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Número 369-370

Serie XXXVII

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La Iglesia Católica y los separatismos españoles

LA IGLESIA CATÓLICA Y LOS SEPARATISMOS
ESPAÑOLES
POR
LUIS MARIA SANDOVAL
Una de las grandes cuestiones que afectan a los españoles es
la de los nacionalismos separatistas,
que ponen en peligro la
misma continuidad nacional
de España.
Y
una de las voces que podría y hasta debiera pronunciarse
claramente sobre esta materia, formando el criterio
de los espa­
ñoles, es la de la Iglesia Católica.
Y ello
por el peso que le confieren tanto su arraigo histórico
como nuestro nivel de práctica religiosa, todavía superior al de
otros países de Europa.
Por otra parte, 1ambién
es algo que se ha de esperar de una
Iglesia encarnada e inculturada de antiguo en esta co1nunidad his­
tórica española: que intervenga para bien de todos en evitación
de crisis. Si España no es todavía indiferente a la Religión Cató­
lica, tampoco
puede serlo la Iglesia a la suerte colectiva de la
comunidad
en que arraiga, sobre todo cuando España ha actua­
do colectivamente tantas veces al servicio de la Fe Católica. Para
nuestra Iglesia, además de
un deber cristiano genérico existen
deberes de piedad humana y
de gratitud.
Y
no se debe olvidar, además, la necesidad de contrarrestar la
convicción popular
-indiscriminada como todas--de que el auge
nacionalista se ha visto favorecido por importantes sectores ecle­
siásticos, ya sea la contribución a
la presión lingüística en Cataluña,
ya sea la cuidada "neutralidad" entre unos y otros feligreses a la
hora de los funerales
por las víctimas de la ETA. En este fin de
milenio de las peticiones de perdón,
puede ser oportuna en mate­
ria de nacionalismos separatistas la aclaración o la enmienda.
Verbo, núm. 369-370 (1998), 883-891.
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Por lo tanto, se impone una predicación de la doctrina moral
católica aplicable a la 1nateria, realmente "profética", y sin ningún
tipo de prudencias de la carne. Iglesia somos todos, fieles laicos
y pastores consagrados, y todos hemos de aplicar primero y
difundir después tales principios, pero sin duda la voz autori­
zada de la Iglesia
es la de los obispos.
Evidentemente, tal predicación
ha de consistir en primer
lugar
en predicar la subordinación de los sentimientos e intere­
ses nacionalistas a la moral. Si la razón de Estado no está exi­
mida de los Mandamientos, tampoco lo está la "razón de nacio­
nalidad".
Es cierto que los nacionalismos centrífugos y separatistas no
contradicen directamente un inexistente mandamiento divino
acerca de las identidades nacionales y sus fronteras, como tam­
poco obedecen a él. Pero de ningún modo se puede pretender
que los nacionalismos separatistas que existen son un asunto
absoluta1nente indiferente, ni
en sus principios ni en sus aplica­
ciones
y consecuencias.
La Iglesia Católica, colectiva y oficialmente, no sólo haria
bien, sino
que cumpliría con su deber de siempre, predicando
en la esfera política ciertos principios de su moral, como los
siguientes:
l. Ante todo, que la condena de la violencia es accidental a
la cuestión.
No se debate el terrorismo. Igual que un juicio cristiano del
socialismo no queda satisfecho por la condena ·del terrorismo de
motivación marxista, tampoco basta para salir del paso respecto
de los separatismos
condenar los métodos violentos. Se trata de
enjuiciar y encauzar la misma inspiración nacionalista. A la pos­
tre, si su causa fuera justa, podtia haber casos de licito recurso a
la fuerza en defensa de la libertad colectiva. Y viceversa.
No hace
al caso ni es cierto que toda violencia sea igual­
mente mala.
2. Principio genérico básico,
y por ello el más necesitado de
recordarse, es la correcta escala de valores sociales.
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lA IGLESIA CATÓUCA Y LOS SEPARATISMOS ESPAfiOLES
Lo que hace valiosa la cultura de una comunidad son sus vir­
tudes colectivas
(en la medida en que virtudes y vicios pueden
serlo). Del mismo modo en que determinados rasgos físicos, bien
puros o bien diferenciados, no hacen superior a una comunidad,
y
su "valor" no es intrínseco, sino que todo lo más reside en su
rareza} tampoco las diferencias de léxico o gramática entrañan
valor
1noral-ninguno.
Emplear una lengua propia distinta no implica automática­
mente valor cultural. Existe
una clara gradación de motivos líci­
tos
para el empleo y el fomento de las lenguas españolas priva­
tivas.
Van desde el procurarse un idioma para acceder a las obras
que en él se han plasmado; el cultivar la lengua materna por pie­
dad filial; al simple proteger de la desaparición una rareza lin­
güística. En cambio,
son motivos inaceptables la autoadoración en
circulo vicioso (mi "nación" lo es porque habla una lengua pro­
pia, cuyo valor
es ... el de hablarse en mi tierra) y, sobre todo, la
exclusión del prójimo: hacer del lenguaje barrera
en vez de natu­
ral instrwnento de con1unicación.
La lengua, en sí, no es un valor. Lo son las virtudes que se
expresan y brillan especialmente con giros propios en uno y otro
idioma.
3. Cierta depuración de las virtudes, universalmente reco­
nocida
en la ascesis personal, es también de aplicación a las
comunidades. Predicar sin más
el amor resulta tan vago en la vida social
como
en la individual. La generosidad del corazón se pone en
práctica evitando el resentimiento, la revancha, la soberbia y la
envidia (defectos todos ellos
que se detectan en las actitudes
nacionalistas) y practicando las virtudes opuestas.
Del mismo
modo en que las personas deben amarse a sí
mismas al tiempo
que evitan la soberbia, es de imperiosa necesi­
dad combatir la tentación del orgullo colectivo, que acecha so
capa de amor patrio. Por lo general el énfasis en los hechos dife­
renciales raramente se queda en calificar los rasgos propios de
distintos: éstos
son además superiores; de modo que un Rh y una
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lengua sin parentesco "probañan" la superioridad de una raza
pura y natural1nente 1noral.
Una de las caractetisticas negativas del nacionalismo es este
deslizamiento desde el amor patriótico (que es natural y cálido,
y
que puede convivir con el de los demás, e incluso dentro de
uno mismo con otros patriotismos 1nás amplios en una jerarquía
de caridades) hasta una soberbia colectiva, despectiva y exclu­
yente.
Se da la particularidad de que vanidoso sin fundamento no
resulta tan hiriente para el prójimo como el que presume de
superioridades
que en verdad le adornan. Sin la caridad cristiana
que evita mortificar a nadie con la 111odestia, el soberbio se extra­
ña de que, puesto que dice verdad al proclamarse superior, no
concite sitnpatías. La jactancia expresa es inaceptable tanto si
posee funda1nento co1no si no.
Y la Iglesia es la encargada de predicar humildad y modestia
también a las colectividades, sobre todo cuando están tentadas
por el nacionalismo.
4. Otro defecto moral
que se consiente -y aun justifica con
indulgencia-en los nacionalismos, cuando debe ser combatido
como lo es en los individuos y en otras facetas sociales, es el del
resentimiento que conduce a tendencias vengativas.
Sacar a relucir continuamente agravios pasados (a veces
remotos de siglos, y a
menudo muy discutibles en cuanto a su
interpretación o en los hechos n1isn1os) no es sino alimentar ren­
cores colectivos.
La Iglesia no deja de predicar la moderación siempre, inclu­
so recién tenninado un conflicto bélico. Y combate toda reacción
que sobrepase lo justo, lo prudente y lo benigno.
A nadie se le escapa la injusticia de la represalia como móvil.
Así aquella "justicia de clase" del comunismo de pretender llegar
o rebasar con su opresión de clase la injusticia padecida por los
proletarios a manos de los capitalistas.
¿Por qué, sin embargo,
se habría de admitir sin reparo que los
separatistas españoles, en 1nateria lingüística entre otras, argu­
tnenten sin rebozo de manera análoga, amparando
en pasadas
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injusticias --ciertas o presuntas-muy reales conductas presen­
tes que no pueden justificarse en sí mismas, sino apelando implí­
citamente a una revancha co1npensatoria?
¿No debe la Iglesia en esta materia corregir abiertamente la
tentación
de las injusticias pendulares y predicar el justo medio
sin admitir exculpaciones a cuenta del pasado?
5. Ligada a la soberbia, complacencia de uno mismo, está la
envidia,
que no desea el bien ajeno y se duele de él.
En
el caso de España impera ya la envidia entre las autono­
mías a cuenta
de las competencias respectivas. Pero pretender
alcanzar el nivel
de otros no es desear los bienes ajenos.
En cambio, públicamente
se han expresado deseos de que
ciertas cotnpetencias de pritnera clase nunca sean conferidas a
una "segunda clase" que debe subsistir. La igualdad de compe­
tencias
no lesiona el propio interés o libertad, sino el orgullo.
Con la arbitraria y ridícula negación a Castilla o Aragón del títu­
lo de "históricas" no se busca la justicia propia sino la inferiori­
dad ajena.
Además, en nuestra época de fácil co1nunicación resulta natu­
ral la tendencia a recoger lo mejor de las situaciones ajenas, y por
ello a producirse la equiparación en el nivel superior.
La envidia, junto con el orgullo, el resentimiento y la revan­
cha
son vicios combatidos expresamente por la moral evangéli­
ca. Y si son colectivos, tanto o n1ás que si fueran individuales.
Falta la preocupación y la pastoral eclesiástica de los mismos.
6. Del pasaje revelado
de la confusión de lenguas en la
Torre de Babel extraemos los cristianos dos lecciones:
que la
barrera del lenguaje
no pertenece al plan original de Dios, y que
sí corresponde al actual estado de naturaleza caída.
Por ello, la Iglesia
debe enseñar a todos a sobrellevar esta
mortificación cuyos efectos
no desaparecerán del todo en este
mundo.
Donde hay diversidad de lenguas, y sobre todo en los terri­
torios bilingües, no hay nür1na que pueda evitar o subsanar las
molestias recíprocas, y es ¡Jreciso predicar a todos -unos y
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otros-la mayor paciencia y co1nprensión porque, antes o des­
pués, de la existencia de lenguas oficiales (sean nacionales o
autonómicas) resultarán agravios para las sensibilidades suscepti­
bilizadas. Incluso el bilingüismo más puntilloso
no puede con­
ducir sino a rotulaciones redundantes o a discutir
por la prelación
(cuál
por defecto, cuál en letra grande, cuál arriba, cuál a la
izquierda) entre ambas lenguas.
La actitud más opuesta a la comprensión cristiana de las limi­
taciones de este mundo postbabélico es
la de los intolerantes
monolingües, ya sean los castellanoparlantes
que consideran per­
fectamente innecesarias las otras lenguas, como los que preten­
den "vivir en catalán" (o en euskera, y mañana en gallego, lo cual
significa
en realidad vivir sin castellano), procurando impedir por
leyes o 4'acción directa" que sus ojos topen con un sólo rótulo o
publicidad
en otra lengua, ni_ sus oídos con una interpretación en
parlamento ajeno.
Reconochniento que la confusión de lenguas es una 1nortifi­
cación misteriosa, el cristiano no puede participar de la preten­
sión de negar esa realidad, sino enseñar a sobrellevar sus conse­
cuencias con paciencia, comprensión y generosidad.
7. Ante el pecado original colectivo de la humanidad, que
es el de Babel, la Iglesia está encargada de reparar también sus
consecuencias, fomentando la unidad del género
humano (1).
Sobrenaturalmente, la Iglesia es sacramento, señal e instru­
mento de la íntima unidad con Dios, y de la unidad de todo el
género humano. Y en lo natural, el Nuevo Catecismo enseña a
concebir en clave fan1iliar el resto de las relaciones sociales y
políticas (2).
Por eso, del mismo
modo que no se pueden reclamar dere­
chos
de parentescos lejanos cuando se rechazan los lazos más
inmediatos
por los que se establece el vínculo familiar, tampoco
se puede admitir serian1ente la vocación europeísta y solidaria de
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(1) Vul. Lumen gentium, § 1 y Gaudium et spes, S 42.
(2) Vui. CEC ! 2212.
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aquellos nacionalismos que rehúsan adherirse íntimamente a las
unidades más próximas para remitirse a las universales.
Mal amará a su prójimo al que no ve quien no ama al proji­
mo con quien vive. Si no se acepta la unidad familiar con el resto
de los pueblos españoles
no resulta creíble la presunta vocación
de integración
europea o mundial. Porque toda convivencia fami­
liar entraña sin duda limitaciones respecto
de la vida individual e
independiente, aunque sea enriquecedora. Y, desde luego, la
relación entre los españoles no es puro vínculo legal, sino tam­
bién una relación entrañable, que se remonta a docenas de gene­
raciones.
La vocación de fomentar la unidad del género humano, y su
concepción del mis1no en clave fantiliar, impone a los católicos
interesarse activa1nente porque
no se produzcan regresiones con
la ruptura de unidades como la española, máxime cuando ésta se
fundó sobre la común Fe Católica. Los propósitos separatistas mal
pueden gozar de las simpatías de la Iglesia por cuanto son asi­
milables,
en lo político, a la actitud divorcista.
Si la Iglesia tiene que predicar siempre con energía la equi­
dad entre los cónyuges pero rechazando tajantemente el divor­
cio, evitando la separación y contetnplando cotno tnejor solu­
ción, siempre, la ·reconciliación
G), por la dicha extensión o ana­
logía debe interesarse por la justa autonomía de las regiones y los
derechos de la cultura de cada
uno (es decir, de las lenguas pro­
pias
de ciertas regiones como de los castellanoparlantes en ellas),
pero refrenar también las veleidades separatistas,
no tanto las
políticas como las anímicas
que las preceden.
8. La Iglesia predica una caridad general, una disposición a
compartir
en ambos sentidos, que es contradicha frontalmente
por actitudes del género "nosaltres sois".
Cuando Vázquez de Mella define la unidad nacional como
asociación de una región a otras de n1anera que "les comunica
algo de su vida y se hace partícipe dela suya", expone una con­
cepción netan1ente cristiana de participación de bienes, de 1nodo
(3) Vid. eEe s 1649, ere ss 1151-1155.
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que un sano regionalismo implica la obligación de respetar las
peculiaridades de los demás, as! como el
hecho a disfrutar del
patrimonio de las otras regiones (4).
·
Júzguese cuán opuesta es la pretensión de autosuficiencia
nacionalista, que no cree necesitar de las otras regiones españo­
las ni reconoce ser enriquecido de ellas, y además no está dis­
puesto a alegrarse ni aceptar
que las. glorias locales (figuras,
monumentos) sean tenidas también como propias
-por españo­
las-en las demás regiones.
El nacionalismo del "nosaltres sois" es una postura típica­
mente egoísta: ni 1ne interesa nada tuyo ni cotnparto contigo
nada
tnio. Una actitud necesitada de conversión cristiana que está
interpelando a toda la Iglesia.
9. Finalmente, el manido principio del leal reconocimien­
to del poder constituido aboga también por que la Iglesia
Católica
sostenga lealmente la unidad de España frente a los
separatistnos.
La su1nisión y reconocin1iento del poder constituido no es
sino un principio subordinado y de orden público, nunca preva­
lente contra el orden moral cuando el
poder establecido lo vul­
nera frontalmente.
Resultaría paradójico, por tanto, que se reconociera y aplica­
ra con 1nás énfasis ese reconocin1iento del poder constituido res­
pecto de cuestiones de contenido (as! la Constitución vigente,
pese a reclamarse legititnada para legalizar divorcios, abortos o
eutanasias) que
en aquellas cuestiones arbitrarias (co1no las fron­
teras de los poderes constituidos) donde, precisamente por su
opinabilidad infinita, la
paz social reclama más imperiosamente
un coto a su perpetua discusión.
La pretensión separatista pol!tica rechaza frontalmente la
sumisión
al poder constituido. No ya a su mandatario ni a su
forma, sino
su jurisdicción.
(4) Vid: VÁZQUEZ DE MELLA, Obras completas, tomo V, pág. 211 (Discurso par­
lamentario del 18-IV-1907) y GABRIEL ALFÉREZ CALLl;JÓN, La participación política al
alcance de todos, Speiro, Madrid, 1980, pág. 294.
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Por ello, los obispos y sacerdotes que se amparen en el reco­
nocimiento y la adhesión
al poder constituido para abstenerse de
denunciar los falsos principios de soberanía absoluta
de esta
Constitución deberían,
con más justo motivo, predicar la sincera
sumisión y adhesión a la comunidad definida
por el poder espa­
ñol constituido, cuya
unidad y límites no presentan desde el
punto de vista moral las objeciones que suscitan el contenido ele
sus instituciones. El que acepta lo más, acepta lo menos.
La reverencia del poder constituido ele facto es de mucha más
aplicación a las cuestiones históricas, arbitrarias y convencionales
que identifican a los pueblos, que a los contenidos de las insti­
tuciones políticas.
Pienso que todas estas reflexiones se desprenden, o están en
consonancia, con la doctrina cristiana. Sin estas orientaciones, las
almas corren peligro de defonnación moral en masa, de la que
se derivarían males sociales que pueden alcanzar cotas gravlsi­
mas (un católico piensa con San Agustín que no hay crimen
humano que no pueda él ntis1no cometer, no que la Península
Ibérica es inmune a las tentaciones de la Península Balcánica).
Convendría, a mi parecer, que la Iglesia Española., por sus
obispos -que tantos documentos dedican a cuestiones de la vida
civil-, aireara estos principios católicos sobre cuestión tan
importante de la vida nacional.
Y hasta ahora, sólo el silencio de una predicación, que pre­
cisaría ser explícita
y reiterada, atruena.
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