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Número 507-508

Serie L

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Cuestión predial e historia

CUADERNO: CUESTIONES ECONÓMICAS Y SOCIALES (I)

1. Introducción

La cuestión que nos va a ocupar está detrás de todo libro de Historia de todo lugar y período. Ningún autor la ve como la principal causa determinante de guerras, tratados, matrimonios dinásticos, colonialismo, elecciones papales, revoluciones, ejecuciones de penas de muerte, etc. Esto sólo lo descubre un lector atento al darse cuenta de los dramas, cuando no tragedias, producto de la desigualdad territorial.

Que ninguno de los autores consultados parece darse cuenta de la importancia de este tema, podría ser impresión mía. Si hay algún autor que lo mencione, agradecería a los lectores de este ensayo que me informen de ello con las citas necesarias.

Los dos autores que me han iluminado en este asunto son Henry George (1839-1897) y Silvio Gesell (1862-1930) que tratan de la cuestión en teoría, con una argumentación irrefutable. De todas maneras sus ejemplos históricos son insuficientes.

Este ensayo se propone traer esta cuestión al primer plano de la Historia. No logrará agotar el tema por razones evidentes, pero los ejemplos escogidos que he podido encontrar bastarán para estimular más investigaciones que algún día puedan ser parte de una solución política.

Para entender la cuestión es necesario hacer un preámbulo citando a Adam Smith (1723-1790), padre de la economía moderna: «Cuando la superficie territorial de un país se convierte en propiedad privada, los terratenientes, como cualquier persona, quieren cosechar donde no han sembrado, y exigen una renta también por los productos naturales del suelo. La leña de los bosques, la yerba del campo, y todos los frutos de la tierra, cuando ésta era propiedad común solo le costaban al labrador el esfuerzo de recogerlos, pero ahora tienen un precio. El labrador tiene que pagar para obtener el permiso de recogerlos; y tiene que entregar al terrateniente parte de lo que recoge o produce»[1].

Como buen pragmatista británico, Smith se limita a constatar el hecho. Da por descontado que los que «quieren cosechar donde no han sembrado» tengan todos los derechos a maximizar la renta: ya sea deprimiendo el sueldo de sus dependientes, o bien aumentando la renta de los arrendatarios, o las dos cosas cuando la gran extensión de la propiedad lo permite. Empecemos.

 

2. Sicilia

En mis años mozos tuve el privilegio, que solo comprendí décadas más tarde, de conocer a don Cola Tampuso, un anciano campesino aparcero de una granja donde vivía con su mujer.

A pesar de que el 50% de los frutos de su trabajo acababan en el bolsillo de uno de los que «quieren cosechar donde no habían sembrado», don Cola podía llegar a fin de mes, ya que la granja se encontraba a un par de kilómetros del pueblo más cercano. Si hubiera estado a más de diez kilómetros, los intermediarios se habrían quedado con casi todo lo demás, dejándole sólo lo justo para sobrevivir. El lector habrá reconocido en esto la «ley de hierro» de David Ricardo (1772-1823).

Tratemos ahora de entender qué sucede cuando «la superficie territorial de un país se convierte en propiedad privada».

En un régimen predial surgen dos soberanías: la del gobierno, que la ostenta con banderas, uniformes, himno nacional, impuestos y condecoraciones, y la de los terratenientes, que no quieren ostentar nada, pero que la ejercen de hecho, como la ejercía el dueño de la granja de don Cola.

Don Cola, como todos los marginados de la lucha por el poder, hacía de proletario, o si se prefiere de sin tierra. Sobrevivía como podía.

Cuatro son las consecuencias de la institución del predio vallado:

– Este produce, tarde o temprano, el latifundio. Como la naturaleza humana ha decretado diversidades individuales, los propietarios menos hábiles de una superficie no tardarán mucho en venderla, fundiéndose ésta con la de uno que sea más hábil y que ofrece una cierta suma. Esta es una de las razones por las que ninguna «reforma» agraria basándose en la propiedad del suelo ha tenido nunca éxito.

– El latifundio tiene siempre, como contrapartida, la esclavitud. Una de sus caras, hoy, consiste en deprimir el sueldo de los que trabajan allí como de los que trabajan fuera, ya que su práctica empuja el margen de cultivo siempre más lejos de los centros de consumo[2]. Y también explica el fracaso de las llamadas «reformas» agrarias: la distancia de las propiedades a los centros de consumo las hace antieconómicas.

– Para maximizar la renta, el «soberano» latifundista debe contar con una reserva de parados, para mantener bajos los sueldos, y con aranceles para protegerse de la competencia, manteniendo de esa manera unos precios de venta altos. El primer objetivo lo obtiene dejando buena parte de la propiedad sin utilizar, denegando así un acceso equitativo a otros, y el segundo manipulando las políticas gubernamentales de distintas maneras. Esto explica el paro existente desde 1789 hasta ahora.

– A medida que la sociedad se va dividiendo en dos grupos, uno poderoso, pero necesariamente pequeño, de terratenientes y otro de los sin tierra en continuo aumento, aparece la lucha de clases, que no es un invento marxista: basta con leer a Tito Livio para entenderla. El derramamiento de sangre, sea por guerras internas o extranjeras provocadas por los que quieren proteger privilegios injustos a toda costa, es inevitable. Se podría escribir un tratado sobre esto, pero por ahora nos limitamos a Sicilia, sobre todo en sus últimos doscientos años.

Hasta 1806 estaba en vigor en Sicilia el demanio, una institución feudal sabiamente reformada por el derecho napolitano.

Su razón de ser era impedir a los terratenientes que usurpasen la soberanía del rey sobre el suelo. Lo hacía mediante una plétora de usanzas locales que regulaban su uso impidiendo, o severamente limitando, el abuso. Los don Cola de ese tiempo no derrochaban, pero tampoco pasaban hambre: cultivaban en uso privado parcelas demaniales suficientes para comer, vestirse y cobijarse, ganando también lo suficiente para cumplir sus obligaciones. No había ni paro ni emigración.

El demanio era una institución paternalista, que alineaba al soberano junto al pueblo contra los posibles oportunistas deseosos de «cosechar donde no habían sembrado». No se trataba de un equilibrio, sino de un desequilibrio contenido, como podría ser el de un tapón de botella de champán torpemente manipulado para bloquear una diarrea.

El primer golpe al sistema lo infirieron las leyes muratianas de 1806-08. Con la abolición del derecho feudal, los terratenientes saborearon el vivir de las rentas durante más de cuarenta años. Fue como darle a probar sangre humana a un león.

Los motines revolucionarios, como es de esperar, no fueron obra «del pueblo» sino de los que habían visto la posibilidad de vivir a costa de otros. A los pobres se les robó hasta el mobiliario amontonado en las barricadas de 1848.

Fernando II llevó las de ganar, pero durante poco tiempo. No solo anuló la constitución, sino que entre 1850 y 1854 devolvió al demanio más de cien mil «moggie» de tierra usurpadas por los muratianos en todo el territorio napolitano.

No sorprende pues que éstos gritaran en contra de «la tiranía borbónica», vitoreando a Garibaldi y a los piamonteses: libertadores sí, pero no de los «pobres», como tamborilean los libros de texto.

En 1860 llegó el paro, y con él el hambre. ¿Qué hacer con el repentino aumento de proletarios, proletarias y pequeños proletarios de ambos sexos? Había sólo l´embarras du choix: desde la divertida modest proposal de Jonathan Swift (1667-1745) que proponía que sirvieran a sus bebés como manjar delicioso en las mesas de los ricos, a la de Malthus (1766-1834, todavía tomado en serio) que quería convencerlos de tener menos hijos; al Terror, cuyo verdadero objetivo era una drástica reducción de la población francesa[3]; a la emigración a Australia tipo irlandés, ya fuera voluntaria o forzosa (incluso por el robo de un pañuelo), al servicio militar obligatorio para centenares de millares de parados como carne de cañón, o al fácil encarcelamiento (los Estados Unidos de América tienen casi tres millones, un 1% de la población). Los piamonteses optaron por los pelotones, con lo que consiguieron el doble objetivo de eliminar una buena parte del superávit de proletariado y convencer a la restante de emigrar.

Y así Sicilia «goza», para los que así lo creen, de este sistema inmobiliario hasta hoy. El principio liberal «cada uno por su lado y que el diablo dé cuenta de los rezagados» ha funcionado. En 1960, a cien años de la «liberación» así se expresaba un anciano padre con hijos que habían emigrado de la isla: «Los hijos emigran a Alemania o a Turín. No puedo negarlo: cuando mi hijo trabajaba conmigo, si él necesitaba cien liras para afeitarse la barba, no las tenía. También emigró su hermano, y muchos otros. No había progreso, no había tierra. Todos trabajábamos como esclavos, y hoy todavía más, sin ninguna satisfacción. Pienso que si nadie hace nada, en Sicilia, todo se acabará, todo. Por supuesto uno no se muere de hambre, pero todo se seca, nadie cultiva los huertos. La gente se contenta con llegar a la pensión y con no tener que trabajar más. La ley es: “Lo poco me basta y lo mucho me sobra”. Mal estaba antes, mal estoy ahora, pero no hago nada»[4].

En 1992 tuve la oportunidad de visitar el interior de la isla. La única actividad económica que pude observar en un centenar de kilómetros fue la de un pastor con sus vacas.

Desde entonces, las cosas van de mal en peor. A la serie cercamiento>latifundio>lucha de clases>guerra, solo le falta la última, pero ya ha habido unas escaramuzas con bloqueos de carreteras en enero de 2012. Me limitaré a comentar que los 2,5 millones de hectáreas sicilianas quedan fiscalmente estériles para el Estado, que a su vez se empeña en extorsionar de los ciudadanos los frutos de su trabajo. Los terratenientes, que ejercen soberanía real, han llevado las de ganar, y no se necesita ser un profeta para predecir que la situación tarde o temprano va a desencadenar violencia.

 

3. Kenya (África Oriental ex-británica)

El trait d’union entre Sicilia y Kenya, a cinco mil kilómetros una de otro, en este ensayo es sólo mi persona, nacida en la primera y que vive en la segunda. La diferencia, observada personalmente, son los ríos de sangre causados por la cuestión predial, que en Kenya decora los medios de comunicación por lo menos semanalmente.

El «abrigo remendado de pordiosero»[5] al que se asemeja un mapa político de África, divide el continente en unas cincuenta de lo que el pensamiento débil llama «naciones». Luego se aprende, en el colegio, que en cada «nación» africana viven centenares de «tribus» que las grandes potencias europeas «pacificaron» tras el Congreso de Berlín (1885) y que desde la independencia (1956-2008) no hacen otra cosa que masacrarse unas a otras.

La realidad, sin embargo, es otra. Si definimos como «nación» una población de usos y costumbres homogéneos, África cuenta alrededor de un millar de naciones. Algunas tienen cifras respetables de habitantes: los treinta millones de igbos en Nigeria, por ejemplo, son más que los escandinavos y belgas juntos. Pero se les sigue llamando «tribu», olvidando que el autor de aquella palabra fue Servio Tulio, sexto rey de Roma, que dividió la Urbe en cuatro distritos tributarios, de dónde el término. Cómo y cuándo este término se aplicó a los grupos africanos no he logrado descubrirlo.

Si entre los miembros de dos de dichas naciones, tras décadas de convivencia apacible y hasta de matrimonios recíprocos, explota una orgía de destrucción y de muerte, la explicación debe estar en algo más que diferencias étnicas, como en efecto es.

 

4. El «título» de propiedad

El párrafo de Smith reproducido en la primera página expone un bubón social ya a punto de estallar en sus tiempos, tras haberse incubado como infección durante un par de siglos: la expulsión de los orgullosos yeomen ingleses de tierras que habían cultivado durante siglos, y que la codicia de Enrique VIII había vendido a los nuevos ricos a cambio de «títulos de propiedad». Al principio los expulsados se habían refugiado en tierras de la Corona, pero a finales del XVIII los terratenientes también cercaban éstas. Los refugiados habrían muerto de hambre si la Revolución industrial no los hubiese rescatado con sueldos de hambre, pero sueldos al fin y al cabo, que les permitieron sobrevivir.

Los sin tierra descendientes de las víctimas de aquella injusticia original se fueron a expropiar naciones africanas. Los sin tierra españoles del XVI habían hecho lo mismo con las naciones americanas, cuando España tenía nueve millones escasos de habitantes, pero cuyas tierras habían sido arrebatadas por terratenientes tan poderosos como sus colegas ingleses. Ingleses y españoles colonizaron gracias a ser pueblos militarmente fuertes. Italianos e irlandeses, militarmente débiles, buscaron fortuna en América septentrional. Pero el empuje subrepticio para los cuatro pueblos fue el mismo: los nuevos terratenientes, con sus «títulos de propiedad» apoyados por el poder político/militar, habían forzado a los sin tierra ya sea a morir de hambre o a emigrar. Tras cada «título» emitido por una autoridad, sea inglesa, espa- ñola o piamontesa, había siempre un acto de violencia.

 

5. La raíz del problema

Todas las culturas de la Antigüedad, mírense como se miren, habían sin excepción desarrollado un sistema inmobiliario de ocupación comunitaria. Ya hemos visto que ese sistema llamado «demanial», funcionó en el Reino de las Dos Sicilias hasta 1860.

Hay una razón natural, y por lo tanto de sentido común, para tal institución: la tierra (a) no se puede manufacturar y (b) es inmortal. De esto se sigue que una propiedad inmobiliaria es comunitaria por derecho natural, ya que sólo la comunidad es tan inmortal como la tierra en la que está asentada. Una propiedad inmobiliaria individual es una construcción jurídica. Dota de privilegio injusto a un mortal, autorizándole a llamar «suyo» algo por lo que no ha trabajado y que un buen día, quiéralo o no, tendrá que dejar atrás.

Es verdad que tal privilegio puede ser atenuado por deberes adicionales asumidos por el terrateniente. Fue lo que ocurrió durante los siete siglos de feudalismo. Los terratenientes eclesiásticos cargaban con la seguridad social, y los seglares con los gastos de administración y de defensa. Aplicando el mismo principio hoy, el terrateniente podría desembolsar un alquiler de ocupación por la superficie ocupada, pero quedándose con los frutos de su trabajo. Sería como extender el sistema de aparcamiento de una ciudad, donde se paga un tanto al día por el privilegio de aparcar un coche, en exclusiva y durante un tiempo convenido. Si la ley autorizara al primer ocupante a vender el título de ocupación a su sucesor, etcétera, el municipio perdería las recaudaciones de aparcamiento.

Si la misma ley que permite a un municipio recaudar un alquiler de aparcamiento por un coche, se aplicara a un edificio «aparcado» permanentemente, la misma cuota por metro cuadrado por día produciría un superávit de recaudaciones municipales que iría a parar al erario estatal. La suma podría cubrir la mayor parte, si no la totalidad, del gasto público. El Estado no necesitaría emplear un ejército de funcionarios, incluso armados, con poderes draconianos para confiscar los frutos del trabajo, y la economía se libraría de los obstáculos que la impiden despegar.

Con el «título» de propiedad ocurre exactamente lo opuesto. Cuando un «dueño» lo vende a otro, la suma correspondiente a la superficie rasa, que en justicia tendría que ir a la comunidad, va a su bolsillo. Esta situación, que en una Europa adormecida bajo una manta burocrática de siglos pasa desapercibida, en África tiene efectos fatales, como veremos a continuación.

Para probar que detrás de cada «título» concedido a un individuo (y por lo tanto no natural) hay un acto de violencia, desde la conquista militar hasta el homicidio, basta leer cualquier caso en el mundo. Baste el siguiente ejemplo (Luisiana, 1999).

Para probar que detrás de cada «título» concedido a un individuo (y por lo tanto no natural) hay un acto de violencia, desde la conquista militar hasta el homicidio, basta leer cualquier caso en el mundo. Baste el siguiente ejemplo (Luisiana, 1999).

El irritadísimo abogado contestó: «Yo no sabía que una persona culta, en este país, particularmente si se ocupa de tierras, no supiera que Luisiana la compraron los Estados Unidos a Francia en 1803, el año de origen del título que hemos presentado. Para información de los burócratas de FHA, el título de propiedad anterior a los Estados Unidos lo obtuvo en su tiempo Francia por derecho de conquista de España. La tierra la había obtenido España por derecho de descubrimiento por un capitán de navío llamado Cristóbal Colón, que gozaba del privilegio de buscar una nueva ruta a las Indias concedido por la entonces monarca reinante Isabel. Como mujer piadosa que era, y tan escrupulosa acerca de títulos inmobiliarios como la FHA, la buena reina tomó la precaución de obtener la bendición papal antes de vender las joyas que le hubieran permitido financiar la expedición de Colón. Supongo que ustedes saben que el Papa es el vicario de Jesucristo Hijo de Dios. Y es opinión común que Dios ha creado el mundo. Por lo que pienso que es prudente asumir que haya también creado aquella parte del mundo llamada Luisiana, de la cual Él sería entonces el dueño original. Es mi esperanza fundada que ustedes encuentren la reivindicación de este título de origen satisfactoria. ¿Nos conceden entonces este maldito préstamo?».

Se lo concedieron. Ahora ¿qué tiene que ver Luisiana con Kenya? Pues que el punto clave es el mismo. Un título de propiedad vale ni más ni menos que la fuerza física para defenderlo. Cuando el terrateniente es el Estado, su poder sobre el territorio «nacional» depende de sus fuerzas armadas; pero cuando el terrateniente es un individuo, y desarmado como ocurre en Kenya, la seguridad de su propiedad depende de la capacidad y de la voluntad de las fuerzas armadas del Estado para defenderla.

Lo que ocurrió en enero de 2008 en Kenya fue una cola sangrante de muertos y heridos que ha durado más de cincuenta años, transformándose en río de vez en cuando. Se puede empezar con la revuelta Mau Mau en los años cincuenta: desde entonces, decenas de millares de unidades de capital humano y millones de horas-hombre han sido inmoladas sobre el altar de un ídolo llamado «título de propiedad».

La historia de nuestro ídolo es larga. Fue entronizado por Enrique VIII de Inglaterra (1509-47), e importado a Kenya por los no tan ilustrados descendientes de los ex-yeomen reducidos a sin tierra por las devastaciones del mismo ídolo. ¿Qué habría ocurrido si los colonos británicos hubieran aplicado en Kenya un sistema de propiedad inmobiliaria ilustrado y apacible en lugar de uno oscurantista y violento?

 

6. Una posible solución

Es verdad que la Historia no se hace con «síes» y «peros» pero si se me permite especular, en vez de emitir títulos individuales a cada uno de los colonos blancos, como se hizo, el gobierno colonial podría haber fijado límites para cada nación/comunidad ya existente, garantizando la seguridad con las fuerzas armadas. Luego podría haber emitido títulos de propiedad a cada nación/comunidad como tal, a cambio de un tributo fijo como contrapartida de protección armada y de administración. Cada colono blanco pagaría un alquiler contratado con la comunidad, que garantizaría la ocupación en términos contratados caso a caso y por escrito. El contrato tendría fuerza de ley ante el gobierno colonial.

La renta se calcularía según la localidad y densidad de la población. No se confiscarían los frutos del trabajo de nadie, con el resultado de que cuanto mayor fuera la riqueza producida dentro de los límites de una comunidad, tanto menor sería el tributo fijo que la gravara. Además, una política de sueldos bajos no habría sido posible, quedando abierta la opción para los nativos de si querían trabajar por cuenta propia o para los colonos blancos.

Se habría producido así un círculo virtuoso. Los colonos blancos por entonces o los negros desde 1963, en vez de verlos como intrusos, y por lo tanto como explotadores, se verían, y seguirían viéndose, como fuente de riqueza y de ingresos públicos, directos para la comunidad e indirectos para el Estado.

No fue así. Cuando las fuerzas armadas de la Corona británica se retiraron, los colonos blancos se marcharon y con ellos se perdió una gran cantidad de capital físico creado en medio siglo de trabajo intenso.

Que lo dicho no es utopía lo prueba el hecho de que una docena de colonos blancos todavía cultivan tierras en Kenya, pero sin hacer alarde de «títulos de propiedad». Pagan una renta a los maasai, que protegen su ocupación como contrapartida.

El primer Presidente de Kenya (1963-78) pertenecía a la tribu kikuyu. Se dio cuenta de que una democracia fundada sobre el partido político habría sido ruinosa para una sociedad multinacional[6]. Por entonces había un partido único, que si bien limitó algunas libertades, mantuvo sin embargo la paz hasta su muerte.

Es importante entender a los kikuyus. Son un pueblo de hormigas trabajadoras, que saben enfrentarse a problemas y asumir riesgos. No dudan en emigrar hasta el fin del mundo, desde Escocia hasta Japón, y prosperan allí. Muchos millares, de los cuatro millones asentados en los trece mil kilómetros cuadrados de su provincia natal, salieron para emigrar dentro de Kenya, asentándose en territorios de otras tribus. Y con su trabajo hicieron más fortuna en zonas donde había tribus más perezosas.

El presidente, como es lógico, había favorecido esta emigración, dándoles mal llamados «títulos» de propiedad sobre tierras ajenas. Fue una bomba de relojería, considerando el morboso apego de todas las sociedades africanas a sus tierras ancestrales. Esto sólo duró mientras las fuerzas armadas defendieron los títulos.

El segundo Presidente (1978-2002), no-kikuyu, logró mantener la paz hasta 1988, cuando los paladines de la Democracia le presionaron para que aceptara el sistema multipartidista, fuera del cual, ya se sabe, no hay sino llanto y crujir de dientes.

Como los partidos africanos carecen de «programas» o «manifiestos» los electores siempre votan a uno de su tribu cuyo «programa» es fijo: «Yo quiero ser Presidente».

En las elecciones de 1992, el Presidente vio que los kikuyus asentados en las tierras de su «tribu» no le votarían. Así organizó lo que la prensa occidental vio como «escaramuzas tribales» pero que en realidad eran operaciones militares de limpieza étnica que echaban a kikuyus de áreas no-kikuyu.

Esto lo logró hacer dos veces: 1992 y 1997. No hay cifras claras sobre el número de cadáveres y cantidad de riqueza destruida.

En 2002 una coalición de kikuyus y otras tribus, hartas de sufrir un poder presidencial que superaba con mucho al de un Luís XIV, lograron derrotar al partido en el poder e instalar como presidente a otro kikuyu.

Pero cuando los electores de 2007 suspendieron a 22 de los 27 ministros de la administración previa, quedaba claro que la oposición iba a vencer. Pero la Historia enseña lo fácil que es amañar elecciones desde los centros de poder. Y así ocurrió.

La bomba estalló a los diez minutos de anunciar los resultados. Esta vez el país se dividió en dos facciones, y la limpieza étnica, totalmente irracional, bañó el país con ríos de sangre, alumbrados por trágicas hogueras de propiedades destruidas.

La cuenta final fue de 1200 muertos, un número impreciso de heridos y 600 mil sin techo. La mayoría de estos últimos ha encontrado tierra y trabajo en otros lugares. Una minoría visible vive todavía en campos de refugiados, haciendo alarde de títulos de propiedad absolutamente inútiles.

Las imágenes televisivas, si bien espeluznantes, sólo mostraron un aspecto parcial de la realidad. Pero bajo una manta secular de desinformación, estaba la verdadera cara de la causa: la cuestión predial, no resuelta todavía en pleno Tercer Milenio.

 

7. La doble corona

En la historia de las instituciones eclesiásticas, del papado abajo, la cuestión predial ocupa un lugar preponderante, pero como el elefante en el comedor no se ve hasta que alguien lo indique. Sólo leyendo a George y Gesell se nota, y cómo.

A partir del Edicto de Tesalónica (380), que impuso la confesionalidad de Estado al Imperio, empezaron a multiplicarse las donaciones de tierras: no a «la Iglesia» como torpemente expresan los historiadores incrustados, sino a papas, obispos y curas de carne y hueso, que se beneficiaban de la renta de aquellos predios.

Pero como en todo en este mundo, surgieron dos maneras de usar las rentas: una benévola, que como hemos visto consistía en mantener una tupida red de servicios sociales: educación, sanidad, ayuda a los pobres y huérfanos, hostelería, etcétera, todo gratis, lo que no requería que las autoridades civiles cobraran impuestos. Otro uso, malévolo, de la misma renta era guardarla en el bolsillo para usos no siempre confesables, que permitían a muchos miembros de la jerarquía, amén de intrusos, llevar una más o menos dolce vita.

Llevaría muy lejos analizar diecisiete siglos de cuestión territorial eclesiástica. Limitémonos a la anomalía que a partir de las grandes donaciones de Pepino de Heristal (756) erigió los Estados Pontificios, forzando así al Papa a llevar dos coronas: la de Sumo Pontífice y la de rey de dichos Estados. Y esto durante más de mil años, hasta su desaparición en 1870.

El episodio que considero como el más grotesco fue la guerra de Su Catolicísima Majestad Felipe II contra el soberano de los Estados Pontificios, el Papa Pablo IV, en 1556, para arrebatarle el Ducado de Paliano, hoy en día un insignificante municipio del Lazio.

Paul Johnson (1928-) alaba el «título de propiedad»: «La propiedad inmobiliaria absoluta (Eng. freehold) era desconocida en la Europa de los bárbaros. Tanto Roma como Bizancio la desarrollaron sólo imperfectamente. La Iglesia la necesitaba para la seguridad de sus propiedades y la insertó en los códigos legislativos que elaboró, y tan indeleblemente que dicha propiedad sobrevivió a las formas de feudalismo sobrepuestas a ella. El instrumento del título (o carta) inmobiliario, que inviste con propiedad inmobiliaria absoluta tanto al individuo privado como a la corporación, es una de las grandes invenciones de la historia humana. Junto a la noción de Estado de derecho, se trata de un instituto económicamente y políticamente importantísimo. Ya que en cuanto que alguien esté en condiciones de poseer tierra absolutamente, sin calificaciones sociales o económicas, y en cuanto que este derecho sea protegido, aunque sea en contra del gobierno, por el Estado de derecho, esa persona tiene una verdadera seguridad de propiedad»[7].

Johnson confunde, como muchos otros, la Iglesia con su Jerarquía. Lo que realmente hizo el «título» fue una hendidura en la propia Jerarquía entre bajo y alto clero, uno viviendo de rentas, y el otro arreglándoselas como podía, desde la limosna a la intriga. Y naturalmente haciendo perder un tiempo inmenso a curas que se dedicaban a la caza de beneficios en vez de cumplir con los deberes del oficio para el que habían sido ordenados[8]. Y no hablemos de la mal afamada lucha por las investiduras, que vio a bribones de toda clase acceder a las órdenes sagradas fraudulentamente para hacerse con el «beneficio». Sólo con este párrafo se podría escribir un libro.

El equilibrio predial eclesiástico, como el napolitano ya considerado, no fue nada estable, a pesar de sus apariencias seculares. Fue otro desequilibrio contenido, que duró mientras los soberanos aceptaron ser controlados desde arriba, es decir por el Decálogo, y por debajo, o sea por la tupida telaraña de gremios, cofradías y municipios, a cuyas libertades juraban fidelidad. Solo me limitaré al ejemplo de la Inglaterra Tudor en los tres años 1536-39.

Lo que más impresiona en History of the Reformation in England and Ireland de William Cobbett (1763-1835) es cómo la labor de asistencia social llevada a cabo por mil monasterios y diez mil monjes durante unos largos novecientos años, se desmoronó en apenas tres años por obra de Thomas Cromwell (1485-1540), lacayo de Enrique VIII. Este hizo uso hasta de pólvora (en ausencia de dinamita) para demoler las grandes abadías, cuyas ruinas se yerguen majestuosas, todavía hoy.

¿Y la tierra? Los Lores se hicieron con ella, junto con los prelados de la nueva iglesia anglicana. A sus descendientes, hasta hoy, no les importa nada la asistencia social. Siguen metiéndose rentas en el bolsillo, «amando cosechar donde no han sembrado». Para quienes no están al tanto de la cuestión, ningún Partido Laborista ha logrado desembarazarse de la Cámara de los Lores, como repetidamente prometen y nunca mantienen en sus campañas electorales, ya que ésta existe precisamente para impedir a la Cámara de los Comunes debilitar los privilegios inmobiliarios asegurados por sus antepasados con el simple subterfugio de apostatar de Roma para establecerse en Westminster. Vaya con «una de las grandes invenciones de la historia humana».

 

8. Cómo el latifundio borró a Polonia del mapa

Consultando un mapa histórico-geográfico de la primera mitad del siglo XVII, uno se sorprende al constatar cómo la Federación Polaco-Lituana (Rzeczpospolita Polska) era por entonces el país más extenso de Europa. Sus 773 mil kilómetros cuadrados (Península Ibérica+Irlanda+Islandia) cubrían desde el Mar Báltico hasta casi el Mar Negro de Norte a Sur, y desde Silesia hasta doscientos kilómetros más allá del río Dnieper de Oeste a Este. Pero un 60% de la población dentro de aquellas fronteras no era étnicamente polaco/lituana, y comprendía un número considerable de cosacos. La estabilidad de la Federación solo podía depender de cómo los polacos en el poder tratasen a la población aloétnica.

Pero en el poder estaban los terratenientes, que ignorantes de la Historia repitieron con Polonia, aunque en pequeño, la de Roma. La expansión hacia el Este consistía en añadir tierras a latifundios inmensos, algunos del tamaño de Suiza o de Holanda. Latifundios que engendraban, como siempre hacen donde echan raíces, formas de esclavitud. Pero los esclavos tarde o temprano se rebelan, siempre más reacios a defender tierras de otros sin ninguna ventaja para ellos.

Dondequiera que uno mire: Roma, Grecia, Irlanda, Inglaterra etc., los parámetros son siempre los mismos. Con la misma monotonía, la población que tenía que defender el territorio se transformó en proletariado rural, con derechos cívicos pero sin tierra. Lo único que se les ofrecía era trabajar como jornaleros en las grandes haciendas, cuyos nobles propietarios acumulaban riqueza y poder extendiéndolas.

La institución del latifundio fue nociva para el bien común con la adopción por el Sejm (Parlamento) del liberum veto, el derecho de un solo terrateniente a vetar cualquier intervención legislativa que él considerase contraria a los intereses de sus millares, cuando no millones, de hectáreas. Las reformas necesarias se paralizaban, y el país se debilitaba progresivamente.

Las poblaciones sometidas tenían tierras pero no los derechos cívicos, a los que aspiraban.

En 1633 el Sejm aprobó una ley que prohibía a los nobles comerciar, especialmente en bebidas alcohólicas. Estos empezaron a vivir exclusivamente de la renta, extorsionada con más o menos violencia de los proletarios rurales. Los recaudadores eran invariablemente judíos, inmigrados en la tolerantísima Polonia (donde no había Inquisición) durante los cinco siglos anteriores. 15% de judíos en las ciudades y 80% en el campo ejercían el oficio de recaudador de rentas.

El círculo vicioso partía del capital judío importado, que beneficiaba tanto a la nobleza como al Estado. Consciente de estas aparentes ventajas, Polonia empujaba la colonización siempre más hacia el Este. Los recaudadores pronto se dieron cuenta de que además de incrementar el poder político de la nobleza polaca, podían también incrementar sus negocios, acorralando a los pequeños agricultores independientes, aprovechándose de sus bancarrotas, y ayudando a los nobles a hacerse con más tierra.

Cuando murió el Rey Segismundo II (1572), la Federación había extendido sus dominios sobre los cosacos de la Ucrania meridional, que sólo a regañadientes toleraban ser parte de Polonia, además de no querer someterse, como ortodoxos orientales, a regulaciones religiosas ajenas a su cultura.

Era necesaria una reforma. Se prometió a los cosacos una ley que, otorgándoles derechos civiles a la par con los polacos, los hubiera protegido de las vejaciones de los recaudadores de impuestos y de los jesuitas, los dos extremadamente mal vistos en el territorio.

El proyecto de ley llegó al Sejm en 1648, el año de la paz de Westfalia. Pero los grandes terratenientes, en complot con los recaudadores, y anteponiendo sus intereses de latifundistas al bien común, no permitieron que se adoptara la medida.

La espera optimista de los cosacos se transformó en indignación vehemente. Su jefe era un tal Bogdan Chmielnicki. El recaudador Zachariah Sabilenki le hizo una mala jugada, ayudando al terrateniente polaco Czaplinski a arrebatarle a Chmielnicki no sólo sus tierras sino también su mujer. Otro le delató al gobierno por sus negociaciones con los tártaros.

Ojalá no lo hubieran hecho. Tras obtener dos audiencias con el rey, y viéndose denegada la justicia, Chmielnicki reunió un ejército de cosacos y de tártaros e infligió una doble, durísima derrota al ejército federal en campo abierto el 16 y el 26 de mayo de 1648. Siguió una orgía de saqueos, matanzas y masacres, que dejó tras de sí montañas de centenares de miles de cadáveres, sin distinción de edad o de sexo[9].

Cuando dictaba sus condiciones de rendición, Chmielnicki invariablemente pedía la expulsión de la Iglesia Católica y de los judíos de los territorios bajo su control.

Las potencias colindantes no tardaron en percatarse de que el coloso polaco tenía los pies de barro. Moscovia, Prusia, Suecia, Brandenburgo y el Imperio Otomano empezaron a morder un territorio tanto más indefendible cuanto más extenso.

En 1772 un ejército ruso y uno prusiano invadieron la Rzeczpospolita Polska, derrotando a una desesperada e inútil resistencia polaco-lituana. Veinte años después se le añadió Austria y las particiones de 1793-95 completaron la operación. No habría Polonia hasta el tratado de Versalles en 1919.

Los polacos se acuerdan todavía del desastre y lo llaman «el diluvio».

Los historiadores y artistas convencionales representan el «complot de las Tres Águilas» (Rusia, Prusia y Austria) añadiendo cosas picarescas como Estanislao Augusto Poniatowski, último rey de Polonia amante de Catalina de Rusia, pero ninguno de ellos percibe el latifundio como la causa remota del acontecimiento. Y el mal afamado «título de propiedad» sigue campeando en los libros de texto como «una de las grandes invenciones de la historia humana».

Espero haber ofrecido una hipótesis más creíble.

 

[1] Adam SMITH, The wealth of nations, Penguin, págs. 152-53. Traducción del autor.

[2] Hortalizas pagadas a 6 céntimos por kilo en la producción se venden a 1 euro y 20 céntimos por kilo en el supermercado.

[3] Lo afirma Nesta WEBSTER (1876-1960) en su World Revolution.

[4] Pequeño propietario anónimo, en Vite di Pastori e di contadini siciliani, pág. 10.

[5] Soy deudor de la feliz expresión a Silvio Gessell (1862-1930).

[6] Lo mismo había dicho Rosmini (1797-1855), y repetido John Stuart Mill (1806-73), ciento cincuenta años antes.

[7] Paul JOHNSON, «Is there a moral basis for capitalism?» en Democracy and Mediating Structures, ed. Michael Novak, Washington D.C., American Enterprise Institute, 1980, pág. 52. Cursiva en el original.

[8] Como aquel que dedicó un riquísimo muestrario de minerales al papa Benedicto XIV con la súplica: Fac ut lapides isti panes fiant.

[9] Graetz (History of the Jews) estima las víctimas judías en 100 mil. La Jewish Encyclopaedia las multiplica por tres.