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Número 583-584

Serie LVIII

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Nociones básicas de economía

1. La economía natural

El hombre necesita, del mismo modo que todos los vivientes corpóreos, de la posesión de ciertos bienes externos como condición para su subsistencia. El aire, el agua, determinados vegetales y animales, etcétera, son bienes que, en general, le son indispensables. Los animales irracionales adquieren estos bienes necesarios según el alcance de sus sentidos asociados a sus instintos. El hombre es también un animal cuyos bienes han de ser por él alcanzados de la misma manera, es decir según sean percibidos por sus sentidos, pero con una diferencia notable: puede producir esos bienes, o puede atribuir necesidad a bienes que en su ser natural o aparente no la tienen. Dicho con otras palabras: en la adquisición de sus bienes por el hombre intervienen no sólo sus sentidos e instintos, sino también su razón y su voluntad. Lo cual significa que el hombre puede discernir acerca de la misma razón de bien, juzgando, por ejemplo, acerca de la utilidad y conveniencia de aquello que en primera instancia se le presenta como apetecible. También se distingue el hombre de los otros animales en el modo de usar de estos bienes externos: por ejemplo, en el hecho de que el comer sea normalmente un acto social en que se observan formas que son de respeto mutuo. Lo cual, como es obvio, es de parte de la razón. La necesidad animal de comer está moderada por la razón.

Los bienes de los cuales aquí se trata son los externos a la persona, los cuales son bienes en razón de su utilidad. Es decir que, según su naturaleza, se ordenan a otros bienes mayores. Los bienes internos son aquellos que perfeccionan a la persona en cuanto tal, como una virtud o una habilidad artística. A ellos se subordinan normalmente los bienes externos. Los bienes internos no son enajenables, pues se identifican con la realidad interna e inmaterial de la persona, ni, por tanto, son bienes directamente transables en algún mercado.

Las necesidades que se imponen a los hombres en el desenvolvimiento de su vida normal –civilizada– son de número indefinido, o infinito en el sentido potencial de este término. El hombre puede, mediante su razón, otorgar categoría de necesidad a cualquier bien, real o aparente, puede querer todo lo que su mente conciba como apetecible. Para el vicioso, por ejemplo, tendrá ese carácter de necesidad todo lo que requiera para dar satisfacción a su vicio.

Los bienes externos, a causa de su materialidad, y a pesar de su infinitud potencial, implican limitación en su cantidad. Lo cual significa que en su posesión y disfrute sean siempre y por naturaleza excluyentes, es decir que su posesión por un sujeto impide la posesión del mismo bien, según su realidad concreta e individual, por otro sujeto. Por esto, puede que sean también limitados cuantitativamente en su capacidad para satisfacer sin problemas las necesidades de un grupo mayor o menor de individuos. Es decir que puede que esos bienes sean escasos. Por su abundancia, el aire que se respira normalmente no está limitado en su aptitud para sostener la vida de los miembros de ese grupo. Pero si estos hombres viven en una gran urbe es probable que, en razón de la escasez del buen aire, su uso o disfrute deba ser reglamentado, es decir, limitado.

2. Economía y sociedad

La economía, u orden aplicado a la distribución y al uso de los bienes externos escasos, es propia de toda sociedad: es decir, que en toda sociedad, y como parte de su vida propia, existe la dependencia mutua de sus miembros en cuanto al uso de los bienes externos escasos. Éstos son necesarios para la vida humana, por lo cual, y en relación con su escasez, es menester que su uso sea ordenado, es decir, adecuadamente distribuido. Esta distribución se realiza, en cada sociedad según pautas específicas que estén de acuerdo con la naturaleza de esa sociedad, con su índole propia y sus fines.

El orden aplicado al uso de los bienes externos escasos, a su distribución y consumo, no se produce en los hombres de manera espontánea. En los animales irracionales, en cambio, se puede observar que siempre, salvo casos de defectos individuales, actúan según las determinaciones de su propia naturaleza. Si un hombre y un perro, por ejemplo, ambos con hambre son puestos en situaciones similares, frente a un buen pedazo de carne, sabemos con certeza que el perro, irá a comerlo, pero no podemos tener tal certeza en el caso del hombre, pues a él se le presentan diversas posibilidades, entre las cuales debe elegir: si es mejor acompañar la carne con un buen vino, si por ascesis le conviene abstenerse, si sería bueno compartir esa carne con un amigo, etcétera.

La razón discierne y asigna a las partes su lugar y su función en el todo. De la razón depende, por consiguiente, el orden en las cosas humanas. Y si bien en estas cosas hay también sentidos e instintos que tienden a imponerse en la conducta del animal racional, lo que en definitiva se impone para, bien o para mal, es la razón.

De esta manera, el orden que ha de darse al uso de los bienes externos escasos en una sociedad está especificado precisamente por la índole de ella; por esta razón, la economía política es de especie distinta de la economía familiar, –de la cual, por lo demás, proviene el nombre: oikos nomos, orden de la casa u orden doméstico–. En la familia, desde luego, la distribución de los bienes no se realiza mediante el intercambio, como en la polis, sino mediante la gratuita asignación de los bienes a sus miembros según sus necesidades. Esta asignación ha sido tradicionalmente tarea de la dueña de casa, de la domina.

Y del mismo modo como no se concibe que la economía familiar se ordene internamente según relaciones de compra-venta, tampoco se concibe –aunque los ilusos no falten– que la economía propia de la sociedad política –sociedad de sociedades– se ordene en base a una distribución según necesidades, como la familiar; lo cual ha sido siempre el afán del socialismo, que no ha logrado nunca, por esto, sobrepasar el nivel de la utopía ni el del desastre económico. La economía política supone la independencia entre sí de las partes; en cambio, y por el contrario, lo propio de la sociedad familiar es la mutua dependencia de las partes. Semejante en este aspecto a la economía familiar es, por ejemplo, la de un monasterio, en el cual los monjes no son individualmente independientes, es decir, no son propietarios, por lo cual la distribución de los bienes se realiza según necesidades.

El hecho de que la economía sea una parte esencial de toda sociedad, y particularmente de la familia y de la sociedad política o civil –sociedades naturales ambas–, está mostrando que es erróneo concebir la economía como una forma unívoca, diferente sólo por su dimensión macro o micro. También esta concepción falsa de la economía supone un desconocimiento de lo que esencialmente es la sociedad política, semejante más a un organismo vivo que a una suma de elementos inorgánicos.

3. La propiedad o dominio

La facultad que tiene un hombre para disponer de lo suyo es lo que se ha llamado propiedad o dominio. En la sociedad familiar, según se ha visto, la relación entre sus miembros no se determina según éstos sean propietarios. En la sociedad política, en cambio, el serlo es una condición para ser parte efectiva de la polis. El propietario o dueño –término proveniente de dominus– posee en cuanto tal la facultad de dar orden al uso de los bienes externos suyos. En esta facultad está comprendida la de enajenar el bien, sea mediante el intercambio, sea mediante donación, o mediante alguna de las diversas formas de cesión parcial del dominio. En todo caso, es siempre un ejercicio en acto del derecho de propiedad.

La propiedad se define según derecho. Es decir que la determinación de lo suyo de cada cual implica el reconocimiento por la sociedad de la aptitud de sus miembros para disponer de sus bienes. Debido a lo cual las acciones de comprar, de vender, de alquilar, de heredar, de reclamar justicia, etcétera, no son hechos o fenómenos naturales, como la mera posesión sensible: la del perro y su hueso. Les corresponde, sin embargo, a los actos jurídicos referentes a la propiedad, ir acompañados de formalidades sensibles mediante las cuales se ratifica y se reconoce lo acordado. Son palabras y gestos que son signos sensibles de la realidad jurídica pertinente.

La vigencia del derecho de propiedad garantiza en principio la independencia de las partes, la que es esencial para que exista el intercambio y todas las otras formas derivadas de relaciones económicas. La independencia se logra en la medida en que cada una de esas partes sea dueña de sus actos, es decir que en la determinación de estos actos la persona no se encuentre presionada ni en general condicionada por factores ajenos. Esto supone que el fundamento de los actos económicos es el libre albedrío de la persona, o capacidad para discernir y decidir lo referente a su propia conducta. En esto consiste en principio la libertad de los que compran y venden, o libertad económica: es la facultad de la inteligencia y de la voluntad para elegir y para ordenarse de este modo a la consecución de un fin, que es el orden en la distribución y uso de los bienes.

Hay que tener en cuenta que, no obstante la facultad del propietario para disponer de sus bienes, el dominio del cual es titular no es un poder absoluto, por lo cual no siempre está justificado el ejercicio arbitrario de esa facultad. Esto significa que compete al dueño ordenar el uso y goce de sus bienes, pero que dicho uso y goce no es necesariamente beneficio del mismo propietario. Hay una subordinación natural del bien particular al bien común. No va esto en mengua del mismo derecho de propiedad, sino la confirmación de un orden natural dentro del cual se inscribe este derecho.

4. La reciprocidad en el cambio

Para que haya una posibilidad real de intercambio, y en éste se respete lo propio de las partes concurrentes, tiene que haber, vigente para ambas, un valor común de medida. Si no lo hay, es imposible que exista un acuerdo sobre la equivalencia entre lo que se da y lo que se recibe. Ese valor común es el punto de referencia en que ambas partes necesariamente deben coincidir.

Esta medida común es el valor de cambio. El precio de un bien es el valor de cambio expresado en moneda. El dinero, y lo que lo representa –sea papel o medidas electrónicas–, tiene como función primera y esencial el facilitar el intercambio. Por esto se ha recurrido, para realizar las transacciones, a un bien que sea comúnmente apetecido, y que en lo posible sea invariable e incorruptible, como el oro o la plata. Si este valor de cambio no es universal, puede sin embargo convertirse en medida que sea válida dentro de un ámbito particular, como lo fue la sal en algunos lugares –de donde viene, se dice, el término salario–.

Son distintos el valor de cambio de un bien y su valor de uso. Esto último corresponde a la misma condición de bien que tenga una cosa en sí misma. Por lo cual es evidente que hay una prioridad de sentido del valor de uso sobre el valor de cambio, pues éste es siempre relativo: en definitiva, relativo a algún valor de uso. En la relación de intercambio concurren dos partes, procurando cada una su interés propio al mismo tiempo que respeta el interés de la otra. Para que el equilibrio entre ambas se conserve, cada una ha de tener la disposición de dar a la otra lo suyo. Esto es recíproco, es decir que cada parte está obligada por el bien de la otra.

En toda transacción, el valor de cambio es a modo de norma para la conducta de ambas partes. Hay obligación moral de la equidad o igualdad entre lo que respectivamente dan y reciben las partes: es decir que debe haber reciprocidad en el cambio. Esto es lo justo en la relación económica: pertenece a la justicia conmutativa su determinación. Puede ocurrir que sea difícil llegar a un acuerdo sobre el valor de cambio –es decir, sobre el precio–. En tal caso, y siempre suponiendo la verdadera independencia de las partes, es normal que se produzca un mutuo regateo, para llegar así, tras reclamos y cesiones, a la aceptación común de un precio.

5. El mercado

La actividad económica básica en una sociedad compleja, como es la sociedad política, es el intercambio. Este supone la libertad de albedrío en quienes concurren a realizarlo, es decir, la ausencia de coacción tanto en el comprador como en el vendedor. No hay acción libre si uno de los concurrentes sufre de tal necesidad que lo mueva a aceptar el valor que le impongan. En un caso así se peca contra la justicia por quien se aprovecha de la situación de desmedro para lograr un beneficio que se produce a costa de la pérdida que afecta a la otra parte. La reciprocidad en el cambio es la base de una economía justa.

El término mercado ha significado originalmente lugar público en el cual se compra y se vende: proviene de mercor, que significa adquirir con dinero. Este sentido se ha conservado, pero ampliando el concepto de lugar público. No es necesariamente un lugar determinado y concreto, sino un conjunto complejo de relaciones de oferta y demanda, según las cuales se definen valores de cambio que se expresan en precios. Hay mercado allí donde hay disponibilidad de bienes transables e intención de transarlos. Lo que hace el mercado es poner en comunicación entre sí a quienes tienen intereses complementarios.

El valor de cambio de un bien consiste en la relación de equivalencia de ese bien según se lo compara con los otros bienes que podrían ser adquiridos mediante la enajenación del primero. Una medida de trigo, por ejemplo, valdría el equivalente a tantas medidas de maíz o a tanta extensión de terreno en tal lugar. No se considera la naturaleza de lo que se intercambia, –trigo o maíz, por ejemplo– sino sólo en cuanto sea materia de transacción. Este valor de cambio es objeto de apreciación o estimación, es decir, se expresa en un precio.

Son varios los factores determinantes de un valor de cambio, muchos de ellos cambiantes según las circunstancias: por ejemplo, las variables según tiempo y lugar. Si bien en abstracto este valor se define como la equivalencia de un bien con todos los otros bienes disponibles, en concreto, sin embargo, ese valor de cambio es de hecho determinado en cada transacción por acuerdo –por lo general tácito– de las partes, en el supuesto de que éstas concurran en forma libre e informada.

En primer término, lo que se transa es un bien con aptitud para satisfacer una necesidad humana, es decir, que se trata de un bien real: por esta vía está presente en esta determinación algún valor de uso del bien. En segundo término, interviene también en la definición de un valor de cambio la proporción entre oferta y demanda, pues depende de esta proporción la oportunidad de la transacción. Luego interviene, en esta determinación, el costo de producción del bien que es objeto de la transacción, en el cual se incluye principalmente la justa remuneración del trabajo humano incorporado.

Ahora bien, el costo de producción no es un factor directo de esta determinación, pues no es en cuanto tal, apetecible, sino sólo como condición subordinada: el grado de apetencia va a definir en qué medida interviene –o no interviene– el costo de producción como factor del valor de cambio. Por último, las apetencias particulares, de número indefinido, están siempre presentes en toda transacción. Entre ellas se cuenta, desde luego ciertos bienes necesarios, como determinada materia prima para una industria, pero también algunos cuya apetencia es, por ejemplo, producto de las tendencias impuestas por la moda y por la publicidad.

6. La justa remuneración

En estricto sentido, lo relativo directamente a lo justo en la remuneración del trabajo humano no es tema de la economía. No es lo justo económico, es decir no es un valor de cambio lo que da la pauta a quien tiene la obligación de pagar a otro una remuneración justa. Lo justo no corresponde en este caso a la justicia conmutativa, sino a la distributiva. La razón de esto es que el trabajo humano, y en general toda actividad de los hombres, no es en cuanto tal enajenable. Pueden transarse los frutos de ese trabajo, y así, vendiendo o comprando, el trabajador participa en el mercado, pero sólo en cuanto compra o vende.

Puede ocurrir, y de hecho ocurre, que una persona sea sometida a un régimen de esclavitud, por lo general disfrazado. El supuesto de este régimen es que el esclavo es una herramienta externa o separada y como tal enajenable: su remuneración, que el esclavo no puede reclamar como suya, consiste en lo que se le da con el fin de mantener su capacidad de trabajo, de modo semejante a como se le da forraje a un burro.

La justicia distributiva regula lo que la parte recibe o debe recibir del todo –premios y castigos, por ejemplo–. El todo es la sociedad a la cual esa parte pertenece y de cuyo bien común participa. No se trata, por consiguiente, sólo de lo que la sociedad política debe a sus partes, sino de cualquier otra sociedad en que se cumplan diversas funciones de una manera más o menos permanente.

Pues bien, el criterio para determinar el monto de la retribución debida a los miembros de la empresa o sociedad de la cual son parte es que esa retribución sea proporcional al grado de contribución de los miembros a la obra común. Esos grados son diversos, como es obvio, pues diversas son las funciones que, en beneficio del todo cumplen las partes, es decir que se excluye la igualdad. No se trata de un modelo u organigrama en que se anticipan las situaciones concretas y particulares, sino de un principio o criterio básico en el cual está comprendido que, cuando se trata de remunerar a una persona que destina toda su actividad, en jornada completa, a una misma empresa o sociedad, lo que se le debe a esa persona es el monto en salario de lo que corresponde una proporción mayor o menor de la obra común.

El monto mínimo de remuneración debida al que es miembro de la sociedad en esa condición debe cubrir las necesidades básicas comprendidas en sostener a una familia, en llevar una vida digna y en poseer una capacidad de ahorro que permita asegurar una buena vejez.

Es fácil entender por qué lo relativo a la determinación de los salarios no es directamente un problema de la economía. No se trata de ordenar el uso de ciertos bienes más o menos escasos, sino de poner tales bienes en disposición de ser usados. Se trata de un arte y una disciplina distintas de la economía: es lo que Aristóteles llama la crematística, advirtiendo, el mismo Aristóteles, que hay una crematística buena, o arte de producir nueva riqueza en beneficio de la sociedad, y una mala crematística, la cual especula con el dinero para producir más dinero, sin el respaldo de nuevos bienes.

7. La injusticia en el intercambio

La medida común sobre la cual se establece el intercambio y permite la reciprocidad es objetiva, es decir, corresponde al bien, real o aparente, y no a la intención subjetiva de las partes, como podría ser un sentimiento o una pasión no controlada por la razón. Por esto, puede haber interna contrariedad en quien obra lo justo, cuando obedece a lo razonable y no a lo meramente sensible. Esta obediencia es, por lo demás, esencial para el reconocimiento objetivo y verdadero de lo justo, es decir, de lo suyo de la otra parte. Si hay este reconocimiento y se hace abstracción de los estados de ánimo de los concurrentes, se dan las condiciones para que el acto de intercambio pueda ser justo para ambas partes, por atenerse éstas al valor de cambio sin las distorsiones causadas por las aprensiones subjetivas de esas partes.

La injusticia en el intercambio consiste, por consiguiente, en lo opuesto a la justicia conmutativa. Si ésta consiste en dar al otro lo suyo, el negárselo es lo injusto. Hay distintas formas de negar lo suyo a alguno de los concurrentes, es decir, de darse la injusticia en la conmutación: algunas, por cierto, más graves que otras, por dañar más profundamente la confianza mutua, que es la base de la economía civilizada.

La primera distinción entre esas formas de injusticia es la que hay entre el hurto y el robo o rapiña. El hurto es la sustracción oculta de lo ajeno; el robo o rapiña, en cambio, añade a la sustracción la violencia, como es el caso de la piratería o del robo a mano armada. Esta doble forma de la injusticia conmutativa da cuenta de todos los modos particulares de cometerla: es decir que toda falta o delito contra la equidad en el intercambio es hurto o es robo. El uso común además, ha reducido ambas formas a una, el robo, por lo que se puede afirmar que toda sustracción de un bien ajeno es un robo, es decir que es la apropiación indebida –oculta o manifiesta– de un bien del otro.

Es el uso común de los términos lo que ha llevado a tratar como robo a toda forma de sustracción, haya o no haya violencia. También hay que observar que esta distinción entre robo y hurto es poco precisa, por lo mismo que la noción de violencia lo es. Hay que tener en consideración que lo esencial de toda violencia es la coacción, y que ésta es lo que impide la voluntariedad de la conducta. Si se analiza la conducta humana, se llega a la conclusión de que, en un sentido más amplio, todo robo –sea hurto, estafa, fraude, engaño, etc.– altera la paz de la víctima, consista en una imposición físicamente violenta o en una coacción institucionalizada, como ocurre, por ejemplo, cuando una sociedad financiera fija arbitrariamente intereses y comisiones. Si no hay reciprocidad respetada por ambas partes, siempre hay una parte que gana a costa de la otra, que es –¿hay que decirlo?– la que pierde.

8. La libertad económica

No habiendo coacción en la voluntad y existiendo la información adecuada en las partes acerca del objeto del intercambio, estas partes, al concurrir al mercado, son libres, gozando de la libertad propia del ser humano, que es la de albedrío. Esta libertad toma forma en el acto de elección.

No es ésta, sin embargo, la libertad proclamada y defendida por los filósofos y economistas liberales. Lo que éstos proponen es la llamada libertad de mercado, que consiste en la espontaneidad con que las partes concurren buscando exclusivamente el propio beneficio, ausente del todo una obligación de justicia o, simplemente, alguna norma moral aplicada a la conducta económica. Es libre sólo el que prescinde de consideraciones de este tipo, es decir, que no reconoce obligación alguna de orden moral. La libertad así entendida es la que debe regir, según ese pensamiento, no sólo la conducta económica, la cual vendría a ser el modelo universal, sino la misma constitución de la sociedad.

Ahora bien, cuando se da categoría de precepto moral a esta libertad de concurrencia al mercado, de hecho se le quita esta categoría a lo que efectivamente la tiene, con el resultado de que esa libertad va a traducirse como el poder de las partes para imponer su propio interés en la relación de compra-venta, sin que importe lo justo o lo injusto de la operación. No es raro que se califique a la justicia como una superstición o un sentimiento que no va más allá de la subjetividad de quien cree en ello.

Lo que, para esta concepción ideológica es siempre lo contrario a la libertad, o lo propiamente coactivo, es la norma moral a la cual se quiera reconocer un valor objetivo y universal. No existe, por tanto, para esta concepción, una obligación de conciencia respecto del bien del otro, es decir, no existe un deber de justicia y pretender que exista es distorsionar radicalmente la economía y, en general, la vida en sociedad.

9. La ciencia económica

Hay distintas versiones de lo que ha de entenderse por ciencia económica. Desde luego, hay que tener en cuenta que los términos ciencia o científico padecen de esa limitación en su modo de significar que se llama equivocidad; Es decir, que el mismo término –o más bien la misma voz– tiene diversos sentidos según se diga de diversos sujetos. Por ejemplo, la palabra temporal dicha de la tempestad y de lo propio del tiempo.

A Isaac Newton se le debe el prestigio adquirido por la ciencia en su sentido empírico. Se trata de conocer el fenómeno según se desarrolla atendiendo a ciertas constantes, a las cuales se las denomina leyes. Aunque este término originalmente se refiere al orden moral en cuanto norma de conducta, se ha generalizado su uso en el sentido newtoniano.

Adam Smith aplica los métodos de esta nueva ciencia para dar racionalidad al fenómeno económico, la cual se lograría guardando estricta objetividad y neutralidad en la observación y explicación del fenómeno. El método que debe seguir la ciencia económica, según se la considera desde la perspectiva de Smith, y dado el nivel de abstracción en que se desarrolla, es el matemático.

Ahora bien, lo que se conoce mediante la aplicación de estos métodos empíricos y matemáticos no es, en su sentido propio, economía, sino un conjunto de nociones cuyo grado de abstracción impide considerar el fenómeno económico en su realidad propia. Sólo accidentalmente corresponden a la economía. Por lo demás, esta concepción empírica de la conducta económica, por la cual se la ve reducida a modelos matemáticos, excluye, como es obvio, la consideración de esa conducta según lo que es ella de suyo, es decir, según su esencial naturaleza ética.

Se ha visto que la economía es el orden impuesto a la distribución –y subsidiariamente al uso y consumo– de bienes materiales escasos Este orden no es espontáneo, pero sí es natural en cuanto necesario a la vida civilizada de los hombres. Requiere por ello de un principio ordenador, tanto en una sociedad compleja, como es la comunidad política, cuanto en una muy simple, como es la familia. Entre estas dos se sitúa, con la misma exigencia de un principio ordenador, cada una de las múltiples y diversas sociedades intermedias.

Saber ordenar es lo propio del saber práctico, cuyo carácter es ir inserto en la acción voluntaria, dando a ésta sentido y determinación respecto del fin. No consiste en forjar un modelo, tomado de la ciencia teórica para luego imponerlo, a modo de un sello en la cera.

El que es apto para ordenar la economía es el hombre prudente, el que sabe juzgar en la práctica acerca de lo conveniente o inconveniente de una conducta, y el que sabe determinar e imperar el orden en la distribución y uso de los bienes externos escasos. Su ciencia es la sabiduría práctica, es la de quien ordena la disposición de esos bienes, según los criterios definidos por las sociedades de las cuales son parte. Es un saber que no es de lo universal, como es el de las ciencias teóricas o especulativas, sino de lo singular y concreto.

Finalmente, como ocurre por lo general con todos los saberes prácticos, la inteligencia da un paso más y se propone estudiar lo que es la economía y lo económico. Es el saber teórico de la economía, resultado de la reflexión de la inteligencia: con la cual se completa el panorama de la ciencia económica. Puede ser llamada filosofía de la economía, o economía teórica, Es la disciplina teórica cuyo objeto es la verdad de la economía y de lo económico.

El conocimiento teórico es lo propio de las ciencias especulativas, que tienen presente su objeto al modo de un espejo –speculum– e investigan cerca de lo que es una realidad. La economía teórica es el saber acerca de la naturaleza de la economía, haciendo abstracción de lo accidental y contingente. Conoce los principios y causas de la economía, su relación con la ética y con otras disciplinas teóricas.

Son tres, por tanto, las disciplinas vinculadas directamente con la economía. En primer lugar, la ciencia práctica, que es parte esencial de la conducta económica, a la cual da forma. En segundo término, se entiende por ciencia económica, lo que se conoce como filosofía de la economía o teoría económica, es decir, el estudio de las razones universales –principios y causas– implicadas en ella. Tercero, es lo que en la escuela llamada clásica o liberal se entiende por ciencia de la economía: es el estudio del fenómeno económico en cuanto tal. Hay que tener en cuenta que este estudio del fenómeno y sus leyes o constantes sólo accidentalmente puede ser llamado economía, pues trata de categorías ajenas a lo propiamente económico, como lo son los modelos y fórmulas matemáticos.