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Número 273-274

Serie XXVIII

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La Revolución y las señales del Reino de Dios

El día 2 de enero de 1959, cuando los rebeldes cubanos entraron en La Habana, victoriosos en la lucha contra Batista, el cuartel general de Fidel Castro –anunciando el triunfo– hizo ver al pueblo que se trataba de un movimiento verdaderamente revolucionario y no de un simple golpe de Estado.

Desde 1789, la Revolución –con mayúscula– asumió un sentido que no se confunde con el de cualquier revolución, esto es, golpes de Estado, levantamientos militares, insurrecciones populares. No olvidemos que la palabra pasó de la astronomía a la política. En su sentido originario, revolución indicaba el movimiento orbital de un astro y su vuelta al punto de partida. En la Francia del siglo XVIII, cuando se prefirió destruir las estructuras del Antiguo Régimen a reformarlas, se produjo una ruptura con la tradición, en vista de crear un nuevo estado de cosas totalmente diferente. Rousseau, inspirador de los revolucionarios de 1789, en su romántico idilio con el «buen salvaje» quería la vuelta a la libertad del hombre primitivo. La rebelión contra el derecho histórico llevará también a una revuelta contra el orden natural y las leyes de Dios, haciéndose de la voluntad del pueblo la fuente última del poder y del derecho. He ahí la religión del Hombre, enaltecida por Michelet, cuya Historia –llena de fantasías– concluyó por ser la versión oficial de la Revolución Francesa para el gran público y en las escuelas. Versión ésta desmontada por Taine y Augustin Cochin. Marx iría más lejos vaticinando –en su visión mesiánica de un orden nuevo– la aparición de un hombre nuevo.

El editorial de O Estado de São Paulo del día de Navidad del pasado año, con el título «La Cruz y la Espada», apunta en esta «visión del hombre que solo se refiere a sí mismo sin valor superior alguno» el origen más profundo de la crisis de Occidente, con la disgregación de la civilización cristiana. En un análisis penetrante, el articulista establece un nexo entre «el humanismo ateo o deísta destructor del cristianismo» y las ideologías milenaristas de nuestro tiempo. Tal antropocentrismo –lo sabemos bien– tuvo por punto de partida el Renacimiento y, hasta llegar a las revoluciones de los siglos XVIII, XIX y XX, tuvo que recorrer varias etapas en la marcha del pensamiento filosófico y de la acción política.

La Revolución viene a ocupar el lugar de Dios en la Historia. En el libro primero de los Hermanos Karamazov hay un fragmento bastante esclarecedor en el que Dostoyewsky explica que el socialismo no se reduce a la cuestión obrera, «sino que es, sobre todo, el problema del ateísmo y de su encarnación contemporánea, el problema de la Torre de Babel, edificada precisamente sin Dios, no para llegar al cielo desde la tierra, sino para traer a la tierra el cielo» (el «paraíso en la tierra» de los marxistas, el milenarismo).

A este propósito son de recordar las afirmaciones de André Malraux y Albert Camus, dos incrédulos. Al decir de Malraux, la Revolución desempeña hoy el papel que antes tenía la vida eterna, debiendo en el futuro sustituirse la Catedral por la Casa de Cultura. La Revolución significa la secularización total de la vida, ya profese el ateísmo de los jacobinos exaltados y de los comunistas, ya admita el vago deísmo de los enciclopedistas y de Robespierre, rechazando la Providencia en el gobierno del mundo y de las sociedades. Por su parte, Camus percibió con lucidez el sentido de la ruptura revolucionaria: una fe en el hombre, afirmada contra la fe en el Dios hecho hombre. Como la consagración de los reyes de Francia en la catedral de Reims simbolizaba la sacralización de la historia, el regicidio de Luis XVI, con la cabeza segada por la guillotina, fue la gran señal de la desacralización.

En el mundo desacralizado resuena el grito .de Nietzsche: «Dios ha muerto». Al contrario del paganismo antiguo, en el que lo sagrado se manifestaba por todas partes en las formas sociales y en las producciones de la naturaleza –«todo era Dios excepto Dios», como dice Bossuet–, el neopaganismo de hoy llega al culto del Hombre en una perspectiva naturalista, en la que lo sobrenatural se excluye y en la que se deja de reconocer la existencia de valores permanentes. La propia teología se desembaraza del Dios personal y trascendente, cayendo en el inmanentismo de la Evolución, en proceso dialéctico.

Es lo que el dominico francés André Vincent expone en su artículo «Théologie nouvelle et Révolution», publicado en los Archives de Philosophie du Droit (tomo XIV, 1969): «La Nueva Teología reencontrará la Revolución en el terreno de la Acción y en la mística de la Acción. Tiende a hacer de la Acción un absoluto, tal como hace el marxismo: bajo una forma de mutación social. La mística del cambio y la acción sobre las estructuras ocupan todo el lugar del mandamiento del Amor en la teología violenta del padre Cardonnel. Y en la teología no-violenta de Teilhard de Chardin ya era así: la mutación social, expresión actual de la Evolución cósmica, es la medida de la acción».

Así se explican las tentativas de reconciliar el Cristianismo y la Revolución, desde Lamennais en el siglo pasado hasta Maritain en el presente, pasando por otras varias como Marc Sangnier con el movimiento del Sillon.

En los agitados años de la Monarquía de Julio y de las revoluciones de 1848, luchaba por esa conciliación el periódico L'Ère Nouvelle, en cuyas columnas el padre Maret saludaba en los principios de 1789 y 1830 el comienzo de la era política del cristianismo y del Evangelio. Y añadía: «Ahí vemos una aplicación posible y cada vez más perfecta del espíritu de justicia y caridad, del principio de dignidad humana, dados al mundo por la revelación divina».

Semejante es el lenguaje del cardenal Paulo Evaristo Arns en la carta dirigida al dictador Fidel Castro, felicitándole por el trigésimo aniversario de la revolución cubana. Escribe así: «La fe cristiana descubre, en las conquistas de la Revolución, las señales del Reino de Dios que se manifiesta en nuestros corazones y en las estructuras que permiten hacer de la convivencia política una obra de amor».

No se trata simplemente de una conciliación o aproximación entre el Cristianismo y la Revolución, a ejemplo de lo que se intentó llevar a cabo en la Francia del Frente Popular, mediante la «política de la mano tendida» de los catholiques de gauche con comunistas (decenio de los 30). Se va más lejos. La revolución es vista como la realización del Reino de Dios, la plenitud de la justicia, el orden social renovado por el fermento del Evangelio que actúa en el interior de la conciencia profana (según palabras de Maritain, que llega, asimismo, a una valoración cristiana del comunismo, lamentando que los católicos no lo hubiesen implantado antes de que llegasen los «comunistas ateos»). De esta forma, la Revolución es exaltada como un «fenómeno divino» por los continuadores de Lamennais, algunos demócrata-cristianos, los «cristianos para el socialismo» y los adeptos de la Teología de la Liberación, en una perspectiva diferente de aquella en la que se colocaba Michelet.

Se ha pretendido ver un origen cristiano en el lema revolucionario liberté, égalité, fraternité. No hay duda de que, como dijo Donoso Cortés, la libertad, la igualdad y la fraternidad nacieron a la sombra del Calvario, siendo enseñadas por el Cristianismo a todos los pueblos. Pero, en la ideología de la Revolución, esos conceptos fueron totalmente corrompidos (¡las «verdades enloquecidas» de que hablaba Chesterton!): la libertad pasó a confundirse con la licenciosidad, y la igualdad, con el igualitarismo que destroza las jerarquías sociales y suprime las desigualdades establecidas en el propio orden natural por el Creador. ¿Y qué decir de la fraternidad revolucionaria? Es la fraternidad de la guillotina, del Terror, del Gulag, de los genocidios, del paredón.

Todo esto viene a corroborar la tesis de los que ven en la Revolución una inspiración diabólica, desde Barruel y Joseph de Maistre en el siglo XVIII hasta Marcel de la Bigne de Villeneuve y Henri Le Caron en nuestros días. Ahora, si el propio papa Paulo VI dijo que el humo de Satanás había penetrado en la Iglesia, no es de sorprender que la Iglesia progresista canonice la Revolución.

Lo hace desafiando la autoridad de la Cátedra de Pedro. Pues no han faltado advertencias por parte de los sumos pontífices, tanto al exponer la doctrina de la Iglesia en numerosas encíclicas y otros documentos, como al denunciar los falsos principios de la Revolución y los errores teológicos que les dan respaldo. Entre estos errores, San Pío X fulminó el modernismo, del que proceden las teologías revolucionarias de hoy; Pío XI calificó el comunismo ateo –producto sazonado de la Revolución– de «intrínsecamente perverso»; y Juan Pablo I, en su fugaz pontificado, denunció la pretensión falaz de los que reducen la «salvación en Cristo» a «la libertad política, económica y social» y el «Reino de Dios» al «Reino del Hombre».

Al erigir a Fidel Castro en oráculo del Reino de Dios, el cardenal Arns no hace sino sacar una conclusión lógica de las premisas contenidas en la plataforma revolucionaria de la Teología de la Liberación.