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Número 583-584

Serie LVIII

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«Nulla potestas nisi a deo»: la política entre «potestas» y «poder». Apuntes sobre el origen, la evolución y el fundamento necesario de la cuestión política fundamental

 

1. Algunas precisiones preliminares

La afirmación decidida «nulla potestas nisi a Deo», como es sabido, es de San Pablo[1]. Se inscribe en su enseñanza segura. Seguro tanto desde el ángulo cristiano como desde el racional. Es la respuesta a una exigencia de la razón. La autoridad y la potestad, en efecto, están en el orden natural de las «cosas». La primera, la auctoritas, es necesaria para ayudar a los hombres a crecer según el orden inscrito en su naturaleza, esto es, según el orden dado. La segunda, la potestas, es instrumento indispensable de la auctoritas: sin la potestas la auctoritas sería impotente en muchos casos.

Es oportuno precisar en vía preliminar que la potestas no es mero poder, un poder brutal, sino un poder cualificado, es decir regulado intrínsecamente. No es, pues, un poder arbitrario. No es, tampoco, un poder absoluto: el pater familias, por ejemplo, no es soberano (entendiendo la soberanía como la definió Bodino, esto es, como poder ejercitado por quien depende sólo de la propia espada). El pater familias no gozaba de este poder ni siquiera según el derecho romano, es decir, cuando tenía el ius vitae necisque. El pater familias no es soberano, no porque su poder esté regulado por la ley positiva, sino porque debe «responder» del uso del poder, del poder que ejerce sobre los hijos menores, cuyo bien (el bien inscrito en su naturaleza, esto es, su bien natural) es la regla para el ejercicio de su poder[2]. No es, además, un poder «delegado», esto es, un poder cuyo ejercicio se legitima por el consentimiento del subordinado[3]. Es finalmente un poder «natural», que deriva de un estado «natural» (por ejemplo ser padre). A este poder no puede renunciarse sin incumplir una obligación (natural) que no puede anularse como han pretendido hacer algunos legisladores, a comenzar por el italiano[4]. La potestas no es, pues, un privilegio, sino un deber, que brota de actos, hechos o condiciones del sujeto humano. La misma potestas in se ipsum brota de la naturaleza humana actualizada. Incluso ésta, por ello, no es absoluta, y no puede ejercerse arbitrariamente porque está ligada a un acto de ser de una esencia que es dada y que, por tanto, es reguladora del obrar humano, incluso de las acciones dirigidas a sí mismo: la esencia actualizada, en efecto, representa la regla según la cual el sujeto debe obrar.

2. Interpretaciones discordantes

No es ni una novedad ni menos aún una sorpresa la hermenéutica discordante de la afirmación paulina, sobre todo en lo que toca a su alcance político. A menudo se ha «leído» según las situaciones contingentes y ha sido utilizada para sostener y/o defender posiciones teóricas o de poder en conflicto entre sí. Bastará un ejemplo para aclarar la afirmación. Es conocida la controversia de Dante Alighieri (1265-1321) y el papa Bonifacio VIII (1230-1303). Ninguno de los dos negaba el origen en Dios de la auctoritas y la potestas. Esto no impidió a Bonifacio VIII reivindicar la suprema y directa potestas también in temporalibus, y a Dante sostener la tesis del carácter originario de la potestas del emperador. Por una parte, la bula Unam Sanctum, volviendo a las tesis teocráticas ya sostenidas por Gelasio I (¿?-496), por Gregorio I (1010/1020-1085) y por Inocencio III (1161-1216), reivindicaba el primado del poder espiritual sobre el temporal. Aun en la distinción de las dos espadas éstas estaban jerárquicamente ordenadas y la segunda subordinada a la primera, en cuanto el poder temporal estaría concedido al rey por la Iglesia. Dante, por otra parte, opone el carácter originario del poder temporal, su directa derivación de Dios. No niega que la potestas in temporalibus tenga legitimación en el derecho natural ni que Cristo sea señor y deba ser reconocido dominus en el gobierno de la historia humana. Niega, sin embargo, que la Iglesia tenga una potestad directa en la política. El Dante, en efecto, sostiene apertis verbis que Cristo, que es Dios, es Señor de lo temporal aunque no haya asumido directamente su cuidado[5]. «Rechaza», por lo mismo, tanto la tesis según la cual la potestas in temporalibus pertenece a la Iglesia, que tendría por tanto el poder de delegarla, como con mayor razón la teoría hierocrática.

La disputa sobre los dos poderes entre el papa Bonifacio VIII y Dante Alighieri revela que, en el curso de los siglos, la enseñanza paulina ha encontrado dificultades hermenéuticas y problemas en su «aplicación». Ha estado en el origen de contrastes incluso cuando no se discutía la fuente del poder temporal.

3. El salto de la modernidad y la secularización como resultado

Con la modernidad encuentran realización teorías precedentes que se habían elaborado generalmente para ofrecer justificación a los poderosos de turno. La cosa, como es sabido, se repite en la historia: Marsilio de Padua (1265-1342), por ejemplo, elaboró su doctrina política en función de las pretensiones de Luis de Baviera (1282-1347), al igual que Maritain (1882-1973) –el «segundo» Maritain– escribió, sobre todo en los años de la Segunda Guerra Mundial, para sostener la estrategia política de los Estados Unidos de América y del general De Gaulle.

La modernidad, en todo caso, marca un giro en lo que respecta al origen de la potestas. Dios viene primeramente marginado y después exiliado. Resultan determinantes a este propósito las doctrinas luteranas[6]. Aunque oscilantes, marcan el inicio de la secularización; esto es, ponen en marcha un proceso que alcanzará su plena realización en la historia política posterior a la Reforma protestante sin importar bajo qué forma: el absolutismo y la soberanía popular tienen, en efecto, la misma matriz. Lo que resulta singular, en cambio, es el hecho de que algunas doctrinas políticas que (al menos en la intención) se proponían (y, a veces, se proponen) oponérsele, acaban por depender de las nuevas teorías. Esto vale para algunos autores de la segunda escolástica, a comenzar por Suárez, como para autores contemporáneos que han pretendido oponerse a la soberanía popular utilizándola. Todo ha sido favorecido por el criterio insano según el cual es inútil oponerse a la efectividad, más aún, hay que adecuarse a ella.

Es oportuno, sin embargo, proceder gradualmente y sintetizar en algunas tesis la descripción y la «lectura» de este proceso:

a) Primera tesis. El giro de la modernidad política ha sido favorecido por la oportunidad (exclusivamente funcional) de superar la fragmentación propia del orden jurídico medieval y por la necesidad de abandonar la concepción patrimonial (que marcó un alejamiento de las doctrinas políticas clásicas) de lo que después se llamará Estado (término desconocido en su significación política durante la Edad media). Esto, sin embargo, representó un pretexto para abandonar la concepción de la política como realeza, que fue sustituida –en efecto– por la política como soberanía. Lo que transformó la potestas en mero poder, un poder efectivo, no cualificado y, cuando lo sea, como ocurrirá en el llamado Estado de derecho contemporáneo, cualificado sólo formalmente, esto es, desde el ángulo procedimental; un poder que halló legitimación (rectius pseudo-legitimación) en su sola vigencia.

b) Segunda tesis. Tanto el orden político como el orden jurídico se convirtieron, así, en el orden querido por el poder. Cualquier referencia «ulterior» era (y es) considerada impropia. Según las doctrinas nominalistas y las teorías luteranas, sobre todo en el tema de la libertad, el orden (tanto el político como el jurídico) se torna inmanente. Dios, por ello, se vuelve un inconveniente, del que (primero implícita y después explícitamente) había que liberarse. Su nombre podía (y todavía puede) ser instrumentalizado a fin de hacer aceptar y a fin de imponer más fácilmente el orden político-jurídico absolutamente positivista, incluso cuando es contrario al orden, al único y verdadero orden querido por Dios. Lo que cuenta es que Dios no puede ser considerado «fuente» del orden, no puede prescribir, no puede exigir obediencia. Incluso las constituciones (hoy raras) que lo invocan, no dejan de acoger –en efecto– la soberanía (como supremacía), que como escribió Rosmini es impiedad de propiamente hablando.

c) Tercera tesis. La política como soberanía no permite y no reclama obediencia. Impone la ejecución del mandato (a menudo arbitrario, siempre efectivo) del soberano, del Estado. Tanto que también los ordenamientos jurídicos que admiten la objeción de conciencia circunscriben el ejercicio de este «derecho» a algunas materias. No lo admiten, por ejemplo, en el campo fiscal. La ejecución del mandato no postula la racionalidad del mismo, que es –de una parte– el único medio de comunicación entre quien manda (supraordenado) y quien es mandado (sujeto), y representa –de otra– el «instrumento» para un control efectivo del mismo. En otras palabras, si el mandato (ley positiva) es un acto del poder sólo puede ejecutado o rechazado. Tertium non datur. Pero el poder, si es verdaderamente tal, no admite rechazos. Por esto queda solamente la ejecución. La ejecución, sin embargo, en sí sólo es pasiva, incluso cuando se practica con celo. El problema, como es sabido, ha surgido en distintos procesos. Bastará uno solo para comprender el alcance de la afirmación: el proceso Priebke, quien imputado por las represalias que siguieron al atentado de la calle Resella, en Roma, y que acabaron en la masacre de las fosas Ardeatinas (represalias y matanza impuestas por las leyes de la guerra del tiempo y ordenadas por los superiores), trató de defenderse afirmando que había ejecutado órdenes y, por lo mismo, había actuado dentro del ámbito de la legalidad impuesta por quien detentaba el poder en ese tiempo. La soberanía, como se ha dicho, transforma necesariamente la política en poder y el derecho en coacción. Pero el poder no es la política[7]. Es (o, mejor, puede ser) uno de sus instrumentos, como la coerción no es el derecho sino un instrumento del derecho. El poder, como se ha subrayado al inicio, no requiere siempre la racionalidad, la racionalidad clásica, en el mandar o cumplir el mandato recibido, que debe ser siempre valorado y aplicado críticamente. Se impone y ejecuta porque es justo o, al menos, oportuno. Las doctrinas de la modernidad política, todas las doctrinas de la modernidad política, no permiten el respeto y la aplicación del llamado canon petrino, según el cual hay que obedecer a Dios antes que a los hombres (Act., 5, 29). Sin embargo, la auctoritas no puede prescindir de Dios. La pretensión de mandar según criterios irracionales de la sola voluntad humana deslegitima a la misma potestas, cuya premisa (o su fundamento) reside en la auctoritas, que a su vez tiene sus raíces y encuentra sus finalidades en el orden natural según el cual Dios creó al mundo.

d) Cuarta tesis. Nunca se subrayará lo suficiente que el giro de la modernidad política está en el origen de una transformación radical tanto del lenguaje como de los conceptos políticos y, consiguientemente, de las formas institucionales y las opciones prácticas. La modernidad política, en efecto, aunque conservando generalmente la terminología clásica y, en particular, la aristotélica, relativa a la clasificación de las formas de gobierno, le atribuye un significado nuevo que tiene particular relieve para la cuestión de la potestas. El monarca se confunde con el soberano. La aristocracia con la oligarquía expresión de los poderes económicos. La democracia pasa de ser una forma de gobierno a entenderse fundamento del gobierno. Se instaura, así, una circularidad entre el poder efectivamente ejercido y el consentimiento expresado (aunque sólo de hecho). A este respecto resulta ejemplar –como es sabido– la teoría política de Rousseau. El absolutismo del soberano (sea una persona, una asamblea o el pueblo) se alimenta y ejercita sobre la base de uno o más pactos, considerados en abstracto como formalmente contraídos. De hecho, sin embargo, no son sino formulaciones teóricas de datos de hecho y, por tanto, descripción superficial de una condición social contingente. Estos «pactos», máscara de un poder brutal, harían legítimo el ejercicio del llamado poder político. La legitimidad de su ejercicio vendría dada finalmente por su efectividad. También a este propósito Hegel recoge y organiza «racionalmente» doctrinas políticas precedentes cuando sostiene en una de sus obras de madurez que lo real es racional y lo racional real[8]. La filosofía vendría así a coincidir con la sociología. Dicho en otras palabras, la descripción de la praxis, considerada fuente de la normatividad, sería la filosofía en sí y por sí. Pero la praxis es fruto de la teoría. No está en el origen de la última, como sostienen distintas doctrinas, a veces contrapuestas. Por ejemplo, el marxismo y distintos autores contemporáneos que entienden deber extraer de la costumbre la racionalidad (McIntyre por ejemplo). En estos casos la potestas sería aniquilada, dominada por un obrar no guiado por la razón, a veces incluso de un obrar sin razones. Es, por ejemplo, el caso de la politología estadounidense, que entiende que el Estado es un mero proceso (registro de la evolución social) y la política triunfo de los intereses materiales y, en todo caso, de los deseos, de cualquier deseo, de los ciudadanos. La misma ley positiva, que sería la única ley, se convertiría en registro de su voluntad, esto es, de la voluntad de los ciudadanos, como sostiene Rousseau, aunque la politología estadounidense no asigne (coherentemente) el primado al Estado, considerado –en cambio– por las modernas doctrinas políticas europeas como condición de la ciudadanía. La potestas, así, es puesta en las manos del poder efectivo, de cualquier poder que sea efectivo. Y, por lo tanto, desaparece. Como, consiguientemente, desaparece también la ley como mandato racional, instrumento irrenunciable de la potestas.

e) Quinta tesis. A la luz de lo que hemos observado brevemente puede destacarse la heterogénesis de los fines a la que llega la modernidad política.

Puede notarse, en primer lugar, que ésta, aun llevando a la desaparición de la ley como mandato racional (entendiendo la racionalidad en manera clásica y no, al modo hobbesiano, como cálculo), identifica la legalidad con la legitimidad. Tanto que, en el «lenguaje» jurídico moderno, legítimo equivale a legal. La excepción la constituye el derecho canónico, que –no pudiendo acoger las doctrinas modernas– usa todavía y exclusivamente el término legítimo de manera apropiada.

Puede notarse, en segundo lugar, que la modernidad política subordina la moral al poder (que se define) político. La moral, en efecto, se hace depender de la legalidad positiva, producto arbitrario a su vez de la soberanía. Así se convierten en «buenas» acciones intrínsecamente malvadas como, por ejemplo, el aborto procurado, el incesto, la eutanasia, etc.: si los ordenamientos «jurídicos» positivos permiten esto, significa –se dice– que son legales y por esto buenos.

Puede notarse, finalmente, que las Declaraciones de derechos y las Constituciones se erigen en criterio último y supremo de referencia no sólo en lo que respecta a los derechos subjetivos (transformados frecuentemente en pretensiones), sino también a los criterios de vida (asumidos erróneamente como principios) individuales y colectivos. Pues pretenden sustituir a los Diez Mandamientos. Es la pretensión satánica de no reconocer el derecho natural y de sustituirlo con el pseudo-derecho absolutamente positivista hecho por los hombres que se creen dioses.

4. Conclusión

Al acercarse a la conclusión es oportuno subrayar al menos dos cuestiones relativas a la potestas, que resumen cuanto se ha sostenido.

Puede decirse, en primer lugar, que ha sido vaciada por la modernidad política. Las razones son varias, que nos limitamos a enumerar: a) La primera se debe al hecho de que la potestas se ha convertido en límite de la libertad y no criterio de la acción, de la acción política. Ha sufrido, en otras palabras, una radical transformación por haber asumido erróneamente el «pensamiento político» moderno la libertad como libertad negativa o como libertad ejercitable sólo con el criterio de la libertad, esto es, sin ningún criterio. Lo que vale, aunque con las necesarias distinciones que afectan exclusivamente a los procedimientos, para el absolutismo, el liberalismo y la democracia moderna. b) La segunda es debida a la confusión entre potestas y poder. Esta transformación es coherente con la soberanía (entendida como supremacía), pero es igualmente absurda sea la soberanía del Estado o del pueblo. c) La tercera razón procede de la asunción según la cual la efectividad es la legitimación del poder impropiamente llamado político. Sobre todo por parte de los iuspublicistas se ha llegado a sostener que la revolución que se impone o el golpe de Estado que triunfa hacen legítimo ex tunc cualquier acto de la revolución o del golpe de Estado. Recientemente se ha alcanzado el ridículo, ya que se ha tratado de combinar el ejercicio del poder (arbitrario pero efectivo) y el consenso: el caso todavía abierto en Venezuela es ejemplar a este propósito. d) La cuarta es debida al hecho de haberse convertido al «pueblo» en altavoz de Dios, es decir, se debe a la teorización según la cual el pueblo (como lo entendió la Revolución francesa y Sieyès en particular) es simultáneamente fuente (por lo tanto detentador pleno) tanto de la auctoritas como de la potestas. El pueblo, así entendido, ha sustituido al final a Dios, marcando el completamiento del proceso de la secularización política.

La segunda cuestión que es oportuno subrayar en sede de conclusión procede de la consideración de que nadie tiene en sí el poder de mandar a otros sobre la base de la propia voluntad. Para mandar a los demás es necesario determinar el fundamento legitimador del ejercicio de la potestas, que es también regla metodológica para el mismo ejercicio. La única base para el ejercicio de la potestas es el orden natural entendido al modo clásico, que postula no solamente la existencia de Dios, sino su acto creador aprehensible por la inteligencia humana. El orden, también el orden político, nos ha sido dado: no ha sido creado por el hombre, por su voluntad. Por esto la política tiene su propia verdad, que es el objeto de la filosofía de la política, contra la que nada podemos. Lo que significa que la potestas es ejercitable solamente como arte regio que ostentan los hombres sabios que, porque son sabios, son filósofos, como observó el pagano Platón, anticipando desde muchos y esenciales ángulos la enseñanza paulina, según la cual debe considerarse siempre que toda potestas no puede sino derivar de Dios.

 

[1] Cfr. San Pablo, Ad romanos, 13,1.

[2] Es significativo a este respecto que, por ejemplo, el Código civil italiano (que en la intención del legislador de 1942 debería haber sido un código absolutamente positivista) no haya podido hacer depender los poderes de la patria potestad exclusivamente de la voluntad del legislador. Alberto Trubucchi, comentando las normas positivas del ordenamiento jurídico italiano vigente, habla –en efecto– de «poder/deber» irrenunciable. Cfr. Alberto Trabucchi, Istituzioni di diritto civile, Padua, Cedam, 21ª ed., 1975, p. 84. «Poder/deber» que es ciertamente una función de interés público, pero que no se agota en la tutela y persecución del solo interés público. La patria potestad, en efecto, está intrínsecamente regulada por el deber de custodiar, alimentar, educar y preparar al menor para una profesión. Todo esto primeramente en interés del menor. La función de interés público de la patria potestad, por tanto, no es una función ejercida en el exclusivo interés del Estado, como querrían las doctrinas políticas totalitarias. Afecta, es verdad, también al interés del Estado, entendido como comunidad política. La patria potestad, sin embargo, concierne al individuo humano, cuyo interés es distinto tanto del de los padres (reglaguía aplicada en muchos casos, al menos de hecho, para el ejercicio de la patria potestad en la antigüedad), como del interés público (regla-guía aplicada generalmente por el Estado moderno).

[3] Es una tesis muy difundida. La sostuvieron (y la sostienen) las doctrinas que hacen depender la legitimidad del ejercicio del poder político exclusivamente del consenso, entendido modernamente. Lo escuchamos en las aulas universitarias incluso de labios de profesores de orientación católica, pero dependientes de la segunda escolástica. Cfr. Danilo Castellano, La verità della política, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2002, págs. 64-65, nota 40.

[4] El legislador italiano ha concedido poder anular las obligaciones naturales consiguientes al nacimiento de un hijo. Cfr. D.P.R. n. 396/2000, que permite el llamado «parto de incógnito».

[5] Cfr. Dante Alighieri, Monarchia, III, 13-16.

[6] Se remite para esta cuestión a Danilo Castellano, Martín Lutero. El canto del gallo de la modernidad, Madrid, Marcial Pons, 2016.

[7] Sobre la cuestión se remite a la amplia introducción y al capítulo 1 del volumen citado de Danilo Castellano, La verità della política.

[8] Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Grundlinien der Philosophie des Rechts, prefacio.