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Número 497-498

Serie XLIX

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El derecho en Juan Vallet de Goytisolo y Michel Villey

 

1. Introducción

Pocos encargos más gratos podía recibir que el que me hizo el Presidente del Colegio Notarial de Madrid, en orden a colaborar en un homenaje a Juan Vallet de Goytisolo. Más aún si el tema que se me asigna consiste en una exposición del pensamiento de Vallet en relación al de mi profesor parisino Michel Villey, recientemente fallecido. Mucho es lo que a ambos debo, por lo que lo que aquí pueda decir tiene por primera finalidad cumplir con un elemental deber de gratitud.

No es, con todo, un encargo fácil. Hablar de ambos autores es hablar del amplio tema del derecho y de la justicia, pero teniendo presente que el tratamiento que le da uno es distinto al que le da el otro, sin perjuicio de una coincidencia de fondo en las ideas básicas. Villey concentró su investigación y magisterio en los aspectos filosóficos e históricos, desarrollándolos con una profundidad y novedad sorprendentes, sobre todo si se tienen en cuenta las ideas que, al respecto, más circulan en nuestra época. Uno de los objetivos más logrados del profesor parisino fue la revaloración de la definición de derecho acuñada por griegos y romanos, en cuanto ella explica cabalmente la realidad de "lo mío" y de "lo tuyo" y, por ende, provee de criterios válidos para resolver las disputas en torno a ese punto. Por contraste a esta definición, Villey denuncia las deformaciones que provoca el concepto de derecho usado en la modernidad a partir de Hobbes, pero cuyas raíces hay que buscarlas más atrás, y que va a desembocar en las Declaraciones de Derechos del Hombre y del Ciudadano.

Para Vallet, en cambio, la filosofía jurídica y su historia son muy importantes, pero no agota en ella su reflexión. Desde luego, corresponde señalar que también incursiona, y con gran autoridad, en cuestiones de derecho práctico y de derecho positivo, como lo demuestran sus gruesos volúmenes dedicados al derecho civil, en especial al tema de las sucesiones. En lo que nos interesa, esto es, la filosofía jurídica, Vallet se ocupa del derecho para presentarlo como uno de los ingredientes más importantes de su doctrina política. A diferencia de Villey, en quien las concepciones políticas están más bien implícitas, aunque advertibles al fin y al cabo, Vallet se ocupa primordialmente de la ciencia política y, en este contexto, desarrolla su teoría jurídica. Es entonces que busca apoyo en la obra de Villey, sin perjuicio de realizar notables aportes originales. Cabe, con todo, dejar en claro que lo que realmente une a Vallet y a Villey no es tanto el acuerdo que puedan tener sobre uno o muchos puntos de doctrina jurídica, sino el motivo concreto que produce tal acuerdo. Ese motivo radica en el hecho de que ambos observan la realidad —el objeto del conocimiento— con una mirada libre de prejuicios y de deformaciones ideológicas. Es decir, ambos quieren conocer, quieren que sus ideas sean el reflejo de lo que es. No están dispuestos a torcer el resultado del conocimiento y de amañarlo por convenir a otros intereses muy distintos al de la verdad. En una palabra, su esfuerzo por desentrañar la esencia de la realidad está libre del afán de poder, que es la raíz última de la tentación ideológica. La realidad les interesa para conocerla; para mejorarla también, pero a partir de lo que ella efectivamente es, y no de los personales gustos del observador. Es esta actitud la que se descubre en la obra de ambos y la que provoca que, cuando Vallet y Villey tocan el común tema del derecho, comulguen en las ideas básicas. Y es esta actitud la que está detrás, sin duda, del respeto, la amistad y la mutua admiración que caracterizaron sus recíprocas relaciones, y cuya realidad pude comprobar tanto en el trato que he mantenido largos arios con el primero y en el que mantuve con el segundo mientras realizaba, bajo su guía, mi doctorado en París.

 

2. Michel Villey

En el inicio de su carrera académica su atención se concentró de prefe- rencia en el Derecho Romano y en la Historia del Derecho. Mas, a poco andar, y precisamente en razón de los conocimientos adquiridos en el cultivo de esas disciplinas, se da cuenta de que una grave deformación se ha introducido en el lenguaje jurídico moderno y cuyos efectos pueden ser especialmente graves. Es el tema del "derecho subjetivo", más conocido ahora con el nombre de "derechos humanos" o de "derechos del hombre". Es entonces que pasa al ámbito de la Filosofía del Derecho, y que sus esfuerzos se dirigen tanto a revalorizar el sentido clásico del término derecho como a denunciar los errores y peligros, históricos y sistemáticos, que encierra un uso impropio del mismo.

Desde luego, molestaba a Villey la repetida afirmación de que sólo con las declaraciones de derechos humanos se ingresa en la historia de la humanidad a una era de respeto por la persona y por su dignidad, habiendo constituido las anteriores el reino de la arbitrariedad y el atropello. Cuando, de hecho, un conjunto de sociedades como las occidentales se organiza jurídicamente sobre la base del modelo romano, la afirmación que comentamos reviste caracteres de calumnia. Por cierto, Villey no pretendió nunca hacernos creer que la sociedad romana fuera una sociedad de ángeles y de santos, pero sí que en ella se sentaron las bases para dar a cada uno su derecho, esto es, una justa proporción en la distribución de bienes, cargos, cargas, penas y honores, al interior del cuerpo social. Y será la recuperación de este patrimonio, llevada a cabo por arduas investigaciones en el medioevo, la que permitirá que él llegue a nosotros. Si algo aprendimos a valorar los que tuvimos el honor de ser discípulos de este maestro, fue la ciencia jurídica romana. El secreto de la longevidad del orden romano hay que buscarlo no en la arbitrariedad ni en el despotismo, sino precisamente en su sabiduría práctica que fue capaz de asegurar, como nadie lo había hecho hasta entonces, la justicia entre sus miembros: opus iustitiae, pax.

El largo magisterio de Villey y la totalidad de su obra escrita tienen este objetivo: mostrar la enorme riqueza del pensamiento jurídico clásico, griego y romano, y los vacíos y peligrosas contradicciones del pensamiento llamado moderno. Su obra más importante es, sin duda, La formation de la pensée juridique moderne (Ed. Montchretien), objeto ya de múltiples ediciones. En ella se ocupa precisamente de cómo de la acepción clásica del término derecho se pasa a la acepción moderna, que está en las antípodas de la anterior. En uno de sus últimos libros, Le droit et les droits de l'homme (Ed. Presse Universitaires de France), se ocupa del mismo tema en forma más sintética y sistemática. Son estos dos textos que tomo ahora por base para mi exposición.

Al decir de Villey, fueron los griegos los primeros en acuñar un término —to dikaion— para designar una realidad que después se expresará con el término ius y, entre nosotros, con el término derecho, y fueron ellos también los primeros en reflexionar sistemáticamente sobre tal realidad. El caso más interesante es el de Aristóteles que en su obra Ética a Nicómaco dedica todo un capítulo a la justicia. Como lo nota Villey, el punto de partida del Estagirita está constituido por una visión realista de la sociedad: él no ve por ninguna parte a hombres aislados, todos iguales y provistos de las mismas libertades, sino conjuntos de individuos al interior de los cuales todos son desiguales: varones, mujeres, niños, ancianos; agricultores, soldados, industriales, comerciantes, marinos; profesores, alumnos, etc. Entre ellos han de repartirse una serie de bienes exteriores, de cargas y cargos, de penas y honores. En el caso de los bienes, usado como paradigma, se trata de bienes escasos, limitados, de los cuales a cada uno le corresponde sólo una parte siempre finita, una proporción. A esta proporción se la designa con el nombre de derecho. Este, originalmente, no es, pues, un poder o una libertad para realizar algo o para exigir bienes; es una cosa incorporal —pues es proporción— y que contiene no sólo ventajas sino desventajas; significa cargas, deberes (administrar bien lo que se tiene, por ejemplo) y puede llegar a estar referida a una pena: el delincuente se hace acreedor a una pena, es decir, su derecho es una proporción en las penas.

Para determinar la parte de cada uno no interesan las personas tanto por lo que tienen de iguales como por lo que tienen de desiguales; sólo así podrán conocerse las proporciones de cada uno. Es en atención a estas desigualdades que en cada especial relación social podrá establecerse qué es de cada uno. Por ejemplo, en una relación de trabajo, lo que es del patrón y lo que es del obrero o del empleado; si se trata de repartir una herencia, qué es de cada uno de los que pretenden una parte sobre ella: no es lo mismo, para estos efectos, ser hijo legítimo, cónyuge, hermano o no tener ningún parentesco con el causante. El derecho no se determina arbitrariamente ni se inventa, sino que se descubre en la realidad misma de estas relaciones. Es decir, hay un orden natural en las relaciones humanas que corresponde al legislador descubrir y terminar adecuadamente; es el juego de la ley natural —causa de que seamos miembros de una misma especie, la humana, pero, también de que, dentro de ella, seamos desiguales— y de la ley positiva que termina lo que la primera deja sólo esbozado. Así el juez, llamado a conocer las disputas acerca de qué es lo mío y qué es lo tuyo, dispondrá de una base sólida para proveer la solución que se le pide, para decir el derecho (iurisdictio) de cada uno de los litigantes.

El derecho es, pues, un objeto exterior, un medio entre dos extremos. No puede, por tanto, deducirse de la contemplación de una naturaleza humana aislada. Como hemos dicho, él se descubre en las relaciones sociales mismas, habida cuenta del lugar que cada uno ocupa en el todo social. Decir el derecho no es, por tanto, la consecuencia de un silogismo deductivo, sino de una búsqueda prudencial en la realidad misma de las relaciones sociales. Su expresión más nítida es el juicio o sentencia del juez, que emite su dictamen después de un debate entre las partes y de una deliberación sobre los argumentos legales y de hecho que cada una aporta. Posteriormente, una vez determinado el derecho de cada uno, corresponde darlo; es la obra de la justicia: ius suum, cuique tribuere.

Este es el ius de los romanos, que impregna decisivamente la cultura jurídica posterior. Sobre él se organizan nuestras sociedades occidentales y de él se hacen eco los principales pensadores cristianos, en especial Santo Tomás de Aquino tanto en sus comentarios a la Ética a Nicómaco como en la Suma Teológica al tratar, en la Secunda Secundae, del Derecho y de la Justicia.

Esta visión empieza a sufrir, sin embargo, poco después de la muerte de Santo Tomás (1274), formidables ataques que tendrán una influencia decisiva en el pensamiento jurídico posterior. Especialmente importante es Guillermo de Occam y su doctrina, el nominalismo. Como se sabe, para esta doctrina sólo existen individuos aislados, carentes de toda relación natural entre sí; sin que les sea reconocido, ni siquiera, participar de una común naturaleza. No habiendo ningún orden natural entre ellos, todo orden que pueda surgir sólo puede ser efecto de un contrato libremente consentido. El antropocentrismo que surge en la Europa de fines de la Edad Media encontrará en esta doctrina un providencial aliado. La reforma protestante es su primer fruto importante y posteriormente incubará a la revolución francesa.

Según esta hipótesis el estado de naturaleza que corresponde a los hombres es el de soledad y aislamiento, en el que cada uno lucha para satisfacer aquellos intereses que estima ser los más preciados. En tal estado cada hombre goza de un poder moral omnímodo para desarrollar todas las actividades conducentes a ese fin, poder que, según escribe Hobbes en su Leviathan, es denominado derecho natural (Cap. XIV). Henos aquí con la nueva concepción de derecho: no ya una proporción, sino un poder, una libertad, una prerrogativa. Henos aquí ya entrando al dominio del derecho subjetivo o de los derechos humanos. El hombre, en abstracto, para luchar por el triunfo de su causa, estaría dotado por la naturaleza de toda la libertad y de todo el poder moral que estime necesarios para tales efectos: es la guerra perpetua de todos contra todos, la inseguridad, el temor, la miseria. He ahí, según Villey, el primer fruto del derecho así concebido.

Es un estado de cosas que no puede durar. Se hace menester, según Hobbes y los teóricos del sistema, salir de él para pasar al estado civil mediante el contrato social. Este tendrá, como ya señala Hobbes e insistirá después Rousseau, una sola cláusula: la renuncia total de los derechos naturales e individuales para ponerlos en manos sea del Leviathan o de la volonté générale. Sólo así se logrará la paz y la seguridad. Todo derecho de las personas brota de ahora en adelante de la voluntad de un legislador humano. Es el origen del positivismo jurídico. El peligro es grave: tales derechos no pueden oponerse a la voluntad de ese legislador, sea un monarca o un parlamento, pues ella constituye el origen de éstos. Aunque lejanas, he aquí las bases del moderno estado totalitario, segundo fruto de los "derechos del hombre".

Locke, que proporciona a los terratenientes que derrocan en Inglaterra a Jacobo II (1688) una doctrina ad-hoc, suaviza estas ideas: los súbditos, al momento del pacto, no renuncian a todos sus derechos. Mantienen algunos, en especial el de propiedad. Llegado el momento pueden esgrimir tales derechos contra el príncipe, pues estos derechos conservan, en su propio ámbito, un carácter absoluto. El derecho de propiedad, por ejemplo, es concebido como la facultad de usar y disponer arbitrariamente de una cosa siempre que no vaya contra la ley o contra el derecho ajeno. Pero, si el derecho de uno entra en colisión con el de otro ¿quién tiene la razón? El que disponga de más medios para hacer su voluntad. Es la crítica que Marx dirige a esas ideas, consagradas ya por la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, y que Villey de alguna manera retorna: "... estos derechos 'formales' (libertades) del hombre no son para todos, sino para algunos. Ellos sirvieron para destruir la monarquía, pero a ella sustituyeron una oligarquía. Ellos han significado la dominación política de la clase burguesa; en la economía, del capitalismo" (Le droit et les..., p. 152). Es, para Villey, el tercer fruto de los "derechos del hombre".

Por eso, cuando se usa esta expresión es preciso elegir: los derechos de unos o los de otros, pero nunca los de todos. En el fondo, sirven como arma ideológica en la lucha por la conquista del poder: "militando por estos derechos contra el Sha de Irán habremos ayudado a la instauración del régimen de Khomeiny" (id., p. 154).

Esta concepción del derecho amenaza con arruinar toda la ciencia jurídica: si todos los hombres son iguales, si no hay un orden natural entre ellos, si todos pueden exigir todo ¿cómo descubrir entre ellos proporciones respecto de las cosas? Los bienes siguen siendo escasos, pero en la hipótesis que comentamos el único criterio de distribución lo va a constituir la fuerza: cada uno tiene tantos derechos cuanta sea su fuerza para respaldarlos. Villey no desconoce, por cierto, los esfuerzos realizados para rescatar la expresión "derechos humanos" y para darle un sentido apropiado, como recto uso de la libertad en orden al bien común. Pero el equívoco queda siempre presente, y lo que es más grave, la ciencia jurídica se ve privada de su principal término. No basta con afirmar, por ejemplo, que "el derecho a la libertad de expresión" se tiene sólo para decir la verdad y no para mentir. El problema jurídico brota al tratar de distribuir el medio en el que esa libertad se va a ejercer —el tiempo en un congreso científico o en una radioemisora; el papel, en un periódico—, medio que es siempre escaso. El derecho, jurídicamente entendido no consiste tanto en la posibilidad moral de hacer un uso recto de la libertad, sino en la proporción que a cada uno corresponde en ese medio: ello es lo suyo de cada uno. En la ciencia jurídica romana, maestra en el arte de reconocer las diferencias que hay entre las personas, entre las cosas y entre las obligaciones, es posible encontrar criterios de distribución. No tan fácilmente, en cambio, en la teoría de los derechos humanos, caracterizada por una apreciación igualitaria tanto de las personas como de sus libertades y prerrogativas.

La enseñanza de Villey, como podrá colegirse de lo dicho, fue esencialmente polémica y, de hecho, le trajo muchas disputas y sinsabores. Consciente, sin embargo, de lo que estaba en juego, mantuvo sus ideas con mucha fortaleza. Por eso, su obra fecunda y maciza constituye, sin duda, un sustantivo aporte en la labor de restauración de la ciencia jurídica que está en la base de nuestra civilización.

 

3. Juan Vallet de Goytisolo

Mientras Michel Villey concentró sus esfuerzos en lograr la restauración del sentido clásico del término derecho, en la seguridad que sólo así es posible la justicia entre los hombres, Vallet va más lejos. El problema jurídico, para él, es parte de uno mucho más grande: la subversión de todos los principios sobre los cuales se edifica la ciudad occidental y cristiana. Dirige, pues, su actividad a la restauración de estos principios que son los que darán al derecho una adecuada base de sustentación. Mientras así no sea, lo jurídico se difuminará en las vaguedades y peligros que encierran las declaraciones de derechos del hombre. El derecho es una realidad social, que existe entre hombres que viven en una sociedad. Por ello, es menester, antes que nada, restaurar el sentido de una ciudad verdaderamente humana formada por individuos y sociedades menores unidos todos en la búsqueda de un fin común, que es la plenitud humana. Esta idea constituye el leit motiv de la enorme obra de nuestro pensador. No hay trabajo o conferencia en que ella no esté presente. Así, por ejemplo, en "Libertad, Poder y Derecho", publicado en el libro Algo sobre temas de hoy (1972); en "El derecho natural como arte jurídico", que integra el volumen El Derecho Natural Hispánico (1972); en Perfiles jurídicos del derecho natural en Santo Tomás de Aquino, aporte a la obra colectiva de homenaje al profesor Federico de Castro (1976); en Cotejo con la Escuela Histórica de Savigny (1980), en Tres ensayos: cuerpos intermedios, representación política, principio de subsidiaridad, Speiro, 1981; en Constitución orgánica de la nación (Revista Verbo, 1985, núm. 233-234), etc.

 

La subversión moderna

Tal como Villey, Vallet aprecia los inicios de este fenómeno en el nominalismo de Occam, en cuanto esta doctrina no constituye sólo un error como había tantos en ese momento o anteriormente, sino, además, en cuanto ella se elabora como un arma para la lucha que el emperador del momento, Luis II de Baviera, libra contra el Papado; en este sentido, aunque no del todo manifiesto, el nominalismo occamiano aparece como el primer esbozo de una subversión intelectual: la verdad no se conoce en la realidad sino que comienza a ser inventada para un fin tan práctico como es la conquista de un poder total, político y religioso. Desde esta perspectiva adquiere una especial importancia la tesis nominalista de que en la naturaleza no es posible observar ningún orden entre las distintas criaturas, sino sólo a éstas, desligadas las unas de las otras. En el hecho constituirían un informe montón presto para recibir el orden y la finalidad que quiera imprimirle aquél de entre los hombres que haya triunfado en la lucha por el poder.

Estas ideas se afinarán con el paso del tiempo, hasta llegar a su más perfecta enunciación por obra de Descartes en el siglo XVII. "La naturaleza —nos dice Vallet—, en su concepción clásica, comprendía todas las cosas creadas y todos los seres de este mundo, incluidos los hombres con cuerpo y alma, y los conjuntos sociales; en suma, materia y espíritu, medios y fines, en todas sus perspectivas, estáticas y dinámicas, observándose las cuatro causas: materiales, formales, eficientes y finales. La escisión cartesiana ha reducido la naturaleza a la res extensa, las cosas materiales sin alma ni inteligencia, privadas de sus causas formales y finales, sometidas a las leyes de la mecánica, objeto de percepción para el pensamiento, y sujetas a la voluntad operativa del hombre, es decir, a la res cogitans, que, a su vez, queda desvitalizada al hacerse abstracta, separada de la naturaleza".

Esta concepción se aplica desde luego a los seres inanimados e irracionales, con lo que se introduce en el orden de la creación un principio de anarquía ecológica cuyas enormes consecuencias empezamos recién, con verdadero pavor, a atisbar. Pero también se aplica a la misma vida humana. El individuo no reconoce en su propio ser un orden que haya que respetar y acrecentar, sino que se visualiza a sí mismo como un ente que puede hacer consigo mismo lo que su voluntad quiera. Más grave aún, la proyección social de estas ideas: la sociedad no responde a ninguna inclinación natural de la persona humana ni expresa ningún orden exigido por esa misma naturaleza: "la crisis nominalista y la aplicación a las ciencias sociales del método de la física —consistente en reducir cada compuesto a sus elementos más simples para construir con ellos lo que se considere conveniente― llevó a olvidar la verdadera composición orgánica, ya observada por Aristóteles, y a considerar que el Estado sólo se compone de individuos aislados, abstractos e iguales que necesitaron convenir la constitución de la sociedad política, mediante el mítico contrato social". En esta hipótesis el orden entre los individuos humanos sólo provendrá de una pura expresión de voluntad humana. Esta voluntad, en teorías como la de Kant o la de Rousseau, es postulada como siendo la de todos, pero, en realidad, es la voluntad del más fuerte que asume todas las libertades y poderes: "... los gobernantes sitúan su res cogitans fuera de la sociedad, contemplándola como materia moldeable, necesitada de que se la reforme desde arriba".

Es el triunfo de la ideología, una de cuyas expresiones más acabadas en el momento actual la constituye la tecnocracia, sistema de gobierno aparentemente inofensivo, pero tras el cual se esconde la subversión de la técnica —en este caso, de las técnicas propias de la organización social y, en especial, de la técnica económica— y de los que las manejan, en vistas de fines puramente parciales, materiales e inmanentes al cuerpo social, como son, por ejemplo, el crecimiento económico, el desarrollo deportivo, la potencia bélica, los triunfos espaciales, o un puro hedonismo que hace del disfrute de los bienes materiales el más alto fin de la vida humana. Toda perspectiva trascendente e integradora se deja conscientemente de lado, lo cual induce a convertir a los hombres concretos de carne y hueso —no el "ciudadano" de las Declaraciones de Derechos— en instrumentos mecánicos al servicio de las particulares fines de los que detentan el poder.

En esta hipótesis, el poder político se hace inevitablemente totalitario. Desde luego, porque, atendidos los fines que se propone, le es inaceptable cualquier otro poder social que tenga una generación independiente o que se dirija a otro fin que el fijado por él. Pero, sobre todo, porque exige de los súbditos una maleabilidad y disposición completas, como la que ofrece la arcilla a las manos del orfebre. Aquéllos no pueden oponer ninguna resistencia y, además, tienen siempre que expresar la felicidad de quienes saben que están en manos de una inteligencia asombrosa que, con sus disposiciones, no hace otra cosa que expresar el querer íntimo de cada uno. En estos regímenes, la felicidad es de rigor ¡Ay del que se atreva a mostrarse triste o indiferente! Es un alineado cuyo único destino es el hospital psiquiátrico o un centro de reeducación, el gulag. Lo que está en juego, como podrá apreciarse, es de la máxima importancia: en el fondo, es el destino del ser humano. Las ideologías que comentamos adulan su libertad ofreciéndole constituir la fuente del bien y del mal, de la verdad y del error, para terminar concretamente aniquilándola en beneficio de la libertad del que ha triunfado en la carrera por el poder. En definitiva, nadie se salva, pues aún los que detentan el poder terminan destruyéndose a ellos mismos: se hacen esclavos del poder y el terror a la rebelión de los "otros" domina toda su vida. Decir, en cambio, al hombre la verdad de su ser, de su destino y de su papel en la vida constituye el primer paso para procurar su bien real. No se trata, por ello, de ofrecer recetas ni modelos: "No proponemos un programa político, sino que promovemos un cambio mental. Para que sean desechados todos los falsos mitos en los que, desde la Modernidad, se apoya nuestro mundo político y tantas utopías por las cuales se trata hoy de huir hacia adelante ante los reiterados fracasos de las ideologías basadas en ellos".

 

El bien humano y los principios del orden político

El punto de partida en este camino consiste en reconocer nuestra condición de criaturas racionales y libres. En cuanto criaturas somos parte de un universo compuesto por una multiplicidad y variedad inmensa de seres, ordenados entre sí de acuerdo al plan de Dios. Este plan se expresa en la distinta naturaleza de cada ser y de cada especie de seres y en la capacidad pero cada uno, obrando conforme a las posibilidades de su propia naturaleza, individual y específica, engarce su operación con las de los otros seres y así produzca tanto el engrandecimiento de su propio ser como el del todo universal.

La racionalidad constituye nuestra nota peculiar; por su intermedio, somos capaces de conocer las posibilidades de nuestra naturaleza y, por ende, cuál es el mejor uso que de ésta podemos hacer: es el papel de la ciencia moral. Por eso somos libres no para hacer cualquier cosa sino para buscar y hacer prudentemente nuestro bien, esto es, para colaborar conscientemente en la obra de Dios: "Si la racionalidad permite al hombre adecuar su libertad y su sociabilidad al orden de las cosas ínsito en la obra creadora, la libertad así ordenada da vida y desarrollo a la sociedad en su aspecto dinámico, que no es sino la convivencia activa de las personas que la componen. Por eso, la verdadera libertad política se llama participación...". En esta cita, Juan Vallet se refiere ya a la sociabilidad humana. Conviene que nos detengamos en este punto.

Como toda criatura, lo que se pide al hombre es que conduzca su naturaleza a la máxima plenitud que le es posible. Mas, no cuesta mucho advertir que, conteniendo cada individuo todas las potencialidades de la naturaleza humana, le es imposible, con sus solas fuerzas individuales, actualizarla enteramente; tampoco puede por sí solo obtener todos los bienes que necesita para su perfección. La plenitud humana es, por tal motivo, finalidad que sólo se alcanza viviendo en comunidad con nuestros semejantes; es un bien común que hemos de producir en conjunto y del cual todos estamos llamados a participar. Esta es la raíz de la natural sociabilidad de que estamos dotados y que se extiende hasta la formación de aquella sociedad que, por la variedad y multiplicidad de sus miembros, es capaz de producir los bienes necesarios para tal plenitud; es a ésta a la que denominamos sociedad política. Ella, con todo, no se constituye directa e inmediatamente entre los individuos, pues, de hecho, éstos comienzan a agruparse en vistas de la consecución de fines menores y parciales. En la medida en que estas agrupaciones se demuestran impotentes para producir todo el bien humano, sus componentes se ven ante la necesidad de formar conglomerados superiores, a los cuales, sin embargo, se integran manteniendo la condición de partes de los grupos menores, es decir, sin que éstos dejen de existir: "... la sociabilidad humana no se desarrolla en un solo grado, en una única comunidad política totalizante, sino en distintos órdenes y graduaciones de comunidades humanas. Por eso, el Estado no es una comunidad de individuos sino una sociedad de sociedades; y, a través de ellas, la sociabilidad humana se desarrolla de un modo natural y escalonadamente, sin que las formas más elevadas deban absorber a las inferiores, sino complementarlas para el logro de los fines que éstas no alcancen".

La perfección humana exige, como base para su consecución, tanto de libertad para que los miembros del cuerpo social desarrollen cada uno sus funciones y las capacidades implicadas en éstas, como de gobierno central que establezca las pautas generales a las que debe atenerse el ejercicio de las libertades individuales. Así puede lograrse una cierta armonía de la libertad de todos y, por ende, la producción de los bienes que necesita nuestro ser para desarrollarse en plenitud. Como lo recordábamos más arriba, para Vallet la verdadera libertad es participación en una obra común, de donde se desprende que los dos grandes principios que deben animar este esfuerzo son los de solidaridad y subsidiaridad: el primero "... para serlo realmente, sin autoconsumirse ha de producir una armonía que mantenga la unidad sin destruir la multiplicidad. Aquélla debe producirse en cuanto lo reclame el bien común en correspondencia al fin común, que ha de respetar los fines y bienes individuales. He aquí el fundamento del principio de subsidiaridad". Al Gobierno central no le corresponde, pues, asumir las funciones que por su naturaleza y magnitud corresponde cumplir a los particulares o a las asociaciones menores de éstos. Le corresponde sí gobernar los esfuerzos de todos para asegurar la consecución del fin común. A los particulares les corresponde, por su parte, desarrollar sus funciones libremente pero teniendo siempre en vistas en bien común: "la sociabilidad natural impulsa la participación conforme al principio de solidaridad, se desarrolla de modo natural, por grados, ordenadamente, conforme al principio de subsidiaridad e implica un régimen de cuerpos básicos, comunidades y sociedades intermedios entre los individuos y el Estado".

En este mismo sentido, y muy unido a los principios anteriores, Vallet insiste en que otra de las bases de una adecuada constitución del cuerpo social consiste en "el reconocimiento y constante búsqueda y seguimiento del orden natural". Es decir, el reconocimiento de que las cosas no constituyen un montón informe en el mundo sino que están ordenadas a un fin común que consiste, en definitiva, en la manifestación de la gloria del Creador. La naturaleza no está formada sólo por las criaturas individualmente consideradas sino también por el orden que reina en las cosas y el fin hacia el cual se dirigen. El hombre desarrolla su vida y obtiene su plenitud en medio de este orden y en estrecha relación con él. Es un orden mejorable, pero a partir de lo que es, no de una idea concebida a priori de toda experiencia.

Este principio tiene una importantísima aplicación en el seno de las sociedades humanas. Estas no son, como creían las tesis nominalista y subjetivista, un conglomerado de individuos todos idénticos cuyo orden, como decíamos, depende sólo del convenio de voluntades. La ley natural, que nos dota de una esencia de igual dignidad nos dota asimismo de peculiaridades propias de cada uno que no pueden jamás perderse de vista: "Precisamente la sociabilidad humana une seres concretos, desiguales en sus accidentes, como lo son: marido y mujer, padres, hijos y nietos; maestros y discípulos, aportantes de ideas, de experiencia, de bienes y de trabajo, creadores, realizadores y administradores de lo creado, etc... En consecuencia, la participación no puede ser igual en cada miembro". Estas desigualdades, existentes sobre la base de una esencial igualdad, son las que muestran un orden entre los hombres, orden que no se inventa ni se contrata, sino que se conoce y cuyo respeto es condición sine qua non de la perfección social. La uniformidad en las funciones destruye el cuerpo social, lo mismo que una consideración igualitaria de sus miembros: el bien social y, por ende, el bien humano, exigen que el gobernante, en el ejercicio del poder, respete el orden que emana de estas diferencias individuales. Este, como veíamos más atrás, viene esbozado en la naturaleza y debe ser completado teniendo en cuenta las tradiciones, los usos y costumbres de cada pueblo y, por supuesto, las circunstancias concretas que enmarcan su vida.

Es a partir de este punto que Vallet desarrolla su doctrina sobre el derecho. En ella se fundamenta en forma expresa en Michel Villey al cual cita continuamente en sus obras. Todo ello, sin perjuicio, como señalábamos al comienzo, de una extraordinaria originalidad de fondo. No me parece pertinente, por tal motivo, hacer un catálogo de las referencias a Villey, pues agobiaría al lector con un trabajo de erudición que no conduce a ninguna parte y reduciría la doctrina de Vallet a sólo uno de sus múltiples aspectos. Más interesante y útil es presentar, en la medida de lo posible, una visión panorámica de su filosofía jurídica de modo que pueda apreciarse la influencia del francés sin mengua de la originalidad del español.

 

El derecho

Entre estas personas desiguales a que nos referíamos recién, pero unidas en vistas de un fin común, y entre los conglomerados menores que ellas forman dentro de la sociedad política, deben repartirse los bienes escasos, los cargos, las cargas, las penas y los honores. Como decíamos refiriéndonos a Villey, la porción que a cada uno toca es lo que denominamos derecho, lo "justo". La gran dificultad que encierra el derecho así concebido es, como podrá apreciarse fácilmente, la de su constitución ¿Qué o quién determina que algo sea de una persona y no de otra? ¿Cómo conocemos qué es lo justo? Para Juan Vallet, en comunión con Villey, con Santo Tomás y con Aristóteles, pero en contraposición con el pensamiento contemporáneo más difundido, la ley no es el derecho sino "una cierta razón del derecho" que sólo por analogía puede ser denominada con el nombre de derecho, lo mismo que la ciencia que estudia estas cuestiones. La ley es aquella disposición que constituye al derecho, lo cual nos pone frente a los problemas de fondo: ¿de dónde emana la ley y sobre qué base asigna ella las distintas porciones o da criterios para decir qué es de uno y qué es de otro? Son éstos los puntos de conflicto que separan las grandes escuelas: iuspositivismo, por una parte y iusnaturalismo, por otra.

Para la primera escuela, el origen de la ley no es otro que la voluntad de un legislador humano. En esta hipótesis, la ley se autojustifica, pues se ha negado, de partida, la existencia de todo orden previo a la acción del legislador humano. Este crea el orden a partir de su propia voluntad. En esta hipótesis carece de sentido preguntarse acerca de si la ley es justa o injusta, sino simplemente si es válida o inválida, esto es, si el proceso de su dictación se ha realizado conforme a las disposiciones que tienen por objeto enseñarnos cuándo estamos en presencia de una ley y cuándo no. Toda crítica al contenido es descalificada de antemano, pues se niega la capacidad de nuestra inteligencia para plantearse científicamente el tema de la justicia de la ley.

En este punto conviene advertir las dos grandes vertientes por donde discurre el iuspositivismo: el racionalismo y el historicismo. Conviene advertirlo pues, de ordinario, se estima que estas dos escuelas son contradictorias; de hecho, sus partidarios se han enfrentado sin contemplaciones. Para el racionalismo, le ley es fruto de una razón legisladora que crea el orden social a partir de una concepción totalmente apriorística de lo que debe ser el hombre y la sociedad; fue el ánimo que estuvo detrás del fenómeno de la codificación, tan fuerte a fines del siglo XVIII y durante todo el siglo XIX, aunque no puede sostenerse, ni mucho menos, que todos los códigos reflejen esta hipótesis. Para el historicismo, cuyo principal representante a principios del siglo pasado fue Friedrich Karl von Savigny, la ley provendría, en cambio, del alma de cada pueblo expresada en las costumbres y en los hábitos sociales.

Como veremos más adelante, para Vallet no hay contraposición sino complementación entre historia y razón en el proceso de enunciación de la ley, pero no es sobre esta base que le interesa criticar las posiciones ciertamente reductivistas de ambas escuelas. Mucho más importante es destacar cómo, detrás de una aparente contradicción, hay entre ellas un acuerdo fundamental sobre puntos que definitivamente no pueden ser aceptados: "... la escuela histórica alemana consideró el derecho solamente como una expresión del espíritu de cada pueblo, revelado en sus costumbres. Por lo tanto, la finalidad de los estudios históricos consistiría en depurar el derecho de todo lo que no correspondiera propiamente a este espíritu, encerrándose en un inmanentismo nacionalista, que trata de descubrir en su propia historia el espíritu de cada pueblo.

"En esto se contrapuso al racionalismo iluminista, igualmente inmanente que, en lugar de partir del hombre considerado como integrante de un pueblo históricamente definido, partió del hombre aislado, abstracto y ahistórico.

"Pero ambas concepciones se aproximaron por su inmanentismo, encerrado ya sea en la voluntad general, traducida en la ley positiva, o bien identificado con el espíritu del pueblo, manifestado en las costumbres...".

Hegel extrajo la conclusión: si la ley es la expresión de devenir histórico, ello quiere decir que este devenir es la expresión de la razón. Lo racional es lo histórico, y la historia es expresión de la idea: "todo lo racional es real" y viceversa: "todo lo real es racional", y, por ende, ético y justo. "Ahora bien —comenta Vallet—, de ser cierta aquella afirmación de que cuanto triunfa en la historia es lo racional, lo ético, lo moral, lo justo, sea cual fuere su contenido, podría suprimirse el trámite de hablar de lo racional, de lo ético, de lo moral y de lo justo en la realización de la historia. Bastaría hablar de lo acorde con el sentido de ésta". Congruentemente, escribieron Marx y Engels que el comunismo "no es un ideal al que debe conformarse la realidad" sino "el movimiento real que aniquila la situación actual" engendrado "por las premisas presentes en la actualidad".

La disputa entre ambas posiciones, racionalismo e historicismo, no versa pues, sobre el fondo de la cuestión, la justicia o injusticia del contenido de una ley, sino sobre las fuentes materiales y formales de ésta. Es una discusión entre positivistas. Sin perjuicio de que también se ocupará del tema de las fuentes de la ley, Vallet, antes que nada, se preocupa de su contenido. Es su teoría del derecho natural.

 

El derecho natural

El término "derecho natural" es, en el lenguaje contemporáneo, un término equívoco, es decir, que puede significar cosas totalmente distintas. Hubo una época en que no fue así. Pero, con Grocio, Hobbes y otros que conforman la llamada "escuela moderna del derecho natural", las cosas cambian a partir del siglo XVII. Esta escuela constituye el antecedente inmediato del racionalismo que acabamos de ver, pues reduce la naturaleza humana a un postulado del cual deben derivarse, como en geometría —esto, es al modo silogístico— todas las normas morales y jurídicas. Así, para Hobbes, por ejemplo, el principio fundamental está dado por la seguridad física de la vida: en vistas de ese fin deduce una innumerable cantidad de leyes que regirían nuestra conducta. Para Locke, en cambio, el fin estaría dado por la preservación de la propiedad, de donde se deriva todo otro código. En el fondo, en esta hipótesis, cada uno podría determinar su fin preponderante y de ahí extraer las normas que regirían su conducta. Lo cual sería posible, en el mejor de los casos, si no existieran muchos hombres, cuyas libertades así orientadas, inevitablemente chocarían las unas con las otras; en definitiva, la ley la impondría el más fuerte.

Vallet, en cambio, se inscribe en la fuerte corriente actual que busca rescatar el sentido originario del término "derecho natural", tal como lo usaron Aristóteles, los juristas romanos, Santo Tomás, etc. entre otros. No se trata de una cuestión de nombres, sino de contenidos fundamentales. En el fondo, si el iusnaturalismo racionalista tiene razón, es imposible la convivencia humana, tal como Villey lo demostró en sus análisis de los llamados derechos del hombre, y como podremos verlo más adelante, cuando volvamos sobre ese tema. La recuperación del sentido original del derecho natural nos descubre, más allá de los nombres, realidades profundas de nuestro ser, que de ser respetadas, permiten la vida en sociedad y la hacen fructífera y beneficiosa para todos los que forman parte de ella.

Siguiendo concretamente el magisterio de Santo Tomás, para Vallet, el derecho natural "no está constituido por la ley natural, sino en concreto por lo justo conforme a la naturaleza de las cosas...". Tanto en el plano natural como positivo, no hay que confundir, como decíamos más arriba, la ley y el derecho. Este último es siempre una porción; aquélla, en cambio, es la razón de por qué esa porción debe ser asignada a uno y no a otro.

La ley natural a que se refiere Santo Tomás es la disposición de la sabiduría divina que nos hace ser lo que somos: miembros de la especie humana y, dentro de ella, tales o cuales individuos dotados de una personalidad que nos distingue de todos nuestros otros semejantes. La naturaleza de que aquí se habla no es, pues, una naturaleza abstracta, en virtud de la cual todos seríamos iguales, sino concreta, que abarca también aquellos aspectos por los que somos desiguales. Ella incluye, por último, el orden que reina entre nosotros y que es tal antes de toda convención humana, lo mismo que el fin en vistas del cual hemos sido hechos. Sólo considerando la naturaleza en esta plenitud seremos capaces de advertir qué es de uno y qué es del otro. Si se trata de repartir cargas físicas, por ejemplo, no da lo mismo ser niño o ser adulto o ser anciano, ser hombre o ser mujer. Si se trata de repartir algún cargo, no da lo mismo la inteligencia de que cada uno de los aspirantes está dotado o de sus habilidades técnicas. Si se trata de educar, no da lo mismo ser profesor o ser alumno, ser padre o ser hijo, etc. Para observar lo justo, corresponde, entonces, apreciar los individuos en su precisa singularidad, pero además, como tantas veces lo hemos advertido, es menester observar el orden en que están dispuestos. "El hombre —enseña Vallet— no aparece aislado, ni puede ser contemplado en abstracto, sino en sus relaciones de origen y de fin con su Creador; en su sociabilidad, en relación con su prójimo, integrado en cuerpos sociales —familia, parroquia, oficio, profesión, municipio, comarca, región, Estado, etc.—; en un medio geográfico, económico, político e histórico dado; con todas sus circunstancias concretas; portador de una historia, con el legado de una tradición, y moviéndose, actuando, realizando y transmitiendo sus conocimientos y logros.

"Esa naturaleza, en la que puede y debe leerse el derecho natural, no es una naturaleza puramente material, ni una naturaleza muerta ni inmóvil. En su dinámica intervienen causas materiales, eficientes, formales y finales...". "Por eso es la ciencia del derecho natural simultáneamente ontología y criteriología jurídicas. Ese arte de leer en ella ambos aspectos y de —gracias a su aportación— hallar soluciones justas, no es, pues, arbitrario. La solución no depende del punto de partida tomado, ni del punto de vista elegido, ni del valor subjetivamente preferido, ni de la estructura escogida libremente, ni del interés predominante, ni de la ideología social o política instalada en el poder...".

Pero no hay que engañarse: "Las soluciones de derecho natural no se pueden encerrar en un código que aspire a ser modelo de todos los derechos positivos, como acontecía con los ordenamientos ideales que pretendieron elaborar los juristas de la llamada escuela moderna del derecho natural". Como lo hemos repetido ya, la naturaleza junto con darnos los principios de vida social, esboza soluciones a los problemas propios de la vida jurídica, pero no las presenta terminadas. Sacar las conclusiones de esos principios; terminar la obra de la ley natural es misión de la prudencia gubernativa que habrá de proceder de acuerdo a las circunstancias de cada nación: "... el derecho, como la medicina, no se contempla sólo por el prurito de conocerlo, ni para recrearse en él, sino para iluminar su realización práctica y para elevar a mayor perfección el arte de lo justo, en que esta práctica consiste —que no es sino la realización del derecho—, así como en el arte de sanar y conservar la salud consiste el ejercicio y realización de la medicina". En esta labor se distinguen varios planos esenciales, sin perjuicio de otros de menor importancia: desde luego, el plano de los principios absolutamente comunes a toda la humanidad, cualesquiera sea la época o el lugar en que se viva: la unión de los sexos, el cuidado de los menores, el amor al prójimo, el respeto por la vida, la honra, la salud y los bienes, etc. En seguida, el plano de las primeras conclusiones, dotadas también de una amplia universalidad: el matrimonio monógamo e indisoluble como la forma más perfecta de unión de los sexos; la propiedad como la mejor forma de administrar los bienes exteriores; la herencia a familiares cercanos como la mejor forma de disponer de esos bienes para después de la muerte del propietario, etc. Por último, el plano de las determinaciones: la fijación de la edad de la emancipación; de las solemnidades que han de rodear algunos contratos —como el de matrimonio o el de la compraventa de bienes de gran importancia social—; la determinación de las penas por actos delictuosos.... "El derecho natural y el derecho humano, inconfundibles teóricamente, no forman mundos apartes ni se hallan en planos totalmente separados, pues las conclusiones de aquél deben ser escritas en la ley humana e informar las soluciones del derecho humano. E inversamente, las determinaciones de éste, una vez efectuadas dentro de los límites correctos, son reconocidas por aquél como obligatorias y dejan de ser indiferentes en el orden de la justicia".

Estas determinaciones, por último, pueden provenir, como decíamos más arriba, de la prudencia gubernativa, a. través de leyes propiamente dichas, pero también pueden provenir del mismo cuerpo social a través de costumbres, hábitos y tradiciones, a las cuales, por los demás, la prudencia aconseja sujetar las leyes escritas. En el tema de las fuentes de la ley y del derecho, Vallet, siguiendo las huellas de Aristóteles y Santo Tomás de Aquino, se abre a muchas posibilidades. "Es preciso —nos dice— liberarnos del panjuridismo normativo y del monopolio estatal del derecho y reconocer las esferas propias de la libertad civil y de la producción racional espontánea y vivida por el pueblo.... Es que la vida jurídica requiere de soluciones a veces más rápidas que las que pueda proveer el legislador. Asimismo requiere que las soluciones adoptadas se encarnen en el pueblo formando hábitos, que facilitan una más pronta y cabal aplicación de ellas. Por cierto, la ley humana, escrita o consuetudinaria, puede modificarse si cambian muy profundamente las circunstancias que motivaron su dictación, pero por lo mismo que el hombre actúa más fácil y prontamente cuando se habitúa, todo cambio ha de ser muy cuidadoso, pues ya el hecho de cambiar implica un cierto daño.

En el fondo, el derecho natural se presenta a Vallet —siguiendo en esto expresamente a Villey— como un cierto arte de conocer lo justo en esta multifacética naturaleza a la que hemos hecho mención. Según ambos autores, sería en definitiva, la concepción que subyace en el pensamiento de Santo Tomás. Esta concepción "... equilibra el valor de la palabra y de lo expresado por las acciones, siempre bajo el superior criterio de la racionalidad; y, en su dinámica, pondera el arraigo y el cambio, la conservación de lo vivido y el progreso real y efectivo.

"Valora debidamente la función de la voluntad en el poder soberano y explica la necesidad de que promulgue las leyes humanas, pero somete aquélla a la razón, y expresa la conveniencia de que en esa función de legislar se ilustre con la experiencia de los sabios y los prudentes.

"Observa el valor del consentimiento de todo el pueblo mostrado en la costumbre y afirma el reflejo de la conciencia colectiva universal de los primeros principios, pero admite que la pasión puede pervertirla e indica que sólo los sabios y los expertos pueden llegar al conocimiento de algunas verdades y a conclusiones de ulterior grado.

"Advierte el valor de la sindéresis pero no deja el juicio a la intuición del Juez, sino que indica la precisión de que éste, en su labor, se valga de las reglas previamente formuladas por hombres sabios, con una perspectiva más amplia que la de unos solos casos, y promulgadas por el poder soberano, sin perjuicio de que deba profundizar en el conocimiento de lo sometido a su juicio puesto que la ley se refiere a lo que comúnmente sucede y no puede abarcar todos los casos posibles".

En definitiva, el derecho natural así concebido, se nos presenta como una cierta mezcla de rigidez en los principios —que expresan los contenidos definitorios de nuestra naturaleza— y de flexibilidad en las aplicaciones, dependiendo de las circunstancias concretas de la vida. El derecho natural al estilo de Aristóteles y de Santo Tomás, hace su camino superando las acusaciones contrarias de inmovilismo —como si fuera un código pormenorizado hasta sus últimos detalles y promulgado de una vez para siempre— y de incertidumbre, como si en él nada hubiera de cierto y de seguro más allá de las contingencias vitales. En el fondo, es reflejo de la condición humana que nos presenta a la prudencia como la virtud mayor en el campo de la vida práctica y cuyo juicio tiene por objeto enseñarnos los distintos caminos para llegar a los fines inmutables de la naturaleza humana, según sean las distintas circunstancias en que nos corresponda vivir Caminos distintos, pero nunca contradictorios, por lo que en esta concepción nunca tendrá validez el viejo adagio maquiavélico de que el fin justifica los medios, pues con medios intrínsecamente malos no es nunca posible llegar al bien, o al orden mediante el desorden.

 

Los derechos humanos

El olvido de este derecho natural, que es fruto del olvido de nuestra condición de criaturas y del orden dispuesto por Dios para nuestra libertad, lleva a la destrucción de la vida social. Si no es posible saber qué es de uno y qué es de otro, sino que ello ha de ser inventado por el gobierno de turno, obviamente entramos en el predominio de la fuerza bruta en el seno de las relaciones sociales. Paradojalmente, este predominio se expresa también con el término derecho, usado, sin embargo, en un sentido muy distinto, como poder y libertad de hacer prevalecer el interés de cada uno en detrimento del interés de los demás. Es el endiosamiento del hombre abstracto —más bien ficticio— que conducirá a los hombres concretos a la guerra de unos contra otros para apoderarse de los atributos de la ficción, porque es imposible que todos puedan ser dioses: "... con el derecho natural raciona- lista, inmanente a partir del cogito, se toma como postulado la cualidad humana mentalmente considerada como predominante —sea el instinto de conservación, la libertad, la igualdad o el bienestar— y se deduce silogísticamente, unilateralmente y en abstracto, el contenido de todos los derechos humanos. Así, además de resultar vagos e imprecisos, tales derechos se plantean dialécticamente. En 1789 a favor de los burgueses contra los nobles; después, de los proletarios contra los burgueses; de los árabes contra lo judío o viceversa, y hoy de los terroristas contra sus víctimas, de los alborotadores contra las fuerzas de orden público, de las embarazadas contra el fruto que llevan en sus entrañas. Siempre a favor de unos y en contra de otros. La conciencia colectiva, generalmente formada de modo artificial, pretende, en cada momento, imponer el sentido prevalente de los derechos humanos a favor de aquéllos por quienes ella se inclina...".

Los derechos humanos aparecen en el mundo contemporáneo como arma de lucha por el poder. Quien logre dominar los resortes por medio de los cuales se forma y manipula esa conciencia podrá presentar su propia causa e interés como la causa y el interés de la "humanidad". Sus adversarios, por grande que sea su adhesión a la forma democrática de gobierno y, aun a las declaraciones de derechos, verán erigirse contra ellos el dedo acusador de la conciencia universal que los tratará de fascistas y de atentar contra lo más sagrado de nuestra dignidad... La verdad es muy distinta; si los derechos humanos así concebidos constituyen un título moral válido para que cada uno pueda exigirlo todo, la justicia entre los hombre se hace imposible: ¿cómo y sobre qué base repartir...?

 

4. Conclusión

Contra los errores de unas concepciones jurídicas incongruentes con las exigencias de una sana convivencia humana, pero sostenidas preponderantemente por los medios de comunicación y apoyados por una mayoría importante de profesores en las Facultades de Derecho, se yergue el magisterio de estos dos verdaderos maestros. Magisterio que nos enseña la verdad del derecho y que nos lo presenta como la clave de bóveda de la sociedad política y de la paz que en ella puede y debe reinar.

Ambos se han enfrentado a fuerzas aparentemente muy superiores, sobre todo a la pereza para salir de una inercia intelectual cuyas explicaciones aparecen como muy cómodas: la causa de "el hombre" y de "la libertad" siempre vende bien; pero que en definitiva no sirven. A pesar de todo, el ánimo con que ambos han enfrentado la tarea —Vallet la enfrenta aún— ha sido siempre el mejor; casi deportivo. Junto a ellos se han formado nuevas generaciones de discípulos capaces de recibir el legado de uno de los pilares más fundamentales de nuestra cultura. Como San Pablo, han luchado el buen combate y pueden esperar serenamente el premio que el Señor reserva a los que le han sido fieles. Villey, sin duda, ya goza de él. Nuestra responsabilidad, como sucesores de este magisterio es grande, pero no insoportable. El ejemplo de estos maestros constituye la demostración más palmaria de que, con empeño y poniendo la confianza en Dios, la perseverancia y, en la medida humana, un cierto grado de triunfo, son posibles. Mi personal juicio es que si todavía el derecho es el que es en nuestro ámbito cultural, ello se debe, en medida muy importante, al esclarecimiento aportado por Vallet, Villey y todos aquellos profesores que se han mantenido fieles a las tradiciones intelectuales de Occidente y que no han escatimado esfuerzos para que ellas se encarnen en la vida práctica de nuestras sociedades.

Es un camino en el que hay que insistir. En palabras de nuestro homenajeado "... es preciso que unos y otros (legisladores, jueces, juristas y el pueblo en general) estén convencidos de que la realización de la justicia no consiste sólo en ser obedientes al voluntarismo arbitrario de quienes ostentan el poder, ni en servir las apetencias de una oligarquía, ni tampoco en seguir la conciencia errónea de una mayoría tal vez deformada por la influencia de los órganos de opinión pública... Es preciso que todos, gobernantes y gobernados, sintamos la responsabilidad que nos compete en la conservación, mejora, restauración o reposición del orden natural querido por el Creador. Es preciso que sintamos la gravedad de que por culpa de nuestras pasiones, de nuestra ignorancia o de nuestra desidia sea aquel orden degradado o destruido. Es decir, es preciso que sintamos este deber de justicia para con nuestros hermanos, tanto los de hoy como los de sucesivas generaciones que han de venir, y que sintamos tal deber ante Dios, creador y ordenador de odas las cosas".