente como “laicismo”; mientras que a la segunda es a la que se reserva el nombre de “laicidad”. De ahí que puedan ser referidas, respectivamente, como “laicidad” y “nueva laicidad” , la primera calificada de “excluyente” mientras que la segunda lo es de “inclusiva”[14].

La ratio que caracteriza a la vía “francesa” –resumimos– lleva en último término no sólo a la subordinación del individuo al Estado, sino también a la pretensión de que aquél piense y quiera progresivamente como piensa y quiere éste. Así, aunque proclame reiteradamente el derecho a la libertad de conciencia, lo subordina a la salvaguarda del orden público, que no es necesariamente el orden, sino –con frecuencia– el desorden. Por eso, para evitar las contradicciones en que cae, en una suerte de heterogénesis de los fines, se ha parado en la conclusión de que el Estado, para ser auténticamente laico, debería profesar la “indiferencia” de toda opción y todo proyecto, porque sólo de este modo se garantizarían la libertad (negativa) y la igualdad (ilustrada), consideradas “principios” irrenunciables de los ordenamientos constitucionales occidentales contemporáneos. Se ha llegado, así, a la laicidad “americana”, para la que es el individuo y no el Estado quien tendría el derecho de ejercitar la libertad negativa. El Estado (o lo que queda del mismo) sería la institución al servicio de los proyectos de la sociedad civil o, en una versión más radical y coherente, de los proyectos individuales. Sin embargo, como la convivencia, aun en sentido más limitado que se quiera, es ineliminable, el derecho a la libertad de conciencia y, consiguientemente, la emancipación “laica” no puede tener plena realización. También la laicidad entendida según el modelo americano encuentra límites y cae en contradicciones[15].

La laicidad, por tanto, acaba en un callejón sin salida. No resuelve ningún problema político o social, sino que los agrava : “La laicidad incluyente, después, que a algunos ha parecido y parece como la vía para la superación definitiva de la laicidad excluyente, se revela todavía más absurda que ésta puesto que no puede siquiera buscar legítimamente la (falsa) solución ‘ideológica’ de la laicidad excluyente que, aunque absurdamente, conservaba un aspecto ‘positivo’ frente al nihilismo político y jurídico al que conducen el subjetivismo y el relativismo. La laicidad incluyente incurre en diversas contradicciones radicales. Bastará ejemplificar observando: 1) que no puede admitir ningún ordenamiento o, mejor, que puede admitir solamente los ordenamientos que, al gozar del consenso de aquellos a los que dirige sus mandatos, son ordenamientos inútiles, porque inútil es el conjunto coherente de normas que ordena y prohíbe lo que los destinatarios del mandato harían o dejarían de hacer por decisión autónoma; 2) que está destinada a la parálisis, puesto que un ordenamiento que aspire a tutelar el ejercicio de la libertad negativa representa la negación de sí mismo; 3) que la tutela de opciones contradictorias constituye la premisa de conflictos incurables. La laicidad, por tanto, tal y como actualmente se presenta, no puede dar respuesta a los problemas que la convivencia presenta. Ella, por lo mismo, es ‘el’ problema que el laicismo encuentra y no resuelve, incluso que no puede resolver si antes no niega las premisas desde la que actúa. La laicidad, sobre todo la incluyente, por lo tanto, en última instancia es incompatible con todo ordenamiento jurídico”[16].

La libertad religiosa, tal y como aparece en las constituciones y declaraciones internacionales, es una libertad negativa –en el sentido del texto recién citado, esto es, sin otra regla que la propia libertad– y no puede extraerse del cuadro de la laicidad, excluyente o sobre todo inclusiva, que acabamos de presentar. Ese es el sentido de las páginas de Danilo Castellano, pertenecientes a su libro Racionalismo y derechos humanos, que también ofrecemos a nuestros lectores[17].

 

5. El nudo gordiano

Llegamos al final de estas notas, que no pretenden sino presentar, contextualizándolos, los textos que a continuación ofrecemos a propósito de la creciente actualidad de la libertad religiosa.

Bernard Dumont, director de la excelente revista francesa Catholica, colaborador a su vez de nuestra Verbo, explica con claridad cuál es el nudo gordiano en el editorial del número 107 de su revista, que por su interés hemos traducido y publicamos con su amable autorización.

Constata Dumont una paradoja. La de que “mientras que las decisiones del Vaticano II se reafirman sin cesar, como se desprende de las reacciones episcopales […], en numerosos discursos de idéntico origen el tono es el mismo que el Concilio quiso abandonar: una dolorosa protesta ante los desastres presentes, más un intento de imponer la interpretación precisa de ciertos conceptos”. La diferencia reside en que “ya no se trata de invocar principios verdaderos frente a errores, sino, situándose de hecho en el terreno del adversario, darle en cierto sentido una lección desde el interior, lección que no puede aparecer sino como una presión para imponer una opinión particular: la laicidad debe ser esto y no esto otro, la historia de Europa implica reconocer la parte que en ella ha jugado el cristianismo... son opiniones que se enfrentan a otras opiniones”.

Tal estrategia ha resultado perdedora y todos esos esfuerzos se han revelado inoperantes. Es lo que reconoce Puppinck, hasta el punto de dar por agotado un ciclo. Aunque, luego, su explicación se quede corta. Más convincente y realista es la conclusión de Dumont: “Hay que reconocer pues que, una vez concedida la legitimidad de la ‘modernidad democrática’, sólo queda, o bien aceptar las consecuencias, o bien aceptar que se impone una revisión a fondo. La creciente hostilidad política hacia la religión de Cristo no cambiaría, pero con la ventaja de evitar todo reproche de duplicidad. Y supondría una fuerza moral considerable en un mundo que se hunde en una postmodernidad autodestructiva”.

Claro es que dar ese giro implicaría algo más que abandonar la elección prudencial (imprudente) de hallar un punto de encuentro práctico con el liberalismo, se trataría de cancelar el discurso común con éste. Y a eso, por el momento, parece que los hombres de Iglesia no se atreven.

 

[1] Desde su nacimiento en 1961 se zambulló Verbo en el problema, sosteniendo la tesis tradicional antiliberal y atacando a los apologetas de la libertad religiosa, como Jacques Maritain y el jesuita gringo John Courtney Murray. Cfr., entre otros, Eustaquio Guerrero, S. J., “¿Hacia una más amplia libertad religiosa?”, n.º 14 (1963); Marcel Lefèbvre, “Después de la segunda sesión del Concilio. Recapitulemos la conducta del sucesor de Pedro”, n.º 24 (1964); Luis Ruiz Galiana, “Libros españoles sobre libertad religiosa”, n.º 31 (1965); Juan Ramírez Valido, “La libertad religiosa”, n.º 31 (1965) y Joaquín María Alonso, C. M. F., “Diálogo sobre libertad religiosa”, n.º 37-38 (1965). Tras el documento conciliar, concentró sus esfuerzos en un primer momento en interpretarlo en continuidad con la doctrina tradicional: así, por ejemplo, Eustaquio Guerrero, S. J., “La confesionalidad del Estado en la declaración sobre libertad religiosa”, n.º 42-43 (1966) y Martín Prieto Rivera, S. J., “Diálogo con algunos autores del calificado como ‘mejor libro’ sobre la libertad religiosa”, n.º 58 (1967). Después, en una segunda época, aun manteniendo siempre en lo básico esa posición, se fueron abriendo camino algunas voces más críticas, dando lugar a discusiones y polémicas internas. Véanse ambas posiciones ejemplificadas en un mismo número de la revista, n.º 279- 280 (1989), respectivamente por Antonio Segura Ferns (por la exégesis benévola) y Rafael Gambra (por la severa). El profesor Rafael Gambra mantuvo desde bien pronto ese juicio negativo. Puede citarse a propósito de polémicas la sostenida por éste con el padre Baltasar Pérez Argos, S. J. en los n.º 277-278 (1989) y 281-282 (1990).

[2] Puede verse el significativo reportaje de Ralph Wiltgen, The Rhin flows into the Tiber, Nueva York, 1967.

[3] Declaración Dignitatis humanae, n.º 1.

[4] Danilo Castellano, “El problema del modernismo social”, Verbo (Madrid) n.º 423-424 (2004), pág. 208.

[5] La crítica del ralliement forma parte también de los temas de Verbo, pues no en vano entre sus fundadores se encontraba Eugenio Vegas Latapie, que dedicó al asunto su primer libro, Cristianismo y República, Madrid, 1932. Con intención que no apuntaba a la historia sino a su trasposición política contemporánea en sede hispana.

[6] Puede verse mi La constitución cristiana de los Estados, Barcelona, 2009.

[7] Leopoldo Eulogio Palacios, “Nota crítica a la declaración conciliar sobre la libertad religiosa”, Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (Madrid) n.º 56 (1979), págs. 3-4.

[8] Ibid., pág. 4.

[9] Cfr., por todos, Andrés Ollero, Un Estado laico. La libertad religiosa en perspectiva constitucional, Pamplona, 2009.

[10] Basta, a estos efectos, remitir al artículo del jurista italiano Daniele Mathiussi, “La retirada del crucifijo”, Verbo (Madrid) n.º 479-480 (2009), págs. 745 y sigs.

[11] Danilo Castellano, “El modernismo político y social”, Verbo (Madrid) n.º 455-456 (2007), págs. 421 y sigs.

[12] Cfr. el conjunto de ensayos de Jorge Soley, José Antonio Ullate, José Miguel Gambra, Danilo Castellano, Bernard Dumont y Miguel Ayuso reunidos en el n.º 455- 456 (2007) de Verbo, bajo la rúbrica de “La devastación modernista. En el centenario de la encíclica Pascendi

[13] Cfr. Danilo Castellano, De christiana Republica, Nápoles, 2004, en especial la introducción y el capítulo primero.

[14] Véase Miguel Ayuso, “La ambivalencia de la laicidad y la permanencia del laicismo: la necesidad de reconstruir el derecho público cristiano”, Verbo ( Madrid) n.º 445-446 (2006), págs. 421 y sigs.; y Bernard Dumont, “Del laicismo a la laicidad”, Verbo (Madrid) n.º 465-466 (2008), págs. 495 y sigs.

[15] Cfr. Danilo Castellano, “El problema de la laicidad en el ordenamiento jurídico”, Verbo (Madrid) n.º 481-482 (2010), y en su volumen Orden ético y derecho, Madrid, 2010, capítulo II, págs. 39 y sigs.

[16] Id, ibid., pág. 58.

[17] Madrid, 2004, págs. 67 y sigs.