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Número 583-584

Serie LVIII

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Helena Rosenblatt, The lost of liberalism. From the ancient Rome to the twenty-first century

Helena Rosenblatt, The lost history of liberalism. From the ancient Rome to the twenty-first century, Princeton y Oxford, Princeton University Press, 2018, 368 págs.

La profesora Rosenblatt enseña Historia en el Colegio Hunter y en el Centro de Graduados de la Universidad de la Ciudad de Nueva York. Es autora de varios libros casi todos interesados en el pensamiento liberal y republicano: Rousseau and Geneva. From the First Discourse to the Social Contract, 1749-1762 (1997), y Liberal values. Benjamin Constant and the politics of religión (2008); editó The Cambridge companion to Benjamin Constant (2009); con Raf Geenens se encargaron de una historia del liberalismo francés de Montesquieu al presente (2011); también con Paul Schweigert publicaron la colección de estudios Thinking with Rousseau. From Machiavelli to Smith (2017). Como historiadora de las ideas políticas sus libros han aparecido en la colección inventada por Quentin Skinner, «Ideas en contexto», para la editorial de la Universidad de Cambridge. Se trata, a no dudarlo, de una especialista con reconocimiento y difusión en los medios académicos.

En este nuevo trabajo Rosenblatt ambiciona estudiar las mudanzas del liberalismo de la antigüedad al presente, pues está preocupada por su significado variable en el tiempo y el espacio, que vuelve el debate sobre las palabras una polémica confusa. Para eso se propone trazar la historia de la palabra, algo semejante y no idéntico a la propuesta de la historia de los conceptos de R. Koselleck. De ahí que el capítulo primero pregunte qué significa ser liberal de Cicerón a Lafayette. ¿Y qué significa para Rosenblatt ser liberal? Lo que podríamos denominar prehistoria del liberalismo –que llega hasta la Revolución Francesa– está erigida sobre la idea de la virtud republicana que es, para la autora, tanto moral como cívica, según el ejemplo romano, grandeza de alma, generosidad, desprendimiento, amor a la patria, deberes por sobre los derechos, etc. Eso es ser liberal. Con el tiempo, ser liberal será el resultado de la educación liberal en las artes liberales que vienen a concluir en lo mismo: cómo ser un gentleman.

El resto del libro posee una estructura cronológica. En el capítulo segundo estudia las ideas de la revolución francesa, especialmente las de Benjamin Constant y Mme. de Stael, que para la autora poseen la singularidad de concentrarse en el concepto de ciudadanía como directiva moral centrada en el interés público, hasta el sacrificio del particular en aras del bien de la sociedad, y el dominio de uno mismo. Los capítulos 3 a 5 están cruzados por varios aspectos centrales a la comprensión de la ideología: uno de ellos es la religión, singularmente la católica, enfrentada al liberalismo, como agredida y no como agresor (aunque así no se lo presente); además, el ascenso de las aspiraciones democráticas, conectadas a lo que se llamó «el cuarto estado» y el advenimiento de la cuestión social; asunto que remite a las ideas y prácticas económicas del liberalismo y a las críticas socialistas. Es también el tiempo en el que los liberales reaccionan contra los personalismos autoritarios como los de Luis Bonaparte, Lincoln o Bismarck.

Si en los anteriores capítulos ha quedado planteado el conflicto entre catolicismo y liberalismo (además de republicanismo), en el sexto se desarrolla ligeramente la polémica francesa en torno a la laicidad, que va más allá de la secularización en la educación. Precisamente esta radicalización del liberalismo abre el camino al entendimiento temporal de liberales y socialistas (del que Francia es laboratorio viviente) y que, a pesar de lo estudiado por Rosenblatt en el capítulo séptimo, es prueba evidente de dos cosas: que los extremos se tocan y que se apuran en tocarse cuando el enemigo es la Iglesia Católica. Ya en el octavo capítulo, el último, regresamos al mundo angloparlante para ver de qué manera el liberalismo se convierte en el credo de los americanos, liberalismo entendido al modo como se expuso antes, como progresismo, acentuado o intensificado por la amenaza totalitaria y el auge de los derechos humanos, temas sobre los que vuelve en el «Epílogo».

Como puede apreciarse la historia relatada por Rosenblatt es sencilla, casi colegial, aunque tengo la impresión de que para el público americano puede resultar poco grata, al haber resaltado el origen y la evolución del liberalismo en Francia y al compás del panorama europeo. Pero esto es secundario o menor, ante algunos problemas de fondo, por caso el siguiente: si el liberalismo es la profesión de fe de los hombres liberales –es decir, de los caballerosos y gentiles, de los enamorados de su país y su gobierno–, cómo se entiende que esos gentlemen establecieran un sistema de empobrecimiento generalizado, persiguieran al catolicismo, liberaran la moral de toda traba al desarrollo de la individualidad, fundaran sus creencias en un descreído deísmo que los llevó tarde o temprano al indeferentismo y el ateísmo, etc. No son resultados muy caballerescos que digamos. Muy lejos de la grandeza de espíritu estas sociedades liberales, de hoy y de ayer, pregonan una libertad individual casi absoluta junto a mecanismos de control social de rango totalitario.

Lo que ocurre, a mi juicio, es que las cosas vienen mal barajadas desde el comienzo. La pregunta «¿qué significa ser liberal?», del capítulo inicial, si no maliciosa, al menos es errónea por mal planteada, pues una cosa es ser liberal en el sentido de la virtud clásica, y otra bien diferente es el liberalismo como ideología política. Se puede ser liberal en el sentido virtuoso –o como dirían los ingleses, un gentleman– sin serlo en el sentido ideológico; y viceversa: puedo ser adepto al liberalismo sin profesar la virtud de la liberalidad. Es como la moral kantiana: sin importar el contenido, la materia del acto moral, lo que interesa es la forma, el modo cómo se hace o se obra o simplemente realizarla. Y sabemos se puede condenar a los pobres a la esclavitud laboral con la sonrisa en la boca de un empresario capitalista, con el corazón compungido del pastor protestante, y con una gran teoría a lo H. Spencer.

Lo que Rosenblatt nos ha contado es la «historia rosa» del liberalismo, sus buenas intenciones, sus sanos propósitos, las inclinaciones cívicas y humanitarias de los caballeros. No ha podido o no ha querido estudiar cómo esa cacareada virtud de bonhomía viene prendida, desde el siglo XVII, de un sistema de ideas inmanentista, nominalista, individualista, economicista, utilitarista, secularizante, xenófobo, mecanicista, inmoral, etc., que hace del liberalismo una ideología política y más que eso. Todas estas derivas, para Rosenblatt, son un desvío, una pérdida –precisamente la que da origen al título del libro– de aquel talante espiritual. Lo que nos ha relatado es «su» ansia o deseo, que es parte de la historia, pero no es «la» historia del liberalismo, que no se agota en cuestión de carácter.

Juan Fernando Segovia