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Número 261-262

Serie XXVII

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Las raíces eternas de la libertad

 

ACTAS DE LA XXVI REUNIÓN DE AMIGOS DE LA CIUDAD CATÓLICA: LAS LIBERTADES

El término libertad se ha convertido para nuestra época en un ideal luminoso ante el que toda rodilla debe doblegarse. Diríase que a medida que la vida humana va sintiéndose progresivamente masificada y programada por la tecnocracia, y a medida que las posibilidades reales de su ejercicio disminuyen, el término libertad se magnifica ante los ojos de todos, participando por igual en el ideal, en el axioma y en el dogma.

Ya no se oyen las reticencias que el nombre de la libertad provocaba aún en el siglo pasado cuando, por ejemplo, se decía «si oyes vitorear a la libertad, atranca tus puertas y ventanas», o cuando Mme. Rolland exclamaba subiendo los peldaños de la guillotina: «libertad, libertad..., ¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre!». Ya en la guerra de España recuerdo que uno de los diarios más característicos del Madrid rojo se titulaba La Libertad, y que el diario falangista de Valladolid se llamaba asimismo Libertad. Pero hoy el fenómeno es planetario: todo movimiento, sea de pensamiento o de acción, se define a sí mismo más como de liberación (o liberador) respecto a algo o a alguien que por su adhesión positiva a ideas o creencias.

Incluso la Iglesia postconciliar se ha visto afectada por esta fiebre «liberadora» hasta sustituir a menudo el concepto redención por el de liberación. Desde su proclamación de «libertad religiosa», sus preces y designios van siempre en el sentido de la liberación del hombre (de cosas siempre terrenales: el hambre, el subdesarrollo, la marginación, la ignorancia, etc.); incluso se ha elaborado, en su seno toda una «teología de la liberación.

Libertad fue el primer lema de la Revolución, que adquirió dentro de sus designios el mismo puesto clave o fundamental que el primer mandamiento de la Ley de Dios tenía en la anterior sociedad religiosa. En rigor, la consecución de ese primer ideal (y de su consecuencia, la Fraternidad) quedaría confiado a la inmediata consecución de la Igualdad, que podría alcanzarse a golpe de legislación y de guillotina: igualación de clases, de leyes, de países, de poderes. Por ello la herencia de la Revolución francesa ha sido, hasta nuestros días, una lucha constante contra toda constricción teórica o práctica. Bajo los nombres de mitos, tabús, prejuicios o «poderes fácticos» se ha perseguido (y se persigue) desde los Mandamientos hasta las reglas de urbanidad: normas, ritos, preceptos, costumbres, instituciones, no tienen hoy ya para la mentalidad ambiental otra consideración positiva que la de folklore o curiosidades etnográficas. Ello adquiere un carácter imperativo y permanente en el marxismo con su «lucha contra las estructuras» y la «revolución permanente». No importa que la destrucción de la norma histórica acarree una constricción muy superior, tanto por el condicionamiento publicitario y propagandístico como por el crecimiento tecnológico del Estado: estos factores más bien contribuyen a la exacerbación en el individuo y en la masa de la exigencia libertaria, en lucha ya solo con fantasmas y deformaciones intencionadas del pasado.

Dentro de toda esta apoteosis moderna de la libertad cabe, sin embargo, preguntarse: ¿Ama el hombre realmente la libertad, la desea en toda su profundidad? Para responder a esta pregunta se impone una distinción entre dos significados distintos del término libertad: lo que se ha llamado libertad de coacción (que coincide con la libre espontaneidad) y la libertad de arbitrio. La primera (que es un uso impropio) es común al hombre y al animal: así, si monto un caballo lo mantengo coaccionado por la brida y la espuela: se dirige hacia donde yo quiero y al paso que le marco. Si hago un alto para descansar y suelto al animal, digo que lo dejo en libertad: él animal podrá tumbarse o pastar o beber si tiene hierba o agua a su alcance. Se ve libre entonces de coacción exterior, pero no por eso poseerá el libre albedrío humano: su acción se verá siempre determinada por sus instintos y necesidades y por los estímulos sensibles que lo reclamen. Obrará con espontaneidad, pero no con libertad de arbitrio. Un esclavo, en cambio, el más aherrojado que quepa imaginar, carecerá de libertad de coacción y de posible responsabilidad por sus actos exteriores, pero nunca dejará de poseer el atributo humano del libre albedrío. Podrá, por ejemplo, unir su voluntad a aquello que se le manda realizar, o sustraerla de ello; será así capaz de obrar el bien o el mal, de decidirse por sí mismo en su fuero interno (ser arbitro en su decisión), pecar o merecer, salvarse o condenarse.

No cabe duda de que el hombre ama la primera de esas libertades: a nadie gusta vivir coaccionado o sometido a una voluntad exterior; todo el mundo desea, en cambio, el ejercicio de su propia espontaneidad. En ello coincide con el animal. La vida, por ejemplo, de un perro doméstico suele ser un perpetuo anhelo de salir al exterior para gozar, siquiera sea momentáneamente, del aire libre y de la libre espontaneidad de movimientos.

Más dudoso es, en cambio, que el hombre ame su propia libertad de arbitrio, con el peso anejo de la responsabilidad. Basta notar con cuánta facilidad se nos dan consejos, pero qué trabajosamente los obtenemos cuando los solicitamos, es decir, cuando ese consejo puede unirse a la responsabilidad de una decisión grave. No menos notable es la huida, tan común, de los puestos decisorios y, asimismo, el éxito creciente de la llamada seguridad social a que conducen las tendencias socialistas que encaminan al mundo hacia una colectividad de tutelados por el Estado. .A medida que la «política social» avanza, disminuye en los hombres, con aplauso general, el espíritu de iniciativa, de riesgo, de empresa personal o colectiva. Y tampoco deja de ser sintomática la nostalgia o añoranza que alberga el corazón humano hacia la propia infancia, aquella época de la vida en la que nos sentíamos plenamente protegidos, tutelados.

Sin embargo, y con independencia del equívoco que entrañe el supuesto anhelo revolucionario de libertad, no puede dudarse de que el hombre, aun sintiendo el peso que entraña y rehuyéndolo a menudo, sabe que su esencia misma de hombre supone el libre albedrío y que él constituye, con el entendimiento que lo condiciona, su prenda diferencial y más alta.

¿Qué es, pues, la libertad? Podríamos definirla como el atributo de la voluntad (atributo es una característica que, sin pertenecer a su esencia, acompaña siempre a algo que en ello se manifiesta). Voluntad, por su parte, es el apetito o apetición racional. Así como la apetición, en general, es la tendencia que se desencadena en un ser a partir de antecedentes cognoscitivos, la voluntad es aquella apetición cuyos antecedentes no son sensitivos (o no solo sensitivos), sino racionales. Por ello es la facultad tendencial propia y exclusiva del hombre que le diferencia de los animales, cuya tendencia no va más allá de la apetición sensible. La mente humana no capta solo los objetos sensibles ni solo su carácter atractivo o repelente para él propio sujeto sino que, por su facultad intelectiva, capta también los motivos de apetibilidad, es decir, las razones, abstractamente consideradas, por las que ese objeto es o no atractivo. Esto sitúa a la mente del hombre por encima de las cosas singulares y concretas y de su mera relación con ellas para permitirle captar la noción de bien, que es el aspecto deseable o perfeccionante del ser, noción ésta la más universal y abstracta. Ello desliga al hombre de los vínculos determinantes de la apetición animal y le otorga una sui-posesión de su propio obrar en que consiste el libre albedrío. El hombre puede reflexionar sobre esos motivos de apetibilidad, calibrarlos y decidirse por sí mismo. Es así sujeto agente de su propia vida, protagonista de ella, y responsable de su actuación. Esa posibilidad de optar entre diversos objetos no es, sin embargo y como veremos, esencial a la voluntad ni a su albedrío, aunque se trate de algo que acompaña siempre al obrar humano en este mundo.

Ya en posesión de estas nociones, podemos plantearnos una cuestión previa: la libertad así entendida, ¿es algo real, existe, o sé trata de un espejismo o ilusión que sufre nuestra menté por la simple consciencia —quizá impotente de decidirse a sí misma— que posee de sus actos reflexivos? No puede dudarse de que en la espectativa vital humana está siempre presente la posibilidad de autodecisión, de tomar resoluciones y llevarlas a efecto. Pero, ¿se da realmente esa posibilidad? De hecho, la discusión sobre la existencia ha recorrido toda la historia, enfrentando entre sí dos posiciones antagónicas; el determinismo niega tal posibilidad y supone a los actos humanos tan predeterminados como los fenómenos naturales, y el indeterminismo, que supone la realidad del libre albedrío humano.

El determinismo posee un cierto arraigo en la conciencia popular—sobre todo en la mentalidad oriental— que lleva a muchos hombres a aceptar como algo «que estaba escrito» cualquier acontecimiento ó desenlace en sus vidas. Es una trasposición del carácter ineluctable e imprevisible de la muerte a los demás sucesos de la existencia. Como teoría filosófica ha revestido dos formas generales: el determinismo cosmológico y el psicológico. El primero afirma que lo que reputamos como decisiones nuestras depende en realidad de factores exteriores a nosotros mismos. Sea la voluntad de los dioses, del hado o fatum —determinismo fatalista—, sean fuerzas cósmicas, físicas, o fisiológicas. Según este último determinismo, nuestras decisiones serían fruto por entero de nuestra herencia biológica, dé nuestro temperamento o carácter, del clima o del carácter supraindividual que nos envuelve.

Desde el Renacimiento a esta parte, la ciencia moderna ha profesado un riguroso determinismo físico, apoyándose en la estrecha relación causal que media entre los fenómenos de la naturaleza. Es la misma posición sostenida por la filosofía de inspiración cientificista, es decir, el racionalismo. Léase la filosofía empirista, la positivista, el propio kantismo. En estos sistemas se da la contradicción entre un determinismo físico en su base, que niega al hombre el libre albedrío, y su exigencia política de liberalismo, que confiere a la libre voluntad humana el gobierno de los pueblos y el origen de las normas de legislación. (Otro tanto sucede entre la hoy tan celebrada «dignidad de la persona», como base de la moral —idea originariamente kantiana— y el evolucionismo profesado por la ciencia moderna. Si nuestro origen radica en una evolución ciega, por causas eficientes, desde la vida primitiva hasta el hombre, ¿en qué momento y por qué surgirá esa supuesta dignidad?). En rigor, aquella primera aporía entre determinismo físico y liberalismo político se produce a través de una rigurosa consecuencia lógica, por más que tanto la premisa como la conclusión sean recusables. Su clave reside en el nominalismo pre-renacentista. Si los conceptos o universales son meros nombres —palabras vanas— y solo existe lo - singular y concreto que captan los sentidos, ¿qué origen y fundamento cabrá otorgar a la moral, a las leyes, al poder? Negado (o declarado incognoscible) todo más allá metafísico o religioso, solo cabe el recurso a la convención humana y a la voluntad general, o mayoritaria. Pero la palabra última del sistema la tendrá la sociología, esa ciencia nueva nacida del positivismo, qué reducirá la pretendida voluntad popular al fenomenismo empirista de la física o dinámica social; es decir, a una ciencia más en el ámbito del determinismo universal.

Es cierto que la noción estricta de causalidad —matemáticamente predecible— que sostenía la mecánica clásica ha sido corregida por la física contemporánea a través de los fenómenos cuánticos y la teoría de la indeterminación de Heisenberg. Pero esto no contradice por sí mismo el principio general determinista. Es preciso pensar —como observó Petit Sullá en un anterior congreso de Verbo— que, si el orden de la naturaleza es necesario y se ordena a un fin, este fin en sí mismo no lo es. Si lo fuera —si la finalidad se identificara con la misma naturaleza— estaríamos en una concepción panteísta en la que nada se justificaría.

El otro tipo de determinismo —el psicológico—no cree que estemos determinados por factores estemos, pero sí por esos condicionamientos interiores a nuestra conciencia, que son los motivos. Nuestra mente no haría sino sopesar los motivos y los contramotivos y resolverse por la resultante. Como una máquina calculadora o un cerebro electrónico no haría más que actuar sobre los datos que él entendimiento le suministra, datos que determinarían en él la decisión. Incluso las penas o castigos que en la educación o en la legislación parecen dirigirse a voluntades libres se explicarían simplemente como contramotivos disuasores que se añadan al cómputo mecánico de nuestro determinismo mental.

El indeterminismo, por su parte, procura demostrar la existencia del libre albedrío en el hombre mediante dos argumentos principales, aparte de la refutación que arbitra para cada uno de los tipos de determinismo. Consiste el primero en la apelación a la conciencia universal que se sabe árbitro de los actos voluntarios y de su consiguiente responsabilidad. Ningún reo de delito se defiende alegando su radical falta de libertad humana, sino negando los hechos o aduciendo eximentes o atenuantes. Lo mismo acontece en las relaciones humanas (pactos, promesas, etc.), que suponen esa universal creencia en la capacidad humana de decidir por sí misma una determinada actuación. El argumento se complementa invocando ía imposibilidad de que Dios, autor de la naturaleza humana, haya puesto en ella una creencia universal engañosa. Este argumento remite así a la existencia de un Dios creador y providente, lo que requerirá a su vez demostración.

El segundo argumento demostrativo radica en la naturaleza misma de la voluntad en tanto que apetito racional. Él entendimiento que ilumina a la voluntad alcanza, por su poder abstractivo, las nociones más universales de bien y de ser. Pero las cosas de este mundo no realizan sino imperfectamente el bien (son mezcla de ser y no-ser, de acto y de potencia), y por ello la voluntad no se siente ineluctablemente atraída por ninguno de esos objetos sirio que conserva ante ellos la libertad de ejercicio (querer o no quererlos) y de especificación (optar entre varios en alternativa). El entendimiento será así la clave de esa libertad radicada en la voluntad humana.

Subsiste, sin embargo, la objeción que planteaba el determinismo psicológico. Si la voluntad es un apetito racional y nuestras deliberaciones se realizan por motivos o móviles que el entendimiento presenta a la voluntad, ¿en qué consistirá la decisión, ese corté con que ponemos fin a la deliberación? ¿Se tratará de una productio ex nihilo, de un acto gratuito, irracional? Cabría imaginar que el análisis y estimación de los motivos y contramotivos se prolongase indefinidamente hasta alcanzar la nítida superioridad de alguna opción, con lo cual estaríamos finalmente determinados por los motivos. Es la objeción que ejemplificó Buridán, un discípulo de Duns Scoto, en la fábula de aquel asno «intelectual» que moría de hambre ante la presencia de dos montones de cebada idénticos entre sí y situados a igual distancia del animal. La irrealidad de esa situación hacía deducir a Buridán la superioridad de la voluntad y su relativa independencia del entendimiento.

El indeterminismo suele responder a esta objeción alegando que los motivos de la voluntad no son piezas objetivas y cuantificables como las pesas de una balanza, ni medidas de distancia o de volumen, sino algo más personal y sutil. No son los motivos sino mis motivos, que están cualificados por mis inclinaciones ¿mis gustos, mis pasiones, mis convicciones. El mismo estímulo que para una persona es casi decisivo puede dejar a otra indiferente.

No parece lógico, sin embargo, explicar el acto de la voluntad o apetito racional recurriendo a la irracionalidad de las pasiones o de los gustos. Sin embargo, aun siendo toda decisión motivada, esa explicación nos acerca a la complejidad profunda de la deliberación y la decisión humanas. Dentro del aristotelismo, tanto en el conocer intelectual como en el querer voluntario se encuentran frente a frente dos potencialidades: el sujeto potencialmente inteligente y el objeto potencialmente inteligible; el sujeto capaz de elegir y querer, el objeto potencialmente amable, bien para el sujeto. Para pasar al acto se requerirá de un tercer elemento, que será para conocer el entendimiento agente, especie de luz divina que fecunda y actualiza al entendimiento pasivo iluminando el universal que está en el objeto, y que para el querer voluntario será el mismo Dios como acto puro, supremo bien, y el motus o movimiento que El ha impreso en el mundo hacia su propia plenitud. Todas las cosas tienden hacia su perfección porque ésta preexiste en la mente divina, pero cada clase de seres se incorpora de diverso modo a ese movimiento general: unos seres ciegamente, por los impulsos de su propia forma, otros consciente pero no reflexivamente, otros en fin (el hombre) reflexiva y libremente.

Para Bergson el acto decisorio de la voluntad no está determinado por factores exteriores ni tampoco por motivos, ya que estos «motivos» en su concreción discontinua no existen. Tampoco se trata de un corte arbitrario de la deliberación, a modo de acto gratuito. La libertad, según él, se identifica con la duración real, o más bien es toda nuestra vida interior en su evolución acumulativa e irrepetible lo que está teñido de libertad hasta ser ésta nuestro propio modo de durar y de evolucionar. La decisión nace habitualmente en un proceso insensible e íntimo en el que no sabríamos decir cuándo la vacilación se transformó en inclinación y ésta en resolución.

Aceptada, en cualquier hipótesis, la patente realidad de nuestra libertad o libre albedrío, subsisten, sin embargo, formas distintas de concebirla. Estas se corresponden con las diversas concepciones que sobre qué sea el hombre han sostenido los distintos sistemas filosóficos. La palabra libertad como lema o ideal supremo data, como dije, de la Revolución francesa, pero su proclamación —y el culto a ella rendido en la catedral de París— expresaron una mentalidad difundida en el siglo «de los filósofos», cuyas raíces se hunden hasta el cartesianismo.

El replanteamiento que Descartes hizo de la filosofía en su Discurso del método y en sus Meditaciones metafísicas le llevaron a reconocer en el sujeto pensante —en la evidencia de su existir— el primum cognitum de que debería arrancar el nuevo sistema del saber. La filosofía moderna, a partir de ese momento, vendrá a reducirse a un análisis de las ideas, del yo pensante. El racionalismo cartesiano, el empirismo inglés y el sistema kantiano vendrán a ser, con planteamientos distintos, teorías del pensamiento. La ética congruente con esta metafísica racionalista o idealista no se haría esperar después de las vacilaciones cartesianas de la «moral provisional». El hombre, por ser el sujeto de la razón, es bueno por naturaleza y no ha de buscarse fuera de él la norma de moralidad. Piénsese en la Ética de Spinoza o en el formalismo moral kantiano. El origen del mal y el conflicto ético nacerán del «irracional histórico» que coarta, desvía o corrompe la recta espontaneidad del individuo. El progreso moral estribará en liberar al hombre de la constricción histórica, (y, sobre todo, de la religiosa) para que se expanda, sin obstáculos su recto dinamismo. En el individuo, considerado como una mónada al estilo de Leibniz, está como encapsulada su propia vida, su fruición de la misma, su íntima genialidad. Liberar al hombre de sus trabas, ayudarle a reconocerse a sí mismo y a afirmarse, remover cuanto se oponga a su espontánea realización, tales han sido los imperativos morales, políticos y pedagógicos de varios siglos de subjetivismo liberal. El término de este proceso debería coincidir cori el amanecer de una generación libre y feliz, sana en su espontaneidad sin trabas, creativa y solidaria.

Quizá sea nuestro tiempo la refutación histórica dé esa gran aventura —y de ese inmenso error— de la modernidad. Nunca, en efecto, se ha dado un vaciamiento mental como el que presenciamos, nunca una tal necesidad de estímulos exteriores televisivos o sexuales, nunca tal necesidad de evasión por la droga, nunca un apogeo semejante de las depresiones psíquicas y de las auras suicidas. Eliminados los muros y columnas que condicionaban la vida del hombre, se ha averiguado que eran los sustentáculos de la mansión que lo albergaba y que «cuando todo es posible ya nada se puede hacer».

Remontando el tiempo encontramos en los estoicos una idea muy diferente del hombre y de la libertad humana. El ideal del sabio —de la vida sabia y bienaventurada— no se logra para ellos destruyendo trabas para la espontaneidad de los impulsos humanos, sino imponiendo al hombre unas trabas supremas: se trataba de alcanzar la libertad respecto dé dos servidumbres: la del mundo exterior que nos atrae y siempre nos defrauda, y la de las propias pasiones que son insaciables y esclavizadoras. Es el gran imperativo estoico abstine et sustine. Esta ascética debe conducir al hombre a un estado de apatía y serena imperturbabilidad que el estoicismo pone al servicio de una metafísica panteísta en la que el individuo ha de identificarse con el alma del mundo, que es Dios. Este ideal—inasequible por inhumano— acaba también negando la personalidad del hombre y su verdadera libertad.

La filosofía contemporánea ha trazado las líneas de una distinta concepción del hombre -—y, por ende, de su libertad— por más que en el ambiente actual —en los regímenes democráticos— siga vigente como «ortodoxia pública» la visión racionalista y liberal que hemos descrito. Me refiero, por ejemplo, a la moral del compromiso y a su implícita concepción del hombre que es común a varios existencialismos. El hombre no es en su origen más que disposición o capacidad: se hace en su existencia temporal, que es su vida; es en cada instante como un compendio de cuanto ha vivido. Vivir es crear lazos con las cosas, comprometerse con ellas y hacerlas en cierto modo nuestras, integrarlas en nosotros mismos. La propia moral nace del compromiso: eligiendo libremente, elegimos también nuestra moral, a la que debemos permanecer fieles si hemos de ser coherentes. Si fuera posible anular todos los lazos que unen al hombre con su mundo, aparecería una pura potencialidad, esa especie de aniquilamiento espiritual de la qué es símbolo el actual hombre «liberado» y su mundo «desmitificado».

Apurada esta teoría, el compromiso vital en el que halla el hombre sus puntos dé referencia sería algo así como la aceptación que un jugador hace de las reglas del juego o un coleccionista de los límites de su colección. Se trataría de una moral convencional y falta de fundamento. Tal es la moral existencialista del compromiso (engagement). Sin embargo, en su crítica al racionalismo liberal posee un atisbo que la acerca a una auténtica moral de la trascendencia. Como también, a una coherente concepción del hombre y de su libertad. Cada hombre, al nacer, posee, por supuesto, la naturaleza humana, y también unas disposiciones individuales más o menos heredadas, pero en rigor es solo un haz de potencialidades que se irán actuando en ese proceso libre que es su vida, en el cual están implicados su inundo y su propia personalidad. El hombre es —se ha dicho— «una nada capaz de eternidad». Y, si sus potencialidades espirituales se actúan solo en la relación con otros espíritus a través del lenguaje, una vez adquirida la luz de la razón, ésta le impone tanto los "primeros principios lógicos como las normas elementales de conducta; normas que él no crea sino que descubre.

¿Serán entonces necesarias para el hombre unas normas, un sendero pre-trazado, que le encamine hacia un objetivo y haga posible su caminar? Aquí el cristianismo incide para superar lo que Aristóteles y los filósofos antiguos habían dicho sobre la ley y el orden naturales. La moral de la norma solo puede trascenderse en la ley del amor. La madre, por ejemplo, no conoce las normas que le obligan hacía su hijo ni se interesa por ellas porque sabe que, haciendo lo que le dicta su amor, cumple con creces las leyes más exigentes. Del mismo modo, para librarse de la dura ley del esfuerzo en el trabajo solo cabe trabajar en lo que a uno le gusta, en lo que ama (resulta curioso observar cómo, ante las jubilaciones anticipadas, los únicos profesionales que plantean objeciones no pecuniarias —o no solo pecuniarias— son los docentes, precisamente porque suelen amar lo que hacen y sufren por dejar de hacerlo). Es el sentido último del dictado agustiniano: ama et fac quoi vis.

Es también la explicación de por qué el bienaventurado, sin dejar de ser libre, no puede ya pecar, porque solo le cabe amar a Dios, patente ya a su vista. Precisamente por constituir la plenitud del acto de voluntad, ésta se llena por entero del ser amado —de Dios— y cesa el carácter optativo que reviste en su estado terrenal.