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Número 353-354

Serie XXXVI

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El federalismo y su historia

EL FEDERALISMO Y SU HISTORIA
POR
GONZAGUE DE REYNOLD (*)
I
¿QUÉ ES EL FEDERALISMO?
Introducción
Voy a ser pedante, aunque jamás haya pasado por vuestros
despachos. Pero si preguntara a nuestros funcionarios y a nues­
tros parlamentarios ¿qué
es el federalismo? recibiría, estoy segu­
ro, respuestas bien singulares. Añado
en su descargo, que si al
mismo tiempo hiciera la misma pregunta a nuestros federalistas
oficiales, recibiría respuestas fuertemente incompletas. Pata
el
helvético medio, la Confederación y los cantones forman dos po­
deres iguales,
uno frente al otro. Los ve como la decoración de
una chimenea:
un candelabro a la derecha, otro a la izquierda, en
el centro un reloj con Guillermo Tell en bronce negro (es la «de­
mocracia» o
el «pueblo»); un conjunto de estilo cuarenta y ocho.
De ahí esta idea que representa para nuestro helvético medio la
reinvindicación suprema del federalismo:
un reparto equitativo
de competencias entre la Confederación y los cantones (la frase no
es bonita, pero la he tomado de la prensa moderada).
(*) Reproducimos, en traducción de Carlos Bujeda, las páginas 85 a 126 dd
libro Conscience de la Suisse. Billets a ces Messieur de Berne, 5.ª ed., Neuchitel,
1941.
Verbo, núm. 353-354 (1997), 233-256
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Fundaci\363n Speiro

GONZA.GUE DE REYNOLD
¿Dónde nos ha conducido esta manía del compromiso y del
equilibrio? A la existencia hoy día de dos Suizas diferentes y su­
perpuestas. Por debajo la Suiza de los cantones, la Confederación
helvética; por encima la Suiza de Berna
-la que yo entiendo como
la de esos sefi.ores, de sus funcionarios, de sus parlamentarios, de
sus clientes-, una Suiza que no tiene siquiera el derecho de de­
nominarse Confederación, dado que
ha degenerado en un sistema
artificial y cerrado, con un movimiento mecánico. Un Estado
unificado, asentado sobre una Confederación de Estados. Un país
legal que va a consumir un país vivo: aquí se aprecia cuán justa es
la fórmula.
He aquí dónde se llega -a una verdadera revolución a una
subversión de valores-cuando se violan o se olvidan los princi­
pios. Los principios son las raíces que mantienen en pie al árbol y
le proporcionan la savia. Salazar, especialista en Derecho Finan­
ciero, autor de
una tesis sobre el agio del oro y de una obra sobre el
trigo; Salazar, que en seis meses ha conseguido situar en superávit
el presupuesto de Portugal después de ciento veinte años de déficit
crónico; Salazar a quien
yo pregunte por el secreto de toda renova­
ción nacional, me respondió: «es necesario ante todo salvaguardar
la pureza de los principios».
El principio de Suiza,
su raíz, su razón de ser, su valor, su
originalidad,
es el federalismo. Suiza será federalista o no será.
Pero
-puesto que hay comenzar por definir el sentido de las
palabras-¿qué es el federalismo?.
* * *
El federalismo es una forma política en la que varios peque­
ños Estados, o ciudades, a fin de defender mejor su existencia,
mantener su independencia y promover sus intereses comunes,
consienten en sacrificar una parte de su soberanía estableciendo
así un poder central, dirigente y supremo.
El federalismo difiere profundamente del regionalismo y de
la descentralización. El regionalismo y la descentralización ex­
cluyen toda idea, todo principio de soberanía.
Tanto el uno como
la otra no son más que concesiones administrativas emanadas de
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EL FEDERALISMO Y SU HISTORIA
un poder no s6lo central, sino centralizado. Es este poder del que
dependen. Por
el contrario, el federalismo implica unos Estados
soberanos, preexistentes
al poder central, lo crean y lo hacen libre­
mente, para que esté en condiciones de llevar a cabo sacrificios de
soberanía.
De modo que es a los Estados confederados a los que el
poder debe su existencia legal.
Hay en el federalismo dos elementos constitutivos: los Estados
o ciudades que
se federan y el poder central que éstos establecen.
Pero estos dos elementos no son iguales, ni en edad, ni en valor,
ni en derecho.
No se hacen uno frente al otro, sino que éste está
subordinado a aquél. El primero, los Estados, las ciudades, forman
el elemento constituyente, el segundo, el poder central, forma el
elemento constituido.
El segundo elemento
no es más que una emanaci6n del pri­
mero.
En cualquier momento éste puede modificarlo por medio
de un acuerdo entre sus miembros. El primer elemento, los Estados,
las ciudades, al tener una existencia previa al segundo, el poder
central, tiene derechos superiores a los de éste.
Sin embargo estos dos elementos son indisolubles. Si no hay
más Confederación, y
ni siquiera Estado federativo, el día en el
que los Estados se federaron ha sido reemplazado por un sistema
unificado, centralista, todavía no hay federalismo o ya no hay más
federalismo, sino simplemente una alianza temporal o perpetua,
si el poder central no ha sido constituido o lo ha sido insuficiente­
mente. Todo federalismo supone, en efecto, un federador común.
Los Estados demasiado débiles con un poder central.demasiado
fuerte, o, al contrario, Estados demasiado fuertes con un poder
central demasiado débil, representan un federalismo incompleto
o desequilibrado.
¿Por qué se federan los Estados? Para conservar su autonomía,
su personalidad, no para sacrificarlas al poder central. Defender,
salvaguardar, ilustrar la autonomía, la personalidad de cada Estado,
tal
es la misión del poder central, tal es su razón de ser. Si traiciona
su misión traiciona su razón de ser, abandona su legalidad.
Cuando
el poder central sustituye al gobierno interior de cada
Estado confederado
se produce una usurpaci6n por su parte. El
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GONZAGUE DE REYNOLD
poder central no es más que la emanación de los Estados confede­
rados, no debe conocer directamente más que a éstos y no debe
dirigirse más que a través de sus intermediarios a su pueblo. Ahora
bien,
el poder central debe ser fuerte en el terreno de su dominio:
en el exterior la defensa de la Confederación frente
al extranjero,
y en
el interior el mantenimiento de la Confederación según el
pacto que ella se ha dado.
* * *
De todo lo precedente se destaca la diferencia esencial que
hay entre los miembros de la Confederación
y' el poder central. El
poder central no
es más que un poder legal. Por el contrario, los
Estados representan
el poder légítimo. La legalidad, es decir la
conformidad a la ley escrita,
es inferior a la legitimidad, es decir,
a aquello que está fundado
en derecho, en virtud, no de una ley
escrita, sino de
un principio anterior a esta ley. La legitimidad
del poder central le
es concedida por los Estados de los cuales no
es más, otra vez, que la emanación. La existencia anterior, la forf!la­
ción histórica, la personalidad de estos Estados les confieren, al
contrario, la legitimidad. El federalismo
es para ellos un principio
intangible de legitimidad. Pues son la fuente de la
soberanía.
* * *
A primera vista, parecería que la naturaleza del vínculo que
federa a los Estados fue la contractual. Este contrato podría de
este modo ser denunciado, sea por petición formal de uno o va­
rios Estados, o sea de común acuerdo. En este caso, todo miembro
de la Confederación recuperaría al salir de ella su libre disposi­
ción con su plena y entera soberanía,
es decir con todos los dere­
chos a los que había renunciado al entrar.
En realidad, no
se trata de un simple contrato, sino de un
juramento-.foedus garantizado
por la ley y el honor. De ahí pro­
viene el carácter sagrado de una confederación tan antigua como
la nuestra. Pues de siglos de historia que la han edificado, de una
sangre heroica que la ha cimentado, el tiempo, la duración la han
hecho perpetua, su unidad dentro de la diversidad tiene
el valor
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El FEDERALISMO Y SU HISTORIA
de un principio intangible de carácter religioso. La Confedera­
ción ha dejado de ser un sistema de alianzas para convertirse en
un cuerpo. Ella es de ahora en adelante la forma política de una
nación más grande.
La idea nacional se extendió al conjunto.
Toda nación tiene como primer derecho la integridad de su
territorio.
De donde se extrae que los Estados confederados han
renunciado al separatismo, e incluso a su derecho colectivo de
disolver de común acuerdo la Confederación que habían formado
con anterioridad.
Pero esta permanece siempre abierta a nuevos miembros, den­
tro de las condiciones prescritas por el pacto y la tradición. Es un
principio vital la no existencia del derecho a detener arbitraria­
mente
el desarrollo histórico de una nación, de esterilizar la idea
generativa de la primera alianza. Esta idea excluye la fuerza: toda
confederación supone una libre adhesión.
El principio del federalismo
No basta con entender el federalismo como una forma política,
un sistema de gobierno: es necesario poner de relieve los principios
por los cuales
-se enraíza en la vida humana. Los principios no son
abstracciones, sino raíces,
no están por encima de la vida, sino en
ella, como las raíces están en la tierra. No se integran en la vida
desde arriba, por la fuerza de las leyes y de las constituciones,
sino que es la vida la que recibe a estos principios como «la savia
sin la cual no sabría desarrollarse en su integridad».
El error de nuestros federalistas
es quedarse en la superficie
del federalismo, haber confundido federalismo con soberanía can­
tonal, no haber sabido jamás aplicar
el federalismo en sus propios
cantones. ¿Dónde ha comenzado la centralización y el estatismo?.
En los cantones, incluso en los municipios. El contagio, el mal
ejemplo han venido de allí. El democratismo doctrinario ha co­
metido sus primeros excesos en las ciudades. Es una excusa para
ustedes, señores de Berna.
* * *
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GONZAGUE DE REYNOLD
¿Cómo se define el federalismo? Toda federación es por principio
una asociación.
La asociación, he aquí el primer principio de federalismo. Este
principio posee
un valor, una fuerza que supera la federación polí­
tica entre pequefíos Estados, entre ciudades, para convertirse una
concepción de la vida social,
eri consecuencia, del mismo hombre.
Esta concepción se explica en la práctica así: ahí a donde la
intervención del Estado no se impone como absolutamente necesa­
ria, se debe sustituir el régimen del estatismo por el de la asocia­
ción. Pero la asociación es lo contrario del partido: la asociación,
como la etimología indica, es social; el partido es político. El
partido divide, la asociación une.
El federalismo
es un elemento de unión, es un vínculo, el vín­
culo federal. No fragmenta, reúne; no debilita, refuerza. Aquello
que debilita, fragmenta, divide,
es la política electoral, la centra­
lización,
el estatismo. Esto es lo que los propios federalismos no
han comprendido todavía suficientemente.
El federalismo
es el principio contrario a la ley del número, al
gobierno de
las masas, a la igualdad democrática y a su conse­
cuencia, la dictadura anónima e irresponsable de los despachos.
El federalismo
es el manojo de las libertades.
* * *
Aun es necesario saber atar el manojo. Para ello sería necesaria
una verdadera revolución: la revolución nacional. Aprender a pensar
de otra manera sobre la política, sobre la sociedad, sobre la vida
económica, sobre
el hombre en fin: umdenken, umlernen, como dirían
nuestros Confederados. Ver Suiza de otra forma. Actuar en conse­
cuencia. Salir de la legalidad para volver a la legitimidad. Salir
de la constitución para entrar de nuevo en la vida. Salir del derecho
para volver a la filosofía.
De este modo, el federalismo plantea que los Estados federados
poseen, como elementos constituyentes derechos superiores, ante­
riores a aquellos del poder central, elemento constituido. El fe­
deralismo plantea que la razón del vínculo federal y del poder
central
es la salvaguarda, la defensa, el mantenimiento, la ilustra-
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EL FEDERALISMO Y SU HISTORIA
ción de esos derechos anteriores el primero de los cuales es la
autonomía de cada Estado federado. El federalismo sitúa en estos
Estados la fuente
de la soberanía. Son el poder legítimo, el poder
central solo tiene la legalidad.
Pero si
el federalismo es más y mejor que una simple forma
política, un simple sistema de gobierno, si es un principio social,
una concepción del hombre y de la vida, ¿cuál es la consecuencia?.
Es que este principio social, esta concepción el
hombre y la
vida debe aplicarse tanto en
el interior de cada Estado como en el
de la Confederación que estos han formado.
Los Estados
no tiene el derecho de reclamar para sí las ventajas
y los privilegios del federalismo si rechazan las cargas y deberes.
No tiene el derecho de conservar los beneficios para ellos solos.
No tienen derecho a reaccionar contra el estatismo y la centraliza~
ción que les amenaza, si ellos los practican en sus propias casas.
Por su parte el poder central está obligado a respetar y promover
los derechos anteriores, la
autonomía de los Estados federados,
mientras que los Estados federados están obligados a respetar
y
promover los derechos anteriores, la autonomía de los elementos
sociales que a ellos mismos conforman. Estos elementos
son para
ellos elementos constitutivos, de la misma manera que ellos lo
son
de la Confederación. Los derechos y la autonomía de estos
elementos sociales son de principio legítimos. Deben ser consa­
grados y respetados como tales.
¿Cuáles son estos elementos?
Estos elementos que, de una manera histórica y natural, han
formado cada uno de los Estados federados son: la familia, los
municipios, las asociaciones profesionales, las organizaciones reli­
giosas. Todos ellos tienen derecho al federalismo, es decir, a vivir
de una manera, no aislada, sino autónoma, puesto que son las
células de la sociedad. Todos tienen derecho a ser reconocidos
como órganos históricos
y naturales del Estado. Integración del
país vivo
en el país legal. Adecuación de la sociedad y del Estado.
* * *
El federalismo es por tanto un principio social.
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GONZAGUEDEREYNOLD
Es un principio social antes que un principio político. Proteger,
armonizar, desarrollar la vida social: tal es su razón de ser, tal es
su fin.
Al igual que la Confederación es, dentro de los límites de pacto,
un foedus, una libre asociación de Estados autónomos, cada uno
de estos Estados es, dentro de los límites de su constitución y de
sus leyes,
una libre federación de autarquías. Cada una de estas
autarquías tiene como razón de ser la protección y el desarrollo
de la persona humana.
Y aquí está todo; sefi.ores, esta «libertad suiza» que ustedes no
dejan de proclamar en sus discursos, pero que tendrían muchas
dificulta des para definir.
El resto
-eso que eso que Vds. hacen o dejan hacer-no es
más que servidumbre disfrazada de libertad.
11
LA FILOSOFÍA DEL FEDERALISMO
La concepción cristiana del hombre
Toda política se reduce a una filosofía de la cual no es más
que la aplicación práctica. ¿N u.estros sefi.ores de Berna se dan
cuenta de esta verdad? Si, por casualidad, se dieran cuenta, debe­
rían decirnos
en nombre de qué filosofía hacen, generalmente, lo
contrario de lo que dicen y dicen lo contrario de lo que hacen. A
decir verdad sospecho que están sentados entre dos filosofías como
quien se sienta entre dos sillas porque tiene el trasero demasiado
pesado. U na se pretende cristiana, la otra es del siglo XVIII y de la
Revolución. Son por tanto antinómicas, pero se encuentran en­
redadas en el inconsciente del Parlamento y de los despachos.
Las ideas contienen los derechos en potencia y acaban siempre
por repercutir en los hechos. Largo tiempo, a veces siglos, quedan
suspendidas en la estratosfera, hasta que comienzan a descender.
De repente caen en la masa. La explosión se produce. Basta para
ello una idea, incluso la más seca, la más abstracta
-Capital de
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EL FEDERALISMO Y SU HISTORIA
Marx, Contrato social de Rousseau-, encuentra la afectividad oscura
pero pujante de una masa. Aquello que determina a los pueblos
modernos, los toca, sorprende y subleva, no es nunca la necesidad
económica, es la pasión ideológica. He aquí por qué hay que obser­
var antes que nada a las ideas, primero para tenerlas, y después
para que sean justas. Cuando esto no se hace, se produce necesaria­
mente el brote de ideas falsas.
«Me parece una gran negligencia el no estudiar aquello que
creemos comprender»: cada día, el
menor hecho de nuestra vida
pública, el
menor discurso de aquellos que todavía llamamos, por
bondad de corazón, hombres de Estado, el menor artículo de
nuestra prensa libre, me permite verificar la exactitud y la profun­
didad de esta cita. Es de San Anselmo y me excuso en su nombre
ante esos sefiores. Se habla en este país de la democracia y no se
sabe qué es, se habla de federalismo y no se sabe qué es; se mezclan
los dos con
un poco de imprudencia de aprendiz de brujo, porque,
creyendo comprender las palabras
se dispensa de estudiar las cosas.
Además
ahí está el peligro al actuar según una filosofía que ha
dejado de conocerse debido a hábitos adquiridos, ideas recibidas,
convenciones verbales.
* * *
Existe por tanto una filosofía del federalismo. El federalismo
no tiene un sentido, un valor, una validez que quede unido a esta
filosofía como el brillante a un anillo. ¿Pero qué anillo? La concep­
ción cristiana del
hombre y por consecuencia de la vida humana.
Hemos pretendido lo contrario: esta concepción ya no es la
nuestra. Todos nosotros hemos experimentado la influencia de
las «ideas modernas». Lo que determina y define una época, lo
que le da su fisonomía propia, lo que libera la corriente central,
la línea de fuerza, es la concepción del hombre en la cual ella se
inspira. La concepción del
hombre que inspira la época moderna,
no ha sido la concepción cristiana, ha sido el individualismo.
Conceder al individuo, al «hombre solo», separado de su medio
ambiente, una autonomía absoluta; atribuirle un valor intrínseco,
superior a todos los valores del orden social o moral; hacer del
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individuo la unidad de la sociedad, de la nación, del Estado, supri­
miendo los intermediarios: esto es el individualismo. Si se empuja
más lejos, hasta erigir la conciencia individual en fuente de toda
verdad, en norma de toda moral, hasta transformarla en
un mundo
autónomo, hasta convertirla en creadora del Universo y de Dios,
hasta dudar incluso de la realidad que la rodea: entonces el subjeti­
vismo
se exagera hasta convertirse en objetivismo. Así el hombre
es la medida de todas las cosas, todo se reduce al hombre y todo
emana de el, de la autoridad política a los conceptos metafísicos:
individualismo equivale así a humanismo. Pero
se desplaza el
centro del Universo para fijarlo en el hombre. Como ya sefíaló
Philippe Monnier,
es la negación del fenómeno cristiano.
De hecho, el individualismo sustituye a Dios por el hombre,
asigna como fin
al hombre la felicidad terrena por la subyugacion
del espíritu y la dominación de la materia. El individualismo,
después de haberse equiparado al humanismo, lo hace al antropo­
centrismo.
Todas estas palabras en -ismo, que me veo obligado a utilizar,
son repelentes y monstruosas como dragones con un cuerno en el
extremo de su cola. Pero todas estas palabras en -ismo expresan ideas
que repercuten en los hechos políticos y sociales. La fuerza de los
hechos, correspondiente a la lógica de
las ideas, ha empujado al
individuo y a la sociedad a las extremas consecuencias de la revolu­
ción moderna, puesto que la época moderna no fue más que una
sola y propia revolución. Estas son todas las oposiciones, todas las
antinomias, todas las imposibilidades en el centro de las cuales nos
debatimos actualmente. Pagamos así
el error sobre la verdadera
naturaleza del hombre. Lo pagarnos cotidianamente, incluso en
nuestra vida material.
Lo pagarnos en Suiza por la confusión de los
espíritus y la crisis política en la que estamos inmersos. Esto
es
inevitable: si Vds. comienzan por un error sobre el hombre, se
equivocarán consiguientemente sobre todos los aspectos de la vida
humana.
No sólo en el aspecto intelectual, sino también en el
aspecto político, en el aspecto social, el aspecto económico en fin.
* * *
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El federalismo es una de las víctimas que este error ha dejado
tras de sí. El federalismo, de hecho, está estrechamente relacionado
con la concepción cristiana del hombre. Merece la pena reflexionar
sobre ello.
El hombre es un ser mixto, situado en la frontera entre el
mundo espiritual y el mundo material. Esta frontera le sirve, por
así decirlo, de cinturón. El hombre es un cuerpo mortal y un alma
inmortal, un cuerpo animado
y un alma encarnada. De aquí que
la concepción cristiana distinga, en la unidad orgánica del hombre,
entre
el individuo y la persona.
Individuo
y persona son términos en absoluto sinónimos. Es
necesario cuidarse de emplear uno en el lugar de otro.
En el hombre, el individuo, es el ser de carne, el ser perecedero;
la persona, es el ser espiritual, el ser inmortal.
En tanto que individuo, el hombre no es más que una simple
unidad dentro de una especie, la especie humana. En tanto que
persona,
el hombre es alguien. Pero ser alguien es ser diferente de
los otros,
es ser uno mismo. Léon Daudet señala que el individuo
es el moi y que la persona es el soi.
En el hombre, el individuo está sometido al devenir, mientras
que la persona participa del ser.
El individuo, en
el hombre, está ordenado a la especie humana,
a la sociedad y en consecuencia al Estado. De hecho, entra en la
colectividad
como una cifra infinitesimal, se pierde en una enorme
e incesante enumeración.
Pero la persona, en el hombre, está ordenada a Dios, el lugar
de las almas, para pedir prestada a Villiers esta expresiva imagen
de la Isla de Adam.
Por su persona,
el hombre, escapado de las fuerzas colectivas y
de
las fuerzas naturales, se libera, se espiritualiza en la plena pose­
sión de si mismo. De hecho, cuanto más se acerca a Dios, más se
parece a El, que es el Ser en Sí, subsistente por Sí, fuente de todos
los seres
y de toda personalidad.
El fin del individuo
es la sociedad, el fin de la persona es Dios.
Si me observara como individuo,
¡qué sería mi pobre vida en
comparación con la vida secular, milenaria, indefinida del Estado,
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GONZAGUE DE REYNOLD
de la sociedad, de la especie? Pero si me mirara como persona
¿qué sería la vida del Estado, de la sociedad de la especie en compa­
raci6n con mi alma inmortal?
La humanidad-o la que yo entiendo la especie humana-,la
sociedad, el Estado tienen sobre el individuo derechos que pueden
llegar hasta
el sacrificio de los bienes y de la vida, puesto que el
individuo está ordenado a ellos. Pero la vida tiene escaso valor
para quien se sienta un alma inmortal. Por el contrario, la humani­
dad, la sociedad, el Estado no tienen, en consideraci6n a la persona,
más que deberes, porque la persona está ordenada a Dios. Dieu
premier serví,
dijo Juana de Arco. «Somos tus soldados y hemos
tomado las armas para defender la cosa pública, pero nada nos
hará jamás abandonar a Cristo» respondió, según San Eucherio, San
Mauricio mártir, en presencia del Emperador Diocleciano.
Creo
que esta respuesta define la actitud de la Suiza cristiana
ante las masivas fuerzas que nos amenazan hoy.
Tal es la concepción cristiana del hombre. Esta es de una impor­
tancia vital, porque s6lo permite resolver esta antítesis entre el
hombre y la colectividad, el hombre y el Estado, de la cual
el mundo moderno se muestra incapaz de salir. Ella la resuelve
introduciendo entre los dos términos una tercera idea que realiza
la síntesis: la noción del bien común.
Bien común y civilización
La concepción moderna del hombre, la concepción individualis­
ta aboca inevitablemente, dado
que repercute en los hechos, a la
ley del número, al sistema mayoritario, a la centralizaci6n, al esta­
tismo y, aún más allá, al suicidio y la desaparición del individuo
en la colectividad.
Cuando por individualismo se atomiza a la
sociedad, llega
un momento en el que los átomos se coagulan: el
régimen de la masa.
El mundo moderno ha proporcionado
al hombre contemporá­
neo tantas libertades que este se encuentra impotente para hacer
uso de ellas. Tan forzado se encuentra a renunciar al beneficio de
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EL FEDERALISMO Y SU HISTORIA
la colectividad, es decir, en la práctica, al Estado: Le moi, e 'est
I'Etat. Al igual que el «pensamiento moderno», no osando seguir
prometiendo al hombre la felicidad sobre esta Tierra,
se lo ha
prometido a la humanidad,
el individualismo se ha desplazado
del individuo a las grandes masas.
El estatismo y el socialismo no
son así otra cosa que dos excrecencias monstruosas del individua­
lismo inicial.
Tal es el drama del hombre contemporáneo. Se le dijo: «tú
eres libre, tú eres tu cosmos. Pero estás solo. Y ahora, ¡adelante!».
Y el hombre se encontró solo frente a realidades demasiado podero­
sas como para que el hombre pudiera tenerse de pie ante ellas con
los ojos abiertos:
el Estado, la nación, la raza, la clase, la humani­
dad, la ciencia, la naturaleza, y la paz, y la guerra. Y el propio
Dios, dado que hay
un individualismo religioso, puede ser más
peligroso que todos los otros: imagínense
un hijo de Israel abando­
nado por Moisés en
el Sinaí cegador. He aquí por qué el hombre
contemporáneo se siente entre sus semejantes condenado al aisla­
miento. He aquí por qué tiene miedo del hombre. He aquí por
qué huye hacia delante. He aquí por qué no domina las fuerzas
que
ha descubierro o desencadenado. He aquí por qué es presa del
pánico ante un abismo. He aquí por qué se convierte en gregario,
esperando volver a la servidumbre por exceso de libertad, puesto
que todo
exceso produce el efecto contrario. Esto se hará por medio
de la organización, de la «estandarización», y porque, me temo,
llegará un momento en el que para que las gentes vivan será nece­
sario clavar
al individuo a su especialidad, a su trabajo. Nada más
y mejor que el socialismo habrá contribuido a esta evolución.
* * *
Este conflicto entre el individuo y la masa toma entre nosotros
la forma de una lucha entre el ciudadano y el Estado. Pero el
ciudadano, a pesar de sus papeletas de voto, se encuentra impotente
para defenderse frente el Estado y las grandes fuerzas colectivas,
convergentes todas hacia el estatismo. ¿Por qué esta impotencia?
Porque, entre esta mota de polvo y este aspirador, el mundo moder­
no ha destruido todos los intermediarios, todos los amortiguadores,
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GONZAGUE DE REYNOLD
todos los protectores. Si los ha destruido en el orden de los hechos,
es que en el orden de las ideas no ha visto nunca más que dos
términos frente a frente, por olvido o por odio al tercero. Sólo
se
suscitan así antinomias que él es incapaz de resolver. Esta es la
razón por la cual nuestra democracia, salida del individualismo
para caer en el estatismo, atraviesa una crisis de duda y de con­
ciencia; sufre remordimientos que intenta disimular por medio de
ruidosos discutsos, pierde la fe que la anima. Si todavía quiere
salvarse, es necesario que vuelva al tercer término: el federalismo. Si
es demasiado tarde y se releva incapaz de volver, rodaremos hacia
elfinis Helvetiae.
¡Podremos escapar a este destino, a esta fatalidad? En la historia
nada
es fatal, al menos no tanto como para que se deje arrastrar
por el peso de la masa. Pero se necesita genio, carácter y valentía:
saltar a caballo sobre los acontecimientos y tirar de las riendas.
Cuanto más se espera, señores de Berna, más difícil es, pero tam­
bién más urgente. Ahora les diré por qué temo su política -o
mejor dicho su ausencia de política-por que temo su tendencia,
por qué temo sus centralizaciones, sus unificaciones, sus burocrati­
zaciones, sus organizaciones, sus estatalizaciones, sus socializacio­
nes, sus vacilaciones, sus abdicaciones
y resignaciones. Porque Suiza
es demasiado débil para soportar un régimen de masa, fundado
sobre la primacía de la economía. Todas las libertades que
le son
arrancadas a la persona, a la familia, a la ciudad, son cimientos
que se quitan a la independencia nacional. Todo aquello que su
régimen
se anexiona del federalismo, prepara la anexión de Suiza
a
una masa más pujante que ella.
* * *
Vds. revelan así, sefiores, que no tienen una idea clara del bien
común.
El bien común es una noción más alta que aquella del interés
general. El bien común sobrepasa, y por mucho,
el bien del indivi­
duo y el bien del Estado. Quien posea la noción del bien común
no dirá jamás: el interés general es la suma de todos los intereses
particulares, pero tampoco dirá: todo para
el Estado y por el Estado.
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EL FEDERALISMO Y SU HISTORIA
La noción del bien común tiene su fuente en la concepción
cristiana del
hombre, y se puede definir como el conjunto de con­
diciones naturales y
humanas que permiten al hombre vivir se­
gún las necesidades del individuo, pero según las exigencias de la
persona, a fin de
cumplir su destino que es atravesar la vida terre­
na para asimilarse a Dios. Así, el bien común debe tener siempre
ante sus ojos este fin
último de nuestras aosciaciones humanas,
esta perfección final y total
de nuestro ser humano: diríamos, con
Begson, el punto de llegada de la carrera vital.
Todas las cosas terrenas están por debajo del alma humana.
Pero es cierto que el alma humana, en tanto que se personifica,
necesita estas cosas,
y que la carrera vital toma en estas cosas su
punto de partida. Deben por tanto estar ordenadas al alma humana,
a la persona. Y a este
orden se le denomina civilización.
* * *
La civilización es la forma terrena, a la ve:z la más alta y comple­
ta, del bien
común. Pero la civilización no es otra cosa que un
equilibrio y una armonía entre todas las facultades esenciales del
hombre. Estas facultades
son cinco. Tres de ellas son del hombre
mismo: la inteligencia cuya primera necesidad es conocer, su brillo
se proyecta desde la técnica, atravesando
toda la ciencia, hasta la
filosofía, la concepción del ser, la idea de Dios; el
sentimiento, es
por él y no por la inteligencia por lo que el hombre se revela
capaz de amar, y la expresión más refinada del sentimiento
es la
necesidad de belleza, es el arte; y finalmente la
necesidad de obrar
puesto que el hombre es un ser de voluntad, es la forma superior
de esa necesidad
de actuar, es el esfuerzo moral, creador de obras,
de instituciones y de leyes.
Sin embargo el
hombre así esquematizado no está aún com­
pleto. Le falta al
mismo tiempo la cúspide y la base. La base es su
vida
física, aquello que de animal y de material tiene. La facultad
que corresponde a esta
parte de nuestro ser, es decir al individuo
en el hombre, es la actividad económica. Esta es por tanto la
primera necesidad, pero la
última en dignidad.
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GONZAGUE DE REYNOLD
En fin el hombre es, en el mundo creado, un intermediario
entre la materia y
el espíritu. No sólo experimenta necesidades
materiales,
se eleva por encima de sí mismo por aspiraciones espiri­
ruales. Aspiraciones
no del individuo, sino de la persona. El conoci­
miento,
el sentimiento, la voluntad, el trabajo material y cotidiano:
todas estas formas de la actividad
humana trascienden e impulsan
nuestra alma a unirse a Dios quien
por sí solo da un sentido a
nuestra vida,
por sí solo explica nuestro destino. Esta tendencia,
esta facultad suprema, esta actividad superior
es la religión.
La posesión de estas cinco facultades esenciales es lo que distin­
gue al hombre civilizado del hombre natural. El desarrollo,
el
equilibrio y la armonía de estas cinco facultades constituye la civili­
zación.
* * *
No se trata de elementos yuxtapuestos. En realidad estos ele­
mentos están concentrados
en la unidad básica de la naturaleza
humana. Influyen unos sobre otros en una íntima y orgánica depen­
dencia. Sin embargo,
aun si cada hombre poseyera en sí mismo,
al menos en estado de germen, las cinco facultades esenciales de
la naturaleza humana, siempre habría
una de ellas que le deter­
minaría más que las otras: la vocación. A
un hombre le es imposi­
ble,
por completo o genial que sea, desarrollar a la vez de manera
armoniosa
y progresiva, las cinco facultades esenciales a las cuales
se resume la actividad humana. Pero aquello que un hombre solo
no puede hacer, puede hacerlo la sociedad.
Entre las condiciones que la sociedad debe cumplir para estar
en situación de producir la civilización hay
una sobre la que hay
que insistir: que la sociedad esté suficientemente diferenciada para
que posea los órganos necesarios para una vida completa y superior.
Esta condición
no sería cumplida por una sociedad uniformizada,
sin élites, sin autoridades sociales,
y en la que estuvieran atrofiados,
cuando no destruidos, sus órganos esenciales: la familia, los «cuer­
pos», las ciudades. Es evidente que un Estado organizado según
el sistema y los principios del federalismo -si este federalismo
supiera permanecer
fiel a su esencia y en consecuencia a sus prin-
248
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EL FEDERALISMO Y SU HISTORIA
cipios-formará un ambiente mucho más favorable al desarrollo
de la civilización que
un Estado centralizado, burocratizado, em­
peñado en su prejuicio igualitario, nivelador de toda superioridad
intelectual o social, y dondelas preocupaciones económicas impor­
tan más que las demás.
Una civilización no sabría a la larga resistir
un régimen de mediocridad, dado que la mediocridad acaba
siempre en el materialismo.
Quizás sería bueno observar el federalismo desde un punto de
vista general, y convencernos que su desaparición, incluso el es­
tado de debilitación al que los señores de Berna quieren reducirlo,
arrebataría a Suiza su fisonomía propia, su particular civilización,
su razón de ser. Sería el perjuicio más grave, el más criminal, que
podría
ser provocado, en este momento,
por el régimen al bien
común, y no solo
el de Suiza, sino también el de Europa y del
Mundo si el régimen cree todavía que Suiza tiene una misión en
Europa y en el Mundo.
El bien común y el Estado
¿Se han preguntado alguna vez, señores, por qué están en el
gobierno y a qué debe servir el Estado? ¿Se han preguntado algu­
na vez
por qué razón primera han sido llamados -no sólo por los
hombres que les han votado, sino por la Providencia que les ha
dado la gracia de la autoridad-a administrar la cosa pública? Si
no se han hecho jamás esta pregunta, es que no han comprendido
nada del tiempo actual.
No han comprendido nada de su tiempo,
señores, si no han visto que hay un problema que predomina sobre
los demás: el del destino humano.
El problema del destino humano
se nos ha presentado cada
día, desde hace un cuarto de siglo, por los propios sucesos acaecidos.
Guerra mundial, revolución rusa, aparición del fascismo, del nacio­
nalismo, crisis económica, guerra civil de España: todos estos
hechos cuya serie está lejos de ser limitada, tienen el valor, el
porte de una demostración filosófica. Son de una grandeza tal que
nos impone una primera convicción: atravesamos un periodo deci­
sivo de la historia, asistimos a un cambio de época. En general, la
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GONZAGUE DE REYNOLD
importancia de los grandes acontecimientos históricos escapa a
sus contemporáneos: esto fue patente en
el momento de la Revolu­
ción Francesa. Pero, todos, hoy, tenemos como mínimo
el senti­
miento de
una reyolución fundamental, si bien todavía son pocas
las personas capaces de interpretar los acontecimientos y de poner
de relieve
las líneas de fuerza. Por primera vez sabemos que son
«tiempos históricos»;
por primera vez somos capaces de probar
que la historia
no es sinónimo de pasado, puesto que estamos en
la historia y que la historia nos forma hoy a nosotros en mayor
medida que nosotros la hemos conformado anteriormente a ella.
Pero la tragedia
es que hayamos perdido nuestras últimas ilu­
siones sobre la
humanidad y sobre el hombre, sobre la libertad, y
sobre
el progreso. Vemos volver aquello que creíamos definitiva­
mente abolido, imposible: la guerra,
el reino de la fuerza, la vio­
lación del derecho, la barbarie
en fin. Vemos que la ciencia, la
técnica, la máquina sirven más para destruir que para construir.
Vemos despertarse lo bruto
dentro de lo civilizado. Y todas esas
desilusiones, todas esas constataciones nos obligan a reflexionar
sobre
las ideas, las creencias que nos son queridas, sobre esta adora­
ción del hombre
por el hombre que ha sustituido a la adoración
de Dios
por el hombre. No estamos seguros de nosotros mismos y
de nuestra modernidad. En fin, no hay ni uno solo de nosotros
-el más modesto hombre en el pueblo más tranquilo y más neu­
tral-que no se sienta afectado por los acontecimientos más leja­
nos, acaecidos en
China o en América. Afectado en su vida mate­
rial, su vida cotidiana,
el dinero que ha ingresado en la caja de
ahorros,
el carnet doméstico que debe verificar cada tarde: afectado
en la seguridad de su persona y
en el porvenir de sus hijos. Sobre
toda la Tierra, los hombres
se sienten tan vinculados los unos con
los otros
por la implacable solidaridad del destino. De aquí que
muchos
se pregunten: ¿no será este el fin?, ¿el fin de la civiliza­
ción?,
¿el fin de la humanidad?, ¿el fin del mundo? Una angustia
que no
se había planteado desde la Edad Media: ni la civilización,
ni la humanidad,
ni el mundo son eternos.
* * *
250
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EL FEDERALISMO Y SU HISTORIA
El destino humano: Vds. son responsables, señores, por Suiza.
Vds. no
se muestran dignos de esta responsabilidad que se erige
ante Vds. como
un juicio de la historia, puesto que se han puesto
al servicio, de los intereses, de los partidos, de la generación pre­
sente, y no del bien común.
El bien común
es religioso en cuanto a su fin último. Según
el orden cristiano, este fin último, este destino es otra vez la asimi­
lación a Dios de la persona humana. Ninguna forma de civilización,
de sociedad, de Estado, ningún ente colectivo y social
es un fin en
sí mismo. Todos estos no son
más que medios. Todos estos medios
tienen
un fin particular: realizar las condiciones que permitan a
las personas llegar a su fin último que
es Dios. Si lo comprende y
se ordena a ello, el Estado se situará en condiciones de cumplir
perfectamente su misión terrena y alcanzar completamente su fin
particular. El 6 de diciembre del año pasado uno de los más gran­
des hombres de Estado contemporáneos, uno de los «maestros
del momento», me declaró esto: «toda mi experiencia, desde que
estoy en el gobierno, me ha demostrado que el poder temporal es
incapaz de cumplir su misión sin el apoyo del poder espiritual. Esta
es la enseñanza de la historia». Todo esto que me dijo es muy
realista. Y sueño que nuestra Constitución federal obre en nombre
de Dios. Dios es por tanto, para Suiza, el punto de dirección, el
último fin. Pero ¡hemos comprendido bien?, ¡hemos sido fieles?
El bien común es conforme a la naturaleza del hombre. El
individuo está
al servicio del bien común, pero el bien común
está
al servicio de la persona. El individuo está al servicio del
bien común en
el sentido que está ordenado a los fines particulares,
al bien particular de
las grandes formas sociales y colectivas de
las cuales forma parte natural e históricamente. Por
el contrario,
el bien común está ordenado a la persona, puesto que deben ponerse
a disposición de ésta los medios que mejor la dirijan hacia su fin
espiritual y último. Así,
el bien común es un tesoro donde el
hombre debe alternativamente aportar y retirar.
En fin, el bien común es una noción social. Varía y se acrecienta
según los diferentes ambientes sociales, los diferentes círculos que
tienen al hombre como centro. Hay así un bien común de la fami-
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GONZAGUE DE REYNOLD
lia, del Estado, de la humanidad. Pero lo que une, lo que armoniza
todos estos bienes comunes, e~ que, no obstante sus fines particula­
res, están todos ordenados al mismo fin último y espiritual. Todos
están sobre la misma línea
de fuerza dirigida hacia Dios. Cada
grupo social da así a cada uno de sus miembros una directiva moral
y recibe también una del grupo superior en el que se encuadra.
Pero todos juntos reciben la misma directiva religiosa.
No se debe olvidar que existe un bien común de la familia, de
la ciudad, de la patria, y que al tener la familia, la ciudad, la
patria cada una su propio fin particular, puede extraerse que cada
una vive su propia vida, con independencia de los individuos que
las componen. No son sustancias como si, por ejemplo, una familia
continuará subsistiendo después de la extinción de su última pie­
dra, una patria después de su desaparición de la historia. Pero son
más que una simple red de relaciones. La familia, la ciudad,
la
patria, en cuanto formas esenciales de la vida social, viven por
analogía una vida como
el hombre mismo. Como él son, en su
unidad orgánica, individuos
y personas. Para obrar según las exi­
gencias de su bien común, para dirigirlas en su misión
es necesario
comprenderlas en su unidad, su continuidad, su totalidad.
Tal es la misión, la razón de ser del Estado. &í se refuta el
sofisma: el Estado, es el mal menor. No, el Estado es una necesidad
social, una exigencia del bien común. Pero, ¿de qué manera?.
&egurando el equilibrio y la armonía entre los cinco grandes
factores de civilización, pero asegurando también
el desarrollo y
la armonía de todos los grupos que constituyen la sociedad. El
Estado no debe sustituir a
la sociedad, ni identificarse con la nación.
No debe tampoco hacerlo todo, pero debe comprender y dirigir
el todo.
* * *
Tal es la alta, difícil e imperiosa misión del Estado.
El Estado
-su régimen, señores de Berna, pero suyo también,
señores de los cantones y de los
municipios-¡la cumple en este
momento?,
¡es capaz todavía de cumplirla?
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EL FEDERALISMO Y SU HISTORIA
Cuando deja que un elemento de civilización se hipertrofie
a costa de los otros, la vida económica a costa de la vida espiri­
tual;
Cuando no asigna por ideal al pueblo más que un «nivel de
prosperidad»;
Cuando a fuerza de administrar,
se muestra incapaz de go­
bernar;
Cuando los cargos sustituyen a las autoridades;
Cuando toda superioridad le impacienta y
se hace, a sí y a los
otros, de la mediocridad
una ley:
Cuando acapara para sí todas las competencias, como si fuera
especialista en todo;
Cuando a fuerza de querer estar en todas partes, no está en
ninguna;
Cuando en beneficio de una constitución legal suprime la
constitución histórica y natural de
un país.
Cuando pierde
el sentido de las libertades personales, arreba­
tando a la persona humana sus derechos esenciales, reduciendo a
los ciudadanos a meros sujetos;
Cuando se abandona a la deriva, en lugar de dirigir;
Cuando
se convierte en el más temible déspota que haya cono­
cido la historia;
Cuando obliga a la sociedad, la nación, la persona a defenderse
contra él, como quien se defic;nde frente a un enemigo enorme
y traicionero, ¿cumple el Estado su misión?, ¿puede todavía llamar­
se cristiano?, ¿tiene aún el derecho de llamarse, a sí mismo, el
Estado?.
Los
derechos esenciales del hombre
El hombre tiene unos derechos esenciales. Derechos sin los
cuales podría vivir como
una hormiga superior, pero jamás como
una persona. Es necesario recordárselos a esos sefiores de Berna
que se proclaman demócratas pero que han perdido el sentido de
las libertades personales.
Hay que recordárselos porque, sin pensar
mal, con zapatos daveados y
una mirada cándida, van a aplastarlas.
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Es cierto que un buen número de federalistas, o así se denominan
ellos, han sido los primeros
en darles el mal ejemplo en su muni­
cipio y en su cantón. Otra excusa, siempre la misma. Pero, como
dijo Montaigne, sigamos.
* * *
El pensamiento cristiano no puede concebir un hombre abstrac­
to que tenga un valor de «fin en sí mismo» y constituya para él
solo un pequeño mundo autónomo. Un hombre así es inconciliable
con toda forma de sociedad; es por definición antisocial, antinatu­
ral.
No es más que un puro concepto. El hombre real, el hombre
vivo
es inseparable de la sociedad, comenzando por aquellos de
los cuales
él es el producto natural: su padre y su madre. Pero la
sociedad debe vivir a la medida del hombre, organizarse según
la naturaleza humana,
es decir según las necesidades del individuo
y las exigencias de la persona.
No hay que olvidar que el orden social y político es en principio
una defensa del hombre contra la naturaleza, pero también contra
sí mismo, que
es un medio para el hombre para continuar en el
tiempo y prolongarse en el espacio. Tampoco hay que olvidar que
la sociedad tiene
un origen religioso, dado que su primer vínculo
fue una creencia común en una fuerza eterna, unitiva y sagrada.
Las dos primeras necesidades que el hombre experimentó y
cuya satisfacción demandó a la sociedad pertenecen una al orden
natural,
al individuo, y la otra al orden espiritual, a la persona.
La necesidad de su perpetuación y la necesidad de supervivencia,
la sociedad familiar y la sociedad religiosa. Por medio de aquélla
el hombre asegura su raza, su devenir; por medio de ésta asegura
su alma, su ser. El cuerpo en la Tierra y
el alma a Dios: éste es el
reparto primitivo pero también el fundamento primordial de esta
distinción entre
el hombre y la persona de la cual Aristóteles tuvo
ya intuición. La sociedad humana tiene por su origen un altar y
una tumba, y
el altar está por encima de la tumba. Los dos primeros
derechos, a la vez naturales e históricos del hombre, son el de
organizarse en sociedad familiar y el de organizarse en sociedad
religiosa.
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EL FEDERALISMO Y SU HISTORIA
Pero estos dos primeros derechos implican de inmediato otro:
el derecho de utilizar los bienes materiales para vivir humana­
mente, es decir como un hombre libre, capaz de defenderse a sí
mismo y de desarrollarse según su ser --esro es, el derecho de
poseer. Propiedad, esta palabra no evoca papeles, valores, o depó­
sitos bancarios, sino tierra, la casa construida en el campo. Sufi­
ciente lefia para que el fuego no se apague jamás, suficiente tierra
para que el alimento nunca falte; una tierra lo bastante extensa,
una morada suficientemente estable para que la familia eche raíces
y para que la patria comience, y la patria comienza
ahí donde el
primer padre tiene su tumba. El derecho de propiedad tiene como
consecuencia
el derecho a la familia, es decir a la descendencia y
al hogar.
Pero, si
el hombre no está solo, la familia tampoco está sola.
Desde
el principio extiende sus ramas. Otras familias nacen de
ella. Forma parte de
un grupo más amplio: el clan, la tribu, la
ciudad. A la organización social y a la organización religiosa viene
a unirse ahora a la organización política cuya primera forma
es
militar: la defensa común. Así, poco a poco, por medio de desarro­
llos concéntricos, nace de la sociedad nacional. Su origen
es una
necesidad primitiva y un derecho primordial de asociación, de
defensa, entre hombres del mismo origen, de las mismas creencias,
de las mismas costumbres,
de las mismas necesidades, del mismo
lugar.
De este modo comienza la civilización. Cuanto más se desarro­
lla y cuanto mejor se organiza, más conciencia adquiere el hombre
de su propia personalidad. Se toma conciencia de un último
derecho: aquel de no perderse entre la masa, sojuzgado por la colec­
tividad, de ser reconocido en cuanto tiene de personal, de distinto
y de diferente entre los demás. El derecho a la personalidad.
Estos derechos, que no son en absoluto abstractos, que no tienen
nada que ver con los Derechos del hombre, pero que son los ver­
daderos derechos del hombre, son denominados por la sociología
cristiana presociales. Son en efecto anteriores a la sociedad y de
acuerdo a las necesidades a las que responden son generativos
de la sociedad.
La sociedad tiene por misión, por fin, el respeto a
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estos derechos. El orden social y político puede definirlos, limitar­
los, armonizarlos, pero no puede jamás destruirlos so pena de
destruirse a sí mismo. El orden social y político, incluso cuando
haya alcanzado su pleno desarrollo, debe siempre revelar que estos
derechos están en su base. Y siempre deben ser visibles, entre los
cimientos y
el tejado, todos los pisos intermedios que han sido
construidos por la naturaleza y la historia: la familia,
el lugar, el
sitio, el municipio, la ciudad, las asociaciones profesionales y reli­
giosas.
* * *
Es en el derecho presocial de asociación, que implica el origen
común,
el parentesco, la vecindad, la tierra y la ciudad, donde el
federalismo tiene su vieja y fuerte raíz. Corresponde a un estado
intermedio entre la familia y la nación. Recuerda que la nación
es
una reunión de ciudades que se federaron del mismo modo que
las familias
se federaron en ciudades. El federalismo es por tanto
una forma esencial del Estado cristiano. Esencial porque corres­
ponde a la naturaleza del hombre, al desarrollo histórico de la
sociedad nacional, y porque este primer modo de vida política
garantiza los derechos presociales contra el peso de la masa,
el
despotismo del Estado. Si la familia es la célula social, la célula
política
es la ciudad.
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