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Número 367-368

Serie XXXVII

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La cultura jurídica en el Chile de hoy. Fortaleza y debilidades

LA CULTURA JURÍDICA EN EL CHILE DE HOY
FORTALEZAS Y DEBILIDADES
POR
GONZALO IBÁÑEZ SANTA MARÍA
Uno de los ingredientes más importantes del orgullo
nacional chileno lo constituye, sin duda, la cultura jurídica del
país, plasmada durante el siglo pasado en magníficos Códigos,
el Civil a la cabeza, sobre los cuales se edifica aún toda la arma­
zón legal que da forma y orden a nuestra convivencia social.
Preclaros juristas como Mariano Egaña y Andrés Bello y notables
políticos como el Ministro Diego Portales y el Presidente Manuel
Montt, emplearon sus talentos para iniciar y dar decisivos pasos
en una tarea legislativa cuyos frutos aún perduran y de la cual
nunca estaremos suficientemente agradecidos. Pero esta heren­
cia parece agotarse; presenta síntomas de haberse debilitado en
forma considerable, sobre todo ahí donde es más grave que este
fenómeno se produzca: en el lenguaje e ideas de quienes tienen
a su cargo esa herencia y que, por ende, deberían trabajar para
su preservación y acrecentamiento. El buen criterio de la mayo­
ría de los chilenos no parece aún estar afectado en forma seria,
pero si los guardianes de la cultura o, lo que es lo mismo, quie­
nes gobiernan el país sea
desde la sede del Poder Ejecutivo, o
del
Poder Legislativo o, incluso, del Poder Judicial, han perdid-,
ese buen criterio o están en vías de perderlo, podemos hablar
entonces de que esa cultura está en crisis y de que, de no adop­
tar prontos remedios, ella puede transformarse en realmente
grave.
El cuerpo de leyes de un país -llamado también "El Dere­
cho" -tiene por misión sentar los criterios para reconocer qué es
de cada uno de los miembros de la sociedad, sea en bienes, en
Verbo, núm. 367-368 (1998), 697-714. &)7
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cargas, cargos, penas u honores. Esta tarea de la legislación es
indispensable habida cuenta tanto, por un lado, de las capacida­
des, méritos o deméritos distintos y limitados
de cada uno, como,
por otro, de la necesidad imperiosa de repartir esos objetos para
la
buena marcha de la sociedad. Y eso que es de cada uno y no
del otro originariamente se ha denominado ius o derecho en su
sentido más propio. También lo denominamos lo
justo y, por eso,
es la justicia el hábito o virtud que nos inclina constantemente a
dar a cada uno lo suyo y cuyo fruto, como recuerda el profeta
Isaías,
es la paz: opus lustitiae, pax. De ahí la colosal importan­
cia
de la ciencia cuyo objeto es saber qué es lo mío y qué es lo
tuyo
-la ciencia jurídica-, pues de su correcto estudio y, des­
pués,
de su correcta aplicación en el dictado de las leyes, depen­
de la cordial relación entre las personas que forman una socie­
dad y la misma suerte de ésta.
Hemos dicho
que el descubrimiento de lo justo es objeto de
una ciencia a la que denominamos ciencia jurídica. La pregunta
que brota de inmediato es la siguiente: ¿dónde se conoce ese
objeto? Dos grandes escuelas,
grosso modo, se disputan la res­
puesta. Por
una parte, el positivismo jurídico sostiene que esa res­
puesta sólo puede ser buscada en el dictamen de quien eje_rce
con eficacia el poder político, esto es, en la ley puesta por su
voluntad. Como el criterio
de derechura de la ley no puede
encontrarse en ninguna realidad exterior a la misma ley, ésta se
reputa de suyo justa, con la sola condición de observar los requi­
sitos formales para
su dictación. El positivismo es así la expresión
jurídica
de la sentencia de Rousseau: el soberano por el solo hecho
de serlo, es siempre lo que debe ser. En esta hipótesis, el poder
político o potestas se justifica a sí mismo y no tiene que dar a
nadie garantías de su rectitud. A esta Escuela asociamos aquellas
otras
que sostienen que la única fuente de lo justo o del derecho
es la costumbre social en la medida que postulan que ella
adquiere la fuerza
de una ley por el solo hecho de ser eficaz,
relegando a
un segundo plano, par estos efectos, el examen de
su contenido.
Para el
iusnaturalismo, en cambio, es menester buscar esta
respuesta
en la realidad de las personas, y específicamente en lo
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que ellas tienen de diferentes entre sí; en la realidad de las rela­
ciones sociales
que unen a esas personas y en la realidad de la
relación
de éstas con los objetos que les deben ser distribuidos.
Estas realidades
son objeto de conocimiento y a ellas debe ade­
cuarse la ley puesta
por el legislador humano si quiere efectiva­
mente ser justa. En esta Escuela el ejercicio
de la potestas debe,
pues, ser orientado por la auctoritas o el respectivo saber. De ahí
que Santo Tomás defina a la ley como la prescripción de la razón
ordenada al bien común y dada por quien tiene a su cargo a la
comunidad. La ley es obra de la inteligencia cuyo dictamen se
transforma después
en mandato de la voluntad de quien gobier­
na. Este mandato, por tanto, no se justifica a sí mismo y, por eso,
concluye San Isidoro, rex eris si recte facies; si non facies, non eris.
Podrá observarse que, en la hipótesis del positivismo, el
papel a que queda reducida la ciencia jurídica es bien escuálido,
porque para dictar leyes no se requiere disponer de ningún cono­
cimiento previo.
En cambio, esta ciencia adquiere toda su exten­
sión, profundidad e importancia
en el iusnaturalismo, pues éste
supone su conocimiento y cultivo como condición
para la buena
dictación de las leyes. Digamos, con todo, que estos dos nombres
-positivismo y iusnaturalismo---han sido objeto de múltiples
interpretaciones, muchas de ellas contradictorias. Así, por ejem­
plo, sucede con el iusnaturalismo llamado
racionalista que pos­
tula que las soluciones jurídicas deben derivarse, al modo geo­
inétrico, de principios enunciados con la fuerza de axiomas. Esta
Escuela es, en el fondo, positivista, porque lo justo no depende­
rá de ninguna realidad sino de la fuerza con que alguien -el
legislador-imponga esos principios, de los cuales, después,
derivará sus soluciones según, por lo demás, supeculiar modo de
entender la geometría.
Origen de la crisis: ¿cuál Escuela?
Sin perjuicio de lo que señalábamos al principio subrayando
la deuda que las sucesivas generaciones de chilenos tenemos res­
pecto
de quienes forjaron las bases de nuestro sistema jurídico,
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no podemos dejar de señalar que fueron ellos mismos, especial­
mente Andrés Bello, quienes, en su momento, no optaron ade­
cuadamente por alguna de las Escuelas mencionadas. En síntesis,
la cultura jurídica
que se incubó en aquéllos días, y que llega
hasta los nuestros,
pretende ser ecléctica y no pronunciarse entre
ellas. De aquí deriva un equívoco que, habiendo podido ocultar­
se durante largo tiempo, ha aflorado de manera dramática y que,
por los ~ismo, exige ahora ser enfrentado y resuelto sin am­
bages. Este equívoco está
presente en el mismo Código Civil y
enfrenta
su artículo 1.2 con el resto del articulado, esto es con los
otros 2524 artículos
y, también, con el contenido de la restante
legislación. Como se sabe, ese artículo
l.º define la ley como la
declaración de la voluntad soberana que, manifestada en la
forma prescrita por
la Constitución, manda, prohíbe o permite.
Como podrá apreciarse, esta definición opta derechamente por la
fórmula positivista,
pues no radica el origen de la ley en ningún
conocimiento especial sino sólo
en la manifestación de una
determinada voluntad a la que se califica de soberana: ella es la
única fuente eficaz del derecho. Como única condición
de vali­
dez exige que la ley sea dictada conforme a lo prescrito por la
Constitución; requisito, por ende, puramente formal.
Paralelamente, sin embargo,
hemos vivido profesando una
rendida, sincera y justificada admiración por las soluciones jurí­
dicas estatuidas
en los artículos siguientes al primero. Es su cali­
dad intrínseca la que nos admira y sabemos que don Andrés
Bello
no recurrió, para formularlos, a ninguna expresión arbitra­
ria de voluntad, sino que sustentó los dictámenes de ésta en acu­
ciosos estudios.
Es indudable que para él la validez de una norma
no depende sólo, al menos, de su congruencia con la Constitu­
ción, sino fundamentalmente de su adecuación a la realidad
conocida
por la inteligencia. Siguieildo con esta línea, el postula­
do de la voluntad soberana nos ha parecido aceptable a los chi­
lenos
que hemos venido después en la medida que esa voluntad
sea la de una persona tan ilustrada como fue en el pasado la de
don Andrés Bello. Como no hemos tenido otro que lo reempla­
ce a la misma altura, desde que él dejó de existir nuestra legisla-
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ción comienza a experimentar una lenta y paulatina decadencia,
a pesar de haber sido siempre o casi siempre promulgada en con­
formidad a la Constitución. En resumen, la definición
de ley que
da Andrés Bello es congruente con el postulado rousseauniano;
pero todo el trabajo legislativo
de tan insigne jurista responde de
manera admirable a la concepción de ley enunciada por Santo
Tomás. Y nosotros, los chilenos,
hemos vivido mucho tiempo
creyendo que era posible mantener los dos extremos de la con­
tradicción.
El advenimiento de un régimen marxista por la vía
legal fue la piedra de toque que hizo imposible mantener más esa
ficción de concordancia. A pesar de todo, esa contradicción no
quedó resuelta de manera explícita ni en la legislación ni en la
doctrina jurídica posteriores.
Es de aquí de donde ha brotado
ahora, en muchas personas dotadas de poder político o, incluso,
de alguna autoridad académica, el afán de volver atrás. Así, nue­
vos nubarrones provenientes de un viejo origen se acumulan en
el horizonte de nuestro futuro.
Primera manifestación de la crisis:
los derechos humanos
Como ningún otro en el mundo -o muy pocos, al menos­
nuestro país durante los años del gobierno de las Fuerzas Arma­
das fue objeto
de especial vigilancia en esta materia por parte del
sinnúmero de organismos internacionales cuyo objetivo precisa­
mente consiste en la defensa y promoción de estos derechos en
el mundo. Y objeto, también, de múltiples acusaciones por vio­
larlos sistemáticamente, lo que, en fin, nos significó durante
aquellos años
ser blanco de furibundas sanciones morales, eco­
nómicas, políticas, etc. Chile fue, durante
años, uno de los parias
más absolutos
en materia de derechos humanos.
No soy juez para abocarme al conocimiento de causas pen­
dientes ante nuestros Tribunales, pero es muy probable que en
el combate para neutralizar la amenaza marxista y terrorista que
se cernió durante años sobre nuestra patria -ya derrocado el
gobierno que trató de instaurar entre nosotros un régimen de ese
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tipo-, se hayan cometido excesos por parte de las fuerzas des­
tinadas al efecto. Como también con ocasión de las acciones des­
tinadas a derrocarlo en 1973. Así, injustamente se debe haber qui­
tado
la vida, afectado la integridad física o la libertad de movi­
miento y expresión a un número importante de compatriotas. No
es ocasión ésta para justificar al régimen de las Fuerzas Armadas
que, durante diecisiete años gobernó a Chile, ni menos, por
supuesto, esas posibles injusticias; pero, tampoco puede dejar de
decirse que esas fuerzas se vieron obligadas a actuar in extremis,
llamadas por una inmensa masa ciudadana y por representantes
de importantes sectores políticos del país, para salvar a éste de
un desastre que se veía como inminente. La responsabilidad de
haber obligado a que decenas de miles de hombres fuertemente
armados para el combate salieran a
la calle a conjurar ese peli­
gro recae en quienes provocaron la emergencia y no en quienes
la neutralizaron a costa de grandes esfuerzos. Y lo mismo puede
decirse, en principio, de los efectos no deseados, pero sí previsi­
bles,
de esa intervención.
Más
me interesa destacar en esta ocasión la situación de per­
plejidad en que cae alguien si quiere defender esos derechos
humanos cuando los ve atacados o concluidos. Digo esto, por­
que precisamente la intervención de nuestras Fuerzas Annadas
apuntó a defender derechos básicos de los chilenos extremada­
mente amenazados por un régimen comunista. Vida, integridad
física, propiedad, libertad de expresión, de educación, de traba­
jo, patria potestad, etc., se vieron efectivamente conculcados en
ese período y, sobre todo, amenazados por una violación masi­
va, similar a la
que sufrieron en tanto otro régimen comunista.
Está meridianamente claro
que de esos peligros nos salvó la inter­
vención de las Fuerzas Armadas y curiosamente, por esa inter­
vención, más
que por los eventuales excesos que a propósito de
ella se cometieron, ellas son condenadas por instancias "oficiales"
defensoras de los derechos humanos en el mundo. Lo cual llama
la atención tanto más cuanto que las decenas
de millones de
muertes que causó en el mundo la aplicación de las recetas mar­
xistas han pasado desapercibidas a los ojos de esos organismos,
como también pasa desapercibida ayer y ahora
la constante eli-
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minación de millones de inocentes personas por la vía del abor­
to, o el derecho
de los jóvenes a ser bien educados, derecho que
se viola cuando se reconoce efectos jurídicos a otras uniones,
parecidas a la conyugal,
que uno o ambos progenitores realizan
con terceros o terceras.
¿Qué son,
en esta hipótesis, los derechos humanos? Cuando
fueron inventados, especialmente en la famosa Declaración de
Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, ellos aparecie­
ron como atributos inalienables de toda persona humana, como
libertades absolutas y como exigencias de bie~estar a cuya con­
creción, realización y
promoción debía orientarse toda la acción
de la sociedad y de los gobiernos políticos. A la persona huma­
na individual correspondía, en ese contexto, entenderse desliga­
da de toda relación a un fin trascendente a ella misma, para pasar
a considerarse, ella y lo que ella considera como su bien, como
el único fin al cual había de tender toda acción política.
Los redactores de la mentada Declaración no ignoraban que
los derechos así concebidos iban a chocar los
de unos con los de
otros, por lo que se imponía someterlos a alguna restricción;
pero,
en cuanto absolutos esa restricción no podía sino provenir
del mismo ejercicio de esos derechos. De ahí que en su articula­
do esa Declaración sostuviera que los derechos que ella procla­
maba no podían ser limitados sino en vista del pleno goce por
todas las personas de todos sus derechos y que, esas limitaciones
debían ser impuestas por la ley. La ley, por su parte, para que las
limitaciones se entendieran provenir de la misma libertad de
todos, debía ser expresión de la "voluntad general", término rous­
seauniano que Andrés Bello tradujo como "voluntad soberana".
Pero, obviamente, la realidad fue muy distinta. De lo que se trató
entonces fue
de obtener el poder político y la fuerza física con­
siguiente para imponer la propia voluntad como la voluntad
general. Ese fue el éxito de Robespierre y de sus secuaces y, por
eso, no debe extrañarnos que quienes, con una mano tembloro­
sa por la emoción firmaban la Declaración de 1789, fueran los
mismos que con la otra, implacablemente y sin ningún temblor,
hicieran funcionar la guillotina decapitando a miles de sus com­
patriotas. Y fueran los mismos que desencadenaran el primer
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genocidio de la historia contemporánea, el genocidio franco-fran­
cés que. hizo correr como un torrente, en la región de La Vendée,
la sangre de centenares de miles de humildes campesinos y de
sus familias por el solo pecado de oponerse a la voluntad gene­
ral. Como hubiera dicho Rousseau,
se les forzó a ser libres.
No se me oculta que de la doctrina de los derechos humanos
se ha presentado
una versión compatible con la acepción de
derecho a que hacíamos mención en el inicio de este trabajo y
con las exigencias de una sana ciencia y acción políticas. Ha sido,
sobre todo,
la labor del Magisterio Pontificio, animado como
siempre de la infinita, inagotable misericordia de Dios para con
los hombres. Pero los equívocos no están resueltos y no tengo
dudas de que,
en mi Patria, lo que se esconde detrás de seduc­
toras palabras es la versión original de estos derechos. Con toda
ingenuidad, muchos creen
que se trata de derechos efectivamen­
te
de todos y, por lo tanto, también de derechos míos. Y que basta
con mirarse al espejo, decir "yo soy persona" y presentar a la
sociedad,
es decir, a los demás, la declaración de los derechos no
"del" hombre, sino de este hombre concreto que soy.yo. El des­
pertar
de este sueño en la historia ha sido terrible: nunca ha fal­
tado
un derecho de otro y otros para oponerse a uno propio y
viceversa. Y ha sido en virtud de esa contradicción, resuelta a
golpes
de voluntad general, voluntad soberana o voluntad popu­
lar, que millones de hombres se han visto forzados, en nombre
de su propia libertad, a aceptar situaciones de extrema inhuma­
nidad
como la misma muerte. Ese es el momento para darse
cuenta de que así
como la paz es la obra de la justicia y del dere­
cho en la modesta acepción que de ella dábamos al principio, la
obra
de los derechos humanos entendidos en su sentido original
ha sido la destrucción, el genocidio, el régimen totalitario con su
secuela de muertes, ruina y desolación.
Esclarecer el equívoco que se esconde detrás de los llamados
derechos humanos
y restaurar al término derecho en su signifi­
cación original constituye el gran desafío que enfrentamos quie­
nes hacemos del cultivo de la ciencia jurídica nuestra ordinaria
ocupación
y de quienes tenemos alguna responsabilidad guber­
nativa en la marcha de nuestra nación.
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LA CULTURA JUR]DJCA EN EL CHILE DE HOY
Segunda manifestación: el orden jurídico de la familia
y de los regímenes de filiación
Según tengo entendido, Chile es el único país en el mundo
que
no dispone aún de una ley de divorcio vincular. Por tal moti­
vo, es motivo de burla e irrisión por parte de muchos y de lásti­
ma
por parte de otros, asimismo numerosos. Varios chilenos y
chilenas avergonzados
por este insólito retraso, de esta "inmo­
dernidad" se disculpan enrojeciendo: el problema no es tan grave
--dicen muy serios-, porque tenemos un divorcio "a la chilena",
esto es, nulidades fraudulentas de contratos matrimoniales váli­
dos, declaradas así
por Tribunales de Justicia condescendientes
que -en el fondo--no queriendo conocer de estas causas,
piden que se las lleven "todo resuelto".
Quienes emojecen afirman
que tal procedimiento es intole­
rable
y, para remediarlo, en vez de pedir la debida probidad a los
Tribunales, proclaman a los cuatro vientos
que la única solución
es una ley de divorcio que disuelva definitivamente el vínculo: así
se terminaría
con la hipocresía de este fraude que compromete
no sólo a los cónyuges, sino que a abogados, jueces, testigos y
funcionarios judiciales. El engaño que se esconde detrás de esta
aparente solución es burdo: ley cuya aplicación disuelva real­
mente un vínculo matrimonial válidamente contraído no existe en
ninguna parte. Una cosa es que diga que lo va a disolver y otra
muy distinta es
que lo disuelva efectivamente. Un compromiso
matrimonial, es decir, aquel que se contrae libremente por un
varón y una mujer, carentes de todo impedimento para prestar su
consentimiento, y cuyo objeto es la plena vida en común, la
ayuda mutua y la procreación, no puede sino ser indisoluble y,
por ende, para toda la vida. Si ese compromiso se contrae en ese
espíritu, no lo disuelve, por supuesto, la sentencia de un juez
aunque esté amparada por todas las leyes positivas. Y, si no se
contrae en ese espíritu es, desde luego, nulo. Por otra parte, aten­
dida la especial estructura psicológica del ser humano -varón y
mujer-cualquier acuerdo que implique un uso sexual de los
cuerpos y que no sea matrimonio no es lícito, porque destruye
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en todo o parte la plenitud de las personas implicadas, sobre
todo desde el punto
de vista psicológico. En definitiva, esas leyes
mal llamadas
de divorcio ni disuelven el vínculo matrimonial ni
tampoco liberan a los cónyuges de sus obligaciones mutuas. Sólo
provocan falsos efectos jurídicos de futuras uniones y, por esta
vía, amparan la comisión de injusticias entre los primitivos cón­
yuges y, sobre todo, respecto de la prole que hayan tenido
juntos.
Como decía recién, Chile se ha visto hasta ahora libre de la
plaga
que provocan tales leyes y de lo cual podemos sentirnos
orgullosos legítimamente,
porque nos ha costado duras batallas.
No podemos, con todo, desarmar, pues el peligro dista mucho
de
haber sido conjurado en definitiva. Incluso legisladores que se
confiesan católicos han promovido y votado favorablemente
estas leyes, alegando que más allá de la fe que profesan, ellos
deben mirar por el bien de todos, católicos y no católicos. Lo
cual, por supuesto, no sólo muestra una grave ignorancia acerca
de qué es el bien de las personas, de sus hijos y familias, sino,
más grave aún, de qué es la religión católica.
Menos suerte parece que tendrá el régimen de filiación esta­
blecido
por el Código Civil y que deriva, fundamentalmente, del
sistema sucesorio que él establece. Como se sabe, en concor­
dancia con lo que ha sido la tradición de los Códigos Civiles, el
nuestro regula la sucesión por causa de muerte hasta en sus últi­
mos detalles, estableciendo el régimen
de asignaciones forzosas
a determinadas personas, en primer lugar de las cuales, los hijos.
Para estos efectos, la ley clasifica a los hijos
en legítimos e ilegí­
timos. Los primeros son los habidos entre los cónyuges al inte­
rior del matrimonio o por ambos antes del matrimonio y que, por
el hecho de contraerlo, la ley reconoce entonces como legítimos.
Los segundos, son los habidos fuera de todo matrimonio y que
se clasifican, a su vez, en naturales si han sido reconocidos por
uno o por ambos padres o simplemente ilegítimos o carentes de
reconocimiento.
Para los efectos sucesorios, la ley llama, en pri­
mer lugar a los hijos legítimos como herederos forzosos y sólo
después, a falta de éstos, pueden entrar a heredar los naturales.
Los simplemente ilegítimos no son considerados nunca como
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herederos forzosos, sin perjuicio de que el causante pueda dejar­
les legados en su testamento con cargo a la denominada "cuarta
de libre disposición".
La ley no establece por capricho estas distinciones ni menos
movida
por un ánimo de mortificar a los hijos habidos fuera del
matrimonio. Es cierto, además, que la ley debe velar porque éstos
sean educados y formados de la mejor manera posible y dispon­
gan de los recursos mínimos para sostenerse hasta
que puedan
valerse por sí mismos. Pero eso no autoriza, en un sistema de
sucesión reglada, a equipararlos a los hijos legítimos. Esto es lo
que pretende, sin embargo, un proyecto de ley cuyos trámites
finales están
en estos días en curso y que, lo más probable, es
que termine
por aprobarse. Quienes elaboraron este proyecto y
lo sostienen ahora -a la cabeza de los cuales está el Presidente
de la República-, afirman que esas distinciones son "odiosas",
"irritantes"
y "arbitrarias". Párece, entonces, que en esta época
de los "derechos humanos" quienes son sus profetas han adver­
tido lo que durante dos mil quinientos años -sino más-los
más eminentes juristas
de la cultura occidental nunca habían
advertido.
La razón, con todo, está de parte de la historia y de esos juris­
tas. Los sistemas de sucesión están establecidos por la ley apun­
tando fundamentalmente no tanto a favorecer a determinadas
personas en detrimento de otras, sino a asegurar que los bienes
cuyo dominio queda vacante al fallecer su propietario, pasen a
buenas manos, esto es, a aquéllas
que los hagan producir de
manera óptima en beneficio de todos. Algunas personas requie­
ren tal vez de algún apoyo material, como viudas, menores,
ancianos
y, respecto de ellas, la sucesión las tiene por objeto
principal. Pero, en lo sustantivo, el objeto de un sistema heredi­
tario lo constituye la buena administración de los bienes. Por eso,
también podemos afirmar que en un sistema de sucesión libre,
donde la voluntad del causante es determinante, la ley le traspa­
sa a él el deber de asignar con prudencia sus bienes. De ningu­
na manera puede sostenerse que, por el hecho de que la ley no
contempla, en este caso, asignaciones forzosas, él puede hacer
cualquier cosa con sus bienes, aunque, en definitiva, no pueda
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revocarse un testamento imprudente. En este sentido, la expe­
riencia de los países anglosajones --donde, por lo general, la
sucesión
es libre-no es de ninguna manera mala. Los propieta­
rios
se han demostrado cuidadosos con el destino de sus bienes
y lo han asegurado a tiempo, sea por la vía del testamento o por
transferencia estando aun vivos.
Si, de veras, queremos terminar con la distinción entre los
tipos
de hijos bastaría, puesi con desregular el sistema sucesorio,
dando a la voluntad del causante pleno vigor de ley. Pero, en un
sistema regulado, en el cual la ley asume la responsabilidad de
asignar los bienes, parece indudable la prudencia de preferir a los
hijos
habidos dentro del matrimonio, porque, como la experien­
cia lo muestra, éstos, por regla general, son asociados por sus
padres a la administración de los bienes mucho antes de que
aquél se vea en trance de fallecer. Al revés, es habitual que, al
fallecer el causante, haga
ya tiempo que los bienes son adminis­
trados
por los hijos legítimos. De aparecer, en ese momento, hijos
habidos fuera del matrimonio que
puedan alegar derechos sobre
los bienes, ciertamente reinatia la anarquía y, a futuro, serían
muy pocos los hijos legítimos que se interesarían en administrar
los bienes de sus padres --<:on los sacrificios que ello importa­
si no disponen de la seguridad plena sobre su dominio.
Este objetivo es congruente y complementario,
por supuesto,
con la unidad de las familias y con los objetivos de éstas y ayuda
a consolidarlas
como las células básicas de la sociedad y el lugar
óptimo para la formación de las nuevas generaciones. La igual­
dad entre los hijos habidos al interior del matrimonio con los
habidos fuera, además de afectar la administración de los bienes,
introduce
una cuña al interior de las familias que, en definitiva,
puede terminar por destruirlas tal como las leyes de divorcio.
Tercera manifestación: los impuestos
La necesidad que enfrentan las sociedades políticas en orden
a disponer de gobiernos que orienten la actividad de las distintas
partes y aseguren la debida consecución del bien común es
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demasiado obvia para insistir sobre ella. Como asimismo es obvio
que el costo de este servicio debe ser asumido por todos los
miembros
de la sociedad: para estos efectos están establecidos
los impuestos cuyo pago constituye un deber en justicia hasta el
punto de que evadirlos es una neta inmoralidad. Sin embargo, en
el mundo moderno no todo lo que se llama impuesto lo es efec­
tivamente.
Digo esto porque hace tiempo que el impuesto ha dejado de
ser considerado por los gobiernos sólo como un medio para sol­
ventar los gastos que les son propios. Más aun, da la impresión,
recorriendo lo
que son las políticas fiscales y tributarias contem­
poráneas,
que ese es un objetivo secundario y que el que más
importa ahora es el de hacer servir a los impuestos como un
medio de redistribución de riqueza y, así, de lograr que unos
paguen por otros la prestación de determinados servicios. Es
decir, el
impuesto se utiliza como medio de transferencia de
riqueza, aunque no siempre para beneficio de quienes aparecen
como oficialmente sus destinatarios. Dicho de otra manera, los
impuestos
se han convertido muchas veces en un instrumento
destinado a expropiar sin que el Gobierno se vea obligado a
pagar la indemnización previa
que exige, por ejemplo, nuestra
Constitución en el artículo 19, número 24.
La distorsión de la finalidad propia de los impuestos en el
sentido indicado constituye, desde luego, una clara injusticia,
porque quien recibe un determinado bien o servicio debe pagar
por éste su valor; de lo contrario, se produce un enriquecimien­
to sin causa y una alteración artificial de la relación entre las dife­
rentes personas al interior del cuerpo social. Esta distorsión trata
de ser explicada, sin embargo, como un medio necesario para
corregir los errores en la distribución del ingreso y para asegurar,
así,
que los sectores más desposeídos reciban la prestación de
servicios indispensables que, de otra manera, les estarían fuera
del alcance de su bolsillo. La falacia de este argumento está ya a
la vista. Precisamente los servicios cuya prestación corresponde
naturalmente a particulares, pero que un Gobierno se reserva
para proporcionarlos él mismo, como Educación y Salud en nues­
tra Patria, están en las condiciones más deplorables. Por el con-
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tracio, aquéllos cuya prestación era monopolizada por el Go­
bierno, y
que lograron independizarse, se proporcionan hoy en
condiciones de razonable efectividad (electricidad, comunicacio­
nes, ... ).
El uso distorsionado de los impuestos produce entonces una
gravísima esterilización de recursos que de otra manera contri­
buirían a la riqueza nacional y
de los habitantes del país y enri­
quece
en forma indebida a las burocracias estatales encargadas
de administrarlos. Más grave aún, esos :recursos se recogen del
cuerpo social con el pretexto de ayudar a los más pobres cuan­
do la verdad es que ellos sirven para mantener a éstos bajo un
régimen de indigna dependencia del gobierno de tumo. Es una
manera demagógica para mantener la pobreza y así disponer de
pobres en estado de servilidad, utilizables para cualquier aven­
tura
de amos irresponsables.
En
todo caso, me interesa destacar, a modo de conclusión de
esta parte, cómo la justicia, que manda pagar por lo que se reci­
be su exacto valor, y la eficiencia en la administración de recur­
sos
no sólo no son incompatibles, sino que se exigen mutua­
mente.
Lo que aparece como un frío egoísmo: que los recursos
se mantengan
en el cuerpo social y sea el mercado -es decir, el
juego libre
de las distintas ofertas y demandas-el que dispon­
ga su más prudente asignación, incluso en materia de remunera­
ciones, es
de lejos lo más conveniente para crear riqueza y supe­
rar la pobreza.
Al valor señalado por ese mercado en cada oca­
sión,
por lo demás, se deben realizar los intercambios para que
éstos sean justos, esto es, para
que las prestaciones mutuas sean
de similar valor o equivalentes.
Cuarta manHestación: la pena de muerte
Nuestra legislación contempla esta pena para delitos de
extrema gravedad y establece una serie de mecanismos para evi­
tar
el error judicial. Sin embargo, cada vez que los Tribunales de
Justicia la han sentenciado como la sanción más justa, los dos
últimos Presidentes
de la República -con el beneplácito de la
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LA CULTURA JURÍDICA EN EL CHILE DE HOY
Concertación de Partidos gobernantes-han hecho uso de la
potestad de indulto
que les confiere la Constitución para rebajar
aquella pena al grado inmediatamente inferior.
Para estos efectos, los Presidentes
en cuestión no han tenido
en vista algunos aspectos de la realidad del delito, de sus cir­
cunstancias o de los delincuentes
----<:¡ue la ley eventualmente no
permite a los Tribunales tomar en cuenta-y que, por razones
de equidad natural, al ser considerados, aconsejarían rebajar la
pena. La razón esgrimida ha sido de principios. No han aplicado
la pena de muerte ni la aplicarán tampoco, porque, según ellos,
no corresponde a los hombres juzgar hasta ese punto a sus seme­
jantes o, porque el error sería insubsanable. Este tipo de argu­
mentación es inaceptable y
no sólo porque constituye una forma
inconstitucional de derogar una ley. En lo principal, porque es
expresión de un romanticismo cuyo precio, para las sociedades
que lo han experimentado, ha sido sumamente alto. Establecer la
pena de muerte y, más aún, aplicarla, nunca es un juego ni algo
que se pueda hacer sin experimentar mucho dolor. Pero el orde­
namiento jurídico de un país no puede, si quiere ser prudente,
autolimitarse en este punto; por lo menos no en forma perma­
nente. Es delito toda acción u omisión que voluntariamente
apunte a causar un daño al cuerpo social, sea en su totalidad, sea
en una de sus partes. Así, dependiendo de la gr-avedad del bien
jurídico
que se trata de proteger, han de determinarse las penas.
Pues bien, aquellos delitos
que de hecho apuntan a destruir del
todo
al cuerpo social -aunque aparentemente afecten sólo a una
parte de ese
cuerpo-y que demuestren en quienes los han
cometido un desprecio también total hacia la comunidad, no me
parece puedan ser castigados en justicia con una pena distinta a
la de muerte.
Para hacemos una adecuada idea
de este polémico tema
hemos de tener en cuenta, en primer lugar, que toda muerte es
siempre
una pena, aun aquélla que se produce por el sólo hecho
de la avanzada edad de una persona. En segundo lugar, que con
la pena de muerte no se inflige al condenado un mal absoluto,
en el sentido de que, de lo contrario, viviría eternamente. Todos
estamos
condenados a morirt tarde o temprano. Y lo estamos
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GONZALO IBÁÑEZ SANTA MARÍA
porque Dios nuestro Creador así lo ha querido. Él, ciertamente,
es el Señor de la Vida y de la Muerte, pero quien gobierna no
puede nunca olvidar que la potestad en virtud de la cual gobier­
na viene siempre del mismo Dios y
que dispone de ella para el
objetivo en vistas del cual Dios gobierna toda la creación. Parte
fundamental de la creación es la sociedad civil: por eso, cuando
alguien con sus actos demuestra un desprecio total a esa socie­
dad, no puede, en justicia, dejar de aplicar esa pena. Si dejara de
aplicarla faltaría a la justicia, a los deberes de legítima defensa de
la sociedad puesta a su cuidado y a la saludable intimidación que
deber provocar una justicia penal bien aplicada. Abre la puerta,
además, a
la venganza privada de quienes han sido sus víctimas
o de sus familiares, exasperados por la falta de aplicación de la
justicia.
Quinta manifestación: ley de amnistía
En 1978, el gobierno de entonces dictó una ley de amnistía
para los delitos acaecidos entre el
11 de septiembre de 1973 y la
fecha
de esa ley. En su virtud, fueron liberados varios cientos de
personas acusadas o condenadas durante ese período y que,
mayoritariamente, militaban contra el gobierno de entonces. Pos­
teriormente a 1990, cuando las Fuerzas Armadas dejaron el
poder, los gobiernos civiles
que las sucedieron han buscado tor­
cer,
por todos los medios, el sentido natural y obvio de esa ley,
para tratar de someter a proceso y condenar al mayor número
posible de uniformados por hechos sucedidos en aquel período.
No han querido entrar a proponer
una ley derogatoria o, al
menos, interpretativa de la de amnistía, pues no cuentan para ello
con los votos necesarios en el Parlamento de la República. Han
presionado, en cambio, a los Tribunales con el pretexto de que,
a pesar del efecto propio de una ley de amnistía, cual es el de
extinguir las responsabilidades penales, a ellos les corresponde­
ría estudiar los casos, resolverlos, encontrar a los eventuales cul­
pables
y, sólo al fin, declararlos libres de pena. Es decir, se con­
funde
la amnistía, que hace ocioso investigar, porque precisa-
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LA CULTURA JURÍDICA EN EL CHILE DE HOY
mente los hechos que habitualmente constituirían delito, dejan de
sedo en el período determinado por ella, con la figura de un
indulto preasegurado por ley. Lo cierto es que la intención ocul­
ta es la
de hacer declarar culpables a los militares y después con­
denarlos efectivamente.
Las leyes de anmistía son, por cierto, muy excepcionales y se
dictan
en la seguridad de que buscar lo justo en lo sucedido
durante
un determinado período es extraordinariamente difícil,
cuando no imposible y de que, a veces, una justicia imperfecta
puede ser más provechosa para el cuerpo social que la búsque­
da
de la justicia perfecta. Constituyen, pues, la aplicación del
viejo aforismo romano: summum ius summa iniuria. La presión
del gobierno y de los partidos que le son afines ha sido intensa
y, muchas veces, los Tribunales civiles se han inclinado ante ella
y se han embarcado en investigaciones sin destino, por lo que se
ha mantenido en el país un clima artificial de enfrentamiento y
una situación de incertidumbre que amenaza la construcción de
un futuro
en paz entre los chilenos.
Conclusión
En las páginas que anteceden he tratado de esbozar un diag­
nóstico breve pero explicativo
de la situación de la cultura jurí­
dica chilena.
Mi conclusión es neta: el buen criterio jurídico de
chilenas y chilenos se mantiene en una medida apreciable. Lo
que causa problemas, y aun amenaza arruinar esa cultura, es la
acción de algunas clases pseudo ilustradas, de grupos "proféti­
cos" que, como antaño, nos ofrecen fórmulas salvíficas para traer
a Chile la paz y la felicidad perpetuas. Es grave este hecho tanto
más cuanto
que esos grupos disponen de la parte más importan­
te del
poder político y están fuertemente apoyados, cuando no
financiados, desde centros internacionales siempre atentos, por
lo demás, a aprovechar la primera oportunidad de aplicar a Chile
el castigo pendiente
por haber osado aplastar el virus revolucio­
nario, en ese momento encarnado en el marxismo, sin rúngún
permiso de tales centros.
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GONZALO JBÁÑEZ SANTA MARÍA
La fiebre revolucionaria se asemeja a la hidra de la leyenda:
le cortamos una cabeza y al instante le brotan otras siete. Hoy,
como hace veinticinco años, no estamos enfrentados a concep­
ciones simplemente erradas, sino a toda una estrategia destinada
a revertir precisamente lo
que ha sido la historia de este último
período. Durante décadas, el combate tuvo lugar en el campo de
la econonúa; hoy lo tiene en el de la cultura en general y, muy
especialmente, en el campo jurídico. En ese combate nos enfren­
tamos,
por cierto, con otros chilenos que, con mucho ardor,
defienden ideas contrarias. Me niego, sin embargo, a considerar­
los
-a todos, por lo menos-como nuestros enemigos. Sin
duda, a ambos lados de esta pugna hay gente de buena fe que
no puede quedar defraudada.
Este es,
por tanto, el desafío y la tarea que tenemos por
delante: saber exponer con tal claridad y, sobre todo, con tal con­
vicción y con una vida vivida en esa convicción, los argumentos
que muestran dónde está la verdad de modo que todos los que
son de la verdad militen bajo las mismas banderas. Es en este
momento cuando advertimos quién es realmente nuestro enemi­
go: el Padre de la Mentira, homicida desde el origen que, apro­
vechándose
de las debilidades humanas, engaña, enreda, con­
vulsiona, antagoniza hasta provocar una lucha sin cuartel entre
quienes deberían estar del mismo lado. Contra ese enemigo,
dotado de fuerzas y capacidades muy superiores a las nuestras,
es contra quien hemos
de combatir y contra él podremos tener
éxito sólo si lo hacemos incorporados a Cristo, como lo atestigua
una historia ya dos veces milenaria. Somos actores, pues, de un
episodio más de ese constante enfrentamiento entre las dos ciu­
dades de que nos hablaba San Agustín.
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