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Número 347-348

Serie XXXV

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Notas sobre la evolución de la sociedad civil

NOTAS SOBRE LA EVOLUCION DE LA SOCIEDAD
CIVIL
POR
THOMAs MOLNAR
Se ·ha desencadenado una pequeña controversia a propósito de
mi obra La hegemonía liberal y de ciertos artículos con ella relacio­
nados. Por eso, me parece útil aclarar algunas nociones, y sobre
todo la de sociedad civil misma. Mis críticos, Juan Vallet de Goyri­
solo y Miguel Ayuso Torres están
de acuerdo en que la sociedad
civil se define
según el derecho romano y las leyes de la Iglesia,
estructurándose como
una «sociedad de sociedades», esto es, la co­
munidad que reúne en unidad -nacional o de otra clase-a los
grupos como la familia, los cuerpos intermedios, las corporaciones
o las universidades. Por mi parte, no veo ninguna dificultad a este
respecto, sino que solamente pretendo destacar que la «sociedad
civil» se define diversamente en función de las épocas y que, por
consiguiente, conviene tener en cuenta estos cambios terminológi­
cos
que esconden los movimientos de la sociedad.
Y el
término «sociedad civil» significa hoy algo distinto de
---definición que, en los tiempos modernos, sería-la de Maurras o la
de
Car! Schmitt-una unidad coronada por el Estado. En el uso
lingüístico corriente y
aun en el oficial significa lo que, siendo
indefinidamente
múltiple, se opone al Estado y sus cargas. Así, por
ejemplo, cuando se trata de trazar el futuro de los antiguos satélites
de la URSS, los portavoces occidentales confían en los diversos grupos
de la sociedad civil como en la mejor protección de los ciudadanos
frente al Estado,
su gravosidad y hasta su arbitrariedad, por no
decir
su incompetencia. Está claro, sin embargo, que la sociedad
civil,
tal y como la entienden los juristas modernos no es una uní-
Verbo, núm. 347-348 (1996), 745-750 745
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dad en el interior de una jerarquía --esta es la descripción medie­
val-, sino toda la sociedad, amorfa y en extensión indefinida. «Ci­
vil», pues, quiere decir en este contexto «frente al Estado» e inclu­
so «contra el Estado». Un conjunto no oficial de grupos de interés.
Esta definición y esta realidad son el fruto de una larga evolu­
ción que hay que tener en cuenta cuando estamos tentados de ex­
trañarnos de la «usurpación» de la sociedad civil en el Occidente
moderno. La evolución comienza
-si puede señalarse un comien­
zo--- con el Estado carolingio, que reunió en sus manos todos los
poderes, lo que se explica por el recuerdo del emperador romano y
por los peligros que representaban las invasiones. Se entiende que
la protección del pueblo estaba asegurada por la Iglesia, mejor im­
plantada que el Estado sobre las tierras roturadas. Pero también ha
de entenderse
que con la reforma gregoriana -a fines del siglo
XI-la situación habría de cambiar y la iglesia comenzaría a com­
portarse como el Estado: recauda impuestos y contribuye a la for­
mación de una nueva clase armada
-los milites, los caballeros-y
dirige una política de gran envergadura que, a los ojos del pueblo,
asimila al obispo a
un señor feudal.
Del siglo XII al xv el Estado recupera su herencia romana -la
potestas-, afirmándose no sólo contra lo feudal sino también con­
tra la Iglesia. Y somos testigos de un conflicto diario entre esos dos
poderes, conflicto que dura en realidad hasta el siglo XVIII. Medio
milenio en que se mantiene todavía «la alianza del altar y el tro­
no», pero cuyos avatares van a
permitir que la naciente sociedad
civil y su nuevo estilo ocupen financiera y filosóficamente el esce­
nario de la historia. Añadamos de inmediato que semejante desa­
rrollo no podía tener lugar más que en Occidente, pues la dualidad
del poder (estatal y eclesiástico) no ha existido en ninguna otra
parte. Así,
la sociedad civil, incluso eventualmente engordada, no
podía crecer más allá de
un cierto techo, ya que los comerciantes
serán acosados y machacados por el déspota, mientras la clase de los
escribas servirá en exclusiva al «palacio» y al «templo». Por tanto,
la sociedad civil simplemente no dispondría de la oportunidad de
aflorar, con sus consecuencias sobre el escaso desarrollo del derecho
y
de otras iniciativas. Mientras que, repitámoslo otra vez, la tradi-
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ción greco-cristiana desde sus comienzos presentó una dualidad
sobre las concepciones del poder: igual que para Aristóteles y tan­
tos otros el Estado pertenece al orden natural, un portavoz de la
Iglesia como Hugo de San Víctor afirma en 1141, en plena reforma
gregoriana, que el poder espiritual -auctoritas-instala al poder
real en el derecho divino. De un conflicto a otro (entre palacio y
templo, emperador/rey y papa), el estado llano acumula los instru­
mentos del poder. Los embajadores de Venecia refieren a su Conse­
jo que en Francia «los comerciantes desposeídos de todo poder po­
lítico, y que
se cuentan entre los plebeyos sin dignidad y oprimidos,
son sin embargo, halagados, mimados-y favorecidos». En la misma
época comienza a difundirse la noción de que el rey recibe del pue­
blo su autoridad. Así, el pueblo sustituye gradualmente a la Iglesia
como
fons et origo del poder sobre la república cristiana. Lo que
constituye una nueva ideología, que emana del pueblo. No se olvi­
de
que el mismo concepto de pueblo se modifica a través de los
siglos:
en la Edad media se refiere a la nobleza y a los propietarios
de la tierra; más tarde, los populares son los ciudadanos, el elemento
activo de la nueva economía y
de las empresas comerciales; todavía
varios siglos después las ideas democráticas
se defenderán por pen­
sad.ores tan diferentes como Hobbes, Rousseau, Jefferson y Toc­
queville.
Ernst Troeltsch resume el fenómeno en una síntesis certe­
ra: «El protestantismo-escribe este colega y amigo de Max Weber­
ha liberado al Estado de toda subordinación jurídica a la jerarquía
(eclesiástica) y ha reconocido al oficio político el estatuto de un
servicio divino». He ahí la autonomía definitiva del Estado.
Pero no del todo. Porque el Estado, igual en potencia con la
Iglesia grosso modo, está ya minado interiormente, de hecho precisa­
mente por el debilitamiento de ésta. No es nada fácil de compren­
der: la Iglesia y el Estado, en tanto templo y palacio, hunden sus
raíces en lo que es más profundo del hombre, individuo y comuni­
dad. El «reduccionismo» general de nuestros días presenta dos ins­
tituciones, que han conocido altibajos a lo largo de la historia, pero
que van a désaparecer ambas, absorbidas, en una sociedad futura,
planetaria, conciliadora de todos los antagonismos.
¡ He ahí la uto­
pía nefasta en su pureza! Sin embargo, el debili~amiento de estas
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dos instituciones, en adelante separadas por las «murallas infran­
queables» (Jefferson) de la democracia absoluta, sí que es un hecho
real. El individualismo solitario y el pluralismo mortífero para la
vida de las comunidades navegan sobre las crestas de las olas. Desa­
cralizan los lazos
entre los.hombres, haciéndolos caducos. En estas
condiciones, después de la sumisión de la Iglesia ante nuestros mismos
ojos al «contrato» firmado con la sociedad civil liberal, negadora
de tales lazos, ha llegado el momento en que es el mismo Estado el
que
se disuelve en la misma sociedad civil liberal. A menos de que
esta última sea desacreditada y bloqueada, la Iglesia y el Estado
se
convertirán en órganos en adelante inútiles, sobrevivientes, obje­
tos
de museo como habría dicho Trotski.
Tenemos
que vérnoslas, pues, con una sociedad civil distinta
de la de los siglos precedentes, pues la privatización a beneficio de
los lobbies ha hecho derrumbarse el orden antiguo y las antiguas
definiciones. Cierto que han existido esfuerzos en otro sentido, y
así la V República de De Gaulle fue un intento de equilibrar el
poder estatal y el de la sociedad civil representada por la Asamblea
y sus
lobbies. Pero desde el momento en que el jefe del Estado no fue
ayudado, sea por las circunstancias (la guerra de Argelia), sea por
su propia personalidad, la reforma del Estado fracasa y los lobbies
recuperan su poder (es el caso de Francia, pero también el de Espa­
ña).
Conviene recordar también otros intentos opuestos a la hege­
monía de la sociedad civil liberal, intentos de la mayor importan­
cia y de peso mayor que el del gaullismo. A lo largo de los dos
últimos siglos, en
un crescendo notable de Napoleón a las dictaduras
modernas, hemos sido también testigos del regreso del Estado y de
su pretensión de desalojar a la sociedad civil: al constatar el retro­
ceso estatal, el Ejército
se organiza para tomar el poder, reforzando
el Estado y restaurando la
autoridad de las antiguas instituciones,
entre ellas la Iglesia. Las muestras abundan: el Frei Korps en Alema­
nia, la toma del poder de Horthy en Hungría, de Franco en España,
de Pétain en Francia, de Peróri en Argentina. Y no menciono todas
las tentativas, puesto
que muchas no siguen el «modelo», como las
de Kemal Ataturk o Hitler. Es evidente en todo caso, sin embargo,
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NOTAS SOBRE LA EVOLUCION DE LA SOCIEDAD CIVIL
que con el decaimento del poder real y la fuerte reacción estatal
contra la sociedad civil, pensadores y militares querían recurrir a
medios extra-parlamentarios
y extra-liberales. Entre ellos brillan
Donoso Cortés y,
por supuesto, Maurras y Carl Schmitt, ya men­
cionados.
¿Por
qué no incluir en la categoría de los intentos anteriores al
de Lenin? Porque no ha buscado la restauración del Estado, sino
más
bien su abolición, porque -siguiendo a Marx-veía en él la
última transformación de la burguesía liberal. Remedio de caballo:
abolir el Estado equivalía para Lenin a abolir la sociedad civil, in­
cluso la Iglesia. Era remontar la Revolución francesa y hacer tabla
rasa del
antiguo régimen, mucho más radicalmente que lo hubiera
hecho Robespierre. Especie de refundación de lo político por el Parti­
do, que tendrá desde entonces tres funciones: estatal, económica y
religiosa (ideológica).
Es decir, que el liberalismo, al adquirir la hegemonía (a princi­
pios del siglo XIX), desencadenó un determinado número de reac­
ciones (Lammenais, Donoso, M. Weber, G. Sorel, K. Polanyi) que
fueron de la reflexión universitaria a las intervenciones militares y
a los golpes de Estado. Pero el fenómeno antes analizado y resumi­
do en la fórmula «hegemonía liberal» no
ha alcanzado todavía su
conclusión.
¿Qué es lo que ha cambiado? Puede hablarse de un cambio de
tan grande envergadura como para que proponga nuevas orienta­
ciones a las civilizaciones. Orientaciones promovidas
por un hecho
contingente:
la aparición de los Estados Unidos en el primer plano
de la escena, aparición semejante a la de la potencia romana entre
las
poleis helénicas y de oriente próximo de la cuenca mediterránea.
Roma también era una polis, pero, más allá, una urbs. También los
Estados Unidos
han sido modelados según el patrón institucional
europeo, pero la dinámica de
la historia lo ha modificado, así como
el perfil y el papel. La industrialización ha creado no sólo una socie­
dad masificada, sino también mecanizada; y a fuerza de convertirse
en
un imperio -aquí también según el modelo romano-, Améri­
ca del
Norte (Méjico y Canadá anejos) está obligada a cooptar entre
grupos
de presión de una diversidad extrema: raciales, religiosos,
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económicos, ideológicos, tecnológicos. Todo esto viene a engrosar
la sociedad civil. El Estado en tales condiciones, se convierte en
una burocracia inmensa que elabora reglamentos meticulosos des­
de el bussiness a la gramática. Pero, ¿sigue siendo un Estado o esta­
mos
!Ilás bien ante una sociedad civ_il infinitamente engordada,
inflada hasta el extremo, secreta o abiertamente
manipulada por
élites camufladas en servidoras del procomún: medios de comuni­
cación, universidades, intelectuales e ideólogos de la economía?
¿Autogestión o bien
managerial society que absorbe las instituciones
y las nociones tradicionales? Hegemonía provisional de la sociedad
civil.
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