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Número 213-214

Serie XXII

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La legitimidad en el pensamiento de Blanc de Saint-Bonnet

 

1. Blanc de Saint-Bonnet y su época

Entre los grandes pensadores del siglo pasado que supieron ver en los principios de la Revolución francesa el resultado de una serie de errores teológicos y filosóficos acumulados a lo largo de dos siglos, se debe destacar la figura austera de Antoine Blanc de Saint-Bonnet, hombre del campo, profundamente ligado a la tierra, vinatero de las riberas del Ródano, que en la vida bucólica encontraba condiciones propicias para la soledad, siempre deseada por las almas meditativas.

Sus obras no fueron escritas para el vulgo. Aun así, era de esperar que llegaran a ser más difundidas. Es bien significativo el título de un pequeño ensayo de Marcel de la Bigne de Villeneuve, editado en 1949: Un grand philosophe et sociologue méconnu: Blanc de Saint-Bonnet (Beauchesne, París).

A su vez, el monje de Solesmes, Dom Georges Frénaud, prologando la nueva edición de L'Infaillibilité, de Saint-Bonnet (Nouvelles Éditions Latines, 1956), lamenta el injusto olvido en que vino a caer el autor, cuyas lecciones son particularmente necesarias en nuestros días para «disipar graves equívocos de ideas y tendencias actualmente en boga».

¡Nos encontramos identificados por completo en este libro, surgido de un alma verdaderamente católica! Con estas palabras, el Univers, de Louis Veuillot, registraba la aparición de Restauration française. Alabando esta misma obra, Montalembert escribía a su autor declarándole que se trataba del libro más fuerte, más franco y más pleno publicado después del «Conde de Maistre». Y proseguía: «en mi opinión, entre nuestros contemporáneos, nadie ha visto desde tal alto ni desde tan lejos como usted. Comparto todas vuestras convicciones, todos vuestros temores, todas vuestras repugnancias; me adhiero a la mayoría de vuestros juicios. Pero lo que más aprecio es vuestro coraje; hasta el momento sólo usted ha osado decir toda la verdad sobre la burguesía, sobre el clero, sobre la aristocracia. Este punto era al mismo tiempo el más esencial y el más difícil de tocar. Os habéis enfrentado a la dificultad como un maestro. Todo se encuentra ahí: En cuanto no se llegue a confundir en una reprobación común a la Revolución y a la democracia, en cuanto no se reconozca que el dogma de la igualdad no es más que la consagración impía y monstruosa del orgullo, la salvación social será imposible. Y os felicito por la profunda sabiduría de los consejos que dirigís al clero. Y os felicito, sobre todo, por reconocer el verdadero origen de nuestros males en el Renacimiento, que corrompió y subvirtió la Europa cristiana. Un día he de traer pruebas en apoyo de vuestra tesis, si Dios me permite llevar a cabo la obra para la cual llevo quince años reuniendo material y que tendrá por título: Historia del renacimiento del paganismo desde Felipe el Hermoso hasta Robespierre. Hasta entonces, permitidme espetar que pueda contar con vuestra colaboración, si logro terminar, de acuerdo con Donoso Cortés y Louis Veuillot, una colección destinada a coordinar los trabajos de los defensores de la sociedad contra la Revolución»

Desgraciadamente, ni aquella historia del paganismo moderno, comenzando con Felipe el Hermoso, ni esta colección llegaron a ser realidad. En sus doce volúmenes sobre la Revolución –La Révolution, recherches historiques sur l'origine et la propagation du mal en Europe, depuis la Renaissance jusqu’a nos jours–, Monseñor Gaume realizaría, en buena parte y extensamente, el primero de estos deseos. En cuanto al segundo, encontraría obstáculos en la muerte de Donoso y en las posteriores transformaciones del mismo Montalembert que, años más tarde, tal vez no suscribiese aquel juicio sobre la Revolución y b democracia, emitido en la carta a Blanc de Saint-Bonnet.

En la interpretación del liberalismo y del socialismo, en considerar el problema del sufrimiento, en cierto pesimismo al afirmar que el mal prevalece siempre sobre el bien a no ser por la intervención sobrenatural, en todo esto Blanc de Saint-Bonnet recuerda a Donoso. También se aproximan el pensador extremeño y el filósofo lionés por la manera de presentar algunos paralelismos y contrastes en el estilo de la época.

Y, precisamente, citándole el uno al otro, en carta de 1 de abril de 1857, Louis Veuillot escribía a Blanc de Saint-Bonnet: «Mi querido y gran Donoso Cortés me escribía un día: “El mundo tiene necesidad de verdad, dadle la verdad”. Esto se aplica a usted más que a mí, y os transmito el mensaje».

Como Veuillot, terciando las armas de polemista, así también Blanc de Saint-Bonnet, en la serenidad de su retiro campestre, supo hacerse decidido heraldo de las verdades más necesarias para el restablecimiento del orden social perturbado por la tormenta revolucionaria.

El pensador de La Douleur –que algunos consideran su obra prima– y de L'Amour et la Chute, desarrollado sobre el misterio del sufrimiento, además de haber dejado a la posteridad esas magistrales páginas en torno a la grandeza y a la miseria del hombre, consagró gran parte de sus meditaciones a la filosofía del poder eclesiástico y del poder civil, de donde resultaron esos valerosos volúmenes, L'Infaillibilité y La Légitimité, que fueron precedidos por el estudio sobre la restauración francesa ya mencionado.

En este estudio hay una anticipación al posterior desarrollo dedo a aquellos dos temas. Los capítulos LII y LIII del libro tercero de la Restauration française, versan, respectivamente, sobre la legitimidad y la infalibilidad, estableciéndose una conexión entre ambas cuestiones.

En todos sus trabajos, fruto de una vida de recogimiento y de largas meditaciones, regadas por los sufrimientos por los que pasó, el pensador de las riberas del Ródano supo poner en práctica el mensaje recibido de Veuillot. Sepamos ir derechos a la verdad, escribía al abrir el volumen sobre la legitimidad. Y reflexionaba que nosotros sucumbimos por el olvido de las doctrinas, siendo los principios modernos una ausencia de todo principio y un velo lanzado sobre el vacío formado en el seno del pensamiento y de la conciencia.

Tenía plena conciencia de vivir en vísperas de una catástrofe y que Europa llegaba a los extremos de una crisis multisecular. Y recordaba las palabras de Joseph de Maistre en su lecho de agonía: «¡Muero con Europa!». Sin embargo, no se dejaba llevar por el desánimo o el abatimiento, pues hacía ver que los castigos de Dios constituyen motivos de esperanza, por ser advertencias de su misericordia.

Así iniciaba el prefacio de la Restauration française: «Llegamos a la última crisis, a aquella en la que se deja de hablar de la salvación de los gobiernos para ocuparse tan sólo de la salvación suprema de la sociedad. Los hombres de buena voluntad se preguntan dónde está la verdad. El viejo mundo ha sido abolido: la realeza se ha convertido en un crimen, la religión en un enemigo, la herencia en una injusticia, la propiedad en un mal y la obediencia en una afrenta... Dos principios dividen las almas: hace falta saber si la Iglesia debe someter sus leyes a la opinión de los hombres o si los hombres deben someter sus opiniones a los dogmas de la Iglesia».

Fundada sobre quimeras y sustentada por falsedades, la Revolución conduce a los hombres a su perdición y a la humanidad a su fin. La Revolución no se asemeja a nada de lo que se vio en el pasado. Jamás una civilización había osado inscribirse contra las leyes de la naturaleza humana y romper todo vínculo con lo sobrenatural. «Renegando las verdades divinas e instalando por doquier el orgullo ha tomado las grandes palabras de nuestros lenguajes, ha construido la Torre en la que el hombre quiere resguardarse de Dios. ¡La ley ya no es de Derecho divino, la Sociedad ya no nos viene de lo Alto; la justicia, el deber, la Fe, la soberanía, todo emana del hombre, todo surge del pueblo! ¡Se quiere fundar volviendo a las fuentes del orgullo! ¡Se quiere sacar la vida allí donde hace falta siempre llevarla! ¡Se pide el progreso a la clase que nuestra corrupción ha dejado atrás! ¡Se espera la justicia y la paz de aquellos que hace falta sustraer a la barbarie y al mal!» (loc. cit.).

Subrayaba que «los bárbaros ya no están a nuestras puertas, sino en el interior, son los que dieciocho siglos de cristianismo no han podido arrancar al viejo tocón del mundo!».

Por eso mismo, no podía conformarse con la postura de los católicos liberales de su tiempo, que resultaban blasfemos al proclamar que «la Revolución francesa había surgido del Evangelio». Blanc de Saint-Bonnet les respondía: «¿Surgida del Evangelio? Sí, en cuanto a las palabras; respecto a las cosas, la Revolución francesa nace del orgullo llevado a su madurez por el siglo XVIII» (Restauration française, 1, II, c. 30).

En el ensayo sobre la legitimidad señalaba que cuando las ideas liberales y las ideas cristianas penetran juntas en la misma cabeza, las ideas liberales acaban, normalmente, por sofocar las ideas cristianas. Y transcribía, en nota, las famosas palabras de Pío IX a la delegación francesa que había asistido a la conmemoración del 25 aniversario de su pontificado: «No puedo expresar todos los sentimientos que me atormentan... Pobre Francia... Amo y querré siempre a Francia, está impresa en mi corazón. ¡Rezo todos los días por ella! Sin embargo, tengo que decirle la verdad. Lo que aflige vuestro país, lo que le impide obtener las bendiciones, es la mezcla o mejor la disolución de principios contradictorios. Y diré la palabra: hay en Francia un mal más terrible que la Revolución, que todos los miserables de la Commune, especie de demonios escapados del infierno, ES EL LIBERALISMO CATÓLICO. He ahí la verdadera calamidad. Lo he dicho más de cuarenta veces, lo repito a causa del amor que os tengo...». (La Légitimité. Préliminaires, II, 6. En adelante las citas hechas sólo con la indicación de las páginas se refieren a esta obra en su primera edición de 1873).

Recordando a Taparelli d'Azeglio y a Donoso Cortés, escribía: «El error comienza en el Protestantismo y acaba en el Socialismo. Los otros sistemas son diversos estados del mismo pensamiento» (Restauration française, 1. II, c. 37). Por ello, para ser consecuentes es preciso ser católico o socialista. El liberalismo es una estación de paso. Y, como Donoso, apuntaba a la lógica de Proudhon: «Hace falta saber si el hombre está hecho por completo, si la naturaleza está totalmente acabada, si esta vida es nuestro fin, como dice Proudhon; o bien si el hombre se forma, si debe apartarse del mal, si el capital se funda en el mérito y si esta vida no es más que un medio como dice la Fe» (Restauration française, 1, II, c. 37).

En cuanto a la organización de los pueblos europeos que estaba inspirada por el liberalismo –«un sistema de política concebido fuera de todo dato teológico y de toda noción sacada de la naturaleza humana» (pág. 100)–, Blanc de Saint-Bonnet denunció las falsedades de este sistema y le opuso una teoría de la legitimidad, fundada en el conocimiento de la naturaleza humana, en la historia y en las lecciones de la mayor de todas las ciencias: la teología.

2. El sentido de la Revolución

«El orgullo, tomando el nombre de libertad, ha inundado el mundo». Con estas palabras del prefacio del volumen sobre la legitimidad, vemos a la Revolución atacada en su principio esencial. Bajo ese nombre supuesto, el orgullo fue conquistando una a una todas las ideas; comenzó a dominar el mundo y llegó incluso a golpear las puertas del santuario.

«¡Sin este disfraz jamás hubiera logrado penetrar, de un mismo golpe, en las almas bajo el nombre de libertad intrínseca de las conciencias, en los Estados, bajo el nombre de libertad absoluta de cultos, en las costumbres bajo el nombre de libertad de prensa, en las masas, en el hombre, bajo el nombre de soberanía popular! Lo que es malo se convierte en el bien, lo que está bien se convierte, por eso mismo, en el mal. El cambio de nuestros errores en verdades y de nuestros vicios en virtudes no tardó en operarse e inscribirse entre nuestras leyes» (prefacio, pág. II).

Por eso mismo, la Revolución implantó el reino de la mentira y es obra del Padre de la Mentira: la Revolución «no es un mal, sino el mal; no es un error, sino el error; no es una simple pasión, sino el orgullo de donde surgen las pasiones. Es, como bien se ha visto, satánica en su esencia» (pág. IX). Vemos así a Blanc de Saint-Bonnet renovar el juicio de Joseph de Maistre.

A partir del siglo XVI, el orgullo fue poco a poco enfriando la Fe en los corazones, llegando a hacer imaginar un estado social en que hubiese plena igualdad de derechos entre los hombres. Las diferencias sociales y las jerarquías pasaron a ser consideradas una afrenta a la libertad, como si ésta sólo pudiese existir si el hombre se desprendiese de todos los vínculos u obligaciones derivadas de la vida en comunidad.

«El hombre nace libre y por doquier permanece encadenado». A esta sentencia de Rousseau responde Blanc de Saint-Bonnet que, al contrario, el hombre nace en la flaqueza y en la imperfección. La libertad es un don que conquistamos mediante nuestro esfuerzo. A consecuencia del pecado original –tema de sus continuas meditaciones, inspiradoras de su último libro, L'Amour et la Chute– vivimos en una doble sujeción: la de las pasiones, inmediatas consecuencias de la pérdida del amor divino y la de las necesidades naturales, castigo y tratamiento de la falta que nos hizo perder el amor.

El hombre encuentra en la vida social los medios para liberarse de esa esclavitud, es decir, para satisfacer las necesidades del cuerpo y desenvolver las facultades del alma. En la sociedad, bajo el nombre de derechos son reconocidos los actos que la voluntad libre realiza dentro de la ley, es decir, en la realización del bien. Los productos legítimos de esta libertad son protegidos y están garantizados al individuo y a las familias. La propiedad, la seguridad, la paternidad, la inviolabilidad, los méritos adquiridos se encuadran, de ese modo, en la protección dispensada por el ordenamiento legal.

De ahí puede deducirse una distinción entre legalidad y legitimidad, tema que, desde Max Weber, ha sido frecuentemente discutido. La legitimidad es un presupuesto de la legalidad, pues al poder corresponde, a través del ordenamiento legal, garantizar lo que es legítimo.

El orgullo hizo imaginar un estado social en el que todos estuvieran investidos igualmente de derechos, sin que éstos hubieran sido legítimamente adquiridos: «Se debía Poseer la propiedad sin haberla creado, recoger los beneficios de la justicia sin haberse sometido a ella, tener todos los méritos sin que se hubiesen obtenido, ser inviolable sin haber respetado nada, ser grande sin haberse elevado jamás...» (pág. 220).

Tal sueño recibió el nombre de «estado de naturaleza» y esa subversión del hombre es lo que se llama la Revolución. De ahí la conclusión de Saint-Bonnet: «Un mundo que solicita no merecer más, que desea a todos poseer sin producir, que pide la igualdad, es un mundo que se destruye. Tiene en él la pérdida de la virtud y la caída en el orgullo, en ese orgullo que, para difundirse en el seno de nuestras ideas y de nuestras leyes, toma el nombre de la libertad misma. El orgullo, he ahí el hecho, he ahí la esencia de la Revolución» (págs. 221-222).

La Revolución, al atribuir a la sociedad el origen de nuestros males, al querer apartar todo lo que nos viene de la civilización, tomó como punto de partida, por tanto, la idea de Rousseau, preconizando la vuelta al hipotético estado de naturaleza. Abolidas las leyes, la autoridad y la religión, todos volverían a ser buenos y felices. La libertad primitiva de Rousseau se refleja en la libertad incondicionada de Kant; con su principio de la voluntad autónoma y el condicionamiento externo de las libertades por el derecho obedece, en el Estado liberal, tan sólo al imperativo de armonización entre las mismas, una vez que el hombre ha sido desvinculado de los lazos corporativos y suprimidas las autoridades sociales.

De esa forma, la Revolución hiere a la legitimidad en aquello que tiene de expresión de la misma naturaleza del hombre, y también de la naturaleza de las sociedades políticas, constituidas por los grupos familiares, locales y profesionales.

No es tan sólo la legitimidad del poder lo que defiende Blanc de Saint-Bonnet contra el pensamiento contrarrevolucionario. Sus reflexiones se dirigen, sobre todo, a esas legitimidades sociales subvertidas por la ola de locura que inundó Europa después de 1789.

3. Las legitimidades sociales

Si la Revolución procede de un error en torno al hombre y de un error acerca de la libertad, errores resultantes del orgullo con el nombre de libertad, el camino a seguir para una obra de restauración política está trazado. Hay que separar la libertad del orgullo, apartando éste y restableciendo aquélla.

Al hombre, falseado por la concepción revolucionaria, hay que oponerle el hombre real, del mismo modo que a la falsa idea de sociedad es preciso replicar con la sociedad legítimamente constituida a través de la historia.

Sobre lo que hay que entender por constitución, Blanc de Saint-Bonnet tiene pasajes que más de una vez nos recuerdan a Joseph de Maistre. «Constitución: esfuerzo combinado de los siglos y del consentimiento de los hombres, prodigioso equilibrio de vitalidad al que han concurrido los cuidados de la Providencia y el trabajo de un pueblo, inexplicable producto de unidad en lo que hay de más diverso...». Y, más adelante: «Resultante casi divina de un conjunto de libertades humanas, extrañas unas a otras, equilibrio respecto al cual el más poderoso legislador apenas se atreve a tocar, he ahí lo que los soñadores creen tener la misión de producir» (pág. 297).

La constitución es el modo de ser de un pueblo, es decir, la manera por la que un pueblo se establece histórica, religiosa y políticamente. Se fundamenta, por tanto, en la tradición, que no es estancamiento, sino movimiento y, por tanto, la constitución es progresiva, adaptándose según los tiempos y las circunstancias. Por esa razón, al menos en su totalidad, no puede ser escrita. «Escribir sería circunscribir. Es preciso que nadie tenga el derecho de escribirla a fin de que nadie tenga el derecho de abolirla. La familia, por ejemplo, ¿podría tener sus leyes por escrito? ¿Prescribiría un médico lo que debe hacer el temperamento?» (pág. 298).

La estructuración de la sociedad política debe hacerse en la línea del desenvolvimiento orgánico y la constitución jurídica debe conformarse con la constitución histórica. Y, antes de nada, es preciso tener una idea bien clara de la naturaleza de la sociedad.

«Considerada filosóficamente, la sociedad es la armonía de voluntades, dirigidas a un mismo fin: la mejora del hombre y de las condiciones sobre la tierra. La sociedad supone, por tanto, unidad y variedad: unidad en el fin y en el conjunto, variedad en los elementos» (pág. 358).

Blanc de Saint-Bonnet nos conduce, así, al problema de la centralización y de la descentralización, que se convirtió en uno de los tormentos del derecho público moderno. En su tendencia a asumir atribuciones cada vez más numerosas y absorbentes de la actividad de los particulares, el Estado liberal, al haber suprimido las entidades corporativas y las legítimas autonomías, preparó el advenimiento del socialismo de Estado. Después de la Revolución de 1789, la centralización iniciada en el Antiguo Régimen se fue acentuando considerablemente y la democracia liberal preparó un plano inclinado por el que se ha ido rodando hasta la democracia totalitaria.

Blanc de Saint-Bonnet, con una visión penetrante del problema, lo formulaba así: «¿Cómo se puede dar a la sociedad la mayor unidad posible y dejar a cada uno de sus miembros la mayor libertad posible?» (pág. 358).

Frente a esta cuestión, los falsos conceptos de la libertad y de la sociedad generaron el liberalismo y el socialismo. Este último quiere implantar la unidad social con el sacrificio de la individualidad y de las legítimas autonomías, olvidando que la sociedad existe para ayudar al desarrollo del hombre. En cuanto al primero, el liberalismo da una libertad extrema, comprometiendo la unidad, lo que constituye un esfuerzo vano, pues la libertad, en la práctica, no puede ser más que consecuencia de la armonía y la unidad social. Los socialistas, preocupados exclusivamente por la unidad, conducen al absolutismo, y los liberales a la anarquía.

La variedad y la unidad deben coexistir y no destruirse recíprocamente. Unos quieren limitar en demasía la libertad para restablecer la unidad. Otros para desarrollar la libertad llegan a romper la unidad. Todo esto son consecuencias de los falsos conceptos del siglo XVIII, al considerar a la sociedad una restricción de la libertad individual, cuando sin el orden social debidamente establecido no es posible ninguna libertad real. La antinomia entre estos dos conceptos proviene de la destrucción de la vida local y de las costumbres, de la destrucción de las autonomías regionales y provinciales, del conflicto de la libertad abandonada con el poder central absorbente y, de este modo, del antagonismo entre Nación y Estado.

A la unidad y a la variedad se corresponden, respectivamente, la centralización y la descentralización, que han de existir en una justa medida, estando determinada la centralización por el interés nacional a cargo del Estado y asegurada la descentralización por el respeto de las libertades locales, regionales y asociativas. Estas mismas tesis serían defendidas más tarde por La Tour du Pin y posteriormente por Marcel de la Bigne de Villeneuve. Se encuentran formuladas con claridad y vigor en el cuadro histórico de la monarquía federativa de las España, por Enrique Gil y Robles, Vázquez de Mella y otros muchos. Su desconocimiento ha provocado los mayores equívocos en el derecho constitucional moderno.

Concluye Blanc de Saint-Bonnet: «Las libertades públicas actúan en su círculo, a saber, en la familia, en la ciudad, en la provincia; y el Poder actúa en el suyo a saber, en el mantenimiento de los grandes intereses que abarca la esfera del Estado. Es servirlas a las dos el servir a una de ellas, ya que el individuo se beneficia de todo lo que ennoblece el Poder, y el Poder se fortalece con todo lo que completa y asienta nuestras libertades públicas. Si se transporta al individuo al Estado, es evidente que habrá lucha; y si el Estado es transportado al individuo, a la familia, a la provincia, es evidente que habrá muerte. Así lo deseaba la centralización unida al parlamentarismo, así lo exigía la Revolución...».

«Pero que el individuo vuelva a tomar su lugar y el Estado volverá al suyo. O, más bien, ¡que el Estado devuelva al individuo su lugar y el Estado tomará de nuevo el suyo, en medio de la paz, el honor y la prosperidad de un pueblo! Esa es la solución del problema; está indicada por la naturaleza humana» (págs. 360-361).

En otras palabras, la variedad es el hombre y la unidad es la sociedad (pág. 359). Y al ser el hombre naturalmente social, la unidad y la variedad se complementan y se conjugan en la realización de los fines humanos.

Un orden legítimo en las sociedades políticas se fundamenta, por tanto, en el derecho natural y en la historia.

4. La legitimidad del poder

En el estado actual de nuestra naturaleza humana, la autoridad es necesaria a causa de nuestras pasiones y de nuestras tendencias al mal. Representa un correctivo de éstas. «Porque el hombre nace librado al mal, a la ignorancia y a las pasiones, los pueblos no subsisten más que por medio de la Autoridad» (página 11).

Para conducir la sociedad es preciso saber cómo se comportan los hombres y no olvidar su condición real. Si la verdad nos dijera que hay que seguir siempre nuestras inclinaciones y obedecer solamente a la ley hecha por nosotros mismos, siempre estaríamos dispuestos a adherirnos plenamente a ella. Mas su lenguaje es diferente, y el hombre conserva un secreto temor a la verdad por el sacrificio que ésta pide en la práctica del bien, en la observancia de la ley y en el cumplimiento de sus obligaciones propias.

Por todo esto, la autoridad tiene que ser coercitiva, correspondiéndole reprimir el mal y combatir los errores que lastran la sociedad y provocan crisis de toda clase, incluidas las económicas. En páginas de profundo conocimiento de la psicología de las clases sociales, Saint-Bonnet analiza las consecuencias que en el orden económico tienen el desorden moral y religioso. La falsa libertad de conciencia, la libertad de cultos, la libertad de imprenta en el sentido de equiparar la verdad al error, el bien al mal, acaba por dejar el bien sin defensa frente al mal y por conceder al error una protección que niega a la verdad. El exceso de diversiones y la excitación pública a la lujuria desorganizan a la familia, arruinan la aristocracia y siembran el pauperismo entre las clases populares.

La autoridad que dimite respecto a su misión represora y moralizadora se anula a sí misma y pierde la razón de ser de su legítima existencia.

Se anula también la autoridad que admite la división de sí misma, como preconiza la teoría de la separación de poderes. La representación popular es legítima, sin que esto signifique un reparto del poder entre el jefe del Estado y el parlamento. En estas observaciones de Blanc de Saint-Bonnet se encuentra implícita la distinción entre autoridad y representación, conceptos confundidos por el parlamentarismo.

De ahí estas líneas escritas con visible referencia a la monarquía parlamentaria y al liberalismo doctrinario:

«Las clases tienen el derecho a estar representadas, pero no tienen derecho alguno al Poder. La idea de establecer un gobierno sobre tres autoridades fue la primera extravagancia que la utopía opuso al buen sentido. Era llevar la anarquía y la guerra al interior mismo del Poder. ¡No se quería un gobierno que representase los verdaderos intereses del país, sino que representase nuestros errores! Se quería ese gobierno parlamentario en el que todas las legitimidades, todos los derechos, todas las bases de la sociedad fueran puestas cada día en tela de juicio, en el que la utopía fuera soberana. ¡Se quería la extravagancia política que costó la vida a la Restauración primero, a la misma nación después!».

En su libro la Restauration française, tal como vimos, tiene dos pequeños capítulos que se complementan, versando exactamente sobre aquellos temas desarrollados en obras de mayor valor: la legitimidad. y la infalibilidad. Ahí, dice nuestro autor, que el soberano es legítimo cuando posee el poder por la vía del derecho y cuando procede conforme a la ley. Tenemos, por consiguiente, respectivamente, la legitimidad de origen y la legitimidad de ejercicio.

La ley no procede del pueblo ni de la simple voluntad del rey. El soberano no puede modificarla como a él le plazca. No puede hacer que lo que es injusto, irracional y bárbaro, sea justo, racional y humano. Decir que el pueblo hace la ley es afirmar el absolutismo, lo mismo que cuando se afirma que la ley es la voluntad del príncipe. Se altera el sujeto de la soberanía, manteniéndose, en ambos casos, el poder absoluto.

La Revolución no consiste apenas en proclamar los derechos del pueblo más allá de todo límite. Comenzó cuando los reyes se arrogaron un poder sin límites. « ¡A la soberanía absoluta de Dios, la Revolución sustituyó, en primer lugar, la soberanía de los reyes; a la soberanía de los reyes, sustituyó, a continuación, la soberanía del pueblo! Siempre para suprimir a Dios. Pero hoy que está ausente, tenemos al hombre, dicho de otro modo, el orgullo y su despotismo sin fin» (Rest. française, pág. 411).

Las consecuencias a las que conducen las dos escuelas, la absolutista y la republicana, son exactamente éstas. La primera admite un derecho divino, pero lo hace provenir del hombre, que dispone de él sustituyéndolo .por su propia voluntad. La segunda sustenta que no hay derecho divino, quedando tan sólo el arbitrio humano, recogido en los caprichos de la multitud.

Ahora bien, la soberanía reside en Dios: «los reyes son los ministros de Dios para el bien; y los pueblos que deshacen ellos mismos la autoridad, son como animales que quisieran cortarse la cabeza para ver mejor» (Rest. française, pág. 409).

Dios, si bien sin designar de un modo expreso el soberano a los hombres, comunica su autoridad a quien posee legítimamente el poder. El modo legal de poseer varía según los lugares, dependiendo de las diversas circunstancias del derecho histórico, en el cual se fundamenta la legitimidad.

Blanc de Saint-Bonnet rechaza, por consiguiente, el derecho divino de los reyes según la concepción carismática del poder político. Esto no quiere decir que niegue la acción de la Providencia, dirigiendo los acontecimientos humanos y disponiendo de aquellos a quienes entrega el poder. Por eso señala que la expresión, «Dios no designa», es inadecuada, puesto que si Dios no envía a sus ángeles para actuar en este mundo, envía ciertamente los hechos. En cuanto a los pueblos, aceptan el poder como aceptan la vida, y aquí no les cabe ninguna opción.

Por último, considerando la naturaleza del verdadero gobierno, critica la clásica división tripartita de origen aristotélico –monarquía, aristocracia, democracia– para anunciar una fórmula del «estado de derecho», diciendo que todo gobierno debe ser nomocrático, esto es, sujeto a la ley. El despotismo se da cuando los hombres sustituyen la ley por su propia voluntad.

Oigámosle una vez más: «Hablando absolutamente, el Poder no es una monarquía; ya que un hombre no tiene el derecho de dar su ley al hombre; ni una democracia, ya que con mayor razón, todos no pueden poseer ese derecho; ni incluso una teocracia, puesto que Dios pone en otro lugar sobre la tierra su gobierno personal. El Poder es el depositario legítimo de la Ley, que es, a la vez; en política, la expresión de las costumbres y de la verdad» (Rest. française, pág. 402).

5. De la legitimidad a la infalibilidad

La coronación de la obra de Blanc de Saint-Bonnet se encuentra en el ensayo sobre la infalibilidad, fruto de largas y diarias meditaciones en su habitual recogimiento.

Sus bases filosóficas, es cierto, son a veces vacilantes. Le faltó a su autor integrar sus concepciones en la síntesis tomista, aún no perfectamente conocida en su tiempo, incluso entre la mayoría de los intelectuales católicos. En este sentido, el prologuista de L'infaillibilité, en su última edición, hace algunas observaciones pertinentes, sin dejar de reconocer el gran valor del vigoroso ensayo.

La preocupación constante de Saint-Bonnet es la crisis social y política provocada por la Revolución. Pero tiene siempre presente su génesis en aquel hecho del orgullo, de la revuelta del hombre contra Dios. De ahí que señalara que «el mal es religioso, la revolución es religiosa, el remedio es religioso; no sanaremos más que religiosamente» (prefacio a De la douleur). En las primeras páginas de L'infaillibilité Indica cuál es el gran fallo de los hombres de su tiempo: no se apercibieron que «sus mismos intereses se ligan a la moral y a la política, la moral y la política a la Teología, que, por consiguiente, necesitamos la Fe».

Y, también ahí, escribe lo siguiente: «Europa se encuentra no en presencia de una invasión, sino de la misma disolución; el Cristianismo se encuentra no en presencia de una herejía, sino de la negación absoluta, es decir, en un estado más espantoso para el mundo que aquel en que lo encontró…» –afirmación hecha posteriormente por el Papa Pío XI en la encíclica Divini Redemptoris–. Es el derecho el que va a desaparecer, todo lo que el trabajo sagrado de la historia tan penosamente construyó. Europa no es luterana, ni calvinista, ni musulmana, «Europa está sin principios. He ahí por qué no hace nada por la verdad; por qué se deja arrancar esta piedra sagrada, esta piedra milagrosa que todo lo sostiene, el derecho, las leyes, las costumbres, en esta bóveda inmensa del edificio europeo» (prefacio de L'infaillibilité).

Esa piedra es la roca inamovible de Pedro, sobre la que Dios, al construir la Iglesia, colocó a la sociedad moderna. El poder infalible es la garantía de todas las legitimidades.

Si el poder legítimo es el poder del derecho, conforme a la ley, y si la regla legítima –la ley divina conforme a la cual el poder debe gobernar– requiere un medio infalible para ser conocida con seguridad, «para el hombre, nada de libertad sin la verdadera ley; nada de ley sin un poder que la mantenga; nada de poder sin legitimidad y nada de legitimidad sin infabilidad» (Rest. française, pág. 410).

Así, el poder infalible es la piedra angular del orden social legítimo.

(Traducción de ESTANISLAO CANTERO. Los textos franceses se han traducido de este idioma en el que aparecen en el original portugués).