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Número 507-508

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La incorporación de Navarra a la Corona de Castilla

 

1. Introducción

Durante la segunda quincena del mes de julio del presente año, se celebra el quinto centenario de la integración del reino de Navarra en la Corona de Castilla. Los actos conmemorativos oficiales en la propia Navarra van a estar dominados por la ofensiva ideología separatista y por su deformación sistemática de la historia de España, que es una de las tareas principales en las que está empeñado también el régimen laicista actual. Un régimen cuyo fin último parece ser la destrucción de nuestra Patria. Pero no una destrucción exterior, material y visible, sino un aniquilamiento interior, espiritual y moral; peor, en un sentido, por ser más insidioso; y a la vez profundamente hipócrita, pues conserva con cuidado algunas apariencias de lo que fue la España auténtica.

En este ambiente anticatólico que respiramos a diario, puede ser especialmente saludable recordar algunos aspectos olvidados del acontecimiento que celebramos este año y con el que comenzamos inmediatamente.

No se puede entender el verdadero sentido y significación de la unión de Navarra a la Monarquía tradicional sin recordar, aunque solo sea brevemente, el conjunto de la historia de las Españas, en el que siempre se ha desarrollado y a cuya integridad pertenece el antiguo reino pirenaico.

Y para ir directamente al fundamento de esa historia vamos a empezar recordando el famoso párrafo de Menéndez Pelayo, que se encuentra en el epílogo de la Historia de los heterodoxos españoles: «España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio… esa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra. El día que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vetones o de los reyes de taifas».

Don Marcelino expone aquí claramente cómo el alma católica de España es la clave de su historia y el ideal que ha forjado su unidad. Y permite entender como la descristianización de nuestra Patria, que la Revolución lleva imponiendo desde hace dos siglos, significa simple y llanamente su desintegración. Hoy día asistimos al final de ese proceso que busca, no solo la secularización total de nuestra sociedad, sino incluso la reducción física de la población católica y la implantación de otras religiones en su lugar.

Esta destrucción sistemática y en todos los frentes contra el catolicismo se explica, al menos en parte, por la convergencia en sus objetivos últimos de todas las ideologías dominantes hoy día en nuestra Patria: desde el liberalismo, siempre conservador de los avances revolucionarios, al nacionalismo separatista, incluyendo el socialismo post moderno de la ideología de género, el enemigo común de todos ellos son las Españas católicas tradicionales, o, mejor dicho, los restos que de ellas quedan.

En esa situación, el objeto del presente trabajo no es otro que el contribuir a la toma de conciencia de esa destrucción, confrontándola con el hecho histórico que se recuerda este año, pues dicha comparación permite reconocer más fácilmente el verdadero carácter de los cambios sociales que se están imponiendo entre nosotros.

 

2. Los orígenes

Volviendo a las certeras palabras de Menéndez Pelayo, resulta obvio que el nacimiento de España hay que reconocerlo en el III Concilio de Toledo, del año 589, verdadera acta fundacional de nuestra Patria y de nuestra monarquía. El obispo de Pamplona asistió a la solemne abjuración del arrianismo por el rey Recaredo y firmó las actas conciliares, junto con el resto de los obispos del reino[1].

Después de la primera pérdida de España, causada por la invasión mahometana del 711, el núcleo de resistencia cristiana de los vascones dio lugar al reino de Pamplona, pronto llamado de Navarra, que aparece a comienzos del siglo IX. En su trono se suceden varias dinastías autóctonas con las que va creciendo el reino, al participar en la gran empresa común de los reinos hispánicos en aquellos siglos: la Reconquista.

El momento de mayor esplendor de este periodo de la historia del Reino de Pamplona coincide con el reinado de Sancho III el Mayor (1000-1035), durante el que Navarra llega a integrar a Castilla y Aragón. Pero a la muerte de este monarca, que se tituló Rex hispaniarum, se reparten dichos reinos entre sus hijos, siguiendo todavía la norma hereditaria germánica y volviendo la división anterior. La tendencia hacia la unidad era débil por entonces, pero nunca llegó a desaparecer del todo entre los reinos cristianos.

Las dinastías de origen vascón se interrumpen con la muerte de Sancho VII el Fuerte, «el de las Navas de Tolosa», ocurrida en 1234 sin descendencia directa; debido a ello la corona de Navarra recayó en su sobrino Teobaldo de Champagne. Precisamente en estos comienzos del siglo XIII aparece el reino de Navarra conformado en su estructura completa que perdura hasta el siglo XIX: con su Fuero (que comienza invocando a Don Pelayo, por cierto), sus Cortes (y no estados, como en Francia) y un territorio que ya coincidía con el actual prácticamente. Esto resultó providencial porque, a partir del año antes citado, se sucedieron en el trono de Pamplona una serie de dinastías francesas[2] que involucraron al reino navarro en diversos y complejos asuntos exteriores, hasta casi convertirlo en un satélite de su vecino del norte. Algunos de estos monarcas que se fueron sucediendo en el trono del reino pirenaico, se sirvieron de él como de una posesión secundaria de la que obtener recursos y hombres para sus empresas, con más que dudosos resultados para los navarros.

 

3. Cristiandad y renacimiento

Aquí conviene detenerse brevemente para fijarnos en el contexto de la época que ya corresponde a los hechos que nos interesan.

Navarra aparece y se desarrolla en el ámbito de la Hispanidad, marcado entonces por la Reconquista. A su vez, los reinos hispánicos formaban parte del conjunto más amplio de la Cristiandad, la cual había llegado a su apogeo en el siglo XIII. Pero ya durante el siglo siguiente, el XIV, habían comenzado a notarse los primeros signos de decadencia. Los tremendos efectos de la Peste Negra y, sobre todo, la situación de la Iglesia y el Cisma de Occidente; el nominalismo, en el orden de las ideas o el resurgimiento del derecho romano, en el jurídico, confluyen en el siglo XV con el Renacimiento, que se extiende desde los reinos y ciudades italianas.

Pero aunque la crisis de la Cristiandad fuera profunda, hay que evitar caer en los tópicos falaces de la historiografía actual, señalando dos cuestiones importantes:

1º) La vitalidad propia de una sociedad católica sigue animándolo todo, desde el arte a la política, y las instituciones de la Cristiandad siguen en pie y se van a mantener aún durante varios siglos, al menos en España.

2º) La citada decadencia de la Cristiandad era real; pero ese deterioro, ni era irreversible ni significa nada contra la doctrina en la que se asentaba la sociedad de entonces, ni contra los principios que la informaban. Lo que se estaba anquilosando eran algunos aspectos de una aplicación concreta, de orden prudencial, entre las diversas que se podían adoptar dentro de un orden social cristiano.

Estas dos realidades no hay que olvidarlas en ningún momento si queremos evitar los anacronismos tan generalizados en nuestro entorno, como el de suponer que aquella sociedad era más o menos parecida a la nuestra, solo que más atrasada material y técnicamente. En realidad, tanto nuestra sociedad como nuestra mentalidad individual han cambiado profundamente de dos siglos a esta parte, y la distancia psicológica desde entonces con todos los tiempos anteriores se ha disparado geométricamente.

Por lo tanto, tengamos siempre en cuenta que la mentalidad de los protagonistas y de la sociedad donde se desarrollan los hechos que vamos a tratar, es una mentalidad plenamente católica y que, en el año de 1512, aún faltaban otros cinco para que, con Lutero, toda esa crisis de la Cristiandad estallase en la revolución religiosa protestante…

El siglo XV es, también en España, un período de crisis y notable corrupción: se abandona prácticamente la Reconquista; la injusticia y la degeneración marcan el nefasto reinado de Enrique IV en Castilla, o el de Juan II en Aragón, por ejemplo. La nobleza se dedica a sus intereses particulares y aprovecha la debilidad de los reyes en su beneficio; el bandidaje, las violencias y las luchas entre facciones nobiliarias se extienden por todos los reinos españoles.

Así ocurre también en Navarra, donde la autoridad real se hallaba especialmente debilitada por la inhibición de los monarcas de las dinastías foráneas, que antes se han mencionado. Aquí son los agramonteses y los beaumonteses quienes se dividen el reino y provocan continuas guerras civiles en él, llegando a convocar Cortes por separado cada partido[3]. De todo ello resulta claro que Navarra participa, durante estos siglos finales de la Edad Media y comienzos de la Moderna, como un reino más de la Cristiandad hispánica, en sus circunstancias comunes; aunque, eso sí, con la peculiaridad de unos reyes de «extraña tierra y extraño lenguaje»[4].

Precisamente por esa vitalidad propia de una sociedad católica, que se ha mencionado antes, se va a producir, en el ámbito español, una auténtica regeneración, una rápida y formidable restauración, que es la obra de los Reyes Católicos.

Toda su política estuvo guiada por la Unidad Católica. Cuando comienzan su reinado (1474 en Castilla y 1479 en Aragón), la situación obligaba a reparar urgentemente el orden y la convivencia más elemental. Según las medidas tomadas fueron dando su fruto, se fue extendiendo la restauración a todos los ámbitos del reino: desde el orden público a la reorganización de la justicia; de la regeneración de la corte y el fin paulatino de las intrigas palaciegas, a la reforma de la Iglesia… Cuando ya estaba muy avanzado el restablecimiento de la justicia en los reinos de la Corona, una agresión mahometana permite emprender de nuevo la Reconquista, que culminan en 1492 con la liberación de Granada, etc.

Consecuencia lógica e implícita en la restauración de la Unidad Católica, era la recomposición de la unidad política del reino visigodo, que ahora se estaba muy cerca de alcanzar. Para lograrla con los reinos cristianos aún separados, es decir, con Navarra y Portugal, los Reyes Católicos usaron el mismo medio que había logrado la unión personal en su Corona de Castilla y Aragón: la política de alianzas mediante matrimonios. En el caso de Portugal esta política no dio resultado hasta 1580, reinando ya Felipe II. Es importante recordar este caso, tan semejante al de Navarra, aunque se diese 68 años después, para evitar los tópicos separatistas, que presenta la incorporación de Navarra como una invasión extranjera, en el sentido nacionalista que tiene esa expresión actualmente, con lo que se tergiversa y distorsiona completamente la realidad de los hechos.

Y ahora, volvamos a centrarnos en el caso que nos ocupa.

 

4. Antecedentes inmediatos

En 1483 muere sin descendientes Francisco Febo, rey de Navarra de la casa de Foix, la última de las dinastías francas establecidas en el trono de Pamplona. En esta ocasión, los derechos sucesorios correspondían a su hermana Catalina. Esta circunstancia pareció providencial a los Reyes Católicos que propusieron el matrimonio de su hijo Juan, a la sazón Príncipe de Asturias, con Catalina, de forma que Navarra se integraría en la Corona española tal como ya lo habían hecho Aragón y Castilla. Importantes grupos de beaumonteses y agramonteses aceptaron esta solución, que incluso fue aprobada por las cortes de ambos partidos.

Pero la madre de Catalina era hermana del rey de Francia, Luis XI, que intrigó muy hábilmente hasta lograr imponer a su sobrina el matrimonio con Juan de Albret, uno de sus vasallos.

Un dato jurídico importante es que este matrimonio nunca fue aprobado por las Cortes porque incurría en contra fuero; sin embargo, los derechos al trono de Catalina eran legítimos sin duda alguna y ambos se convirtieron en reyes de Navarra. Por otro lado, aún tardaron diez años en presentarse en Pamplona para la coronación y jura del Fuero[5], entre otras razones por la anarquía y el desorden en que se hallaba sumido el reino pirenaico. Para lograr asentarse en el trono y cierta paz interior, necesitaron de la ayuda de los Reyes Católicos; pero una vez establecidos como reyes de hecho, procuraron mantenerse en la órbita de la corte francesa. Esta actitud de Catalina y Juan se debía en gran parte a que nunca se sintieron navarros ni quisieron renunciar a sus posesiones en el reino francés, más extensas y ricas que el antiguo reino de los vascones.

Desde el reino vecino se boicotearon sistemáticamente todos los intentos de lograr un matrimonio que integrase a Navarra junto con los demás reinos españoles. Esta fue una de las principales causas de que la situación tuviera que resolverse por otras vías.

De todas formas, prevalecía el respeto por otro reino cristiano sobre cualquier otro motivo y las relaciones entre los Reyes Católicos y el pequeño reino navarro se mantuvieron siempre dentro de las normas de la diplomacia y el derecho internacional de la época[6].

Esta situación de equilibrio precario, con Navarra neutralizada en medio de las guerras periódicas entre España y Francia, que se combatían por entonces en suelo italiano, se mantiene sin cambios de importancia hasta el 26 noviembre de 1504, fecha en la que muere Isabel la Católica. Su fallecimiento provocó un giro importante en la situación política española. Fernando queda como regente en Castilla, pero Felipe de Habsburgo, marido de Juana la Loca, desea ceñir la corona cuanto antes y comienza a maniobrar para ello. La mayor parte de los viejos linajes nobiliarios de la guerra civil de 1474 se fueron poniendo de parte del Archiduque y, a pesar de que Isabel había dejado claramente establecida la regencia para su marido en su testamento, presionan contra Don Fernando para que abandone su cargo.

En seguida Felipe el Hermoso y los nobles se aliaron con el rey de Francia en una especie de frente general contra el rey de Aragón. Pero este sorprendió a todos pactando con Luis XII y sellando dicho pacto mediante su matrimonio con Germana de Foix. Esta paz con Francia, que duró hasta 1511, logra romper esa gran alianza contra Fernando, pero solo sirve, en definitiva, para retrasar la expulsión del regente de Castilla, que se produce a comienzos de 1506.

Mientras tanto, ambas partes habían solicitado el apoyo de los reyes de Navarra, los cuales firmaron un acuerdo con Felipe el Hermoso en Tudela (27 de agosto), sin aceptar las seguridades y confirmaciones de tratados anteriores que les había ofrecido Fernando y comenzaron a actuar abiertamente contra el Rey Católico, aprovechando la nueva situación: inician la guerra contra los beaumonteses, partidarios de Castilla (ningún rey navarro había tomado partido de forma institucional por uno de los bandos hasta entonces) y el Conde de Lerín debe exiliarse para salvar su vida, al igual que los demás beaumonteses.

La temprana muerte de Felipe de Habsburgo en septiembre de ese mismo año provoca un nuevo giro a la situación anterior: Fernando regresa de Nápoles (agosto de 1507) y asume de nuevo la regencia castellana. Nada más llegar, se ve rodeado de refugiados beaumonteses que solicitan su intervención. Pero él prefiere esperar, al menos de momento y no forzar la situación sin motivos mejor fundados. También ahora la posición de Navarra era muy diferente: rotos los acuerdos con España, los reyes Catalina y Juan se habían colocado ya abiertamente en el bando francés, aunque su neutralidad aparente todavía iba a prolongar la paz durante unos pocos años más. Fernando el Católico, que agotó los medios pacíficos hasta el último momento, prefería dicha paz al uso de la fuerza, si esta no era proporcionada, necesaria y legítima.

 

5. La incorporación de Navarra

El año 1511 encontramos a España en buenas relaciones con el Papa, entonces Julio II, mientras que con Francia estas han vuelto a deteriorarse, aunque se mantuviera todavía la paz. Pero el rey francés, en su enfrentamiento con el Pontífice, utilizó el conciliarismo, fruto del Gran Cisma de Occidente y que aún no se había erradicado del todo de la Cristiandad: en el verano de dicho año consiguió que los cardenales franceses convocaran un concilio en Pisa, para procesar y deponer al Papa, nada menos. Este intento de provocar un nuevo cisma por intereses políticos fue la gota que rebosó el vaso de la paciencia de Fernando el Católico, que activó inmediatamente todos sus recursos en la Liga Santa, de la que ya formaba parte junto con Inglaterra y los Estados Pontificios.

La guerra se desarrolló en Italia, como ya se ha dicho antes, y en abril de 1512 murió en la batalla de Rávena, Gastón de Foix. Al no tener hijos, todos los derechos de esta rama del linaje de los Foix, pasaron a su hermana Germana y con ella a su marido, Fernando. El cual, por cierto, no haría uso de ellos en ningún momento.

Catalina de Foix y su marido, Juan de Albret, firmaron el 17 de julio de ese mismo año el tratado de Blois, supuestamente secreto, con Luis XII, por el que entraban en guerra contra la Liga Santa. Las negociaciones para lograr dicha alianza se habían prolongado durante más de dos meses y el Rey Católico estaba al tanto de ellas. Al abandonar su neutralidad, los Albret fueron en seguida excomulgados y destituidos del trono por el Pontífice Julio II. Y Fernando, que había seguido los preparativos del acuerdo desde el principio, publicó un resumen del mismo antes de pasar a la acción. Hay que indicar, además, que este tratado ofensivo, se firmó de espaldas al reino navarro y sin ser ni siquiera notificado a las Cortes.

Dos días después, un ejército compuesto por navarros, vascos y aragoneses, entró desde Álava por el valle de la Burunda. Mandado por el Duque de Alba y el Conde de Lerín, dichas fuerzas encontraron muy poca resistencia y el 23 de julio avistaron Pamplona. Ese mismo día por la tarde Juan de Albret abandonó la capital navarra. El día siguiente, 24, los procuradores de la ciudad solicitaron al Duque que se respetaran todas las instituciones del Reino, a lo cual accedió este, en la medida de sus atribuciones. La solemnidad de Santiago Apóstol, Patrono de España, de aquel año de 1512, se tomó posesión de Pamplona en nombre de Don Fernando el Católico. Pocos días más tarde, el Duque de Alba juró el primer acuerdo, antes citado, siendo este confirmado poco más tarde por Don Fernando personalmente.

En aquellos días lo más urgente era completar los trámites militares. En realidad solo hubo unas pocas resistencias localizadas: Sangüesa, por donde se había retirado Juan de Albret, se mantuvo en armas hasta el 11 de agosto; Viana, hasta el 18 del mismo mes. Los agramonteses, partidarios de los Albret, eran fuertes en la Ribera. Algunos nobles de aquel bando se reunieron en Tudela con el destacamento de la ciudad y resistieron hasta el 8 de septiembre, siendo esta localidad el último lugar en rendirse. Puede decirse que, en la práctica, Navarra se entregó al ejército del Duque de Alba, lo cual resulta más exacto que hablar de una guerra, pues fue un auténtico paseo militar: no hubo batallas campales, se respetó a la población y los asedios se resolvieron con rendiciones condicionales.

La respuesta de Luis XII no se hizo esperar. En octubre, tres ejércitos franceses atacaron simultáneamente: uno de ellos se dirigió contra Guipúzcoa, para evitar que se pudiera socorrer al ejército del Duque desde allí, mientras los otros dos penetraban en Navarra. No consiguieron tomar Pamplona, pero durante el asedio, las tropas de Luis XII y Juan de Albret cometieron toda clase de robos, violaciones e incluso sacrilegios, con lo que se desprestigió completamente la causa de aquel. Ni en esta ocasión ni en las siguientes se produjo ningún movimiento en parte alguna del reino a favor de Juan y Catalina. A primeros del mes de diciembre comenzó la retirada de las tropas de Luis XII, las cuales se habían comportado como invasores en territorio enemigo, aunque hoy día la propaganda nacionalista y los medios de comunicación se empeñen en presentar los hechos al revés de cómo sucedieron en realidad.

Una vez terminadas las operaciones militares, Don Fernando se consagró a gobernar el viejo reino pirenaico y lo primero que hizo fue nombrar un virrey con la misión de convocar las Cortes unificadas, las cuales se celebraron en Pamplona el 23 de marzo de 1513. Allí juró los Fueros y fue proclamado y reconocido como Rey de Navarra. Las Cortes de Navarra volvieron a reunirse anualmente y a funcionar con normalidad desde aquella fecha[7].

Desde el comienzo, la actuación de Don Fernando como rey de Navarra fue una prolongación de la restauración que había realizado junto con la reina Isabel, hasta 1504, en el resto de España. Mantuvo toda la organización política del reino navarro con sus instituciones: el Consejo Real, la Corte Mayor y la Cancillería; cada una de ellas ahora pasó a componerse con una mitad de miembros beaumonteses y la otra de agramonteses, con un presidente nombrado por el rey. Su Majestad Católica no olvidó recompensar a los beaumonteses, sin por ello dejar de ser justo y benevolente con los agramonteses; a los que, de estos, se le habían opuesto, solo les pidió un leal reconocimiento para concederles el perdón, como así se hizo con la mayoría de ellos.

A los pueblos y valles que habían sufrido daños materiales durante la invasión del otoño, se les eximió de tributos por diversos periodos para facilitar las reconstrucciones. Del mismo modo que seguían vigentes los Fueros, también lo hicieron todas las libertades locales y municipales, así como las autoridades y cargos…etc.

Y de este modo, una vez restaurada la justicia y la paz del orden tradicional, el antiguo reino de los vascones se integró con los demás señoríos, provincias y reinos de la Monarquía hispánica, a la vez que, como decían nuestros antepasados por aquellos años, Navarra continuó siendo «un reino de por sí».

El 23 de enero de 1516 muere Don Fernando el Católico, momento que aprovecha Juan de Albret para intentar de nuevo la conquista de su antiguo reino, aunque también ahora fracasa rotundamente. Apenado y abatido, muere poco después, en junio de ese mismo año. Más adelante, en 1518, muere también Catalina de Foix, dejando como heredero de sus estados y de la reivindicación del trono de Pamplona a su hijo Enrique de Albret[8].

Poco después, siendo Carlos I monarca de España y emperador del Sacro Imperio Germánico, pero estando fuera de sus reinos ibéricos, ocupado en las numerosas tareas propias de su posición al frente de la Cristiandad, se produce el movimiento de los comuneros en Castilla y el rey francés (entonces era ya Francisco I) se alía con los rebeldes e invade Navarra. En esta guerra (1521-1524), último intento de los Albret por recobrar el reino pirenaico, ni siquiera se permite a Enrique acompañar al ejército invasor. Al terminar la contienda, los pocos nobles agramonteses que aún se mantenían fieles a los Albret, son hechos prisioneros. Luego también se les concedió el perdón al aceptar a Carlos como rey de Navarra y jurarle fidelidad. Así quedó consolidada la integración del reino navarro con los demás reinos españoles, sin perder su carácter de auténtico reino, pero formando parte ahora de esa unidad superior que era la Monarquía tradicional. Para sintetizar el desenlace de aquellos hechos, voy a transcribir la valoración final que se hace de ellos en el Compendio de los Anales de Navarra, publicada en Pamplona en 1732, porque nos ofrece una visión muy breve y aún no contaminada por las ideologías revolucionarias. Su autor, Pablo Miguel de Elizondo, dice así: «Pero a la muerte de los que entonces pelearon (se refiere a la guerra de 1521-1524), entró y permaneció la hermosa paz, tan justamente alabada de todos los escritores, debiéndose esta felicidad, con otras muchas, a la incorporación de este reino con Castilla. Nunca se le guardaron más exactamente a sus naturales sus leyes, fueros y franquicias, y a todo esto se añadían por la unión muchas mejoras (más) (…)»[9].

En los siglos siguientes Navarra hizo gala de su conocida lealtad a sus reyes legítimos. Así, cuando en 1640 se produce la sublevación de Cataluña y comienza la crisis que va a caracterizar los reinados de los últimos Austrias, el reino pirenaico se mantiene firme junto a ellos.

En la Guerra de Sucesión, siguiendo la última voluntad de Carlos II, Navarra acepta a Felipe V de Borbón como sucesor de aquel. El acceso de los Borbones al trono de España supuso, eso sí, la llegada con ellos de modos de gobierno y actitudes más o menos absolutistas, que dieron lugar a roces y disensiones con el régimen foral que se mantenía en Castilla. Pero ya desde el reinado del propio Felipe V, los monarcas de la nueva dinastía se fueron «nacionalizando» y mantuvieron la organización y las instituciones de la Monarquía católica. Por otro lado, también es cierto que esos rasgos de absolutismo actuaron como un fermento que fue debilitando y relegando al olvido los fundamentos tradicionales de la Monarquía española, como se vería a finales del siglo XVIII, durante el reinado de Carlos IV, cuando estalle la Revolución francesa.

 

6. La Revolución

Uno de los hechos históricos principales, sino el que más, de los que han condicionado e influido en la vida de los hombres y los pueblos durante la historia contemporánea, es, sin duda, la Revolución.

Desde su estallido en la Francia de Luis XVI, se extiende durante los siglos XIX y XX, primero por toda Europa, mediante las bayonetas de Napoleón y luego por el mundo entero, con el imperialismo británico. Su doctrina principal, matriz de otras ideologías revolucionarias, es el liberalismo, el cual se podría definir como la aplicación del naturalismo en el ámbito de la política, y cuya esencia, que es el laicismo, ha sido calificado por el Magisterio de la Iglesia como auténtica peste de las sociedades y de los individuos[10]. Su objetivo último consiste en destruir cualquier orden cristiano, imponiendo el mencionado laicismo en su lugar. Siendo este carácter anticristiano el rasgo esencial de la Revolución, esta no podía dejar de profesar un odio particular a la Monarquía católica. No es posible detallar en este pequeño trabajo los episodios del asalto revolucionario contra la Monarquía tradicional, ni la heroica defensa que el tradicionalismo hispano hizo de ella. Su derrota en las guerras carlistas permitió la imposición de un estado liberal, con una serie de usurpadores como jefes del mismo, cuya deletérea labor prosigue en nuestros días.

En esta primera etapa de la Revolución, que podríamos llamar «fase liberal», aparecen una serie de resistencias en contra suya, más o menos inesperadas, y localizadas de forma especial en España, donde el pueblo se mantenía en su mayor parte católico, con más vigor que en otras partes. Después de la Tercera Guerra Carlista, se habían destacado algunas regiones en las que la defensa de la Tradición Católica había sido especialmente tenaz. Una de ellas, y probablemente la más destacada en este sentido, fue Navarra. Contra estas regiones la Revolución va a utilizar una nueva ideología que se añade al liberalismo primitivo de 1789: se trata del nacionalismo romántico, cuya propagación por el viejo continente desembocará más tarde en la Primera Guerra Mundial, conflicto que fue el fruto último de la expansión del liberalismo en su primera fase (y con el que precisamente arranca la segunda o período socialista, desde 1917).

Si bien el Romanticismo fue en sus comienzos un movimiento cultural variado y heterogéneo, y mostraba algunos rasgos contrarrevolucionarios muy notables, pronto se fue empapando del naturalismo triunfante en toda Europa y, así, dio lugar al nacionalismo romántico del último cuarto del siglo XIX. Lo peor de este nacionalismo es que arraigó en regiones tradicionalistas y de gran resistencia a la modernidad. Allí donde, gracias a la Religión, se había conservado el auténtico patriotismo, el nacionalismo provocó el trasvase hacia el idealismo romántico nacional del pueblo católico y, una vez pasada la frontera del naturalismo, daba igual que los nacionalistas se siguieran llamando «católicos», pues esa apariencia de religiosidad es solo un disfraz engañoso, como es el caso del «catolicismo» liberal o el modernista de nuestros días. Uno de los ejemplos paradigmáticos del proceso citado lo constituyen las Provincias Vascongadas. Éstas, vecinas de Navarra, mantienen estrechos lazos de todo tipo con el antiguo reino vascón, lazos que facilitan, tanto o más que la cercanía geográfica, la extensión de las ideas. En seguida se mencionarán las repercusiones de esta ideología en el tema que tratamos. Pero antes, volvamos a centrarnos en el antiguo reino pirenaico donde lo habíamos dejado, al concluir la Tercera Guerra Carlista.

A pesar de la destrucción de la sociedad tradicional, el pueblo navarro, al igual que otros de las Españas, se mantuvo fiel a sus reyes legítimos, como prolongando aquel pacto de sus antepasados con el Rey Católico y sus sucesores. Una fidelidad que se mantuvo firme cuando el liberalismo triunfante fue arrasando y des cristianizando los reinos de la ya caída Monarquía tradicional. Una fidelidad que se concretaba en el carlismo y que perduró hasta mediada la década de los años sesenta del siglo pasado.

En esa década se produjo la que podemos llamar «tercera fase» de la Revolución o Revolución cultural. Desde entonces los principios revolucionarios envenenan ya hasta el último rincón de la sociedad y de cada conciencia, llegando incluso a entrar en el último bastión del orden romano: la propia Iglesia Católica. La tremenda crisis que sufre desde el II Concilio Vaticano, una crisis de Fe prácticamente sin precedentes en su historia, afectó de forma directa a los pocos estados católicos que aún sobrevivían a las oleadas liberales, socialistas y ahora modernistas. Las propias jerarquías eclesiásticas, se ocuparon de que los estados que aún guardaban algún tipo de confesionalidad católica, aceptaran la libertad religiosa conciliar, como ocurrió en España desde 1967. Con la llamada Transición hacia un nuevo régimen liberal y su Constitución de 1978, ese laicismo se ha convertido en el fundamento del actual régimen liberal socialista…

 

7. Conclusión

Para ir terminando este escrito vamos a recordar el comienzo del mismo, en concreto la sentencia, que ha resultado profética, de Menéndez Pelayo. Como allí se afirma, España no tiene otra unidad que la católica y según esta va siendo destruida, vuelve la división entre poderes locales, hoy día ya, neo paganos. Pues eso son, precisamente, las autonomías actuales. Con lo grave que es el hecho de que la ruptura se haya hecho institucional, favoreciendo así a los nacionalismos separatistas ya existentes y creando otros nuevos, no es lo peor de todo. Más grave aún es la extensión de la apostasía y el retorno de los mahometanos[11], así como su imposición, por los poderes actuales, en medio de esta sociedad en plena descomposición. Por eso se afirmaba, también al principio, que el fin de este régimen político parece ser la destrucción de nuestra Patria, de su carácter católico y de todas las tradiciones que han nacido con ella al calor de la Fe verdadera. Incluso reescribiendo su historia, imponiendo una falsa historiografía de corte estalinista, puesto que el conocimiento de los orígenes y desarrollo en el tiempo de cada sociedad (su historia, en definitiva) es uno de los pilares básicos de la identidad de las personas y de las sociedades.

El modo según el cual se realiza dicha destrucción es semejante al de un parásito que vive de otro animal: no le interesa su muerte rápida porque se quedaría sin alimento. De la misma forma, a las castas que detentan el poder del estado tampoco les interesa una destrucción rápida de la fuente de su riqueza; por eso nos imponen una lenta agonía mientras procuran ocultar los rasgos más evidentes de la destrucción y la corrupción generalizada. También por eso tienen mucho cuidado en mantener las apariencias, las estructuras materiales y algunos símbolos exteriores: es más fácil construir sobre las ruinas de un edificio, otro distinto, que arrasar el antiguo y partir de cero. Igualmente se hace más creíble la falsedad de que el segundo no es más que el edificio anterior «reformado»…

En definitiva, la sentencia de Menéndez Pelayo se está cumpliendo ante nuestros ojos como una auténtica nueva pérdida de España (semejante, en parte, a la de 711) aunque muy pocos parecen darse cuenta de ello. Una vez abolida la Unidad Católica, nuestra Patria ha vuelto al cantonalismo de las Comunidades Autónomas; el cual es, como todo parece señalar, un camino seguro hacia la balcanización de lo que aún llamamos España.

Por último, ¿qué lugar ocupa Navarra en esta sociedad en descomposición? Pues un lugar estratégico y clave, como el que siempre ha tenido en la historia de la Españas. Desde la citada «tercera fase» de la Revolución o Revolución cultural, la embestida de la secularización sobre el antiguo reino pirenaico se realizó por un medio nuevo: la expansión del separatismo vasco por los valles de la Montaña y la Navarra media, especialmente Pamplona y sobre todo entre los jóvenes. Esta expansión ha venido a llenar el vacío que dejó la crisis del catolicismo y el consiguiente hundimiento del carlismo, tarea realizada principalmente, desde dentro del mismo, por el ya difunto Carlos Hugo de Borbón y que ha dejado al movimiento tradicionalista, tan fuerte antaño en Navarra, al borde de la desaparición.

El terrorismo separatista ha influido notablemente en la instauración y caracteres del régimen actual, especialmente en el sistema de las ya citadas Comunidades Autónomas. Su influencia en Navarra ha sido la clave de la expansión de la ideología nacionalista, donde hasta entonces había sido minoritaria y poco relevante. En un momento en que el terrorismo ha logrado alcanzar sus objetivos políticos, gracias a la complicidad de los dirigentes del régimen, es un factor clave para toda España el que esta rama de la Revolución logre adueñarse o no del territorio navarro… y de su población. De ese resultado dependen gran parte de las probabilidades, cada vez más débiles y escasas, de que aparezca algún movimiento restaurador en nuestra Patria.

Hay otro factor que puede dar lugar a sorpresas, al menos dentro de algunos años. Se trata de la llegada masiva de inmigrantes extranjeros desde 1997. Entre los que destacan los mahometanos, que vienen con la intención de quedarse y recuperar la Penín-sula para el Islam. Aunque no sean contingentes tan importantes como los de Andalucía o Cataluña, grupos de ellos se han establecido en la Ribera y en Pamplona. Y se afirma que puede traer sorpresas porque en Cataluña son precisamente los separatistas los que han favorecido la inmigración islámica…

 

[1] Esta muestra puntual de integración de los vascones en la historia de España debe tomarse de forma genérica y amplia. Se refiere a sus líneas generales y al período comprendido entre los siglos V al VIII. Es perfectamente compatible con el hecho de que los vascones de la montaña se mantuvieran en una situación de rebeldía casi continua contra el reino visigodo, hasta su final.

[2] Con Teobaldo I se inicia la serie de los reyes de la casa de Champagne, a la que siguieron las de Capeto, Evreux y Foix. Esta última se instala en el trono de Navarra solo con Francisco Febo (1469-1483), ya en la segunda mitad del siglo XV.

[3] Ambos partidos se formaron a mediados del siglo XV, como consecuencia de la usurpación de Juan II de Aragón, rey consorte de Navarra y en cuyo favor se organizaron los agramonteses. Los dos bandos sumieron al reino pirenaico en continuas disputas internas, asesinatos y desórdenes de todo tipo.

[4] Así se designa en el fuero de Navarra a los reyes de las dinastías extranjeras.

[5] Dicha coronación se realizó el 13 de enero de 1493.

[6] Este párrafo se refiere a los reyes de España. Por parte de Luis XII se hicieron, desde 1497, varias propuestas de partición, las cuales nunca fueron aceptadas por los Reyes Católicos.

[7] Estos hechos los refleja muy bien el gran historiador tradicionalista Francisco ELÍAS DE TEJADA, en una de sus obras principales, La monarquía tradicional, Madrid, 1952, pág. 102, cuando afirma: «Para evitar que los reyes dictasen leyes en pugna con los fueros navarros, las Cortes reunidas en Pamplona en 1514, solicitan de Fernando el Católico que las reales cédulas dictadas en tales condiciones sean obedecidas, pero no cumplidas; respondiendo afirmativamente el rey (…)».

[8] Este Enrique de Albret será el abuelo de Enrique IV de Francia, el primero de los Borbones que se siente en el trono de París. Su hija Juana de Albret casó con Antonio de Borbón en 1548. Ambos fueron los progenitores de Enrique IV. De ahí que los Borbones se titulasen reyes de Navarra y sus cadenas figurasen junto a las flores de lis en el escudo de la Monarquía francesa.

[9] Pedro PABLO DE ELIZONDO, Compendio de los cinco tomos de los Annales de Navarra, Pamplona, 1732. Edición facsímil, Valencia, 2009.

[10] PÍO XI, encíclica Quas primas (1925), n.º 23.

[11] Esta vuelta de los moros, cuando se cumplen los cuatro siglos de su expulsión, puede ocasionar consecuencias tan nefastas como sorprendentes: como, por ejemplo, la caída en sus manos, dentro de algunos años, de municipios o incluso de alguna Comunidad Autónoma; o bien, con su colaboración, en las de Marruecos. De este modo, el comentario de Menéndez Pelayo se cumpliría al pie de la letra, con la aparición de nuevos taifas islámicos a comienzos del siglo XXI.