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Número 403-404

Serie XLI

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¿El alma de qué Europa?

¿EL ALMA DE QUÉ EUROPA?
POR
ESTANISLAO CANTERO(')
Indagar sobre el alma de Europa es reflexionar sobre lo que
constituye su esencia, sobre lo más fundamental, sobre lo que la
vivifica y
pennite caracterizarla de forma esencialmente diferen­
ciadora
de otras realidades con las que pueda compararse, en
cua!E¡uier aspecto que se las contemple.
El solo planteamiento de la cuestión revela que por Europa
se entiende no tan sólo, ni preferentemente, una región geográ­
fica, "península
de Asia", sino una realidad cultural (en su más
amplio sentido). ¿Pero
ha habido una sola Europa? ¿Acaso la his­
toria no muestra una sucesión de Europas? ¿Es Europa una reali­
dad unívoca o conviven diversas realidades con el niismo nom­
bre de Europa? ¿Al menos, a un sentido antiguo, ya histórico, no
se ha supeipuesto una realidad diferente? ¿Y a esta nueva reali­
dad le conviene el nombre de Europa en el mismo sentido que
a la anterior?
El aglutinante que la formó -y posibilitó el periodo de Euro­
pa más largo y fecundo-, de donde arrancan nuestras raíces más
vitales
-por muy deterioradas que estén en la actualidad-, lo
constituyó la religión católica, hasta el
punto de que en esa
extensa época, Europa equivale a cristianismo y, con toda pro­
piedad,
se la denomina Cristiandad.
(*) Comunicación al 40 Congreso del lnsti.fut Jnternatfonal d'Études Euro­
péennes "Antonio Rosmin1': celebrado eri Bolzano los días 11, 12 y 13 de octubre
de 2001, sobre el tema L'anima "europea" dell'Europa.
Verbo, núm. 403-404 (2002), 225-230. 225
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Tal realidad sufrió diversas fracturas, hasta el punto de que
como Cristiandad, desapareció. Pero la naciente Europa de la
modernidad, para imponerse a aquella Cristiandad, tuvo que ven­
cer resistencias y oposiciones, más o menos fuertes y prolonga­
das según los lugares, pues se resistió a desaparecer, y encontró
en la empresa de España su continuación y su trasplante al
Nuevo Mundo. Resistencia que, una vez desaparecida la Cristian­
dad, continuó
en el interior de algunas naciones durante largo
tiempo, al enfrentarse concepciones vitales opuestas en cuanto a
los respectivos principios morales, filosóficos, jurídicos y políticos
que las animaban.
Aquella Europa, sujeta, naturalmente, a modificaciones de
todo género, fue
una entidad histórica, fruto, sobre todo, de una
composición entre filosofía griega, derecho romano, y especial­
mente, religión católica. Era, pues,
un agregado ordenado, for­
mado
por la suma de elementos compatibles entre si, vivificados
por la religión cristiana; pese a todos sus enfrentamientos inter­
nos, fue un compuesto armónico.
Desde la reforma protestante hasta nuestros días se han suce­
dido diversas fracturas respecto a aquella común civilización.
Desde entonce~, en los diversos ámbitos en que nos fije1nos, reli­
gioso, filosófico, moral, político, jurídico o económic·o, aquél
espiritu común europeo no ha cesado de decaer y de. perder ele­
mentos constitutivos.
El laicismo y la secularización, el relativis­
mo y el pluralismo ideológico y moral, la democracia moderna
sin limitación alguna, han desposeido aquella alma europea de
casi todo, de forma que es, ya, casi irreconocible. Por tanto,
como entidad cultural, la Europa de hoy significa algo muy dife­
rente
de aquélla.
Hay,
pues, diversos sentidos culturales de Europa; y cabe pre­
guntarse
si aquella alma de la vieja Europa ha desaparecido y ha
sido substituida por otra, correspondiente a la actual Europa. Ésta
busca sus raíces, según buena parte de los actuales constructores
de
la Unión Europea, en el iluminismo, la Revolución francesa, el
liberalismo y
la democracia moderna. Aunque, eso si, en ocasiones,
con total falta de lógica y de
rigor, se apele a una cierta legitima­
ción ancestral, como
si no se hubiera producido fractura alguna.
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Su espíritu, si aún es correcta esta expresión, confor1ne a su
legislación, se caracteriza por la libertad negativa, por el pluralis­
mo del todo vale ~o, lo que es lo mismo, que no hay nada valio­
so---,
por la máxima de que todo es opinable y, por tanto, que
nada queda fuera del
poder de decisión. Pero tales presupuestos
desembocan
en el nihilismo, y éste, verdaderamente, no es fun­
damento de nada
y, por tanto, no puede existir un espíritu o un
alma sobre tan precaria base, por sí misma estéril y destructora.
Sin embargo,
no se puede decir que Europa, y por ende su
alma, arranque de la modernidad.
Si se prescinde de la filosofia
griega, que hizo posible la sabiduña sustentada
en la capacidad
de un conocimiento objetivo, de la concepción jurídica romana,
que hizo posible la justicia asentada en el descubrimiento de la
naturaleza de las cosas, y del cristianismo, que fundamentó la
auténtica libertad, estableció la genuina hermandad entre los
hombres y el correcto concepto de persona, se rechaza lo
que
fue más constitutivo de Europa y lo que, todavía hoy, constituye,
aun entre brumas y ruinas, lo más precioso de la actual Europa.
Es erróneo estimar que el espíritu de Europa está constituido
por una sucesiva adición de elementos, integrada, sin distinción
alguna,
por todo lo ocurrido o producido a lo largo de su histo­
ria hasta nuestros días. La historia es una sucesión de aconteci­
mientos, de los cuales no se puede prescindir y han de ser teni­
dos en cuenta, tanto para comprender nue.stro pasado como
nuestro presente. Pero eso no significa que todo lo ocurrido deba
ser asumido como positivo, como valioso, como bueno. La his­
toria de Europa, desde la modernidad, ha significado una conti­
nua batalla contra aquel espiritu original que la constituyó y desa­
rrolló durante siglos. Desde· el protestantismo, el idealismo, la
Ilustración, la Revolución francesa o
el positivismo, todos esos
acontecimientos han supuesto una sustracción a aquel espíritu.
La historia no supone un progreso lineal ascendente hacia formas
. de vida siempre mejores, pues en ta caso habña que admitir,
también, que el marxismo, el nazismo o -el comunismo, significa­
ron un progreso para Europa y, por adición, forman parte de su
espíritu y
no pueden ser rechazados. Se necesita un criterio valo­
rativo,
juñdico y moral, para· distinguir lo valioso de lo pernicio-
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so, criterio que no puede ser otro que aquél que lo fue durante
siglos: el derecho natural y la moral cristiana.
El espíritu actual europeo está tan en declive que ni siquiera
parece
que se pueda decir en la actualidad, con claridad y sin
tapujos, sin que produzca escándalo, que
la civilización europea
-gracias a lo que aún conserva de restos cristianos-es supe­
rior a las demás.
Lo común a la historia europea surgió por adición, mientras
que la nueva Europa en construcción surge por sustracción de lo
que anteriormente tuvo
en común. Lo más común a la historia de
Europa no puede ser, pues, lo nuevo, que contiene muchos
menores elementos comunes, sino aquello que verdaderamente
la forjó y poseyó el mayor número de caracteres compartidos.
Si queremos encontrar el alma europea de Europa, habrá que
acudir a su proceso histórico y desde la situación actual, será pre­
ciso remontarse a lo que fue común a todas sus partes, no a
aquello que, sucesivamente, fue motivo de fracturas y de anta­
gonismos inconciliables entre sus partes.
Su verdadera alma no
puede ser otra que aquella; y la realidad actual que seguimos
denominando Europa,
sólo es Europa por los restos que aún con­
serva de su alma europea.
Se trata, por tanto, de restaurar, en la medida de lo posible,
aquél espíritu, que
no era excluyente, sino abierto y apto para
todos, europeos de diversos países y no europeos, como lo prue­
ba, por ejemplo, la cristianización y civilización de América.
¿Sobre qué bases? Entre otras, la existencia de
un orden natu­
ral
que es posible descubrir y al que hay que sujetarse; la acep­
tación del sentido teleológico de la realidad; la naturaleza común
del género humano y el
bien de cada persona constituido por su
perfección; la libertad como voluntad hacia el bien; el bien
común de las sociedades y de la humanidad, constituido
por el
conjunto de condiciones
que posibilitan en bien de cada hombre
en cuanto tal; el derecho natural; los tres principios clásicos del
derecho
~honeste vivere, alterum non laedere, suum cuique tri­
buere-; una religión que enseña que hay un solo Dios para
todos,
que se encarnó para la salvación de todos los hombres, los
cuales hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, y
que
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predica el amor al prójimo, sea éste el que sea, aunque sea ene­
migo, respecto al cual ordena, sin mengua de la justicia, que es
condición de
la caridad, el perdón y el amor. Sobre tales bases
deberla recuperarse la verdadera alma de Europa. Y, ¿acaso tal
civilización no es superior a cualquiera otra pasada, existente o
que quepa imaginar?
La Europa actual parece cada vez más sensible a las cuestio­
nes suscitadas
por la ecología y los problemas de la protección
del medio ambiente. Pero si
la política desarrollada teniendo en
cuenta esos problemas tiene algún significado profundo, no
puede ser otro que el de estar atentos a la observación de la natu­
raleza de las cosas, de cuya indagación dimana la percepción de
que existe
un cierto orden natural que la acción humana no
puede romper impunemente, es decir, sin provocar graves per­
juicios. Esto ocurre no sólo respecto a los ecosistemas, la capa de
ozono, o la contaminación ambiental. No es sólo la naturaleza
bruta la sometida a un orden, sino también la naturaleza huma­
na y las organizaciones sociales y políticas. No todo lo
que el
hombre es capaz de hacer es conveniente.
Es evidente que no se trata, ni se propone tal cosa, de un
retorno a una época pasada con sus formas de vida y sus insti­
tuciones peculiares. Cada momento histórico tiene sus propias
exigencias para el bien común, ligadas a las circunstancias polí­
ticas, económicas, sociales, culturales ... , de esa época. Se trata,
eso sí, de indagar aquellos principios y aquellas doctrinas impres­
cindibles a toda sociedad para ser auténticamente humana y que
acreditaron su eficacia civilizadora, adaptándolas
en lo contin­
gente a las circunstancias actuales.
Naturalmente, esa recuperación europea de Europa, no podrá
ser obra
de un instante. Pero una objeción basada en la dificul­
tad
que entrañarla y el tiempo que seña necesario para ello, no
puede constituir un obstáculo racionalmente serio: el actual pro­
ceso de refundación
europea dura ya medio siglo, y nadie se
arredra
por ello. Se trata, pues, de la voluntad de abandonar las
principales vías emprendidas
en cuanto a los principios adop­
tados, e1npezando por el reconocimiento de algunos errores
básicos y su rectificación, sin que ello entrañe peligro alguno
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para la economía, que parece ser la cuestión más crucial de la
Unión, la modificación de la política legislativa en materia de
familia
y, como más imperiosa por su barbarie, en materia de
aborto. Resulta
un sarcasmo y una injuria hablar de civilización,
de derechos o de libertades, ante los millones de seres humanos
sacrificados impunemente
por sus propias madres -con la com­
plicidad de parte del cuerpo sanitario, el beneplácito de sus
gobiernos y la indiferencia
de casi todos los demás connaciona­
les, que insensibles ante tal ingente número de víctimas, permi­
ten la impunidad de sus verdugos-, fruto podrido de una legis­
lación permisiva que hunde sus
rafees en los falsos principios en
los que se quiere asentar, refundándola, la Europa actual.
De modo análogo a como un uso abusivo de la naturaleza,
es decir, una mala concepción o un mal empleo de la actividad
humana,
ha causado graves desastres medioambientales, de los
que la extinta Unión Soviética
ha sido el paradigma más caracte­
ristico
-basta mencionar la desecación del mar de Aral-, una
política y
una legislación, desarrolladas en toda Europa, contra­
rias a la naturaleza de la familia,
ha fomentado el descenso de la
natalidad y la creciente pérdida de la identidad familiar,
que ha
provocado el desastre demográfico europeo y gran parte de los
acuciantes problemas de la inmigración
en Europa. Para rectificar
tales errores
no hay otro criterio que acudir a la propia naturale­
za de la familia y del hombre. Negarse a ver dónde está la causa
del error y el principio de la solución de los problemas, muestra
la terquedad más reaccionaria en el mantenimiento de principios
y doctrinas que han demostrado ser ineficaces y gravemente per­
judiciales.
Finalmente, el aglutinante últimO, el más básico y, por ende,
aquél que establece el sentimiento de común pertenencia a un
pueblo, diferenciándolo de los demás, está constituido por las
creencias. Ellas son las que permiten exigir sacrificios y posibili­
tan
que se acepten y se lleven a cabo. Si indagáramos en las cre­
encias de los actuales europeos, más allá del "bienestar'', ¿qué
encontraríamos?
¿Sería suficiente para el alma de cualquier agru­
pación política?
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