Índice de contenidos
Número 507-508
- Presentación
- Estudios y notas
- Cuaderno
- In memoriam
- Crónicas
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Información bibliográfica
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Christopher Ferrara, The Church and the libertarian. A defence of the Catholic Church’s teaching on man, economy and State
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Jean Meyer (comp.), Las naciones frente al conflicto religioso en México
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Stamatios Tzitis, Guillaume Bernard, Denise Jolivet (eds.), Dictionnaire de la police et de la justice
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John Finnis, Reason in Action. Collected essays: volume I
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Enrique Orduña Rebollo, La nación española. Jalones históricos
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John Rao, Blacks legends and the light of the world
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Samuele Cecotti, Della legitimità dello Stato italiano
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Philippe Bénéton, The Kingdom suffereth violence
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Juan David Gómez, Ocho mitos de la legalización de las drogas
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Cómo se comete la usura
CUADERNO: CUESTIONES ECONÓMICAS Y SOCIALES (I)
1. Introducción
No era frecuente oír ni leer la palabra usura durante los prolongados años del último ciclo de prosperidad económica, desde luego no en España, donde esa prosperidad fue extraordinariamente dependiente, de manera quizá incluso más acentuada que en otros países, de una masiva expansión crediticia y del excesivo endeudamiento, en grados diversos, del Estado y corporaciones públicas, de las empresas y de las familias. Entonces no sólo los tipos de interés moderados, como los ligados en general al crédito inmobiliario o a la actividad empresarial, sino incluso los mucho más altos propios de la financiación al consumo y aun de las tarjetas de crédito, no merecían casi nunca mayores reproches. Al contrario, eran disfrutados, sin recuerdo alguno del viejo estigma usurario, por quienes, sin apenas autofinanciación, se embarcaban en negocios inmobiliarios o adquirían o desarrollaban empresas; o por quienes se endeudaban, no ya para comprar sus viviendas habituales, sino casas de vacaciones o destinadas al alquiler o a la mera especulación, o acciones cotizadas y automóviles de lujo, o para permitirse viajes de placer.
Pero «usura es un término pronto a convertirse en grito de guerra en cualquier período de aflicción económica. […] En esas circunstancias la deuda, tanto pública como privada, es un hecho aplastante y pagos que en tiempos más benignos se comprometieron alegremente vienen a ser vistos como usurarios»[1]. Ocurrió después de la primera guerra mundial y, singularmente, durante la gran depresión que siguió a 1929 y sólo la segunda de esas guerras mundiales dejó atrás. Y ocurre también ahora, durante la recesión económica que se desencadenó a partir de la crisis financiera de 2007 y seguimos padeciendo.
Ronda en torno a esta cuestión la creencia (y a menudo la acusación), no sólo popular sino también tesis académica, de que la usura sería un caso paradigmático de cambio, habría que decir cambiazo, en la doctrina moral de la Iglesia. De la prohibición tajante y tozuda de la usura, identificada con el devengo a favor del prestamista de cualquier importe –llamado interés– que se añada al derecho a la devolución del importe prestado –llamado principal–, que la Iglesia habría mantenido durante siglos, se habría pasado modernamente a la aceptación del devengo de esos intereses con tal, a lo sumo, de que sean moderados, y ello sin otra justificación que la rendición (vergonzosa o sensata, según puntos de vista) al triunfante mundo liberal. De manera que, como en algunas legislaciones (cual la española y otras muchas)[2], los intereses usurarios todavía condenados por la Iglesia serían, a lo más (para quienes aun admiten ciertos límites morales al producto del libre mercado), únicamente aquellos que puedan reputarse excesivos, siendo el cambio doctrinal bienvenido por unos y todavía rechazado por otros, pero en todo caso arbitrario y complaciente.
Esclarecer la verdad sobre este asunto requeriría de muchos más matices y distinciones que esos trazos de brocha gorda, y pondría ante nuestros ojos no ninguna ruptura sino el desarrollo homogéneo, orgánico y accidental de la doctrina tradicional sobre la usura, en atención a cambiantes circunstancias económicas, y siempre sin abandono de los principios inmutables; al menos hasta tiempos muy recientes en que la Iglesia, como en otros campos (pensemos, por ejemplo, en la realeza social de Jesucristo), sin por lo general negarlos ha dejado no obstante de recordarlos.
Dejo para posterior publicación en los Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada un análisis de mayor extensión sobre esa historia doctrinal, y en las páginas que siguen me limitaré a recordar qué es el viejo pecado de usura y formular un ensayo de respuesta a la pregunta de cómo se comete hoy.
2. La condena católica de la usura
Las exposiciones completas de la tradicional condena de la usura por la Iglesia tienden a resultar extraordinariamente prolijas y difíciles de asimilar pues, después de remontarse al Antiguo Testamento[3] (sobre todo) y al Nuevo[4] (secundario a este respecto), y de analizar su presencia en las enseñanzas de los santos padres, siguen su rastro en el magisterio de los papas y los concilios, a cuyo propósito quizá el principal pronunciamiento sea la solemne declaración del concilio ecuménico de Viena en 1311: «Si alguno cayere en el error de pretender afirmar pertinazmente que ejercer las usuras no es pecado, decretamos que sea castigado como hereje»[5]. Y siguen también su rastro, de modo sucesivo o paralelo, en las leyes eclesiásticas (y hasta civiles) y en los comentarios que durante siglos produjeron teólogos y canonistas, con sutiles distinciones a menudo progresivamente complejas.
A los efectos limitados de este artículo, expondré primero algunas consideraciones fundamentales y me centraré a continuación en el magisterio de Benedicto XIV (quien reinó entre 1740 y 1758), cuyas enseñanzas pontificias tienen el gran mérito de ser las últimas y más extensas sobre la prohibición tradicional de la usura. Después examinaré la cuestión en algunas fuentes posteriores y formularé un ensayo de aplicación en nuestros días.
En sentido amplio, la usura es todo beneficio económico injusto, en particular cuando se obtiene a costa de los pobres; en ese sentido amplio se utiliza, sobre todo, en los primeros siglos de la Iglesia y se encuentra en textos de los santos padres; también en un sentido amplio recuperado se utiliza desde León XIII y, como usura sistémica o institucional, se ha puesto en relación con la creación bancaria de dinero, asunto que dejo fuera de este artículo y reservo para ulterior ocasión.
Mientras que en ese sentido amplio la usura puede viciar cualesquiera actos y contratos de la vida económica, la usura en sentido estricto se produce únicamente, a reservas de lo que después precisaré, en el préstamo o mutuo (su nombre en el Derecho romano). Por el contrato de préstamo o mutuo una de las partes (llamada prestamista) entrega a la otra (llamada prestatario) o dinero u otra cosa consumible (esto es, que no puede hacerse el uso adecuado a su naturaleza sin que se consuma, por ejemplo aceite o vino), con condición de devolver otro tanto de la misma especie y calidad. De manera que el prestatario no está obligado a devolver exactamente la misma cosa (ni los mismos billetes o monedas ni el mismo aceite o vino), cuya propiedad adquiere y puede pues usar (gastar en el caso del dinero) y de ese modo perder, sino otro tanto de la misma especie y calidad (el tantundem). Desde Roma la ley civil presume que el mutuo es gratuito, pero admite (entonces –con el nombre de foenus– y ahora, cosa distinta fue durante siglos en la Cristiandad y todavía hoy entre mahometanos) que vaya acompañado del pacto de pagar interés (algo más que el tantundem).
Si la cosa no es consumible (esto es, no se consume con el uso adecuado a su naturaleza), por ejemplo una casa o una herramienta, en tal caso su dueño puede conservar la propiedad y sin embargo ceder temporalmente el uso, bien sea de modo gratuito (se llama entonces comodato), bien sea a cambio de precio o renta (se llama entonces alquiler o arrendamiento), existiendo obligación de devolver precisamente la misma cosa, no otra cualquiera de la misma especie y calidad, al vencimiento del término pactado[6].
En sentido estricto, la usura es todo beneficio económico que se deriva de un préstamo en sí mismo considerado, ya que en tal caso todo beneficio se reputa siempre injusto[7]. «Es la justicia conmutativa la que claramente determina qué es lo del prestamista –la devolución de lo mismo en especie, número, peso, medida y calidad– y qué es lo del prestatario –el uso de un bien que se ha hecho suyo por el préstamo–; por consiguiente, cualquiera sea la condición de uno y de otro, y cualquiera el bien que el prestatario haya obtenido mediante el uso de lo recibido en préstamo, el contrato de préstamo obliga sólo a la devolución del principal»[8]. En otras palabras, de un préstamo no es justo que el prestamista obtenga, por el propio título del préstamo, ningún lucro, sino que tiene exclusivamente derecho a quedar indemne, esto es, a recuperar, en todo caso, otro tanto de la misma especie y calidad (el importe prestado, caso de dinero), pero nada más que ese tantundem; tal eventual exceso es precisamente la usura, y no que los intereses no sean moderados (veremos después cómo la cuestión ha venido a desplazarse a ese punto).
En adelante seguiremos hablando únicamente de dinero, por ser el supuesto habitual, si bien la prohibición tradicional de la usura se extiende asimismo al préstamo de otras cosas consumibles. Y como lo importante es la sustancia económica del negocio y no el nombre bajo el cual se realiza, en adelante seguiremos hablando únicamente de préstamo o mutuo, si bien estas consideraciones se extienden asimismo a negocios equivalentes, como por ejemplo la apertura de crédito, cuando el dinero no se entrega todavía sino que se pone a disposición del acreditado; o a las variadísimas formas de usura encubierta o paliada, verdaderos préstamos a interés bajo la apariencia de otros contratos, que durante siglos se inventaron en fraude de ley y fueron desveladas por teólogos y juristas.
Puede ocurrir que, para asegurar esa indemnidad del prestamista, sea justo que éste perciba, además en todo caso del reembolso del principal, algún importe adicional, pero no tendrán esas eventuales cantidades naturaleza de lucro, no serán nunca remuneratorias, sino que obedecerán a la compensación de trabajo realizado o gastos incurridos (stipendium laboris)[9], o de daños sufridos (damnum emergens) o, incluso, de beneficios dejados de obtener (lucrum cessans, veremos la importancia crucial de este concepto) por el prestamista a causa de la concesión del préstamo. Aunque suele decirse que condena de la usura vale tanto como prohibición de los intereses, en el sentido que acabamos de explicar cabe afirmar precisamente lo contrario, que por razón del préstamo es justo que el prestamista perciba únicamente id quod interest: el exacto equivalente, lo necesario para reponerle en el estado patrimonial que tendría de no haber concedido el préstamo[10]. De nuevo con otras palabras, por razón del préstamo son pues justos los intereses compensatorios (como los moratorios, que compensan el retraso en el pago) pero nunca los remuneratorios.
Son por lo tanto títulos extrínsecos al préstamo en sí mismo considerado los que pueden justificar la percepción por el prestamista de cualquier importe superior al dinero prestado: “…en cualquier circunstancia que altera el valor del dinero para el prestamista o por la cual incurre en un coste con ocasión del préstamo puede encontrarse un título para compensación. Esos títulos se llamaron “extrínsecos” al ser algo distinto al dinero en sí mismo pero sin embargo integrantes del negocio de préstamo visto concretamente y como un todo. No eran extrínsecos al préstamo en particular; pero como puede realizarse un préstamo en que tales títulos estén ausentes, son extrínsecos a la idea esencial de préstamo. […] Los títulos básicos son dos, daño emergente y lucro cesante (damnum emergens, lucrum cessans) –esto es, una pérdida que deriva para el prestamista a causa del préstamo o una ganancia que el prestamista estaba obteniendo y se interrumpe o no se materializa a causa del préstamo. Todos los demás títulos, riesgo del capital, pena convencional, demora en el pago son directamente reducibles a aquéllos. Además, los dos títulos básicos no son sino dos aspectos diferentes de la misma cosa; y en ese sentido lucro cesante puede reducirse al daño emergente”[11].
Que la pena convencional, esto es, aquélla de importe razonable que de antemano se pacta a cargo del prestatario para el supuesto de que incumpla su obligación de devolver en plazo el importe prestado, o también la demora en el pago, que como ya se ha mencionado justifica que se compense al prestamista con intereses moratorios, puedan asimilarse a los títulos básicos (daño emergente y lucro cesante) parece claro, ya que se trata en ambos casos de resarcir al acreedor del daño que le produce no recuperar el dinero al vencimiento del préstamo, o por las oportunidades de lucro que pierde a causa de ese retraso. Menos clara se plantea la cuestión respecto del riesgo del capital (periculum sortis) , que no debe confundirse con la mera eventualidad del impago (hoy llamado riesgo de crédito) ya que, cualquiera incluso que sea la solvencia del deudor, en el mutuo (como en cualquier contrato de cumplimiento diferido) existe siempre algún riesgo de que aquél pueda no cumplir; sino que, aproximándose a lo que hoy se llama riesgo de mercado[12], tiene más bien que ver con cierta desnaturalización (o al menos alteración accidental) del préstamo, en la medida en que el prestamista acepta alguna eventualidad de que su derecho a la recuperación del dinero no sea incondicional, sino que se vea afectado por la suerte o ventura de su utilización por el prestatario, asimilándose en esto al contrato de sociedad[13].
Ciertamente los títulos extrínsecos, que pueden justificar el cobro por el prestamista de algún importe adicional al principal (sencillamente, la percepción de interés), se consideraron durante siglos más bien excepcionales y su concurrencia en cada caso necesitada de prueba o estimación cuidadosas, siendo la presunción contraria. Desde hace quizá cerca de dos siglos la situación ha llegado a ser la opuesta, a causa de fundadas razones económicas, y por esta vía se afirma generalmente que, jugando la presunción a favor de la concurrencia de tales títulos extrínsecos, es casi siempre lícita la percepción de intereses; de manera que la cuestión se desplaza al monto de los mismos, sean moderados en función de esos títulos extrínsecos y por lo tanto justos, sean injustos por exceder del amparo de los reiterados títulos.
De los variados argumentos invocados durante siglos para sostener la injusticia de todo lucro derivado del préstamo en si mismo considerado, parecería que hay que preferir las siguientes palabras de Santo Tomás de Aquino: «Recibir interés por un préstamo monetario es injusto en sí mismo, porque implica la venta de lo que no existe, con lo que manifiestamente se produce una desigualdad que es contraria a la justicia»; ya que, tratándose de cosas consumibles, no cabe computar separadamente el uso de la cosa y la cosa misma, de manera que «comete una injusticia el que presta vino o trigo y exige dos pagos: uno, la restitución del equivalente de la cosa, y otro, el precio de su uso, de donde el nombre de usura»; mas «el uso propio y principal del dinero es su consumo o inversión, puesto que se gasta en las transacciones. Por consiguiente, es en sí ilícito percibir un precio por el uso del dinero prestado, que es lo que se denomina la usura»[14]. A diferencia de lo que ocurre con los bienes no consumibles, cuya naturaleza permite considerar separadamente el uso de la cosa y la propia cosa, de manera que no comete una injusticia el dueño que alquila o arrienda una casa y, además de conservar su propiedad y corresponderle por lo tanto la devolución del bien (salvo que éste perezca), percibe por su uso una renta equitativa.
Los doctores católicos mantuvieron siempre que «a nadie le está permitido lucrarse únicamente porque el tiempo pasa»[15] y que el dinero, en sí mismo considerado, es estéril. Contra lo afirmado por los críticos modernos, no hay error en ello pues, como concluyen las páginas del libro capital sobre la cuestión, obra del economista e historiador noruego Odd Langholm: «… la proposición intuitivamente captada por los escolásticos medievales, y que quizá contiene un elemento de verdad respecto del cual invocaban el apoyo de la Política de Aristóteles, es que el dinero en el sentido de moneda es estéril y no puede producir ningún excedente cuando sirve meramente para facilitar los intercambios en economías que no producen ningún excedente»[16]. Y en otras palabras, que son las de Dempsey: «No puede haber ninguna duda de que el dinero en sí mismo se consideraba estéril, pero la frase “en sí mismo” debe interpretarse muy restrictivamente. […] Podemos por lo tanto decir que el dinero en sí mismo no es un bien productivo; pero, en lo referido a este principio, las circunstancias en las cuales el dinero puede considerarse por sí y en sí mismo pueden ser muy raras o muy frecuentes. […] El dinero es fructífero, per accidens, en ciertas situaciones concretas, pero no en sí mismo; la mejor proposición sobre este punto es la observación de Lugo según la cual “todos debemos conceder que el dinero es diferente de otros bienes productivos”, donde coloca al dinero entre los bienes productivos si bien en una clase por sí solo»[17]. Volveremos sobre ello, ya que en nuestros días las circunstancias en que el dinero es un bien productivo son muy frecuentes (predominantes, si no incluso universales), a diferencia de aquellos largos siglos de economía casi estacionaria, básicamente agraria y local, en que su destino principal fue ser atesorado o gastado.
3. La encíclica Vix pervenit
La más completa exposición magisterial de los principios morales en materia de usura se encuentra en la encíclica Vix pervenit. La ocasión para esa trascendental intervención pontificia llegó cuando, en la ciudad de Verona y a mediados del siglo XVIII, se produjo cierta inquietud a propósito de los empréstitos que la ciudad contrataba y por los cuales pagaba intereses; esa inquietud motivó la consulta de la ciudad a un vecino importante, «Escipión Maffei, el cual dio en 1744 a la imprenta una obra (Del impiego del danaro), en la que se manifestaba conforme con las tesis del holandés Broedersen, que un año antes había escrito De usuris licitis et illicitis, en la que se recogían sustancialmente las tesis de Calvino sobre la usura. La obra de Maffei estaba dedicada al papa Benedicto XIV, al que le unía muy buena amistad, pero que, ante la dedicatoria y la agudeza del problema, encargó a una comisión de cardenales y teólogos la revisión imparcial de la doctrina de la Iglesia sobre este punto. La consecuencia de este trabajo fue la encíclica Vix pervenit»[18].
La confesada finalidad de la encíclica es formular «la doctrina cierta sobre la usura»[19]. Es pues doctrina cierta, como en la encíclica se empieza por afirmar, que «el género de pecado llamado usura, y que tiene su propio lugar y asiento en el contrato de mutuo, consiste en que uno, fundado en la sola razón del mutuo, que por naturaleza exige que se devuelva nada más que lo que se recibió, pretenda que se le dé más de lo recibido, y, por tanto, presume que se le debe, sin otra razón que el mutuo, un lucro sobre la cantidad dada. Todo lucro, pues, de esta índole que exceda de la cantidad dada es ilícito y usurario»[20].
Que la usura es un pecado, según declaró de forma solemne el Concilio de Viena en 1311 al anatemizar como herejes a quienes lo negasen pertinazmente[21], es otra vez reafirmado, como no podía ser de otro modo, de manera que seguían siendo entonces herejes quienes pertinazmente lo negasen, igual que actualmente lo son quienes pertinazmente lo nieguen. Que ese pecado de usura consiste en todo lucro fundado en la sola razón del mutuo es, cuando menos, doctrina cierta, enunciada con escueta claridad al comienzo de Vix pervenit. Con frecuencia se repite que «esta epístola, que está dirigida a los obispos de Italia únicamente, no es decreto infalible. En 20 de julio de 1836, el Santo Oficio, incidentalmente, declaró que esta encíclica era aplicable a toda la Iglesia; pero esta declaración no da a la encíclica carácter infalible»[22]. Si bien ese juicio, considerado en sí mismo, parece verdadero, hay sin embargo poco acierto en enfatizarlo y reiterarlo, porque pocos principios morales contarán a su favor con tal corpus secular de enseñanzas magisteriales, dotadas de constancia y unanimidad, y del respaldo tradicional de teólogos y canonistas, como los reafirmados por Benedicto XIV en 1745 en materia de usura. De manera que, incluso dejando de lado aquella solemne declaración irreformable del Concilio de Viena y otras que podrían acercársele, cabe sostener que, todavía más que únicamente cierta (como se afirma por Vix pervenit de modo expreso)[23], esa doctrina fundamental tiene una autoridad, si no igual y por lo tanto infalible, al menos muy próxima a aquélla del magisterio ordinario universal.
«No puede alegarse como excusa, para librarse de incurrir en esta plaga, que el lucro no es excesivo, sino moderado; no grande, sino exiguo, o que aquel de quien se reclama este lucro por la sola razón del mutuo no es pobre, sino rico; o que no habrá de tener ociosa la suma recibida en mutuo, sino que la dedicará a aumentar su fortuna, en comprar nuevos predios o en pingües negocios»[24]. Si existe lucro por la sola razón del mutuo, no es pues ilícito únicamente cuando se reclama de los pobres, ni exime de pecado que ese lucro sea moderado, ni tampoco que el deudor dedique la suma a sus negocios (como en los préstamos de comercio). Toda justificación debe venir de otros títulos o de contratos distintos del mutuo: «Con esto, sin embargo, no se niega en modo alguno que, juntamente con el contrato de mutuo, puedan concurrir a veces algunos títulos (según los llaman), no innatos ni intrínsecos, por lo general, al mutuo en sí, en virtud de los cuales pueda surgir una causa absolutamente justa y legítima por la cual quepa exigir algo más sobre la cantidad debida por el mutuo. Ni tampoco se niega que muchas veces, mediante contratos de naturaleza muy diversa del mutuo, cada cual pueda colocar e invertir su propio dinero, ya para obtener rentas anuales, ya también para ejercer el comercio o en negocios lícitos, y obtener de ello un honesto lucro. […] No cabe la menor duda que en estos lícitos contratos pueden encontrarse muchas maneras y razones para mantener y aun frecuentar los comercios humanos y hasta los mismos negocios lucrativos en beneficio del bien público»[25]. Esto es, mientras que títulos no innatos ni intrínsecos al mutuo en sí (extrínsecos pues a la idea esencial de préstamo, cual el lucro cesante)[26] pueden justificar que se reciba algo más (intereses) sobre la cantidad debida, contratos de naturaleza muy diversa al mutuo (cual la sociedad o los censos o rentas) pueden incluso justificar el beneficio.
No cabe sin embargo llegar tan lejos como afirmar, falsa y temerariamente, «que siempre y en todas partes se encontrará o, juntamente con el contrato de mutuo, otros títulos legítimos o, incluso sin contrato de mutuo, otros contratos justos, al amparo de los cuales títulos o contratos es lícito recibir, tantas veces como se presta a alguien dinero, frutos u otra cosa de este género, un moderado aumento sobre la cantidad dada entera y completa»[27]. Definido como todo lucro por la sola razón del mutuo, el pecado de usura seguía existiendo en tiempos de la encíclica, como existió antes y todavía existe hoy, pues ni antes había sido ni era entonces ni será nunca lícito afirmar que, «siempre y en todas partes», se encontrará esa justificación. Habrá siempre que examinar diligentemente las circunstancias, por mucho que algunas sean predominantes y su concurrencia, salvo prueba en contrario (nunca de modo absoluto), pueda llegar a presumirse.
Después de formulados estos cánones, la encíclica dice que nada establece sobre los contratos controvertidos, a cuyo propósito aconseja a todos que, si quieren colocar su dinero, «cuiden diligentemente no los arrastre la avaricia»[28]. Y a los enterados, que nos atrevemos a opinar sobre estas cuestiones, nos manda evitar «los extremos, que son siempre viciosos, pues algunos juzgan sobre esta materia con tanta severidad, que denuncian como ilícita y usuraria cualquier utilidad obtenida del dinero, mientras que otros son tan excesivamente indulgentes y remisos, que consideran libre del pecado de usura cualquier emolumento»[29].
Otras enseñanzas del sabio papa Lambertini sobre la usura se encuentran en algunos capítulos de una serie de constituciones que promulgó para regular la celebración de los sínodos, no sólo desde el punto de vista formal, sino también dando orientaciones sobre las materias que en ellos debían tratarse y prevenirse[30]. Allí se recuerda la encíclica Vix pervenit y, además, se examinan con detalle algunas cuestiones especiales, por ejemplo: la errónea doctrina de Calvino y de quienes siguiéndole, incluso algunos pocos doctores católicos, enseñaban que de los ricos o comerciantes, no de los pobres, era lícito exigir por razón del mutuo un lucro moderado; así como los montes de piedad, los censos y los contratos y letras de cambio. Por su importancia para la historia posterior, de esos capítulos sobre la usura nos quedamos con una sola frase: «No negamos, en efecto, que el mutuante que suele acrecentar su dinero en los negocios puede exigir algo, por el título eius quod interest, o sea por el lucro cesante o por el daño emergente»[31].
4. Desde la encíclica Vix pervenit hasta nuestros días
En 1873 la Sagrada Congregación de Propaganda Fide, por lo tanto con destino a los países bajo su jurisdicción (conviene recordar que entonces todavía lo eran, por ejemplo, Inglaterra y los Estados Unidos), recopiló en una instrucción todas las respuestas dadas por la Santa Sede en esta materia desde 1780[32], junto con la encíclica Vix pervenit y una breve exposición del estado de la cuestión a esa fecha, conforme a los siguientes principios[33]: primero, no es lícito el lucro por la sola razón del mutuo o préstamo; segundo, si existe otro título, que no se encuentre en la propia naturaleza de todo préstamo, cabe lucrarse legítimamente; tercero, cuando el único título visible para percibir lucro o interés[34] sea que la ley del país lo permite, en la práctica ese título puede aceptarse como suficiente; y los confesores no deberán inquietar a los penitentes mientras esta cuestión permanezca sub judice y la Santa Sede no la haya decidido de manera explícita; cuarto, esta tolerancia no puede invocarse para amparar la menor usura exigida de los pobres; ni tipos excesivos más allá de los límites de la justicia natural; y quinto, qué sea tipos «excesivos» n o es cosa susceptible de definición por un juicio general, ya que en cada caso habrá que considerar todas las circunstancias de lugar, persona y tiempo. Los dos primeros principios tienen firmes raíces en la doctrina cierta de la Iglesia recordada por Vix pervenit, la cual, como no podría ser de otro modo, seguía entonces y sigue hoy en pie. Los tres restantes responden a los rasgos peculiares de su aplicación en las circunstancias del siglo XIX, tanto a propósito de la ley civil como sobre todo del dinamismo económico, ambos subsistentes y el segundo (el dinamismo económico) incluso extraordinariamente acentuado en nuestros días. Como la permisividad de la ley civil, sea completa o tasada, guarda relación con la indudable multiplicación de las ocasiones de productividad del dinero, cabe conformarse a ella y tomarla, en principio, como justificación bastante. Ahora bien, esa tolerancia (así se la llama) moral no puede invocarse para oprimir a los pobres (recuerdo de la mayor gravedad del pecado cuando se comete contra ellos, y de la antigua indignación de los santos padres contra la usura en sentido amplio) ni, en general (a ricos como a pobres), para aplicar tipos excesivos (habrá que apreciar lugar, persona y tiempo) más allá de los límites de la justicia natural.
Al promulgarse en 1917 el primer Código de Derecho Canónico, la usura fue objeto del canon 1543 y, además, se la mencionó en el canon 2354 entre los delitos imputables a seglares y clérigos. El canon que merece transcribirse es el primero de los citados: «Si se le entrega a alguien una cosa fungible, de tal suerte que pase a ser suya y después tenga que devolver otro tanto del mismo género, no se puede percibir ninguna ganancia por razón del mismo contrato; pero al prestar una cosa fungible, no es de suyo ilícito estipular el interés legal, siempre que no conste que es excesivo, y aun uno más alto, si hay título justo y proporcionado que lo cohoneste». Cree Widow[35], y no es el único, que la doctrina tradicional se mantiene en la primera frase. A mi modo de ver, si bien es claro que esa primera frase refleja un principio fundamental (que del solo mutuo no puede seguirse lucro) de la doctrina tradicional, también la segunda puede conciliarse con esa doctrina tradicional ya que, si hay título justo y proporcionado que lo cohoneste (se entiende, distinto del nudo y simple mutuo), no es de suyo ilícito estipular el interés legal, siempre que no conste que sea excesivo, y aun uno más alto[36]. Parecería que con este pronunciamiento canónico quedaba zanjada la relevancia de la ley civil[37], de modo sensato y equilibrado; si bien algunos continuaron reputándola sub judice no tanto en particular como porque, en general, la aplicación de la condena de la usura en nuestro tiempo seguía pendiente de mucha mayor claridad[38].
No será ya el magisterio eclesiástico quien arroje luz sobre este asunto pues, a diferencia de lo que ocurrió durante siglos con disputadas cuestiones prácticas como los montes de piedad, los censos o rentas, los cambios o el triple contrato, las cuales fueron tratadas no sólo por teólogos y canonistas sino también por papas y concilios, obispos y sínodos, la aplicación de la tradicional prohibición de la usura en las nuevas circunstancias económicas sigue casi huérfana de esa orientación. En una primera época, como acabo de consignar en relación con el canon 1543 del Código de 1917 y sus antecedentes próximos desde comienzos del siglo XIX, al menos se reafirmaron los principios y se admitió cierta toma en consideración de la ley civil, en la forma matizada que se ha explicado. León XIII en Rerum novarum[39] y cabe decir que también Pío XI en Quadragesimo anno[40], se manifestaron sobre ésta en el contexto mucho más amplio de la llamada «cuestión social»[41], pero no descendieron a aquel género de aspectos prácticos.
En una segunda época los principios tradicionales han dejado incluso de recordarse, aunque nunca se haya llegado a negarlos. El II Concilio Vaticano guardó completo silencio sobre la usura, algo en principio no significativo (no es ni obligatorio ni conveniente, ni siquiera practicable, que un concilio ecuménico examine o mencione todas las verdades católicas) si no fuera porque sus numerosos y variados documentos, tomados en su conjunto, son los más prolijos de la historia de los concilios; y asimismo porque, en concreto, la constitución pastoral Gaudium et spes dedica un entero capítulo (el III de la segunda parte) a la vida económico-social donde se predica, y a veces se divaga, sobre muchas cosas (las enormes desigualdades, condiciones de trabajo y descanso, sindicatos y derecho de huelga, inversiones y política monetaria, problema de los latifundios, etc.) pero ni se nombra la usura. Presente en el primer Código de Derecho Canónico, en la forma que antes hemos glosado, la usura desaparece en el de 1983[42]. Y el Catecismo de la Iglesia Católica, mandado publicar por Juan Pablo II en 1992[43], guarda igual silencio, a diferencia del tridentino y de otros[44], sobre qué sea el pecado de usura[45]; se evoca que la justicia conmutativa regula los intercambios entre las personas (parágrafo 2411), y se afirma que «el acuerdo de las partes no basta para justificar moralmente la cuantía del salario» (parágrafo 2434), pero no se hace ninguna aplicación de tales criterios en materia de préstamo.
Es claro que «la Iglesia dejó de pronunciarse sobre este pecado, porque el mundo de la economía tomó sus propios caminos, y ya ni se soñaba con acatar lo que ella decía. Esto la retrajo, se volvió sobre sí misma y dejó de estar atenta a lo que ocurría en el mundo secularizado. Las operaciones económicas dejaron de ser analizadas por los teólogos, quienes se limitaron, primero, a insistir en los principios morales a los que ellas debían conformarse, sin explicar cómo habían de ser aplicados; luego, y en particular a raíz de la crisis modernista, en general se olvidaron de aquellos principios y, cuando se ocuparon de los males sociales y económicos, fue como resultado de sus adhesiones a las ideologías de la Revolución»[46]; esto último pudo decirse hace años principalmente de la adhesión de muchos a ideologías de signo colectivista, pero hoy cada vez cobra más relieve en relación con aquellas de signo liberal.
Sin embargo, no cabe que se haya agotado la fecundidad de los principios católicos en materia de usura, esclarecidos merced a una obra de siglos[47]. Por ello, me propongo ahora proyectar tales principios sobre las circunstancias de nuestros días; con la advertencia fundamental de que todo lo que sigue, si bien quiere apoyarse en las tradicionales enseñanzas magisteriales y de doctores católicos, no se confunde con ellas.
5. Cómo se comete hoy la usura
Para comenzar, conviene volver a considerar esos principios tradicionales que antes ya he examinado y que resultan con gran claridad de la encíclica Vix pervenit: por la sola razón del nudo y simple mutuo, conforme a su esencia, no es lícito que el prestamista perciba ninguna cantidad adicional a la prestada (intereses remuneratorios), y ello sería el lucro prohibido; sin embargo, pueden acompañar al mutuo títulos extrínsecos, ajenos a su esencia, como el lucro cesante o daño emergente que del mutuo en particular se derive para el concreto prestamista, los cuales justificarán que este último perciba alguna cantidad adicional a la prestada (intereses compensatorios, nunca remuneratorios); y existen contratos distintos del mutuo o préstamo que derechamente justifican el lucro, como por ejemplo la sociedad, en cuyo caso será justo que el inversor se beneficie con cantidades adicionales a la aportada. Si el esquema es nítido, no todas las piezas encajan en él con pareja perfección, pues el periculum sortis, al igual que el lucro cesante o daño emergente, puede conceptuarse como título extrínseco, en lo referido a cierto riesgo de crédito; pero dado que, como riesgo de mercado, es rasgo próximo al contrato de sociedad, cabe también verlo como elemento cuya presencia acerca o asimila el préstamo a aquel otro contrato.
Pues bien, los títulos extrínsecos que pueden acompañar al préstamo y justificar la percepción de intereses compensatorios, lejos de faltar, son hoy tan frecuentes que, sin necesidad de prueba particular, cabe presumir que, al menos en algún grado, concurren siempre y en todo lugar; esta presunción no es absoluta, allí donde subsistan circunstancias similares a aquellas de la antigua economía básicamente estacionaria podrá probarse lo contrario; pero, fuera de esos lugares aislados y ocasiones raras, con carácter casi universal, desde luego en nuestras economías desarrolladas, será lícito partir de que títulos legítimos justifican la percepción de intereses moderados, precisamente en la medida amparada por tales títulos.
El prestamista debe ser indemnizado, primero de todo, por la inflación monetaria; no que ésta no existiera ocasionalmente en tiempos antiguos, pero nunca con la generalidad propia de los últimos cien años. «La inflación no era un fenómeno nuevo, pero sí su intensidad, su generalidad y su persistencia durante el siglo XX. Las reacuñaciones de monedas durante la Edad Media y la Edad Moderna quedaron empequeñecidas por la impresión de billetes (papel moneda) desde el siglo XIX, y más intensamente durante el XX, al no estar ya limitada por las reservas de metales preciosos de los bancos centrales. La multiplicación de los billetes creó fuertes procesos inflacionistas durante el siglo XX […]. Aunque hubo un sesgo inflacionista en el siglo XVI, luego siguieron períodos de deflación (disminución de los precios) y la variabilidad de la tasa de inflación era alta. Por el contrario, lo característico del siglo XX fue que, gracias a la generalización de los billetes y al monopolio de su emisión por los bancos centrales, la inflación adquirió no sólo una dimensión superior, con ritmos de crecimiento de los precios muy altos, superiores al 6% anual, sino también se hizo más persistente, ya que desaparecieron los procesos deflacionistas, según Reinhart y Rogoff»[48]. Y los comentaristas católicos no dejaron de admitir que lo justo es que el prestatario devuelva igual valor que el recibido: «Recibir íntegro el valor de lo que se presta siempre es lícito, aunque para ello se haya de recibir una cantidad mayor del bien, y en eso no interviene para nada la usura»[49].
Ahora bien, además de la inflación monetaria hay que presumir que concurren otros títulos legítimos, capaces de justificar los tipos nominales de interés, ya que éstos, por definición, se pretende que sean algo superiores al impacto de aquélla (se entiende por tipo real de interés el nominal con deducción de la inflación –o adición de la hoy rara deflación). Sobre ese particular conviene distinguir entre dos aspectos.
En primer lugar, el stipendium laboris o compensación de todos los gastos en que el prestamista incurre por razón del préstamo, cuya licitud en principio está admitida desde antiguo, al menos desde que, a caballo entre los siglo XV y XVI, se produjo el debate sobre los montes de piedad[50]. No habrá duda respecto de los gastos razonables de funcionamiento de las entidades de crédito, sean más o menos eficientes, sin cuya mediación no se vislumbra cómo podrían operar las economías contemporáneas. Parece también lógico computar bajo ese rubro (o como damnum emergens) los costes derivados del obligado cumplimiento de múltiples requisitos contables establecidos por la compleja normativa sectorial, inherente hoy al sistema financiero, por donde vendría a acogerse una moderada estimación del riesgo de crédito. En cambio, contra el común entendimiento práctico y aun teórico, no creo que quepa computar aquí el costo de obtención del mismo dinero (cuando existe, en forma de intereses y gastos conexos soportados) ya que, al menos con arreglo al análisis tradicional cuyos límites intento no traspasar, habría círculo vicioso en justificar intereses so color de intereses soportados; cosa distinta es que unos tipos de interés río arriba sirvan de referencia para la fijación de otros tipos río abajo, pero la justificación moral de todos ellos deberá regirse por otros criterios.
No obstante, tampoco la suma de inflación y gastos incurridos bastaría para legitimar el monto de los intereses que habitualmente se estima razonable. A mi modo de ver ese suplemento, al menos parte del mismo, viene ordinariamente del lucrum cessans, y dentro de tales límites es lícito. Sabemos ya que la legitimidad de ese título extrínseco se aceptó por los autores católicos de modo gradual con mucha lentitud y cautela, en tiempos de una economía básicamente agraria, local y estacionaria; posteriormente, sin embargo, una apreciación razonable de su concurrencia en ciertos casos fue generalizándose, incluso desde antes de la revolución industrial; después de ésta, y desde luego hoy, no cabe ninguna duda de que el creciente dinamismo económico ha sido y sigue siendo tal, tantas y tan accesibles las oportunidades de destinar el dinero a empresas productivas, todo ello como tendencia general, que cualquier prestamista se priva ciertamente de esas oportunidades cuando dedica su dinero al préstamo (al menos al de consumo, después volveremos sobre el de comercio) y en esa medida es justo que sea indemnizado.
Igual conclusión puede alcanzarse desde otro punto de vista, muy próximo, que es el de la inflación no monetaria sino orgánica, esto es, no la causada por la emisión desproporcionada de dinero (por encima del crecimiento de la economía), a la que ya hemos aludido, sino por el aumento de bienes. En la medida en que la economía crece, «el mismo dinero que se tenía ayer, hoy vale menos, pues lo ha excedido la cantidad de bienes existentes: los 100 que tenía ayer, para tener el mismo valor proporcional a los bienes accesibles, hoy tendrían que ser 105. El valor del dinero es parcialmente determinado por bienes que no existen, pero cuya producción y oferta está prevista»[51]. Situación enteramente diferente de aquella antigua en que «el monto de las riquezas existentes era estable. Es decir que la economía no era de crecimiento, sino de estabilidad. No había creación de nueva riqueza: se cultivaban las mismas tierras; se poseía la misma cantidad de ganado. Lo cual significaba que si alguien se enriquecía, era siempre a costa del empobrecimiento de otros»[52]. Por esta razón, sigue escribiendo Widow, «la medida según la cual se determina cuál es la moderación de un interés, está dada por lo que sería la ganancia propia de una inversión que se estime relativamente segura»[53]; en suma, por el lucro cesante.
Sin embargo, se pasa así por alto que, como enseña Santo Tomás de Aquino, «vale menos poseer algo virtualmente que tenerlo en acto, y el que está en vías de alcanzar algo lo posee sólo virtualmente o en potencia»[54]. De modo que el lucro cesante del prestamista no será justo compensarlo según igualdad estricta, sino siempre en alguna medida inferior. Conviene consignar aquí que esa era la opinión común entre los comentaristas[55], y citar las sabrosas palabras de Tomás de Mercado: «La ganancia posible y lícita sería alguna parte de la que esperara, no todo, porque se ha de pesar el peligro, y riesgo de que lo libra, la incertidumbre de sus esperanzas, que muchas veces en cosa de interés, se engañan los muy expertos, y piensan ganar mucho y pierden no poco»[56]. No se subrayará demasiado la importancia de este análisis: puesto que la deuda derivada del préstamo es incondicional, y en cambio más o menos contingente todo beneficio empresarial, el lucro cesante habrá de compensarse no de modo íntegro sino algo inferior a la ganancia media de inversiones prudentes, o relativamente seguras.
Hasta aquí no hemos distinguido entre préstamos de consumo y de comercio, que sin embargo es una distinción fundamental a propósito de la usura entre los seguidores de Hilaire Belloc[57] y su escuela distributista[58]. En esa corriente de pensamiento económico ha alcanzado categoría de tesis fundamental que la condena de la usura atañe exclusivamente a los préstamos de consumo (o improductivos, los destinados a la compra de vivienda incluso) mientras que, en lo que toca a los de comercio (o productivos), sería lícito que el prestamista tuviese parte –en forma de intereses– en los beneficios empresariales posibilitados por la financiación ajena. Sabemos no obstante que esa perspectiva del lado del uso o destino del dinero prestado no fue nunca adoptada por los doctores católicos, y ello fue declarado por Benedicto XIV como perteneciente a la doctrina cierta de la Iglesia: «No puede alegarse como excusa, para librarse de incurrir en esta plaga [la usura], que […] aquel de quien se reclama este lucro por la sola razón del mutuo […] no habrá de tener ociosa la suma recibida en mutuo, sino que la dedicará a aumentar su fortuna, en comprar nuevos predios o en pingües negocios»[59]. La cuestión, hay que volver a insistir, debe examinarse del lado del prestamista: es su lucro cesante el que puede justificar que sea justo añadir alguna cantidad al principal adeudado, nunca el lucro obtenido con éste por el prestatario. Los críticos liberales no pasan por alto esta debilidad del análisis distributista[60] y, si no fuera por lo que a continuación argumento, creo que tendrían en este punto toda la razón.
Ya en el siglo XIX la incipiente responsabilidad limitada de las empresas tendía a debilitar el carácter incondicional de las deudas derivadas de los préstamos de comercio, puesto que las hacía dependientes de la suerte y ventura del negocio. Cancelada la responsabilidad personal –e incluso solidaria– de los socios, el préstamo de comercio se aproximaba al contrato de sociedad (o a los censos o rentas) porque el acreedor corría con el riesgo de las pérdidas y se lucraba con los beneficios de la compañía, en cierta forma asimilable a la de un inversor. Pues bien, esa realidad embrionaria se ha convertido hoy en una selva pavorosa de sociedades que, al amparo de la personalidad jurídica y la responsabilidad limitada, muchas veces reducen a la nada, o casi, la antigua naturaleza incondicional de aquellas deudas. Las sociedades se reproducen sin fin, encajan como muñecas rusas o se vinculan en redes inextricables, y así permanecen ocultos e irresponsables los dueños últimos y sus patrimonios; muchas veces se constituyen para un solo proyecto muy acotado, y no es infrecuente que de su éxito quede íntegramente pendiente la devolución del préstamo; la sociedad unipersonal termina de complicar el panorama, incluso en aquellos países donde sigue prohibida y se esconde tras testaferros o socios pertenecientes a un solo grupo. En esas condiciones, la frontera entre mutuo o préstamo y contrato de sociedad, si no desaparece, se hace extraordinariamente confusa y permeable[61], hasta tal punto que se distingue entre deudas de rango más o menos próximo al capital y llegó a inventarse un curioso neologismo (mezzanine o entreplanta) para referirse a algunas de ellas[62].
Por todo ello cabe decir que, en lo que toca a los grandes grupos empresariales, el periculum sortis pesa sobre los prestamistas de modo no igual pero sí muy próximo al de los accionistas, y por esa razón no se equivocan los distributistas al excluir todo ese segmento del potencial ámbito de la usura[63]. Puede tener interés consignar que, en muchos años de vida profesional siempre cercana a ese mundo, una sola vez recuerdo haber presenciado que un verdadero rico pusiera su firma, y con ella su patrimonio, en garantía de uno de esos préstamos productivos. Las pequeñas y medianas empresas no escapan por completo a este análisis, aunque ciertamente en grado menor, pues son más numerosas las ocasiones (más cuanto menor el negocio) en que los dueños últimos se ven obligados a responder con sus bienes del buen fin de tales empresas.
Y sin embargo basta consultar las series y los boletines estadísticos del Banco de España[64] para confirmar, sin sorpresa y sin salir de las instituciones financieras[65], que los tipos de interés aplicados en el crédito al consumo son siempre notablemente superiores a los aplicados en el crédito a las sociedades no financieras; dentro del crédito a tales sociedades, mayores los relativos a créditos de importe inferior a un millón de euros que los relativos a créditos de importe por encima de ese umbral; e incluso los tipos del crédito a la vivienda son, por lo general, ligeramente superiores a los segundos[66]. Cabe argumentar con los promedios estadísticos (quienes cumplen habrían de pagar mayores tipos para compensar por los morosos) pero, aun aceptando en teoría como justa una aplicación razonable de tal criterio[67], a todas luces la práctica de esos mayores tipos tiende a la inmoderación.
Cuando la cuestión de la usura ha venido a desplazarse al monto moderado o excesivo de los intereses, por las sólidas razones económicas que hemos repasado, se ha aproximado en cierto modo al problema del precio justo en la compraventa. Como en ese otro capítulo fundamental de la moral económica, será sin duda tarea ardua fijar límites precisos a lo justo, y los escolásticos, que no esperaban afrontar en la práctica frecuentes disputas sobre la justicia de los precios, tendían a reconocer ciertos márgenes dentro de los cuales aquélla subsistía[68]; cabe pues guiarse, en principio, por la común estimación del mercado y, sin exceder esos límites, presumir que los precios son justos o los intereses razonables. Sin embargo, mucho más fácil que fijar esos márgenes, será siempre reconocer a primera vista la injusticia[69], no obstante el consentimiento de ambas partes y aun la sanción del mercado, como ocurre en el caso de precios abusivos con que los vendedores extorsionan a compradores particularmente necesitados. De manera análoga, no será difícil reconocer que tipos de interés tan abultados como algunos que se practican en financiación al consumo y sobre todo tarjetas de crédito[70] o dinero rápido, por mucho que computemos inflación y gastos y elevemos esa suma hasta algo menos que la ganancia propia de una inversión prudente, exceden sin duda del amparo de tales títulos legítimos; y por lo tanto esos tipos de interés son usurarios, a la luz de la moral, sin que obste a esa conclusión que los autorice la ley civil o sean predominantes en el mercado.
Por último, importa subrayar que, como enseñó Benedicto XIV en la encíclica Vix pervenit, «a nadie puede ocultársele por lo menos esto, que muchas veces el hombre se ve obligado a ayudar a otro con un simple y nudo mutuo»[71]. O que, como resumió Propaganda Fide en 1873, debe excluirse la menor usura exigida de los pobres, de modo que en la apreciación de qué sea tipos «excesivos» habrá que considerar todas las circunstancias, no sólo las de lugar y tiempo sino también las de persona[72]. A mi modo de ver esto conduce a concluir que, por mucho que ordinariamente sea lícito reclamar compensación por el lucro cesante, la caridad (si no la justicia)[73] sigue requiriendo que muchas veces se ayude a los pobres sin exigir nada por encima del dinero prestado o, a lo sumo, únicamente lo justificado por la inflación monetaria y, como en la antigua tradición de los montes de piedad, por los gastos razonables de funcionamiento[74].
6. Conclusión
La condena de la usura es una verdad católica, solemnemente declarada, y en la doctrina cierta de la Iglesia encontramos principios suficientes para saber cómo se cometió ese pecado en tiempos pasados (los de una economía casi estacionaria, básicamente agraria y local) y cómo se comete todavía hoy.
En nuestros tiempos de dinamismo económico, la ley civil no reconoce ninguna invariante moral y la usura ni se menciona en púlpitos (caídos en desuso) ni, cabe sospechar, tampoco en el secreto sacramental de los confesonarios (donde siguen en uso). Sin embargo, lejos de haber desaparecido, es muy plausible que la usura exista hoy multiplicada, al menos por el gran volumen y los elevados tipos de mucha financiación al consumo. Y nada indica que pudiera desvanecerse en futuras y distintas circunstancias, ni dejará nunca de caer sobre ella la irreformable condena católica.
[1] Bernard W. DEMPSEY, Interest and usury (1943), Londres, Dennis Lobson, 1948, pág. 3; las traducciones en este artículo de originales citados en lengua extranjera serán propias.
[2] La todavía en parte vigente Ley Azcárate, de 23 de julio de 1908, de represión de la usura.
[3] Éxodo 22, 25; Levítico 25, 35-37; Deuteronomio 23, 19-20; Salmos 14, 5 («El que no da a usura su dinero […]. Al que tal hace, nadie jamás le hará vacilar») y 36, 26; Ezequiel 18, 6-17 y 22, 12.
[4] Lc 6, 34-35, donde «se establece un precepto o, más verdaderamente, se inculca de nuevo una ley natural, según la cual no se debe exigir nada de nadie absolutamente, pobre o rico, por razón del mutuo»(BENEDICTO XIV, De synodo diocesana [1 7 4 8], libro 10, cap. 4, núm. VI, en Doctrina pontificia III. Documentos sociales, Madrid, BAC, 1959, pág. 38).
[5] Enrique DENZINGER, El Magisterio de la Iglesia, Herder, Barcelona, 1955, 1997 –versión española sobre la 31ª edición latina del Enchiridion Symbolorum–, Denz 479, pág. 173.
[6] El uso o disfrute de cosa ajena puede también fundarse no en un contrato sino en un derecho real restringido o limitado, como es el caso del usufructo. La distinción entre cosas consumibles y no consumibles tiene entonces igual relevancia, ya que en el caso de las primeras el usufructuario se obliga a devolver el tantundem como en el préstamo o mutuo.«»
[7] URBANO III: «…toda usura y sobreabundancia está prohibida en la Ley…» (Consuluit nos [circa 1186], El Magisterio …, Denz 403, pág. 143). ALEJANDRO VII: «Lícito es al que presta exigir algo más del capital, si se obliga a no reclamar éste hasta determinado tiempo» (proposición condenada en el decreto de 18 de marzo de 1666 acerca de errores varios sobre materias morales, El Magisterio…, Denz 1142, pág. 300).
[8] Juan Antonio WIDOW, «La ética económica y la usura», en la revista Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada (Madrid), pág. 25.
[9] V CONCILIO DE LETRÁN (1515, bula Inter multiplices), a propósito de los montes de piedad instituidos, primero en Italia desde mediados del siglo XV, para preservar a los pobres de los usureros y prestarles dinero a cambio de prenda o empeño: «… en los que en razón de sus gastos e indemnidad, únicamente para los gastos de sus empleados y de las demás cosas que se refieren a su conservación, conforme se manifiesta, sólo en razón de su indemnidad, se cobra algún interés moderado además del capital, sin ningún lucro por parte de los mismos Montes, no presentan apariencia alguna de mal ni ofrecen incentivo para pecar, ni deben en modo alguno ser desaprobados, antes bien ese préstamo es meritorio y debe ser alabado y aprobado y en modo alguno ser tenido por usurario» (El Magisterio…, Denz 739, págs. 217 y 218).
[10] «La noción vulgar de que los escolásticos rechazaban todo interés en relación con préstamos de dinero puede descartarse sin más. De hecho, interesse es un concepto desarrollado por ellos a partir del Derecho romano. Si el prestamista puede mostrar que desprenderse de dinero implicará para él elementos de coste o pérdida, puede reclamar justamente una indemnización por ello a cargo del prestatario» (Odd LANGHOLM, The aristotelian analysis of usury, Bergen, Universitetsforlaget, 1984, pág. 50).
[11] DEMPSEY, Interest and…, pág. 171.
[12] En la normativa bancaria (entre nosotros la circular 4/2004, del Banco de España) se llama hoy, básicamente, riesgo de crédito a la eventualidad de que el prestatario incumpla sus obligaciones, y riesgo de mercado a la eventualidad de que fluctúen el valor o los flujos de una inversión. La doctrina tradicional sobre el periculum sortis pivota sin duda en torno al riesgo de mercado, mientras que el de crédito se considera que, de suyo, pertenece a la esencia del mutuo, intrínseco a éste y que, por lo tanto, ordinariamente es inhábil como título extrínseco.
[13] Quien «confía su dinero al comerciante o al artesano, constituyendo con él de algún modo cierta sociedad, no le transfiere la propiedad de su dinero, sino que éste sigue siendo suyo, de tal forma que el mercader negocia o el artesano trabaja con él con los riesgos del mismo propietario; por consiguiente, puede éste exigir lícitamente, como fruto de una cosa suya, una parte de las ganancias que se obtengan» (SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, II-II, q. 78, a. 2, ad 5). Caso similar era el de los censos, cuando se sujetaban algunas fincas o casas al pago de una renta anual en retribución de un capital que se recibía en dinero, y no se consideraban usurarios con tal de que existiese tal riesgo para el comprador del censo.
[14] S.t., II-II, q. 78, a. 1, corpus.
[15] LANGHOLM, The aristotelian analysis…, pág. 115.
[16] LANGHOLM, The aristotelian analysis…, pág. 151.
[17] DEMPSEY, Interest and…, págs. 158 y 159; la cita es de Juan de LUGO, jesuita y cardenal español del siglo XVII, De justitia et jure (1642), disputa 26, parágrafo 98.
[18] Federico RODRÍGUEZ, «Exposición histórica» que precede a la encíclica de Benedicto XIV Vix pervenit, de 1 de noviembre de 1745 (Doctrina pontificia III. Documentos sociales, pág. 20); corrijo en el texto citado la errata relativa al año –que fue 1744 y no 1774– de la primera edición del libro de Maffei.
[19] Vix pervenit, núm. 2, pág. 22 (los números se refieren a los apartados y cánones de la encíclica, las páginas a su publicación en la edición antes citada, Doctrina pontificia III. Documentos sociales).
[20] Vix pervenit, núm. 3, canon I, pág. 23.
[21] Nota 5 supra, por ello «es tan cierto que la usura es ilícita que […] afirmar lo contrario está en contradicción con la fe católica» (Luis de MOLINA, Tratado sobre los préstamos y la usura (1597), que acaba de reeditarse, Valladolid, Maxtor, 2011, disputa 304, pág. 45).
[22] RODRÍGUEZ, «Exposición histórica», Doctrina pontificia III. Documentos sociales, pág. 20. También John T. NOONAM, Jr., The scholastic analysis of usury, Cambridge, MA, Harvard University Press, 1957, pág. 357.
[23] Nota 19 supra. Y también: «Si alguno pensare de este modo [que siempre y en todas partes hay alguna causa que justifica recibir un interés moderado], es indudable que está en contra no sólo de las enseñanzas divinas y de la doctrina de la Iglesia sobre la usura …» (Vix pervenit, núm. 3, canon V, pág. 25); «siendo las cosas así, aprobamos y confirmamos todo lo que en las anteriores sentencias se contiene, ya que todos los tratadistas, así como los profesores de teología y de cánones, muchos testimonios de la Sagrada Escritura, los decretos de los Pontífices predecesores nuestros y de los concilios y la autoridad de los Padres parecen confirmar de consuno dichas sentencias» (Vix pervenit, núm. 4, págs. 26 y 27); adviértase, no obstante, la cautela final –«parecen confirmar».
[24] Vix pervenit, núm. 3, canon II, págs. 23 y 24.
[25] Vix pervenit, núm. 3, cánones III y IV, págs. 24 y 25.
[26] DEMPSEY, nota 11 supra.
[27] Vix pervenit, núm. 3, canon V, pág. 25.
[28] Vix pervenit, núm. 7, pág. 28.
[29] Vix pervenit, núm. 8, pág. 28.
[30] Federico RODRÍGUEZ, «Exposición histórica» que precede a De synodo diocesana, donde se nos informa de que esas constituciones se recogieron en el tomo II de las obras completas de Benedicto XIV, publicadas por primera vez en Roma en 1748 (Doctrina pontificia III. Documentos sociales, pág. 32).
[31] De synodo diocesana, libro 10, cap. 5, núm. X, en Doctrina pontificia III. Documentos sociales, pág. 57.
[32] Destacan algunas correspondientes a los pontificados de Pío VIII y Gregorio XVI, entre 1830 y 1838 (El Magisterio …, Denz 1609-1612, págs. 375 y 376).
[33] Tomo estos principios del libro del espiritano irlandés Denis FAHEY, The mystical body of Christ and the reorganization of society, Cork, The Forum Press, 1945, págs. 82 y 83; donde el autor sigue a su vez el artículo del benedictino J. B. MCLAUGHLIN, «Usury sub judice» en la revista The Clergy Review (Londres), enero de 1935.
[34] Cabe criticar que lucro e interés se empleen aquí sin distinguirlos cuidadosamente; como, a diferencia de Vix pervenit, tampoco se distinguen con rigor títulos que pueden acompañar al mutuo y contratos lucrativos de otra naturaleza; pero desconozco si estas deficiencias son atribuibles a la fuente original, que no he podido consultar.
[35] WIDOW, «La ética económica y…», pág. 38.
[36] NOONAN subraya con acierto que «el propio canon habla de interés legal que puede ser excesivo y por lo tanto inmoral, y de este modo se da claramente por supuesto que la ley no crea por sí misma un derecho a intereses» (The scholastic analysis…, pág. 391). El interés legal no es aquí el meramente consentido ni el tasado por la ley civil, ya que se contempla que pueda incluso excederse, sino el tipo que la ley fija para su uso a determinados efectos (por ejemplo, intereses moratorios en defecto de pacto), como ocurre en España con el tipo que cada año fija la ley de presupuestos (el 4 por ciento en 2012). «Puede aceptarse en conciencia como norma segura, en cuanto que el legislador humano ha señalado con ella lo que es justo y razonable habida cuenta de las actuales circunstancias. Por eso, su transgresión por exceso notable atentaría no sólo a la justicia legal, sino incluso a la conmutativa, y, por lo mismo, llevaría consigo la obligación de restituir. Claro es que si, en algún caso especial que la ley no puede prever, el daño emergente, lucro cesante, etc., fuese superior a ese interés legal, podría subirse sin injusticia hasta compensar aquellos daños. Pero en esta materia es facilísimo alucinarse y encontrar en seguida pretextos para justificar un interés usurario que ante Dios y ante la recta razón equivale a un verdadero robo» (Antonio ROYO MARÍN, Teología moral para seglares, Madrid, BAC, 1957, tomo I, núm. 679, pág. 519); intereses que triplican los legales, y hasta varias veces más (como ocurre con las tarjetas de crédito o el dinero rápido), parecen ciertamente cosa de alucinación.
[37] WIDOW da la cuestión por tácitamente definida («La ética económica y…», pág. 38).
[38] «Así el problema de la usura sigue sub judice como lo ha estado durante siglos. […] Las peticiones de una decisión surgen, por supuesto, de diferencias de opinión entre el clero; y Roma, como siempre, protegió la libertad de cada parte de defender su propia opinión sobre una cuestión no decidida; pero no la de defender extremos –que todo interés es lícito, que ningún interés es lícito– ni la de faltar a la caridad al calificar como herética la opinión opuesta» (MCLAUGHLIN, “Usury sub judice”).
[39] «Hizo aumentar el mal la voraz usura, que, reiteradamente condenada por la autoridad de la Iglesia, es practicada, no obstante, por hombres codiciosos y avaros bajo una apariencia distinta» (encíclica Rerum novarum [1891], núm. 1, en Doctrina pontificia III. Documentos sociales, pág. 312).
[40] Encíclica Quadragesimo anno (1931), núms. 105 y 106, Doctrina pontificia III. Documentos sociales, pág. 744.
[41] «[…] la encíclica Rerum novarum tiene de peculiar entre todas las demás [de León XIII] el haber dado al género humano, en el momento de máxima oportunidad e incluso de necesidad, normas las más seguras para resolver adecuadamente ese difícil problema de humana convivencia que se conoce bajo el nombre de “cuestión social”» (Quadragesimo anno, núms. 2 y 3, Doctrina pontificia III. Documentos sociales, págs. 693 y 694).
[42] «La nueva legislación de la Iglesia parece haber renunciado a su tradicional actitud represiva de la usura. Eso puede explicarse por la realidad económica de hoy, en atención, sobre todo, al fenómeno de la inflación, pero la cuestión está en que, con esta nueva actitud permisiva, se renuncia a la crítica más radical del capitalismo» (Álvaro D´ORS, «Premisas morales para un nuevo planteamiento de la economía», en la Revista Chilena de Derecho, vol. 17 [1990], pág. 445). Queda solamente el canon 1290 con arreglo al cual, en materias sometidas a la potestad de régimen de la Iglesia, «lo que en cada territorio establece el derecho civil sobre los contratos» debe observarse, «salvo que sea contrario al derecho divino o que el derecho canónico prescriba otra cosa»; sigue en pie que la usura es contraria al derecho divino.
[43] No hay a este respecto diferencia alguna entre la primera versión (1992) de ese Catecismo de la Iglesia Católica y la corregida (1997), en ambas se omite toda definición y explicación de la usura. En el Compendio (2005) del mismo Catecismo de la Iglesia Católica, en respuesta a la pregunta número 508 («¿qué prohíbe el séptimo mandamiento?»), al menos se reafirma que ese precepto «prohíbe igualmente la usura, la corrupción, el abuso privado de bienes sociales, …»; pero ni aquí ni allí se define o explica qué sea el pecado de usura.
[44] Prestar con usura es cometer rapiña, y cuán grave sea este pecado: Pertenece también a dicha clase [de hurto, las rapiñas] los usureros, muy astutos y crueles en rapiñas, los cuales, con sus crecidos intereses, despojan y arruinan al desgraciado pueblo. Es, pues, usura todo lo que se recibe además de la suerte y del capital que se dio, ya sea dinero, ya sea cualquier otra cosa que pueda comprarse o estimarse por dinero. Pues así se halla escrito en Ezequiel (18, 8 y 17): Si no prestase a usura, ni recibiese más de lo prestado; y el Señor dice por San Lucas (6,35): Prestad, sin esperanza de recibir nada por ello. Gravísimo fue siempre este pecado y muy odioso hasta entre los gentiles, de quienes es esta frase: ¿Qué es dar a usura, qué, dice Catón, sino matar a un hombre? Porque los que dan a usura venden dos veces una cosa o venden lo que no existe» (Catecismo Romano, según el decreto del Concilio de Trento y mandado publicar por San Pío V en 1566, parte III, capítulo 8 [de septimo praecepto], núm. 11; cito por la traducción española de Anastasio Machuca, Madrid, Librería Católica de Gregorio del Amo, 2ª edición corregida y adicionada por el traductor, 1911, pág. 412). Condena y definición de la usura se encontraban hasta en catecismos más sencillos, destinados principalmente a la instrucción de los niños, como el venerable Ripalda: «¿Qué cosa es usura? Llevar algún interés sobre aquello que se presta» (Catecismo de la Doctrina Cristiana [1616], del jesuita Jerónimo de Ripalda, con adiciones de fines del siglo XVIII –entre otras, esta relativa a la usura– por el canónigo doctoral La Riva; cito por una edición moderna, Madrid, Maeva, 1997, pág. 25). Y todavía en el Catecismo Mayor de San Pío X (1905): «¿Cómo se comete la usura? La usura se comete cuando se exige sin legítimo título un interés ilícito por alguna cantidad prestada, abusando de la necesidad o ignorancia del otro» (cito por la edición española de la Fundación San Pío X, Madrid, 1998, pág. 87); se toma aquí expresamente en consideración que cabe interés lícito (compensatorio) al amparo de un título legítimo (extrínseco), y también que, si no fuera por necesidad o ignorancia, nadie sufriría la usura.
[45] Al tratar del quinto mandamiento, se alude a los usureros en el parágrafo 2269: «La aceptación por parte de la sociedad de hambres que provocan muertes sin esforzarse por remediarlas es una escandalosa injusticia y una falta grave. Los traficantes cuyas prácticas usurarias y mercantiles provocan el hambre y la muerte de sus hermanos los hombres, cometen indirectamente un homicidio». Dentro del artículo dedicado al séptimo mandamiento se dice, a propósito de la justicia y la solidaridad entre las naciones, que «es preciso sustituir los sistemas financieros abusivos, si no usurarios» (parágrafo 2348), con cita de la encíclica de JUAN PABLO II Centesimus annus (1991), núm. 35 (donde se trata de la deuda externa de los países más pobres, pero no de la usura en sí misma); y en un apartado acerca del amor a los pobres se trae a cuento que «en el Antiguo Testamento, toda una serie de medidas jurídicas (año jubilar, prohibición del préstamo a interés, retención de la prenda, pago cotidiano del jornalero, derecho de rebusca después de la vendimia y la siega) corresponden a la exhortación del Deuteronomio: “Ciertamente nunca faltarán pobres en este país; por esto te doy yo este mandamiento: debes abrir tu mano a tu hermano, a aquél de los tuyos que es indigente y pobre en tu tierra” (Dt 15, 11)» (parágrafo 2449); no se dice expresamente, pero puede muy bien entenderse, que la prohibición del préstamo a interés era una «medida jurídica» del Antiguo Testamento, ajena a la ley natural y sólo relevante como arcaica manifestación de nuestros deberes con los pobres. En ningún lugar del Catecismo se cita la encíclica Vix pervenit de Benedicto XIV, ni se recuerda la doctrina tradicional reafirmada en ella. Tampoco en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (2004), que se limita (parágrafo 341) a retomar dos textos del Catecismo (los citados parágrafos 2269 y 2348) y una referencia de JUAN PABLO II al asunto: «La usura, delito que también en nuestros días es una infame realidad, capaz de estrangular la vida de muchas personas» (Discurso en la Audiencia General, 4 de febrero de 2004, L´Osservatore Romano, edición española, 6 de febrero de 2004, pág. 12); sin embargo, parecería que el voluminoso Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia habría sido una ocasión adecuada para recapitular la doctrina tradicional de la usura, si no fuera porque se rehúye o margina el magisterio anterior al Concilio Vaticano II, y dar luces sobre su aplicación en nuestro tiempo.
[46] WIDOW, «La ética económica y…», págs. 39 y 40.
[47] Hay la sombra de un atisbo de tímida recuperación en la encíclica Caritas in veritate (2009) de BENEDICTO XVI: «También la experiencia de la microfinanciación, que hunde sus raíces en la reflexión y en la actuación de los humanistas civiles –pienso sobre todo en el origen de los Montes de Piedad–, ha de ser reforzada y actualizada, sobre todo en estos momentos en que los problemas financieros pueden resultar dramáticos para los sectores más vulnerables de la población, que deben ser protegidos de la amenaza de la usura y la desesperación. Los más débiles deben ser educados para defenderse de la usura, así como los pueblos pobres han de ser educados para beneficiarse realmente del microcrédito, frenando de este modo posibles formas de explotación en estos dos campos. Puesto que también en los países ricos se dan nuevas formas de pobreza, la microfinanciación puede ofrecer ayudas concretas para crear iniciativas y sectores nuevos que favorezcan a las capas más débiles de la sociedad, también ante una posible fase de empobrecimiento de la sociedad» (núm. 65). Pero se advertirá que, fuera de la mención algo anecdótica de los montes de piedad (cuya fundación debió más a los frailes franciscanos que a los humanistas civiles, cfr. NOONAN, The scholastic analysis…, pág. 295), sigue sin haber reafirmación de los principios tradicionales (seguimos obligados a retroceder hasta 1917) ni se intenta su aplicación a las circunstancias presentes. Una certera visión general de la encíclica en Juan Fernando SEGOVIA, «¿Una nueva doctrina social de la Iglesia para un nuevo orden mundial? Un examen de Caritas in veritate de S.S. Benedicto XVI», revista Verbo (Madrid), núm. 499-500 (noviembre-diciembre 2011), págs. 763-810, sobre la usura pág. 806.
[48] Francisco COMÍN, Historia económica mundial, Madrid, Alianza Editorial, 2011, págs. 499 y 500; REINHART y ROGOFF son autores de This time is different. Eight centuries of financial folly, Princeton, Princeton University Press, 2009
[49] MOLINA, Tratado sobre los préstamos…, disputa 304, pág. 47. También en otro lugar: «Y así sucede que, si el valor del dinero creciere, se ha de restar en la devolución del préstamo tantas monedas cuantas sea necesario para que el valor de lo devuelto iguale al valor de lo prestado; como al contrario, si el valor del dinero bajase, habrá que añadir tantas monedas cuantas sean necesarias para igualar el valor prestado» (disputa 312, pág. 114).
[50] Nota 9 supra
[51] WIDOW, «La ética económica y…», pág. 43, donde sigue al economista alemán –y principal teórico de la economía social de mercado– Wilhelm ROEPKE, Introducción a la Economía Política (original en alemán, 1937), Madrid, Revista de Occidente, 1955, pág. 108 y siguientes.
[52] WIDOW, «La ética económica y…», pág. 26. En igual sentido, Louis SALLERON: «En un mundo que no se sustenta más que por la renovación regular de las cosechas y de los rebaños, la proporción de los bienes a las personas es invariable y rigurosamente determinada. Hay, tal año, digamos cien unidades consumibles para cien personas. No habrá más que todavía cien el año siguiente, y así sucesivamente. En esas condiciones, ¿cómo capitalizar? ¿cómo prestar? Quienquiera se enriquece no puede hacerlo sino en detrimento del prójimo. El lucro es un crimen; el interés igualmente». Citado por Marcel DE CORTE, «Économie et morale», en la revista Persona y Derecho (Pamplona), núm. 4 (1977), pág. 443.
[53] WIDOW, «La ética económica y…», pág. 43, con cita del dominico, también alemán, Arthur F. UTZ, Ética económica (original en alemán, 1993), Madrid, Unión Editorial, 1998, pág. 261.
[54] S.t. II-II, q. 62, a. 4, corpus.
[55] «Y en este caso ha de interpretarse en el sentido de que no es lícito recibir íntegramente, lo que habría de producir realmente en el acto, porque todavía no es seguro, y mucho menos lo que pudiera aumentar, porque es menos seguro todavía, sino sólo cuanto puede verosímilmente esperar al tenor de una prudente conjetura» (Domingo de SOTO, De la justicia y del derecho [1 5 5 3], Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1968, tomo III, pág. 525); también MOLINA, Tratado sobre los préstamos…, disputa 316, págs. 139-145. Cfr. NO O N A N, The scholastic analysis…, pág. 265.
[56] Tomás de ME R C A D O, Tratos y contratos de mercaderes (primera edición, 1569), hay facsímil muy reciente, Valladolid, Maxtor, 2011, tercer tratado, capítulo X, pág. 159; segunda edición ampliada, con el nombre de Suma de tratos y contratos (1587), Madrid, Instituto de Estudios Fiscales, 1977.
[57] «La naturaleza de la usura no tiene nada que ver con cobrar intereses altos o bajos. Atañe a algo muy diferente. Usura es cobrar cualquier interés por un préstamo improductivo» (Hilaire BELLOC, Economics for Helen, Londres, J. W. Arrowsmith, 1924, pág. 218); y en otro lugar: «El criterio es si el préstamo es productivo o no. La intención de la usura está presente cuando el dinero se presta a interés para lo que el prestamista sabe que será un propósito improductivo, y la real práctica de la usura está presente cuando, habiendo sido de hecho utilizado el préstamo de manera improductiva, sin embargo se reclaman intereses» (pág. 221).
[58] Por ejemplo, John C. MÉDAILLE: «Aquí hemos de distinguir entre prestar para inversión y usura. Inversión significa entregar dinero a compañías y emprendedores para expandir la producción e incrementar la riqueza de la sociedad. En este caso, el interés es meramente la participación del inversor en las ganancias; es el “salario” del capital suministrado, y quien lo suministra tiene derecho a ese salario. Usura, al contrario, es prestar dinero a interés para incrementar el consumo. No se añade nada a la riqueza de la sociedad, sin embargo se pude añadir mucho a la riqueza del prestamista» (Toward a truly free market: a distributist perspective on the role of government, taxes, health care, deficits, and more, Wilmington, Delaware, ISI Books, 2010, 2011 [rústica], pág. 56).
[59] Nota 24 supra.
[60] Thomas E. WOODS, La Iglesia y la economía. Una defensa católica de la economía libre, Madrid, El Buey Mudo, 2010 (edición original en inglés, 2005), pág. 219, con cita de NOONAN, The scholastic analysis…, pág. 403.
[61] Desde otro punto de vista, Álvaro D´ORS captó perfectamente esa asimilación entre préstamo y sociedad: «Que el préstamo del inversionista presente sus particularidades, tanto por el interés y el riesgo como por las garantías, esto no altera esencialmente su consideración como préstamo, y no como participación social. Es posible ciertamente que el prestamista preste con riesgo y, en compensación de ello, con más elevado interés, incluso un interés variable, determinado por los beneficios lucrados por la empresa, pues también conoce el derecho modalidades de ese tipo, como los préstamos “a la gruesa” y las cuentas de participación»(«Reflexiones civilísticas sobre la reforma de la empresa», en la revista La Ley (Buenos Aires), año XLIV, n.º 74 (16 de abril de 1979), pág. 2; volvió D´ORS sobre la misma tesis en «Premisas morales para …», pág. 443).
[62] «Por varias razones fiscales y contables, inversores y negocios pueden separar estas inversiones en dos categorías, deuda y capital [equity, en el original inglés], pero ambas comportan inversión de capital en un negocio. ¿Algún prestamista concedería un préstamo empresarial sin ninguna investigación acerca de cuál sea el negocio?» (Brian M. MCCALL «Unprofitable lending: modern credit regulation and the lost theory of usury», en la revista Cardozo Law Review (Yeshiva University, Nueva York), vol. 30 núm. 2 (noviembre 2008), pág. 606).
[63] Coincido con Brian MCCALL en que «sólo es necesario que las leyes de la usura pongan esta actividad fuera de su ámbito» («Unprofitable lending:…», pág. 606); por las razones ya explicadas, no creo en cambio que el criterio decisivo resida en que el dinero se destine a «un uso productivo o empresarial, cualquiera que sea la forma jurídica del prestatario o de la transacción» (págs. 606 y 607).
[64] http://www.bde.es/webbde/es/estadis/infoest/bolest.html.
[65] «De cualquiera de las maneras, nuestra sociedad se divide entre acreditados y no acreditados. El que queda fuera del circuito oficial, resulta un desheredado que no tiene otro remedio que acudir a los prestamistas oficiosos y sufrir intereses que en ocasiones alcanzan el 60%, según informa la prensa. […] los usureros se nutren de aquellas personas que se encuentran fuera del sistema crediticio y, metafóricamente, aunque no cumplen, sí que suplen esa función social aneja al crédito» (José Ángel MARTÍNEZ SANCHIZ, «La función social de la usura» en la revista El Notario del siglo XXI [Madrid], núm. 11, enero-febrero 2007).
[66] Pueden consultarse todos esos tipos medios o ponderados en los referidos boletines y series del Banco de España (cuadros 1.15, 2.10, 19.3 a 19.7, 19.12 y 19.13). A partir de junio de 2010, las operaciones de crédito mediante tarjeta de crédito no se incluyen ya en los datos de «crédito al consumo hasta un año»; si bien se anunció entonces que esas operaciones se proporcionarían próximamente por separado, sigue sin ser el caso a esta fecha (julio de 2012); en ese segmento, son frecuentes tipos de interés entre el 1 y el 2 por ciento mensuales.
[67] Cfr. NOONAN, The scholastic analysis…, que cita al respecto la opinión contraria de San Antonino de Florencia (pág. 290, nota 31) y la favorable de Franz Xaver Zech, jesuita y canonista de la universidad de Ingolstadt en el siglo XVIII: «Zech hace entonces un cambio en la presentación corriente del riesgo y dice que el cargo por riesgo no es por el temor de la pérdida, ni por la pérdida real, sino por la pérdida probable. La pérdida probable es calculable como una media de la pérdida total sufrida por un prestamista en relación con tal y tal periodo o número de prestatarios» (pág. 291).
[68] Santo TOMÁS DE AQUINO formula el principio: «… porque el justo precio de las cosas a veces no está exactamente determinado, sino que más bien se fija por medio de cierta estimación aproximada, de suerte que un ligero aumento o disminución del mismo no parece destruir la igualdad de la justicia» (S.t. II-II, q. 77, a. 1, ad 1). «Todos concedían que el precio justo no era una sola cifra fija sino que tenía un rango de grados indulgente, moderado y riguroso, también llamados ínfimo, medio y máximo. La ley civil daba motivos para reclamar sólo si el precio justo había sido infringido en más del 50%, pero los teólogos insistían en que cualquier infracción pesaba sobre la conciencia del pecador. La amplitud del juego permitido por los tres grados del justo precio era oscura, pero entre 10% y 15% del precio medio en el mercado parecía ser una cifra aceptable, aunque, extrañamente, contra más alta fuese la suma en cuestión menor el porcentaje del rango. […] En realidad, los teólogos no esperaban que las controversias acerca de la justicia de los precios fuesen un asunto de todos los días. En un mercado bien llevado uno podría aceptar el precio corriente. Pero también se consideraba una doctrina real y vital que podía y debía aplicarse para evitar extorsión o explotación, especialmente en casos donde un vendedor pretendiese aprovecharse de las necesidades de otros» (DEMPSEY, Interest and…, pág. 154). En igual sentido, LANGHOLM, The aristotelian analysis…, pág. 35.
[69] Lo que los antiguos llamaban el precio justo «corrige por arriba y por abajo los excesos de “la ley” de la oferta y de la demanda dejadas a su aire sin contrapeso moral. […] En toda sociedad moralmente organizada, los miembros saben espontáneamente “lo que se hace” y “lo que no se hace”, lo que está permitido y lo que no, lo que es legítimo y lo que es ilícito. En semejante atmósfera, el lucro se mueve entre límites relativamente precisos. Fijarlos por anticipado es imposible porque dependen de imponderables. Pero se está seguro de que existen y de que no se sobrepasarán» (DE CORTE, «Économie et…», págs. 522 y 523).
[70] Sin olvidar, no obstante, que «en toda discusión sobre las tarjetas de crédito se precisa distinguir su naturaleza dual, medios de pago y medios de acceso al crédito. El análisis de la usura no tiene que afectar a la función de sistema de pago de las tarjetas, ya que cobrar una comisión por tales servicios es asunto distinto de cobrar por conceder crédito» (MCCALL, «Unprofitable lending:…», nota 289, pág. 610).
[71] Vix pervenit, núm. 3, canon V, pág. 25; algunos pondrán en duda que esta obligación pueda pesar sobre empresas con ánimo de lucro, como son los bancos, pero la objeción no parece fundada cuando la caridad o la misericordia pierden sus nombres cristianos y pasan a llamarse beneficencia, después solidaridad y hoy también «responsabilidad social corporativa». Por desgracia no serán ya en España las cajas de ahorros, casi todas primero desvirtuadas y después arruinadas por el régimen político de 1978, las que cumplan esta función, a la espera de una eventual refundación en mejores tiempos.
[72] Nota 33 supra.
[73] No todo afán por aliviar las miserias debe confiarse exclusivamente a la caridad, «cual si la caridad estuviera en el deber de encubrir una violación de la justicia, no sólo tolerada, sino incluso sancionada a veces por los legisladores» (PÍO XI, Quadragesimo anno, núm. 4, Doctrina pontificia III. Documentos sociales, pág. 694). Sin salir del ámbito de la caridad: «Tratándose de pobres de solemnidad, hay obligación de ayudarles con la limosna ordinaria enteramente gratuita. Pero, si tienen esperanza de mejorar de fortuna y necesitan para ello algún préstamo, la caridad obliga a ayudarles con esa ayuda extraordinaria –si puede hacerse sin gran incomodidad propia–, dándoles toda clase de facilidades para la devolución de lo prestado o el pago de su valor. Es una excelente obra de caridad, de gran mérito ante Dios» (ROYO MARÍN, Teología moral para…, tomo I, núm. 675, pág. 517).
[74] Aunque se ha vinculado la microfinanciación con esa antigua tradición de los montes de piedad (nota 47 supra), en realidad la novedad relativa (además de esos montes, son muy anteriores tontinas, cajas de ahorros y cooperativas de crédito) de ese movimiento no radica en la aplicación de tipos de interés puramente nominales o próximos a éstos –al contrario, se acepta que los tipos sean básicamente los de mercado–, sino en potenciar el acceso de los muy pobres (y sobre todo mujeres) al crédito destinado a pequeños negocios. Los llamados microcréditos nacen con Grameen Bank (Bangladesh), fundado como tal banco en 1983 pero cuyos orígenes se remontan a 1976, cuando Muhammad Yunus, un profesor universitario, puso en marcha la concesión de pequeños préstamos, en tiempos de hambruna, a favor de la población rural cercana a su universidad. El movimiento ha sido plenamente adoptado por las Naciones Unidas, que en 2005 le dedicaron un año internacional, y el citado banco rural y su fundador recibieron en 2006 el premio Nobel de la paz. El éxito propagandístico ha sido enorme, de modo que hoy en las páginas de Grameen Bank (www.grameen.com) se encuentra esta queja: «La palabra “microcrédito” no existía antes de los años setenta. Hoy se ha convertido en una palabra de moda entre quienes se dedican al desarrollo. En el camino, la palabra se ha atribuido en formas tales que significa cualquier cosa para cualquiera. Nadie se asombra si alguien utiliza el término “microcrédito” para significar crédito agrícola, o crédito rural, o crédito cooperativo, o crédito al consumo, crédito concedido por asociaciones de préstamo y ahorro, o por sindicatos de crédito, o por prestamistas de dinero rápido. Cuando alguien alega que el microcrédito tiene mil años de historia, o cien años de historia, nadie advierte que sea un apasionante dato de información histórica” (What is Microcredit? octubre de 2011). Entre las dieciséis decisiones cuya adopción por sus clientes requiere el banco, llama la atención la siguiente: “Planificaremos nuestras familias para que sean pequeñas”».