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Número 307-308

Serie XXXI

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El problema de la paz

EL PROBLEMA DE LA PAZ(*)
POR
J\LVARO D'ÜRS
«Ha estallado la paz». Así decía algún clarividente testigo del
armisticio que en 1945
puso fin a la Segunda Guerra Muuclial.
Por mi parte, en ese momento, auguraba, en una conferencia de
Coimbra, que no había que esperar una verdadera paz de justicia
como resultado de uua guerra y arreglo injustos.
Desgraciada-'
mente, los hechos vinieron a corifirniar aquel· augurio. Aparte las
guerras limitadas que siguieron
casl. sin interrupción en otras par­
tes del muudo,
tampoco Europa se vio libre de la pesadilla · de
una posible guerra por
la tensión entre las dos potencias venc,;­
doras, lo que solemos llamar la «guerra fría». Esta guerra temida
existió realmente, no con operaciones tácticas de las fuerzas con­
tendientes, sino por el esfuerzo estratégico incesante para
alcan­
zar superioridad sobre el adversario eri la técnica del armamento,
cuya eficacia disuasiva era muy superior a la de una
actual ~u­
perioridad en confrontación de .batalla.
Hoy
esa «guerra fría», ai' menos aparentemente, ha desapa­
recidd, pero no por un arreglo
de paz, sino por allanamiento ante
la innegable victoria técnica del adversario occidental.
Las ,con­
secuencias de esta victoria técnica occidental para un nuevo orden,
del mundo
me parecen todavía imprevisibles, pero esta victoria
ha permitido que
el vencedor se alzase con la pretensión de esta­
blecer bajo su dominio un orden pacífico universal. Para confir­
mar de facto esta pretensión hizo falta, paradójicamente, una
nueva guerra contra
el que, en la historia geopolítica, ha sido
(*) Texto inédito leído en la Universidad 'de Santiago (nov. de 1991),
en un ciclo preparatorio de la participación, del «Univ.» .de Roma en 1992; ·
Verbo, núm. 307-308 (1992), 803-820 803
Fundaci\363n Speiro

ALVARO D'ORS
permanentemente el rival del Occidente, aunque este adversario
oriental no actuara directamente en esa guerra de confirmación.
Este rival permanente del Occidente
es Persia.
Persia
y el Occidente.
Persia fue el enemigo co.nstante del Occidente. Alejandro
Mag­
no llevaba trazas de hacer un imperio universal, pues sus increí­
bles victorias, en sólo diez años,
le. permitieron aspirar a una
unificación del mundo, es decir, a una fusión del Oriente con­
quistado con el Occidente helenizado, pues· no dejaba de admirar
él la cultura de los vencidos. Con ese fin, él mismo se unió su'
cesivamente a princesas orientales .. Sin embargo, no entraba en
la
mentalidad territorial de los griegos el hacer un gran imperiÓ'
como el deseado por Alejandro, y, a la muerte de éste, sus .gene­
rales
se repartierort mezquinamente parte de lo conquistado, vol,
viendo así al régimen de territorios limitados, pero no ya de
ciudades, como era la
. tradición griega, sino de más amplios · te­
rritorios, en los que las ciudades permanecieron siempre separa-
das de
la tierra no urbanizada. . , .
, Persla fue también'
el enemigo de 'Rolila; aunque contenido
por la superioridad del Imperio RÓmano, de. nuevo resultó v~ri­
cedor 'cuando Roma cayó en decadencia, ·
Luego, la aparición del islamismo tuvo, en ese const~te an:
tagonismo de la antigua Persia, un efecto especial. En cierto
modo, ese antagonismo,_
asumido desde entonces por una fuerte
concienda religiosa,
se desplru,6 en)a medida de la expansión mu­
sulmana, de
la que España fue 1a, más occident;µ de las presas,
Este desplazamie11to puede énturbiar algo la visión del antiguo
antagonis,:no, pero contiendas ~omo las de la Reconquista hispá-.
nica, las Cruzadas por
libera{ J'ierra Santa, Lepanto, la misma
«Cuestión de Oriente» en tiempos
más recienteI son como exh;­
laciones
de aquel desfigurado antagonismo. A veces, incluso con
entrecruzamientos menos
·· naturales, peto, , condicionados· por la
política de equilibrio
entre·.Jos nuevos Estados, como sucedió
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EL PROBLEMA. DE LA PAZ
cuando la fuerza occidental fue precisamente Rusia, la defensora
de los cristianos de la Europa oriental, contra Francia e Ingla­
terra como ailadas
del Turco; y el Turco prevaleció contra ella
en la Guerra de Crimea, lo que produjo una islamización
de los
Balcanes. Parecía, pues, que Persia había traspasado su función antagó­
nica al Islam, pero hoy puede verse
cómo el foco más fuerte de
la irradiación islámica ha venido a localizarse de nuevo en el Irán,
que se halla precisamente, aunque sea con un nuevo color reli­
gioso, donde estaba
la antigua Persia. La línea geopolítica ha
vuelto a centrarse en
sus genuinos términos: Persia es de nuevo
el enemigo de Occidente. Y esta reciente «Guerra del Petróleo»,
eufemísticamente llamada «Conflicto del Golfo», no ha sido
más
que un ensayo de confrontación con el Irán, aunque representado
por un familiar aparentemente enemigo, como es Irak. Estos pa­
recen ser los hechos.
Es comprensible, pues, que desaparecida la tensión de la
«Guerra fría» entre los dos grandes vencedores de la Guerra
Mundial, el antiguo antagonismo
se haya replanteado ahora, pero
con una especial novedad -aunque aparentemente accidental, en
el fondo,
decisiva-, que es la existencia de un Estado de Israel,
cuya artificial constitución fue impuesta por los occidentales so­
bre un territorio cristiano, como era el de los árabes palestinos,
pero vinculado al antagonismo de Oriente.
Se han enfrentado ahora una fuerza islámica sucesora de la
antigua Persia, aunque desunida, y una fuerza anteriormente
cristiana, pero debilitada hoy en su fe y filojudía: un conflicto
cuya complejidad
es inextricable, pero cuyo fondo religioso no
cabe negar. Es muy interesante observar, a este respecto, cómo
en esa última guerra, en tanto el oriental
se jactaba de que «Dios
estaba con ellos», el occidental se jactaba de «estar ellos con
Dios»: esta segunda pretensión
es la típica del hombre seculari­
zadd a consecuencia de
la Reforma protestante, para quien Dios
es un personaje lejano, que no desciende a inmiscuirse en la vida
de los hombres; la del «Dios con nosotros»
es idea judía, cató­
lica y musulmana.
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ALVARO D'ORS
Eota presencia .conflicúva del Estado de Israel da un sentido
muy nuevo
aL juego de fuerzas, pues, como podemos. ver ya, el
punto central
de. la cuestión está en Jerusalén, donde se entre­
cruzan los intereses.
de todo el mundo . .l\sí, mist~osamen_te, la
Ciudad Santa de
Jerusalfu vuelve a ser el gran sigoo de. contra­
dicción, como lo fue JesucrlstQ, el Salvador, sacrificado en aquella
ciudad. Esta tensión
bélica multisecular a la que me he referido a
grandes trazos
no es de esperar que pueda resolverse de una ma­
nera conveniente, y
por eso, sea. cual_ s.ea el resultado de_ las ne­
gociaciones contingentes, debemos contar con futuros enfrentá­
núentos entre las fuerzas en conflicto ; esto,. a pesar de las decla­
raciones más solemnes
de_ voluntad pacifista, pues ya se ha visto
·que los pacifistas, llegado
el momentd, tienen que hacer también
ellos la guerra para imponer su pacifismo,
¿
Un "reto .p.ara la· Universidad"?
«Ha · estallado la paz>1>. Fue acertada esa voz del observador
del atnústicio de 1945,
al que siguió un tajante reparto del mun­
do entre los dos vencedores.
La paz estalló porque nd fue un aplacamiento de injusticias,
sino una
imposición violenta del pacifismo, con el consiguiente
desprestigio
de la guerra por los mismos en ella vencedores. Lleva­
ba ya en sí mismo la marca de una -hostilidad. Cuando ahora me
he enfrentado con el
título de este ciclo del UNIV., que habla
de la paz como
un «reto para la Universidad», no he podido di­
sipar la impresión de que también ese título lleva esa carga po­
lémica, aunque sea
en defensa de la paz, ya que un «reto» es un
«desafío», pues «riepto» viene del latín «reputare», en el sentido
peyorativo de acusat ·a alguien, de «imputatle>1> un crimen. Pero,
francamente, a
Ia Universidad no se le puede «reptar» ni «desa­
fiar» á causa de la paz. Debemds; pues, entender ese título en
el sentido de una acusación que sí puede
hacerse a los intelectua­
les universitarios por
no aclarar suficientemente el concepto y
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EL PROBLEMA DE LA PAZ
sentido de la paz. Por lo que a mí respecta, hace muchos años que
he intentado hacerlo,
pero el pacifismo dominante en el mundo,ha
ensordecido también mi voz, mi voz, pacífica, pero no pacifista.
Como hombre que conoce la guerra, pues tuvo que hacerla,
aun­
que con justicia, nadie más deseoso de paz, pero de la paz justa
y no del pacifismo ideológico que hoy nos domina.
Pacifismo.
Porque, ¿qué es el pacifismo? El pacifismo es la negación del
derecho de guerra. ¿Qués es, en cambio, la paz? La paz es la
abstención de guerra. Y
no es lo mismo abstenerse de algo que
negar su existencia. No
es lo mismo abstenerse prudentemente
del exceso del vino que pretender exterminar las viñas. No
es lo
mismo callarse cuando
· debe guardarse silencio, que imponer la
absoluta mudez; no es lo mismo no mirar que cegarse.
Como
ocurre con todo lo que es contrario a la naturaleza, el
efecto del pacifismo
no ha sido la paz; el pacifismo es propaganda
ideológica, y la paz verdadera
es un acto o una situación, no una
ideología.
La paz es la actualización de una virtud, que, como todas las
virtudes, requiere esfuerzo personal
para el hombre tarado por
los vestigios del pecado. La paz
idílica de' un estado de naturaleza
es un mito pagano y luego del Iluminismo, pero un mito cuyos
efectos perturbadores han sido muy graves para el pensamiento
moderno.
Como la misma palabra indica, la paz es, en primer lugar, un
apaciguamiento, un pacto, que presupone una anterior hostilidad,
del mismo modo que la virtud supone
un esfuerzo para superar
el riesgo del pecado. Pero la paz
es también la situación de un
orden justo que hace innecesaria la guerra .. Esto quiere decir que
no podemos dejar de contar con la guerra, pasada o futura, como
tampoco podemos olvidarnos
de la .presencia del pecado.
La pretensión pacifista de
eliminar toda guerra. ha tenido con­
secuencias muy inconvenientes para la humanidad.
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ALVARO D'ORS
En primer lugar, al prescindir del derecho de la guerra, ésta,
que sigue
existiendo, se ha quedado sin un derecho conforme al
que poder juzgar sobre ella.
La guerra ha dejado de ser un duelo
entre
ejétcitos, para hacerse total, indiscriminada y de aniquila­
miento.
Por otro lado, al no admitirse la guerra como · algo posible e
incluso eventualmente justo,
han proliferado las guerras sucias,
que no merecen
el nombre de guerra, peto lo son. Del mismo
modo que, cuando termina una guerra por un armisticio,
siem­
pre existe la posibilidad de que el vencido la continúe haciendo
de manera desordenada y sin derecho, a modo de
guerra sucia de
«partisanos» o «maquis», así también, cuando se rechaza la gue­
rra como algo inadmisible, proliferan las violencias de la que he
llamado «guerra unilateral», es decir, el «terrorismo».
Por último, al considerar toda beligerencia
como injusta, el
vencedor no puede resistir la tentaci6n de juzgar al vencido como
criminal, y esto es ptecisam.ente lo ocurrido también con el «te­
rrorismo»: el error. de juzgarlos como criminales, que no son,
cuando habría que combatirlos como
enemigos sucios, que real­
mente son.
Esta desvirtuaci6n de la guerra es muy propia del pacifismo
que domina en
las .democracias de hoy. Esto, evidentemente, no
.tiene nada que ver con la auténtica paz. Por eso he dicho yo en
alguna
ocasi6n que la paz es .mucho mejor que la guerra, pero el
pacifismo
es peor que la guerra que no puede eliminar del mundo.
La
guerra, legítima· defensa.
Llegados a este momento, puesto que ha sonado
ya la frase
«guerra justa», parece necesario referirnos a ella.
No
es ésta la ocasi6n de explayarnos en el amplio y complejo
estudio de
las doctrinas sobre la guerra justa, de la que ·nuestros
te6logos
se ocuparon a conciencia. En cambio, el pacifismo de
hoy olvida que puede
haber «guerras justas».
Para obviar
pdsibles reparos de los que me escuchan, me
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EL PROBLEMA DE LA PAZ
adelantaré a recordar que, también hoy, el Magisterio de la Igle­
sia, a pesar de su incesante recomendación en favor de la paz
-también durante la última guerra en Oriente Medio-, reco­
noce el recurso a
la guerra como de derecho natural.
Leo en el párrafo 79 de la Constitución «Gaudium
et spes»
del Concilio Vaticano
II:
«Desde luego, la guerra no ha sido desarraigada de la
humanidad. Mientras exista el riesgo de guerra y falte un
poder internacional competente y provisto de medios
efica­
ces, una vez agotados todos los recursos pacíficos de la
diplomacia, no se podrá negar el derecho de legítima de­
fensa a los gobiernos. A los jefes de Estado y a cuantos
participan en los cargos
de gobierno les incumbe el deber
de proteger la seguridad de los pueblos a ellos confiados,
actuando con suma responsabilidad en asunto tan grave».
Así, pues,
la Iglesia reconoce la guerra defensiva como una
modalidad de aquella «legítima defensa» que es de derecho
di­
vino-natural, pues siempre se ha considerado como algo autoriza­
do por
e] derecho natural el «rechazar 1a violencia ccn la violen­
cia». Esta legítima defensa
es la que pueden ejercitar los indivi­
duos cuando se
ven injustamente agredidos, pero también, colec­
tivamente, los pueblos. Y la relación de este principio · natural
ccn la guerra
es tan inescindible que, al desprestigiarse la guerra
por
la propaganda pacifista, también ha venido a olvidarse la le­
gítima defensa de los individuos,
y se da el caso lamentable de
que los tribunales de justicia condenan hoy al que
se defiende
legítimamente con mucha mayor severidad que
la que tienen con
el agresor.
Hasta
tal extremo se ha perdido hoy la noción de la legítima
defensa
-otro claro síntoma de la, crisis jurídica de nuestra épo­
ca-, que se ha llegado a confundir ccn el estado de necesidad,
y por ello se
ha querido justificar el crimen horrendo del aborto
procurado como legítima defensa, siendo así que el caso de ne­
cesidad que puede servir de pretexto para ese crimen no justifica
nunca el
matar a nadie, sino sólo los daños patrimoniales; olvi-
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ALVARO D'ORS
dando asimismo que el inocente ser humano que va a nacer en
modo
alguno puede ser considerado como agresor.
Pero el
Concilio no se limita a reconocer la guerra defensiva
como legítima, sino que, como hemos visto, impone esa defensa
como un deber moral del gobernante. Porque la legítima defensa
del individuo, al ser particular, puede. dejar de ser ejercida
sin
culpa mdral, y por eso el que no se defiende de quien atenta con­
tra su vida no puede ser considerado suicida, como tampoco el
que aceptá el martirio, que
se santifica con la aceptaci6n de su
muerte violenta. Pero, tratándose de agresiones a pueblos, el
go­
bernante tiene el deber moral de defenderlos, aunque sea con la
guerra cuandd no hay más remedio, e incurre en esa responsabi­
lidad moral si no lo hace.
Se tratá así de uno de esos derechos
que son,
.a la vez, deberes.
Queda claro, pues,
c6n:io, .. en este mismo mundo de hoy, do­
m:inado por la propaganda pacifista, la Iglesia mantiene firme el
principio de la licitud e incluso el deber de hacer la guerra de­
fensiva.
El problema, claro está,. radica en una doble dificultad. La
primera es la de determinar cuándo el recurso a esa legítima de­
fensa es lícito por la imposibilidad de un arreglo pacífico; la
segunda
es la dificultad de determ:inar cuándo la guerra es real­
mente defensiva y no agresiva. Aunque sea sin excederme de los
límites de mi
lecci6n. de hoy, intentaré aclarar estas dos dificul­
tades que encontramos para reconocer una guerra como
• justa.
Guerra y negociación.
La guerra defensiva, derinios, debe ser un último recurso
frente
al agresor, pues presupone la imposibilidad de otra defen­
sa, como sucede con el individuo agredido que no puede ser de­
fendido por nadie y tiene que defenderse él mismo. Para la gue­
rra, no hay que esperar que otro "sea el defensor, pues, entre
pueblos, no hay, en principio, un poder superior que pueda juzgar
e imponer la paz, sino de ver si se han agotado las posibilidades
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EL PROBLEMA DE LA PAZ
de transacción, es decir, de arreglo sin guerra. Esta espera por
agotar las negociaciones antes de emprender la
guerra es inde­
terminada: resnlta imposible decir con certeza .cuándo se ha lle­
gado al límite de una espera
razonable, pues la negociación, por
si misma, nunca tiene un fin terminante, y las· dilaciones son
siempre en perjuicio
del que cree sufrir la agtesión.
Un tópico del pacifismo actual consiste en decir que hay que
sustituir la
guerra por la «negociación». Ahora bien, «negociar»
es la actividad propia de los hombres de negocios, que suelen
especular con previsiones patrimoniales, y no vitales, como son
las pretensiones que pueden dar lugar a una guerra, aunque tam­
bién ellas pueden tener sus. implicaciones ,económicas. · La nego,
ciación, por su misma naturaleza, da ventaja al que ocupa una
situación de

superioridad, como ocurre en toda negociación
ca,
mercial; entre otras razones, porque el que se halla en una situa­
ción de
superioridad, y concretamente de superioridad económica,
tiene mayor capacidad de espera. Dicho un poco brutalmente, la
negociación
es siempre favorable al más ricd.
En efecto, así como la decisión por guerra parece dar venta­
ja al
más .fuerte, la negocación suele favorecer al más rico. La al­
ternativa es entonces entre el dominio del más fuerte o del más
rico. Ordinariamente, un puebld celoso de su integridad preferirá
todavía
el riesgo de ser vencido por otro más fuerte que por otro
más rico, pues el dominio de este
último es más corruptor que el
de aquél; la corrupción empieza ya en la misma negociación, oca­
sión siempre propicia para la corrupción personal de los represen­
tantes que intervienen como negdciadores en nombte
. del pueblo
menos rico. En este sentido, la decisión
por la violencia de la
guerra es
más limpia y honorable, y, generalmente, más termi­
nante y firme.
De hecho, sin embargo, el pueblo más rico suele ser también
el más fuerte, ya que el margen de· posible desajuste que puede
provenir
. del valor personal de los hombres de uno y otro adver­
sario, de su mayor o menor disposición para dejarse matar,, eso
cada día tiene menor relevancia eri la guettt·tecl'Jificada de nues­
tra época.
· Pero, aún así, puede reconocerse la superioridad del
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ALVARO D'ORS
adversario mejor por ser más fuerte que por más rico, ya que la
ventaja de éste se funda, en último término, en su potencial bé­
lico. Y es un resultado de la obs.ervación Cotidiana que la opre­
sión del más fuerte materialmente se hace más tolerable que
la
del más rico por más astuto, del mismo modo que es menos hu­
millante perder
en una competición atlética que en una partida
de ajedrez.
Es comprensible que el pueblo que se encuentre
en una situa­
ción de inferioridad para negociar, declare haberse agotado ese
intento antes que
el que tiene mayor capacidad de espera y cuen­
ta con la ventaja del mantenimiento del «status quo». Esto, na­
turalmente, está en relación con
la segunda dificultad, que es la
de determinar quién es el agresor.
¿
Quién es agresor?
La segunda dificultad para determinar cuándo
la guerra de­
fensiva es licita consiste en saber quién es el agresor. Aunque, a
primera vista, esto es
un hecho que puede constar más fácilmente
que el del agotamiento
de los intentos de negociación, la com­
plejidad· que presenta es todavía mayor.
Tratando de
este tema, un ilustre jurista europeo decía poco
después de acabarse la Guerra Mundial:· «Agresor es el primero
que lance
la bomba atómica». Pero es claro que este criterio fue
precipitado, entre
otras razones, por la de que, como se ha visto
por la experiencia de casi médio siglo, la bomba atómica es un
arma más disuasiva que efectiva, pues no se ha vuelto a utilizar,
y quizá nunca más se utilice. Sin embargo, en este criterio había
algo no del todo absurdo, que era el de reducir
la capacidad de
ser agresor a los pueblos pertrechados con esas bombas, pues
es
evidente que sólo quien ya tiene preparada la bomba atómica po­
dría lanzarla sobre territorio enemigo. La cuestión está en que
los· poseedores de bombas sean capaces de discernir el momento
oportuno para hacer uso de ellas. Como decía
un ingenioso cole­
ga granadino, «la ciencia ha sido capaz de fabricar bombas atómi-
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EL PROBLEMA DE LA PAZ
cas pero no de decimos cuando habrá que lanzarlas». Y también
esa deficiencia puede contribuir a que no se haga nunca uso de
ellas.
De todos modos, esa nueva arma mortífera ha servido para
la discriminación radical, en
el mundo internacional de hoy, entre
pueblos con y sin bomba atómica.
Por lo demás, ese criterio de que es agresor el primero que
lanza la bomba atómica también resulta muy inseguro por la ra­
zón
de que el uso de esa bomba puede ocurrir en un momento
avanzado de las hostilidades con armas ordinarias, y contra un
adversario que pudo ser él agresor aunque careciera de la bomba
o
nd la hubiera usado antes. Asf ocurrió precisamente en la Gue­
rra Mundial, en la que
las bombas atómicas vinieron a ponerle
fin y no fueron la primera agresión.
Descartado, pues, este criterio, nos encontramos con la difi­
cultad que ha existido siempre para determinar quién ha sido
el
injusto agresor. Y aquí, como he dicho, no podemos entrar en
esta cuestión tan complicada con otros requisitos, y que quizá no
se pueda resolver con principios generales, sino por casos concre­
tos de la historia de las guerras. Piénsese, por ejemplo, en
el tra­
dicional requisito, para que una guerra
sea justa, de que el que
la hace cuente con alguna posibilidad de vencer, lo que excluye
de esa justicia todas las resistencias bélicas sin esperanza ; aunque
parezcan defensivas contra un agresor injusto, no son justas, pues
sólo pueden pretender serlo cuando la defensa es prevista como
posible, y sólo en ese caso tiene el gobernante del pueblo agre­
dido el deber moral de emprender la guerra contra el agresor.
Según un conocido dicho del viejo Catón, cuando un pueblo
se arma, esto es ya un signo de enemistad frente a su vecino. Pero,
¿es la enemistad, por sí sola, una agresión? Porque la relación
de enemistad
es recíproca, y por ello mismo la mera enemistad
no vale para discernir
la unilateralidad de la agresión, aunque sí
es el presupuesto de una potencial agresión, por parte de cual­
quiera de los dos enemigos.
Por otro lado, cuando un pueblo se
arma hoy sin consideración de un enemigo vecino ni de otro pue­
blo cualquiera en
concretd, habría que concluir que el pueblo niás
armado
es siempre el más probable futuro agresor, pero agresor
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ALVARO D'ORS
contra toda la humanidad. En este sentido, decía antes que la
reducción de
la posibilidad de agresión a los. pueblos con bomba
atómica, no
es del todo absurda, pues, aunque no lleguen a usar­
la,
su superioridad bélica general les destaca como los más pro­
bables agresores en
una futura contingencia. Con todo, no hay
que olvidar que también un pueblo militarmente inferior puede
ser realmente
el agresor respecto a otro más fuerte, aunque no
es éste el caso más frecuente. Lo que sí puede ocurrir es que un
pueblo menos armado, al ser agredido
por. su vecino, consiga la
ayuda de un aliado distante muy superior, y que éste, al vencer,
discrimine
como agresor al que no lo fue directamente contra él,
sino contra el aliado protegido por él; en estos
casos, la relación
de alianza hace que el agredido resulte superior al agresor. Todos
los imperialismos
de la hi,~a han ejerci.do esta posibilidad de
convertir a sus aliados en más fuertes que los que son sus agre­
sores.
En fin, basta haber seiíalado aquí la existencia de esta segun­
da dificultad
para la determinación de cuándo una guerra es real­
mente defensiva y justa.
La guerra como duelo.
En la Antigüedad, esta gran dificultad para entrar en la dis­
criminación de la guerra moralmente justa fue superada, en cierta
medida, por una
formalización podríamos decir judicial de lÓs
conflictos internacionales ; por la formalización judicial de la idea
antiquísima según la que, no habiendo jueces humanos que pue­
dan juzgar sobre un conflicto, la guerra es, a su modo, un juicio
divino. Con este criterio, ya los antiguos romanos habíán distin­
guido entre
fa guerra que se ajustaba, tanto en su inicio como en
su desarrollo, a las formalidades del derecho, del «ius», que era
el «bellum
iustum», posible tan sólo con adversarios extraños, y
fa guerra civil o «inimicitia», que era una guerra política y no
sujeta a formas,
en la que el vencedor venía a condenar como
criminales a sus .enemigos vencidos.
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EL PROBLEMA DE LA PAZ
La configuración de la guerra como duelo se puede ver ref01:­
zada por la misma etimología de «duellum», una forma arcaica de
«bellum», que llegó a significar
la guerra entre dos personas por
la
proximidad con «dúo»; poc lo demás, la etimología de «bellum»
es desconocida.
Y a en
la Edad Moderna, esta formalización cuasi judicial llegó
a una cierta perfección, al establecerse que
lo,¡ Estados eran los
únicos capaces de hacer la guerra, y que el vencido en ella, inde­
pendientemente de la razón moral que podía asistir a cualquiera
de los
dos beligerantes, no era nunca un criminal que hubiera de
ser juzgado
poc el vencedor, sino simplemente un vencido que
podía ser sometido al poder del vencedor:
com<:> el que pierde
un pleito civil.
Pero esta guerra en forma de duelo, en la. que intervenían
sólo los ejércitos,
y el daño para la población civil era siempre
contingente,
aocesorio y mínimo, vino a desaparecer con el nuevo
estilo
de la guerra revolucionaria practicada desde Napoleón, Toda
guerra se convirtió
entonces en guerra civil, y de ahí el efecto
criminalizante que han venido a tener las victorias bélicas,
ade­
más de ser totales y afectar por ello indiscriminadamente a un
pueblo todo él beligerante. Pero esta aparición de
la guerra total
es
la que ha provocado, como acertadamente vio Car! Schmitt,
!,. necesidad del «Estado total»; así, pues, el totalitarismo es una
consecuencia
de la revolución liberal del «pueblo en armas».
Este
giro de la guerra en los últimos tiempos ha contribuido
a desprestigiar la guerra, a la vez que a hacer olvidar las forma­
lidades del antiguo derecho de
guerra, y, con ello, a facilitar las
beligerancias irregulares de la que hemos llamado guerra «sucia»,
cuyos actores también son juzgados, desde el primer momento,
como criminales, sin ser considerados como beligerantes.
Desaparecido el miramiento
formal de la justa beligerancia,
la discriminación· de la justicia moral no. por ello ha venido a ocu­
par su función, sino que sigue habiendo guerras como simples
hechos
de fuerza política, coino confusas guerras civiles con im­
plicaciones internacionales
de hostilidad, en· las que, por el resul­
tado de la victoria, llega el vencedor a erigirse en juez del vencido.
S15
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A'L V ARO D'ORS
La represión internacional.
Cabría esperar qlllZá que la existencia de una potencia mun­
dial superidr, con la misma fuerza y eficacia de un hipotético
Super-Estado, llegase a imponer un orden universal, y a
·defen­
derlo contra los infractores; d Concilio parecía pensar en esa hi­
pótesis.
No hay que excluir esta posibilidad, pero no deja de ser pre­
visible que, en ese supuesto, la defensa dd orden impuesto ven­
dría a adoptar una forma
be1ica ; esto, por dos razones que de­
penden de las mismas proporciones del área total dominada, y de
dio ya tenemos ciena experiencia por los imperialismos coloniales
que ha registrado la Historia, aunque ninguno de ellos llegara a
ser
dd todo universal, pues la unidad del mundo -el «one world~
proclamado por los americanos de hoy-es un hecho enteramente
nuevo.
La primera raz6n es la de que, aunque se llegue a un dominio
total del orbe y
d pueblo dominante pueda contar con la ayuda
de
otros homogéneos, por su moral y desarrollo técnico, no puede
darse, sin embargo; tal comunidad con los pueblos dominados,
ni de éstos entre sí.
La unificación del poder dominante es posi­
ble, pero
la resistencia diversificada que ofrecen los dominados
es
tantd mayor pot cuanto d dominio pretende ser universal. No
es concebible entonces que esa dominación sea sin violencia. Y
et.ando el poder dominante, por falta de profundas raíces histó­
ricas, tiene dificultades insuperables para entender y comprender
lo que es distinto, como
ocutre en el actual empeño imperialista,
esa reacción violenta de los pueblos dominados
es necesariamente
mayor.
La ilusión política de que todos los ciudadanos son igua­
les resulta
todavía más artificial cuando se pretende que todos
los pueblos deben ser iguales, pues la real desigualdad de éstos
es mucho mayor que la que existe entre los conciudadanos, em­
pezando por la desigualdad económica. Sólo un orden que cuente
con la natural desigualdad entre pueblos puede resultar viable.
La segunda razón, congruente con la primera, es la de que la
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EL PROBLEMA DE LA PAZ
acción represiva de la violencia en defensa del orden universal,
al tener que ejercerse sobre grandes masas y a grandes distancias,
no puede menos de adoptar modalidades bélicas. En otras pala­
bras, si la pretensión del nuevo poder mundial y total es la de
sustituir la acción bélica por la acción policial, considerando como
criminal a todo perturbador del orden establecido,
el resultado
previsible
es que esa acción policial sea necesariamente una nueva
forma de acción bélica.
Hay una clara continuidad entre la acción de la Policía y la
del Ejército. En principio,
se destina la primera a defender el
orden interior y la segunda a defender
ese orden contra las agre­
siones exteriores. Esto es ciertd, -pero no lo es menos que, cuando
el desorden interior excede de la capacidad represiva de la Poli­
cía, debe ésta ser sustituida
por el Ejército. Necesariamente de­
bería suceder lo mismo en la represión, por un poder universal,
de desórdenes, no sólo masivos, sino
muy distantes.
Este sería el resultado de
la unidad política del mundo: sólo
cabría,
es cierto, la acción de la Polícia, pero esa Policía se habría
convertido en Ejército, y su acción, en guerra.
Llegamos así a la conclusión de que la guerra, en una moda­
lidad u otra,
es inevitable, aparte de que la guerra propiamente
defensiva
es un derecho y un deber de ley natural.
'~Bienaventurados los pacíficos".
¿Quiere esto decir que hay que renunciar a la paz? ¡En modo
alguno!
El evitar las guerras resolviendo los conflictos internacio­
nales por vías convencionales es un imperativo moral permanen­
te, y, para un cristiano, un deber moral muy apremiante, del que
nadie puede desentenderse. Hay que hacer
la paz y no la guerra.
Pero hacer
la paz no es lo mismo que pregonar el pacifismo.
En la liturgia de la Solemnidad de Todos los Santos, no hace
muchos días, leíamos el Sermón de las Bienaventuranzas, donde
se dice «Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hi­
jos de Dios». Voy a detenerme un momento en esto, no por el
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AL'VARO D'ORS
especial sentido que ahí tiene la denominaci6n «hijos de Dios»,
sino por
lo de que los «pacíficos» sean «bienaventurados». Al­
guna vetsi6n ahora en uso habla de «dichosos» en vez del tra·
dicional' «bienaventurados». Podría parecer que no hay gran di­
ferencia entre estos dos términos, pues ambos parecen referirse
a la felicidad que viene de
la buena suerte, pero hay una diferen­
cia de matiz,
¡mes la «bienaventuranza» se refiere a la suerte fu.
tura, la «ventura» de
la salvaci6n final, en tanto la «dicha», de
,idicta» · -literalmente, «lo dicho»-, se relaciona más con la
suerte preconstituida o hado,
de «fatum», que también es «lo
dicho» ;

a lo que solemds aludir cuando decimos que «estaba
es­
crito». En este sentido, el término «bienaventuranza» es mejor,
en este contexto evangélico, que «dicha», pues se refiere a la sal­
vaci6n final.
Más relevante diferencia hay entre estos dos términos y los
correspondientes del original griego y de la versi6n latina. Por­
que en griego,
«makairoi» se refiere al ser plenamente felices, y
se traduce bien por el «beati» de la Vulgata, que significa tam­
bién la felicidad por plenitud,en
primer lugar, plenitud de la gra­
cia. Esa felicidad de los «makairoi» se contrapone, en griego, a
la de los «eudaimonoi» que
es precisamente la de tener buena
suerte: aquella felicidad es del ser y esta otra
la del tener, y por
eso se dice ésta especialmente de
la felicidad que parecen dar las
riquezas. Pero los dos términos castellanos se aproximan más a
la felicidad del tener
-tener buena suerte--que a la felicidad
esencial de
la virtud personal.
Lo , que resulta menos adecuado en la traducci6n castellana
hoy en
uso de ese pasaje es la frase de «los que trabajan por la
pa,,», en vez de «pacíficos», que, lo mismo que el original griego
«eirenopoioi», alude literalmente a «hacer la
pa,,», y no a «tra­
bajar»
por ella, expresi6n ésta que podría entenderse referida a
las organizaciones de propaganda
pacifista más que a los hombres
pacíficos. El que «hace la paz» se pone en paz a
sí mismo; el que
trabaja por la paz
se esfuerza por la paz general, aunque él mismo
nd esté en paz, e incluso pueda ser un beligerante en defensa de
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EL PROBLEMA DE· LA. PAZ
cualquier orden impuesto por la violencia y cuyo efecto . no sea
la paz.
Lo que aquí nos interesa destacar es que esa virtud de los
padficos no
es incompatible con aquel derecho y deber naturales
de defender con una guerra justa al pueblo encomendado.
Por
eso el Magisterio de la Iglesia, deseando siempre una paz justa
entre los pueblos, mantiene el principio de licitud de esa guerra
también· justa.
Con esto vuelvo a
lo que fue, hace casi medio siglo, mi augurio
de que
un nuevo orden de paz justa no iba a resultar del final de
aquella Guerra Mundial, y precisamente por no hallarse en
con­
sonancia con el orden natural dado por Dios al mundo. Porque
una cosa es un armisticio que pone fin a una guerra, y otra más
importante y difícil es el establecer un orden de paz que evite
en lo posible
lás futuras guerras ; aquella paz es un acto y esta
otra
un orden de justicia estable; es decir; de una voluntad cons­
tante y perpetua de
dar a cada pueblo lo suyo: en concreto, de
«dar a cada pueblo su suelo».
"Ordo orhis".
La premisa principal de ese orden es, en efecto, la Justicia,
pues «la Paz
es la obra de la Justicia». Es la virtud de la Justicia
la que debe presidir cualquier organización para un orden de paz
universal. Sin
esa premisa del orden divino de las cosas,. todo es­
fuerzo por la paz ha de resultar vano. En este sentido, hablaba
el Papa Juan
XXIII, hace ahora treinta años, en su gran endcli­
ca «Mater et Magistra» (cap. 72), de «la absurda tentación -éstas
son sus palabras--de querer construir un orden temporal sólido
y fecundo sin Dios, único fundamento en el que puede sostenerse».
Un orden mundial agnóstico no puede ser
más pacifico que
un individuo agnóstico, que empieza
por no estar en paz con Dios
ni consigd mismo.
La pretensión de edificar un mundo pacifico
sin Dios es un nuevo desvarío como el de la Torre Babel, cuya
desgracia no fue la diversidad de lenguas que aquel episodio pro-
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ALVARO D'ORS
vocó, pues esto, después de todo, redundó en bien de la cultura
universal, sino la
del mismo intento de unirse para edificar sin
Dios. Ahora bien,
no es posible que un orden internacional cristiano
pueda resultar de
un espontáneo acuerdo universal de pueblos
qiya mayoría no es cristiana. Se impone por ello la necesidad de
empezar por un orden parcial propio de los pueblos que
acepten
las premisas cristianas, un orden que pueda servir de criterio para
las relaciones con los otros pueblos, y de posible modelo para
estos mismos. Con ello volvemos al planteamiento de un orden
por «grandes espacios» frente a
la actual pretensión de un solo
espacio universal: del «Grossraum» de
cufíd europeo frente al
«one world» americano.
Se me podrá objetar, al llegar al fin de esta lección, que me
haya quedado
por explicar cómo entiendo yo un posible orden
cristiano de la paz, porque he veoido a hablar de
la guerra más
que de
la misma paz. Este reproche no deja de tener su razón,
pero, en este momento, al plantear la
paz como un «problema»,
me pareció imprescindible aclarar ante todo que la
paz presupone
la guerra, y que, sin un orden de la guerra, difícilmente puede
aspirarse a una verdadera
paz. En otra ocasión ya traté de expli­
car que el tema fundamental para un orden universal cristiano
es el de ajustar más naturalmente la relación pueblo-suelo, en
cumplimiento de
la entrega que del sueld hizo el Creador a los
hombres; y cómo, para ello, parece ser un obstáculo el mantener
la estructura del Estado. Pero ésta sería otra lección; que no voy
a repetir aquí.
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