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Número 389-390

Serie XXXIX

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El martirio

EL MARTIRIO
POR
ALFREDO SÁENZ, S. J.
Podría parecer que el tema del martirio no interese en nues­
tro tiempo, sino que es algo
que atañe a épocas anteriores de la
historia. Pero no es asl. Quizás el siglo xx haya sido el siglo que
conoció mayor número de mártires, en Méjico, en España, en
Rusia ... Por lo demás, la disposición al martirio constituye un ele­
mento integrante de la existencia cristiana.
La palabra "martirio" es una palabra de origen griego, que
significa "testimonio". Consiguientemente el "mártir" es el "testi­
go". Cuando Cristo envió a sus apóstoles a la evangelización el
mundo les
dijo: "Seréis mis testigos (mártires) en Jerusalén, en
toda Judea, en Samaria y hasta el extremo de la tierra" (Act 1.7).
Es decir que Cristo mandó a la Iglesia al martirio.
El martirio se da en el punto de confluencia de un gran amor
y de
un gran odio: el amor de Dios (encarnado en el mártir) y el
odio del mundo (encarnado
en el verdugo). Por eso nunca el
martirio alcanzó una plenitud tan grande como cuando Jesús
murió
en la cruz. Cristo es el Mártir por excelencia y su Martirio
es paradigmático:
por una parte, la causa de su muerte fue su
excesivo amor para con nosotros -amándonos, nos amó hasta
el colmo (cf. Jn 13, 1)-, y por otra, sobre Él recayó el odio satá­
nico de todos los siglos.
La cruz es el lugar genético de la Iglesia. Ella nace del cora­
zón mártir
de Cristo atravesado por la lanza del soldado. De ese
corazón abierto, brotó agua y sangre, que representan los dos
sacramentos principales, el Bautismo y la Eucaristía, sacramentos
con los cuales se construye y se consolida la Iglesia. Nace, pues,
Verbo, núm. 389-390 (2000), 759-760. 759
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ALFREDO SÁENZ, S. J.
la Iglesia, como fruto de un martirio, nace ella misma mártir,
empapada
en la sangre de su Esposo divino. Cristo Mártir y la
Iglesia Mártir -Esposo y Esposa desposados en bodas de san­
gr-están en el origen de todo martirio cristiano.
Decíamos que el martirio
es un elemento constitutivo de la
existencia del cristianismo. Y, por ende, debe estar al alcance de
todos. ¿Cómo nos será posible incluir el martirio
en nuestra vida
cristiana?
Ante todo a través de la palabra. Es lo que los antiguos lla­
maban "confesar la
fe". No se trata, por cierto, de estar hablando
siempre de Dios y del mensaje cristiano. Pero a veces se hace
imprescindible hacerlo. No es
fácil, sobre todo en esta época,
donde Dios se ve marginado cada vez más, dar el testimonio de
los libros, cuando la sonrisa burlona o el desdén irónico se dibu­
jan
en el rostro de los que nos rodean. A veces resulta realmen­
te heroico.
Un segundo nivel de martirio es el de las obras. El testimo­
nio del ejemplo es muy importante, a veces más arrebatador que
el de la palabra. Un testimonio mudo pero preñado de elocuen­
cia. Obrar
en coherencia con lo que creemos es también muy
dificil
en nuestro tiempo. Siempre Jo· fue, pero hoy más que
nunca, cuando la corrupción invade todas las esferas de la socie­
dad y hasta la gente se gloria de obrar en conformidad con Jo
que San Pabld llamó "el espíritu del mundo" (cf. 1 Cor 2, 12).
Queda un tercer nivel de martirio, y es el de la sangre. Gene­
ralmente cuando se habla
de martirio se entiende tan sólo este
tipo de martirio,
el sacrificio cruento de la propia vida. Dicha
clase de martirio es el acto principal de la virtud de la fortaleza,
así como
la expresión más ardiente de la caridad, según aquello
que dijo
el Señor: "Nadie ama más que el que da la vida por sus
amigos" (Jn 15,13).
Quizás
no nos sea concedida la gracia del martirio cruento,
como a tantos
de nuestros hermanos en el siglo xx. Pero al
menos estarán siempre a nuestro alcance las dos primeras formas
de martirio: el
de la palabra y el de las obras.
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