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Número 273-274

Serie XXVIII

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Hacia una nueva modernidad cristiana

HACIA UNA NUEVA MODEI!-NIDAD CRISTIANA
POR
JOSÉ ÜRLANDIS
SUMARIO: l. De los años criticos a la mo,zotoní4 democrática.-2. De
la España cat6lica a una ¡ociedad secularizada.-3. La dinámica secu­
larizadora.-4. Consecuencias sociales de la secularizaci6n.-5. Hacia la
«cultura de la muerte».-6. Una nueva evangelhaci6n.-7. La nueva
modernidad cristiana.-8. Civilización del amor, cultura de la vida.
l. De los años críticos a la monotonía democrática.
Aquellos que, por privilegio de la edad, somos testigos cons­
cientes de la vida del mundo durante los últimos sesenta años,
hemos acumulado, sin especial mérito por nuestra parte,
un in­
apreciable tesoro de experiencia histórica. Los españoles de
,mi
generación recordamos los tiempos de la dictadura de Primo de
Rivera
y las fotografías que bajo el titular «Nuestros muertos en
Africa» aparecían cada
día en el periódico, hasta que llegó la
pacificación
de Marruecos como el final de una larga pesadilla.
Esos españoles
alcanzamos a ver las Tu.posiciones universales de
Barcelona
y Sevilla, que parecían ser la culminación de una era
de prosperidad
y en realidad serían el canto del cisne de una
época relativamente tranquila, en el marco mundial de los «feli­
ces años veinte». El 14 de abril de 19 31 me cogió a mitad de
los estudios de bachiller,
y en junio de 1936 había terminado
el tercer curso de la carrera
de Derecho. Sobre lo que vino a
continuación, no es preciso insistir aquí: tres años. de. guerra
civil, a los que siguieron casi seis de guerra mundial. Y también
de esta última pude sacar inolvidables.
eo trabajo profesional me llevaron a Roma en 1942,
y afü, desde
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JOSE ORLANDIS
un observatorio incomparable, presencié de cerca algunos otros
capítulos apasionantes de la historia contemporánea: la Roma
fascista de Mussolini, la Roma «ciudad abierta» bajo la domi­
nación alemana, la Roma ocupada o «liberada» por los aliados,
vencedores de la gueria;" se ·sucedieron ante mis ojos como es­
cenas de una película de aventuras, pero sin artificio, sino bien
auténticas. La verdad es que la vida del mundo durante aquellos
años ya lejanos parecía avanzar a velocidad de vértigo: eran años
cruciales,
de los que hacen historia. ·
Durante las cuatro largas décadas de relativa paz mundial,
que han seguido a aquel período de agitada turbulencia, amplios
espacios del orbe
han experimentado cambios externos de pri­
mera magnitud, como
+a descolonización de Asia y Africa, la
aparición de la nueva China o el despertar del Islam. Pero en el
mundo de nuestro entorno no ha ocurrido as!. El mapa de Europa
sigue siendo el mismo que trazaron las potencias victoriosas de
la segunda guerra mundial, y en estos países de la Europa oc­
cidental y Norteamérica ningún acontecimiento trascendental ha
venido a perturbar revolucionariamente el orden constituido y la
normalidad democrática. Ni aun siquiera el cuadro de las fuerzas
políticas de las sociedades libres parece haber experimentado, a
lo largo de estos cuarenta años, mutaciones de sustancial impor­
tancia~
Vivimos así en un tiempo sin dramatismo, a juzgar al menos
por las apariencias externas. El crecimiento económico, el mayor
nivel de bienestar, la prolongación de la
vida humana, la reduc­
ción del esfuerzo en el trabajo, la irrupción de la mujer en la
vida profesional,
la creación -y satisfacción- de muchas nue­
vas necesidades, son algunos de los hitos del gran avance social
logrado en muchos países durante esta última época. Es cierto
que en
el cuadro no faltan sombras, como son el paro, el terro­
rismo o la inseguridad ciudadana. Pero el desempleado europeo no
sufre hambre, como la sufrían muchos trabajadores o cesantes del
siglo
XL'<, y la sacudida emocional de un atentado terrorista ape­
nas dura para los no afectados poco más de veinticuatro horas.
Sí, es de justicia reconocer que esta edad democrática del mundo
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occidental, sin crispaciones ideológicas ni convulsiones violen­
tas, cuyo ritmo lo marca el calendario electoral; esta época que
vivimos ahora pasará a la historia como un tiempo estable
y sin
tragedias mayores; como unos años poco emocionantes, aburridos
casi.
2. De la España católica a una sociedad secularizada.
Peto esta sociedad del automóvil y el rorismo de masas,
cuyos jóvenes visten igual y
se divierten igual en la ciudad o en
la aldea; esta sociedad que contempla unos mismos programas
de televisión
y bloquea las carreteras en los fines de semana, es
una sociedad profundamente distinta
de la que conocimos gentes
que pertenecemos a generaciones todavía vivas. España, la
so­
ciedad española -y no solo el Estado-en que nacimos los
hombres de
mi quinta o de mi promoción, eta sociol6gicamente
una sociedad cristiana,
y lo siguió siendo, todavía, bastantes años
más.
La situación comenzó a cambiar a lo largo de la década de
los años sesenta~ cuando se insinuó en el horizonte español un
nuevo modelo de sociedad -la «sociedad permisiva»-, ya no
cristiana, sino religiosamente neutra, reflejo de otro ambiente
y otra sensibilidad, y en la cual la legalidad civil y la moral ca­
tólica podrían disentir en la regulación . de cuestiones de no escasa
trascendencia. A la hota en que vivimos, la sociedad «permisiva»
aparece como una experiencia ampliamente desbordada,
y en las
viejas tierras del occidente europeo, empezando por España,
es
obligado hablar sin paliativos de la instauración de una sociedad
radicalmente secularizada.
La sociedad secularizada es la que corresponde a una época
del mundo que se ha apartado profundamente de Dios, y trata
de borrar su huella
en todos los ámbitos de la existencia hu­
mana, tanto individual como colectiva. «Tras
la separación de
la Iglesia
y el Estado ... -ha escrito Thomas Molnar-asistimos
en los países occidentales
al segundo capítulo de este designio:
la separación de la Iglesia y la sociedad». Esta exclusión de la
Iglesia y del cristianismo de las realidades sociales -y en general
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de la faz de la tierra-se intenta hoy en vatios países por los
tradicionales .procedimientos de violencia empleados por los
per­
seguidores de todas las edades y que con técnica más refinada
sigue usando los actuales. En
países del Este de Europa domi,­
nado por el totalitatismo marxista -pero también en otros de
Asia, Africa y
América-los cristianos, y en particulat los ca­
tólicos, están privados del derecho de libertad religiosa y las
instituciones de la Iglesia no pueden desarrollar sus actividades
espirituales y apostólicas. Pero en las mismas naciones del llama­
do «mundo libre», el proceso
secularizador opera también con
intensidad, aunque siga vías distintas y se revista con otros ro-.
pajes.
3. La dinámica secularizadora.
No quiere esto decir que, en las democracias occidentales,
el avance de la secularización sea un ·proceso «cuasi. espontáneo»,
fruto inevitable de determinadas formas de vida que prevalecen
en la sociedad moderna. No, el proceso seculatizador -que en
parte se ve favorecido por diversos factores
ambientales-, taro·
bién en los países democráticos recibe el impulso del;berado de
fuerzas ideológicas y pol!ticas
de inspiración radicalmente anti­
cristiana, tanto como puedan serlo las que gobiernan en los países
sujetos
al totalitatismo marxista. Y esto hasta el punto de poder­
se afirmar que la inspiración y los fines de ambos procesos se,.
cula,rizadores son análogos, y la diferencia está, sobre todo, en
los medios,
es decir, en el procedimiento.
La razón última de esta analogía de fondo que subyace en
las diversas ideologías secularizadoras está, en fin de cuentas,
en su comunidad de origen.
Marxismo-leninismo, socialismos la­
tinos y· nuevos movimientos radicales, pese a las indudables di­
ferencias que los separan, tienen como denominador común el
entronque con la tradición intelectual de la Ilustración anticris­
tiana, que irrumpió hace dos siglos y medio en el horizonte del
pensamiento europeo.
La raíz y el tronco son los mismos, aunque
puedan parecer muy distintos
el follaje y las flores. Voltaire
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y la «Enciclopedia», los «Fil6sofos» y las «Luces» inspiran a
sus secuaces, próximos y lejanos, un anticristianismo inevitable.
Inevitable, porque cualquier ideología y
acción política anima­
da por aquella inspiración es incompatible con la
fe de Jesucris­
to, que
se presenta a Sí misma como la Verdad y la Vida y pro­
pone a sus discípulos exigencias absolutas. El cristianismo que
cree en un orden sobrenaroral, y en una vida eterna, que confie­
re su plena dimensión a la existencia humana, ha
de merecer
lógicamente a los anticristianos de hoy la misma considetación que
merecía a sus mayores,
los «ilustrados» de ayer: intolerancia,
«fanatismo». Y frente a ese pretendido «fanatismo», los «ilús­
trados» de hoy obrarán en consecuencia frente a los católicos
y

a
.lá Iglesia.
El avance
de la secularización en nuestras sociedades libres
y democráticas suele evitar el recurso a la violencia y más que
combatir frontalmente a la religión, trata de marginarla suave­
mente, para que sea -o intentar que sea-un epifenómeno.
sin relieve social ni trascendencia pública. El ciudadano que lee
determinados periódicos, escucha
la información de ciertas ca­
denas de radio o ve la televisión --esto es, la mayoría de los
españoles de
hoy-se encontrará alguna vez con informaciones
sesgadas o campañas denigratorias contra la Iglesia y sus institu·
dones. Pero lo que percibirá más
-o quizá ni siquiera lo perci,
ha-será el silencio, un estudiado silencio en tomo a cuanto
tenga que ver con la Iglesia
y, en general, con la religión cat<>'
lica, que es la única que realmente cuenta. En nuestro mundo
occidental, la secularización, sabiamente dirigida, trata de borrar
del horizonte vital del hombre todo aquello que guarde relación
con Dios y con
la dimensión transcendente de su vida.
La secularización, en suma, más que en las leyes está hoy en
el ambiente, en las formas de vida, en el clima que se respira por
la calle. En la sociedad secularizada no deben bailarse huellas de
la presencia de Dios. La religiosidad residual que pudiera subsis­
tir
se refugiaría en las sacristías o en la catacumba de las con•
ciencias. Si fuera lícito recurrir a una imagen plástica, cabría
decir que la cúpula de San Pedro dominando Roma, la Giralda
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erguida sobre el caserío sevillano o la torre de la iglesia cam­
pesina, son como el emblema que nos legó la sociedad cristiana
europea, La iglesia en una planta baja, con aires de garaje, que
pasa inadvertida
al transeónte, sería la expresión de la sociedad
secularizada. Tal vez la novedad
más característica de la ciudad
contemporánea
sea que de sus calles y plazas han desaparecido
los signos y los testigos
de Dios. Entre estos testigos ocupa un
lugar eminente
el sacerdote, que cumple una función pública en
la Iglesia. Cuando
se le puede reconocer como lo que es, su
presencia en la ciudad tiene un incomparable valor de signo di­
vino; su ausencia, en cambio, crea vacío, seculariza. Y no se
olvide que la misión confiada por Cristo a sus discípulos. el día
de la Ascensión fue la de ser sus testigos en el mundo, hasta
la
consumación de los siglos y hasta los últimos confines de la
tierra.
4. Consecuencias sociales de la secularización..
La secularización no solamente tiene coil.secuencias indivi­
duales o familiares, sino también otras de trascendencia pública
y social. Esto vale, sobre todo, para países de vieja
solera cris­
tiana que sufren con intensidad aquel proceso
y entre los cuales
hoy
se encuentra, indudablemente, Espafia. «El descreimiento
-ha escrito refiriéndose a ella Gonzalo Fernández de la Mora­
tiene entre nosotros consecuencias que rebasan ampliamente el
área de la religiosidad o religación con lo absoluto. Porque la
fe ha sido el vínculo más poderoso de la unidad política y porque,
salvo núcleos minúsculos,· los españoles carecen de una ética
profana. De ahí que el proceso de descristianización sea un factor
complementario de disolución de la nacionalidad y de anemia
moral». Y el escritor termina con esta lúcida pero grave conclu­
sión:
«Las consecuencias del error descristianizador son las de
onda
más larga y negativa, en una sociedad donde apenas hay
otra moral que la derivada de la fe».
«La presencia
de Satanás en la historia de la humanidad
-decía el papa Juan Pablo II en su alocución de 20 de agosto
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HACIA UNA NUEVA MODERNIDAD CRISTIANA
de 1986-,... aumenta en la misma medida en que el hombre y la
sociedad
se alejan de Dios». La eficacia desintegradora de la
secularización actual
es de tal magnitud que afecta gravemente
a la célula social más nuclear
-la familia-y alcanza incluso a
la esencia
misma de la persona humana. En nuestra época hemos
visto realizarse aquella
transformacióp. ccpernicana que preconi­
zaba Antonio Gramsci
y que para él era la clave de la única ge­
nuina y definitiva revoluciót:: no era el cambio violento de las
formas políticas o de las estructuras económicas; tan solo la
subversión de la cultura, que llevaba aparejada la «reconver­
sión» de lo
más íntimo del hombre, de su «sentido común»,
serla capaz de provocar la auténtica transformación de la so-
ciedad. ,
Una muestra, tal vez, de esa inversión del «sentido común»,
que se advierte en el individuo cuando pierde la brújula de la
ley natural, puede que
sea la extraña sensibilidad que parece
aflorar en ciertos hombres secularizados de nuestros días. Una
sensibilidad que
se hace patente entre los seguidores de deter­
minados movimientos ecologistas, que son capaces de conmoverse
sinceramente por la suette que puedan correr las focás 'o las
ballenas y que no se impresionan, en cambio, ante las hecatom­
bes de vidas humanas provocadas por el aborto y la eutanasia,
o la eliminación, que
ya ha sido· propuesta, de los niños que
nazcan subnormales. Está claro que el repudio de Dios y de
su Ley puede producir el cambio
-o mejor, la pérdida-'-del
natural sentido común entre pueblos que tal vez hayan logrado
un considerable grado de progreso técnico y un alto nivel de
prosperidad material, pero que han perdido una facultad que no
faltó a lo largo de los siglos a generaciones de humildes analfa­
betos: la capacidad de discernir entre
el bien y el maL
5. Hacia la cultura de la muerte.
La presión secularizadora ha producido en estos tiempos con­
secuencias de desintegración, tanto en· la persona como en la fa­
milia. El matrimonio resulta hoy extrañamente frágil entre gen-
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tes que han perdido el sentido cristiano de la vida e incluso el
respeto a unos principios de orden superior,
e,cpresión de la ley
divina natural. Es un fenómeno de patología social esa especie
de contagio tan extendido
en estos últimos años, que provoca
absurdamente
--e incluso por las razones más banales--la rup­
tura del vínculo conyugal, que por institución natural y divina es
único e indisoluble. Y son degradantes y claro signo de retroceso
cultural, las uniones o apareamientos de hombre y mujer
--<:on
formalidades ceremoniales o sin ellas--que desde el principio
carecen de un ánimo
de permanencia y fidelidad. La desacrali­
zación de la institución familiar -<:uya expresión legal es el di­
vorcio, el matrimonio civil, o la cuasi equiparación con el ma­
trimonio de las meras uniones de facto--constituye, en fin de
cuentas, un signo
de crisis del amor, que no puede considerarse
progreso sino involución. Ese amor en crisis, deteriorado,
se ha
en~Hecido al volverse egoísta; se ha vudto mezquino, pequeño,
e incapaz, por tanto, de afrontar las pruebas y cansancios, los
tedios o cambios de humor que, más temprano o
más tarde, es
fácil que aparezcan en la convivencia conyugal. Sobre un amor
egoísta, que no es generoso
ni fecundo, no puede asentarse la
estabilidad
y felicidad del matrimonio y la familia.
La impronta de la secularización sobre el individuo ha traído
consigo consecuencias de degradación de la persona, que son
particularmente agudas en algunas de las sociedades
más desarro­
lladas del mundo contemporáneo. Esas consecuencias podrían
resumirse en una sola frase: la pretensión de «normalizar» lo
que es en sí mismo perverso o aberrante. No vale la pena ex­
tenderse demasiado en este punto. Baste con evocar el grado de
envilecimiento a que había llegado
el mundo pagano de la an­
tigüedad, que San Pablo describe con trazos impresionantes en
el primer capítulo de la Epístola a los romanos. Baste con recor­
dar aquel prototipo humano que hoy se quiere resucitar y que
el
,apóstol, hace veinte siglos, denunciaba crudamente con el ape­
lativo de «hombre animal». Pero resulta obligado hacer todavía
mención de algunos de los aspectos
más sobresalientes que pre-
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HACIA UNA NUEVA MODERNIDAD CRISTIANA,
senta ese proceso de decadencia de las sociedades modernas, que
han hecho tabla
rasa de la: Ley de Dios.
Es degradante y signo de decadencia
de una civilizaci6n la
pretensi6n de
«normalizar» -incluso en el plano legal-las re­
laciones homosexuales, como reivindican con aire desafiante y
provocativo ciertos «colectivos» ·-así dicen ahora.:_ que asocian
públicamente a esas desdichadas personas. Y es preciso procla­
mar a
los cuatro vientos que el hombre secularizado se encuentra
cada vez
más inmerso en una «cultura de la muerte», de la que
él es autor, pero también víctima.
La «cultura de la muerte»
pudo tener su primera expresi6n moderna en los campos de ex·
terminio
de la segunda guerra mundial; pero hay que tener el
valor de reconocer que aquel fue. solo. un ensayo, el primer ca­
pítulo de una dramática historia que el hombre secularizado ha
seguido' escribiendo. sin pausa ni prop6sito .de enmienda. Re,
cuérdese igualmente que, hace solo un par de décadas, el aborto,
era considerado en España, de modo prácticamente unánime,
como una monstruosidad, y que hoy, en virtud de ese «lavado
de cerebro», fruto de la insistente propaganda de
poderoso~
medios de· comunicación social, mucha gente lo considera ya
como cosa «de ordinaria administración»; e incluso, quizás ad-:
mire, porque han sido presentados como héroes y heroínas, a
quienes, con su violaci6n de las leyes, han roto el
«tabú» y
abierto ancho camino a la legalizaci6n de las prácticas abortivas.
La «cultura de la muerte» ha empezado a presentar la eutanasia­
como una deslumbrante conquista que están alcanzando
ya; wmo
«pioneras», las sociedades más avanzadas y progresistas del
mundo. No
es posible tampoco silenciar que, ante los ojos del hombre
secularizado, se están abriendo horizontes insospechados de
·1os
extremos a que puede conducir la manipulaci6n antinatural de
la vida y que hoy están al alcancé de' las posibilidades técnicas
de la· ingeruería genética. En el mejor de los casos --como ha
escrito con buen sentido J. Visser-es una ironía, en un tiempo
en que se practican millares de abortos, realizar «tantOs y tantbs
gastos y esfue_rzos innaturales ·para procrear una vida humana·
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artificial que, por mucho que sea deseada por una determinada
pareja, apenas puede llamarse fruto
de su amor». En su inspira­
ción más profunda, . la pretensión última de la . ingeniería gené­
tica pudiera ser la creación de un hombre --0 de un «homínido»,
híbrido
de hombre y animal,-, que no sea ya a imagen y seme­
janza
de Dios: la fabricación de un monstruo animado, pura
criatura del hombre.
6. Una nueva evangelización.
La huida de Dios -como bien se ve-ha llevado al hombre
secularizado hasta los bordes de su autodestrucción: ha alumbra­
do al drogadicto, una desgraciada especie humana de reciente
aparición, y al enfermo- del «Sida», ese misterioso mal que
quizá
no sea en su origen sino ·el rechazo por la naturaleza de las abe,­
rraciones antinaturales comelidas en contra de ella. Pero es hora
ya de terminar con esta letanía de infortunios y plantear la cues.
tión que a todos más directamente importa: la respuesta cristiana,,
que resulta -obligado -dar. No es que nada se haya hecho hasta.
ahora; pero parece evidente que es todavía más lo que queda
por hacer:
mucho más y por. muchos más. Porque sería cobardía
culpable que los católicos, a la ·vista de tan oscuro panorama, se
replegarán sobre sí mismos, abandonando a. su. suerte a esta po­
bre humanidad que navega a 'la deriva. Muy al contrario, es hora
de levantar la mirada y reaccionar con valentía y sentido de res­
ponsabilidad. La secularización moderna ha desintegrado gradual~
mente al hombre y a la sociedad cristiana: ha engendrado uo
nuevo paganismo. Y frente a ese paganismo -ha escrito Juan
Pablo II-solo puede haber una respuesta: «A un nuevo pa­
ganismo, se_, responde· con .una nueva eva:ngelización».
José Maria Escrivá de Balaguer pedía «amar al_ muodo apa­
sionadamente», en una. inolvidable. homilia pronunciada en ef
campus de laUniversidad de Navarra. Ahora, en su último libro,
«Forja», ha puesto de relieve -estas son sus palabras--, «la
original visión optimista de la creación, el amor al mundo que
late en el cristianismo» (For;a, 703). Este puede ser un punto
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de arranque, a la hora de emprender la nueva evangelización que
Dios pide a los cristianos de esta
época. Visión optimista frente
al irremediable pesimismo en que ha venido a parar
la expe­
riencia
secularizadora. Los cristianos, rechazan la cultura de la
muerte y tienen
.el deber de promover una «cultura de la vida»,
que a.nime aquella nueva civilililación que el Magisterio pontificio
ha llamado reiteradamente «civilización del amor». Se trata de
una empresa ilusionante, la más noble que pueda ofrecerse· al
católico deseoso de vivir plenamente
el cristianismo, una empresa
en
la que vale la pena empeñar la · vida: es el gran desafío y el
proyecto posible de construir la genuina y legítima modernidad.
7. Una nlleva modernidad cristiana.
Esta nueva modernidad no repudia nada valioso del presente
ni del pasado, sino que asume e incorpora los estupendos
pro­
gresos conseguidos por el hombre, a lo largo, sobre todo, de este
último siglo. Así ocurre, por ejemplo, con los. avances admirables
en los campos de
la medicina, de la higiene, de las comunicacio­
nes y de
la vivienda; así, también, con el desarrollo, de la ense­
ñanza y de la actividad profesional, que ha favorecido una móvi­
lidad social sin precedentes, gracias a la
cual -y pese a tantos
errores y contradicciones- se
ha incrementado la justicia y la
libertad en muchas partes del mundo. Asi ocurre, por último,
con la mayor conciencia de la dignidad humana que han alcan­
zado muchos 'ciudadanos,
y su más amplia participación en · la
gestión de la vida pública de los pueblos. Estas, y otras muchas
conquistas que están en
la mente de todos, los cristianos pueden
asumirlas como propias, porque en realidad lo son. Todo
lo que
hay de bueno en el haber del hombre actual ha de constituir un
elemento irrenunciable de la nueva modernidad cristiana, una
vez liberado y limpio de los errores y aberraciones que, como la
cizaña de la parábola, se ha mezcl«do con el trigo en el campo
del mundo contemporáneo.
Un paso previo, indispensable para llevar adelante ese pro­
grama,
y que de ningnna manera puede considerarse una nimie-
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dad, es el despliegue de un esfuerzo persevetante pata ir consi,
guiendo lo que podría .llamarse sin imprópiedad la «restaura,
ción filológica». Se trata, .simplemente, de la tarea elemental,
pero insoslayable, de devolver al lenguaje su limpia
autentici,
dad. Es necesario que las palabras expresen aquello que signi,
fican, y que las gentes puedan entenderlas en su genuina acep­
ción. Es urgente recuperarlos, para usarlos de nuevo en su recto
sentido, palabras
y términos que han sido fraudulentamente usut,
pados para atribuirles una siguificación capciosa que los desvirtúa.
Voces como progreso y libertad, .adjetivos como abierto y razo­
nable, moderno y liberal, que suenan bien al oído del hombre
de la calle y le predisponen favotablemente, han de ser recupe­
rados para que
e"presen lo que en realidad constituye su autén,
tico contenido: que se las entienda como algo que guarda rela'.
ción con la rectitud y la bondad, con la vida y .el bien.
¿ Y qué . rasgos habría de distinguir esa nueva · modernidad
cristiana, que los católicos tratasen de encarnar, para
po ponerla como «civilización del amor» al resto de los hombres?
La «dvilización del amor» requiere, ante todo, la regeneración
del amor auténtico.
El amor -decíamos--se degrada al hacerse
egoísta,
y entonces degenera en sensualidad y embrutecimiento,
La restauración del amor, por el contrario, eleva al individuo, le
infunde diguidad, le devuelve el gusto por lo que
es bueno, bello
y noble. A título de ejemplo cabría decir que la música de Bach
o de Beethoven o un inspirado «espiritual» negro, contribuyen
a. enriquecer al hombre, le hacen persona. Las luces cegadoras y
la música que ensordece -de la discoteca crean, en cambio, un
clima de aturdimiento, propicio para la despersonalización y la
irracionalidad.
8. Civilización del amor, cultura de la vida.
La «civilización del amor» ha de estar inspirada lógicamente
en aquel amor que
es el «mandamiento nuevo» de Cristo. Aque­
lla exclamación «¡Mirad cómo se aman!», que
-según testi,
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monio de T ertullim<>----'-surglll espontánea de labios de los paga,
nos del siglo II al encontrarse con el fenómeno cristiano,·. es
prueba de la dimensión social que aquel amor . tenía entre los
fieles de -la primera cristiandad. No es ;fácil que el amor llegue
a ser el móvil
dé una conducta colectiva: Podrá, incluso, parecer
uha utopía, tánto es el lastre dejado por la eulpa original en la
naturaleza humana.' Pero una civilización cristiana genuina de­
manda qiie el. amor desborde el mateo que debe gozar 'de induc
dable prÚriacía · -el· de la comunicación . intérpefsorial, el amor
álprój~o más próxim~, pai.: impulsar también las relacióries
entre pueblos; Estados y Continentes. Nada es ya· ajeno a n11die,
en nuestro pequefib mundo actual, donde la justicia y la cáridad
impulsan. a·. una p,;rticip~ción tnás universal y equitativa en 'los
bienes de tod y u~a ',id¿a: qtie1, por clara. qti~ esté~.: ncf és· ocióso 'reiterarla:. ell
fa modernidad. cristiana, el odio -y su resultante la .. lucha-no
puede
ser el principio aniniadór, de las relaciones entre las cada
vez más imprécisas «clases sociales». .
.
En d esfuerzo de l~s ctis~i>I de hoy poq,las111ar una mieva
modernidad,
es un axioma que .esa sociedad futura d_ebe ser µna
sQCiedad de familias. La familia y la lJ:lujer quizá hayan sido las
mayores· yíctimas dél deterioro del amor en la humanidad con­
tempor~ea .. ia restauración .de la dignidad de la. mujer, conciencia de .SU iJÍconfunruble singularidad y de la función es­
pecífica qu~ le corresponde en el. plan ~ivino de la Creación -y
de la Redención, también-, es condición necesaria para ende­
rezar la vida del mundo. Una sociedad
viable y fuerte ha de estar
constituida, a
su vez, por familias estables y rectamente consti­
tuidas.
Pero solo el matrimonio __e.único, indisoluble y abierto a
la vida-puede .ser el germen de una familia cristiana. Y será
bueno advertir que, incluso contemplado como· fenómeno socio­
lógico, ese matrimonio -in¿titución de derecho natural, elevado
por Cristo a la dignidad de Sacramento-, resulta mucho
más
moderno y progresivo que las uniones precarias, pobres cari­
caturas del único verdadero matrimonio, que proliferan en tiem-
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pos de retroceso cultural: es el exponente de una civilización
más avanzada.
Frente al aborto y la eutanasia, tristes querencias de la «cul­
tura de la muerte», la modernidad. crisúana propugna una «cul­
tura de la vida». Una cultura que considera sagrada la existen­
cia humana desde la concepción hasta el fin natural, por mucho
que éste tarde en llegar.
En una sociedad que opta por la cul­
tura de la vida y trata de crear la «civilización del amor», los
niños podrán nacer
y los viejos podrán vivir. Los niños serán
recibidos con alegría, como
un don de Dios, y los padres que
les han abierto las puertas del mundo no ahorrarán esfuerzos
para
garanúzar su formación cristiana. Los ancianos tendrán fa­
milia y hogar y no languidecerán, siempre que sea posible, en­
fermos de soledad, en las desoladas «reservas para viejos», que
hayan
de crear las instituciones públicas o privadas, por razones
de ineludible necesidad.
. La «civilización del amor» es el programa de la modernidad
cristiana en los umbrales del siglo xxr: un programa que los
cristianos de hoy, a semejanza
de los primeros, ban de tratar,
ante todo,
de hacer realidad entre ellos mismos; pero que va
destinado también a toda la humanidad. Esta humanidad que
ha conseguido conquistas materiales formidables, pero que quizá
cdnozca ahora los mayores niveles de insatisfacción de toda su
historia. Este mundo, que se ha vuelto pagano porque ha per­
dido el alma, nos lo
sefiala el papa Juan Pablo II como el campo
de una nueva evangelización. El cristianismo es, por naturaleza,
dinámico y expansivo, porque la Iglesia es apostólica. Llevar la
Buena Nueva del Evangelio a la presente sociedad secularizada,
puede ser la versión actual de las parábolas
de la levadura y del
grano de mostaza, cuya culminación y término haya de ser el
nacimiento de una nueva sociedad cristiana. Una sociedad que
devuelva al hombre fe, esperanza
y la posible felicidad -ge­
nuina, aunque relativa-que es capaz de alcanzar ese hombre
en su existencia terrena.
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