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Número 353-354

Serie XXXVI

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Epílogo a un epílogo

EPÍLOGO A UN EPÍLOGO
POR
THOMAS MüLNAR (*)
Me parece que el amistoso debate «A vueltas con la sociedad
civil» que he desarrollado
con mis colegas en Verbo requiere una
alegación final por mi parte. La controversia se centra en nuestras
diferentes definiciones de lo que constituye la sociedad civil y la
relación cambiante que actualmente mantiene con las dos institu­
ciones inmemoriales de cualquier comunidad humana: el Estado
y la Iglesia.
Yo, por supuesto, suscribo plenamente el concepto
católico según
el cual la sociedad civil está ordenada idealmente
hacia
el bien común, y la situación paradigmática debería ser el
equilibrio de los tres componentes: Estado, Iglesia y Sociedad civil.
Pero
el hecho es que cada uno de los tres está sujeto a transformacio­
nes históricas, y en consecuencia también lo está su relación recí­
proca. En algunas sociedades
el Estado es claramente hegemónico,
hasta
el punto que ni siquiera puede hablarse de «sociedad ci­
vil»: ésta es o totalmente absorbida (regímenes comunistas,
despotismo oriental, el Egipto faraónico) o no mucho más que un
lugar de saqueo para el Estado, por ejemplo China según el aná­
lisis de Wittfogel.
En otras sociedades la Iglesia es casi (nunca
enteramente) hegemónica;
por ejemplo, en el proyecto del Papa
Gregario VII, como muestran
el dictatus papae y la política ponti­
ficia de los dos siglos siguientes. La política de hegemonía
se di­
rigía entonces al papel del Estado (imperial y real) más que a la
sociedad civil, que era en cualquier caso la principal concentra­
ción de poder político.
(*) Traducción del inglés de LUIS INFANTE DE AMoR1N.
Verbo, núm. 353-354 (1997), 263-268 263
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THOMAS MOLNAR
Tengamos en cuenta en relación con esto que la distinción
que hizo Cristo entre lo que
se debe a Dios y lo que se debe al
César
no sólo abrió el campo del poder entre estas dos instituciones;
también creó un campo creciente para
las actividades y ambiciones
de la sociedad civil. El poder municipal empezó a florecer a con­
secuencia de
las reformas gregorianas, que pusieron en jaque al
Estado
y su parafernalia feudal.
Era inevitable que surgieran tensiones entre las tres partes
y
que esas tensiones hiciesen cambiar formas y posiciones en los si­
glos siguientes. Las teorías
y ensefianzas respectivas no bastan para
explicar
el gradual crecimiento en poder e influencia de lo que he­
mos de llamar, a falta de
nombre mejor, «sociedad civil», incluso
si esta necesidad hace opinar a un pensador, Marce! De Corte,
que
el término dissociété es más adecuado. Dissociété expresa lo que
le ocurre a un orden «emancipado» cuando otras instituciones
pierden gran parte de su anterior influencia
y poder (y en algunos
casos
y períodos, su hegemonía); pero no puede negarse que, sea
cual sea
el término, la forma moderna es la sociedad civil de nues­
tros días.
Es una consecuencia de condiciones anteriores.
En un libro que escribí hace unas dos décadas, La autoridad y
sus enemigos (el título quería expresar mi oposición a las tesis de
Karl Popper en Open Society and its enemies, La sociedad abierta y sus
enemigos), explicaba que todos los grupos sociales, de la familia al
Estado, reciben su estructura del principio de autoridad
y funcio­
nan conforme a éste, que constituye la primera lección de la propia
sociabilidad. Mas al lector
le quedaba claro (o eso espero) que nos
hemos alejado mucho de esa posición, en público y en privado, y
que la estructura arquitectónica de la moderna sociedad civil li­
beral refleja la aspiración hegemónica dirigida contra la Iglesia y
el Estado, los antiguos «rivales». Y es que una manera de inter­
pretar
las vicisitudes políticas desde el Renacimiento (sin ignorar
a Marsilio, Maquiavelo, Hobbes y Locke)
es ver a estos teóricos
como los principales ideólogos de la sociedad civil
en lucha contra
la estructura tradicional, y decidida a promover la «transformación
final» de la comunidad inmemorial. Esta
es la tendencia de lo
que yo llamo la ideología liberal, el ariete de la moderna sociedad
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civil. Otros (De Corte, Vallet de Goytisolo) pueden llamarla dis­
société; yo me conformo con su descripción fenomenológica, sin
ponerle etiquetas.
* * *
La ciencia política contemporánea evita ver el pensamiento
liberal como arma de agresión que la sociedad civil liberal empuña.
Es comprensible, dado que una escuela de pensamiento o clase
social no acepta voluntariamente que sus instrumentos de agre­
sión lo sean.
Por el contrario afirma que ha inventado un instru­
mento universal para la paz, y trata de imponerlo con la misma
vehemencia con que otras ideologías imponen su
Weltanschauung.
Prueba de ello es la resistencia que la ideología liberal se ha
encontrado en su ascenso a la cima. Podemos enumerar tres ideo­
logías que
se opusieron a la sociedad civil liberal en este siglo. Se
necesitaría un estudio más largo para explicar con detalle su origen
y su actuación; aquí resumiremos
el análisis.
A) Los regímenes «fascistas» llegaron al poder contra los
excesos de la sociedad civil cuyos
lobbies (término que incluye a
los partidos políticos y grupos económicos de presión, así como
el tono moral que disloca las relaciones tradicionales) buscan la
absorción del Estado y su autoridad. Ruggiero vio este proceso ya
en 1925, aunque escribiese desde el lado contrario, esto es, a favor
del apoderamiento del Estado
por parte de las fuerzas liberales.
La tarea más importante
que el fascismo se había impuesto era la
reconquista del aparato del Estado; pero todo lo que consiguió
fue la construcción de
un aparato paralelo, duplicando así los ór­
ganos del Estado. Este fue
un intento malogrado que puso en su
contra a los tradicionalistas (los monárquicos,
por ejemplo) además
de a los propios liberales, y que dio como resultado
un mal disi­
mulado doble ejecutivo en los niveles más altos del ejército,
el
funcionariado y la gran industria. Los tres se rebelaron contra este
estado de cosas, aunque fue necesaria la guerra para exasperarlos
y moverlos a la acción (Alemania e Italia).
B) Los regímenes marxistas no cometieron semejante error,
dado que
el programa de su fundador aspiraba a algo más radical
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y definitivo: el aplastamiento del Estado burgués etc., y su toma
por el Partido; la absorción de la Iglesia por los ideólogos del
Partido; y la meticulosa destrucción de la sociedad civil en todas
sus manifestaciones. Hasta
el ejército fue desmantelado tan pronto
como fue posible (Tuckhachevsky y los generales), en parte para
evitar un golpe «bonapartista», en parte para proletarizar a todos
los soldados.
C) Los regímenes militares de la segunda mitad de nuestro
siglo (véase mi libro
El socialismo sin rostro) fueron leales a su
tradición de preservar la integridad del Estado, y eran muy cons­
cientes del creciente peligro de infiltración y subversión comunista
(guerra de Argelia, defensa colonial, guerra psicológica, divisiones
estratégicas en Malasia y Vietnam); pero estaban lo bastante pe­
netrados
por las prioridades del liberalismo de trabajar en favor
del sistema de libre empresa y de los valores de la cultura liberal.
Esta doble política tal vez merezca la etiqueta de socialismo sin
una clara marca de identidad
'(socialisme sans visage).
* * *
En el transcurso de las transformaciones hist6ricas somos ahora
testigos de un nuevo giro, tal vez ya homologado para el próximo
siglo.
En sus esfuerzos para alcanzar la hegemonía planetaria -el
peso y el papel de los Estados Unidos en este proceso no debe
infravolararse-- la sociedad civil liberal puede imponer una muta­
ción en
el concepto de Estado e Iglesia, o al menos intentarlo. El
laboratorio de tales esfuerzos puede encontrarse en
el catolicismo
norteamericano, por lo menos en su sector «neoconservador».
Recordemos que una especie de liberal-socialismo (o personalismo,
comunitarismo) estaba de
moda en medios católicos de fines del
siglo pasado y de la primera
mitad de este. Desde Le Sillon hasta
Maritain, pasando por
Mounier y Pío XI, la democracia cristiana
y
el socialismo hicieron incursiones muy profundas en el mundo
latino, especialmente en Sudamérica. Si este eclecticismo no
funcionó a satisfacción de todos, sus fallos no parecen dificultar
el lanzamiento de nuevos intentos; esta vez no desde la izquierda
católica, sino desde la derecha. Este último término debe enten-
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derse como producto del ambiente norteamericano, en el que la eti­
queta de «conservador» reemplaza a la tradicionalista derechista.
Lo que se propone es nada menos que ¡la revaluación, después
de innumerables milenios, del Estado, la Iglesia y la Sociedad
Civil!
En una conferencia pronunciada en Roma (diciembre
de 1995) celebrando
el trigésimo aniversario de Dignitatis Huma­
nae, el neoconservador norteamericano George Weigel, colega de
Michael Novak, tuvo a bien decir esto acerca de la nueva reorga­
nización institucional, en armonía con la historia, pensamiento
político y constitucionalismo de los Estados U nidos. La nueva
Iglesia, dijo Weigel citando
al P. J ohn Courtney Murray (perito
en
el último Concilio) abraza la idea del «Estado jurídico», lo
que en la tradición angloamericana se llamaría «constitucionalis­
mo». El nuevo Estado, continuó Weigel, protegería el orden
público necesario para la consecución del bien común por la so­
ciedad civil, pero
por lo demás se limitaría al papel de «Estado­
guardián», tan querido de los liberales como de los neoconserva­
dores. Esto
es posible, cree W eigel, porque el fundamento último
es la virtud del pueblo, y estas virtudes «son alimentadas y man­
tenidas primordialmente
no por el Estado ni por la "política"
rígidamente interpretada»
(¿?), «sino por la sociedad civil». En
otras palabras, y teniendo en mente la forma norteamericana de
sociedad civil
como forma suprema, una sociedad civil virtuosa
sobre cimientos liberales reemplazaría al Estado (y a la Iglesia),
que al parecer han sido declarados tradicionalmente negligentes
o impotentes para asegurar la virtud.
Así volvemos al centro del conflicto descrito anteriormente
entre el Estado, la Iglesia y la sociedad civil; conflicto que los
hombres
han solucionado intermitentemente a lo largo de la his­
toria, pero nunca de manera definitiva. Conflicto que
es hoy tan
violento como siempre, y en
el que la sociedad civil, con el respal­
do del poder mundial norteamericano, tiene todas las de ganar.
Pero en lugar de utilizar el liberalismo como ideología agresiva
(«ariete» contra la Iglesia y el Estado), esos liberales neoconser­
vadores, a cuyos ojos la historia
ha terminado con la imposición
en todo el mundo del constitucionalismo norteamericano, utili-
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zan el lenguaje de la virtud, vieja arma puritana, con el fin de
asegurar la hegemonía de la sociedad civil. Como podemos ver,
nada ha cambiado mucho, salvo la verborrea: el liberalismo de­
mocrático nos trae la virtud y la eficacia. Y para mayor énfasis,
el
discurso de Weigel nos asegura que los documentos conciliares y
otros documentos romanos de los últimos treinta afios son las
verdaderas fuentes de la victoria presente y previsible de la socie­
dad civil (liberal).
Enfrentados a semejante diagnóstico, nosotros sostenemos (a
pesar de la moda) que las aspiraciones hegemónicas de las tres
instituciones fundamentales son una constante en la historia, a
este lado del Juicio Final; y que la hegemonía de cualquiera de
ellas, incluyendo la de la sociedad civil sin importar lo constitu­
cional o «virtuosa» que sea, pone en peligro el inestable equilibrio
sobre el cual puede descansar el bien común.
Por
eso debe prestarse atención al pelagianismo neoconservador
según
el cual la virtud individual basta, y las instituciones deberían
limitarse a hacerse a
un lado mientras se clarifica el bien común y
se llega a un acuerdo (el famoso consenso), en un debate presumi­
blemente sin fin. Adam Smith y su «mano invisible» no están
lejos de este razonamiento.
Nótese, en fin, el núcleo de estos argumentos: ante la impor­
tancia exclusiva
(y en consecuencia justificada hegemonía) de la
sociedad civil,
el Estado y la Iglesia no han sido más que muletas
para ayudar a la sociedad civil a llegar a ser soberana, conforme
con su vocación. Estas muletas eran inventos de una historia inma­
dura, que deben descartarse gradualmente a medida que el hombre
virtuoso
y la sociedad pluralista tomen el control. Ya. Pero este
«ya» cobra especial significado porque se refiere, inadvertidamente,
¡a una sociedad civil a punto de convertirse en la dissociété por
excelencia!
La respuesta correcta debe ser su amplia reforma, algo
que no puede autogenerarse desde dentro de la sociedad, sino sólo
mediante la Iglesia
y el Estado, esas instituciones y fuerzas de la
historia cuyo sentido y función, sin embargo, son negados o por
lo menos empequeñecidos por el sistema de valores liberal/neocon­
servador. ¡Roma
-y todos nosotros-queda advertida!
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