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Número 507-508

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Entre creación y subcreación: reflexiones sobre el trasfondo teológico y filosófico en «El silmarillion» de J.R.R. Tolkien

1. Tolkien, El Señor de los anillos y El Silmarillion

A lo largo de las últimas décadas, la obra literaria de John Ronald Reuel Tolkien (1892-1973) ha suscitado mucho interés entre la crítica literaria. Aunque algunos célebres críticos como Esteban Pujals, autor de Historia de la literatura inglesa (1988), sorprendentemente no mencionan la obra de Tolkien en ningún momento, se trata sin duda de un autor que revolucionó el panorama literario de lengua inglesa. Siendo un excelente narrador, y sirviéndose de su capacidad de imaginación portentosa, Tolkien le ofrece al lector la posibilidad de sumergirse en un mundo de fantasía que, sin embargo, guarda estrecha relación con nuestro mundo real. Del mismo modo, su extraordinaria formación filológica le permite manejar el lenguaje de tal manera que el lector pueda visualizar el mundo creado por él y quedarse absorbido y cautivado en la Tierra Media.

Si bien es verdad que El Señor de los Anillos (1954-1955) se considera su obra maestra –como bien ha señalado ya en las páginas de Verbo[1] don José Miguel Marqués Campo–, El Silmarillion, publicada póstumamente por su hijo Christopher Tolkien en 1977, es una muestra de la gran capacidad de imaginación de Tolkien. Ambas obras forman parte de un amplio entramado de mitos y mundos imaginarios creados por Tolkien, ya que se puede observar una clara continuidad entre El Silmarillion y El Señor de los Anillos. Aunque el lector cristiano –o, al menos, el lector conocedor de la cultura cristiana inherente al pensamiento occidental– se percata de inmediato de paralelismos entre la obra tolkieniana y la esencia de la fe cristiana, sería erróneo pensar que el mundo creado por Tolkien es simplemente una analogía de la Sagrada Escritura. De hecho, tiene su origen más bien en el intento del autor de escribir «una narración épica en inglés según el estilo clásico de las viejas sagas escandinavas»[2]. El propio Tolkien afirma en el prólogo de El Señor de los Anillos que no le gustan las alegorías, y que prefiere las historias, tanto las verdaderas como las inventadas: «Pero detesto cordialmente la alegoría en todas sus manifestaciones, y siempre me ha parecido así desde que me hice bastante viejo y cauteloso como para detectarlas. Prefiero la historia, auténtica o inventada, de variada aplicabilidad al pensamiento y experiencia de los lectores»[3].

Sin embargo, el hecho de que Tolkien fuera un «católico practicante, fuerte y lleno de realismo de la fe»[4] le condicionó claramente a la hora de crear su mundo de la Tierra Media. Por citar sólo un ejemplo, el conocido final de E l Señor de los Anillos, en el que el hobbit Frodo se sacrifica para destruir el mal y así garantizar la perdurabilidad de la Tierra Media, supone un momento de redención que se asemeja –aunque no equivale – a la Pasión de Jesucristo. Teniendo en cuenta el peregrinaje de Frodo por la Tierra Media hasta ese momento de redención, será interesante fijarnos en El Silmarillion, que pone los cimientos para el posterior desarrollo de El Señor de los Anillos y que da testimonio de las reflexiones filosóficas y teológicas de Tolkien. De este modo, los siguientes párrafos versarán sobre el proceso de subcreación que lleva a cabo Tolkien, prestando especial atención a la doctrina católica que subyace en la obra.

 

2. Ainulindalë

Ya el primer relato que nos presenta El Silmarillion, titulado Ainulindalë, guarda estrecha relación con varios relatos de la Sagrada Escritura. En concreto, las primeras palabras del Ainulindalë –«en el principio estaba Eru, el único, que en Arda es llamado Ilúvatar; y primero hizo a los Ainur, los Sagrados, que eran vástagos de su pensamiento, y estuvieron con él antes que se hiciera alguna otra cosa» [15]– evoca el célebre in principio con el que comienza el libro del Génesis, aunque aquí esta expresión tiene un alcance semejante al que se le da en el prólogo del Evangelio de San Juan; es decir, se trata de un principio sin principio o, dicho de otro modo, de la eternidad, mientras que en el primer relato de la Creación del libro del Génesis se refiere únicamente al comienzo de la Creación del universo visible. Este texto alude también a la creación de los ángeles y al Credo cristiano que comienza diciendo: «Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible». Si al principio todos los Ainur están en armonía con Eru, esta armonía se ve truncada debido al deseo de Melkor, el más grande de los Ainur, de «someter tanto a Elfos como a Hombres, pues envidiaba los dones que Ilúvatar les había prometido» [18]. La rebelión de Melkor, que evoca la rebelión de Lucifer, es el resultado de su codicia, envidia y de la «malicia que ardía en él» [22], las cuales le impiden seguir al servicio de Ilúvatar. De este modo, Melkor se convierte en el señor de la oscuridad, igual que Lucifer lo había hecho al pronunciar su célebre Non serviam, mediante el cual rechaza servir a Dios:

«Tú que decías en tu corazón: escalaré el cielo; sobre las estrellas de Dios levantaré mi trono, me sentaré sobre el monte del testamento, situado al lado del Septentrión»[5].

El hecho de que Melkor se aleje de Eru, igual que Lucifer rompió el hilo que le unía a Dios, provoca que desde el principio se cree un antagonismo entre el bien y el mal en El Silmarillion. Encarnado por Melkor, el mal es «una disonancia, el fruto de una rebeldía, el deseo loco de rechazar cualquier dependencia del Uno por misantropía y amor a una soledad vacía»[6], que se opone a la armonía inicial, formada por las «innumerables melodías alternadas, entretejidas en una armonía que iba más allá del oído hasta las profundidades y las alturas» [14]. Debido a su soberbia, Melkor intenta mejorar la melodía de Ilúvatar e introduce así su propia nota, una disonancia que corrompe la creación, «de manera que se convirtió en algo mancillado e imperfecto»[7]. Esto recuerda el acto de soberbia de Lucifer, a quien Dios creó como ángel perfecto antes de que éste se corrompiera deliberadamente. En concreto, Melkor, quien «empezó con el deseo de la luz, pero cuando no pudo tenerla sólo para él, descendió por el fuego y la ira a una gran hoguera que ardía allá abajo, en la Oscuridad» [36], es el punto de partida del mal en el universo creado por Tolkien, ya que se convierte en el Señor de las Tinieblas, de forma parecida a cómo Lucifer fue arrojado al Infierno, según la doctrina cristiana.

La Gran Música, que es «the creational and binding force that sets in motion the entire drama of Middle earth»[8], es utilizada como elemento que constata «the importance of music as an anthropomorphic reality and creational material»[9], tal y como es utilizada en muchos mitos para explicar la creación del universo. Lo que hace Tolkien en su obra es transferir «the external world philosophy into his own world»[10], con el resultado de que «the God and angels of our world and the Eru and Ainur of Tolkien’s world create and organize their universes in similar and wonderful ways»[11].

Como ya queda dicho, el elemento que rompe la perfecta armonía de la creación es Melkor, quien logra seducir a muchos de los Maiar (Ainur inferiores a los Valar), quienes «se sintieron atraídos por el esplendor de Melkor en los días de su grandeza, y permanecieron junto a él hasta el descenso a la oscuridad» [36]. El hecho de que haya una contienda entre los ángeles a las órdenes de Melkor y de Manwë respectivamente recuerda a las guerras angélicas que se produjeron después de la caída de Lucifer, cuando el Arcángel San Miguel –tal y como indica su propio nombre– proclama su Quién como Dios. En cierta manera, la oposición entre Lucifer y San Miguel (éste, sin embargo, de jerarquía mucho menor que la de Lucifer) queda recogida en el conflicto entre Melkor y Manwë, quienes eran «hermanos en el pensamiento de Ilúvatar» [28]. Mientras Melkor es en principio el más poderoso y el más perfecto de los Ainur –igual que Lucifer es el ángel más perfecto creado por Dios–, Manwë es «el más caro al corazón de Ilúvatar y el que comprende mejor sus propósitos» [28]. Así pues, Manwë, quien también podría haberse rebelado contra la voluntad de Ilúvatar, es la fuerza antagónica a Melkor, funcionando como regidor de la creación de Ilúvatar.

 

3. Quenta Silmarillion

El Quenta Silmarillion, que es el relato más extenso recopilado en el compendio, cuenta el siguiente paso en la historia de la creación de la Tierra Media. Tras la inicial caída en imperfección de Melkor, éste empieza a cavar, y construye «una vasta fortaleza muy hondo bajo la Tierra, por debajo de las montañas oscuras donde los rayos de Illuin eran fríos y débiles» [42]. Mediante esta descripción, Tolkien recoge la creencia cristiana del infierno ardiente cercano al centro de la tierra, emparentada a su vez –consecuencia quizá de la revelación primitiva– con mitos como el de Orfeo, que baja al inframundo regido por Hades para liberar a Eurídice. Del mismo modo, concuerda con el Credo católico, en el que se afirma que Jesucristo descendió a los infiernos antes de subir a los cielos. En Utumno, nombre que Melkor le pone a ese submundo, sólo hay sitio para la maldad y el odio, ya que «las criaturas verdes enfermaron y se corrompieron, las malezas y el cieno estrangularon los ríos, los helechos, rancios y ponzoñosos, se convirtieron en sitios donde pululaban las moscas» [43]. Asimismo, Melkor condiciona todo el mal que hay en Tierra Media, puesto que «cualquier cosa que fuese cruel o violenta o mortal era en esos días obra de Melkor» [47]. Así pues, se asemeja a las descripciones del Infierno que pueden encontrarse en la Sagrada Escritura, que también transmiten la idea de un sitio donde no cabe el bien y marcado por el «horno de fuego»[12].

Otro parecido entre el Silmarillion y la Sagrada Escritura se halla en el capítulo 2 de Quenta Silmarillion, titulado «De Aulë y Yavanna», donde, en cierto modo, subyacen tanto el relato de la Creación como el del sacrificio de Isaac, si bien no se trata de una analogía con dichos relatos del Génesis. Tal vez esto sea un buen ejemplo de la síntesis que To l k i e n lleva a cabo con frecuencia, ya que se trata de un fragmento en el que pueden observarse elementos próximos a la Sagrada Escritura y elementos ajenos a ésta, algunos fruto de su propia imaginación. En este capítulo, pues, Aulë, maestro de todas las artes técnicas y artesanas, peca contra la voluntad de Eru al forjar a los Enanos para enseñarles sus conocimientos de herrería. De esta manera, Aulë sobrepasa el límite del poder que le había concedido Eru, lo cual provoca la ira de éste. Por un lado, las palabras de Ilúvatar, quien le pregunta a Aulë: «¿Por qué has hecho esto?» [53], son idénticas a las que Dios le dirige Eva después de la caída: «¿Por qué has hecho tú esto?»[13]. Mediante las palabras «has recibido de mí como don sólo tu propio ser, y ninguna otra cosa» [53], Ilúvatar le hace reflexionar a Aulë sobre lo cometido. Aulë, que es opuesto a Melkor por su humildad y su capacidad de arrepentirse, reconoce su grave error y empieza a golpear a los Enanos con un martillo con el fin de destruirlos. El hecho de que justo en el momento de querer golpearlos intervenga Ilúvatar para impedírselo tras valorar su sometimiento, recuerda al episodio del sacrificio de Isaac, en el que Dios pone a prueba la obediencia del patriarca. En el relato bíblico, justo cuando Abrahán coge el cuchillo para sacrificar a su hijo, Dios le manda que no lo haga:

«No extiendas tu mano sobre el muchacho, prosiguió el ángel, ni le hagas daño alguno: que ahora me doy por satisfecho de que temes a Dios»[14].

A continuación Aulë afirma lo que Ilúvatar espera de los Hombres que crearía posteriormente. En concreto, subraya que «Eru les concederá poder, y utilizarán todo cuanto encuentren en Arda; pero no, según es el propósito de Eru, sin respeto o sin gratitud» [56]. Esto es precisamente lo que Dios espera del hombre desde el momento de la Creación, ya que le dice que «domine a los peces del mar, y a las aves del cielo, y a las bestias, y a toda la tierra y a todo reptil que se mueve sobre la tierra»[15], dándole el único precepto de no comer «del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal»[16].

En este sentido, los dos árboles de Valinor también tienen una gran carga simbólica dentro del Quenta Silmarillion. Creados por Yavanna, la esposa de Aulë, quien vigila el crecimiento de todos los seres vivos, evocan la existencia del Árbol de la Vida y del Árbol de la Ciencia en la Sagrada Escritura. El hecho de que su luz sea benéfica y protectora, igual que el hecho de que Melkor los deteste, hace pensar que tanto Telperion como Laurelin representen el poder divino. De ahí que surja un antagonismo entre la vida y la oscuridad, el conocimiento y la codicia de conocer, la libertad y los límites de ésta. Precisamente el límite que separa la libertad de los seres creados por Dios de su deseo de ser como Él queda reflejado en los Silmarils. El hacedor de dichas joyas es Fëanor, el Elfo más hábil de Tierra Media, quien se pregunta «cómo la luz de los Árboles, la gloria del Reino Bendecido, podría preservarse de un modo imperecedero» [87]. En cierta manera, los Silmarils son «lo que es el cuerpo a los Hijos de Ilúvatar: la casa del fuego interior, que está dentro de él y sin embargo también en todas sus partes, y que le da vida» [87].

Estas joyas son en sí una dicotomía, ya que reúnen luz y tinieblas, aparte de llevar a la perdición y dar esperanza al mismo tiempo. Utilizando el tema de los Silmarils como hilo conductor, Tolkien reflexiona sobre la libertad del hombre, la cual está frecuentemente condicionada por la codicia y el orgullo. Respecto a dichas joyas, subyace la idea de que el arte y la gran habilidad, que en principio son virtudes buenas, pueden acarrear el mal a causa de la debilidad de los seres creados, ya que despiertan la codicia en los que saben de su existencia: igual que los Enanos, que sienten «un gran deseo de apoderarse de los dos tesoros y llevarlos a las montañas» [318], Melkor se hace con las joyas y se convierte en «Morgoth, Negro Enemigo del Mundo» [103]. La luz extraída de Telperion y Laurelin representa la esperanza que se opone a la oscuridad regida por Melkor. El hecho de que Melkor se haga con las joyas adquiere gran importancia, ya que más adelante tanto Telperion como Laurelin son destruidos, por lo cual la única luz que queda de ambos se encuentra en las joyas.

Si las joyas representan una luz protectora y divina, y por tanto contienen la verdad, la búsqueda de ellas representa las ansias por acercarse a esta verdad, difícil de alcanzar para los seres humanos. En este sentido, todos los que desean hacerse con los Silmarils desean acercarse a la verdad, que equivaldría a la luz.

Es importante destacar que Tolkien juega constantemente con la contraposición de luz y oscuridad. Cuando Melkor todavía no se ha apoderado de las joyas y abandona Valinor, «los Dos Árboles volvieron a brillar sin sombra, y la tierra se colmó de luz» [94]. No obstante, Valinor se llena de oscuridad cuando Melkor «hirió a cada Árbol hasta la médula, los hirió profundamente, y la savia manaba como si fuese sangre» [99]. Esto hace que con la muerte de Telperion y Laurelin, las joyas labradas por Fëanor sean los únicos objetos que guardan la luz.

Con la muerte de los árboles, que representan la vida, ocurre algo similar a lo que ocurrió cuando el pecado fue introducido en el mundo. Al quitarle la luz a la Tierra Media, ésta y todos sus seres se ponen en búsqueda de las joyas para satisfacer sus ansias de encontrar la luz que la ilumine y la libre de la oscuridad que se ha apoderado de ella. Si leemos el relato en esta clave, es decir, en la clave de que debido al pecado original el hombre es un ser desfalleciente e ignorante que no puede redimirse a sí mismo, la búsqueda de las joyas adquiere otra dimensión. Dado que sin luz no hay redención posible, el final de El Silmarillion, en el que Eärendil, quien porta uno de los Silmarils en el navío Vingilot después de que Beren y Lúthien lo rescaten, mata a Ancalagon el Negro, hace posible que salga el sol, aparte de que «casi todos los dragones fueron destruidos, y todos los fosos de Morgoth quedaron desmoronados y sin techo, y el poder de los Valar descendió a las profundidades de la tierra» [344]. Por lo tanto, El Silmarillion contiene un mensaje esperanzador, igual que la Sagrada Escritura.

Las batallas por los Silmarils que se desatan después del acto de codicia de Melkor, y en concreto la búsqueda febril de las joyas que llevan a cabo los Noldor, Beren, Lúthien y otros personajes, recuerda a la leyenda del Santo Grial, tan recurrente en el ciclo artúrico. Según esta leyenda, el cáliz que Nuestro Señor Jesucristo usó en la Última Cena daría vida eterna a quien lo encontrara. El deseo de hacerse con los Silmarils en la Tierra Media, símbolo inconfundible de poder, puede relacionarse con la leyenda del Santo Grial, ya que el cáliz de Jesucristo, Quien es la luz que disipa las tinieblas, también es un objeto al que muchos aspiraban. Al caer en las manos equivocadas, el Santo Grial –y por lo tanto la luz– podría ser utilizada en contra de la humanidad. De la misma manera, Melkor, aparte de simbolizar la codicia, la soberbia y la maldad que también son propias de Lucifer, profana la luz de Telperion y de Laurelin al arrebatarle las joyas a Fëanor. Aunque de nuevo no se pueda establecer ninguna analogía entre la leyenda del Santo Grial y la lucha por los Silmarils, sí parece evidente que Tolkien juega con la idea cristiana del antagonismo entre luz y tinieblas, y reflexiona sobre la naturaleza caída del hombre, que debido al pecado original tiende a dejarse seducir por el mal.

 

4. Conclusión

Teniendo en cuenta todo lo dicho anteriormente, es evidente que a primera vista hay coincidencias con la Sagrada Escritura. No obstante, perdónesenos la insistencia, El Silmarillion – y, en general, toda la obra narrativa de Tolkien– está lejos de ser una mera analogía. De este modo, se pueden rastrear «las huellas de los dogmas cristianos, las virtudes cristianas y las instituciones cristianas, pero siempre mediatizadas por el subcreador de un mundo fantástico»[17]. Según esta explicación, Tolkien crea su propio universo narrativo, sin que éste sea una copia del relato de la Creación. Para acercarse a la verdad absoluta que –por mucha fe que tengamos– nos es lejana, J.R.R. Tolkien se convierte en subcreador de un cosmos narrativo. En este sentido, es importante destacar que Tolkien no pretende proporcionar una versión modificada de la Creación, sino que escribe a partir de lo que ha absorbido. De hecho, el propio Tolkien afirma que tanto la mitología como los relatos de fantasía son siempre fruto de un proceso de «subcreación, más que representación o que interpretación simbólica de las bellezas y los terrores del mundo»[18], igual que insiste en que es «fatal for art, and perhaps especially for his own brand of “myth and fairy-story”, to be explicitly religious»[19]. De ahí que El Silmarillion suponga una especie de nexo entre la realidad artística y la verdad absoluta. Por lo tanto, la doctrina católica no es el tema angular de su obra narrativa, sino que subyace en el proceso de escribir tanto como influye en el pensamiento del autor a la hora de reflexionar sobre el sentido del mundo.

 

5. Bibliografía

David DAY, Tolkien. Enciclopedia Ilustrada, versión castellana, Barcelona, Editorial Timun Mas, 1992.

Bradford Lee EDEN, «The “music of the spheres”: relationships between Tolkien’s The Silmarillion and the medieval cosmological and religious theory», en Tolkien the Medievalist, Jane Chance (ed.), Londres, Routledge, 2003.

Daniel GROTTA, J.R.R. Tolkien. El arquitecto de la Tierra Media, versión castellana, Barcelona, Editorial Andrés Bello de España, 2002(2).

José Miguel ODERO, J.R.R. Tolkien. Cuentos de Hadas, Pamplona, Universidad de Navarra, 1987.

Debbie SLY, «Weaving Nets of Gloom: “Darkness Profound” in Tolkien and Milton», en J.R.R. Tolkien and His Literary Resonances. Views of Middle-earth, George Clark y Daniel Timmons (eds.), Londres, Greenwood Press, 2000.

J.R.R. TOLKIEN, Los monstruos y los críticos y otros ensayos, Christopher Tolkien (ed.), versión castellana, Barcelona, Ediciones Minotauro, 1998.

J.R.R. TOLKIEN, El Señor de los Anillos, versión castellana de Matilde Horne, Luis Doménech y Rubén Masera, Barcelona, Minotauro, 2001(9).

J.R.R. TOLKIEN, The Silmarillion, Christopher Tolkien (ed.), Londres, HarperCollins, 1979.

The Holy Bible, Douay-Rheims Version.

La Sagrada Escritura, trad. Petisco-Torres Amat.

 

[1] Serie XLVII, núms. 477-478, págs. 677-706, y 479-480, págs. 849- 886: «El catolicismo en Tolkien y en El Señor de los Anillos. Una aproximación con afecto».

[2] GROTTA, pág. 272.

[3] TOLKIEN, El Señor de los anillos, pág. 11.

[4] ODERO, pág. 14.

[5] ISAÍAS 14, 12.

[6] ODERO, pág. 68.

[7] Day, pág. 256.

[8] EDEN, pág. 186. Trad. propia: «La fuerza creacional y unificadora que pone en marcha el drama completo de la Tierra Media».

[9] EDEN, pág. 183. Trad. propia: «La importancia de la música como realidad antropomorfa y material creacional».

[10] EDEN, pág. 192. Trad. propia: «La filosofía del mundo externo a su propio mundo».

[11] EDEN, pág. 193. Trad. propia: «El Dios y los ángeles de nuestro mundo, y Eru y Ainur del mundo de Tolkien crean y organizan sus universos de manera similar y maravillosa».

[12] Mt., 13, 42.

[13] Gn., 3, 13.

[14] Gn., 22, 12.

[15] Gn., 1, 26.

[16] Gn., 2, 17.

[17] ODERO, pág. 34.

[18] TOLKIEN, pág. 150.

[19] SKY, pág. 110. Trad. propia: «Ser explícitamente religioso [a la hora de escribir] es nefasto para el arte, y tal vez especialmente para su propia fórmula de mito y cuento de hadas».