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Número 367-368

Serie XXXVII

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El criterio de la tradición

EL CRITERIO DE LA TRADICIÓN
POR
LUIS MARÍA SANDOVAL C-)
Antes de proseguir, es el momento oportuno de aclarar los
conceptos ligados a la palabra tradición.
Debemos abordar la
naturaleza
de la tradición y de lo tradicional, y sus relaciones y
diferencias con el tradicionalismo. Sólo de esta manera se com­
prenderá en qué sentido se puede relacionar a José Antonio con
la tradición, no siendo un tradicionalista.
Sobre tales materias es ingente el volumen escrito por los
autores tradicionalistas. Nos haría salirnos del límite adecuado a
este capítulo,
dentro del presente trabajo, aducir a cada momen­
to las citas concordes de los diferentes autores que fundamentan
nuestras afirmaciones.
Por el contrario, apenas haremos referen­
cias, salvo a
un artículo excelente y relativamente reciente de
Estanislao Cantero, que recapitula y enriquece la materia (!).
Esa misma elección nos permite mostrar, con un ejemplo
práctico, la doctrina, las ventajas y los requisitos de la actitud
tradicional: basta el lazo eón los representantes de la tradición
inmediatamente anteriores-para engarzamos con todas las gene­
raciones precedentes, cuya herencia nos es transmitida por la más
próxima, ya perfeccionada,
depurada y actualizada hasta su fecha.
En tanto que cualquier otra postura que pretenda asumir el lega-
e) Con la cortés autorización de la Editorial Actas, ofrecemos a continua­
ción,
íntegro, el tercer capítulo del reciente libro de Luis María Sandoval José
Antonio visto a derechas, ya que si el libro entero fue planteado en un principio
como un trabajo destinado a esta revista, este capítulo en particular constituye
una continuación complementaria de su anterior artículo "El espíritu tradicional",
en Verbo, núm. 301-302 (1992), págs. 81-91 (N. de la R.).
(1) ESTANISLAO CANTERO, "Francisco Elías de Tejada y la tradición española",
en Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada, año I, 1995, págs. 123-163.
Verbo, núm. 367-368 (1998), 635-658. 635
Fundaci\363n Speiro

LUIS MARÍA SANDOVAL
do de un pasado remoto u original, prescindiendo del testimonio
encarnado de las generaciones intermedias, es mucho más labo­
riosa, y
peca de aventurada, arcaizante, artificiosa o arbitraria.
La tradición y lo tradicional
Muchísimo se puede predicar de la tradición. Pero hay que
tener en cuenta, sobre todo, que la palabra tradición tiene varios
sentidos conexos, cuyo
empleo no riguroso puede inducir a con­
fusiones. Genéricamente tradición
es la transmisión entre generaciones
de usos e instituciones.
Reciben el
nombre de tradición tanto el proceso de transmi­
sión
como el contenido que se nos transmite (2).
En el primer sentido,
es una acción, una dinámica, en la que
el papel determinante lo juega la generación receptora, que
puede aceptar el legado que recibe o desdeñarlo. Los vivos, más
que los antepasados, son los protagonistas de la tradición (3).
En el segundo,
es el acervo heredado, asumido y vigente.
Tradición
es entonces un conjunto de iniciativas que han perdu­
rado más allá de su generación, y que se han consolidado por
resultar satisfactorias.
Las tradiciones son progresos que han cuajado en éxitos. Aunque
no se debe entender en el sentido de la consagración de los hechos
consumados, porque
en la tradición no se integran todos aquellos
elementos cuyo vigor
ha dejado huella de modo que influyen en el
presente, sino sólo aquellos
que merecen conservarse con apre­
cio (
4). Las tradiciones tiene siempre un carácter ejemplar: una catás­
trofe nacional
--como una invasión-- puede gravitar sobre el pre­
sente y sin embargo ser objeto del repudio unánime de la tradición.
(2) ESTANISLAO CANTERO contemplará en la tradición "entrega, proceso, efec­
to y contenido" (loe. cit., pág. 140).
(3)
.ALVARO D'ORS, "Cambio y tradición", en Verbo, núm. 231-232 (1985),
págs. 113-116.
(4)
ESTANISLAO CANTERO, loe. cit., pág. 138. Nos extenderemos sobre las impli­
caciones de esta característica más adelante.
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EL CRITERIO DE LA TRADICIÓN
Las funciones de la tradición en las sociedades guardan ana­
logía
con las de la biografía y el hábito en los individuos:
- En tanto
que pasado que gravita sobre el presente, cons­
tituyen la identidad
de las comunidades. Por eso se
puede escribir que las naciones son tradiciones.
- En
tanto reafirmación en lo que se ha demostrado satis­
factorio para las generaciones precedentes, la tradición
adquiere arraigo, como lo hacen los hábitos en el indivi­
duo por reiteración de actos.
Y
es natural que las tradiciones tiendan a arraigarse -mien­
tras no se muestren impotentes-porque su validez es apodícti­
ca,
como la de algo ya probado, en tanto que la mejor propues­
ta nueva no pasa de ser una hipótesis sin comprobar en el banco
de pruebas de la experiencia.
Con todo, no se debe hacer de la tradición, ni como proce­
so ni como acervo, un valor máximo; no se puede concebir
como una instancia suprema, ni como un depósito independi­
zado para siempre de la corriente que lo alimentó y en adelan­
te inmutable: la tradición es un instrumento al servicio del bien
común.
Hay que insistir en que la tradición es dinámica. Ella es la
condición y la consecuencia del progreso. Se caracteriza espe­
cialmente por la capacidad de asimilación.
Pero es igualmente importante insistir en que la tradición es
connatural a las sociedades.
No se trata -venía a escribir Ortega-de que la sociedad
deba ser aristocrática, sino de que lo es (5). Lo mismo pasa res­
pecto de la tradición: los hombres en sociedad son naturalmente
tradicionales. Les es connatural, casi instintivo, el legar y el here­
dar.
Por mucho que exista en algunos hombres una tendencia
rebelde que empuje a romper con lo heredado, incluso en ellos
(5) Vid. ORTEGA Y GASSET, La rebelión de las masas, patte 1, capítulo 11.
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el conjunto de lo que se conserva es sustantivamente mucho
mayor que aquello que se llega a rechazar. Y además, existe
una curiosa tendencia humana por la cual no sólo los advene­
dizos se buscan antepasados de alcurnia, sino los revoluciona­
rios,
en muy poco tiempo, tienden a escrutar la historia en
busca de precursores. La actitud tradicional, como natural que
es, retorna sin cesar; es el contenido que transmite lo que
puede cambiar.
La consecuencia más importante de que la tradición sea
consustancial a la naturaleza social es su pluralidad. No hay
una tradición única y unívoca, sino una multiplicidad de tradi­
ciones que corresponden a cada sociedad: ya sea menor o
mayor, política o sectorial, etc. No
es sólo que cada entidad de
orden territorial posea una tradición, sino que las hay por cada
ámbito de relaciones humanas: tradición jurídica y folclórica,
de instituciones y del pensamiento, etc. E incluso dentro de la
tradición
del pensamiento se puede decir que cada escuela
tiene la propia.
Cada una de estas tradiciones evoluciona de acuerdo con
la vida social que la genera, sin absoluta independencia, pero
con ritmo propio y no en rigurosa simultaneidad con las
demás.
Esto engendra una dificultad de comprensión de lo que es
una Tradición nacional, noción que no debe concebirse como
entidad simple y de una pieza, como con frecuencia ocurre. Del
mismo modo que la nación es una sociedad de sociedades, la tra­
dición nacional sería
una tradición de tradiciones, más exacta­
mente la resultante global de las tradiciones de las comunidades
políticas menores y de las concernientes a las varias actividades
humanas.
Pero como unas tradiciones se consolidan más deprisa que
otras, o se modifican a diferente velocidad, es evidente que la tra­
dición nacional mantiene constantes
muchos componentes al
mismo tiempo
que se produce una alteración de importancia en
uno. La continuidad real es mucho más voluminosa que un hilo
conductor ideal.
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EL CRITERIO DE LA TRADICIÓN
Así, por ejemplo, la Revolución prosiguió una tendencia de
centralización que ya había aparecido en el Antiguo Régimen.
Seña
un error de apreciación entender entonces que la Revo­
lución
no supuso una ruptura de la tradición nacional porque sí
rompió radicalmente otras continuidades
en planos trascendenta­
les. Pero también constituye
otro error colocar en el punto de
inflexión de la centralización la quiebra de la entera tradición
nacional.
Hay que decir que para hablar de quiebra en la
Tradición nacional, ésta
debe afectar simultáneamente a varios
planos e incluir aquellos más valiosos.
• • •
De tradicional calificamos aquello que pertenece a una tra­
dición. Ahora bien,
por mucho énfasis que se ponga en el aspecto
progresivo y dinámico de la tradición, el adjetivo tradicional sólo
puede predicarse, en rigor, de lo que proviene ya del pasado.
En
tanto que acervo, podemos reconocer como tradición
-y por-ende como tradicional-sólo aquello que hemos
recibido y asumido del pretérito, pero no podemos saber, en
cambio, qué parte de nuestro legado será aceptada y manteni­
da en el futuro: el carácter tradicional de nuestras aportaciones
sólo se conocerá a posteriori. Además, ya es presunción dar
por segura nuestra aportación, perfecciot1amiento o depura­
ción a lo recibido. Ni es imprescindible, ni se da siempre; lo
más fundamental en la tradición es la conservación y la conti­
nuidad.
Igualmente, en tanto que acción, es fácil comprender el
carácter tradicional
de la conservación piadosa de los usos here­
dados, y es difícil demostrar si lo tiene nuestra pretensión de per­
feccionar o incrementar.
Las virtudes que caracterizan al espíritu tradicional, como pie­
dad, gratitud y fidelidad están vueltas hacia el pasado. Sólo el
espíritu de emulación, o la previsión solidaria para con nuestros
sucesores, se
pueden considerar tradicionales a la vez que
referentes al presente y el futuro.
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LUIS MARÍA SANDOVAL
La causa está en la génesis de las tradiciones:
Por mucho
que lo intenten quienes aspiran a marcar un hito
en la historia (6), sin duda se podrá reconocer que están inno­
vando, pero nunca estableéiendo tradiciones.
Y es que "no se inventan,
ni se crean, tradiciones, sino solu­
ciones
que luego, si resultan bien, perduran, y así se incorporan
a la tradición" (7).
Lo único que es dable hacer deliberadamente es proponer
ideas, tomar disposiciones
y efectuar realizaciones. Algunas pue­
den tener una cierta aceptación sólo durante un tiempo y serán
modas, esto es, costumbres
que no han llegado a cuajar en tra­
diciones.
Pero, insistamos, las tradiciones como tales
no se crean: sólo
se aceptan
y se consolidan por las generaciones ulteriores.
La consecuencia es que la actitud propia y sanamente tradi­
cional (8),
aún siendo el soporte más seguro y necesario para la
vida social, es básicamente conservadora,
y no basta por sí sola
para animarla.
Un predominio absoluto
de ese espíritu tradicional conduce
a la rutina,
al anquilosamiento y a la desadaptación. Cuando el
río
de la tradición se embalsa no sólo tiende a pudrirse, también
a desbordarse a la larga, haciendo saltar diques, arrollando, inun­
dando y ahogando. Las revoluciones no tienen causas únicas,
pero las reformas a tiempo
son su· mejor prevención.
Por lo tanto, el equilibrio social
y el dinamismo de la tradi­
ción necesita el complemento
de otro principio: la actitud refor­
madora.
De intento preferimos el término 'reformador' a otros más
sugestivos como 'espíritu perfectivo' o 'innovador',
por cuanto la
(6) Pensemos en la manía de inaugurar eras y calendarios, radical en los
revolucionarios franceses, pero también presente
en el fascismo.
(7) MANUEL DE SANTA CRUZ, Apu,ntes y documentos para la historia del tradi­
cionalismo
español 1939-1966, Madrid, 1979-1991, tomo XXIII, pág. 163.
(8) Con más extensión sobre su caracterización, vid. Lrns MARíA SANDOVAL, "El
espíritu tradicional en Verbo. núm. 301-302 (1992), págs. 81-91. Trabajo del que
no he podido dejar de repetir conceptos.
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EL CRITERIO DE LA TRADICIÓN
idea de aportación o de adaptación no refleja claramente el
hecho de que rara será la innovación o la mejora que suponga
mera introducción en lo que hasta entonces fuera un vacío; la
mayoría implicarán alteración o sustitución
de usos establecidos.
Y
por consiguiente, aunque sólo sea de entrada, contrariarán el
espíritu tradicional y encontrarán cierta resistencia (9).
El ánimo reformador supone cierta inquietud para percibir
defectos
que corregir y por buscar las novedades posibles, ya
sean originales o inspiradas por experiencias ajenas. Para que sea
compatible
con la tradición, y no afán irresponsable de noveda­
des, debe actuar reposadamente, introducir los cambios de mane­
ra
puntual más que global, y no desconocer los precedentes.
La sociedad civil, y todos los cuerpos intermedios, deben imi­
tar
en esto a la Iglesia, que custodia la Tradición Apostólica, con­
serva
y venera sus distintas tradiciones y, al mismo tiempo, es
semper reformanda.
El tradicionalismo
En tanto la tradición es una realidad objetiva, el tradicionalis­
mo es un sistema de pensamiento orientado a la acción social.
La tradición es la herencia que informa a una comunidad. El
tradicionalismo, en cambio, es la postura política y cultural de
una parte de la misma.
Al ser connatural, la tradición ha existido siempre. Y el espí­
ritu tradicional está
documentado desde la más remota antigüe­
dad en todas las civilizaciones. El tradicionalismo, en cambio, es
algo reciente. Consiste en una reacción consciente y combativa,
fundamentada luego intelectualmente
con prontitud (10).
(9) Me refiero a la faceta conservadora del espíritu tradicional, tal y como lo
caractericé
en aquel trabajo. Pero el espíritu tradicional sanamente vivido está dis­
puesto, sin apresuramiento, a recoger mejoras. En la Edad Cristiana se hablaba
siempre de la conservación y amejoramiento de los fueros. Entre los tradiciona­
listas esca conciencia
es nítida.
(10)
RAFAEL GAMBRA dirá que la primera reacción contra la revolución es tam­
bién "la primera autoconciencia del Antiguo Régimen" y que el tradicionalismo
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LUIS MARIA SANDOVAL
Por eso, aunque estén relacionados, no se puede identificar
el tradicionalismo con el espíritu tradicional, el cual, de suyo, es
más
un hábito que la aplicación deliberada de una doctrina. Ni
tampoco se pueden asimilar sin más los pensadores tradicionales
a
pensadores tradicionalistas, aunque éstos sean, sin duda, los
continuadores
de aquéllos.
El tradicionalismo nace ante la gran ruptura de la tradición de
la Cristiandad que se consuma con la Revolución.
Consistió en primer lugar en la resistencia, no ya a un cam­
bio brusco, sino a efectuar una auténtica cesura en la historia, y
a destruir, invirtiendo su signo, cuanto se había acumulado en
milenio y medio de civilización cristiana, propósito deliberado,
expreso y puesto por obra de las oleadas revolucionarias que
comienzan con la Revolución llamada francesa.
Sólo más adelante
esa actitud casi refleja expuso teóricamen­
te las razones
que la asistían, plasmando -mejor que elaboran­
do-todo un sistema de pensamiento. En este punto es impor­
tante distinguir este tradicionalismo, que es justificación doctrinal
de una actitud vital impregnada de religión católica, de otros tra­
dicionalismos
puramente teóricos, con errores filosóficos y aun
nada cristianos, como el tradicionalismo filosófico llamado fran­
cés o el tradicionalismo
de izquierdas (11).
El sistema tradicionalista toma su nombre de la reivindicación
de la tradición.
La famosa apología de la tradición como auténtico progreso
se refiere a la acepción
de la tradición-proceso. Es la apología del
hasta la época de Mella había sido más sentido que comprendido por sus propios
partidarios.
Vid. RAFAEL GAMBRA, La monarquía social y representativa en el pensamiento
tradicional,
Madrid, Organización Sala Editorial, 1973, págs. 15-16 y 22.
(11)
Vid. R. GAMBRA, op. cit., págs. 16-22.
Y, especialmente insistente en la cuestión, FRANCISCO CANALS en su prólogo a
JosÉ MARÍA ALs1NA ROCA, El tradicionalismo filosófico en España, Barcelona, P.P.U.,
1985, y en los dos primeros capítulos de Cristianismo y Revolución, Madrid,
Speiro, 1986.
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EL CRITERIO DE LA TRADICIÓN
mecanismo tradicional, quebrado por la Revolución y desprecia­
do por las tendencias modernas, aquejadas del prurito de nove­
dades, del
romper con lo anterior y empezar de nuevo todo.
A
pesar del grave y duradero daño, social y pedagógico de
estas ideas disolventes, como la tradición es connatural al hom­
bre,
no es suprimible, y tiende a retornar al poco. De modo que
ha reaparecido en 'la pequeña tradición' laicista y revolucionaria,
cada día más amplia, prolongada y arraigada.
En el fondo, el
ataque y la defensa de la tradición-proceso
encubren la competencia entre dos tradiciones-contenido.
Enfrentándose la
del tradicionalismo a una realidad dominante,
'moderna',
pero que ya es heredada (12).
Respecto
de la dinámica tradicional, lo que pretende el tradi­
cionalismo es
que las instituciones valoren la actitud tradicional
y no actúen contra esa naturaleza, sino sirviéndose consciente­
mente de ella.
La defensa del legado de la milenaria tradición cristiana y el
propósito
de continuarla, que son la cuestión capital, contienen
dos aspectos:
-
La defensa a ultranza de los principios católicos como cri­
terios selectivos
de la tradición nacional.
--Y la reivindicación de las instituciones antiguas, en la
medida en que su malinterpretación ha sido pretexto
para los ataques de la revolución, y como inspiración en
el propio pasado secular de alternativas concretas a las
presentes instituciones de origen revolucionario.
Es evidente que la defensa de la Religión, de un orden social
cristiano,
y de una identidad nacional católica es el rasgo más
valioso del tradicionalismo. Pero, incluso si históricamente esa
(12) "El 'tradicionalismo' es una doctrina de disconformidad con la realidad
ambiental.
Su ambición es alterar la corriente de los hechos, no para remansada
en un recodo de quierud provisional, sino para hacerla retornar a sus verdaderos
cauces".
EDUARDO AUNós, citado por CANALS, op. cit., pág. 40.
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defensa ha marchado unida a la del sistema político tradiciona­
lista,
debe guardarse la debida distinción teórica entre uno y otro
aspecto, y admitir la posibilidad
de una acción política y unas ins­
tituciones católicas
que no guarden filiación directa con las del
Antiguo Régimen o las medievales (13).
La política estrictamente
tradicionalista en cuanto a la faceta institucional no puede recla­
mar la exclusiva de la política católica.
Por otra parte, y contra su voluntad, el tradicionalismo, en
tiempos más sentido que comprendido, se hace cada vez
mucho más intelectual y pedagógico que vital (14). Con el ries­
go cierto de que, también contra su voluntad, pudiera derivar
en ideologismo, pese a su repudio teórico de las ideologías. El
ejemplo de los partidos únicos y movimientos antipartidos,
nacidos contra el partidismo y poseedores
de un espíritu de
cuerpo y de facción más vigoroso que ningún otro, debe poner
en guardia a todos.
A su vez, la creciente redu_cción al ámbito intelectual pro­
duce una mayor rigidez, lejaria de la flexibilidad necesaria a los
que actúan en política. El rechazo y el desasimiento del presen­
te institucional llegan a ser completos,
en tanto que la búsqueda
de la perfección del modelo teórico remite a pasados cada vez
más remotos.
Pero una visión integral de las tradiciones, en sus distintos
ámbitos y planos dentro de aquellos, debiera permitir aceptar
que no se puede aspirar a restaurar íntegramente las instituciones
prerrevolucionarias
como fueron, puesto que no todas las tradi­
ciones
tienen la misma duración ni evolucionan al tiempo.
Incluso sin trauma revolucionario algunas instituciones estarían
en el presente caducadas.
(13) Aunque hipotéticamente se admita la existencia de una sociedad cató­
lica
que naciera independiente del modelo de la Cristiandad histórica, también la
propia condición piadosa de la ley de Dios -el amar a padre y madre-con­
ducirá a toda sociedad cristiana a
conectar y reivindicar en alguna medida el pasa­
do cristiano. Vid. RAFAEL GAMBRA, Tradición o mimetismo, pág. 47.
(14) Vid. Lurs MARíA SANDOVAL, "Consideraciones sobre la contrarrevolución",
en Verbo, núm. 281-282 (1990), págs. 253-256.
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BL CRITERIO DE LA TRADICIÓJ
El mejor ejemplo de la faceta de reivindicación institucional
del tradicionalismo,
pero también de los peligros de que dismi­
nuya
su flexibilidad al respecto, está perfectamente plasmado en
el Real Decreto de 23 de enero de 1936 de Don Alfonso Carlos,
último rey indiscutido para todos los carlistas,
en el que leemos:
"TERCERA: Tanto el Regente en sus cometidos como las cir­
cunstancias y aceptación
de Mi sucesor, deberán ajustarse, respe­
tándolos intangibles, a los fundamentos
de la legitimidad espa­
ñola, a saber:
[ ... ]
"V)
Los principios y espíritu y, en cuanto sea prácticamente
posible, el mismo estado
de derecho y legislativo anterior al mal
llamado derecho nuevo."
(15).
Formalmente, la tendencia que aquí se fija es a retornar inclu­
so a la letra legislativa de un pasado cada vez más remoto, sin
tomar
en consideración ninguna realidad establecida desde
entonces, salvo si se hace imposible erradicarlo. A
no ser que
"prácticamente posible" no se haya de entender como "efectiva­
mente" posible, sino como "prudentemente" posible, más
en la
línea
de un Carlos VI, vivencialmente mucho más próximo al
Antiguo Régimen y, paradójicamente,
mucho menos rígido:
"Sé muy bien que el mejor medio de evitar la repetición de
las revoluciones no es empeñarse en destruir cuánto ellas han
levantado, ni
en levantar todo lo que ellas han destruido. Justicia
sin violencias,
repar~ción sin reacciones, prudente y equitativa
transacción entre todos los intereses, aprovechar lo
mucho bueno
que nos legaron nuestros mayores sin contrarrestar el espíritu de
la época en lo que encierre de saludable. He aquí mi políti­
ca"
(16).
El sistema político tradicional, que inspiró el tradicionalismo,
podría definirse
como un realismo social católico y prudente.
(15) Vid. MANlrEL DE SANTA CRuz, Apuntes y documentos para la historia del
tradicionalismo español 1939-1966, tomo 1, Madrid, 1979, págs. 14-15.
(16) Manifiesto
del CONDE DE MONTEMOÚN a los españoles, 23-V-1845 (Vid.
MELCHOR F'ERRER, op. cit., tomo XIX, Apéndices documentales, pág. 110.
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LUIS MARÍA SANDOVAL
La catolicidad de su espíritu animador y de sus límites mora­
les es determinante.
Pero por lo demás, su actitud realista es flexible y pragmáti­
ca, generadora de múltiples soluciones concretas acumuladas a
las anteriores,
y nunca implantador de nuevas plantas generales
sistemáticas
y rígidas.
Y
es prudente por cuanto tiende a la mesura en las reformas
(parciales, inicialmente experimentales,
sin ceder nunca al apre­
suramiento). Y muy particularmente por su preferencia por aten­
der a los precedentes y encajar en ellos las novedades.
Así, el tradicionalismo político no es una ideología porque no
es un sistema concebido a partir de postulados teóricos y deduc­
ción racional para luego imponerlo a la sociedad. Por el contra­
rio, es la formulación conceptual que se obtiene de la contem­
plación
del sistema real y vivo que se fue formando con el tiem­
po en la Cristiandad.
Esa es su diferencia, su virtud y su superioridad: en particu­
lar, se puede estar cierto de que es viable porque ha existido y
funcionado efectivamente en la historia (17).
Por ello también, traicionaría el espíritu mismo del tradicio­
nalismo quien,
después de aquella reflexión introspectiva en
materia social a que forzó la Revolución, pretendiera desarrollar
de modo exclusivamente teórico ese modelo, aprehendido, en un
momento dado, del desarrollo que la sociedad cristiana histórica
había alcanzado entonces. La lógica del tradicionalismo reclama
un desarrollo de propuestas sociales mucho más abierto, empíri­
co, atendiendo a la realidad viva
y vigente del presente en cuan­
to no sea sustancialmente contraria a los principios morales cris­
tianos. Sin
tomar en la práctica como culmen insuperable de
referencia lo que no son sino características concretas del
momento arbitrario en que fue interrumpido abruptamente un
sistema vivo, que sin duda habría evolucionado.
Concluyamos afirmando que el tradicionalismo debe enten­
derse como un género que comparte actitud y principios, pero
(17) Vid. JAIME DE CARLOS GóMEZ-RODULFO, Instituciones de la Monarquía
española,
!vladrid, Ediciones Montejurra, 1960, pág. 178.
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admite distintas escuelas y diferencias en las soluciones concre­
tas que proponen, puesto que la adaptación de las mismas, pese
a inspirarse en el pasado, es imprescindible, y muy variable tras
una interrupción tan dilatada en la evolución de aquéllas.
Desvaneciendo equívocos
El uso de la palabra Tradición, en singular y con enfática
mayúscula, puede llamar a engaños.
Debemos comenzar estableciendo que cuando se emplea ese
término no deja de ser una expresión sólo admisible en cuanto
que abreviatura cómoda o licencia poética, que nunca debe
hipostasiarse.
En rigor,
no hay Tradición sino tradiciones. No sólo esta
expresión corresponde mejor con la terminología tradicional de
mores maiorum, sino que expresa más correctamente una reali­
dad a la que ya aludimos antes: la pluralidad de tradiciones, de
distinta antigüedad y duración,
que posee cada comunidad, y
cada faceta .de la misma.
Particularmente, interesa
acentuar la condición de obra hu­
mana, plural y mutable de las tradiciones para marcar las dis­
tancias
con el sedicente tradicionalismo esotérico, que acos­
tumbra remitirse a uná Tradición con mayúscula que es más
metafísica que histórica, una Tradición primordial que viene a
ser el fondo común que todos los gnósticos reivindican con dis­
tintos ropajes.
Dijimos que la tradición era susceptible de una doble acep­
ción como proceso o como contenido. Obsérvese que ya sea
acción u objeto, lo que no es en cualquier caso es un sujeto, un
sujeto colectivo abstracto. Si se interpretaran literalmente muchas
frases retóricas en ese sentido, entrañarían un error filosófico
grave.
Con cierta frecuencia se tiende a decir de algunas caracterís­
ticas sociales que son de naturaleza histórica1 o tradicional, o,
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LUIS MARÍA SANDOVAL
todavía más enfáticamente, que son obra de la Tradición, o de la
Historia.
Lo cual hace de Historia y Tradición sujetos sin personalidad
y, por tanto, inaceptables. Darle al acontecer humano un sujeto
agente impersonal es volverla a entregar a ciertas 'leyes' que lo
liguen a la infraestructura, económica, a
un telúrico espíritu
nacional o a cualquier otra cosa.
Es nuestro deber desmitificar a esa Historia y Tradición
mayestáticas y oscuras tras
su impersonal mayúsculo (18).
Cristianamente hay
que afirmar que el sujeto agente de la
historia
-y a fortiori de la tradición-es personal: Dios como
señor de la historia, y los hombres concretos como causas se­
gundas. Por mucho que la tradición sea una obra colectiva
de muchas
generaciones, siempre estará más cerca
de la verdad afirmar que
'es hecha' a decir que 'hace'.
De modo que, al hablar de una realidad histórica o tradicio­
nal, debemos
entender que es la obra de una acumulación coin­
cidente
de decisiones libres, adoptadas por quienes tenían potes­
tad para ello:
- En primer lugar,
de quienes adoptaron por primera vez,
a tenor
de las circunstancias muchas veces imperiosas,
pero libremente y según su entender y querer, la norma
o
la providencia de que nació la institución.
- Y
en segundo lugar, y a lo largo de varias generaciones,
de un doble refrendo:
• el
de las voluntades de quienes, poseyendo idéntica
potestad para cambiar la opción inicial, la han mante-
(18) Los tradicionalistas deben evitar el error de convertir en hipóstasis o
protorrealidad la Tradición. De
otro modo les correspondería la misma crítica que,
como veremos, hace GAMBRA al concepto falangista de Nación.
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EL CRITERIO DE LA TRADICIÓN
nido vigente por confluir en lo heredado tanto la com­
probación de una experiencia positiva como la inercia
social del principio conservador: cuando
no es preciso
cambiar
no se debe cambiar;
• y el del consenso pasivo de los afectados, que podrían
haberse resistido a asumirla, como en tantos casos ocu­
rre, y sin embargo lo han convertido en una segunda
naturaleza.
Lo que realmente quiere decir de una sociedad que es obra
de la historia es que no ha sido ideada y planeada, sino vivida.
Las instituciones tradicionales son humanísimas. No obedecieron
en su origen a grandiosos proyectos a largo plazo, sino a provi­
dencias prudentes ante una coyuntura concreta, cuya inclinación
primaria en un sentido determinado entre los posibles nadie ha
considerado oportuno moruficar después.
Por supuesto, también es una metáfora y un resorte retórico
la idea de que
'la Tradición no muere'. Ninguna tradición huma­
na es inmortal, sólo lo sería una Tradición entendida como hipós­
tasis o protorrealidad. Sí es permanente la actitud trarucional
arraigada en la naturaleza sociable de los hombres.
Ocurre
que los tradicionalistas libran, por encima de otras
batallas, la defensa del
orden católico y aún de la Fe. Y por ello
están familiarizados con aquel Depósito que, por privilegio
sobrenatural, tiene asegurada su perduración incólume hasta el
fin de los tiempos.
Pero
debe observarse que la Tradición Apostólica, fuente de
la Revelación con la Sagrada Escritura, rufiere grandemente de las
tradiciones humanas (que también existen
en la propia Iglesia).
Es un tradición de condición fidedigna y no perfectiva, cuya fun­
ción es transmitir intacto -ni depurado ni perfeccionado-- el
Depósito de la Fe.
En resumen: ni hay instituciones eternas ni tradiciones
imprescriptibles. Lo que goza de esa condición es la verdad natu­
ral y
él orden cristiano, que las tradiciones pueden encarnar y el
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LUIS MARÍA SANDOVAL
tradicionalismo defender, pero con los que sería abuso que se
identificara.
• • •
La tradición nacional no es patrimonio de los tradicionalistas,
como podría parecer.
Esto
es así porque una tradición no es un sistema ideológico,
cerrado y postulado de una sola vez, sino un conjunto de hechos
aportados sucesivamente y siempre abierto.
Lo propio de una tradición es su enriquecimiento y desarro­
llo paulatino
por obra de aportaciones parciales. No sólo parcia­
les respecto al acervo tradicional,
sino parciales respecto del con­
junto del pensamiento o la obra de quien proceden.
La tradición no es ideología ni escuela, sino experiencia vital.
El principio de que no es malo todo lo que hacen los malos
encuentra aquí una aplicación.
"No
todo el pensamiento de un autor tradicional tiene que ser
verdad. Esa infalibilidad,
que algunos que se profesan tradicio­
nalistas
no dudan en atribuir a ilustres pensadores de su escuela,
sobre necia, es también lo que más ha contribuido a presentar
una imagen hosca y antipática del pensamiento tradicional" 09).
En aquello en que un pensador fue tradicional no hay por
qué rechazarlo, y no debe seguírsele en la parte de su pensa­
miento que no lo fue.
De lo contrario habría que concluir que la tradición sólo exis­
tió y fue defendida
en un brevísimo período de tiempo de la his­
toria
de España a causa de las continuas exclusiones que sería
preciso hacer.
De lo contrario, además, ¿quién se salvará?
(19) FRANCISCO JOSÉ FERNÁNDEZ DE LA CIGOÑA, Jovellanos, ideología y actitudes
religiosas, politicas
y económicas, Oviedo, Instituto de Estudios Asturianos, 1983,
pág. 114.
Ni que decir tiene que esto se habrá de aplicar tanto o más a quienes esgri­
men citas de José Antonio con idéntica actitud que los protestantes citas de la
Escritura.
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EL CRITERIO DE LA TRADICIÓN
No toda la obra de un pensador tradicional tiene que ser ver­
dad, y
no hay que excluir a quienes no han coincidido en su tota­
lidad
con el pensamiento tradicional. Y al enunciar que no hay
por qué reivindicar toda su obra, debemos hacer salvedad de que
deberá excluirse lo que no es tradicional por doble motivo: por­
que no lo fue nunca, o porque ha perdido su virtualidad.
La ausencia de ciertos elementos de la tradición en un autor
puede deberse a ignorancia, o a no haber dedicado sus afanes a
todos ellos, sino sólo a algunos.
No hay que buscar en un libro
lo
que el autor no pudo ni quiso poner.
Por otra parte, el pensamiento tradicional no está definido
para siempre
en todo (20).
Con tristeza
hay que constatar que el tradicionalismo, como
movimiento político y como escuela de pensamiento, posee una
tradición propia (que, lógicamente, es custodiada y transmitida
piadosa
y conscientemente mejor que ninguna otra), la cual, si en
un primer momento constituía la continuidad natural de la tradi­
ción nacional, dos siglos después no se puede sostener ya que
represente la herencia vigente de la comunidad en que habita­
mos.
La divergencia del conjunto de los españoles con la tradi­
ción mantenida
por los tradicionalistas es evidente. Y admitir esa
dicotomía
de tradiciones es una consecuencia necesaria de pre­
dicar la naturalidad
de la tradición: una comunidad no puede
existir dos siglos sin ella.
Además, esa divergencia se ve agravada porque en el tradi­
cionalismo
ha existido un cambio de género que no siempre se
reconoce o confiesa: lo que hasta determinado momento fue
una tradición política (acción de gobierno y doctrina) se con­
vierte en una tradición de pensamiento político exclusivamente.
Las reflexiones sobre la acción --cada vez más exigentes, por
cierto-crecen en la medida en que la acción se vuelve imprac­
ticable.
(20) Todos los párrafos anteriores, están extraídos, casi a la letra, del repeti­
do artículo de EsTANISIAO CANTERO, págs. 154-16o, que era inútil parafrasear.
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LUIS MARÍA SANDOVAL
Es imprescindible concebir el tradicionalismo como un géne­
ro con escuelas en su interior y no como un pensamiento mono­
lítico.
Como hemos dicho, en el tradicionalismo se aúnan la volµn­
tad de proseguir la tradición nacional, interrumpida por la
Revolución anticristiana,
y una evolución doctrinal propia, desa­
rrollada
durante estos dos siglos de exilio interior.
Para conservar la primera pretensión hay
que tener siempre
presente
que la tradición nacional es de suyo plural dentro de un
ámbito común, so pena de no defender sino una tradición parti­
dista: si
en la Religión Católica no se admitiera otra tradición
teológica
que la tomista, habría que concluir que no había otra
ortodoxa y
que era obligatoria. Y si esto no es admisible en el terre­
no religioso, menos aún -aunque existan ciertamente límites-en
lo que se refiere a posturas políticas sobre el modo y la medida en
que inspirar en las del pasado las instituciones a reconstruir.
Los
hombres de toda actividad y estado deben estar adverti­
dos, y precaverse,
de los vicios y deformaciones que son pecu­
liares al enfoque y hábitos propios de su puesto, de sus 'defor­
maciones profesionales'.
Y es cierto
que el temperamento contrarrevolucionario propio
del tradicionalismo, hecho a luchar contracorriente y a detectar
desviaciones incipientes e influencias nocivas, está sujeto a
una
visión excesivamente militar y suspicaz, poco propicia a recono­
cer pluralismos legítimos (21).
Los que están habituados a discu­
tir cuestiones
de principios muestran tendencia a apoyar en ellos
también opciones justas y
aun preferibles, pero no obligadas.
Y
por si no bastara la razón de justicia, hay que recordar la
de conveniencia: la credibilidad del modelo de organización tra­
dicionalista,
y de su pretensión -no ideológica, quedan compro­
metidas desde el momento en que no se contemple cierta plura­
lidad
de posturas admitidas como legítimas dentro del tradicio-
(21) Vid. LUIS MARfA SANDOVAL, La catequesis política de la Iglesia, Madrid,
Speiro, 1994, pág. 260. A partir
de ese lugar argumento extensamente la necesi­
dad de políticas concretas, en plural, como propias del orden católico, y la nece­
sidad
de partidos católicos, también en plural, en las presentes circunstancias.
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EL CRITERIO DE LA TRADICIÓN
nalismo, es decir, de un tradicionalismo genérico con escuelas.
Porque ... si se muestran tan excluyente fuera del poder ¿qué no
harán en él?
• • •
Todo esto nos conduce a plantear, el fin y muerte de las tra­
diciones y a considerar para ello
un elemento fundamental de la
noción
de tradición, que hemos querido diferir hasta aquí: su
identidad moral.
No todo lo que tuvo fuerza para imponerse en su tiempo, ni
aun luego para transmitirse a la posteridad) es digno de ser con­
servado como tradición.
El pasado atraviesa un doble filtro para constituirse en tradi­
ción: primero el de su vigor y relevancia intrínsecos, pero tam­
bién ha de someterse a un ineludible juicio moral.
Se ha escrito que la tradición de las Españas ofrece la parti­
cularidad
de que los elementos integrantes de la tradición socio­
lógicamente recibida son calificados por una serie de criterios
derivados
de la cosmovisión cristiana (22).
Me parece que la frase es poco precisa en dos sentidos:
No considera el caso general.
De hecho, los paganos, los fie­
les
de otras religiones, y aún los incrédulos militantes, también
conocen esta selección de aquella tradición que continúan y en
la que se reconocen según sus propios valores morales. Es más
comprensiva la
definición de tradición como un proceso acumu­
lativo
y de depuración atendiendo a unos principios morales. La
tradición que juzga según criterios cristianos es entonces, como
en tantas otras cosas, la perfección del orden natural.
(22) "A este primer quehacer seleccionado por los hechos mismos, merced
a las energias con que se hacen aptos para transmitirse a las generaciones poste­
riores, la tradición
de las Españas ofrece una particularidad, cifrada en la con­
cepción cristiana del hombre
y de la historia, de la cual resulta una serie de cri­
terios
con los que ha de calificarse la calidad de los elementos integrantes de la
tradición sociológicamente recibida" (¿Qué es el carlismo?, Madrid, Escélicer, 1971,
pág. 94).
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LUIS MARÍA SANDOVAL
Pero además, no debemos interpretar esta propiedad de la
tradición
española de ser constitutivamente católica como pecu­
liariedad y menos exclusividad:
- Todo católico está
obligado a obrar católicamente en toda
materia y en todo momento. Por lo tanto, también en
cuanto hace a recibir, discriminar e incorporar una tradi­
ción.
La actitud 'particular' de la tradición española está
llamada a
ser universal.
- Históricamente,
otros países han sido también católicos
y
han construido de acuerdo con la Ley de Dios su tra­
dición. Me
parece exceso y confusión presuntuosa decir
que España es sustancialmente católica y no así Francia
-hija primogénita de la Iglesia, recordémoslo--si­
guiendo los pasos de García Morente (23). Ciertamente,
España se caracterizó dentro de la Cristiandad por ser
un país de frontera durante largos siglos. Pero es aven­
turado suponer que sólo ese modo de encarnar la Fe
hace a un pueblo católico, o al menos consustancial­
mente católico. Si Italia, Irlanda, Hungría o Polonia no
han sido países cristianos ¿qué han sido?, ¿cristianos
accidentales?, ¿de segunda?
Lo que sucede es que España mantuvo su temprana
adhesión a la Ley de Cristo como ordenadora de la socie­
dad y selectora de su tradición mucho después de que se
hubiera debilitado
en otros países. Su historia cristiana ha
sido, por gracia de Dios, mucho más larga.
Claro
que la definición de la tradición comO necesariamente
moral introduce
un factor que no sólo caracteriza a una tradición,
sino
que permite hablar de su muerte.
La tradición es continuidad y mudanza. Pero aún cuando
todos sus elementos se renovaran en distintos momentos la uní-
(23) Vid. MANUEL GARCIA MORENTE, Idea de la Hispanidad, Madrid, Espa. Calpe, 1961, págs. 189-190.
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EL CRITERIO DE LA TRADICIÓN
dad espiritual se la confiere la moral por la que se selecciona. Un
cambio ético para seleccionar el pasado recibido implica que el
solar y los
hombres pueden ser materialmente los mismos pero
no ya el sujeto histórico.
La tradición cristiana nace con la conversión y acaba con la
apostasía,
ambas sociales. Durante siglos las naciones de Europa
-no sólo España-se han considerado nacidas cuando abraza­
ron el bautismo, no pasando de prolegómenos, de prehistoria,
los sucesos acaecidos antes en su suelo o a su raza.
Algunas tradiciones anteriores al bautismo
de Clodoveo o San
Esteban perdurarán en Francia o Hungría. Pero el cambio de reli­
gión y moral supone en buena parte adorar lo que se quemó y
quemar lo que se adoró, sobre todo en lo que hace a historia
espiritual: institución familiar, política, arte.
E igual que la conversión inaugura una identificación moral,
la apostasía, el cambio de principios morales, conduce a despre­
ciar o rechazar lo que antes se considerara tesoro. Por eso, si una
fractura moral lograra "imponerse de modo definitivo, España,
aun conservando el mismo nombre, sería totalmente diferente de
lo que la constituyó y moralmente debiera ser" (24). Ese es un
proceso prácticamente consumado en otras partes de Europa, en
algunas muy gráficamente, pues parece difícil reconocer la 'merry
England' medieval en la circunspecta Inglaterra puritana.
De hecho, en España la quiebra en cuanto a derecho políti­
co se refiere dura ya más de veinte años, más que en ninguna
otra ocasión (25). Pero debemos recordar que, como la tradición
nacional comprende un haz de tradiciones en distintos planos,
la ruptura política o jurídica, siempre más neta,
puede todavía
--esforzándose-ser enderezada desde la persistencia de tradi­
ciones católicas
en otros planos de la vida española cuya modi­
ficación o ruptura
es mucho más lenta.
Conviene
hacer otra puntualización. El tradicionalismo hispá­
nico está habituado a compartir la idea joseantoniana de que "ser
(24) EsTANISLAO CANTERO, loe. cit., pág. 161.
(25) Vid. ESTANISLAO CANTERO, "La quiebra de la tradición jurídica española",
en El Estado de derecho en la España de hoy, Madrid, Actas, 1996, págs. 387-454.
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LUIS MARÍA SANDOVAL
español es una de las pocas cosas serias que se pueden ser en el
mundo" (26).
Históricamente
ha sido así. Es deber cristiano que toda tradi­
ción
sea católica. Pero, en cambio, el deber de amar a la Patria y
honrar la tradición procede de que es nuestra, no de lo impor­
tante
que sea. Incluso si España no hubiera de recuperar su pro­
tagonismo
de antaño, el tradicionalismo español tendria sentido.
Y si España dejara
de ser católica, de modo que el nombre
correspondiera a una realidad moral distinta, el deber de piedad
natural seguiría existiendo, sólo que induciría a frecuentes con­
flictos
con la conciencia cristiana.
Otros patriotas católicos
conocen bien ese tipo de conflictos,
como en las naciones iberoamericanas en que los próceres de la
Independencia han sido masones. Como patriotas no reniegan de
la Emancipación, y como católicos y contrarrevolucionarios no
pueden honrar a un Bolívar.
Por eso, aunque sólo fuera para evitar tan conflictiva situa­
ción, conviene tanto esforzarse
en la confesionalidad católica de
las sociedades y las tradiciones.
• • •
En la tradición española el carlismo ocupa un lugar singular,
como exponente plenísimo del tradicionalismo hispánico. Merece
por ello un par de consideraciones particulares.
El carlismo español representa un don excepcional de la
Divina Providencia,
pues no ha existido en otro país una persis­
tencia tradicionalista tan
prolongada que se mantuviera encarna­
da
en un pueblo (27) y no en mera capilla o escuela.
Humanamente,
esa persistencia se explica por la implanta­
ción mayoritaria
en determinadas regiones forales, por la función
(26) Vui. op. cit., págs. 525 (23-XIl-34), 552 (10-II-35) y 811 (17-Xl-35).
(27) Así ha sido por más de un siglo hasta bien mediado el xx. Y se trataba
de
un pueblo entero no tanto por su número sino por la composición social de
sus leales, con todas las cualidades positivas o negativas de la participación en
una empresa de todas las clases sociales.
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EL CRITERIO DE LA TRADICIÓN
catalizadora de una dinastía que no abdicó de su papel, y por­
que la reiteración de esfuerzos, aun fallidos, no sólo impide la
prescripción
en el orden externo, sino que mantiene viva y fres­
ca la
propia tradición interna.
Es importante destacar el papel jugado por la dinastía, por­
que el carlismo es un legitimismo. El legitimismo dinástico es
la nota específica del mismo
dentro del tradicionalismo genéri­
co (28). Más aún: le confiere la fuerza del entusiasmo que susci­
tan lo concreto y lo
encarnado sobre lo abstracto. Como ha
hecho notar Canals, el tradicionalismo puede ser una esencia,
pero el carlismo es un ser (29).
Zavala y Redondo, lo
expresan con mayor sencillez: "El viejo
lema, algunas veces aparentemente seco, áspero y abstracto,
se
concreta aún más, cuando lo reaniman en sus gritos, en sus vivas
de
rigor, los requetés. Los ¡Viva Cristo Rey!, ¡Viva España!, ¡Viva el
Rey!, sobre todo si en este último ponen el nombre concreto de un
rey de carne y hueso, adquieren grandeza insospechada ... " (30).
Sin dinastía legítima
podría pervivir la_ esencia tradicionalista,
pero,
aunque se mantuviera lo fundamental, no se podría hablar
ya
de carlismo.
Desde .esta reflexión se comprende el error de alguna postu­
ra extremada,
como la de Elías de Tejada, quien "por motivos
políticos y
no intelectuales, identificó de forma intransigente el
(28) "Pues el Carlismo es: "a) Una bandera dinástica: la de la legitimidad; "b)
Una continuidad histórica: la
de las Españas; "e) Y una doctrina jurídico-política:
la tradicionalista.
"Y es esas tres cosas al mismo tiempo" (¿Qué es el carlismo?,
pág.
29).
"Digamos, ante todo, que el Carlismo es un legitimismo -aunque sea mucho
más que eso--, dado que el Carlismo nace a conseruencia de una pugna dinás­
tica, externamente considerado.
Pero es que la anécdota se transformó en cate­
gorla, ¿por qué?"
"Porque el legitimismo proporcionó y proporciona al tradicionalismo español
el banderín de enganche político
.. ." (Ibidem, pág. 38).
(29) Vid. FRANCISCO CANAIS VIDAL, Política española: pasado y futuro,
Barcelona, Acervo, 1977, págs. 193-198.
(30)
Vid. LUIS REDONDO y JUAN DE ZAVALA, El Requeté, Barcelona, Editorial
AHR, 1957, pág. 49.
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LUIS MARÍA SANDOVAL
pensamiento tradicional con el carlismo. Pero no únicamente
señalando que éste derivaba de aquel, sino juzgándolo todo, no
con el juicio de la tradición, sino con el del carlismo" Su apasio­
nado carlismo militante "le hizo considerar a éste celosísimo
guardián
de una tradición pura, que sólo él encarnaba" (31).
Ahora bien, esta actitud sectaria es totalmente contraria a la
asimilación,
continua aunque por partes, de la tradición.
• • •
Este capítulo se hacía necesario, no sólo por un motivo pro­
pedéutico,
de sentar nociones, sino porque no ha de parecer que
los tradicionalistas se hayan de erigir en jueces sobre los demás
españoles sin que les quepan críticas y, sobre todo, deban tam­
bién guardarse de peligros y exageraciones.
Un tradicionalismo
consecuente con los conceptos apunta­
dos no puede ser un censor suspicaz de todo lo ajeno y nove­
doso (32), sino un movimiento animado de espíritu de incorpo­
ración
y asimilación.
De este modo, el pensamiento de José Antonio, y su obra,
que es la Falange, manifestación de espíritu reformador y no de
tradicionalismo, son mirados como una fuente de enriquecimien­
to de la tradición nacional, que no se juzgan ni depuran por su
distancia de las propuestas tradicionalistas, sino, tan sólo, por su
posible divergencia del Derecho Público Cristiano.
(31) EsTANrsu.o CANTERO, "Francisco Elías de Tejada y la tradición española",
en Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada, año 1, 1995, págs. 154 y
16o. El subrayado es mío.
(32) Actitud
que es consecuencia comprensible, y si se quiere disculpable,
de la coyuntura contrarrevolucionaria. El espiritu tradicional no está inclinado a
la novedad
de entrada, pero la existencia de un haz de movimientos deliberada­
mente anticristianos
-la Revolución-hace que en la edad moderna se sospe­
che
que cada novedad pueda ser nuevo subterfugio de introducción de ese otro
espíritu.
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