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Número 153-154

Serie XVI

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José Orlandis: La Iglesia en la España Visigótica y Medieval

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hombre y lo condena al fracaso de su vocación más profunda. Con­
clusión
-y también

principio o punto de
partida-de un genuino
filosofar como
el que nos propone, a través de las líneas de su
Autorret1'at<>, el P. Emilio Silva.
llNRIQUE ZULETA PUCEIRO.
José OrlanJJ.s: LA IGLESIA. !EN LA ESPilA VISIGOTICA
Y MiEDIJWAL (*)
El presente volumen reóne temas de historia de la Iglesia en
España dutanre las
épocas visigótica
y medieval. Trataré de resu­
mir aquí lo más interesante de los once arnencls capítulos de que
consta el

libro.
Capítulo I: El crisdamsmo en. l,a Espaoo via.gótm
Antes de la llegada de los pueblos germánicos, la Iglesia espa­
ñola había dado ya pruebas de
gran vitalidad: en el siglo IV se reu­
nió el Concilio de
Ilibetis que impnso la continencia de los clérigos,
resolución q'ue se extendió

a toda
la Iglesia de Occidente. El con­
cilio de Nicea, que condenó
el arrianismo, asamblea presidida por
Osio, obispo de Córdoba, "pujante personalidad que llenaría medio siglo de vida de la Iglesia
universal". A

finales del siglo
rv surge el
Priscilianismo

condenado
por el I Concilio de Toledo.
La población hispano-romana era en su gran mayoría católica,
cuando los pueblos germánicos
irrumpen a
comienzos del siglo
V
en la Península. Estos pueblos, a excepción de los suevos, eran arria­
nos. El
arraigo del

Arrianismo en los godos, cuando ya ha
dejado de
ser un problema teol6gico, no se debe a razones doctrinales, sino al
hecho de
ser un
rasgo
diferencial más frente

al pueblo invadido,
y
un elemento fortalecedor de su personalidad nacional. Los visigodos
quieren
conservar las peculiaridades que mantenían viva Ia separa­
ción

entte los pueblos
-el dominado
muy superior en
número-y
que

eran garantía de su propia preeminencia. Por ello,
más que de
enfrentamientos religiosos
·habría que referirse a tensiones entte
dos
pueblos de razas
diferentes.
("') Ediciones Universidad de Navarra, S. A. Pamplona, 1976, 400 págs.
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En época de Alarico II se agudiza la tensión debido a la con­
versión de Qodoveo. Este hecho debió conmover a. la población
provincial romana que

se
sentiría atraída por sus vecinos

los
fran­
cos católicos.
Medio siglo más tarde se manifiesta nuevamente la tensión ra­
cial y religiosa. La lucha entre Agila y Atanagildo agrupa en tomo
a
éste a la población católica. La intervención de los soldados de
Justiniano, que

sueña con
reconstruir la unidad

del Imperio, en favor
de
Atanagildo, dará Jugar al enclave bizantino, nueva frontera me­
ridional con dominios
extranjeros católicos.
Leovigildo, recogiendo el

anhelo de su época, luchó
por la uni­
ficadón del

reino en los
más variados terrenos. Para ello, eta fun­
damental acabar con la diversidad religiosa, lo que provocó la lucha
entre el. monarca y

su hijo
Hermenegildo, lucha

que trascendió de
la esfera doméstica a la nacional.
Hermenegildo, abrazó la religión de la mayoría, fue heroico en
su
fe, pero había provocado la desunión en el pueblo, contradicien­
do el
anhelo de

unidad que
constituía el imperativo histórico
de su
tiempo. Esto

explica que,
por razones de prudencia política, se eluda
nombrarlo el día de la abjuración de los godos en el III Concilio
dcj Toledo.
Recaredo, apenas subido . al

trono, marchó
resueltamente · hacia
la conversión. ta resistencia arriana· a la conversión. fue escasa y
tuvo sólo mal!-Ífestaciones esporádicas.
Conseguida la unidad religiosa setá, en adelante, el más firme
pilar de la unidad nacional. Quedaba un único elemento disidente:
lQs judíos.
La era isidoriana se caracteriza por la íntima compenetración
entre
la Iglesia y el Estado. Al margen de la cual, la Iglesia visigóti­
ca se nos presenta en su
vida interna llena

de vitalidad
y pujanza.
La

escuela isidoriana es el
testimonio de la virtud y sabiduría de una
espléndida
generadón de

Padres
epañoles que
no reconoce igual
en las
demás Iglesias occidentaies del

siglo
VII. La "Collectio His­
pana" testifica la asombrosa actividad conciliar. y la fecundidad de
la legislación eclesiástica sobre disciplina canónica. Se elaboró una
liturgia propia,
•la mozárabe,
y apareció un peculiar régimen mo­
nástico.
Esta herencia visigoda sobrevivirá a
la ruina del Estado, corroído
por el partidismo político, que deshizo aquella· unidad tan laborio­
samente lograda.
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O>nvertido R.ecaredo, congrega el IlI Concilio de Toledo apa­
reciendo como el autor de la conversión de los pueblos de su pro­
pia estirpe germánica.

El rito de incorporación de
los visigodos
arrianos a

la Iglesia se redujo a
administrar a
los
conversos la
Con­
fi.tmación y

a una bendición o imposición de
manos.
Los obispos y clérigos arrianos fueron recibidos en la Iglesia
católica
respetándose la dignidad y

el
grado que

habían
ostentado
en

su propio clero. Sin querer esto
decir que se reconociera

validez
a
las ordenaciones arrianas. Existen, por el contrario, fuertes indi­
cios de que no
fue así, puesto que se exigió que los obispos y clé­
rigos hubiesen de recibir una bendición, que en los sace una

nueva colocación del orden
presbiterial Y
en cuanto a los obis­
pos, la bendición tendría el valor de nueva y legítima consagración
episcopal,
pues
no se concedió
validez a
la
"consecratio"" de
iglesias
hechos por

uno de esos prelados
antes de
recibir aquella
bendición,
aun

cuando
hubiera consagrado
ya el tiempo '"sub nomine catholicae
fidei". Pero la mayor
dificultad provendría

de la cuestión del ce­
libato no
e,rigido por la Iglesia arriana. No se declara roto el vín­
culo matrimonial,
pero se exige poner
fin a
la vida en común y
guardar en lo sucesivo perfecta continencia.
Otro problema fue el de la duplicidad de
obispos en
una
misma
diócesis. Esta situación se iría solventando con el paso del tiempo.
Capootulo III: Las reütcimws iraereclesiástroas en la Hiop,mm
msigótwa.
La conversión de los visigodos vinculó estrechamente la Iglesia
a la
Monarquía y
abrió la
puerta a
la constitución de una
auténtica
""Iglesia

nacional".
Este fenómeno y la intensa actividad conciliar
matearon

una
profunda huella

en
las relaciones intereclesiales y en
las relaciones de la Iglesia española con la Sede romana y la Iglesia
universal
No existieron diferencias

de orden doctrinal entre la Iglesia
hispánica y la
universal. Pero

la progresiva
estructUtación de

la Igle­
sia espa!íola con un sentido acusadamente nacional se manifestó
sobre todo en el terreno pastoral
y disciplinar.
La Iglesia española del siglo
VI heredaba de los tiempos del
Imperio cristiano una tradición de frecuentes e
inrensas relaciones
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INl'ORMACION BIBUO.GRAFICA
con Roma. El final del pontifioido de Hormisdas abrió un período
de crisis en
la . historia

del
Papado ql!e ro incidió ron los a varares
que

colocaron a Roma dentro del
~Áto político del Imperio de
Oriente.
Las relaciones entre la Sede Romana y las iglesias de Es­
paña se hicieron muy raras. En la misma época, los reyes, pese a ser
arriaQos,
se

muestran
toleran.tes ron la Iglesia

católica
y ésta se be­
neficia ron las ventajas. que le reportan el orden y la libertad.
La conversión de la Moruuquía al Catolicismo y la hostilidad del
Reino
visigodo hacia el. Imperio

de Oriente
-ocupante de
una par­
te
de la Península desde Atanagildo a Suintila-dentro de cuya órbi­
ta

política se encuentra
.Roma, favorecen el proceso ya inciado de
florecimiento
interno de la Iglesia
española, aproximación a la potes­
tad real y escasa incomunicación con la Sede romana.
Esa escasez no arranca del momento de la conversión del pueblo
godo, sino
qqe se remonta a · sesenta años Jllltes. El pontificado de
Gregorio Magno,

que coincidió
ron el reinado de
Recadero,
a:bre un
paréntesis

de
más frecuente comunicación.
Se configura una vigorosa Iglesia nacional, con elata conciencia
de su
propia' personalidad y de su coherente unidad.
· El Ól:gllllO .colegiado, mediante el cual se realiz.a del modo más
genuino la "communio" inteteclesial en la Hispania visigótica, es
el concilio. Este debía
reunirse anualmente,
pero la
regularidad desea­
ble
QO se ronsiguió, en parte por desidia de los obispos y en parte
por culpa de la autoridad real, puesto que la reunión del concilio pro­
vincial, al que se
había Otorgado en

el período visigodo-católico cier­
ta
competecia en

cuestiones de administración
· civil, requería tanto
la
convocatoria del

metropolitano
romo el
maodato del monarca.
Las decisiones
adoptadas colegialmente

por los obispos reunidos
en concilio vinculaban a todos ellos y habían de
servir de nonna pata
la vida eclesial en sus respectivas diócesis. Dentro de los seis meses de
la celebración del concilio provincial,
cada obispo debía reunir al clero
de la
diócesis, incluidos los abades ,fo los monasterios, y a la asamblea
de la
ciudad donde radicaba la

Sede para darles noticia de los acuerdos
del
concilio; y

también habría de
velar por que esta noticia llegase al
pueblo fiel de todo el territorio diocesano.
Competencia
exlcusiva del

concilio general
eran, no
sólo
las cues­
tiones de fe, sino
también aquellas otras de interés común pata la
Iglesia. Pero este interés se entendió bajo

la
Monarquía católica

en un
sentido amplio,
dentro del

cual tenía cabida el bien
común nacional.
De

ahí que los
ooiiciclios generales del · siglo VII tuviesen el carácter
de asambleas político-eclesiásticas,
y que en algunas de sus sesio­
nes -las reservadas a tratar asuntos seculares-, a los obispos se agre­
garan

los
magnates palatinos designados por el rey, pata deliberar
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INFOR,MACION BIBUOGRAFICA
juntos, sobre los grandes problemas políticos y legislar acerca de la
ronstitución del Reino.
Así, pues, los moruu:cas intervenían intensamente en la vida
de
la Iglesia española. Una faceta de esa intervención sería la inter­
ferencia real en los
nnmbtamientos episcopales.
Capítulo IV: El el.emento germ,inJco en 1.a Jsl,eo;;a español,, del
sig},o VII.
En ,el último medio siglo de existencia del reino de Toledo, la era
isidoriana
había quedado atrás y sería erróneo presentar al episco­
pado visigótiro, segón los esquemas de
cierta historiografía
germáni­
ca, romo patrimonio exclusivo de la población hispano-romana,
y a esa
"nobleza eclesiástico-romana" romo factor
de desnacionalización
y decadencia del Estado. La aristocracia gótica había penetrado pro­
fundamente,

a fines del siglo
VII, la jerarquía de la Iglesia, y puede
afirmarse que serían, en

todo caso, obispos godos procedentes de
la oligarquía nnbilatia, implicados en las luchas pot el poder entre las
clientelas políticas a que ellos mismos pertenecían, quienes más pode­
rosamente contribuyeron --como tantos otros magnates de su estir­
~ al debilitamiento ·y ruina de la monarquía y de la nación.
Capitu1o V: lgwsm, Condlú,s y Episcopado en 1.a doctrim,
conciliar msi-goda.
La Iglesia española del siglo VII destaca por su vigorosa perso­
nalidad, con una plétora de ilustres figuras cuya influencia traseen­
derá

mucho más
allá de las fronteras del Reino y de la época mis­
ma a que pertenecieron. Esta Iglesia, de sorprendente fecundidad crea­
dora, dará vida
a la

más
importante rolección
canónica occidental
anre­
rior

al Decreto de Graciano
y hará surgir una liturgia propia inspi­
rará una peculiar tradición monástica
y sentará principioo de Derecho
públiro que serán tenidos
romo dogmas pot los tratadistas medie­
vales
de ciencia política. La Iglesia visigótica desarrollará, además, una
intensa actividad conciliar de particulares características, que es expo­
nente
y clave de su misma vitalidad.
Los poderes propios del episropado son los de magisterio y go­
bierno. Pero la doctrina teológica visigoda hace hincapié especialmen­
te sobre los poderes propios de la potestad del otden. El O,ncilio VIII
de Toledo denuncia el intolerable abuso que suponía
el que ciertas per­
sonas, después de haber alcanzado la dignidad episcopal, alegaran que
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lNFORMACION BIBUOGRAFICA
habían sido consagrados por terror o necesidad y pretendían retor·
nar a la vida secular.
En la Iglesia visigótica se. dieron dos clases de reuniones conciliares,
además
de los sínodos diocesanos: los concilios generales y los provin­
ciales.
Rennían éstos, bajo la presencia del metropolitana, a los obis,.
pos

de
una provincia eclesiástica, mientras que

en
los concilios gene­
rales se congregaban todo

el
episcopado del
Reino, los obispos de
España y de
la Galia. El concilio general debía celebrarse siempre que
hubieran de tratarse cuestiones

de
fe o de ioterés común de la Iglesia.
Pero sólo

puede
convocarlo el monarca, aun

en los
casos en

que su
actuaeión haya sido promovida por las iostancias de las Jerarquías de
la Iglesia.
El concilio
general debía reunirse anualmente;

sio
-embargo, en
la práctica no se observó el priocipio de periodicidad ronci!iar de­
bido,
por una porte, a la negligencia o el desioterés de .que en oca­
siones

dieron
prueba los

obispos y que se
patentiza en
la
escasa asis-­
tencia

que
registran varias veces

los
concilios generales y, por otra,
al desioterés -cuando no una decidida

oposición- de
la autoridad
civil, sin la cual no podían celebrarse las asambleas eclesiásticas.
El
concilio proviocial
era a>nvocado pot el respectivo metro­
politano,

peto su
celebración requería a la vez el mandato del rey. Este
concilio
desempeñaba en

el ámbito
regional una función

de
vigilancia
sobre

la gestión de
la administración civil del territorio y que, a pe­
tición del metropolitano, el príncipe designaba un ejecutor regio,
especie
de brazo secular destinado a hacer eficaces· aquellas decisio-
nes

del
roncilio que requiriesen su

actuación.
. ·
Los

miembros del concilio por excelencia son los obispos,
sobre
los

que
recae la obligación de asistir a él, cuando fueran convoca­
dos
pot la autoridad competente. En caso de legítima ausencia de­
bían
enviar como representante suyo

al
arcipreste o
a un
presbltero
y además a un mandatario provisto de poderes para responder en
caso de set planteada en la asamblea algnoa cuestión que atafíera
al prelado ausente. También asisten al

concilio, pero no
firman las
cartas, otros eclesiásticos de rango inferior.
En
el siglo
VI, los abades de monasterios asistían a los sínodos
diocesanos, pero· hasta la mitad del siglo· VII no se menciona su pre­
sencia en
las actas· conciliares.
En cuanto a
la participación de los Jairos en los concilios, es
bien sabido que
durante la Monarquía visigoda católica· el concilio
general se concibe como una iostirudón doble -política
y eclesiás­
tica-que actúa en

sesiones
separadas, según se trate de asuntos
religiosos o de cuestiones
seculares. En estas· segundas participaban
los magnates del "Palatium" · que

habían
aronipañádo al
rey a
la
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apertura del concilio. Pero no fue esta la única participación laica!
que

se registra en los concilios. Cuando
·éstos eran todavía una ins­
titución exclusivamente religiosa, algunos simples fieles se hallal,an
presentes

en
las deliberaciones de la asamblea.
Así, pues, la doctrina conciliar y la realidad viva de la Iglesia
visigótica

conciben el concilio a la
vez como corpus episcopo,-,,m y
corpus eclesiae.
Capitulo VI: Lex in, confirmatione con,:,1,ü,
Se denominan leges m co,.¡irou,tione conciln las leyes dadas por
algunos monarcas visigodoo de los siglos VI y VII para confirmar
loo
cánones promulgados por un determinado concilio general
de Toledo
y conferírles efectos civiles. La mecánica de las relaciones
reyes-concilios
operó en

un doble sentido: la fortificación de leyes
civiles mediante
la sancióo canónica conciliar y la vigorización por
el príncipe de los acuerdos sinodales, en virtud de una ley civil es­
pecial o de una ley general confirmatoria de las actas del concilio.
La lex m co1>/ffl1Ullione concüü está en perfecta congruencia con
la tradición jurídica
bizantina. Del Imperio tomó seguramente la
España visigótica el principio de

que el poder real sancionase los
cóoones conciliares y les
otorgara efectos civiles. Parece, en cambio,
probable que
la forma específica que aquí revistió la sanción, esto
es la configuración de un tipo definitivo de norma como fue la
/ex in confmru,tione cor,cilii, sea una aporracióo más original de la
España visigótica

a la
historia de
los Derechos de
la antigüedad.
Capítufo VII: Pobreza y betwfí:cienci,a en la Iglesia visigótica.
Los siglos VI y VII conocieron desastres como la despoblación de
la Tarraconense a raíz de la invasión franca en el 541, la peste que en el año 573 asoló Toledo,
la plaga de langoota del año 580, la
devastacióo causada en el valle del Ebro por
las incursiones vasconas,
la sequía del año 634 que
se prolongó hasta el 641, el hambre que
despobló
el país en época de Ervigio ...
Los tiempos
calamitosoo no sólo producían un crecimiento cuan­
titativo de la cifra de personas necesitadas,
sioo que legitimaban,
probablemente,

resoluciones
enraordinarias, que
no
eran admisibles
en circunstancias normales. :Esto tiene que ver, sobre todo, con las
enajenaciones de bienes de las iglesias que eran cuidadosamente
controladas por las leyes, preocnpadas siempre pot la salvaguardia
del

patrimonio
eclesiástico.
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La caridad con los pobres fue una de las virtudes en las que SO·
bresalieron los . grandes santos de aquel período. Sin embargo, son
raras las noticias sobre · un régimen organizado de asistencia a los
necesitados por
parte de los entes

eclesiásticos. Tal vez fuera ello
debido a la "pobreza de
las iglesias de España".
La iglesia de Mérida .constituyó una excepción a esa tónica de
pobreza.
En el sigo! VI poseía un inmenso patrimonio con el que
creó instituciones asistenciales: construyó un gran hospital, abierto
sin discriminación
alguna, a toda clase de petsonas, lo mismo libres
que siervos, cristianos que judíos: la única condición requerida ·era
que se tratase de. enfermos necesitados. Creó una verdadera institu·
ción de crédito, que concedía préstamos a
las petsonas agobiadas
por
alguna
necesidad urgente.

Distribuyó
gratuitamente vino, aceit",
y

miel
a todos los pobres que . acudían al atrio episcopal.:.,.
En Hispania, la asistencia caritativa y benéfica quedaba a la
discreción del obispo y del clero, que tenían el deber moral de
in­
vertir una porción de los ingresos de las iglesias en atender a pobres
y petégrinos, viudas
y enfermos.
Una primera
preocupacicSn de
la Iglesia hubo de
ser la
de evitar
que los pobtes,
pot falta de bienes de fortuna, fuesen alejados de
la vida cristiana, y en especial que se les
apartara de
los sacramentos.
Otra preocupación fue la
salvaguardia del

patrimonio
eclesiás­
tico. Es~e podía

disminuir, no sólo
pot el exceso de limosnas en favor
de los necesitados, sino por otra
forma de acción caritativa: la ma­
numisión

de siervos de la Iglesia.
La asistencia a los pobres tuvo una importancia considerable en
los ambientes monacales de los siglos
VI y VII. La Regula Isidori
,stableció
una "parte de

los pobres": la tercera
parte de cnantos
ingresos

recibiera el monasterio en dinero. La
Regula Fructuosi
disponía

que cuando
se entregara

a los monjes nuevo vestuario,
calzado o ropa de
cama, el abad había de distribuir las prendas vie­
jas

entre
los indigentes. La Regma Communis obliga al nuevo mon­
je

a desprenderse de todos sus bienes en favor de los pobres.
Capítulo VIII:
El t!rabajo en el monaco,to visig6tioo.
El

tema del trabajo
se halla estrechamente relacionado con la
disciplina interna de
las comunidades.
El
trahajo corporal
constituyó
desde los orígenes un capítnlo esencial en la existencia del
monje
y en el régimen mismo de la vida cenobítica.
El trahajo manual
no era solamente un remedio
contra· la ocio­
sidad,

sino que perseguía a la
vez otro> elevado,; fines como la
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lNFORMACION BIBLIOGRAFICA
práctica de la caridad. El trabajo redllll los propios
monjes, que
obtienen con él lo necesario
para la
vida,
y luego en favor del prójimo, al que pueden así atender en sus ne­
cesidades.
En cuanto a la naturaleza del trabajo, las comunidades femeni­
nas se dedican, sobre todo, a la fabricación de tejidos y confección
de prendas de vestir.
Los monjes cultivan. las hortalizas y preparan
los

allmeotos,
pero la construcción de edificios y la labranza del cam­
po será tarea propia de los siervos.
La existencia de siervos de propiedad monástica fue un feoóme­
no geoeral eo la
España visigótica y no suscitó reparos de ninguna
clase.
Al margeo de los siervos, los monjes teoían también que re­
currir a veces a la contratación de .mano de obra, para ciertos · tra­
bajos que requerían una determina4a competeocia profesional.
Capítulo IX:
La el.eooMn de sepultura en la Es,paiía medieval.
En general, la disposición de bieoes eo favor de una iglesia o mo­
nasterio solía ir acompañada de su ei=ión como lugar
para descan­
so del cuerpo después de
la muerte. Pero teoía que ser el cemeoterio
de la parroquia, el lugar ordinario de la sepultura de los feligreses que a
ella perenecfan.
Una sepultura honorable
para el
cuerpo
y la seguridad de ora­
ciones
y sufragios por su alma es la contrapresración que el hombre
medieval espera de los
clérigos o monjes del lugar favorecido por su
liberalidad.
La cuestión de los derechos y obligaciones que con ta.les motivos
se
percibían, fue motivo de
controversias:
Los obispos reclamarán para las catedrales y parroquias los cuer­
pos de los fieles
y las mandas piadosas por eotierro. Los Regulares
sostendrán
la libre

elección de sepultura
y la consiguiente posibili­
dad de
realizarla en

sus.
iglesias y cemeoterios. Con mayor razón,
la jera,quía ordinatia se opone a que los beoeficios redunden en
favor de los laicos
ptopieratios de
templos, que tuvieran en ellos
cementerios.
El Papa León III, en. los umbrales del siglo IX, esrablece que el
feligrés
podía escoger sepultura en iglesia distinra de la propia pa­
rroquia, pero esa
parroquia· debía
recibir una porción canónica o
parte de los
. bienes

que en concepto de
. piadosa
liberalidad dejase
a la iglesia o
monastetio preferido.
R~ecto
a las Ordenes miliwes, los obispos reconocen el de­
recho
·de sus

miembros a ser sepultados en sus cementetios propios.
El peregrino
y, en general, el-forastero no se hallan, de ordinario,
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sujetos a las trabes que supone la vinculación del feligrés a la pa­
rroquia y puede ser sepultado en cualquier cementerio. El fenómeno
de las peregrinaciones a Santiago hizo precisa una regulación de sus
lugares de entierro, fundándose cementerios especiales
para pere­
grinos.
Capjl,u]o X: Reforma eclesiástrea en los 'siJglos XI y XII.
Hasta comienzos del siglo XI, tan sólo Cataluña y las regiones
del nordeste peninsular se hallaban
ol,ien,,s a las corrientes espiri­
tuales y monásticas dominantes en el occidente de Europa.
La amis­
tad de Sancho el Mayor con el
1lbad Oliva de Ripoll fue uno de los
vehículos de las influencias religiosas
transpirenaicas en
los estados
del monarca pamplonés. Pero
la tierra de promisión pata los clu­
niacenses, más
que Aragón y

Navarra, había de ser el reino
caste­
llano-leonés.
El influjo de Cluny no es el único nuevo factor religioso proce­
dente de ultrapuertos que dejó sentir su huella durante este período
en
la vida española. Después de siglos de virtual incomuuicación,
los

Papas gregorianos
demostraron un singular interés por la Pe­
nínsula
Ibérica, a

partir del pontificado de
Alejandro II. ·
La Sede romana promovió en España la obra de reforma que
caracteriza a

la
época gregoriana. Pero como el impulso de restau­
ración
eclesiástica, nacido
en el seno de la
propia Cristiandad espa­
ñola, había alcm:rado indudable importancia desde principios del
siglo
XI, a la hora de la Reforma gregoriana, no existían pclctica­
mente

problemas de investiduras· y
los vicios . de la simonía y nico­
laísmo, tan extendidos en otms tierras, tuvieron aquí mucha menos
gravedad y difusión. .
La política gregoriana en la Penfusula tuvo como una de sus
metas fundamentales
la sustitución del ritn hispiinico por la litur­
gia
romana.
La liturgia de la Iglesia visigótica apatecía a los Qjos
romanos

como un ritn
peligroso r suspectn. Esto se debía al clima
de

desconfianza que
había creado

en la Curia
la larga incomunica­
ción con España. El Pontificado obtuvo un compÍetn
é,riro en

su
batalla contra la
vieja Hturgia hispiinica. No ocurrió lo mismó respecto a las pre­
tensiones temporales de
la Sede Apostólica sobre España. .
La coloni>Jación de las tierras .Yermas y deshabitadas, gravadas
al Islam
por el avance de la Reconquista, determinó la creación de
una tupida red de
peqÚeños establecimienros eclesiilsticos desigua­
les

con los
términos ªbasílica", "ecclesia" y "mónasi:etium". En los
siglos · IX y X la · iniciativa episcopal promovió la creáción de mo-
580
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nasterios, iglesias y oratorios rurales. Pero la inmensa mayoría de
estas fundaciones
surgieron al margen de
la acción oficial de la
Jerarquía eclesiástica. Su aparición se produjo en estrecha relación
con
la actividad
colonizadora y estuvo alentada
por los
mismos agen­
tes -reyes, condes, magnates y
hombres libres-que llevaron ade­
lante la empresa de la repoblación.
Más aún, la erección de peque­
ñas iglesias y cenobios fue un modo de realizar la propia tarea co­
lonizadora y constituye una . de las facetas uiás típicas del fenómeno
repoblador.
Era, pues, habitual en la Península Ibérica, al iniciarse el siglo
XI, el régimen de propiedad privada de iglesias y monasterios. La
existencia de éstos al margen de la autoridad episcopal o de la
disciplina
monástica regular, y

los consiguientes derechos que de­
terminadas
personas laicas pretendían poseer y ejercitar sobre aque­
llas

entidades
eclesiásticas plantearon graves problemas.
Por

ello, uno de los objetivos fundamentales de
los movimientos
de
reforma eclesiástica del

siglo
XI fue la incorporación de las igle­
sias
y monasterios de propiedad privada a casas religiosas de carácter
secular. Pero esta incotporación había. em,l>e""do ya en el siglo x,
si bien es verdad que se trataba de un movimiento todavía inci­
piente, que tan sólo en determinados casos y al amparo de particu­
lares
circunstancias alcanzó
mayor entidad.
Las primeras manifestaciones de un premeditado designio polí­
tico de sustraer las iglesias y monasterios de la propiedad de los
laicos, se
produjeron en

las primeras
décadas del
siglo
XI., Son, por
tanto, anteriores a la recepción de las influencias gtegotianas y
provienen uiás claramente de la autoridad real que de. los propios
órganos

de la
Jerarquía eclesiástica. La inspiración de esta política,
cuyo primer
representante fue

el monarca
navarro Sancho el

May0t,
parece, en

cambio, proceder de fuentes
monásticas, y especialmente
del abad Oliva de Ripoll
y de Odil6n de Ouny.
La acción reformadora en pro de la hbertad eclesiástica fue un
éxito; sin embargo, no se lleg6 a este resultado sin resistencias. Hubo
una difusa resistencia a la renuncia de derechos dominicales sobre
las iglesias, que
procedían de las mismas familias de los antiguos
propietatios.
La resistencia de los estamentos señoriales de la socie­
dad
hispánica habituados

de antiguo a la costumbre de beneficiarse
con los
diezmos y

obligaciones de las iglesias, fue otro
factor que
actuó en sentido opuesto a la
línea de

la reforma.
Muchos propie­
tarios cedieron el dominio sobre sus iglesias, pero no renunciaron a
la obtención de cualquier tipo de beneficios temporales provenien­
tes de esas iglesias. Pudo incluso suceder que una iglesia libre de
todo poder
laica! en

el siglo
XI, no fo estuviera ya en época. más
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Fundaci\363n Speiro

INFORMACION BIBLlOGRAFICA
tardía. Este esmdo, de cosas llegó a prolongarse hasta la época de
los
. Reyes Católicos, quienes tem,illaron con los intetesados privile­
gios de los antiguos propietarios de iglesias. ·
El . capítulo XI, lo dedica Orlándis al esrudio minucioso de la
eswuct1'T•. e&lesiástic,i de un dominio· monástico, el de Lwe. En él
analiza detalladamente el sistema de donaciones eclesiásticas en re­
lación con el
sistema patrimonial • característico

del régimen de
co­
munidad familiar, y -en el que abundason las donaciones post obitum
o con reserva de usufructo.
MAITB V ALLBT REGÍ.
Marce! De Corte: ·DE LA PRUDENGE. LA PLUS
11U.M:A.INiE DES V'ER.TUS (*).
En su bello estudio sobre lll:'virtud de prudencia. observa Josef
Piepet que

existe una
manera de

enseñar
lá · mota! que guarda

es­
trecha relaci6n con el vblUO.tariSnio, au.n,que :con frecuencia es tenida
cóIDÓ-típicamente "cristiána".-,Dkha manera falsea la conducta ética
del hombre, viendo · eri ella urui suma incoherente de "prácticas de
virtud" ·y de obligaciones•'"pesitivas" y "negativas'" aisladas, con
lo cual se despoja a la aci~ moral 'dé sus raíces -en· el suelo nutricio
del conocimiento de la realidad y de la existericia concreta del hom­
bre. Semejante·
moralismo no

sabe o no
quiere saber y, sobre todo,
impide saber, que sólo es
bueno lo que

se
·adeéúa a la esencia del
hombre·
y a la realidad (1). Considerado equivocadamente como nú­
cleo esencial de la·, ética· cristiana, este punto -de· vista nace de un
profundo error metafísico, que consiste en la escisión disgregadora
entre ser
y deber ser, a partir de la rual el deber es imperado categó­
ricamente, con
independencia de

su relación
con la
realidad. Mandato
incondicionado, su esencia radica en el acá.ta.miento: de la conciencia
a toda imposición dela voluntad otcténadora. · · ·
Frente a·. esta' -pos:ici_ón,_ teodéncíosatnente criticada por Nietzsche
a través de su antedicha asimifación al mensaje cristiano, y posteríot­
mente

puntualizada por Scheler, la dialéctica ideológica de la mo­
dernidad ha oscilado hacia el extremo opuesto: frente al moralismo
inauté~tico y esclavizador, ·debe afirmarse a la "Siruaci6n" como mo­
mento fundamental de la moral. Ante la indeterminabilidad abso­
luta
de la existencia, sólo •cabe afirmar
la unicidad
e irreiterabilidad
dé cada décisión. La existencia es, :inte todo, riesgo, ·y en su libre
·(*) París, Dominique. Martin Morin Editeurs,. 1974; 81 págs.
(1), Pieper, J.: Pruden_cia .y _te,mplanza. Madrid, 1969, págs. 15 y 77.
Cfr.
asimi~mo su El dercubrimi~nto de

la
re_alídad. Madrid,

1974,
espec.
cap. II.
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