Índice de contenidos

Número 533-534

Serie LIII

Volver
  • Índice

Sobre el Sínodo extraordinario de la familia

 

1. Introducción

ha celebrado un Sínodo extraordinario sobre la familia. El Sínodo fue precedido de un Consistorio, de febrero de 2014, en el que el cardenal Kasper hizo la ponencia introductoria. Ponencia que suscitó muchas reacciones y amplio debate. También Instaurare contribuyó al debate (cfr. núm. 1/2014). Sobre todo la discutibilísima ponencia ocasionó la publicación de diversos volúmenes y libros[1], que sirvieron para evidenciar las tesis inadmisibles (sobre todo desde el punto de vista de la doctrina católica sobre el matrimonio y la familia) sostenidas por el cardenal Kasper. Los trabajos del Sínodo sacaron a la luz las divergencias (incluso sobre puntos relevantes e irrenunciables) entre los cardenales. Los trabajos del Sínodo extraordinario concluyeron con una Relatio que, a su vez, reveló no sólo las divergencias sino también los intentos de golpe de mano por parte de una corriente sinodal. Hasta el punto de que la Relatio hubo de ser vuelta a escribir en parte, sin haber obtenido siquiera entonces en distintos puntos la mayoría requerida para ser aprobada.

2. Sobre la metodología sinodal

Se dice, no sin fundamento, que el Sínodo se ha desarrollado con una nueva metodología, lo que de por sí es ya (o al menos puede representar) un hecho revolucionario. El Consistorio y el Sínodo fueron precedidos de la difusión de un cuestionario. Sobre la base de este cuestionario se redactó el Instrumentum laboris. El desarrollo de los trabajos sinodales vino acompañado de una información que, aunque declaraba que se limitaba a referir e informar sobre la marcha de aquéllos, se utilizaba para tratar de orientarlos. La información, a menudo tendenciosa, se usó sobre todo por la prensa laica (o mejor, laicista) para crear una opinión pública y ejercitar, así, una presión sobre el Sínodo. Al término de los trabajos se redactó una Relatio que fue rechazada por diversos miembros del Sínodo. Tanto que, como se ha dicho, hubo de ser escrita de nuevo. La misma Relatio reescrita afirma que no presenta conclusiones sino una serie de cuestiones que deberán ser profundizadas: las reflexiones propuestas –se lee en la conclusión (núm. 62)– «pretenden plantear cuestiones e indicar perspectivas que deberán madurarse y precisarse por la reflexión de las Iglesias locales en el año que falta para la Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, prevista para octubre de 2015».

Todas las cuestiones merecen siempre ser profundizadas. Desde este ángulo la afirmación no es una novedad. La novedad reside, más bien, en el hecho de que la Relatio deja en suspenso en primer lugar una cuestión previa: cuando habla de la Iglesia, ¿de qué Iglesia está hablando? De una parte, en efecto, sostiene que la Iglesia es «maestra segura» (núm. 24); por otra habla de las «Iglesias locales» (que no son las Iglesias particulares) como «lugar» (núm. 62) en el que nace la doctrina de la Iglesia. Parece así que las «Iglesias locales» sean consideradas como la fuente de la verdad. Serían comunidades en las que nacerían y se afirmarían las expectativas más profundas de las personas. Los valores (pero también los dogmas) radicarían en las opciones compartidas y en las esperanzas religiosas que los pastores estarían llamados a recoger: los obispos serían moderadores de las «Iglesias de base» y el papa el moderador supremo. El papa estaría llamado a dar unidad contingente[2] a las opciones que se afirman (porque se comparten sociológicamente). La Iglesia, afirmada como «maestra segura», sería por tanto una Iglesia sin depósito. Éste se construiría perennemente en el tiempo. Toda época tendría sus creencias y preferencias. La Iglesia sería «maestra segura» sólo porque está atenta a los signos de los tiempos para adecuarse a ellos. Nada más incierto e inseguro, desde el ángulo de la verdad, que el contenido. La Relatio cae a este respecto varias veces en contradicción, por ejemplo cuando afirma la importancia de las virtudes (núm. 39), o cuando sostiene que la Iglesia está llamada a destacar la injusticia que deriva muy frecuentemente de la situación de divorcio (núm. 47). De virtud y de justicia se puede hablar, en efecto, solamente si se reconoce que la virtud, como la justicia, no depende de las modas del pensamiento y de la costumbre. Sólo si éstas son metahistóricas. Esto es, sólo si no dependen del tiempo, mas constituyen condiciones para juzgar los tiempos.

La nueva metodología corre el riesgo de hacerse portadora (si ya no lo es) de una «nueva verdad», contraria a la naturaleza misma de la Iglesia. El problema no es de hoy, aunque hoy sea particularmente dramático. Es el problema del «clericalismo», que es una tentación de la que deben guardarse sobre todo los hombres de Iglesia. Debemos recordar siempre lo que cuenta San Juan en su Evangelio (6, 60-67). Cuando el lenguaje de Nuestro Señor Jesucristo se hizo a los ojos de sus seguidores particularmente difícil y duro, muchos se fueron. Fue entonces cuando Jesús preguntó a los doce si ellos también querían irse. La verdad no es fruto de las opiniones; no está sujeta a mercadeos; no depende de su aceptación. Por eso no puede ni madurar ni precisarse con el método del realismo sociológico sugerido por la Relatio y que representa también la ratio del cuestionario (distribuido en 2013) adoptado para redactar la misma Relatio. Las soluciones de los problemas éticos y jurídicos de la sociedad contemporánea, y las decisiones magisteriales que la Iglesia se ve obligada a dar, no dependen del parecer y de las opciones de las «Iglesias locales».

3. Algunas precisiones

La Relatio afirma que el trabajo sinodal se ha desarrollado «con gran libertad» (núm. 62). Debe registrarse. La «gran libertad», sin embargo, parece más fruto del sentido de responsabilidad moral de algunos miembros sinodales, que del clima instaurado y en el que luego se han desarrollado los trabajos. Debe darse gracias a Dios por el valor demostrado (y que luego han «pagado») sobre todo por algunos cardenales.

Se ha afirmado con autoridad, refiriéndose a los trabajos del Sínodo, que «Dios no tiene miedo de las novedades». En verdad que Dios no tiene miedo de nada. El miedo lo tienen los hombres. Dios no tiene miedo siquiera del mal (en el sentido de que es superior al mismo). La afirmación, sin embargo, es importante –y merece una breve consideración– porque revela una visión particular de la historia, significativa también por las verdades que la Iglesia está llamada a custodiar y transmitir. Es significativa además también por la metodología impuesta al Sínodo. Que manifiesta una dependencia del historicismo: lo que viene después es siempre mejor de lo que había antes. Necesariamente. Este es un «dogma» difícil de creer, ya que en la historia está siempre presente el bien y el mal. En todas las épocas. Es oportuno, por tanto, valorar las novedades. No todas, en efecto, son buenas. El discurso debe concentrarse, pues, sobre el fondo. Así, por ejemplo, el adulterio será siempre adulterio y el homicidio siempre homicidio. La virtud no podrá transformarse en vicio. El bien no podrá llamarse mal. Etc. El problema, por ello, no es el de prestar atención a la efectividad del tiempo presente (de todo tiempo) para «bautizarla», sino el de hablar a los hombres de todos los tiempos para presentarles la inmutable y benéfica verdad revelada por Cristo. Por esto es imposible no «discriminar», es decir, no distinguir. No es posible, en efecto, ni cambiar la naturaleza de las «cosas», de los actos humanos, de las elecciones, ni callar frente a situaciones que imponen el llamar a las «cosas» por su propio nombre. Por tanto, la invitación contenida en la Relatio (núm. 52) a usar un lenguaje que no haga sentirse discriminados –por ejemplo– a los adúlteros, es ilógico y poco pastoral. No puede caerse en el espejismo de que su participación en la vida de la Iglesia disminuya el escándalo del pecado público y, aun antes, del pecado en sí mismo. El hombre, particularmente el cristiano, no puede vivir de ilusiones, a veces cultivadas sin embargo desde los orígenes. Ni siquiera (aunque no sea tampoco el caso que estamos considerando) cuando son ilusiones nuevas.

4. Confirmaciones de la enseñanza de siempre

La Relatio también reafirma enseñanzas de siempre de la Iglesia (católica). Primeramente afirma que la familia se funda en el matrimonio entre hombre y mujer (núm. 4), esto es, que el matrimonio es necesariamente heterosexual; que es indisoluble (núm. 14); que las virtudes son importantes (núm. 39); que la Iglesia debe destacar siempre la injusticia que deriva de la situación de divorcio (núm. 47); que debe evitarse no toda discriminación sino la discriminación «injusta» (núm. 55). Enseña después que la misericordia y la justicia convergen en Cristo (núm. 11); que deben reconocerse y respetarse las enseñanzas de Humanae vitae; que la gracia de Dios juega un papel que no puede eliminarse ni discutirse; que la pastoral de la caridad y de la misericordia tienden a la recuperación de la persona, no a secundar cualquiera de sus elecciones (núm. 45); que las condiciones para el perdón son el arrepentimiento y la conversión (núm. 14).

5. La infidelidad sustancial aunque escondida, sobre todo en materia moral

Estas verdades, «confirmadas», están destinadas sin embargo a permanecer como enunciados abstractos. No sólo porque no se convierten en paradigmas para «leer» y orientar la praxis, sino también y sobre todo porque la metodología adoptada por el Sínodo, aplicada durante sus trabajos preparatorios y en todo caso superada por el mismo, representa el abandono y la abjuración de algunas enseñanzas de siempre de la Iglesia, recogidas en parte –como se acaba de decir– también en la Relatio.

El intento de seguir contemporáneamente dos patrones no puede sino generar contradicciones y, en último término, infidelidad a Cristo, justificada por (o propuesta en nombre de) preocupaciones pastorales. La pastoral no puede usarse para la subversión de la moral «natural» (esto es, la inscrita en el corazón del hombre) y cristiana (esto es, la revelada por Jesucristo). Ni siquiera el Vicario de Cristo dispone de tal poder. La pastoral no puede ser la vía para «la liberación de la doctrina». Todo esto lleva coherentemente a la afirmación del vitalismo («moral») y del relativismo («doctrinal»), que permiten sostener –como se escribe en nuestros días abiertamente por algunos sacerdotes– que no existen verdades absolutas ni siquiera para los cristianos; que la libertad es impulso vital (como se sostuvo al inicio del siglo pasado por autores que, retomando y poniendo al día doctrinas viejas y refutadas más de una vez, favorecieron el renacimiento del modernismo); que la conciencia, entendida como facultad naturalista según el magisterio erróneo e inhumano de Rousseau, es el único y supremo tribunal de y para las decisiones del hombre; que no existen valores no negociables (como, en cambio, enseñó el último Benedicto XVI), sino sólo valores «subjetivos» representados por las opciones «concretas» de las personas, que son también la misma historia de las personas.

Sobre estos cimientos erróneos y frágiles puede afirmar, entre otras cosas, la Relatio: a) que se deben acoger los elementos positivos de los matrimonios civiles y, con algunos distingos, aun de las mismas convivencias de he hecho (núm. 41); b) que la admisión a la Eucaristía de los divorciados vueltos a «casar» sería posible incluso a los que son –por lo mismo– adúlteros (y que pretenden permanecer como tales), tras un camino penitencial del que no se comprende en qué consista, desde el momento en que no se pide arrepentimiento y conversión que lleven consigo el abandono de las situaciones de pecado (núm. 52); c) que existirían casos de adulterio o de concubinato «irreversibles y ligados a las obligaciones morales hacia los hijos» (núm. 52): con lo que se afirma que en algunos casos casi no se puede, más aún no se debe, salir de una situación de pecado; d) que todo esto debería evitarse para no causar «sufrimientos injustos» a los hijos (núm. 52), como si no debiera pensarse primero en las consecuencias a cuyo encuentro se va pecando, como si esto justificara la permanencia en el pecado (quedaría en todo caso el escándalo público incluso en presencia de compromisos personales de castidad) y como si el abandono del pecado fuera causa de injusticia.

No se comprende, además, cómo pueda sostenerse simultáneamente que las convivencias more uxorio puedan representar una ocasión pastoral para acompañar a los concubinos al sacramento del matrimonio, cuando (como registra incluso la Relatio) se establecen para evitar el matrimonio, rechazando a priori la total donación recíproca, la asunción de compromisos definitivos y todo compromiso institucional.

6. El desconcierto

Frente a tales afirmaciones, a las sugerencias y el modo de «pensar» la Iglesia, su magisterio o su función, no puede sino surgir el desconcierto. Porque el problema toca principalmente a quienes debieran ser maestros y testigos. La situación actual no es fruto de una «inflexión» improvisada. Es el resultado, al contrario, de un camino lento y gradual que es anterior al II Concilio Vaticano, aunque se ha acelerado con éste. Tiene razón Bernard Dumont, director de la revista parisina Catholica, cuando observa a este propósito que el paradigma político conciliar procede de la aceptación de la modernidad, de la democracia moderna y de los «principios» que representan su fundamento: la soberanía, los derechos del hombre, el concepto formal del Estado de derecho, la laicidad y la libertad religiosa. La Iglesia, reconciliándose con la modernidad (como sugería, por ejemplo, Gioberti), entra en un callejón sin salida: si no fuese la promesa divina de que non praevalebunt (ni los enemigos externos ni los internos), podría decirse que con este intento «clerical» ponga en marcha el proceso de su propia disolución. No será así, entendámonos. No debe olvidarse, en efecto, la observación del cardenal Consalvi, secretario de Estado de Pío VII, a Napoleón, que profesaba querer destruir la Iglesia: «Majestad, desde hace veinte siglos lo estamos intentando sin haberlo logrado». No lo lograrán ni siquiera los que hoy buscan no sólo reconciliarse con la efectividad humana sino quisieran hacer de ésta la esencia del Cristianismo.

Ninguna pastoral –es bueno tomar nota– puede transformar el mal en bien con una simple operación nominalista: el divorcio es un mal y tal permanece, como el adulterio, las convivencias more uxorio, las convivencias homosexuales, etc. La verdadera pastoral no se preocupa de conciliar la doctrina cristiana con el «mundo», sino de la conversión de las personas; apunta a inducirlas a abandonar la vida inmoral; debe ayudarlas (indicándolas en primer lugar claramente el camino) a vivir según el orden ético natural y en el amor de Cristo: si me amáis, observad mis mandamientos (Jn., 14, 15), que no son barreras contra la libertad.

La Relatio post disceptationem afirma justamente que misericordia y justicia convergen en Cristo. Algunos, al contrario, han buscado y todavía buscan hacer de la misericordia el instrumento para expulsar lo que queda del derecho natural en la Iglesia (y en fragmentos de la sociedad humana). Abusando de algunas expresiones caras al Papa Francisco, hacen de la misericordia el instrumento de subversión de la Iglesia, que afirman no es institución dogmática, «maestra segura» (como en cambio afirma también –ya se ha recordado– la R e l a t i o), juez. En el fondo de la cultura de la mayoría de los participantes en el Sínodo, que emerge en los trabajos sinodales sobre la familia, se halla la weltanschauun g según la cual la Iglesia se identifica con las «periferias», con la «pobreza moral». Acoge a todos, sin necesidad de perdón. Es la (falsa) misericordia que todo lo cubre, todo lo aprueba, todo cree (ilusoriamente) poder transformar en bien. Es la Iglesia del nihilismo y del nuevo pelagianismo «protestante» (bajo algunos aspectos una aparente, pero sólo aparente, contradictio in adiecto).

7. Preocupación y confianza

trabajos del Sínodo se han visto acrecidas por la «lectura» principalmente filantrópica de muchas cuestiones. La Relatio, por ejemplo, acentúa las consideraciones acerca de los sufrimientos causados a los cónyuges y a los hijos por la separación y el divorcio (núm. 45). No es que es un mal en sí mismo. Pero corre el riesgo de convertirse en un mal si se erigiese en criterio único para justificar la conservación del vínculo matrimonial o, opuestamente, del de convivencia. En otras palabras, es inevitable que –en el segundo caso– el abandono de la situación de pecado comporte dificultades, perturbaciones, incluso propios y verdaderos sufrimientos psicológicos. Sea para los conviventes como para los eventuales hijos. Lo que, sin embargo, no debiera ser obstáculo para tomar decisiones resuelta y moralmente correctas, que asuman las eventuales obligaciones creadas por las situaciones singulares.

La situación de la cristiandad contemporánea es ciertamente preocupante. Para salir de ella hacen falta una conversión del corazón y un cambio de mentalidad. El hecho de que la Relatio, no obstante su orientación de fondo, no pueda omitir referencias y llamadas a la doctrina de siempre de la Iglesia, es signo de la indefectibilidad de la Iglesia, que el I Concilio Vaticano llamó significativamente «estabilidad invicta», que ni herejías ni persecuciones lograrán (y no lo lograrán) destruir o disminuir. La fe, por ello, no puede ni debe vacilar. Nunca.

 

[1] Entre los libros publicados para contribuir al debate, pero sobre todo para contrastar el proceso de infidelidad a la verdad enseñada por Cristo y, aun antes, inscrita en el orden de la Creación, se señalan: Gerhard-Ludwig MÜLLER, La esperanza de la familia, Madrid, BAC, 2014; Juan José PÉREZ-SOBA y Stephan KAMPOWSKI, El verdadero Evangelio de la familia. Perspectivas para el debate sinodal, Madrid, BAC, 2014; AA.VV., Permanecer en la verdad de Cristo. Matrimonio y comunión en la Iglesia Católica, Madrid, Cristiandad, 2014.

[2] La verdad, en esta perspectiva, sería el producto de la unidad. En otras palabras, la primera (la verdad) no sería condición de la segunda (la unidad). Por eso, unidos, sería posible «crear» cualquier verdad. Es el relativismo historicista-sociológico de las culturas hoy particularmente de moda.