Índice de contenidos
Número 153-154
Serie XVI
- Textos Pontificios
- Actas
- Monográficos
- Estudios
- Información bibliográfica
- Ilustraciones con recortes de periódicos
- Crónicas
Autores
1977
José Orlandis: La Iglesia en la España Visigótica y Medieval
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hombre y lo condena al fracaso de su vocación más profunda. Con
clusión
-y también
principio o punto de
partida-de un genuino
filosofar como
el que nos propone, a través de las líneas de su
Autorret1'at<>, el P. Emilio Silva.
llNRIQUE ZULETA PUCEIRO.
José OrlanJJ.s: LA IGLESIA. !EN LA ESPilA VISIGOTICA
Y MiEDIJWAL (*)
El presente volumen reóne temas de historia de la Iglesia en
España dutanre las
épocas visigótica
y medieval. Trataré de resu
mir aquí lo más interesante de los once arnencls capítulos de que
consta el
libro.
Capítulo I: El crisdamsmo en. l,a Espaoo via.gótm
Antes de la llegada de los pueblos germánicos, la Iglesia espa
ñola había dado ya pruebas de
gran vitalidad: en el siglo IV se reu
nió el Concilio de
Ilibetis que impnso la continencia de los clérigos,
resolución q'ue se extendió
a toda
la Iglesia de Occidente. El con
cilio de Nicea, que condenó
el arrianismo, asamblea presidida por
Osio, obispo de Córdoba, "pujante personalidad que llenaría medio siglo de vida de la Iglesia
universal". A
finales del siglo
rv surge el
Priscilianismo
condenado
por el I Concilio de Toledo.
La población hispano-romana era en su gran mayoría católica,
cuando los pueblos germánicos
irrumpen a
comienzos del siglo
V
en la Península. Estos pueblos, a excepción de los suevos, eran arria
nos. El
arraigo del
Arrianismo en los godos, cuando ya ha
dejado de
ser un problema teol6gico, no se debe a razones doctrinales, sino al
hecho de
ser un
rasgo
diferencial más frente
al pueblo invadido,
y
un elemento fortalecedor de su personalidad nacional. Los visigodos
quieren
conservar las peculiaridades que mantenían viva Ia separa
ción
entte los pueblos
-el dominado
muy superior en
número-y
que
eran garantía de su propia preeminencia. Por ello,
más que de
enfrentamientos religiosos
·habría que referirse a tensiones entte
dos
pueblos de razas
diferentes.
("') Ediciones Universidad de Navarra, S. A. Pamplona, 1976, 400 págs.
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En época de Alarico II se agudiza la tensión debido a la con
versión de Qodoveo. Este hecho debió conmover a. la población
provincial romana que
se
sentiría atraída por sus vecinos
los
fran
cos católicos.
Medio siglo más tarde se manifiesta nuevamente la tensión ra
cial y religiosa. La lucha entre Agila y Atanagildo agrupa en tomo
a
éste a la población católica. La intervención de los soldados de
Justiniano, que
sueña con
reconstruir la unidad
del Imperio, en favor
de
Atanagildo, dará Jugar al enclave bizantino, nueva frontera me
ridional con dominios
extranjeros católicos.
Leovigildo, recogiendo el
anhelo de su época, luchó
por la uni
ficadón del
reino en los
más variados terrenos. Para ello, eta fun
damental acabar con la diversidad religiosa, lo que provocó la lucha
entre el. monarca y
su hijo
Hermenegildo, lucha
que trascendió de
la esfera doméstica a la nacional.
Hermenegildo, abrazó la religión de la mayoría, fue heroico en
su
fe, pero había provocado la desunión en el pueblo, contradicien
do el
anhelo de
unidad que
constituía el imperativo histórico
de su
tiempo. Esto
explica que,
por razones de prudencia política, se eluda
nombrarlo el día de la abjuración de los godos en el III Concilio
dcj Toledo.
Recaredo, apenas subido . al
trono, marchó
resueltamente · hacia
la conversión. ta resistencia arriana· a la conversión. fue escasa y
tuvo sólo mal!-Ífestaciones esporádicas.
Conseguida la unidad religiosa setá, en adelante, el más firme
pilar de la unidad nacional. Quedaba un único elemento disidente:
lQs judíos.
La era isidoriana se caracteriza por la íntima compenetración
entre
la Iglesia y el Estado. Al margen de la cual, la Iglesia visigóti
ca se nos presenta en su
vida interna llena
de vitalidad
y pujanza.
La
escuela isidoriana es el
testimonio de la virtud y sabiduría de una
espléndida
generadón de
Padres
epañoles que
no reconoce igual
en las
demás Iglesias occidentaies del
siglo
VII. La "Collectio His
pana" testifica la asombrosa actividad conciliar. y la fecundidad de
la legislación eclesiástica sobre disciplina canónica. Se elaboró una
liturgia propia,
•la mozárabe,
y apareció un peculiar régimen mo
nástico.
Esta herencia visigoda sobrevivirá a
la ruina del Estado, corroído
por el partidismo político, que deshizo aquella· unidad tan laborio
samente lograda.
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O>nvertido R.ecaredo, congrega el IlI Concilio de Toledo apa
reciendo como el autor de la conversión de los pueblos de su pro
pia estirpe germánica.
El rito de incorporación de
los visigodos
arrianos a
la Iglesia se redujo a
administrar a
los
conversos la
Con
fi.tmación y
a una bendición o imposición de
manos.
Los obispos y clérigos arrianos fueron recibidos en la Iglesia
católica
respetándose la dignidad y
el
grado que
habían
ostentado
en
su propio clero. Sin querer esto
decir que se reconociera
validez
a
las ordenaciones arrianas. Existen, por el contrario, fuertes indi
cios de que no
fue así, puesto que se exigió que los obispos y clé
rigos hubiesen de recibir una bendición, que en los sace
una
nueva colocación del orden
presbiterial Y
en cuanto a los obis
pos, la bendición tendría el valor de nueva y legítima consagración
episcopal,
pues
no se concedió
validez a
la
"consecratio"" de
iglesias
hechos por
uno de esos prelados
antes de
recibir aquella
bendición,
aun
cuando
hubiera consagrado
ya el tiempo '"sub nomine catholicae
fidei". Pero la mayor
dificultad provendría
de la cuestión del ce
libato no
e,rigido por la Iglesia arriana. No se declara roto el vín
culo matrimonial,
pero se exige poner
fin a
la vida en común y
guardar en lo sucesivo perfecta continencia.
Otro problema fue el de la duplicidad de
obispos en
una
misma
diócesis. Esta situación se iría solventando con el paso del tiempo.
Capootulo III: Las reütcimws iraereclesiástroas en la Hiop,mm
msigótwa.
La conversión de los visigodos vinculó estrechamente la Iglesia
a la
Monarquía y
abrió la
puerta a
la constitución de una
auténtica
""Iglesia
nacional".
Este fenómeno y la intensa actividad conciliar
matearon
una
profunda huella
en
las relaciones intereclesiales y en
las relaciones de la Iglesia española con la Sede romana y la Iglesia
universal
No existieron diferencias
de orden doctrinal entre la Iglesia
hispánica y la
universal. Pero
la progresiva
estructUtación de
la Igle
sia espa!íola con un sentido acusadamente nacional se manifestó
sobre todo en el terreno pastoral
y disciplinar.
La Iglesia española del siglo
VI heredaba de los tiempos del
Imperio cristiano una tradición de frecuentes e
inrensas relaciones
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con Roma. El final del pontifioido de Hormisdas abrió un período
de crisis en
la . historia
del
Papado ql!e ro incidió ron los a varares
que
colocaron a Roma dentro del
~Áto político del Imperio de
Oriente.
Las relaciones entre la Sede Romana y las iglesias de Es
paña se hicieron muy raras. En la misma época, los reyes, pese a ser
arriaQos,
se
muestran
toleran.tes ron la Iglesia
católica
y ésta se be
neficia ron las ventajas. que le reportan el orden y la libertad.
La conversión de la Moruuquía al Catolicismo y la hostilidad del
Reino
visigodo hacia el. Imperio
de Oriente
-ocupante de
una par
te
de la Península desde Atanagildo a Suintila-dentro de cuya órbi
ta
política se encuentra
.Roma, favorecen el proceso ya inciado de
florecimiento
interno de la Iglesia
española, aproximación a la potes
tad real y escasa incomunicación con la Sede romana.
Esa escasez no arranca del momento de la conversión del pueblo
godo, sino
qqe se remonta a · sesenta años Jllltes. El pontificado de
Gregorio Magno,
que coincidió
ron el reinado de
Recadero,
a:bre un
paréntesis
de
más frecuente comunicación.
Se configura una vigorosa Iglesia nacional, con elata conciencia
de su
propia' personalidad y de su coherente unidad.
· El Ól:gllllO .colegiado, mediante el cual se realiz.a del modo más
genuino la "communio" inteteclesial en la Hispania visigótica, es
el concilio. Este debía
reunirse anualmente,
pero la
regularidad desea
ble
QO se ronsiguió, en parte por desidia de los obispos y en parte
por culpa de la autoridad real, puesto que la reunión del concilio pro
vincial, al que se
había Otorgado en
el período visigodo-católico cier
ta
competecia en
cuestiones de administración
· civil, requería tanto
la
convocatoria del
metropolitano
romo el
maodato del monarca.
Las decisiones
adoptadas colegialmente
por los obispos reunidos
en concilio vinculaban a todos ellos y habían de
servir de nonna pata
la vida eclesial en sus respectivas diócesis. Dentro de los seis meses de
la celebración del concilio provincial,
cada obispo debía reunir al clero
de la
diócesis, incluidos los abades ,fo los monasterios, y a la asamblea
de la
ciudad donde radicaba la
Sede para darles noticia de los acuerdos
del
concilio; y
también habría de
velar por que esta noticia llegase al
pueblo fiel de todo el territorio diocesano.
Competencia
exlcusiva del
concilio general
eran, no
sólo
las cues
tiones de fe, sino
también aquellas otras de interés común pata la
Iglesia. Pero este interés se entendió bajo
la
Monarquía católica
en un
sentido amplio,
dentro del
cual tenía cabida el bien
común nacional.
De
ahí que los
ooiiciclios generales del · siglo VII tuviesen el carácter
de asambleas político-eclesiásticas,
y que en algunas de sus sesio
nes -las reservadas a tratar asuntos seculares-, a los obispos se agre
garan
los
magnates palatinos designados por el rey, pata deliberar
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juntos, sobre los grandes problemas políticos y legislar acerca de la
ronstitución del Reino.
Así, pues, los moruu:cas intervenían intensamente en la vida
de
la Iglesia española. Una faceta de esa intervención sería la inter
ferencia real en los
nnmbtamientos episcopales.
Capítulo IV: El el.emento germ,inJco en 1.a Jsl,eo;;a español,, del
sig},o VII.
En ,el último medio siglo de existencia del reino de Toledo, la era
isidoriana
había quedado atrás y sería erróneo presentar al episco
pado visigótiro, segón los esquemas de
cierta historiografía
germáni
ca, romo patrimonio exclusivo de la población hispano-romana,
y a esa
"nobleza eclesiástico-romana" romo factor
de desnacionalización
y decadencia del Estado. La aristocracia gótica había penetrado pro
fundamente,
a fines del siglo
VII, la jerarquía de la Iglesia, y puede
afirmarse que serían, en
todo caso, obispos godos procedentes de
la oligarquía nnbilatia, implicados en las luchas pot el poder entre las
clientelas políticas a que ellos mismos pertenecían, quienes más pode
rosamente contribuyeron --como tantos otros magnates de su estir
~ al debilitamiento ·y ruina de la monarquía y de la nación.
Capitu1o V: lgwsm, Condlú,s y Episcopado en 1.a doctrim,
conciliar msi-goda.
La Iglesia española del siglo VII destaca por su vigorosa perso
nalidad, con una plétora de ilustres figuras cuya influencia traseen
derá
mucho más
allá de las fronteras del Reino y de la época mis
ma a que pertenecieron. Esta Iglesia, de sorprendente fecundidad crea
dora, dará vida
a la
más
importante rolección
canónica occidental
anre
rior
al Decreto de Graciano
y hará surgir una liturgia propia inspi
rará una peculiar tradición monástica
y sentará principioo de Derecho
públiro que serán tenidos
romo dogmas pot los tratadistas medie
vales
de ciencia política. La Iglesia visigótica desarrollará, además, una
intensa actividad conciliar de particulares características, que es expo
nente
y clave de su misma vitalidad.
Los poderes propios del episropado son los de magisterio y go
bierno. Pero la doctrina teológica visigoda hace hincapié especialmen
te sobre los poderes propios de la potestad del otden. El O,ncilio VIII
de Toledo denuncia el intolerable abuso que suponía
el que ciertas per
sonas, después de haber alcanzado la dignidad episcopal, alegaran que
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habían sido consagrados por terror o necesidad y pretendían retor·
nar a la vida secular.
En la Iglesia visigótica se. dieron dos clases de reuniones conciliares,
además
de los sínodos diocesanos: los concilios generales y los provin
ciales.
Rennían éstos, bajo la presencia del metropolitana, a los obis,.
pos
de
una provincia eclesiástica, mientras que
en
los concilios gene
rales se congregaban todo
el
episcopado del
Reino, los obispos de
España y de
la Galia. El concilio general debía celebrarse siempre que
hubieran de tratarse cuestiones
de
fe o de ioterés común de la Iglesia.
Pero sólo
puede
convocarlo el monarca, aun
en los
casos en
que su
actuaeión haya sido promovida por las iostancias de las Jerarquías de
la Iglesia.
El concilio
general debía reunirse anualmente;
sio
-embargo, en
la práctica no se observó el priocipio de periodicidad ronci!iar de
bido,
por una porte, a la negligencia o el desioterés de .que en oca
siones
dieron
prueba los
obispos y que se
patentiza en
la
escasa asis-
tencia
que
registran varias veces
los
concilios generales y, por otra,
al desioterés -cuando no una decidida
oposición- de
la autoridad
civil, sin la cual no podían celebrarse las asambleas eclesiásticas.
El
concilio proviocial
era a>nvocado pot el respectivo metro
politano,
peto su
celebración requería a la vez el mandato del rey. Este
concilio
desempeñaba en
el ámbito
regional una función
de
vigilancia
sobre
la gestión de
la administración civil del territorio y que, a pe
tición del metropolitano, el príncipe designaba un ejecutor regio,
especie
de brazo secular destinado a hacer eficaces· aquellas decisio-
nes
del
roncilio que requiriesen su
actuación.
. ·
Los
miembros del concilio por excelencia son los obispos,
sobre
los
que
recae la obligación de asistir a él, cuando fueran convoca
dos
pot la autoridad competente. En caso de legítima ausencia de
bían
enviar como representante suyo
al
arcipreste o
a un
presbltero
y además a un mandatario provisto de poderes para responder en
caso de set planteada en la asamblea algnoa cuestión que atafíera
al prelado ausente. También asisten al
concilio, pero no
firman las
cartas, otros eclesiásticos de rango inferior.
En
el siglo
VI, los abades de monasterios asistían a los sínodos
diocesanos, pero· hasta la mitad del siglo· VII no se menciona su pre
sencia en
las actas· conciliares.
En cuanto a
la participación de los Jairos en los concilios, es
bien sabido que
durante la Monarquía visigoda católica· el concilio
general se concibe como una iostirudón doble -política
y eclesiás
tica-que actúa en
sesiones
separadas, según se trate de asuntos
religiosos o de cuestiones
seculares. En estas· segundas participaban
los magnates del "Palatium" · que
habían
aronipañádo al
rey a
la
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apertura del concilio. Pero no fue esta la única participación laica!
que
se registra en los concilios. Cuando
·éstos eran todavía una ins
titución exclusivamente religiosa, algunos simples fieles se hallal,an
presentes
en
las deliberaciones de la asamblea.
Así, pues, la doctrina conciliar y la realidad viva de la Iglesia
visigótica
conciben el concilio a la
vez como corpus episcopo,-,,m y
corpus eclesiae.
Capitulo VI: Lex in, confirmatione con,:,1,ü,
Se denominan leges m co,.¡irou,tione conciln las leyes dadas por
algunos monarcas visigodoo de los siglos VI y VII para confirmar
loo
cánones promulgados por un determinado concilio general
de Toledo
y conferírles efectos civiles. La mecánica de las relaciones
reyes-concilios
operó en
un doble sentido: la fortificación de leyes
civiles mediante
la sancióo canónica conciliar y la vigorización por
el príncipe de los acuerdos sinodales, en virtud de una ley civil es
pecial o de una ley general confirmatoria de las actas del concilio.
La lex m co1>/ffl1Ullione concüü está en perfecta congruencia con
la tradición jurídica
bizantina. Del Imperio tomó seguramente la
España visigótica el principio de
que el poder real sancionase los
cóoones conciliares y les
otorgara efectos civiles. Parece, en cambio,
probable que
la forma específica que aquí revistió la sanción, esto
es la configuración de un tipo definitivo de norma como fue la
/ex in confmru,tione cor,cilii, sea una aporracióo más original de la
España visigótica
a la
historia de
los Derechos de
la antigüedad.
Capítufo VII: Pobreza y betwfí:cienci,a en la Iglesia visigótica.
Los siglos VI y VII conocieron desastres como la despoblación de
la Tarraconense a raíz de la invasión franca en el 541, la peste que en el año 573 asoló Toledo,
la plaga de langoota del año 580, la
devastacióo causada en el valle del Ebro por
las incursiones vasconas,
la sequía del año 634 que
se prolongó hasta el 641, el hambre que
despobló
el país en época de Ervigio ...
Los tiempos
calamitosoo no sólo producían un crecimiento cuan
titativo de la cifra de personas necesitadas,
sioo que legitimaban,
probablemente,
resoluciones
enraordinarias, que
no
eran admisibles
en circunstancias normales. :Esto tiene que ver, sobre todo, con las
enajenaciones de bienes de las iglesias que eran cuidadosamente
controladas por las leyes, preocnpadas siempre pot la salvaguardia
del
patrimonio
eclesiástico.
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La caridad con los pobres fue una de las virtudes en las que SO·
bresalieron los . grandes santos de aquel período. Sin embargo, son
raras las noticias sobre · un régimen organizado de asistencia a los
necesitados por
parte de los entes
eclesiásticos. Tal vez fuera ello
debido a la "pobreza de
las iglesias de España".
La iglesia de Mérida .constituyó una excepción a esa tónica de
pobreza.
En el sigo! VI poseía un inmenso patrimonio con el que
creó instituciones asistenciales: construyó un gran hospital, abierto
sin discriminación
alguna, a toda clase de petsonas, lo mismo libres
que siervos, cristianos que judíos: la única condición requerida ·era
que se tratase de. enfermos necesitados. Creó una verdadera institu·
ción de crédito, que concedía préstamos a
las petsonas agobiadas
por
alguna
necesidad urgente.
Distribuyó
gratuitamente vino, aceit",
y
miel
a todos los pobres que . acudían al atrio episcopal.:.,.
En Hispania, la asistencia caritativa y benéfica quedaba a la
discreción del obispo y del clero, que tenían el deber moral de
in
vertir una porción de los ingresos de las iglesias en atender a pobres
y petégrinos, viudas
y enfermos.
Una primera
preocupacicSn de
la Iglesia hubo de
ser la
de evitar
que los pobtes,
pot falta de bienes de fortuna, fuesen alejados de
la vida cristiana, y en especial que se les
apartara de
los sacramentos.
Otra preocupación fue la
salvaguardia del
patrimonio
eclesiás
tico. Es~e podía
disminuir, no sólo
pot el exceso de limosnas en favor
de los necesitados, sino por otra
forma de acción caritativa: la ma
numisión
de siervos de la Iglesia.
La asistencia a los pobres tuvo una importancia considerable en
los ambientes monacales de los siglos
VI y VII. La Regula Isidori
,stableció
una "parte de
los pobres": la tercera
parte de cnantos
ingresos
recibiera el monasterio en dinero. La
Regula Fructuosi
disponía
que cuando
se entregara
a los monjes nuevo vestuario,
calzado o ropa de
cama, el abad había de distribuir las prendas vie
jas
entre
los indigentes. La Regma Communis obliga al nuevo mon
je
a desprenderse de todos sus bienes en favor de los pobres.
Capítulo VIII:
El t!rabajo en el monaco,to visig6tioo.
El
tema del trabajo
se halla estrechamente relacionado con la
disciplina interna de
las comunidades.
El
trahajo corporal
constituyó
desde los orígenes un capítnlo esencial en la existencia del
monje
y en el régimen mismo de la vida cenobítica.
El trahajo manual
no era solamente un remedio
contra· la ocio
sidad,
sino que perseguía a la
vez otro> elevado,; fines como la
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práctica de la caridad. El trabajo redllll
los propios
monjes, que
obtienen con él lo necesario
para la
vida,
y luego en favor del prójimo, al que pueden así atender en sus ne
cesidades.
En cuanto a la naturaleza del trabajo, las comunidades femeni
nas se dedican, sobre todo, a la fabricación de tejidos y confección
de prendas de vestir.
Los monjes cultivan. las hortalizas y preparan
los
allmeotos,
pero la construcción de edificios y la labranza del cam
po será tarea propia de los siervos.
La existencia de siervos de propiedad monástica fue un feoóme
no geoeral eo la
España visigótica y no suscitó reparos de ninguna
clase.
Al margeo de los siervos, los monjes teoían también que re
currir a veces a la contratación de .mano de obra, para ciertos · tra
bajos que requerían una determina4a competeocia profesional.
Capítulo IX:
La el.eooMn de sepultura en la Es,paiía medieval.
En general, la disposición de bieoes eo favor de una iglesia o mo
nasterio solía ir acompañada de su ei=ión como lugar
para descan
so del cuerpo después de
la muerte. Pero teoía que ser el cemeoterio
de la parroquia, el lugar ordinario de la sepultura de los feligreses que a
ella perenecfan.
Una sepultura honorable
para el
cuerpo
y la seguridad de ora
ciones
y sufragios por su alma es la contrapresración que el hombre
medieval espera de los
clérigos o monjes del lugar favorecido por su
liberalidad.
La cuestión de los derechos y obligaciones que con ta.les motivos
se
percibían, fue motivo de
controversias:
Los obispos reclamarán para las catedrales y parroquias los cuer
pos de los fieles
y las mandas piadosas por eotierro. Los Regulares
sostendrán
la libre
elección de sepultura
y la consiguiente posibili
dad de
realizarla en
sus.
iglesias y cemeoterios. Con mayor razón,
la jera,quía ordinatia se opone a que los beoeficios redunden en
favor de los laicos
ptopieratios de
templos, que tuvieran en ellos
cementerios.
El Papa León III, en. los umbrales del siglo IX, esrablece que el
feligrés
podía escoger sepultura en iglesia distinra de la propia pa
rroquia, pero esa
parroquia· debía
recibir una porción canónica o
parte de los
. bienes
que en concepto de
. piadosa
liberalidad dejase
a la iglesia o
monastetio preferido.
R~ecto
a las Ordenes miliwes, los obispos reconocen el de
recho
·de sus
miembros a ser sepultados en sus cementetios propios.
El peregrino
y, en general, el-forastero no se hallan, de ordinario,
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sujetos a las trabes que supone la vinculación del feligrés a la pa
rroquia y puede ser sepultado en cualquier cementerio. El fenómeno
de las peregrinaciones a Santiago hizo precisa una regulación de sus
lugares de entierro, fundándose cementerios especiales
para pere
grinos.
Capjl,u]o X: Reforma eclesiástrea en los 'siJglos XI y XII.
Hasta comienzos del siglo XI, tan sólo Cataluña y las regiones
del nordeste peninsular se hallaban
ol,ien,,s a las corrientes espiri
tuales y monásticas dominantes en el occidente de Europa.
La amis
tad de Sancho el Mayor con el
1lbad Oliva de Ripoll fue uno de los
vehículos de las influencias religiosas
transpirenaicas en
los estados
del monarca pamplonés. Pero
la tierra de promisión pata los clu
niacenses, más
que Aragón y
Navarra, había de ser el reino
caste
llano-leonés.
El influjo de Cluny no es el único nuevo factor religioso proce
dente de ultrapuertos que dejó sentir su huella durante este período
en
la vida española. Después de siglos de virtual incomuuicación,
los
Papas gregorianos
demostraron un singular interés por la Pe
nínsula
Ibérica, a
partir del pontificado de
Alejandro II. ·
La Sede romana promovió en España la obra de reforma que
caracteriza a
la
época gregoriana. Pero como el impulso de restau
ración
eclesiástica, nacido
en el seno de la
propia Cristiandad espa
ñola, había alcm:rado indudable importancia desde principios del
siglo
XI, a la hora de la Reforma gregoriana, no existían pclctica
mente
problemas de investiduras· y
los vicios . de la simonía y nico
laísmo, tan extendidos en otms tierras, tuvieron aquí mucha menos
gravedad y difusión. .
La política gregoriana en la Penfusula tuvo como una de sus
metas fundamentales
la sustitución del ritn hispiinico por la litur
gia
romana.
La liturgia de la Iglesia visigótica apatecía a los Qjos
romanos
como un ritn
peligroso r suspectn. Esto se debía al clima
de
desconfianza que
había creado
en la Curia
la larga incomunica
ción con España. El Pontificado obtuvo un compÍetn
é,riro en
su
batalla contra la
vieja Hturgia hispiinica. No ocurrió lo mismó respecto a las pre
tensiones temporales de
la Sede Apostólica sobre España. .
La coloni>Jación de las tierras .Yermas y deshabitadas, gravadas
al Islam
por el avance de la Reconquista, determinó la creación de
una tupida red de
peqÚeños establecimienros eclesiilsticos desigua
les
con los
términos ªbasílica", "ecclesia" y "mónasi:etium". En los
siglos · IX y X la · iniciativa episcopal promovió la creáción de mo-
580
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nasterios, iglesias y oratorios rurales. Pero la inmensa mayoría de
estas fundaciones
surgieron al margen de
la acción oficial de la
Jerarquía eclesiástica. Su aparición se produjo en estrecha relación
con
la actividad
colonizadora y estuvo alentada
por los
mismos agen
tes -reyes, condes, magnates y
hombres libres-que llevaron ade
lante la empresa de la repoblación.
Más aún, la erección de peque
ñas iglesias y cenobios fue un modo de realizar la propia tarea co
lonizadora y constituye una . de las facetas uiás típicas del fenómeno
repoblador.
Era, pues, habitual en la Península Ibérica, al iniciarse el siglo
XI, el régimen de propiedad privada de iglesias y monasterios. La
existencia de éstos al margen de la autoridad episcopal o de la
disciplina
monástica regular, y
los consiguientes derechos que de
terminadas
personas laicas pretendían poseer y ejercitar sobre aque
llas
entidades
eclesiásticas plantearon graves problemas.
Por
ello, uno de los objetivos fundamentales de
los movimientos
de
reforma eclesiástica del
siglo
XI fue la incorporación de las igle
sias
y monasterios de propiedad privada a casas religiosas de carácter
secular. Pero esta incotporación había. em,l>e""do ya en el siglo x,
si bien es verdad que se trataba de un movimiento todavía inci
piente, que tan sólo en determinados casos y al amparo de particu
lares
circunstancias alcanzó
mayor entidad.
Las primeras manifestaciones de un premeditado designio polí
tico de sustraer las iglesias y monasterios de la propiedad de los
laicos, se
produjeron en
las primeras
décadas del
siglo
XI., Son, por
tanto, anteriores a la recepción de las influencias gtegotianas y
provienen uiás claramente de la autoridad real que de. los propios
órganos
de la
Jerarquía eclesiástica. La inspiración de esta política,
cuyo primer
representante fue
el monarca
navarro Sancho el
May0t,
parece, en
cambio, proceder de fuentes
monásticas, y especialmente
del abad Oliva de Ripoll
y de Odil6n de Ouny.
La acción reformadora en pro de la hbertad eclesiástica fue un
éxito; sin embargo, no se lleg6 a este resultado sin resistencias. Hubo
una difusa resistencia a la renuncia de derechos dominicales sobre
las iglesias, que
procedían de las mismas familias de los antiguos
propietatios.
La resistencia de los estamentos señoriales de la socie
dad
hispánica habituados
de antiguo a la costumbre de beneficiarse
con los
diezmos y
obligaciones de las iglesias, fue otro
factor que
actuó en sentido opuesto a la
línea de
la reforma.
Muchos propie
tarios cedieron el dominio sobre sus iglesias, pero no renunciaron a
la obtención de cualquier tipo de beneficios temporales provenien
tes de esas iglesias. Pudo incluso suceder que una iglesia libre de
todo poder
laica! en
el siglo
XI, no fo estuviera ya en época. más
581
Fundaci\363n Speiro
INFORMACION BIBLlOGRAFICA
tardía. Este esmdo, de cosas llegó a prolongarse hasta la época de
los
. Reyes Católicos, quienes tem,illaron con los intetesados privile
gios de los antiguos propietarios de iglesias. ·
El . capítulo XI, lo dedica Orlándis al esrudio minucioso de la
eswuct1'T•. e&lesiástic,i de un dominio· monástico, el de Lwe. En él
analiza detalladamente el sistema de donaciones eclesiásticas en re
lación con el
sistema patrimonial • característico
del régimen de
co
munidad familiar, y -en el que abundason las donaciones post obitum
o con reserva de usufructo.
MAITB V ALLBT REGÍ.
Marce! De Corte: ·DE LA PRUDENGE. LA PLUS
11U.M:A.INiE DES V'ER.TUS (*).
En su bello estudio sobre lll:'virtud de prudencia. observa Josef
Piepet que
existe una
manera de
enseñar
lá · mota! que guarda
es
trecha relaci6n con el vblUO.tariSnio, au.n,que :con frecuencia es tenida
cóIDÓ-típicamente "cristiána".-,Dkha manera falsea la conducta ética
del hombre, viendo · eri ella urui suma incoherente de "prácticas de
virtud" ·y de obligaciones•'"pesitivas" y "negativas'" aisladas, con
lo cual se despoja a la aci~ moral 'dé sus raíces -en· el suelo nutricio
del conocimiento de la realidad y de la existericia concreta del hom
bre. Semejante·
moralismo no
sabe o no
quiere saber y, sobre todo,
impide saber, que sólo es
bueno lo que
se
·adeéúa a la esencia del
hombre·
y a la realidad (1). Considerado equivocadamente como nú
cleo esencial de la·, ética· cristiana, este punto -de· vista nace de un
profundo error metafísico, que consiste en la escisión disgregadora
entre ser
y deber ser, a partir de la rual el deber es imperado categó
ricamente, con
independencia de
su relación
con la
realidad. Mandato
incondicionado, su esencia radica en el acá.ta.miento: de la conciencia
a toda imposición dela voluntad otcténadora. · · ·
Frente a·. esta' -pos:ici_ón,_ teodéncíosatnente criticada por Nietzsche
a través de su antedicha asimifación al mensaje cristiano, y posteríot
mente
puntualizada por Scheler, la dialéctica ideológica de la mo
dernidad ha oscilado hacia el extremo opuesto: frente al moralismo
inauté~tico y esclavizador, ·debe afirmarse a la "Siruaci6n" como mo
mento fundamental de la moral. Ante la indeterminabilidad abso
luta
de la existencia, sólo •cabe afirmar
la unicidad
e irreiterabilidad
dé cada décisión. La existencia es, :inte todo, riesgo, ·y en su libre
·(*) París, Dominique. Martin Morin Editeurs,. 1974; 81 págs.
(1), Pieper, J.: Pruden_cia .y _te,mplanza. Madrid, 1969, págs. 15 y 77.
Cfr.
asimi~mo su El dercubrimi~nto de
la
re_alídad. Madrid,
1974,
espec.
cap. II.
582
Fundaci\363n Speiro
hombre y lo condena al fracaso de su vocación más profunda. Con
clusión
-y también
principio o punto de
partida-de un genuino
filosofar como
el que nos propone, a través de las líneas de su
Autorret1'at<>, el P. Emilio Silva.
llNRIQUE ZULETA PUCEIRO.
José OrlanJJ.s: LA IGLESIA. !EN LA ESPilA VISIGOTICA
Y MiEDIJWAL (*)
El presente volumen reóne temas de historia de la Iglesia en
España dutanre las
épocas visigótica
y medieval. Trataré de resu
mir aquí lo más interesante de los once arnencls capítulos de que
consta el
libro.
Capítulo I: El crisdamsmo en. l,a Espaoo via.gótm
Antes de la llegada de los pueblos germánicos, la Iglesia espa
ñola había dado ya pruebas de
gran vitalidad: en el siglo IV se reu
nió el Concilio de
Ilibetis que impnso la continencia de los clérigos,
resolución q'ue se extendió
a toda
la Iglesia de Occidente. El con
cilio de Nicea, que condenó
el arrianismo, asamblea presidida por
Osio, obispo de Córdoba, "pujante personalidad que llenaría medio siglo de vida de la Iglesia
universal". A
finales del siglo
rv surge el
Priscilianismo
condenado
por el I Concilio de Toledo.
La población hispano-romana era en su gran mayoría católica,
cuando los pueblos germánicos
irrumpen a
comienzos del siglo
V
en la Península. Estos pueblos, a excepción de los suevos, eran arria
nos. El
arraigo del
Arrianismo en los godos, cuando ya ha
dejado de
ser un problema teol6gico, no se debe a razones doctrinales, sino al
hecho de
ser un
rasgo
diferencial más frente
al pueblo invadido,
y
un elemento fortalecedor de su personalidad nacional. Los visigodos
quieren
conservar las peculiaridades que mantenían viva Ia separa
ción
entte los pueblos
-el dominado
muy superior en
número-y
que
eran garantía de su propia preeminencia. Por ello,
más que de
enfrentamientos religiosos
·habría que referirse a tensiones entte
dos
pueblos de razas
diferentes.
("') Ediciones Universidad de Navarra, S. A. Pamplona, 1976, 400 págs.
571
Fundaci\363n Speiro
INFORMACION BIBUOGRAFICA
En época de Alarico II se agudiza la tensión debido a la con
versión de Qodoveo. Este hecho debió conmover a. la población
provincial romana que
se
sentiría atraída por sus vecinos
los
fran
cos católicos.
Medio siglo más tarde se manifiesta nuevamente la tensión ra
cial y religiosa. La lucha entre Agila y Atanagildo agrupa en tomo
a
éste a la población católica. La intervención de los soldados de
Justiniano, que
sueña con
reconstruir la unidad
del Imperio, en favor
de
Atanagildo, dará Jugar al enclave bizantino, nueva frontera me
ridional con dominios
extranjeros católicos.
Leovigildo, recogiendo el
anhelo de su época, luchó
por la uni
ficadón del
reino en los
más variados terrenos. Para ello, eta fun
damental acabar con la diversidad religiosa, lo que provocó la lucha
entre el. monarca y
su hijo
Hermenegildo, lucha
que trascendió de
la esfera doméstica a la nacional.
Hermenegildo, abrazó la religión de la mayoría, fue heroico en
su
fe, pero había provocado la desunión en el pueblo, contradicien
do el
anhelo de
unidad que
constituía el imperativo histórico
de su
tiempo. Esto
explica que,
por razones de prudencia política, se eluda
nombrarlo el día de la abjuración de los godos en el III Concilio
dcj Toledo.
Recaredo, apenas subido . al
trono, marchó
resueltamente · hacia
la conversión. ta resistencia arriana· a la conversión. fue escasa y
tuvo sólo mal!-Ífestaciones esporádicas.
Conseguida la unidad religiosa setá, en adelante, el más firme
pilar de la unidad nacional. Quedaba un único elemento disidente:
lQs judíos.
La era isidoriana se caracteriza por la íntima compenetración
entre
la Iglesia y el Estado. Al margen de la cual, la Iglesia visigóti
ca se nos presenta en su
vida interna llena
de vitalidad
y pujanza.
La
escuela isidoriana es el
testimonio de la virtud y sabiduría de una
espléndida
generadón de
Padres
epañoles que
no reconoce igual
en las
demás Iglesias occidentaies del
siglo
VII. La "Collectio His
pana" testifica la asombrosa actividad conciliar. y la fecundidad de
la legislación eclesiástica sobre disciplina canónica. Se elaboró una
liturgia propia,
•la mozárabe,
y apareció un peculiar régimen mo
nástico.
Esta herencia visigoda sobrevivirá a
la ruina del Estado, corroído
por el partidismo político, que deshizo aquella· unidad tan laborio
samente lograda.
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O>nvertido R.ecaredo, congrega el IlI Concilio de Toledo apa
reciendo como el autor de la conversión de los pueblos de su pro
pia estirpe germánica.
El rito de incorporación de
los visigodos
arrianos a
la Iglesia se redujo a
administrar a
los
conversos la
Con
fi.tmación y
a una bendición o imposición de
manos.
Los obispos y clérigos arrianos fueron recibidos en la Iglesia
católica
respetándose la dignidad y
el
grado que
habían
ostentado
en
su propio clero. Sin querer esto
decir que se reconociera
validez
a
las ordenaciones arrianas. Existen, por el contrario, fuertes indi
cios de que no
fue así, puesto que se exigió que los obispos y clé
rigos hubiesen de recibir una bendición, que en los sace
nueva colocación del orden
presbiterial Y
en cuanto a los obis
pos, la bendición tendría el valor de nueva y legítima consagración
episcopal,
pues
no se concedió
validez a
la
"consecratio"" de
iglesias
hechos por
uno de esos prelados
antes de
recibir aquella
bendición,
aun
cuando
hubiera consagrado
ya el tiempo '"sub nomine catholicae
fidei". Pero la mayor
dificultad provendría
de la cuestión del ce
libato no
e,rigido por la Iglesia arriana. No se declara roto el vín
culo matrimonial,
pero se exige poner
fin a
la vida en común y
guardar en lo sucesivo perfecta continencia.
Otro problema fue el de la duplicidad de
obispos en
una
misma
diócesis. Esta situación se iría solventando con el paso del tiempo.
Capootulo III: Las reütcimws iraereclesiástroas en la Hiop,mm
msigótwa.
La conversión de los visigodos vinculó estrechamente la Iglesia
a la
Monarquía y
abrió la
puerta a
la constitución de una
auténtica
""Iglesia
nacional".
Este fenómeno y la intensa actividad conciliar
matearon
una
profunda huella
en
las relaciones intereclesiales y en
las relaciones de la Iglesia española con la Sede romana y la Iglesia
universal
No existieron diferencias
de orden doctrinal entre la Iglesia
hispánica y la
universal. Pero
la progresiva
estructUtación de
la Igle
sia espa!íola con un sentido acusadamente nacional se manifestó
sobre todo en el terreno pastoral
y disciplinar.
La Iglesia española del siglo
VI heredaba de los tiempos del
Imperio cristiano una tradición de frecuentes e
inrensas relaciones
573
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INl'ORMACION BIBUO.GRAFICA
con Roma. El final del pontifioido de Hormisdas abrió un período
de crisis en
la . historia
del
Papado ql!e ro incidió ron los a varares
que
colocaron a Roma dentro del
~Áto político del Imperio de
Oriente.
Las relaciones entre la Sede Romana y las iglesias de Es
paña se hicieron muy raras. En la misma época, los reyes, pese a ser
arriaQos,
se
muestran
toleran.tes ron la Iglesia
católica
y ésta se be
neficia ron las ventajas. que le reportan el orden y la libertad.
La conversión de la Moruuquía al Catolicismo y la hostilidad del
Reino
visigodo hacia el. Imperio
de Oriente
-ocupante de
una par
te
de la Península desde Atanagildo a Suintila-dentro de cuya órbi
ta
política se encuentra
.Roma, favorecen el proceso ya inciado de
florecimiento
interno de la Iglesia
española, aproximación a la potes
tad real y escasa incomunicación con la Sede romana.
Esa escasez no arranca del momento de la conversión del pueblo
godo, sino
qqe se remonta a · sesenta años Jllltes. El pontificado de
Gregorio Magno,
que coincidió
ron el reinado de
Recadero,
a:bre un
paréntesis
de
más frecuente comunicación.
Se configura una vigorosa Iglesia nacional, con elata conciencia
de su
propia' personalidad y de su coherente unidad.
· El Ól:gllllO .colegiado, mediante el cual se realiz.a del modo más
genuino la "communio" inteteclesial en la Hispania visigótica, es
el concilio. Este debía
reunirse anualmente,
pero la
regularidad desea
ble
QO se ronsiguió, en parte por desidia de los obispos y en parte
por culpa de la autoridad real, puesto que la reunión del concilio pro
vincial, al que se
había Otorgado en
el período visigodo-católico cier
ta
competecia en
cuestiones de administración
· civil, requería tanto
la
convocatoria del
metropolitano
romo el
maodato del monarca.
Las decisiones
adoptadas colegialmente
por los obispos reunidos
en concilio vinculaban a todos ellos y habían de
servir de nonna pata
la vida eclesial en sus respectivas diócesis. Dentro de los seis meses de
la celebración del concilio provincial,
cada obispo debía reunir al clero
de la
diócesis, incluidos los abades ,fo los monasterios, y a la asamblea
de la
ciudad donde radicaba la
Sede para darles noticia de los acuerdos
del
concilio; y
también habría de
velar por que esta noticia llegase al
pueblo fiel de todo el territorio diocesano.
Competencia
exlcusiva del
concilio general
eran, no
sólo
las cues
tiones de fe, sino
también aquellas otras de interés común pata la
Iglesia. Pero este interés se entendió bajo
la
Monarquía católica
en un
sentido amplio,
dentro del
cual tenía cabida el bien
común nacional.
De
ahí que los
ooiiciclios generales del · siglo VII tuviesen el carácter
de asambleas político-eclesiásticas,
y que en algunas de sus sesio
nes -las reservadas a tratar asuntos seculares-, a los obispos se agre
garan
los
magnates palatinos designados por el rey, pata deliberar
574
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INFOR,MACION BIBUOGRAFICA
juntos, sobre los grandes problemas políticos y legislar acerca de la
ronstitución del Reino.
Así, pues, los moruu:cas intervenían intensamente en la vida
de
la Iglesia española. Una faceta de esa intervención sería la inter
ferencia real en los
nnmbtamientos episcopales.
Capítulo IV: El el.emento germ,inJco en 1.a Jsl,eo;;a español,, del
sig},o VII.
En ,el último medio siglo de existencia del reino de Toledo, la era
isidoriana
había quedado atrás y sería erróneo presentar al episco
pado visigótiro, segón los esquemas de
cierta historiografía
germáni
ca, romo patrimonio exclusivo de la población hispano-romana,
y a esa
"nobleza eclesiástico-romana" romo factor
de desnacionalización
y decadencia del Estado. La aristocracia gótica había penetrado pro
fundamente,
a fines del siglo
VII, la jerarquía de la Iglesia, y puede
afirmarse que serían, en
todo caso, obispos godos procedentes de
la oligarquía nnbilatia, implicados en las luchas pot el poder entre las
clientelas políticas a que ellos mismos pertenecían, quienes más pode
rosamente contribuyeron --como tantos otros magnates de su estir
~ al debilitamiento ·y ruina de la monarquía y de la nación.
Capitu1o V: lgwsm, Condlú,s y Episcopado en 1.a doctrim,
conciliar msi-goda.
La Iglesia española del siglo VII destaca por su vigorosa perso
nalidad, con una plétora de ilustres figuras cuya influencia traseen
derá
mucho más
allá de las fronteras del Reino y de la época mis
ma a que pertenecieron. Esta Iglesia, de sorprendente fecundidad crea
dora, dará vida
a la
más
importante rolección
canónica occidental
anre
rior
al Decreto de Graciano
y hará surgir una liturgia propia inspi
rará una peculiar tradición monástica
y sentará principioo de Derecho
públiro que serán tenidos
romo dogmas pot los tratadistas medie
vales
de ciencia política. La Iglesia visigótica desarrollará, además, una
intensa actividad conciliar de particulares características, que es expo
nente
y clave de su misma vitalidad.
Los poderes propios del episropado son los de magisterio y go
bierno. Pero la doctrina teológica visigoda hace hincapié especialmen
te sobre los poderes propios de la potestad del otden. El O,ncilio VIII
de Toledo denuncia el intolerable abuso que suponía
el que ciertas per
sonas, después de haber alcanzado la dignidad episcopal, alegaran que
575
Fundaci\363n Speiro
lNFORMACION BIBUOGRAFICA
habían sido consagrados por terror o necesidad y pretendían retor·
nar a la vida secular.
En la Iglesia visigótica se. dieron dos clases de reuniones conciliares,
además
de los sínodos diocesanos: los concilios generales y los provin
ciales.
Rennían éstos, bajo la presencia del metropolitana, a los obis,.
pos
de
una provincia eclesiástica, mientras que
en
los concilios gene
rales se congregaban todo
el
episcopado del
Reino, los obispos de
España y de
la Galia. El concilio general debía celebrarse siempre que
hubieran de tratarse cuestiones
de
fe o de ioterés común de la Iglesia.
Pero sólo
puede
convocarlo el monarca, aun
en los
casos en
que su
actuaeión haya sido promovida por las iostancias de las Jerarquías de
la Iglesia.
El concilio
general debía reunirse anualmente;
sio
-embargo, en
la práctica no se observó el priocipio de periodicidad ronci!iar de
bido,
por una porte, a la negligencia o el desioterés de .que en oca
siones
dieron
prueba los
obispos y que se
patentiza en
la
escasa asis-
tencia
que
registran varias veces
los
concilios generales y, por otra,
al desioterés -cuando no una decidida
oposición- de
la autoridad
civil, sin la cual no podían celebrarse las asambleas eclesiásticas.
El
concilio proviocial
era a>nvocado pot el respectivo metro
politano,
peto su
celebración requería a la vez el mandato del rey. Este
concilio
desempeñaba en
el ámbito
regional una función
de
vigilancia
sobre
la gestión de
la administración civil del territorio y que, a pe
tición del metropolitano, el príncipe designaba un ejecutor regio,
especie
de brazo secular destinado a hacer eficaces· aquellas decisio-
nes
del
roncilio que requiriesen su
actuación.
. ·
Los
miembros del concilio por excelencia son los obispos,
sobre
los
que
recae la obligación de asistir a él, cuando fueran convoca
dos
pot la autoridad competente. En caso de legítima ausencia de
bían
enviar como representante suyo
al
arcipreste o
a un
presbltero
y además a un mandatario provisto de poderes para responder en
caso de set planteada en la asamblea algnoa cuestión que atafíera
al prelado ausente. También asisten al
concilio, pero no
firman las
cartas, otros eclesiásticos de rango inferior.
En
el siglo
VI, los abades de monasterios asistían a los sínodos
diocesanos, pero· hasta la mitad del siglo· VII no se menciona su pre
sencia en
las actas· conciliares.
En cuanto a
la participación de los Jairos en los concilios, es
bien sabido que
durante la Monarquía visigoda católica· el concilio
general se concibe como una iostirudón doble -política
y eclesiás
tica-que actúa en
sesiones
separadas, según se trate de asuntos
religiosos o de cuestiones
seculares. En estas· segundas participaban
los magnates del "Palatium" · que
habían
aronipañádo al
rey a
la
576
Fundaci\363n Speiro
INFORMACION BIBUOGRAPICA
apertura del concilio. Pero no fue esta la única participación laica!
que
se registra en los concilios. Cuando
·éstos eran todavía una ins
titución exclusivamente religiosa, algunos simples fieles se hallal,an
presentes
en
las deliberaciones de la asamblea.
Así, pues, la doctrina conciliar y la realidad viva de la Iglesia
visigótica
conciben el concilio a la
vez como corpus episcopo,-,,m y
corpus eclesiae.
Capitulo VI: Lex in, confirmatione con,:,1,ü,
Se denominan leges m co,.¡irou,tione conciln las leyes dadas por
algunos monarcas visigodoo de los siglos VI y VII para confirmar
loo
cánones promulgados por un determinado concilio general
de Toledo
y conferírles efectos civiles. La mecánica de las relaciones
reyes-concilios
operó en
un doble sentido: la fortificación de leyes
civiles mediante
la sancióo canónica conciliar y la vigorización por
el príncipe de los acuerdos sinodales, en virtud de una ley civil es
pecial o de una ley general confirmatoria de las actas del concilio.
La lex m co1>/ffl1Ullione concüü está en perfecta congruencia con
la tradición jurídica
bizantina. Del Imperio tomó seguramente la
España visigótica el principio de
que el poder real sancionase los
cóoones conciliares y les
otorgara efectos civiles. Parece, en cambio,
probable que
la forma específica que aquí revistió la sanción, esto
es la configuración de un tipo definitivo de norma como fue la
/ex in confmru,tione cor,cilii, sea una aporracióo más original de la
España visigótica
a la
historia de
los Derechos de
la antigüedad.
Capítufo VII: Pobreza y betwfí:cienci,a en la Iglesia visigótica.
Los siglos VI y VII conocieron desastres como la despoblación de
la Tarraconense a raíz de la invasión franca en el 541, la peste que en el año 573 asoló Toledo,
la plaga de langoota del año 580, la
devastacióo causada en el valle del Ebro por
las incursiones vasconas,
la sequía del año 634 que
se prolongó hasta el 641, el hambre que
despobló
el país en época de Ervigio ...
Los tiempos
calamitosoo no sólo producían un crecimiento cuan
titativo de la cifra de personas necesitadas,
sioo que legitimaban,
probablemente,
resoluciones
enraordinarias, que
no
eran admisibles
en circunstancias normales. :Esto tiene que ver, sobre todo, con las
enajenaciones de bienes de las iglesias que eran cuidadosamente
controladas por las leyes, preocnpadas siempre pot la salvaguardia
del
patrimonio
eclesiástico.
577
Fundaci\363n Speiro
INFORMACION BIBUOGRAFICA
La caridad con los pobres fue una de las virtudes en las que SO·
bresalieron los . grandes santos de aquel período. Sin embargo, son
raras las noticias sobre · un régimen organizado de asistencia a los
necesitados por
parte de los entes
eclesiásticos. Tal vez fuera ello
debido a la "pobreza de
las iglesias de España".
La iglesia de Mérida .constituyó una excepción a esa tónica de
pobreza.
En el sigo! VI poseía un inmenso patrimonio con el que
creó instituciones asistenciales: construyó un gran hospital, abierto
sin discriminación
alguna, a toda clase de petsonas, lo mismo libres
que siervos, cristianos que judíos: la única condición requerida ·era
que se tratase de. enfermos necesitados. Creó una verdadera institu·
ción de crédito, que concedía préstamos a
las petsonas agobiadas
por
alguna
necesidad urgente.
Distribuyó
gratuitamente vino, aceit",
y
miel
a todos los pobres que . acudían al atrio episcopal.:.,.
En Hispania, la asistencia caritativa y benéfica quedaba a la
discreción del obispo y del clero, que tenían el deber moral de
in
vertir una porción de los ingresos de las iglesias en atender a pobres
y petégrinos, viudas
y enfermos.
Una primera
preocupacicSn de
la Iglesia hubo de
ser la
de evitar
que los pobtes,
pot falta de bienes de fortuna, fuesen alejados de
la vida cristiana, y en especial que se les
apartara de
los sacramentos.
Otra preocupación fue la
salvaguardia del
patrimonio
eclesiás
tico. Es~e podía
disminuir, no sólo
pot el exceso de limosnas en favor
de los necesitados, sino por otra
forma de acción caritativa: la ma
numisión
de siervos de la Iglesia.
La asistencia a los pobres tuvo una importancia considerable en
los ambientes monacales de los siglos
VI y VII. La Regula Isidori
,stableció
una "parte de
los pobres": la tercera
parte de cnantos
ingresos
recibiera el monasterio en dinero. La
Regula Fructuosi
disponía
que cuando
se entregara
a los monjes nuevo vestuario,
calzado o ropa de
cama, el abad había de distribuir las prendas vie
jas
entre
los indigentes. La Regma Communis obliga al nuevo mon
je
a desprenderse de todos sus bienes en favor de los pobres.
Capítulo VIII:
El t!rabajo en el monaco,to visig6tioo.
El
tema del trabajo
se halla estrechamente relacionado con la
disciplina interna de
las comunidades.
El
trahajo corporal
constituyó
desde los orígenes un capítnlo esencial en la existencia del
monje
y en el régimen mismo de la vida cenobítica.
El trahajo manual
no era solamente un remedio
contra· la ocio
sidad,
sino que perseguía a la
vez otro> elevado,; fines como la
578
Fundaci\363n Speiro
lNFORMACION BIBLIOGRAFICA
práctica de la caridad. El trabajo redllll
monjes, que
obtienen con él lo necesario
para la
vida,
y luego en favor del prójimo, al que pueden así atender en sus ne
cesidades.
En cuanto a la naturaleza del trabajo, las comunidades femeni
nas se dedican, sobre todo, a la fabricación de tejidos y confección
de prendas de vestir.
Los monjes cultivan. las hortalizas y preparan
los
allmeotos,
pero la construcción de edificios y la labranza del cam
po será tarea propia de los siervos.
La existencia de siervos de propiedad monástica fue un feoóme
no geoeral eo la
España visigótica y no suscitó reparos de ninguna
clase.
Al margeo de los siervos, los monjes teoían también que re
currir a veces a la contratación de .mano de obra, para ciertos · tra
bajos que requerían una determina4a competeocia profesional.
Capítulo IX:
La el.eooMn de sepultura en la Es,paiía medieval.
En general, la disposición de bieoes eo favor de una iglesia o mo
nasterio solía ir acompañada de su ei=ión como lugar
para descan
so del cuerpo después de
la muerte. Pero teoía que ser el cemeoterio
de la parroquia, el lugar ordinario de la sepultura de los feligreses que a
ella perenecfan.
Una sepultura honorable
para el
cuerpo
y la seguridad de ora
ciones
y sufragios por su alma es la contrapresración que el hombre
medieval espera de los
clérigos o monjes del lugar favorecido por su
liberalidad.
La cuestión de los derechos y obligaciones que con ta.les motivos
se
percibían, fue motivo de
controversias:
Los obispos reclamarán para las catedrales y parroquias los cuer
pos de los fieles
y las mandas piadosas por eotierro. Los Regulares
sostendrán
la libre
elección de sepultura
y la consiguiente posibili
dad de
realizarla en
sus.
iglesias y cemeoterios. Con mayor razón,
la jera,quía ordinatia se opone a que los beoeficios redunden en
favor de los laicos
ptopieratios de
templos, que tuvieran en ellos
cementerios.
El Papa León III, en. los umbrales del siglo IX, esrablece que el
feligrés
podía escoger sepultura en iglesia distinra de la propia pa
rroquia, pero esa
parroquia· debía
recibir una porción canónica o
parte de los
. bienes
que en concepto de
. piadosa
liberalidad dejase
a la iglesia o
monastetio preferido.
R~ecto
a las Ordenes miliwes, los obispos reconocen el de
recho
·de sus
miembros a ser sepultados en sus cementetios propios.
El peregrino
y, en general, el-forastero no se hallan, de ordinario,
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sujetos a las trabes que supone la vinculación del feligrés a la pa
rroquia y puede ser sepultado en cualquier cementerio. El fenómeno
de las peregrinaciones a Santiago hizo precisa una regulación de sus
lugares de entierro, fundándose cementerios especiales
para pere
grinos.
Capjl,u]o X: Reforma eclesiástrea en los 'siJglos XI y XII.
Hasta comienzos del siglo XI, tan sólo Cataluña y las regiones
del nordeste peninsular se hallaban
ol,ien,,s a las corrientes espiri
tuales y monásticas dominantes en el occidente de Europa.
La amis
tad de Sancho el Mayor con el
1lbad Oliva de Ripoll fue uno de los
vehículos de las influencias religiosas
transpirenaicas en
los estados
del monarca pamplonés. Pero
la tierra de promisión pata los clu
niacenses, más
que Aragón y
Navarra, había de ser el reino
caste
llano-leonés.
El influjo de Cluny no es el único nuevo factor religioso proce
dente de ultrapuertos que dejó sentir su huella durante este período
en
la vida española. Después de siglos de virtual incomuuicación,
los
Papas gregorianos
demostraron un singular interés por la Pe
nínsula
Ibérica, a
partir del pontificado de
Alejandro II. ·
La Sede romana promovió en España la obra de reforma que
caracteriza a
la
época gregoriana. Pero como el impulso de restau
ración
eclesiástica, nacido
en el seno de la
propia Cristiandad espa
ñola, había alcm:rado indudable importancia desde principios del
siglo
XI, a la hora de la Reforma gregoriana, no existían pclctica
mente
problemas de investiduras· y
los vicios . de la simonía y nico
laísmo, tan extendidos en otms tierras, tuvieron aquí mucha menos
gravedad y difusión. .
La política gregoriana en la Penfusula tuvo como una de sus
metas fundamentales
la sustitución del ritn hispiinico por la litur
gia
romana.
La liturgia de la Iglesia visigótica apatecía a los Qjos
romanos
como un ritn
peligroso r suspectn. Esto se debía al clima
de
desconfianza que
había creado
en la Curia
la larga incomunica
ción con España. El Pontificado obtuvo un compÍetn
é,riro en
su
batalla contra la
vieja Hturgia hispiinica. No ocurrió lo mismó respecto a las pre
tensiones temporales de
la Sede Apostólica sobre España. .
La coloni>Jación de las tierras .Yermas y deshabitadas, gravadas
al Islam
por el avance de la Reconquista, determinó la creación de
una tupida red de
peqÚeños establecimienros eclesiilsticos desigua
les
con los
términos ªbasílica", "ecclesia" y "mónasi:etium". En los
siglos · IX y X la · iniciativa episcopal promovió la creáción de mo-
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nasterios, iglesias y oratorios rurales. Pero la inmensa mayoría de
estas fundaciones
surgieron al margen de
la acción oficial de la
Jerarquía eclesiástica. Su aparición se produjo en estrecha relación
con
la actividad
colonizadora y estuvo alentada
por los
mismos agen
tes -reyes, condes, magnates y
hombres libres-que llevaron ade
lante la empresa de la repoblación.
Más aún, la erección de peque
ñas iglesias y cenobios fue un modo de realizar la propia tarea co
lonizadora y constituye una . de las facetas uiás típicas del fenómeno
repoblador.
Era, pues, habitual en la Península Ibérica, al iniciarse el siglo
XI, el régimen de propiedad privada de iglesias y monasterios. La
existencia de éstos al margen de la autoridad episcopal o de la
disciplina
monástica regular, y
los consiguientes derechos que de
terminadas
personas laicas pretendían poseer y ejercitar sobre aque
llas
entidades
eclesiásticas plantearon graves problemas.
Por
ello, uno de los objetivos fundamentales de
los movimientos
de
reforma eclesiástica del
siglo
XI fue la incorporación de las igle
sias
y monasterios de propiedad privada a casas religiosas de carácter
secular. Pero esta incotporación había. em,l>e""do ya en el siglo x,
si bien es verdad que se trataba de un movimiento todavía inci
piente, que tan sólo en determinados casos y al amparo de particu
lares
circunstancias alcanzó
mayor entidad.
Las primeras manifestaciones de un premeditado designio polí
tico de sustraer las iglesias y monasterios de la propiedad de los
laicos, se
produjeron en
las primeras
décadas del
siglo
XI., Son, por
tanto, anteriores a la recepción de las influencias gtegotianas y
provienen uiás claramente de la autoridad real que de. los propios
órganos
de la
Jerarquía eclesiástica. La inspiración de esta política,
cuyo primer
representante fue
el monarca
navarro Sancho el
May0t,
parece, en
cambio, proceder de fuentes
monásticas, y especialmente
del abad Oliva de Ripoll
y de Odil6n de Ouny.
La acción reformadora en pro de la hbertad eclesiástica fue un
éxito; sin embargo, no se lleg6 a este resultado sin resistencias. Hubo
una difusa resistencia a la renuncia de derechos dominicales sobre
las iglesias, que
procedían de las mismas familias de los antiguos
propietatios.
La resistencia de los estamentos señoriales de la socie
dad
hispánica habituados
de antiguo a la costumbre de beneficiarse
con los
diezmos y
obligaciones de las iglesias, fue otro
factor que
actuó en sentido opuesto a la
línea de
la reforma.
Muchos propie
tarios cedieron el dominio sobre sus iglesias, pero no renunciaron a
la obtención de cualquier tipo de beneficios temporales provenien
tes de esas iglesias. Pudo incluso suceder que una iglesia libre de
todo poder
laica! en
el siglo
XI, no fo estuviera ya en época. más
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tardía. Este esmdo, de cosas llegó a prolongarse hasta la época de
los
. Reyes Católicos, quienes tem,illaron con los intetesados privile
gios de los antiguos propietarios de iglesias. ·
El . capítulo XI, lo dedica Orlándis al esrudio minucioso de la
eswuct1'T•. e&lesiástic,i de un dominio· monástico, el de Lwe. En él
analiza detalladamente el sistema de donaciones eclesiásticas en re
lación con el
sistema patrimonial • característico
del régimen de
co
munidad familiar, y -en el que abundason las donaciones post obitum
o con reserva de usufructo.
MAITB V ALLBT REGÍ.
Marce! De Corte: ·DE LA PRUDENGE. LA PLUS
11U.M:A.INiE DES V'ER.TUS (*).
En su bello estudio sobre lll:'virtud de prudencia. observa Josef
Piepet que
existe una
manera de
enseñar
lá · mota! que guarda
es
trecha relaci6n con el vblUO.tariSnio, au.n,que :con frecuencia es tenida
cóIDÓ-típicamente "cristiána".-,Dkha manera falsea la conducta ética
del hombre, viendo · eri ella urui suma incoherente de "prácticas de
virtud" ·y de obligaciones•'"pesitivas" y "negativas'" aisladas, con
lo cual se despoja a la aci~ moral 'dé sus raíces -en· el suelo nutricio
del conocimiento de la realidad y de la existericia concreta del hom
bre. Semejante·
moralismo no
sabe o no
quiere saber y, sobre todo,
impide saber, que sólo es
bueno lo que
se
·adeéúa a la esencia del
hombre·
y a la realidad (1). Considerado equivocadamente como nú
cleo esencial de la·, ética· cristiana, este punto -de· vista nace de un
profundo error metafísico, que consiste en la escisión disgregadora
entre ser
y deber ser, a partir de la rual el deber es imperado categó
ricamente, con
independencia de
su relación
con la
realidad. Mandato
incondicionado, su esencia radica en el acá.ta.miento: de la conciencia
a toda imposición dela voluntad otcténadora. · · ·
Frente a·. esta' -pos:ici_ón,_ teodéncíosatnente criticada por Nietzsche
a través de su antedicha asimifación al mensaje cristiano, y posteríot
mente
puntualizada por Scheler, la dialéctica ideológica de la mo
dernidad ha oscilado hacia el extremo opuesto: frente al moralismo
inauté~tico y esclavizador, ·debe afirmarse a la "Siruaci6n" como mo
mento fundamental de la moral. Ante la indeterminabilidad abso
luta
de la existencia, sólo •cabe afirmar
la unicidad
e irreiterabilidad
dé cada décisión. La existencia es, :inte todo, riesgo, ·y en su libre
·(*) París, Dominique. Martin Morin Editeurs,. 1974; 81 págs.
(1), Pieper, J.: Pruden_cia .y _te,mplanza. Madrid, 1969, págs. 15 y 77.
Cfr.
asimi~mo su El dercubrimi~nto de
la
re_alídad. Madrid,
1974,
espec.
cap. II.
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