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Número 353-354

Serie XXXVI

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Derecho y fuero: lo que Navarra puede enseñar al mundo

DERECHO Y FUERO:
LO QUE NAVARRA
PUEDE ENSEÑAR AL MUNDO
POR
ÁLVARO D'ORS (*)
Navarrizar ... navarrizar las Españas, y españolizar luego los
pueblos de todo
el mundo: los pueblos, no los «estados», ya que
Navarra, como las Españas todas, es anterior a la invención mo­
derna del «Estado», ese invento artificial del que algún día deberá
desprenderse
el mundo; porque no conviene olvidar que todo lo
que los hombres inventan puede, tarde o temprano, desaparecer.
Y
el Estado es una invención política del siglo XVI.
Pero, para esa navarrización mundial
¿qué es lo que Navarra
ofrece?
Por de pronto, lo ya dicho: que los pueblos deben organizarse
como tales pueblos,
es decir, como grupos humanos, de personas
de carne y hueso, y no como mosaico de entes abstractos y deshu­
manizados, como son los estados. Surgieron éstos para dominar
el
desorden causado en Europa por las guerras de religión, tras la
ruprura de la Cristiandad, que siguió al Protestantismo luterano.
Pero España, que no padeció tal conflicto, no
hubo menester de
tal artificio pacificador. Las
Españas se gobernaban por reyes,
personas tan humanas como sus súbditos, a los que éstos se
sometían por un pacto natural, por el que el rey debía defender la
identidad histórica y la seguridad del pueblo, respetando sus tra-
(*) Reproducimos, con mucho gusto, de la revista Pregón de Pamplona, el
siguiente artículo de nuestro ilustre colaborador don Alvaro d'Ors. Resulta un
complemento excelente de las páginas de Gonzague de Reynold que anteceden.
Verbo, núm. 353-354 (1997), 257-261
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diciones varias dentro de la unidad de un destino histórico y de
una fe imperturbable. Era ese pacto una tácita constitución, una
firme decisión de recíproca lealtad. No era una ley superior o funda­
mental, una ley de leyes
-«norma de normas» se dice hoy-,
porque, entre otras razones, la justicia y el derecho podía prescindir
de la promulgación de leyes. Era una decisión histórica de subor­
dinación y protección, de los pueblos con sus reyes, respectiva­
mente. Era un reconocimiento social del poder real como delegado
de la potestad soberana de Dios
-«por la gracia de Dios»-,
teniendo aquellos reyes una potestad que podía quedar deslegiti­
mada por la inobservancia de los preceptos divinos o del pacto de
respetar las tradiciones de los súbditos. Reyes paternales, pues
toda paternidad, como toda potestad, viene de Dios, y no «jefes
de Estado».
Estos reyes, en algún tiempo, no siendo «soberanos» ellos
mismos, podían quedar subordinados a un emperador común; del
mismo modo, cabe siempre la posibilidad de que respeten otras
instancias de superior potestad, supranacionales, como también
respetan la superior autoridad de la cabeza visible de la Iglesia.
Así, del mismo modo que esos reyes deben respetar
las tradiciones
de la libertad civil de sus súbditos, deben respetar también
las
instancias supranacionales aceptadas por esos mismos pueblos que
ellos gobiernan.
Si podemos llamar «foralidad» al principio por el que las ins­
tancias populares de distinto nivel
se ordenan bajo la protección de
los reyes, ese mismo principio debe regir para la subordinación fun­
cional de los reyes a aquellas otras instancias de potestad
humana
supranacional que sus pueblos reconocen. Esta foralidad coincide
con lo que la doctrina social de la Iglesia llama «subsidiariedad».
Y no debe entenderse limitado este principio al ámbito nacional,
sino que
es ampliable como válido para todo un orden universal.
He aquí, por tanto, la primera lección que Navarra puede dar
al mundo: la de que, siendo Dios
el único realmente soberano,
todas las potestades humanas -y son potestades por su reconoci­
miento social en los
pueblos-deben ordenarse escalonadamente,
con autonomía para el ámbito de la natural competencia de cada
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nivel, solidaridad con las otras potestades iguales y subordinación
respecto a las superiores; desde la
mínima potestad paternal de
las familias hasta la más universal potestad que se pueda reconocer.
Pero foralidad
no es federalismo, pues éste se entiende como
«forma de Estado»,
y, como digo, de la idea de «Estado» hay que
prescindir.
De hecho, las Espaiías, siendo muy celosas de sus parti­
culares autonomías, han rechazado siempre los intentos de federa­
lizaci6n: del «Estado federal»,
no es lo federal lo que les repugna,
sino lo «estatal». Así
se explica -lo que, para una manera mo­
derna de pensar resulta incomprensible-que, incluso en un
momento político de exasperada voluntad de descentralización,
no se haya querido constituir un Estado federal -para lo que se
ofrecían importantes modelos-, sino un «Estado de autonomías»;
sólo que esta «autonomía»
de ahora no lo es propiamente, sino
una modalidad de «autarchía», pues tiende a la secesión de la
unidad de
las Espaiías regidas por un mismo rey. De hecho, Navarra
tiene
una autonomía histórica que no debe confundirse con estas
nuevas «autonomías constitucionales» de hoy.
La potestad del rey constituido, decimos, puede quedar deslegi­
timada
por la violación del derecho divino o del pacto natural
con
el pueblo, pero, aún en ese caso, si aquella potestad sigue
siendo socialmente reconocida, debe ser respetada, ya que quien
no respeta a la potestad no respeta el orden divino. Pero es la
potestad reconocida como tal persona la que debe ser respetada,
no, sin más, todos sus mandatos, pues Crl poder de vincular las
conciencias de los súbditos no correspohde a esa potestad humana,
ya que «hay que obedecer a Dios más
que a los hombres». Sólo
por razones de prudencia pueden verse obligados los súbditos a
cumplir los mandatos de la potestad humana. Así
se practicó tradi­
cionalmente
en las Espaiías cuando, al resultir imprudente la
observancia de algún
mandato real, se acudía a la fórmula de
«respetar pero
no obedecer». Los que no entienden a España, ante
esta actitud nuestra, piensan que los espaiíoles somos «anárquicos»;
pero
no es eso, sino, al contrariO, un claro sentimiento del orden,
que nos lleva a subordinar
el deber de obediencia a la virtud de la
prudencia, «auriga de todas las demás virtudes». Pero resulta
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incomprensible en términos de estatismo político; como también
lo
es el hecho de que un grupo popular pacte foralmente con su
rey
una modificación de su propio derecho. No se trata ya de
«parlamentos propios», que imitan a los estatales, sino de una
manera de actualizar el pacto constitutivo de relación con el rey.
De esto tienen los navarros una experiencia muy viva y gloriosa,
que puede servir de modelo para el mundo entero, en todos los
niveles de su organizaci6n.
Que la potestad deslegitimada siga mereciendo respeto no
supone una desatención de la legitimidad. Antes bien, ésta consti­
tuye
el eje central de toda la concepción del orden social navarro.
Si la potestad deslegitimada por su ejercicio debe, a pesar de ello,
ser personalmente respetada,
es porque la legitimidad presupone
un derecho natural, y éste es precisamente el que obliga a respe­
tar al poder socialmente reconocido, como potestad propiamente
dicha. Es así el mismo orden natural de la legitimidad el que
impone
el respeto a la potestad deslegitimada por su ejercicio en
tanto siga siendo socialmente reconocida.
El fundamento de la legitimidad está en la consideración de la
familia como primer elemento de la sociedad civil, y la familia, que
une a varias personas en
un régimen de justa desigualdad, da la
pauta para
el más amplio orden social. Ahora bien: la familia es in­
compatible con la ilegitimidad; no tolera parejas ilegítimas ni hijos
ilegítimos, pues depende del matrimonio.
No se niega con ello la
responsabilidad que puede contraer personalmente una persona por
sus relaciones ilegítimas, sino que se afirma con plena convicción
que la institución familiar desaparece si no se distingue lo legítimo
de lo ilegítimo y
se cae en una torpe promiscuidad, en una igual­
dad incompatible con la esencial y justa desigualdad familiar.
La familia legítima
es, pues, el fundamento de todo el orden
social. La Patria, como sujeto de amor, es una expansi6n del amor
familiar, y ese sentimiento también puede tener, a su vez, más
amplias expansiones: el patriotismo es una virtud expansiva y de
variable intensidad.
La relevancia de esta legitimidad, que radica en la familia y se
amplía como patriotismo, no deja de ser en debilitación, en cierto
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modo, de la legalidad; precisamente porque la legalidad depende
de convenciones humanas que pueden no coincidir con
las exigen­
cias naturales. La legalidad
es la observancia de las leyes positivas,
concretamente, hoy, de las leyes estatales, y esta observancia, como
se ha dicho, queda relativizada por el límite de la prudencia, pues
las leyes no pueden ser moralmente coactivas como mandatos de la
potestad.
Es más: la foralidad, como ocurre en Navarra, tiende a
limitar
al máximo la promulgación de leyes imperativas, y a favore­
cer las permisivas, meramente supletorias de la autonomía privada.
En efecto, con esta debilitación de las leyes públicas resulta
congruente la alta consideración que entre los navarros tiene la
autonomía de las personas, clave de su manera de entender la li­
bertad civil.
En virtud de ella, la voluntad de las personas, en la
medida en que no perjudica a la comunidad por atentar contra
los principios éticos, prevalece sobre la ley:
el famoso aforismo
«paramiento fuero vienze». Son las mismas personas las que res­
ponsablemente deben determinar el alcance de sus actos jurídicos;
la ley privada del testador,
por ejemplo, prevalece sobre todos los
límites que pretenda imponerle
el legislador sin una razón de
naturalidad fundamental y moralmente inexcusable. Y los navarros
han sabido usar sensatamente de esa libertad; de hecho, la sucesión
legal tiene poca aplicación
en Navarra.
Esta responsabilidad de los navarros
es la que les asegura la
libertad del pueblo; como reza el lema de los lnfanzones de Obanos,
«sed vosotros mismos gentes libres para que la patria lo sea».
Porque la libertad pública depende de la privada, y el mismo
derecho público viene a ser
una expansión del derecho privado.
Navarra: ¡qué gran lección das con esto
al universo mundo!
Concluyendo: aunque son muchos
los aspectos de lo que Nava­
rra puede enseñar al
mundo, he querido destacar aquí unos que
me parecen especialmente importantes: la foralidad del pueblo,
la legitimidad de las familias y la responsable libertad civil de
las
personas.
¡Qué gran lección puede dar Navarra al mundo! ¡Qué gran
responsabilidad la de los navarros que, seducidos acaso por
un
falaz democratismo europeizante, no quieran darla!
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