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1971

Cristiandad y sociedad pluralista laica

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La Cristiandad

LA CRISTIANDAD
POR EL
DR. HENRIQUE BARRILARO RuAS.
l. Lo que ha sido la Cristiandad.
A nosotros, cristianos de hoy, la Cristiandad se nos presenta en
su realidad histórica, o bien como la forma ideal de la vivencia
CO·
lectiva de las verdades cristianas, o, al revés, como la capa residual
de los intentos de materialización de la Fe, de
la Esperanza y del
Amor. El drama de
la Iglesia de nuestros Días tiene su expresión quizás
más fuerte en
esta
opos.ición de juicios. Porque, al juzgar la Cris·
tiandad,
casi todos nos situamos de espaldas ·ª un pasado superado
y nos fijamos en un porvenir al que transferimos espontáneamente
todo
lo que empezábamos atribuyendo a un tiempo mítico.
Quisiera expresar aquí
lo que para mí ha sido la Cristiandad.
La Cristiandad ha sido, ante todo,
un.i conciencia vivida en co­
mún -y como bien común-por la casi totalidad de los cristianos
que eotre los siglos once y quince habitaban Europa. Albergada por
esa conciencia se extendía, en sucesivas capas, la multiforme :realidad
de una vida. Como en todas las épocas, esa vida era vivida por el
hombre personal en sus ámbitos y
en sus ritmos más o menos co·
lectivos. También como en todas las épocas, la existencia colectiva de
los hombres se dividía en
formas accideotales (esporádicas) de asocia­
ción
y formas estables de comunidad. Como siempre, también el
hombre pecaba
y eoloquecía de placer y de dolor. Lo que sí había
de específico en
esa situación histórica era la sujeción del menor al
mayor, del
peor al mejor, del feoómeno al ser. Lo que hacía la
existencia misma de
la Cristiandad era la traducción en. praxis de la
teoría del humanismo cristiano.
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Lo que aquí llamaré humanismo cristiano no es una afirmación
de superioridad o anterioridad del humano sobre el divino, como
ahora vemos defendido hasta en círculos cristianos ; no es nada
parecido a una divinización del hombre por sus propias fuerzas, o
un nacimiento de Dios a partir del Hombre. El cristianismo nos
brinda una visión del hombre, pero esa visión no quiere sustituir el
hombre de la naturaleza por el hombre de la sobrenaturaleza. La luz
propia de la
fe cristiana nos permite ver la esencia y la existencia del
hombre desarrolladas en una historia real, que no puede menos de
situarse en tres planos : el plano religioso, en el que lo humano y lo
divino se acercan
y tienden a unirse; el plaoo económico, definido por
la relación hombre-mundo; y entre esos dos planos, aquel otro que
los hombres han reservado para sí mismos: el plano político, cuyas
manifestaciones y ensayos culminan en la Polis.
La específico de la Cristiandad ha sido la realización histórica,
más
allá de las debilidades y de los crímenes de los hombres, de un
humanismo no sólo definido por esos tres planos de relaciones na­
turales, sino por la jerarquía, también natural, de sus valores propios.
Lo económico se sometía a lo político ; lo político a lo religioso. Así
la persona humana podía salir pura y fortalecida del juego de la
vida. Porque el orden existente en la colectividad era aquel mismo
que por naturaleza existe en el propio individuo.
Es que después del pecado original, la ordenación natural no
es posible ( salvo en expresiones primitivas) sin la luz y el amor de
Dios encarnado en Nuestro Señor Jesucristo. Así el humanismo cris­
tiano, que, en sí mismo, es el humanismo natural, se ha tomado im­
posible después de la apostasía de las élites europeas a partir del si­
glo dieciséis.
Creo que habría que distinguir, cuando hablamos de la Cristian­
dad medieval, entre una ordenación jerárquica natural, confirmada y
hecha posible en concreto por la gracia, y una teocracia de tipo israeli­
ta o islámico. La Crstiandad auténtica se
ha visto a menudo mezclada
con formas seudo-cristianas que no nos sería difícil detectar como
hábitos heredados de épocas pre-cristianas. La Cristiandad auténtica
podría verse emanada de las palabras de Cristo : «Dad a César lo que
es de César y a Dios lo 'que es de Dios.» Esas palabras tienen su
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circunstancia, y por ella entendemos que la imagen de César que re­
clama para César la moneda ordena lo económico a lo político, y,
análogamente, la imagen de Dios inscrita en el hombre subordina
los valores políticos a los religiosos.
Lo que la fe cristiana nos hace ver como ideal de la naturaleza
creada
es lo mismo que la caridad cristiana nos impulsa a cumplir.
No estamos llamados a subvertir el orden divino de la creación, sino
precisamente a obedecerle. Dios, por su hijo y
por su Espíritu, ha
«reformado» la naturaleza, no la ha destruido.
El orden natural no sólo permite, sino que exige, el que, de un
modo habitual y común, los hombres concreticen su existencia a lo
largo de una ruta ascensional o inductiva y no según un movimiento
deductivo y descendente. Dios todo lo ha dispuesto para que en todas
partes las causas segundas accionen o reaccionen de tal manera que el
hombre pueda ( como San Pablo nos lo recuerda) subir de las cosas
creadas al Creador.
Cuando creamos ver en
la Cristiandad histórica la manifestación
más o menos clara de una teocracia o de un cesaropapismo, busque­
mos actualizar en nosotros el sentido jerárquico ascendente e inductivo
del mensaje pau.lino: Omnia sunt veJtra; voJ autem Chriiti; Christus
auten Dei. La posesión de las cosas, el dominio del mundo por los
hombres es condición necesaria para el cumplimiento del plan divino.
Que no
es condición suficiente, resulta fácil de comprender ...
Lo positivo, lo verdaderamente cristiano de la Cristiandad me­
dieval es la búsqueda de Dios ( o -vale taoto----la perfección per­
sonal de los hombres) mediaote la existencia normal de las socieda­
des y 4e sus procesos ·económicos y políticos.
Las críticas que hoy día se hacen a la Cristiandad me parecen
equivocadas en este· aspecto, puesto que pretenden Condenar la creación
de estructuras sociales y propiamente políticas desde una fuente reli­
giosa (algo como la renovación del
Deuteronomio!), olvidando que
mucho de lo institucional de esa época no fue sino la traducción
práctica
-por víd cristiana-del humanismo natural.
Si hay un criterio para distinguir en la «Cristiandad» lo autén­
tico de lo inauténtico, consistirá en interrogarnos: ¿se cumplía: habi­
tualmente en este o en aquel contexto social, en tal nación y en tal
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siglo, la ley interior y exterior del humanismo? La vida económica
--que tiene sus reglas' adecuadas a sus fines porque responde a
realidades consistentes- ¿estaba de un modo habitual ordenada a la
vida política? La existencia política -el conjunto temporal o terreno
de la existencia colectiva de los hombres-se desarrollaba según las
leyes propias ( que posee por naturaleza y no desde un origen reli­
gioso), pero
en orden al plano más alto del humanismo.
Creo, pues, legítimo afirmar: la institucionalización de una so­
ciedad política como sociedad cristiana no es un mal, sino un bien
cuando eso supone una ordenación jerárquica y no u.na absorción o
anulación de lo menor por
lo mayor. Y lo que importa no es llegar
a concluir si la Cristiandad históricamente contemplada ha sido o no,
en su conjunto, buena o mala como regla del porvenir. Como hecho,
no puede ser para nosotros un criterio. Más bien, es el criterio
de que disponemos lo que debe aplicátsele. Pero con esto no creo
negar lo que al principio afirmé: para m1, la Cristiandad ha sido,
ante todo, una conciencia y una vida colectivas en las que el huma­
nismo cristiano resultaba posible.
2. Cristiandad, Iglesia, "Regnum Dei", Ciudad de Dios.
aj Jesucristo no ha fundado la Cristiandad: ha fundado la Igle­
sia. De ésta, y del hombre históricamente existente en la Europa ger­
maríizada, ha nacido la Cristiandad.
La crisis de
la idea de Cristiandad es uno de los aspectos actuales
de la as! llamada crisis de la Iglesia. Y si es cierto que la crisis de
la Iglesia no· afecta más que su realidad hum~na, quizás pudiéramos
decir que
la crisis de la Iglesia no es sino la crisis de la «Cristiandad>>.
Sin embargo, parece indubitable que en nuestros días hay un nuevo
planteamiento de los problemas de las relaciones entre
Dios y el
hombre y, en el marcó de la religión, también de las relaciones entre
los hombres. La nueva formulaci6n de estos problemas nos -parece
consecuencia directa de la prevalencia que la Cultura obtuvo desde
el siglo XVI, y muy en especial desde el siglo xvm, sobre el H 11-
mani.rmo.
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La racionalización progresiva de los procesos y desarrollos de la
vida humana histórica ha llegado casi a hacernos olvidar la realidad
misma sobre la cual se pensaba. Todos tenemos presente
la inflación
del problema del conocimiento a partir de Descartes y, sobre todo,
a partir de Kant.
De un modo general, se puede decir que la huma­
nidad vive hoy día más
culturalmente que nunca ha vivido hasta
nuestro tiempo. Y esa culturización de
la vida ha llevado, por una
parte, a la divinización de la subjetividad; por otra, a un nuevo
panteísmo, en el que Dios, el mundo y el hombre resultan un solo
ente monstruoso.
Y como los cristianos han perdido o desvirtuado
las formas tradicionales de ,existencia social, la Iglesia ha aparecido a
muchos de los mejores -de los más espirituales-como la única
sociedad válida,
la única forma de disciplina de los individuos. El
fenómeno
se veía naturalmente respaldado por la crisis del Estado,
o, mejor, de la Polis o Civitas, que, tras haber sido divinizada por
Maquiavefo, ha sido teóricamente destruida por el individualismo.
De ahí la crisis que hoy afecta el cristianismo como tal cristianismo
y que le hace vivir una experiencia inédita de religión. De ahí tam­
bién la dificultad que sienten los sacerdotes para hablar en nombre
de la Iglesia cuando les puede parecer már
urgente ser portavoces de
la inquietud
y de la mudez de los cristianos disueltos por el mundo.
b) El reino de Cristo no es de este mundo. Pero ha sido para este
mundo para lo que Cristo lo
ha instituido.
Reino prometido más que realizado. Reino de Esperanza.
Es, sin
embargo, la fe su fundamento inamovible, y
la caridad la medida
de su plenitud. En las parábolas del reino, Cristo nos enseña que
ese
reino es siempre distinto de su entorno, pero es principio de una acción
transformante. La vida terrena, como el reino, ha de desarrollarse.
Más aún: sabemos por, Cristo que la tensión de su reino con el mundo
tiene
el signo de la Cruz. No hay ni habrá jamás reino de Cristo sin
pasar por
la Cruz de Cristo. Nosotros, cristianos de países tradicional­
mente católicos, debemos defendernos
de la tentación de olvidar la
Vía Crucis. Es el peligro de la Cristiandad como mito: querer partir
deductivamente del hecho de
1a Resurrección, con su corolario de la
gloriosa Ascensión, e intentar colorear todas las cosas de ese color
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triunfal: una suerte de milenarismo ... Cuando no es posible para
nadie vivir
la-gloria de Cristo sin haber vivido su pasión.
No vamos, sin embargo, a imaginar no sé qué formas mundanales
de cruces. La liturgia católica
y la moral católica, con sus ritmos de
voz y -tiempo, con la riqueza espiritual del Sacrificio y de los Sacramen­
tos, con la exigencia y la oportunidad de su ascesis, hace muchos
siglos que
han revelado a los hombres los paradigmas únicos de la con­
f ormatio con el Hijo de Dios. Se asiste hoy, desgraciadamente, a
una actitud de
conformatio del cristiano con el mundo. Para contrarres­
tar esta tendencia patológica bueno
es que se evoque la idea de reino
de Dios en
lo que esta idea tiene de más puro y de más victorioso. Es
cierto que la mentalidad cristiana debe estar abierta al mundo para
que sea posible la acción
fecundante y transformante que Cristo ha
iniciado
y prosigue por su Espíritu. Pero lo que vemos con demasiada
· frecuencia es que. el sal. terrae quiere dejar de ser sal para ser tierra;
que el grano de trigo renuncia a crecer para no abandonar
su entor­
no ... Algo como
si la cristiandad del siglo xv hubiera repelido la
llamada de nuevos mares, de nuevas islas, de nuevos mundos, de una
hu1:11anidad desconocida, para quedar en su casa escuchando y me­
dftando la nueva mitología de la razón. Algo como si la Cristian­
da.d hubiera olvidado la palabra de Dios: «Quien quiera guardar
su vida, la perderá.»
La victoria de Cristo sobre. el mal ha tenido su iniciación en
la
tierra. Y no ha sido sólo una victÜri-a moral el cumplimiento de la
vo~untad del Padre hasta la cruz, si.no que ha sido, muy claramente,
una victoria
física: la Resurrección, las distintas manifestaciones del
cuerpo glorioso
y la Ascensión. Por su misma índole, este triunfo
del Señor no puede ser paradigmático para nuestra vida terrena, sino
que
es profético. No podemos, sin embargo, despreciar este hecho: los
primeros cristianos han considerado siempre el triunfo visible de
Cfisto cóffio fundamento de ia ·fe, y San Pablo 'no teffiió escandalizar
a los sabios atenierises
con esa enormidad: ¡un hombre resucitado!
La consecuencia de todo esto es que en este problema del reino de
Dios, del reinado social
d'e Jesucristo, -etc., hemos de pensar Y pro­
ceder con toda prudencia, de acuerdo con
1os circunstancias de tienipo
y de lugar.
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En esta segunda parte quiero todavía decir dos palabras sobre la ciudad de Dios. Me refiero al concepto de San Agustín. «Dos
amores han construido dos ciudades: el amor de Dios hasta el olvido
de nosotros; el
amo~ de nosotros hasta el olvido de Dios.» Me pa­
rece evidente que
la ciudad de Dios es, como idea, muy distinta dé la
idea de Cristiandad. El gran Doctor de la Iglesia tenía ante sí nn pri­
mer intento de Cristiandad: el Imperio Romano
cristianizado Por
Teodosio. Frente a, ese intento de identificación de la Iglesia con el
Estado ( nunca tan grave,
es cierto, como la situación a que la «Re­forma» dará lugar), Agustín subraya el carácter personal del cris­
tianismo. La ciudad de Dios
es 1a perfecta realización del ordo amoris, ley divina. del hombre.
3. Ciudad Católica.
Me gustaría abordar este tema todavía desde un punto de partida agustiniano.
Sabido es que en el De Civitate Dei, Agustín ·expone su teoría ¡!el pueblo. Al contrario de Cicerón, que tenía la realización de la justicia como esencial a 1a existencia de un pueblo, d Obispo de
Hipona cree que ni Roma hubiera podido entrar en
1a extensión de
ese concepto. ¿Dónde se hallará un pueblo justo? Y, en un audaz
golpe, extrae del concepto ciceroniano, cargado de tradiciones
y re­sonallcias aristótélicas y estoicas, toda fa. ·concreción axiológica. Llega
así a una idea totalmente nueva, expresada en
la: famosa definición:
< ausencia de valores comprendidos en el
conceptO de pueblo está, crimo es obvio, muy lejos de suponer por -parté de Agustín el -menosprecio
por el universo axiológico. LO· que sí signifiéa es una e~gencia mu­
cho mayor que la de todos
loS estoicOs o platónicos. El Santo· está
ante el hombre personal, aquel que Dios ha creado dentro del ordo amoris y para eri ese orden progresar· hasta su perfección propia, que
es la sobrenatural. La -persona se define-pOr el amor: o por el amor
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de Dios hasta el propio olvido, y construye entonces la ciudad de
Dios; o por el amor egoísta,
que conduce a olvidar a Dios y constru­
ye la ciudad terrena o diabólica. En la raíz de ese acto de amor está
la razón, que el Santo presenta exenta
de determinismos para que
nadie olvide que los hombres están en
la sociedad como sujetos y no
objetos (para utilizar las palabras de Pío
XII).
Pero Agustín sabe que un pueblo es una realidad colectiva. No
es un conjunto matemático de átomos humanos. Así, el filósofo cris­
tiano supone a los hombres concordi communione. Si la opción de
los valores, hecha· en el plano personal,
no fuera vivida en común, los
hombres no formarían
un pueblo. Tenemos, pues, una verdadera
comunidad: no una simple sociedad.
Lo que no impide la presencia
del factor asociativo, que expresa el adjetivo
sociatus.
Un gran equilibrio entre los elementos racional y voluntario, per­
sonal
y comunitario, domina toda esta definición, en la que se con­
tiene, en su germen al menos, toda
la filosofía política del Cristia­
nismo.
Si escogí este concepto agustiniano para meditar algunos aspectos
de la ciudad católica, fue muy especialmente por poder encontrar
ahí una ejemplificación perfecta de aquel principio que más arriba
enunciamos: el humanismo cristiano no
es criatura del Cristianismo.
No lo es en un sentido positivo, de contenido material. Lo es, sí, en el
plano del conocimiento perfecto
y en el plano de la praxis. En su
obra, que culmina tantos años de apostolado, de apologética, de re­
flexiones teológicas y filosóficas, hasta de investigaciones históricas
-en ese como que testamento espiritual-, el Doctor de la Gracia en­
trega a la libertad de los hombres las opciones políticas.
Pero esto no quiere decir
que la Iglesia no tenga nada que enseñar
a sus hijos en materia política. La doctrina católica en estos aspectos
es hoy más discutida
de lo que lo era hace veinte o treinta años. Dis~
cutida pero mal conocida. Para darla a conocer mucho está ya hecho
por este mismo movimiento de «ciudad católica».
Querría terminar con dos observaciones :
La primera sobre
la idea de civilización cristiana. Mi recordado
amigo
y maestro Anton Hilkmann, profesor de Ciencia Comparada de
las Civilizaciones en la Universidad de Maguncia, ha escrito muy
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largas páginas para exponer su tesis, que había sido, en sus líneas
maestras, también de Koneczny: las verdaderas civilizaciones ( que
para él eran lo mismo que culturas) son muy pocas y tienen principios
propios de los cuales no pueden separarse sin dejar
de ser lo que
eran. Entre los principios de
la civilización cristiana se encuentran
el de la distinción real de los poderes espiritual y político, y el de la independencia de la magistratura judicial. Yo creo que todos los
cristianos, cualquiera que sea nuestro pensamiento político, habríamos
de ponernos de acuerdo sobre los principios que caracterizan
1a civili­zación cristiana.
La segunda observación 1a escribo pensando en la sociedad po­
lítica de
hoy, formada por tantísima variedad de corrientes ideoló­
gicas, de intereses económicos, de actitudes frente a
la vida, de ca­
pacidades de participación, de sentido
de servicio ... Querría que de­
dicásemos a
esa multitud casi caótica nuestra mirada unificadora de
cristianos
-y de cristianos con pensamiento político-. Pero querría
también que
esa mirada fuera al mismo tiempo una invitación a pro­
fundizar
--cada uno con sus medios-las propias maneras de opinar,
los fundamentos de sus
actirudes vitales, la imagen.de sí mismo y la
imagen de los demás. Porque creo muy firmemente que
ruando un hombre piensa y opta, en lo más hondo ~e su ser, está acercándose
a
los otros hombres en su fin último, en su perfección, en su Padre
común.
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