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Número 209-210

Serie XXI

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Personalización de la cultura

PERSONALIZACION DE LA CULTURA
POR
VICTORINO RODRÍGUEZ, Ü, P.
l. INTRODUCCIÓN.
En un primer acercamiento al tema aparece obvia la corre­
lación
de cultura y persona: el hombre, individual y socialmente
considerado, es el agente o productor de
la cultura,

su principal
sujeto y su destinatario. A su vez, la cultura, en su más amplia
acepción, en la que la vamos a considerar aquí, es una cualidad
específicamente humana o humanizadora de la vida y del
com­
portamiento

del hombre. En este sentido la cultura es de la per­
sona y para la persona; y la persona no se realiza plenamente sin
la cultura.
Empezeruos, pues, por recoger esta constatación de Juan Pa­
blo II, gran
experto en humanismo cristiano: «La cultura es un
modo específico del
existir y del ser del hombre. El hombre vive
siempre según una cultura que le es propia y que, a su vez, crea
entre los hombres un lazo que le es también propio, determinan­
do el
carácter ínter-humano
y social de la existencia humana. En
la unidad
de la cultura como modo propio de la existencia hu­
mana, hunde sus raíces al mismo tiempo la
pluralidad de las cul­
turas,
en cuyo seno vive el hombre. El hombre se desarrolla en
esta pluralidad, sin perder, sin embargo, el contacto esencial con
la
unidad de la cultura, en tanto que es dimensión fundamenral
y esencial de su existencia y de su ser» (Discurso en la UNESCO,
2 de junio de 1980, núm. 6). Pero merece la pena adentrarse más en esta correlación,
y va-
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VICIORINO RODRIGUEZ, O. P.
mos a intentarlo. Para ello es indispensable ahondar en la meta­
física de la persona humana y en los modos y valoración persona­
hsta de
la cultura.
II. CONSTITUCIÓN DE LA PERSONA HUMANA
Tomemos como punto de partida la noción boeciana de per­
sona, cuya consistencia filosófica, probada, por lo demás, por
más de cuatro siglos de reflexión crítica, doy aquí por supuesta.
Describe, pues, Boecio la persona como «rationalis naturae indi­
vidua substancia» (De persona et duabus naturis, c. 3, ML. 64,
134 3 ). En esta definición o descripción merecen subrayarse estas
dos implicaciones:
a) Se
_trata de

una unidad individual sustantiva. La persona
es individuo, es decir, «indistinctum in se, ah aliis vero dístinc­
tum» (Santo Tomás, Suma Teológica, I, 29, 4); es una unidad
incomunicada e incomunicable ( en contraposición a los concep:­
tos universales que se predican de muchos individuos, a las par­
tes integradas o integrables en un todo, a la humanidad de Cris­
to comunicada a la persona del Verbo, y a la naturaleza divina
comunicada a

las personas del Hijo y del Espíritu Santo (cfr. San­
to Tomás, III Sent., dist. 5, q. 2, a. 1 ad 2). Es, además, unidad
sustantiva, capaz de existir en sí y por sí. En términos de Santo
Tomás,
<~no cualquier

individuo en
el género de substancia, aun­
que sea de naturaleza racional, es persona, sino aquel que existe
por sí» (Suma Teológica, III, 2,2 ad 3). La persona implica in­
dependencia ontológica ( en contraposición a lo accidental y ad­
venticio), que es el grado más profundo de la autonomía perso­
nal. La persona, mediante sus acciones y pasiones, por influjo y
refujo, puede comunicarse, relacionarse o vincularse operacional
o dinámicamente con otros
y con el mundo circunstante, pero sin
ceder su propio ser. Ni siquiera los hijos, que reciben de los pa­
dres su naturaleza humana individuada, con su código genético
y educación, reciben de ellos la personalidad metafísica,
el «yo»
óntico
y psicológico. Este es original, propio e intransferible: in-
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PERSONALIZACION DE LA CULTURA
comunicable. Al decir, pues, que la persona es una substancia in­
dividua estamos señalando el elemento cuasi genérico de la per­
sona humana.
b) Se trata de una unidad sustantiva subyacente (hypostasis,
suppositum) a . una naturaleza racional. La racionalidad y consi­
guiente libertad es
el elemento diferenciativo o cuasi específico de
toda persona humana. Al hablar de razón y de voluntad libre no
me refiero tanto a las dos facultades superiores del hombre ( que,
como tales facultades o potencias pertenecen a los accidentes con­
génitos, no a la constitución sustantiva de la persona), cuanto a
h superior condición ontológica del alma humana ( «rationalis na­
tura»), llamada racional y libre, por brotar de ella las facultades
de discernimiento y opción libre, cuyo ejercicio revela a la per­
sona.
De ahí la superior dignidad del hombre sobre los demás se­
res de este mundo: tanto por parte de su faétor cuasi genérico
(subsistir por sí, con proyección, además, ultratemporal, debida a
la inmortalidad natural del alma humana) como por parte de su
factor cuasi específico (racional y libre). Lo advertía con toda
ni­
tidez Santo Tomás de Aquino: «La persona, según queda dicho,
significa cierta naturaleza con determinado modo de existir. La
naturaleza que implica la persona en su significación es la más
digna
de todas las natutalezas, a saber: la naturaleza intelectual
según su género. Semejantemente, también el modo de existir que
importa la persona es dignísimo, a saber, ser algo existente por
sí» (De potentia, q. 9, a. 3). «Hay que decir que la persona sig­
nifica lo que es más perfecto en toda la naturaleza, es decir, lo
subsistente de naturaleza racional» (Suma Teológica, I, 29, 3;
De potentia, q. 9, a. 4).
Tanto es así que una naturaleza humana individualizada y
perfecta no tiene categoría de persona, de dignidad personal, si no goza de subsistencia propia, de capacidad de existir autónomo,
que es lo que le falta a la Humanidad de Cristo, que subsiste
(con ventaja, desde luego, para ella) en la Persona del Verbo.
Este es el gran dato dogmático de la Revelación cristiana que
· abrió

grandes horizontes a la filosofía de la persona.
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VICTORINO RODRIGUEZ, O. P.
Sin embargo, la singular perfecci6n o excelencia no le viene
a la persona humana tanto de su sustantividad o subsistencia
( elemento cuasi genérico que se da también en cada animal
y en
cada planta), como de su naturaleza racional y libre, razón de su
dignidad entre las sustancias, de sus derechos y de su transcen­
dencia supratemporal.
Esto tan digno y excelente es lo que
terminó significando

la
palabra
persona, por más ficticia y postiza que fuese en su ori­
gen semántico y usual (la máscara sonora de uso en los teatros
greco-romanos. Cfr. Santo Tomás, Suma Teológica, I, 29, 3 ad
2; Nedoncelle, «Prosopon et persona
daos l'antiquité
classique.
Essai de

hilan lingnistique», en
Revue de Science Religieuse, 22
[J.948], págs. 277-279). Sin embargo, hoy
día se pretende real­
zar la condición del hombre y de la mujer aplicándoles simple­
mente el
término persona y personalizando todas sus funciones.
¡ Cómo si no fuese la superior condición del hombre lo que dig­
nifica
al vocablo persona!
En conformidad con la constitución de la persona human•
así entendida, será digno del hombre
y personalizante lo que esté
de acuerdo o desarrolle su independencia ontológica o autonomía
metafísica ( existente por
si) y conlleve un ejercicio más perfecto
d~ la razón y de la libertad responsable. Por el contrario, será des­
personalizante
o degradante todo lo que suponga anulación o dis­
minución del ser
y del actuar libre y responsable (homicidio,
eutanasia, aborto, esterilización, mutilación, manipulación, con­
:6namiento, engaño, vicio, incivismo, deshumanización).
Termino este apartado con la siguiente observación de Santo
Tomás: «El hombre pecando se aparta del orden de la razón y,
por tanto, pierde la dignidad humana, en cuanto que el hombre
es naturalmente
libre y existente por sí mismo; y se rebaja en
cierto modo a la servidumbre de las bestias
(Suma Teológica, 11-
H, 64,

2 ad 3); es decir, padece la
alienación de que hablaba
San Pablo
(Ef., 2,12; 4,18; Col., 1,2).
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PERSONAUZACION DE LA CULTURA
III. LA CULTURA y sus CONTENIDOS
La cultura, como cultivo del hombre (pues originariamente se
refería al

cultivo del campo o
agri-cultura) es un concepto muy
afín al de humanismo, en su acepción más pura de reconocimien~
to de la dignidad del hombre y de su ulterior perfeccionamiento
o dignificación personal y social. Y en este sentido
cultura equi­
vale a
civilización en la acepción del Diccionario de la Real Aca­
demia: «conjunto de ideas, ciencias, artes y costumbres que for­
man y caracterizan el estado social de un pueblo
o de

una raza».
Es el

concepto de cultura que asumía el Concilio Vaticano II:
«Con la palabra
cultura se indica, en sentido general, todo aque­
llo con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cua­
lidades espirituales y corporales; procura someter el mismo orbe
terrestre con
su conocimiento y trabajo; hace más humana la vida
social, tanto en la familia como en toda la sociedad civil, me­
diante el progreso de las costumbres e
instituciones; finalmente,
a

través del tiempo expresa, comunica y conserva en sus obras
grandes experiencias espirituales y aspiraciones para que sirvan
de provecho a muchos, e incluso a todo el género humano»
(Gaudium et spes, n. 53).
Es cierto que este concepto amplio y equivalente de
cultura
y civilización no se mantiene siempre en el lenguaje moderno,
como tuve ocasión de exponer
hace algunos años ( «Interpretación
tomista de la civilización cristiana», en
Verbo [ 1979 J, número
175-176).
La cultura suele reducirse más bien a la formación intelec­
tual de los hombres, a sus objetivaciones sociales y medios de ad­ quirirla. Se llama persona culta a la que tiene muchos conoci­
mientos; se entiende por bienes de cultura las bibliotecas, las
Universidades, ere. Y así la define
el Diccionario de la Real Aca­
demia: «Resultado o efecto de cultivar los conocimientos huma­
nos y de afinarse por medio del ejercicio las facultades
intelec- .
tuales

del hombre». Esta reducción de la cultura
al ámbito de h
inteligencia queda, en parte, superada por el concepto afín de
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VICTORJNO RODRJGUEZ, O. P.
educación integral, prolongada desde· la infancia hasta la edad
adulta, incluyendo la formación
física y
moral, «No hay duda
--decía Juan

Pablo II en el citado discurso de la UNESCO, nú­
mero
12-de que el hecho cultural primero y fund,amental es el
hombre espiritualmente maduro, es decir, el hombre plenamente
educado,
el hombre capaz de educarse por sí mismo y de educar
a los otros. No hay duda tampoco de que la dimensión primera
fundamental de la cultura es la sana moralidad: la
cultura moral».
IV. PERSONALIZACIÓN DE LA CULTURA
Entenderé el término cultura en su acepción más amplia e
integral

de perfección adquirida por
el hombre y socialmente
comunicada, a todos los niveles de interioridad intelectual-afec­
tiva y de realización exterior. En ella incluyo los conceptos de
educación, humanización, progreso, civilización.
Por personalización de la cultura entiendo el modo de rea­
lizarse los

valores culturales en
el hombre de acuerdo con las
exigencias personales de autoperfección. Doy aquí por supuesto
que la cultura metaffsica y formalmente es un conjunto de hábi­
tos operativos o cualidades dinámicas que hacen que el hombre
sea accidentalmente y actúe de un modo determinado. Piénsese
en los conjuntos de ciencias, artes y técnicas; en las virtudes éti·
cas
y cristianas; en la formación de las instituciones humanas y
en sus plasmaciones históricas y p·ermanentes. ¿Cómo han de
formarse e integrarse estas cualidades habituales en el hombre
como persona, es decir, como existente por sí, racional y libre?
Según los presupuestos anteriores sobre la persona y sobre
la cultura,
pienso que la personalización de la cultura exige:
Primero, sentido de integridad o totalidad, en razón del sen­
tido de totalidad de la persona, pues «ratio partís contrariatur
rationi personae» (Santo Tomás,
III Sent., dist. 5, q. 3, a. 2).
Este sentido de totalidad o integración en el orden de los valo­ res culturales intelectuales implica jerarquización de ideas, cohe­
rencia con

los principios universalmente válidos
y no rehusar las
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PERSONALIZACION DE LA CULTURA
consecuencias lógicas en las ideologías. En. el orden de los valores
éticos, personales, sociales y políticos, implica armonía de vida, no desvincular lo que se hace
de lo que se piensa correctamente,
como si cupiese una
ortopraxia contrapuesta
a la ortodoxia. «Es
inútil -decía oportunamente Juan Pablo
II-insistir en la or­
topraxis en

detrimento de la ortodoxia: el
cristianismo es
inse­
parablemente la una y
]a otra. Unas. convicciones firmes y refle­
xivas llevan a una acción valiente y segura»
(Cathechesi traden­
dae,
n. 22).
Segundo, sentido de autonomía y de responsabilidad indivi­
vidual. Se es persona ontológic~mente existiendo por si, no en
otro o por otro ser creado. Cualquier superestructura o perfección
adventicia ha de participar de esta individualidad e incomunica­ bilidad entitativa: no
existen y

operan en
mí la ciencia, el arte,
1a virtud, los hábitos sociales, sino que el único' existente y ope­
rante Sigo siendo yo, más o menos evolucionad&, más o menos
dueño de la actuación de mis posibilidades. «Llega a ser lo que
eres», hemos de repetir con Píndaro. La sustantivación abstracta de
la cultura en el lenguaje no ha de dar pie para que se la en­
tienda como hipóstasis. El sentido personal
de la
cultura, en el
aspecto que subrayo ahora, resulta
. incompatible

con lá manipu­
lación del comportamie11to, la suplantación de la propia respon­
sabilidad y el servilismo, sea por
estupidez o por utilidad.
Tercero, sentido de interioridad o inmanencia de la cultura.
Lo más importante o valioso de la cultura es que haga al hom­
bre
ser más cualitativamente, haberse meior, más allá del simple
tener extrínseco y del estar
momentáneo y

provisional.
Quiero
decirlo

con palabras de Juan Pablo
II. «La cultura es aqu.llo
a

través de lo cual el hombre, en cuanto
hombre, se
hace más
hombre, es más, accede más al ser. En esto ·encuentra tanibién
su fundamento la distinción capital entre lo que el hombre es y
lo que tiene, entre el ser y el tener.
La cultura se sitúa siempre
en relación esencial y necesaria a lo que
el hombre es, mientras
que la relación a lo que el hombre tiene, a su
tener, no sólo es
secundaria, sino totalmente relativa. Todo el
'tener del hombre
no es importante para la
mltura, ni

es
factor' creador
de cultura,
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VlCTORINO,ROURIGUEZ; O. P. ·
sino en· la ·medida· en que el honibre, por· medio de su tener,
puede al mismo tiempo ser más plenamente como hombre, llegar
a ser más

plenamente
· hombre en·

todas las dimensiones de su
existencia, en -todO lo que car8cteriza · su humanidad. La experien­
cia de las diversas épocas, sin excluir la presente_, demuestra que
se piensa en la cultura y se
habla de
ella principalmente en
rela­
ción

con la
natúraleza' del
hombre, y luego solamente de
ma­
nera' secundaria e 'indirecta en relación con el mundo de sus pro.­
duetos». (Discurso en la Sede de la UNESCO, 2 de junio de 1980,
número 7. Cfr. ibídem, núm. 11, y Redemptor hominis, n. 16).
éuarto, prioridad 'de lá

verdad y de
la racionalidad en la
evaluaci6n cultural
·del pensamiento.

Siendo la racionalidad la
nota distintiva
cí cuasi específica de la persona humana ( «ratio­
ndlis naturae individua substancia»), exigir personalizaci6n a la
cultura es exigirle verdad y racionalidad, que implican, a su vez, universalidad, totalidad, armonía, ápertura a todo el ser. El error,
la actitud dubitativa o agn6stica
y el reduccionismo del pensa­
miento no pueden tomar.se, en principio o de suyo, como valo­
res personales. Comportarse gnoseol6gicamente como persona es
comportarse como ser racional, que busca la verdad y se com­
place en conocerla y comunicarla.
Toda la verdad. También en
esto es clarividente Juan Pablo. II: «El amor a la verdad, bus­
cada con humildad, es

uno de los grandes valores capaces de
aunar a los hombres de hoy
a través

de las diversas culturas. La
cultura científica no se opone ni a la cultura humanista ni a la
cultura mística. Toda cultura auténtica es apertura hacia lo esen­
. cial, y no existe verdad que ~o pueda hacerse univesal» (Discurso
en el Centro Europeo para la Investigación Nuclear, 15 de junio
de 1982, núm. 8 ). La
despre~cupaci6n por

el conocimiento cierto
contraría a
una de

las más profundas apetencias de la persona,
porque; como decía Aristóteles al principo de la Metafísica, todos
los
hombres desean naturalmente

saber. De
ahí que el Salmista
hiciese corresponder
la falta de · ejercido de inteligencia con la
falta de personalidad: «no seas sin entendimiento, como el ca­
ballo ·y
el mulo» (Salmo; 32, 9). La negatividad por sistema o
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PERSONALIZACION DE LA CULTURA
el disconformismo arbitrario tienen muy poco que ver con el sentido personal del pensamiento.
Quinto, calificación última y definitiva de la cultura y de la
dignificación de la persona por el ejercicio responsable y perfec­ tivo de la propia libertad: «No
hay duda

-repito con Juan Pa­
blo Il- de que la dimensión primera y fundamental de la cul­
tura es la sana moralidad:
la cultura moral». También esto va
implícito en la nota específica de la persona humana, en cuanto
«naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío» (Juan
XXIII,
Pacem in te"is, n. 9), teniendo en cuenta que el autén­
tico cultivo o cultura del libre albedría no es la libertad por
la
libertad, el libertismo, sino la libertad por el bien moral; porque
el mal uso de la libertad o libertinaje, aunque sea una
manifesta­
ción

de ella,
ni la define esencialmente ni la perfecciona psicoló­
gicamente; más bien entraña un fallo antropológico, puesto que
es una

claudicación en el autodominio y control de
la sensuali­
dad o de los institnos egoísticos (motivación positiva de toda
culpa), y despersonaliza al hombre más que cualquier tiranía ex­
terior. «La esclavitud del pecado -dice Santo Tomás- es
la
peor de todas, porque no puede evitarse, ya que a cualquier
parte que el hombre vaya lleva el pecado dentro de sí, aunque su acto y placer baya pasado»
(Super Ioannem, cap. 8, lect. 4;
núm. 1.204). En términos precisos de Santo Tomás, «querer el
mal
ni es la libertad ni parte de ella, aunque sea un cierto sig­
no

de la misma»
(De Veritate, 22, 6 ). «Es proponer una carica­
tura de
la libertad pretender que el hombre es libre para organi­
zar su vida sin referencia a los valores morales
y que la sociedad
no está para asegurar
la protección y la promoción de los valo­
res éticos» (Juan Pablo II,
Mensa;e para la ;ornada de la Paz,
1 de enero de 1981, núm. 7). El mismo Juan Pablo II advertía
muy oportunamente en la encíclica
Redemptor bominis (n. 21 ):
«En nuestro tiempo se considera a veces erróneamente que la
libertad es fin en sí misma, que todo hombre es libre cuando usa de
ella como quiere, que a esto hay que tender en la vida
de los individuos y de las sociedades. La libertad, en cambio,
es un don grande sólo cuando Sabemos Usarla bien. Cristo hos
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VICTORJNO RODRJGUBZ, O. P.
enseña que el mejor uso de la libertad es la caridad que se reali­
za en la donación y en el servicio».
La cultura, pues, en su integrante de hábitos éticos o mora­
les, se personaliza en razón de su respuesta a las exigencias de
autoperfección moral de
la persona humana en cuanto libre. En
ese ejercicio logra el hombre su máxima
dignificaci6n, comple­
tando o
humanizando la nativa dignidad ontológica de ser per­
sona. Como observaba Leopoldo Eulogio Palacios, «el hecho de
que la injusticia sea compatible con el hombre, pone de mani­
fiesto una verdad firrnísima: que
la persona humana no es en el
orden moral un valor absoluto, al contrario de lo que sucede en
el plano ontológico. Cosa que no parece haber sido tomada en
consideración por los pensadores contemporáneos que colocan en
la dignidad de la persona humana
la base de sus programas ju­
rídicos, sociales, políticos o pedagógicos»
(Filosofía del saber,
Madrid, 1974 •, pág. 412).
En resumen, y tomando otra vez la palabra de Juan Pablo II,
en su Alocuci6n al Clero de Roma sobre Pastoral Universitaria
(8 de marzo de 1982), «hoy es ésta la urgente exigencia de una
presencia educativa de la Iglesia en el mundo universitario: atraer
la
inteligencia a lo verdadero para que no se rinda ante la en­
fermedad mortal del relativismo; conducir la
voluntad al bien
preservruidola de

las sugestiones de un libertarismo vado que
nada concluye; convertir al
hombre entero a la objetividad de
los valores contra toda forma de subjetivismo, que, no obstante
las apariencias, es exactamente lo contrario de la afirmación de
la dignidad
del hombre.
Non pertinet ad perfectionem intellec­
tus mei quid tu velis ve/ quid tu intelligas cognoscere, sed
solum
quid

rei veritas habeat,
escribía Santo Tomás, sumo maestro de
Universidad».
V. DESCRIPCIÓN DE LA PERSONA CULTA
Si se parte del axioma filosófico bonum ex integra causa,
malum ex quocumque defectu (
el bien es por integridad de causa,
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PERSONAllZACION DE LA CULTURA
el mal resulta de cualquier defecto), no podemos esperar encon­
trarnos con una persona absolutamente culta, porque
la capaci­
dad real de autoperfección es indefinida. El Evangelio apunta a un término inasequible o inagotable: «sed perfectos como per­
fecto es vuestro Padre celestial» (Mt. 5, 48). Es un aspecto de
la grandeza del hombre. Nadie absolutamente perfecto, acabada­
mente culto, pero todos con vocación de cultura sin límites. El hombre nace persona (perfección ontológíca nativa) con
infinidad de posibilidades
y predisposiciones para la cultura, pero
realmente inculta. Para llegar a ser culta, la persona necesita
desarrollarse, educarse, adiestrarse, mentalizarse, santificarse, ci­
vilizarse, humanizarse y hasta deificarse en el sentido teológico
que tiene este término en el cristianismo. La persona en vías de
ser culta, además del desarrollo biológíco,
ha de ir adquiriendo
ciencia
y experiencia, arte y virtud, personalidad y socialidad;
ha de retener lo valioso adquirido e intentar completarlo. Para ser íntegramente culta la persona necesita armonizar en sí al
hombre sabio
y al hombre bueno, al hombre reflexivo y al hom­
bre social, al hombre de tierra
y al hombre que conversa con el
cielo. Ser para obrar para venir a ser más.
«El objeto de la verdadera cultura, por lo tanto, es hacer del
hombre una persona, un espíritu plenamente desarrollado, capaz
de llegar a la perfecta realización de todas sus capacidades» (Juan Pablo II,
Discurso en la Universidad de Coimbra, 15 de mayo
de 1982, núm. 4. Sobre el sentido
integral de la cultura, en con­
formidad con la valoración
integral de la persona, insistió Juan
Pablo II en el
Discurso a los universitarios e investigadores, en
la Universidad Complutense de Madrid, 3 de noviembre de 1982).
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