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Número 533-534

Serie LIII

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Derecho y derechos. De la Carta Magna al postconstitucionalismo

Cuaderno: Derecho y derechos. A los 800 años de la Carta Magna

 

1. ¿Por qué la Carta magna?

El octavo centenario de la Carta magna inglesa constituye una buena ocasión para introducir una reflexión problemática sobre el derecho y los derechos (en particular los denominados humanos o fundamentales). No deja de presentar, sin embargo, primeramente, dos fuentes de equívocos que es preciso neutralizar. De un lado, y más importante, se halla la propia conceptualización y fundamentación de los modernos derechos humanos en relación con las viejas libertades medievales. De otro, el ejemplo anglosajón no debe llevarnos a preterir los elementos de nuestra propia cultura jurídica, que son incluso precedentes.

Empecemos por este asunto. Una cierta emulación del mundo inglés, y en su posteridad del estadounidense, tan difundidas en el hispánico, ha llevado a identificar el nacimiento de la libertad civil y política en el mismo. De ahí el carácter simbólico de la Carta magna (1215) y el valor paradigmático que se le atribuye a explicaciones teóricas como la de Fortescue al discernir entre el dominium politicum et regale y el dominium pure regale[1]. Cuando disponemos, en Cuanto a la primera, de los Decreta de las Cortes de León de 1188, anteriores en más de treinta y cinco años[2], o incluso el núcleo de los Usatges de Barcelona, de fecha incierta pero en todo caso también anterior[3]. Y, en relación a las segundas, por lo menos en el condado de Barcelona, sería dado encontrar autores de gran relevancia y contemporá- neos (en algunos casos anteriores) de Fortescue, en los que aparece una institucionalización del orden político que gira en torno a las libertades civiles y políticas[4].

La elección de la Carta magna, habida su notoriedad, no puede eclipsar pues la relevancia de la tradición hispánica en este punto.

2. Las libertades concretas en el orden cristiano

Pero queda el primero de los asuntos apuntados por esclarecer. Y para dilucidar si entre las libertades civiles y políticas de los llamados tiempos medios y los derechos del hombre del racionalismo y la Ilustración existe relación de filiación, se hace preciso naturalmente examinar primero el texto y el contexto de ambos.

En el Bajo Medievo, tras los siglos de hierro que siguieron al desfondamiento del Imperio Romano, se produjo una verdadera «aurora de las libertades» en lo que Montesquieu llamó «el gobierno gótico»[5]. En la península hispánica el influjo civilizador del cristianismo y la necesidad de repoblar las tierras reconquistadas a los moros fueron transformando el régimen de servidumbre al tiempo que permitieron que se forjara un régimen de libertades civiles y políticas: de ahí el otorgamiento de cartas de población, fueros y franquicias que cubrieron todos los reinos cristianos.

Definen las Partidas el fuero como «cosa en que se encierran dos cosas que habemos dicho: uso e costumbre, que cada una de ellas ha de entrar en el fuero para ser firme»[6]. Así pues, el fuero reúne el valor del uso (hacer continuado en asuntos jurídicos) y costumbre (derecho no escrito), y ambas notas lo hacen equivalente a la ley. Se trata, así, de una norma popular en su origen, que los juristas fijan, a la que el señor da sanción y que contiene un conjunto de libertades concretas[7].

Repárese en primer lugar en la prioridad de la costumbre (racional) frente a la ley y sobre la voluntad del príncipe. De la que, por cierto, dimanaba el juramento que se exigía a los monarcas para acceder al trono de respetar los usos y costumbres del reino. Con el que se sellaba un verdadero pacto del rey con su pueblo[8]. Santo Tomás de Aquino lo señala al plantear la colisión entre ley humana y costumbre, cuando ninguna de las dos contraría la ley divina ni la natural, distinguiendo entre pueblos libres y capaces y pueblos que no lo son. Para el primero de estos dos casos resuelve que «el consentimiento de todo el pueblo, expresado por una costumbre, vale más en lo que toca a la práctica de una cosa que la autoridad del príncipe, que tiene facultad de dictar leyes sólo en cuanto representante de la multitud»[9].

Recuérdese también, a continuación, que el fuero adquiere valor de ley, y no de cualquier ley, sino de una que reviste los caracteres de ser general (para una comunidad y no sólo privilegio para determinadas personas), normal (y no excepcional o transitoria), primaria (y no supletoria), popular (al surgir de la iniciativa de un pueblo), vigente (con particular fuerza, pues es acatada incluso antes de haber nacido formal- mente) y coactiva (no sólo frente a los súbditos sino también frente a la autoridad). De manera que puede concluirse que el fuero es el ordenamiento jurídico autónomo de un cuerpo social básico[10].

Obsérvese, finalmente, que ese modo de ser del derecho da lugar a un cuerpo doctrinal dotado de rasgos particulares: el derecho es un arte y un juicio añadido a la naturaleza, pues no está primariamente contenido en las normas escritas o en los repertorios de jurisprudencia, sino en la misma naturaleza de las cosas, en la naturaleza humana y en las relaciones sociales; el derecho es la ley de la casa y del fundo, pues el modelo primigenio de todo derecho está en el derecho de familia; el derecho es pacto realizado entre el pueblo como comunidad organizada y su gobernante; el derecho es experiencia, por eso la costumbre es el vehículo que encarna la razón vital y la razón histórica del pueblo; el derecho es un juicio prudencial, lo que implica que tiene que ser aprehendido según un sistema de percepciones sensoriales múltiples y equilibradas; las fuentes del derecho son plurales, existiendo un equilibrio natural entre ellas que hace que funcionen todas a la vez, pero en diversa proporción, según las circunstancias; los ordenamientos jurídicos son plurales, adecuados a la pluralidad de cuerpos sociales; el derecho es la justicia del caso concreto y el método jurídico es el camino para hallar soluciones justas[11].

Pero el fuero –se desprende de lo anterior– desborda el derecho, integrando otras dimensiones que lo convierten en una realidad plenaria central en la tradición jurídica (aunque no sólo) hispánica: tiene un aspecto filosófico fundante, presenta una dimensión jurídica plenaria y expresa toda una sociología y una política[12].

Desde el ángulo filosófico, «es en el concepto tomista del ser donde arraigan las tesis de la dignificación de la historia [ ... ] según la visión del hombre como ser concreto a fuer de histórico y tal como se proyectan en las perspectivas forales de los pueblos cristianos»[13].

Desde el político y social hallamos la constitución orgánica de la sociedad, integrada por cuerpos sociales que responden a un múltiple fundamento: uno teológico, ligado al orden de la creación divina que conjuga unidad y pluralidad; uno metafísico, que arraiga en el orden natural a través del dato ontológico de la sociabilidad humana proyectada de manera variada; uno antropológico, pues el hombre no nace aislado, sino que requiere para desarrollarse de una cooperación no momentánea; uno teleológico, ya que los fines de la vida humana exigen la colaboración entre los hombres por medio de la asociación en comunidades; uno axiológico, toda vez que se realizan en ellos una serie de valores sociales fundamentales que son base y soporte de la vida social; uno deontológico, por su necesidad para el perfeccionamiento individual y social y el desarrollo de las verdaderas autoridades y élites; y uno existencial, al hacer posible el arraigo que confiere pleno sentido a la vida humana[14].

3. La afirmación de la libertad abstracta del racionalismo

Esas libertades concretas se distinguen, pues, netamente de la libertad abstracta del racionalismo y del liberalismo. Como el pactismo que articulaban no guarda ninguna relación con el contractualismo moderno.

La primera de las duplas ha sido tematizada en los siguientes puntos cardinales: «Primero, vienen de la historia, porque el hombre verdadero es un ser histórico, nunca el salvaje bondadoso quiméricamente idealizado por Rousseau. Segundo, encarnan en cuerpos intermedios, baluarte para defenderlas efectivamente, nacidos de la misma historia vivida generación tras generación de vidas libres. Tercero, no consisten en tablas fantásticas, hueras y vacías, resonancia de ecos orgullosos, incapaces de plasmar en instituciones convenientes; pero en datos precisos, reales, vividos que no soñados. Cuarto, son libertades y no libertad. Pues que la historia está inscrita en hechos ciertos, según son ciertos los quehaceres de los hombres que la historia hacen. Diversas por sus orígenes filosóficos, dispares por las concepciones antropológicas en que se apoyan, contrastando el fantástico optimismo antropológico en el realismo del hombre desfalleciente, medido que no medida de las cosas, resultan tan antagónicas e incompatibles entre sí que su choque constituye una de las lecciones más sabrosas en la historia del pensamiento político moderno»[15].

La segunda disyunción, por su parte, puede ser afrontada desde distintos ángulos.

Así, primeramente, han podido examinarse los sujetos, el objeto y la fuerza obligatoria del pacto. Respecto del primero, en el viejo juramento de respetar los usos, costumbres, fueros y privilegios, eran partes un rey de carne y hueso, con mando personal, al que se reconocía su suprema potestad al vincularse a ese respeto, y el pueblo, que no era considerado como una suma de individuos iguales y sin historia, es decir, no era una masa inorgánica, sino una comunidad de hombres concretos que formaban el organismo social[16]. Respecto del segundo, no lo constituía la voluntaria alienación en favor del Príncipe, ni de la representación elegida por la mayoría, como en la doctrina del contrat social; su contenido, al contrario, era muy distinto: el respeto a las costumbres y fueros, a la libertad civil y a la libertad de estatuir en forma de costumbres racionales[17]. Finalmente, en cuanto a lo tercero, no residía en la pura voluntad de una de las partes (sea el príncipe o la mayoría); por el contrario, reposaba formalmente en el valor que el juramento ante Dios tenía en una sociedad teocéntrica, como fue la Cristiandad y, sustancialmente, se asentaba en su conformidad con el orden social de la propia Cristiandad, aplicándose en este punto la solución dada por Santo Tomás de Aquino para la costumbre contra ley y antes referida. En definitiva, se trataba de un reconocimiento por el rey de que su pueblo era libre y capaz, por lo cual debía respetar, siempre que no fueran contrarias al derecho natural, sus costumbres vividas y sus libertades concretas. Ello nos traslada a la cuestión de la fuerza obligatoria de las costumbres, a buscar la esencia de su animus radicado en el consensus de la comunidad. Un consentimiento que no se basa en el racionalismo abstracto ni puede referirse a un plebiscito o votación[18].

Pero quizá resulte más expresiva a los efectos aquí perseguidos la explicación que confronta el pactismo tradicional con el contractualismo moderno a partir de la filosofía (y teleología) que subyace a ambos, el medio social en que actúan y la operatividad social de uno y otro[19]. Mientras que el pactismo se desarrolla dentro del orden de la Cristiandad, encuadrado en el ámbito de la ley divina y natural, en el que el derecho –como arte de lo justo– dimana de un legere de la naturaleza, el contractualismo ignora el orden, que –instalado en el devenir de la dialéctica moderna– pone en cuestión continuamente, proponiéndose construir (facere) una nueva sociedad e incluso un hombre nuevo[20]. También el medio social muestra dos mundos radicalmente separados: una sociedad estructurada, orgánica, frente a la suma de individuos que forman una «disociedad»[21]. La operatividad social, finalmente, nos enseña también un juego estructural muy parecido al resultante de la aplicación de lo que hoy denominamos principio de subsidiariedad, a partir de las personas y las familias y su libertad civil, frente al poder del Estado moderno, absoluto y totalitario[22].

Conviene detenerse, sin embargo, en la importancia del contractualismo para el nacimiento del artefacto estatal, en el lugar que en su seno ocupan constitución y legislación, así como finalmente en el papel de los derechos subjetivos que pronto se van a conocer como «del hombre».

El contractualismo, separándose de la tradición aristotélico-tomista del hombre como «animal político», partió del individuo aislado: separó al hombre de sus relaciones con Dios, con sus semejantes y con el universo que lo rodea; lo abstrajo, como si fuera un ser asocial, de toda comunidad natural y lo trasladó a sus orígenes, a un estado de naturaleza imaginario; pero, no contento con eso, lo disecó, y, del mismo modo que lo había despojado de toda sociabilidad natural, dejó de tener en cuenta su razón, para escoger de entre sus pasiones una sola que estimó la más poderosa, fuera «el temor a la muerte», «el derecho de propiedad» o «la libertad natural»[23]. Las consecuencias del cambio de perspectiva son múltiples: desustanció la convivencia comunitaria, arruinando los vínculos interindividuales; cambió el sentido de la temporalidad, al exigir una suerte de consentimiento continuo[24]; y forjó un artefacto, el Estado, dotado de la soberanía, poder pretendidamente «puro» que, dejado a su hybris, no puede sino resultar a la larga impuro[25]. Se abrió, pues, la vía al nihilismo que andando el tiempo se había de recorrer con usura[26].

4. Los derechos del hombre en las Declaraciones de derechos y las Constituciones

El iusnaturalismo racionalista, combinado con el artificialismo contractualista, tras fundar el Estado engendró la Constitución, de manera que puede decirse que el derecho constitucional es una suerte de subrogado del derecho natural en el seno del Estado moderno[27]. En este sentido, creó el positivismo jurídico, pues si de un lado el iusnaturalismo racionalista constituye la premisa del positivismo, de otro puede decirse incluso que es ya positivismo, toda vez que al instituir un estrecho ligamen entre derecho y poder (ya que el primero depende del segundo), debe excluir necesaria- mente toda referencia a la justicia[28]. La constitución –el constitucionalismo– no es neutra, sino que, fruto de la ideología liberal, adviene el instrumento de concreción del contrato social, asegurando los derechos subjetivos que surgen de la aliénation totale en la volonté générale, determinando la división de poderes, operando en suma la racionalización de la vida política[29]. El famoso artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789, venía a expresarlo concisamente: «Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada ni la división de poderes determinada, carece de Constitución».

Pero, por lo mismo, el constitucionalismo fue efecto (y acabamiento) de la transformación operada en el seno del derecho y la ley. El derecho como cosa justa fue dejando paso a la ley como regla, que –a su vez– se desembarazó pronto de la conexión con la justicia para mostrar sólo el rostro de la Gorgona. La crisis del derecho a causa de la ley (todavía clásica), fue sucedida por la imposición de la ley moderna y, finalmente, por la crisis de esta última[30]. Y es que «el voluntarismo, el racionalismo y el constructivismo conducirían de hecho a que el derecho, confundido con sus normas, quedara sometido al monopolio del poder político»[31]. Tendencia acentuada desde la Revolución Francesa, al hacer de la Ley la fuente directa y privilegiada del derecho: «Hoy la Legislación se opone francamente al Derecho. Política y Derecho son inseparables; pero la monopolización de la creación del Derecho por el Estado y los organismos públicos políticos, al politizar el Derecho lo destruye. El Derecho pertenece al orden relacional, es Derecho de relaciones naturales, y, por tanto, eterno, inderogable: es Derecho Común, permanente, real. El Derecho ordena, y su eficacia radica en la protección de los derechos adquiridos: da seguridad. En contraste, la Legislación hace del Derecho un instrumento para crear situaciones; es un artificioso derecho de situaciones, y, por tanto, provisional, derogable: es Derecho Particular, circunstancial, abstracto. La Legislación organiza y su eficacia radica en que no protege derechos adquiridos: produce incertidumbre. La Legislación arrumba el principio elemental de que la ignorancia del Derecho no excusa su cumplimiento. Pues este viejo principio jurídico presupone que el Derecho pertenece al Pueblo»[32].

Finalmente se impone una referencia sobre el derecho subjetivo. Asunto delicado el de su origen y sentido en el interior del derecho natural clásico y su derivación racionalista[33]. Aunque el entender el derecho también como facultad tenga precedentes en el pensamiento católico, «el empeño por distinguir la facultad de la regla, lo subjetivo de lo objetivo, es muy propio de la doctrina racionalista protestante, que tiende a reforzar el individualismo, y a relativizar la objetividad de los criterios de justicia»[34]. De aquí trae causa precisamente la doctrina de los llamados «derechos humanos», «con la que se construye un sistema de derechos subjetivos sin preocuparse ni de su fundamentación legal objetiva, ni, lo que es mucho más grave, de la forma de su posible declaración judicial»[35].

Sin embargo, en el seno de la tradición del más puro derecho natural clásico también se han dado explicaciones menos críticas de la comprensión del derecho a partir del juego de las categorías derecho objetivo-derecho subjetivo y aun, sobre todo, de esta última. Norma jurídica, así, quiere decir «regla» y medida racional de lo justo y lo injusto, de lo lícito e ilícito, orden racional del derecho, juicio o enunciado práctico que permite discriminar lo jurídico de lo antijurídico. En cuanto regla, ella misma es «derecha» o modelo de «rectitud» del derecho. Incluso, en un cierto sentido, es derecho con mayor título que el mismo derecho, en cuanto hace que el derecho sea «derecho». En relación con el derecho subjetivo, encontramos en primer término el mismo significado dinámico que tiene cuando designa la conducta justa (puesto que ésta es lo que se hace rectamente en vista de un fin), aunque en sentido opuesto: es el poder de reclamar de otro la conducta justa, de reclamar lo que en justicia es mío. También aquí está implícito el sentido dinámico y el rasgo característico de rectitud, ya que se basa en la igualdad (la rectitud es una expresión geométrica o física de la igualdad): el derecho subjetivo tiene el mismo objeto que el deber jurídico, pero invertido (uno es deudor en la misma medida –igualdad de títulos contrapuestos– de la exigencia justa de otro, y viceversa, éste no puede exigir más de lo que en justicia se le debe[36].

Como quiera que sea, la construcción del orden social con derechos subjetivos es una de las consecuencias del sistema de Hobbes que va a recibir –tras sus huellas– Locke y va a pasar también al racionalismo continental con Rousseau. El derecho deja de ser la ciencia de la justicia, en el sentido de la búsqueda de lo justo objetivo en las relaciones sociales, pues la justicia general o social y la justicia distributiva, para determinar lo que cada uno debe hacer y lo que a cada uno es debido, se transforma en una técnica para la definición y clasificación de derechos subjetivos y de su adquisición y sanción[37]. Ello, dentro de un positivismo legalista, no resulta fácil, pues «una ley que es expresión de una voluntad individual es impotente para ordenar las relaciones sociales». Incluso el propio Leviatán permanece solitario: «Entre él y los ciudadanos rige siempre la ley de la jungla. Un derecho justo, aceptable por todos, no puede por esencia proceder sino de una fuente supra-individual»[38].

A falta de esta fuente, al no admitirse que exista o declararla inasequible, se trata de impedir que el positivismo conduzca a la absoluta tiranía de Leviatán sobre el individuo, y para ello se recurre a las solemnes declaraciones de los derechos del hombre. Este es el aspecto positivo, es el activo del balance, al que de inmediato debe seguir la indicación de su pasivo, dimanante de que:

«No están fundados en la realidad, sino en una abstracta «naturaleza del hombre» y en algunos axiomas racionales concernientes a ésta.

»Son ilusorios, precisamente por no estar adaptados a la realidad: “En el momento en que la constituyente proclamaba estos derechos, bajo las ventanas de la Asamblea de los diputados se paseaban sobre picas las cabezas de los allí mismo ejecutados sin forma alguna de proceso”. Así, con su proclamación, se “suscitan vagas reivindicaciones sin salida”, que “no pueden ser satisfechas”.

»Son una impostura, en cuanto se proclaman universales, y siempre se utilizan en provecho de minorías: de la burguesía, los de 1789; hoy, de los judíos, en perjuicio de los árabes, o viceversa; de la clase obrera, en perjuicio de los verdaderos pobres no sindicados; de las mujeres, de los hijos naturales, de los negros, pero nunca a favor de todos, sino en realidad en contra de otros»[39].

Desde el realismo jurídico clásico podríamos concluir –como en otra ocasión hemos hecho– que la ideología de los derechos del hombre expresa: una metafísica inmanentista bajo el disfraz de la dignidad humana; una antropología filosófica falaz y ahistórica; una filosofía social individualista y destructiva de la sociedad civil; una concepción existencial y psicológica generadora de conflictos y desagradecida, que ensoberbece al hombre haciéndole olvidar lo que debe; una filosofía política anegadora de los fundamentos de toda vida social ordenada, pues hace imposible la convivencia al destruir su base comunitaria; y una filosofía jurídica que convierte el derecho en una ideología estratégica y unilateral, olvidando el carácter objetivo y plural de su concepción clásica[40].

5. Las metamorfosis de los derechos humanos

Las Declaraciones de derechos y las Constituciones que inmediatamente las siguieron, para luego multiplicarse con el discurrir de los siglos, no son sino el producto del racionalismo constructivista y gnóstico, y los «derechos» de ellas surgidos se basan en la concepción de la libertad como «libertad negativa», esto es, sin otro criterio que el de la propia libertad[41]. Desde el punto de vista conceptual pueden distinguirse tres fases en la relación de los mismos con los ordenamientos: «Nacidos (al menos virtualmente) “abiertos” a la trascendencia del derecho (aunque se afirmara sobre bases racionalistas), se han transformado en meras “pretensiones”, afirmadas al principio contra el ordenamiento, codificadas sucesivamente en el ordenamiento (los llamados “derechos civiles”) y limitadas por el mismo, afirmadas indiscriminadamente al final con la ayuda del ordenamiento»[42].

Inicialmente, en efecto, se afirmaron –apelando a la revolución– contra los ordenamientos vigentes y pareció que tenían por objetivo la limitación del poder. Particularmente en el mundo anglosajón, donde el constitucionalismo de matriz lockeana se alzó como un juego de pesos y medidas para frenar el poder, en el que los derechos individuales desempeñaban un papel no despreciable[43]. Pero también en Francia, donde nacieron enfrentados con la sociedad política y así han llegado a nuestros días como un desideratum individualista en oposición a un Estado que es concebido como enemigo, y frente al cual se erigen los derechos del hombre como único baluarte defensivo.

Pronto, sin embargo, iban a ser codificados en el ordenamiento y limitados por el mismo. Las Declaraciones de fines del siglo XVIII se incorporaron a las Constituciones, bien formalmente, a través de su trasvase, bien a través de su adición aun conservando su integridad. Así, en los Estados Unidos, la Carta de derechos –inspirada en el Bill of rights inglés de 1689– añadió en 1791 las diez primeras enmiendas al texto constitucional de 1787. Mientras que en Francia la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano, de 1789, se ha venido sumando con posterioridad a algunas Constituciones posteriores a la de 1791 y, en concreto, a las dos últimas: las de 1946 y 1958. El iusnaturalismo racionalista dejaba paso al positivismo.

Las Declaraciones y Constituciones comenzaron proclamando (y a veces garantizando) en primer lugar los derechos de libertad, derivados directamente del «estado de naturaleza» del contractualismo. En los que si se advertía una dimensión de limitación del poder, aparecía ya claro el papel de la ley en el tránsito hacia el status civilis. A aquéllos se sumó una segunda ola, a partir de los derechos de igualdad, que aunque se presentaron como necesarios para la mejor efectividad de la libertad, no dejaron de introducir algunas tensiones con ella al tiempo que requirieron de una intervención más intensa del legislador y de la Administración. Y en un tercer momento la aparición de otra serie de derechos, designados como de fraternidad (o solidaridad), de titularidad social y reunión de intereses difusos, abre el delicado problema de la afirmación del derecho del género humano[44]. Sobre el que hemos de volver pronto.

Así pues, la ideología revolucionaria, lejos de limitar el ejercicio del poder, contribuyó en realidad a su acrecentamiento, pues –ya desde sus orígenes– «aunque el valor que ostenta el prius ontológico sean los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos, se piensa que su efectiva realización depende de la previa intervención del poder»[45]. Si la primera parte de esta afirmación es discutible, por la naturaleza de la «fundamentación» [o más bien de la «falta de fundamentación»[46]] de los derechos apodados de «fundamentales», la segunda resulta en cambio incontrovertible. Porque cabe preguntarse, en primer lugar, por el poder que la Asamblea quería limitar y que no es otro –la investigación más sumaria así lo exhibe– que el poder regio en el ancien régime más que el poder político genéricamente considera- do. Pero es que luego, además, como ya hemos apuntado, la ley vino a prevalecer sobre el derecho previamente definido, por lo que a través de la «legislación», o del legalismo, los derechos más que «reconocidos» pasaron a ser «conferidos». Finalmente, en nuestros días, ha de tenerse en cuenta que, sin haber perdido su naturaleza de doctrina estatista y, por lo mismo, positivista, el permisivismo moral reinante –tolerado cuando no abiertamente fomentado por los Estados– lleva a la reivindicación de unos falsos derechos respecto a los cuales el poder del Estado no se considera afectado[47], por lo que no existe ese enfrentamiento (por ejemplo, el derecho al aborto o al «matrimonio» homosexual). Lo mismo puede decirse de los corolarios de la «libertad de conciencia», en los términos vistos, o en la dogmática de la «libertad de expresión»[48].

Eso nos conduce al final a la afirmación indiscriminada de los derechos con la ayuda del ordenamiento: «La pretensión, afirmada como derecho, ha transformado así el derecho en instrumento de anarquía y la ley en instrumento de lucha y conflicto para la afirmación de la “libertad negativa” del sujeto: es la condición en la que se encuentra actualmente el derecho positivo, sobre todo en la llamada civilización occidental, cada vez más abierta al nihilismo jurídico afirmado por medio del formalismo del derecho y de los derechos que no son ni derecho ni derechos subjetivos aunque se proclamen por las Declaraciones y se codifiquen en las Constituciones»[49]. Y aún: «Los “derechos modernos”, por tanto, son propiamente la negación del derecho. La pretensión, en efecto, no es un derecho. Sólo es derecho la pretensión de ver respetado un verdadero derecho. Ni la pretensión en sí misma ni la pretensión desligada de la obligatio iuris. En el curso de los últimos siglos se ha asistido a una gradual y progresiva trasformación radical del derecho. Se ha asistido, en verdad, a su auténtico desahucio»[50]. En dos fases. Primeramente, al sustituir el orden por el ordenamiento, que deja de ser funcional al primero, se produce una suerte de «geometría legal». Que, a continuación, pasa a un segundo plano para dejar todo el protagonismo a unos derechos que, a la larga, hacen imposible no sólo el orden sino el propio ordenamiento[51]. Correlato natural de lo que sucede en el orden político, pues exiliado del horizonte moderno el «bien común», e instaurada la contraposición entre lo público y lo privado, si en una primera fase se redujo aquél a puro «bien público», virtualmente totalitario, en otra posterior –la más rabiosamente coetánea– se ha concluido por asignar al «bien privado» un primado sobre éste. Se ha llegado, así, a la afirmación de lo público exclusivamente en función de lo privado y a la reducción del Estado a instrumento para alcanzar cualesquiera instancias individuales. En definitiva, a la decadencia del Estado moderno y a la volatilización de la política[52].

6. La cuestión de los derechos humanos en el post-constitucionalismo

Ha llegado el momento de abordar la cuestión del derecho (y, de los derechos, sobre todo de los denominados «humanos») en el tiempo más radicalmente contemporáneo. Que ha sido caracterizado, desde hace decenios, como postmodernidad; y que, últimamente, desde el ángulo jurídico, ha sido calificado de neo-constitucionalismo.

Lo primero que llama la atención es la asimetría: posteridad en un caso, novación en el otro. ¿Por qué? En primer término, no parece que el término postmodernidad se utilice unívocamente. Ya que, si de un lado, indica lo que sigue a la modernidad, en otras parece referirse a una relación dialéctica más que temporal respecto de aquélla. Y, así, la postmodernidad puede concebirse como una modernidad radicalizada, decadente o incluso insurgente. Hiper-modernidad en el primero de los casos, pues pareciera que los caracteres de la ideología de los tiempos modernos (donde la axiología prima sobre la cronología) vienen a exacerbar los que marcaron a éstos. Y, en efecto, en algunos terrenos, es como si se hubiera producido una aceleración y las con- secuencias se extrajeran con toda lógica de premisas que hasta el presente no se habían tomado talmente en serio. Sin, embargo, al mismo tiempo, no pueden sino subrayarse otros fenómenos que apuntan más bien al desleimiento de sus rasgos identificadores: en la tardo-modernidad los productos «fuertes» de antaño se sustituyen por los subrogados «débiles» de hogaño. Aunque también se observan trazos en los que el perfil adquiere contornos de resistencia en una suerte de contra-modernidad (que, como todo fenómeno puramente reactivo, se subordina a lo que se opone)[53]. No sería imposible discernir efectos singulares para cada una de las tres tendencias indicadas, aunque entre ellas prima en verdad su imbricación hasta el punto de que es esa suerte de carácter inextricable el que signa al postmodernismo.

Si efectuáramos la traslación de lo anterior a la Constitución y el constitucionalismo no nos hallaríamos ante un panorama muy diverso. Y encontraríamos en el seno de lo que hoy se llama neo-constitucionalismo mimbres entrelazados de un constitucionalismo radicalizado, otro decadente y otro finalmente reactivo. De ahí que quizá fuera preferible llamarlo post-constitucionalismo[54].

De cuáles sean los caracteres del derecho, del derecho público y del derecho constitucional más específicamente en estos tiempos, algún rastro hemos ido dejando –aquí y allá– en lo anterior. Para lo que ahora nos interesa bastará sin más abordar sucintamente la temática que se contrae (en mayor o menor medida, pero en todo caso) a los derechos humanos.

En primer lugar, igual que la Constitución desplazó a la ley, la jurisprudencia de los Tribunales constitucionales está desplazando a las constituciones[55]. La interpretación se torna novación (si no auténtica creación) cuando, aunque permanezca su letra, se traiciona la Constitución. No se trata, claro está, de aquellos casos en que la finalidad corrige la literalidad, pues estamos en presencia de una aplicación de la ratio una vez elucidada; sino de aquellos otros en que una razón distinta viene a imponerse so capa de interpretación evolutiva o sistemática. Problema hermenéutico que abre otro sustancial, donde los altos tribunales ejercen un poder «político»[56].

En segundo término, no puede dejarse de lado la inter- nacionalización y aun mundialización del constitucionalismo, en buena medida merced a los derechos humanos. Ambos fenómenos son perfectamente diferenciables, aunque presenten algún nexo entre sí. La internacionalización de los derechos humanos completó el proceso de su anterior constitucionalización, abriendo los ordenamientos al derecho internacional según la última fase del pensamiento de Kelsen. Pero «la internacionalización del problema no representa su solución», de manera que «la globalización del iusposi-tivismo no puede ser su misma justificación»[57]. Las modernas Declaraciones internacionales y supranacionales se superponen hoy a las Constituciones, que a su vez prevén esta agregación, creando en ocasiones dificultades de articulación. Debe subrayarse, en este punto, que la idea de unos derechos del género humano, que no es nueva, reviste en nuestros tiempos rasgos peculiares. Las nociones de género humano y de dignidad de la humanidad, lejos de ser universales como en la doctrina cristiana, en la nueva era se convierten en cosmopolitas: «Se cifran en la idea de ciudadano del mundo, que supera las fronteras de un locus geográfico (desterritorialización) y de una polis definida (extra-estatalidad), subordinándose al cosmos, a la manera tendencial de una polis única y de una politeia global»[58]. En fin, el modelo contemporáneo de la protección de los derechos humanos, sin romper con la noción racionalista de la dignidad del hombre[59], considerado en su individualidad, la sitúa en el ámbito de un concepto no sólo más extenso (el de humanidad) sino incluso más abstracto, ya que la abstrae de la sociabilidad natural de los hombres (que viven en una estructura de relación con otros individuos y diversos cuerpos sociales), de la forma histórica de las asociaciones humanas (incluidas las naciones), de la actualidad de las generaciones humanas (pues refiere también los derechos tutelables a las generaciones futuras), del territorio nacional (rectius de las fronteras estatales) y aun del propio Estado[60]. Una consecuencia inevitable de ese paradójico cosmopolitismo abstracto y no universal va a ser la fragmentación que a no mucho tardar hemos de examinar.

Una tercera característica es la potenciación de los derechos fundamentales o humanos. Para cierta dogmática constitucional, de acuerdo con lo que fueron en su origen, se trata de derechos subjetivos esenciales dotados de una garantía privilegiada. Mientras que otro sector de la doctrina iuspublicista destaca cómo en su evolución se han revestido también de un valor objetivo de normas constitucionales que expresan los valores esenciales del ordenamiento[61]. Doble naturaleza que se presenta preñada de consecuencias como el acopla- miento recíproco de los planos subjetivo y objetivo, la fuerza de irradiación, la eficacia entre particulares o la dimensión de garantía. Veámoslas sucintamente. No es difícil imaginar que, al haberse derramado sobre el mundo de los valores y las normas, excediendo el ámbito de las facultades, de resultas de la interacción (Wechselwirkung) de ambas dimensiones, el peso de los derechos fundamentales en el seno del ordenamiento se haya reforzado en forma notable. Adquiriendo una fuerza de irradiación (Ausstrahlungswirkung) que ha conducido a interpretar de forma restrictiva las normas limitadoras de los mismos, a abrir horizontalmente (esto es, no sólo frente a los poderes públicos, sino también respecto de los particulares) la eficacia de los derechos (Drittwirkung) y a articular unas garantías que protegen la posición de los individuos y de las instituciones privadas y públicas de los grupos sociales frente a la acción del legislador (Institutsgarantien e institutionellen Garantien)[62].

Finalmente, es de notar la fragmentación creciente que se está produciendo en el seno de un ideal que apuntaba a lo universal y que ha de contentarse en cambio con la uniformización. Que no es lo mismo. Y no resulta contradictorio. Los derechos humanos, en la fase débil de la modernidad, se han convertido en un ariete contra la irrefragabilidad de la ley y la estabilidad del Estado. A la implosión sufrida por lo que hace un siglo parecía sólido si no inconmovible han coadyuvado varias tendencias entre las que ocupa un puesto no menor lo que se ha dado en llamar multiculturalismo. Que, en sus variadas formas, sostiene que de una manera o de otra todas las culturas y las religiones son igualmente valiosas, por lo que hay que crear simplemente un marco neutro de coexistencia[63]. Eso son los juegos, presididos por reglas formales; o las sociedades mercantiles, regidas por la voluntad de los socios. Pues bien, ese relativismo cultural, en la práctica, resulta funcional a la homogeneización que el desarraigo de nuestros días potencia. Y sobre el que se sitúan los derechos humanos, reducidos a pretensión individual o colectiva. Es el horizonte del liberalismo, incluida la versión comunitarista. En realidad la discrepancia es «una polémica interna a la Weltanschauung racionalista de la política, compartida –aunque pueda parecer paradójico– por los liberales norteamericanos contemporáneos y por los comunitaristas»: «Los liberales, en efecto, tienden a identificar la justicia con el reconocimiento, la garantía a veces es la protección de los solos derechos entendidos modernistamente, esto es como meras pretensiones subjetivas de instaurar el orden que cada uno retiene preferible para sí: una especie de anarquía protegida por el derecho positivo. Es el modo de entender el derecho, en particular el derecho subjetivo, de derivación protestante, reforzado por la Ilustración y la Revolución Francesa. Si la justicia consistiese en eso sería ciertamente un obstáculo a la vida de la comunidad, cuyo bien, sin embargo, no puede consistir en cualquier proyecto de vida compartido con el que se identifica por los comunitaristas la “vida buena”. El bien, de hecho, sería en este caso un mero flatus vocis, una expresión puramente nominalista aunque con efectos fuertemente condicionantes. El bien no puede ser identificarse con cualquier elección u opción aunque fuere colectiva. La historia demuestra que muchas identidades colectivas han obrado elecciones equivocadas en diversos sectores y a distintos niveles. El bien debe encontrar un fundamento verdadero, no convencional, pues no se basa en la representación colectiva sino que, al contrario, es representación de lo que es y no de lo que se imagina. En otras palabras, exige la justicia como una de sus condiciones y no como un obstáculo. El comunitarismo, por ello, se confunde al erigir la contraposición entre la justicia y el bien. Se confunde, no obstante, porque parte de una premisa errada y porque se subordina, aunque oponiéndose, al liberalismo o al neoliberalismo que se propone –y cree– combatir»[64].

 

[1] El libro de John Fortescue, De laudibus legum Angliae, fue escrito entre 1463 y 1471, aunque no se publicó por primera vez sino de modo póstumo en 1537. Entre la literatura que ha ponderado la obra, cfr. Charles H. MCILWAIN, Constitutionalism, ancient and modern, Ithaca, Cornell University Press, 1940, capítulo 4, quien confronta a Fortescue con Bracton; Eric VOEGELIN, The new science of politics, Chicago, Chicago University Press, 1952, págs. 42 y sigs.; y Ernst H. KANTOROWICZ, The king’s two bodies. A study in medieval political theology, Princeton, Princeton University Press, 1957, capítulo 5.

[2] Hasta el punto de ser conocidos, con evidente anacronismo, como «Carta magna leonesa». Puede verse, entre una abundante bibliografía, dos textos de Fernando DE ARVIZU, «Las Cortes de León de 1188 y sus Decretos. Un ensayo de crítica institucional», en José María Fernández Catón (dir.), El Reino de León en la Alta Edad Media (tomo 1: Cortes, concilios y fueros), León, Centro de Estudios e Investigaciones San Isidoro et alii, 1988, págs. 11-141, y «Más sobre los Decretos de las Cortes de León de 1188», Anuario de Historia del Derecho Español (Madrid), núm. 63-64 (1994), págs. 1193-1238.

[3] Recopilación del Derecho consuetudinario catalán, que se situó durante cierto tiempo entre los años 1053 y 1071, cuando era Ramón Berenguer I conde de Barcelona, aunque la crítica histórica más reciente los traslade al condado de Ramón Berenguer III. Cfr. Ferran VALLS TABERNER, «Carta constitucional de Ramón Berenguer I de Barcelona», Anuario de Historia del Derecho Español (Madrid), vol. VI (1928), págs. 254 y sigs. Pueden verse también, en un marco más amplio, las páginas de Juan VALLET DE GOYTISOLO, Reflexiones sobre Cataluña. Religación, interacción y dialéctica en su historia y su derecho, Barcelona, Fundación Caja Barcelona, 1989. Libro que no es, ni pretende serlo, una historia de Cataluña, sino sólo la ilustración de que «la religación, o entramado de un pueblo, constituye la forma en que se manifiesta su solidaridad constitutiva, el modo de religar horizontalmente sus hombres y sus comunidades humanas, de menor a mayor; y la tradición es el modo de expresarla, en continuidad histórica, de unas generaciones con otras, verticalmente» (pág. XLVII).

[4] Cfr. Francisco ELÍAS DE TEJADA, Las doctrinas políticas en la Cataluña medieval, Barcelona, Aymá, 1950, y, luego, Historia del pensamiento político catalán (tomo 1: La Cataluña clásica), Montejurra, Sevilla, 1963. Eiximenis, Callis y Marquilles son anteriores –y el primero incluso bien anterior– a Fortescue, mientras que Tomás de Mieres es ligeramente posterior. Además de la monografía extraordinaria de Elías de Tejada, existen estudios interesantes sobre cada uno de los autores. En particular, Juan Vallet de Goytisolo ha estudiado algunos temas en los mismos. Pensemos en «Del pacto político de F. Eiximenis al contrato social de J. J. Rousseau», en su libro Más sobre temas de hoy, Madrid, Speiro, 1979, págs. 144 y sigs.; «El pensamiento y el sentimiento de España de Jaume de Marquilles», en Hispania christiana. Estudios en honor del Prof. Dr. José Orlandis Rovira en su septuagésimo aniversario, Pamplona, EUNSA, 1988, págs. 499 y sigs.; y «Las fuentes del derecho según el “Apparatus super Constitutionibus Curiarum Generalium Cathaloniae”», en Libro homenaje a Ramón María Roca Sastre, vol. II, Madrid, Junta de Decanos de los Colegios Notariales, 1976, págs. 311 y sigs. Últimamente también se han defendido sendas tesis doctorales, sobre Eiximenis y Mieres: «Poder y pacto: el pensamien- to político de Francesc Eiximenis» (de Carmen Cortés) y «La síntesis tomista en el “Apparatus super Constitutionibus Curiarum Generalium Cathaloniae” del jurisperito Tomás Mieres» (de Alessandro Mini). Esta última ha dado lugar a tres artículos sucesivos en los volúmenes 17 (2011), 18 (2012) y 19 (2013) de los Anales de la Fundación Elías de Tejada (Madrid).

[5] Esprit des lois, XI, VIII, in fine. Escribía el Barón de la Brède que no pensaba que «haya habido en la tierra gobierno tan bien temperado como lo fue éste en cada parte de Europa durante el tiempo en que subsistió. Para la interpretación de Montesquieu, véase Juan VALLET DE GOYTISOLO, Montesquieu. Leyes, gobiernos, poderes, Madrid, Civitas, 1988. Libro riquísimo al que sólo se le puede reprochar una excesiva benevolencia con el autor que se estudia, presentado casi como un discípulo del Aquinate. Montesquieu fue más un liberal (conservador) templado que un revolucionario, con grandes de dosis de observador agudo de la realidad. Pero nuestro maestro quizá lo atraiga demasiado hacia su propio campo.

[6] ALFONSO X EL SABIO, Partidas, 1, 2, 7ª.

[7] Cfr. Francisco ELÍAS DE TEJADA, Rafael GAMBRA y Francisco PUY (eds.), ¿Qué es el Carlismo?, Madrid, Escelicer, 1971, págs. 129 y sigs. En la pág. 132 ofrecen esta definición, basada en comentaristas de las Partidas como Gregorio López o Juan de la Reguera Valdelomar: «Fueros son usos y costumbres jurídicas creadas por la comunidad, elevados a norma jurídica con valor de ley escrita por el reconocimiento pactado con la autoridad de su efectividad consuetudinaria».

[8] Juan VALLET DE GOYTISOLO, «La nueva concepción de la vida social de los pactistas del siglo XVII: Hobbes y Locke», Verbo (Madrid), núm. 119-120 (1973), pág. 904.

[9] SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. th., I-II, 97, 3. Ese es el caso de los reinos, condados y señoríos, que hoy constituyen regiones o territorios fora- les españoles, que reunían esa doble condición de ser sus pueblos libres y capaces: piénsese en los principios standum est chartae y standum est consuetudinem, en Aragón; la divisa de los infanzones de Obanos, «Pro liberta - tae patria gens libera state», en Navarra; las proclamaciones del Usatge «Una quaque gens» y del capítulo XXXIII de las Conmemorations d’en Pere Albert, que valoran como ley las propias costumbres, en Cataluña; la afirmación del Fuero de Vizcaya de 1562 de que «las cartas contra la libertad sean obedecidas y no cumplidas». Cfr. Juan VALLET DE GOYTISOLO, La libertad civil según los juristas de las regiones de derecho foral, Madrid, Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, 1967. Se trata de un discurso leído el 4 de diciembre de 1967 en la apertura del curso 1967-1968 de la Corporación.

[10] Juan Antonio SARDINA PÁRAMO, El concepto de fuero. Un análisis filosófico de la experiencia jurídica, Santiago de Compostela, Universidad de Santiago de Compostela, 1979, págs. 271 y sigs.

[11] Francisco PUY, «Derecho y tradición en el modelo foral hispánico», Verbo (Madrid), núm. 128-129 (1974), págs. 1026 y sigs.

[12] Francisco ELÍAS DE TEJADA, Rafael GAMBRA y Francisco PUY (eds.), op. cit., págs. 111 y sigs. En un cierto momento escriben: «Pues los fueros expresan las libertades nacidas orgánicamente de la maduración del ayer en el presente histórico. Por ello no poseen ninguna de las características de la libertad de la revolución europea. Los fueros no son libertades apriorísticas y abstractas, porque resultan de la tradición viva, elaborada en quehaceres históricos precisos. Los fueros no son garantías mecánicas, defendidas por contrapesos políticos de poder o por equilibrios de grupos de presión en cada coyuntura sociológica. Por eso son los fueros expresión profunda de la vitalidad del cuerpo místico social, robusto en la medida en que posee energías propias, y en que no cae en la anemia del individualismo liberal ni en el coma del estatismo totalitario» (op. ult. cit., § 106).

[13] Francisco ELÍAS DE TEJADA, «Libertad abstracta y libertades concretas», Verbo (Madrid), núm. 63 (1968), pág. 159.

[14] Juan VALLET DE GOYTISOLO, «Fundamento y soluciones de la organización por cuerpos intermedios», Verbo (Madrid), núm. 80 (1969), págs. 979 y sigs.

[15] Francisco ELÍAS DE TEJADA, loc. ult. cit., pág. 163.

[16] En lo que toca a la monarquía como mando personal, pueden verse –desde un ángulo histórico– las páginas de Dalmacio NEGRO, Sobre el Estado en España, Madrid, Marcial Pons, 2007, págs. 49 y sigs., y desde otro teorético las de Danilo CASTELLANO, «Monarquía y legitimidad. Apuntes para una introducción a la cuestión», Fuego y Raya (Córdoba de Tucumán), núm. 2 (2010), págs. 69 y sigs. Para el concepto de pueblo puede verse también del último «Il “popolo” fra realtà e definizioni», en el volumen de 2013 del anuario Hermeneutica (Urbino), págs. 59 y sigs.

[17] Para el tema de la representación remitimos a la penetrante monografía de José Pedro GALVÃO DE SOUSA, Da representação politica, São Paulo, Saraiva, 1971.

[18] Resumimos en el párrafo la presentación de Juan VALLET DE GOYTISOLO, «La nueva concepción de la vida social de los pactistas del siglo XVII: Hobbes y Locke», loc. cit., págs. 904-907.

[19] Cfr. Juan VALLET DE GOYTISOLO, «El pactismo de ayer y el de hoy», en Más sobre temas de hoy, cit., págs. 150 y sigs., a quien resumimos en el párrafo. Para una visión de conjunto de las ideas de Vallet sobre el pactismo, véase Juan Fernando SEGOVIA, «Reflexiones en torno al “pactisme”, el pacto político y el contractualismo en Juan Vallet de Goytisolo», Verbo (Madrid), núm. 497-498 (2011), págs. 732 y sigs.

[20] Juan VALLET DE GOYTISOLO, «Del legislar como “legere” al legislar como “facere”», Verbo (Madrid), núm. 115-116 (1973), págs. 507 y sigs.

[21] Marcel DE CORTE, «De la sociedad a la termitera pasando por la disociedad», Verbo (Madrid), núm. 131-132 (1975), págs. 93 y sigs. Cfr. también José Antonio ULLATE, «Algunas consideraciones para la acción política en disociedad», Verbo (Madrid), núm. 487-488 (2010), págs. 643 y sigs.

[22] Miguel AYUSO, «El totalitarismo democrático», Verbo (Madrid), núm. 219-220 (1983), págs. 1165 y sigs.

[23] Juan VALLET DE GOYTISOLO, «La nueva concepción de la vida social en los pactistas del siglo XVII: Hobbes y Locke», loc. cit., pág. 911 y sigs.

[24] Dalmacio NEGRO, «El consentimiento continuo», La Razón (Madrid), 9 de diciembre de 2003.

[25] Cfr. Miguel AYUSO, El Estado en su laberinto. Las transformaciones de la política contemporánea, Barcelona, Scire, 2011, capítulo 3: «Política y “valores”».

[26] Lo explicó Rafael GA M B R A, «Comunidad y coexistencia», Verbo (Madrid), núm. 101-102 (1972), págs. 51-59. Y lo ha explicitado Dalmacio NEGRO, El mito del hombre nuevo, Madrid, Encuentro, 2009, págs. 152 y sigs.

[27] Pietro Giuseppe GRASSO, El problema del constitucionalismo después del Estado moderno, Madrid, Marcial Pons, 2005, págs. 23 y sigs.

[28] Danilo CASTELLANO (ed.), Diritto, diritto naturale, ordinamento giuridico, Padua, CEDAM, 2002, pág. 5.

[29] Cfr. Miguel AYUSO, El ágora y la pirámide. Una visión problemática de la Constitución española, Madrid, Criterio, 2000, capítulo 2.

[30] Puede verse la reconstrucción cuidadosa de Michel BASTIT, Naissance de la loi moderne, París, PUF, 1990. Por mi parte, he ilustrado las sucesivas transformaciones en De la ley a la ley. Cinco lecciones sobre legalidad y legitimidad, Madrid, Marcial Pons, 2001.

[31] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Metodología de la ciencia expositiva y explicativa del derecho, tomo II, vol. I, Madrid, Fundación Cultural del Notariado, 2002, pág. 32.

[32] Dalmacio NE G R O, «La metodología jurídica de Vallet de Goytisolo ante la política», Verbo (Madrid), núm. 427-428 (2004), pág. 586. La comparación entre relación y situación tiene ecos orsianos: cfr. Álvaro d’ORS, Papeles del oficio universitario, Madrid, Rialp, 1961, págs., 243 y sigs. El texto en cuestión fue publicado originalmente en 1949.

[33] La literatura es vastísima y no siempre orientadora. Resultan esclarecedores los trabajos de Michel VILLEY, Seize essais de philosophie de dro it, París, Dalloz, 1969, págs. 140-220. Son los capítulos X a XII que tratan, respectivamente, de la génesis del derecho subjetivo en Guillermo de Occam, el derecho del individuo en Hobbes y en derecho subjetivo en Rudolf con Ihering. Como es canónico el libro del padre Avelino FOLGADO, O.S.A., Evolución histórica del concepto de derecho subjetivo. Estudio especial en los teólogos-juristas españoles del siglo XVI, San Lorenzo del Escorial, Pax Iuris, 1960. Eruditos y acribiosos son los estudios de Alejandro GUZMÁN, «Historia de la denominación del derecho-facultad como subjetivo», Revista de Estudios Histórico-Jurídicos (Valparaíso), núm. 25 (2003), págs. 407 y sigs., y «Breve relación histórica sobre la formación y el desarrollo de la noción de derecho definido como facultad o potestad (“derecho subjetivo”)», Ars Iuris Salmanticensis (Salamanca), vol. 1 (2013), págs. 69 y sigs. Finalmente, hay que acudir siempre a Juan VALLET DE GOYTISOLO, Las definiciones de la palabra Derecho y los múltiples conceptos del mismo, Madrid, Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, 1998, o Metodología de la determinación del Derecho, Madrid, Centro de Estudios Ramón Areces, 1994, págs. 18 y sigs.

[34] Álvaro D’ORS, Una introducción al estudio del derecho, 8.ª ed., Madrid, Rialp, 1989, pág. 33.

[35] Ibid. Y añade el autor: «En realidad, no se trata de “derechos naturales del hombre”, sino de “deberes personales”, como vemos en los Mandamientos de la Ley de Dios, que imponen deberes a las personas y no conceden derechos a los individuos. [ ... ] La pretensión de estas declaraciones [de derechos humanos] es la de constituir un derecho natural, base de toda legitimidad, desalojando la ley de los Mandamientos y del Evangelio. Pero para la formulación de los derechos “naturales” sólo la Iglesia tiene la autoridad necesaria, y no una simple organización de naciones unidas» (pág. 34). Aunque bien sugestivo y articulado, el planteamiento del ilustre jurista ha recibido críticas, en ocasiones severas, y no siempre infundadas. Véase mi «El pensamiento político-jurídico de Álvaro d’Ors», Razón Española (Madrid), núm. 125 (2004), págs. 311 y sigs.

[36] Félix Adolfo LAMAS, «Esperienza giuridica e valitià del diritto», en Danilo Castellano (ed.), Diritto, diritto naturale, ordinamento giuridico, cit., pág. 37. Puede verse, del mismo autor, La experiencia jurídica, Buenos Aires, Instituto de Estudios Filosóficos Santo Tomás de Aquino, 1991, pág. 317.

[37] Juan VALLET DE GOYTISOLO, «La nueva concepción de la vida social de los pactistas del siglo XVII: Hobbes y Locke», loc. cit., pág. 923.

[38] Michel VILLEY, La formation de la pensée juridique moderne, París, Montchrestien, 1968, V, II, II, pág. 704.

[39] Juan VALLET DE GOYTISOLO, loc. ult. cit., págs. 923-924. Vallet sigue y cita a Michel VILLEY, «Crítica de los derechos del hombre», Anales de la Cátedra Francisco Suárez, núm. 12, fasc. 2 (1972), págs. 9 y sigs. Se trata de una conferencia pronunciada en la Facultad de Derecho de Madrid en abril 1972, de la que se publica tan sólo el esquema.

[40] Cfr. Miguel Ayuso, «La visión revolucionaria de los derechos del hombre como ideología y su crítica», Anales de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación (Madrid), núm. 20 (1989), págs. 280 y sigs.

[41] Cfr. Danilo CASTELLANO, Racionalismo y derechos humanos. Sobre la anti-filosofía político-jurídica de la «modernidad», Madrid, Marcial Pons, 2004, págs. 22 y sigs.

[42] ID., «El derecho y los derechos en las Constituciones y Declaraciones contemporáneas», en este mismo número de Verbo. En lo que toca a su nacimiento «abierto» a la trascendencia del derecho, lo ya dicho explica de sobra la cautela introducida con la expresión «al menos virtualmente».

[43] Véase la explicación clásica de Carl J. FRIEDRICH, Constitutional government and democracy, Boston, Little, Brown & Co., 1941. Y, críticamente, Christopher FERRARA, «El positivismo judicial como reacción conservadora en el Derecho constitucional estadounidense: una propuesta final al problema», Verbo (Madrid), núm. 523-524 (2014), págs. 275 y sigs.

[44] Ricardo DIP, Los derechos humanos y el derecho natural. De cómo el hombre imago Dei se tornó imago hominis, Madrid, Marcial Pons, 2009, capítulo III. Otra aguda presentación de las distintas generaciones de derechos, acompasada a la evolución del Estado constitucional, en Juan Fernando SEGOVIA, Derechos humanos y constitucionalismo, Madrid, Marcial Pons, 2004.

[45] Juan DE LA CRUZ FERRER, «La concepción del poder y de la separación de poderes en la Revolución Francesa y en el sistema constitucional norteamericano», Anales de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación (Madrid), núm. 20 (1989), págs. 258 y sigs.

[46] Falta de fundamentación presentada en ocasiones como un mérito: recuérdese lo que cuenta Maritain respecto de lo producido en la discusión respecto del tema en la Comisión de la UNESCO de la que formaba parte («Estamos de acuerdo tocante a estos derechos, pero con la condición de que no se nos pregunte el porqué») y que le lleva a sostener la tesis absurda –explicitada por Bobbio– de que es preferible olvidar su fundamento y con- centrarse en sus garantías. Cfr. Jacques MARITAIN, «Introducción», en VV.AA., Los derechos del hombre. Estudios y comentarios en torno a la nueva Declaración universal reunidos por la UNESCO, México-Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1949, pág. 15.; Norberto BOBBIO, L’età dei diritti, Turín, Einaudi, 1990, pág. 16.

[47] Estanislao CANTERO, La concepción de los derechos humanos en Juan Pablo II, Madrid, Speiro, 1990, págs. 26 y sigs. Puede verse un desarrollo más amplio en el capítulo III de mi libro El ágora y la pirámide. Una visión problemática de la Constitución española, cit.

[48] Cfr. Miguel AYUSO, «El derecho a la información: sujeto, objeto y límites», Verbo (Madrid), núm. 391-392 (2001), págs. 85 y sigs., así como también Miguel AYUSO (ed.), Estado, ley y conciencia, Madrid, Marcial Pons, 2010.

[49] Danilo CASTELLANO, «El derecho y los derechos en las Constituciones y Declaraciones contemporáneas», loc. cit.

[50] Ibid.

[51] Cfr. Francesco GENTILE, El ordenamiento jurídico entre la virtualidad y la realidad, Madrid, Marcial Pons, 2001.

[52] Danilo CASTELLANO (ed.), La decadenza della Repubblica e l ´assenza del politico, Bolonia, Monduzzi, 1995, introducción. Mi libro ¿Después del Leviathan? Sobre el Estado y su signo, Madrid, Speiro, 1996, es en buena parte una explanación de tal proceso.

[53] Cfr. Miguel AYUSO, «Romanticismo y democracia desde la crisis política contemporánea», Verbo (Madrid), núm. 329-330 (1994), págs. 1041 y sigs.

[54] ID., «¿Neo-constitucionalismo o post-constitucionalismo?», Verbo (Madrid), núm. 463-464 (2008), págs. 233 y sigs., y «La Costituzione fra neo-costituzionalismo e post-costituzionalismo», en Danilo Castellano (ed.), La Facoltà di Giurisprudenza della Università di Udine. Dieci anni, Udine, 2009, págs. 63 y sigs.

[55] ID., «La quiebra de la función judicial y del control legislativo como órdenes de justicia», en VV.AA., El Estado de derecho en la España de hoy, Actas, Madrid, 1996, págs. 263 y sigs.

[56] En relación con la experiencia de los Estados Unidos de América resulta bien interesante la síntesis, no sólo descriptiva sino problemática, de Christopher FERRARA, «Las “uniones del mismo sexo” y el problema del positivismo legal: una perspectiva desde los Estados Unidos», en Miguel Ayuso (ed.), Estado, ley y conciencia, Madrid, Marcial Pons, 2010, págs. 89 y sigs. Donde aborda el problema del «originalismo» y el «democratismo» de la jurisprudencia apodada conservadora, frente al «axiologismo (por erróneo que sea) de la «liberal». Desde un ángulo general, véase una vez más Danilo CASTELLANO, Constitución y constitucionalismo, Madrid, Marcial Pons, 2013, págs. 115 y sigs.

[57] Danilo CASTELLANO, Racionalismo y derechos humanos, cit., págs. 148-149.

[58] Ricardo M. DIP, op. cit., pág. 107.

[59] Cfr. Álvaro D’ORS, «La llamada “dignidad humana”», La Ley (Buenos Aires), año XLV, núm. 148 (1980), págs. 1-4.

[60] Ricardo M. DIP, op. cit., pág. 110. También aquí debemos a Álvaro d’Ors notables reflexiones. Puede verse, sobre todo, su Bien común y enemigo público, Madrid, Marcial Pons, 2002.

[61] La concepción dual del Tribunal Constitucional Federal Alemán, al que han seguido otros como el español, se halla anticipada modo suo en la conocida doctrina del double standard del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Cfr. Francisco FERNÁNDEZ SEGADO, «La teoría jurídica de los derechos fundamentales en la doctrina constitucional», Revista Española de Derecho Constitucional (Madrid), núm. 9 (1993), págs. 199 y sigs.

[62] Puede verse, entre los manuales de la disciplina, por razón de su claridad y agudeza en la descripción, Jorge RODRÍGUEZ-ZAPATA, Teoría y práctica del derecho constitucional, 2ª ed., Madrid, Tecnos, 2011, págs. 384 y sigs.

[63] Danilo CASTELLANO, «Multiculturalismo e identità religiosa: un problema político», en Luciano Vaccaro e Claudio Stoppa (eds.), Ora et labora. Le comunità religiose nella società contemporanea, Busto Arsizio, 2003, págs. 182 y sigs.

[64] Danilo CASTELLANO, «De la comunidad al comunitarismo», Verbo (Madrid), núm. 465-466 (2008), págs. 491-492. Cfr. Miguel AYUSO, «Las metamorfosis de la política contemporánea: ¿disolución o reconstitución?», Verbo (Madrid), núm. 465-466 (2008), págs. 513 y sigs.