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Número 583-584

Serie LVIII

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Anti-economismo: el ejemplo de Santo Tomás de Aquino

 

1. Introducción

Sería vano buscar en Santo Tomás los primeros elementos de lo que se llama desde el siglo XIX la doctrina social de la Iglesia.

En efecto, la situación a la cual esta ha pretendido aportar un remedio, era simplemente inconcebible en una época caracterizada por una riqueza cuya principal fuente era la tierra y por lo tanto la ausencia de industria y, más ampliamente, el escaso desarrollo del intercambio económico. Pero, si bien está fuera de lugar preguntarle a Santo Tomás acerca de la solución que habría que aportar a un «conflicto social», inimaginable en su época es, sin embargo, perfectamente posible encontrar en él un anti-economismo cuyo origen se remonta a los griegos. Este, no solamente corta por lo sano, dada su radicalidad, al intento de asociar el nombre del Doctor Angélico al nacimiento de la futura civilización industrial, sino que incluso descarta plenamente considerarle como el padre de la «teología de los contratos», esencialmente preocupada, como ya sabemos, en acomodar las exigencias de la justicia con las necesidades del comercio. Son cosas estas que probablemente sea bueno recordar en una época en el cual tratan de hacer que Occidente olvide la existencia de la tradición anti-hedonista sobre la cual se ha edificado, y sobre la cual, y debería de estar muy claro, ha reposado durante mucho tiempo.

Pueden destacarse tres temas principales en los pasajes de la Suma Teológica[1] en los cuales esta se confronta a los problemas levantados por la economía tradicional. Son, tal y como veremos, simples corolarios de un principio sobre el cuál el Sermón de la Montaña y la filosofía griega no tienen ninguna dificultad en asociarse: según una formula ya antigua, es el del primado de los «bienes del alma» sobre todos los demás bienes. Importa, en primer lugar, captar de nuevo el significado de esta idea.

La Revelación, otorgando a los fines de la vida humana un valor sobrenatural, no podía tener otro efecto que el de descreditar todavía más las ataduras mundanas, que ya la sabiduría antigua había condenado considerándolas cosas vanas. Haciendo que el hombre vuelva su mirada hacia el cielo, prometiéndole a su contemplación un futuro beatífico hasta ahora insospechable, el cristianismo confirmaba, prolongándola, la intuición del pensamiento griego según la cual el alma, parte esencial del hombre, es lo único necesario: es esto tan evidente que no hace falta insistir más en ello.

Es menos evidente, sin embargo, el motivo por el cual esa misma tradición otorga, de forma persistente, cierta superioridad a los «bienes del cuerpo» sobre los «bienes exteriores» (honores o riquezas, por ejemplo). La clasificación de los bienes, idéntica desde Sócrates hasta Epicuro, y que Santo Tomás retoma, refleja esta jerarquía pero, ¿a qué se debe esta? Esta pregunta es del todo pertinente en la medida en que, de primeras, no salta a la vista por qué la materia sería más amenazante para el espíritu de aquel lado que de aquel otro, es decir que la amplitud de los compromisos externos del espíritu es lo que, ante todo, debería de servir de medida de su perdición. La metafísica nos da la razón de esta distinción: mientras que la naturaleza (Φύσις) está del lado del límite y de la determinación (véase la salud por ejemplo: la tenemos, o no la tenemos, pero ¡no podemos tener siempre más salud!), las cosas externas, son siempre susceptibles de acrecentamiento, por lo tanto, de atesoramiento indefinido; lo que les hace ser de un uso esencialmente peligroso para el espíritu, que tiene por carácter propio el perderse siempre que sitúa el infinito allá en donde no está. Podemos sin embargo objetar: ¿pero no tiene acaso toda posesión material como última razón de ser un gozo corporal correspondiente? ¿Y, buscaríamos acaso la propiedad, la riqueza, incluso el honor, si no estuviéramos primero atados a este cuerpo al que todas estas cosas miman, complacen y realzan? Cierto es que el cuerpo es, en última instancia, el sujeto último de nuestros placeres: no nos afectan más que por él. Pero esto tampoco es motivo para hacerle responsable de un materialismo que se desliza en nuestra alma únicamente porque hemos elegido primero vivir en la ausencia de limitación –en el τὸ ἄπειρον– esta dimensión que de hecho el cuerpo desconoce en tanto que es un organismo. Después de todo, incluso el borracho conoce la saciedad, y el drogadicto no se pasa del límite sin autodestruirse. El único ámbito en el cual una progresión indefinida es, por definición, siempre posible, es el ámbito externo, en el cual las cosas siempre pueden adicionarse. Aquí, nuestra razón, como lo señala Santo Tomás, puede ir hacia el infinito «así como lo vemos en la consideración de los números y de las líneas»[2]. Aplicándose a objetos de naturaleza cuántica y ofreciendo estos a las investigaciones de nuestra voluntad, la razón se alinea así, de alguna manera, sobre este infinito malo del cual ha aceptado ser la potencia actualizadora. Corriendo siempre tras un infinito que no alcanzará jamás, el deseo artificial es la imagen misma del espíritu desposeído de sí mismo y en este sentido «alienado». Así podemos decir, retomando el lenguaje de Santo Tomás, que la «concupiscencia no natural» no llega a introducirse en nosotros más que mediante el deseo de las riquezas, símbolo del bien exterior; en la medida en que el dinero es el medio de todos los fines que pertenecen al orden en cuestión, la concupiscencia no natural se manifiesta verdaderamente como el demonio del dinero. Es por ello que la codicia (cupiditas), si la tomamos precisamente como ese amor al dinero, puede ser considerada, según una frase del Apóstol, como la raíz de todo pecado[3]. Pensamos que era necesario recordarle al lector este punto, tan esencial como comúnmente ocultado, para entender adecuadamente lo que sigue.

2. Santo Tomás de Aquino y la «dignidad del trabajo»

Una leyenda tenaz afirma que el cristianismo y especialmente Santo Tomás habrían «rehabilitado el trabajo», cuya dignidad los Antiguos no habrían sabido ver. Se destaca de muy buena gana, para justificar este punto de vista, la actividad laboriosa de Cristo, modelo, según se dice, de la práctica humana, ordenada a participar de la obra divina de continuada creación del mundo. Al santificar el trabajo, la Revelación nos invitaría a ver en este último el honor de los redimidos, y ya no el triste destino del esclavo, el triste privilegio del hombre infrahumano[4].

Esta idea que está de moda desde el siglo XIX, sirve frecuentemente hoy en día de señal para marcar el límite entre el mundo pagano –el mundo de la servidumbre y de la dominación donde el sufrimiento es para unos y el ocio privilegiado para los demás– y el mundo cristiano, en donde todos, se supone, trabajan bajo el estandarte de Cristo para el perfeccionamiento de la obra divina.

Tales ideas son incompatibles con la filosofía de Santo Tomás. A la oposición aristotélica entre los trabajos mecánicos y la actividad del espíritu corresponde en el Santo la oposición, todavía más intensa, entre la obra servil y la obra espiritual, la cual trasciende tanto más a la precedente que toma, en la predicación, en la oración, en el estudio, etc., una dimensión sacral ignoraba por los Antiguos. El «opus servile», desvalorizado al extremo, designa no solamente las operaciones propiamente manuales que tienen como meta el mantenimiento material de la existencia, sino que también el conjunto general de las consideraciones, preocupaciones o prácticas utilitarias que no nos permiten, mientras nos dedicamos a estas, entregarnos a las cosas divinas. Desde este punto de vista, mientras trabajan, el burócrata y el ingeniero, se revelan tan serviles como el obrero mismo, siendo ambos participes de un mismo espíritu: ya sea que manipulemos la materia con nuestros brazos, ya sea que lo hagamos con diseños y símbolos, en ambos casos somos su esclavo. En cualquier nivel que se sitúe, el trabajo no puede ser más que afectado de un valor ontológico negativo, el cual se da menos por la naturaleza de los gestos que se realizan que por los fines que se persiguen cuya consecuencia será necesariamente inclinar ineluctablemente el hombre hacia lo sensible. Ningún trabajo es noble, ningún trabajo es «santo»[5], Santo Tomás lo repite después de una larga tradición, ofensiva para las teologías que, siguiendo a Marx, mantienen que el trabajo es algo antropogénico. Lejos de elevar al hombre a su más alto nivel, el trabajo manifiesta por lo contrario el hecho de que no ha podido mantenerse en este nivel. En fin, el instinto griego no se equivocaba al ver en el trabajo el miserable medio al cual algunos tienen que recurrir para mantenerse en vida, la suerte de aquellos que no pueden hacer nada más, es decir nada mejor[6].

Globalmente desvalorizado por esta filosofía del espíritu que es el tomismo, el trabajo tiene sin embargo en esta, una apreciación diferenciada que tiene en cuenta los dos objetivos distintos que puede perseguir en el marco de la finalidad de conjunto. En efecto, la «obra servil» es algunas veces presentada por nuestro autor como compuesta de dos especies, a las cuales da el nombre respectivo de «corporal» y de «exterior», lo cual hace referencia directamente a la distinción presentada con anterioridad […][7]. Por muy vil que sea, el trabajo que se propone alcanzar lo necesario para vivir no es criticable, ya sea que apunte al simple mantenimiento del cuerpo o bien a la adquisición de riquezas naturales como el alojamiento o el vehículo necesario para el mantenimiento de un standing exigido por nuestra condición social. Lo que, sin embargo, es éticamente imposible de justificar, es el hecho de entregarse a las obras exteriores, es decir, tener como fin la satisfacción no solamente de las necesidades sino también de cualquier deseo, que de hecho nace de la misma práctica de estas obras; desde este punto de vista existe una diferencia que no es solamente de grado entre el «trabajo» del pater familias que mantiene a los suyos y el trabajo del emprendedor, del obrero o del comerciante que aceptan, por definición, someterse a todo lo que se les exige y de hacer al fin y al cabo cualquier cosa si hace falta. Si bien Santo Tomás es indulgente con el primer tipo de persona es, sin embargo, severo con estos últimos, los cuales obran de primeras fuera del marco natural y no son nada más, bajo este aspecto, que personas corruptas por la concupiscencia humana. Se impone entonces por si sola esta conclusión: el trabajo es, tal y como nosotros Modernos lo entendemos, lo que se condena aquí. Porque en efecto, si le quitamos al trabajo su dimensión mediante la cual ha podido convertirse en productivo (me refiero al apetito ilimitado de lucro), si le quitamos al trabajo el elemento mediante el cual se convirtió de hecho en el Trabajo, esa praxis industrial a la que inmediatamente hoy en día le identificamos todos, ¿qué quedaría? No juguemos con las palabras: no quedaría nada; o más bien nada más que esta artesanía doméstica más o menos ampliada a la que Santo Tomás lo reduce, y que suscita en nosotros esa mueca de indulgencia que tenemos generalmente frente a las realidades folclóricas. Y es totalmente normal que las cosas aparezcan así: desde Platón, Aristóteles y Plotino, ¿acaso no implicaban las filosofías del espíritu el desprecio «del hacer, del producir, del poseer», bajo todas sus formas? De estos dos órdenes que se excluyen mutuamente Santo Tomás[8] eligió uno, desaprobando con esto las tergiversaciones de aquellos que, en su nombre, pretenden eludir una alternativa ineluctable.

3. Trabajo asalariado y «anti-productivismo»

El desprecio visceral de nuestro autor por lo que hoy en día llamamos el asalariado, es una simple consecuencia de estas consideraciones.

Ya Aristóteles había asociado al desprecio del esclavo «por naturaleza» el desprecio del asalariado, que pudo observar abundantemente presente en la Atenas del siglo IV. Si trataba a ambos de la misma manera es porque había percibido la solidaridad de los dos fenómenos, no siendo más el primero que la forma perfeccionada del segundo[9] y permite por lo tanto descifrar su verdadera esencia. Santo Tomás retoma esta idea: al mismo tiempo que reconoce para el esclavo, para el hombre siervo, los derechos comunes de la criatura ignorados por los griegos, no ve en la esclavitud más que la forma exacerbada del trabajo asalariado. ¿Qué es el esclavo sino un asalariado atado a su trabajo, mantenido en vista de este trabajo y falto de cualquier protección? ¡El esclavo no hace nunca otra cosa más que lo que hace el obrero, el jornalero, la mano de obra, etc., salvo que en condiciones socioeconómicas menos favorables! Todos pertenecen esencialmente al mismo orden y a la misma apreciación.

La apreciación no puede ser más que negativa, teniendo en cuenta la naturaleza de las tareas a las que estas categorías se dedican[10]. ¿A qué se dedica el asalariado? Por esencia, trabaja para otro, es decir que depende de él. ¡Si es verdad que la grandeza del hombre reside en ser autárquico, si es verdad que somos tanto más perfectos cuanto más nos bastamos a nosotros mismos, entonces el asalariado representa, para un hombre libre, el grado más bajo de la existencia! Recordar las tres dependencias a las que está sujeto el hombre, y su respectiva jerarquía ontológica, debería bastar para zanjar la cuestión: la perfección del hombre es entregarse a Dios y no depender más que de Él; su miseria, es depender del demonio cuando éste rige su alma; el estado intermediario, sí puede decirse, es depender del hombre, es tener que ser su siervo[11]. La cosa, por supuesto, no es inmoral, pero pertenece a aquellas que no aceptamos espontáneamente, que no podemos aceptar más que cuando estamos obligados a ello. Sobre este carácter esencialmente servil del trabajo asalariado hay que insistir tanto mas que se trata de un aspecto del pensamiento de nuestro autor que se suele tomar muy a la ligera, por no decir que muchas veces simplemente se oculta y se tapa. En el trabajo pues, sea el que sea, somos generalmente «esclavos» –de alguna manera en el sentido platónico de la palabra– porque cuando trabajamos, siempre es para nuestro cuerpo, para su mantenimiento o para sus placeres. El trabajo que realizo para mí o para los míos en tanto que pater familias cultivando o regentando por ejemplo mi dominio, ya me pone en una cierta situación de servidumbre: la servidumbre hacia las cosas, precio a pagar por su uso, que el fin «no liberal» que persigo me impone. Pero en el trabajo que realizó para otro, hay que añadir a la servidumbre hacia las cosas otra servidumbre mayor, esto es, la servidumbre hacia la persona, que no solamente refuerza la alienación, sino que modifica su sentido: en efecto, aquel que, pagándome, es mi amo, puede utilizarme según quiera como instrumento de sus propios fines. Ningún asalariado es «compos sui», dueño de sí; todos por lo contrario tienen que aceptar como norma de vida hacer lo que se le dice que hagan, y así no vivir más que mediante otro[12].

Lo que, en el ámbito de la ética, puede no tener ningún inconveniente mayor en el marco de una sociedad fuertemente influenciada por los valores cristianos (en la cual en principio no se le pide a un individuo otras tareas que las que un hombre honesto pueda realizar) es susceptible, en cambio, en otro contexto, de ser desastroso para las costumbres públicas, cuando inmensas masas de hombres se afanan en satisfacer con su trabajo asalariado las pasiones de algunos de ellos o, lo que es peor porque es la fase terminal, sus propias pasiones materiales que se volvieron ya irresistibles. El trabajo asalariado, por oposición a la vida del señorío o del municipio (esencialmente autárquicas), es la puerta abierta a la corrupción mecánica de los trabajadores mediante las condiciones mismas en las cuales trabajan y que les hacen, para decirlo de alguna manera, firmarle un cheque en blanco automático al sistema del cual son rehenes. Que este sistema les haga trabajar para fines sobre los que ninguno de ellos tiene control alguno, eso hace parte de la historia, porque probablemente hacía parte de su destino. Santo Tomás no podía prever sin duda, el asalariado generalizado de la era industrial; pero ha podido tener, de forma anticipada, la intuición de la nocividad intrínseca de una situación en la cual los lazos verdaderamente personales de la célula patrimonial viniendo a ser quebrantados, no les quedaría más a los hombres que convertirse mediante el trabajo en los esclavos interesados los unos de los otros. Las ciudades antiguas ya vieron florecer el esbozo de este fenómeno, lo que terminó de convencer a los filósofos, así como a nuestro autor, de la existencia de una correlación entre el aumento de la tasa de trabajo dentro de la ciudad y la disminución de su nivel moral.

Pero bajo la hostilidad hacia el trabajo asalariado aparece otro tema, de hecho complementario del anterior, el anti-productivismo, que deriva, como ya vimos, del concepto de frugalidad. En efecto, la interdependencia de los individuos en el sistema del trabajo tiene por efecto el corromperlos pero únicamente porque en primer lugar desarrolla, de manera decisiva, la productividad de ese mismo trabajo. Ciertamente llega un momento, que evidentemente Santo Tomás no podía prever puesto que supone una sociedad industrial ya madura, en el cual el trabajo asalariado se vuelve en contra de la productividad (es de hecho la toma de conciencia de este hecho lo que servirá de base para la crítica liberal contra el trabajo asalariado generalizado); resulta sin embargo que en el intervalo, la solidaridad entre trabajo salariado y economía dinámica es perfectamente evidente: es más, es éste el que ha hecho posible, como es sabido, la aparición de este tipo de economía. Cuando la meta no es producir, sino por lo contrario no producir demasiado; cuando se trata de evitar que el acrecentamiento de los bienes disponibles altere las costumbres y deshaga la vida política[13], el trabajo asalariado se convierte inmediatamente en el enemigo, siendo demasiado evidente que su resultado esencial es multiplicar los brazos de donde no puede más que salir el mal.

Así pues, el trabajo asalariado es la peor forma bajo la cual el trabajo puede organizarse: tanto porque representa la aparición de individuos que, convertidos en simples engranajes de una máquina, no siendo ya responsables de sus gestos ni de sus proyectos, tendrán tendencia a dejarse llevar por el peor lado de su naturaleza, como porque, dándole al trabajo una eficacia nueva y temible, otorga sin lugar a dudas al hedonismo el alimento que éste necesita para nutrirse y desarrollarse.

Si esto es cierto, la expectativa de encontrar en el tomismo algo que pueda servir de justificación para la sociedad capitalista parece ser vana. Quien dice capitalista dice, ante toda otra consideración, progreso técnico-industrial continuo, productividad, crecimiento, etc., es decir exactamente lo contrario de lo que implica la idea de un «amor habendi» mantenido dentro de los límites de la razón. Aquí también, incluso si esto cuesta mucho, hay que saber reconocer la evidencia y dejar de considerar como compatible con las (¡supuestas!) necesidades del hombre moderno, un pensamiento cuyo carácter propio es el de denunciar de antemano la impiedad y la desmesura de estas[14].

4. El comercio y la usura

Se tiene por costumbre, cuando se interpreta a Santo Tomás, el separar radicalmente la cuestión del comercio y la de la usura, y de tratar ambas por separado. Esta forma de proceder es más que discutible, se basa en efecto en el presupuesto de que estos dos fenómenos son esencialmente diferentes. Que esta idea sea muy querida por los defensores de la sociedad industrial, deseosos de descubrir en Santo Tomás algo que la justifique, es algo muy natural; pero habría que ver si sería legítimo pedirle tal cosa a Santo Tomás. Nada más lejos de la verdad, dado que el lucro (lucrum) parece ser algo siempre condenable, bien venga del préstamo, bien del comercio o de cualquier otra actividad de carácter especulativo.

Dejando de lado el aspecto histórico de esta cuestión, y sin entrar mucho en detalles técnicos, nos limitaremos a demostrar que no hay ninguna diferencia de naturaleza entre la usura y el comercio, que tanto el uno como el otro, si los consideramos intrínsecamente, han de ser calificados de viles y de vergonzosos; el único motivo que habría para diferenciarlos sería simplemente que la vileza del primero se manifiesta sin adornos, mientras que en el segundo procede bajo la máscara del intercambio económico, que constituye la ocasión del negocio. Acerca de la usura, muchos intérpretes modernos hacen cuantos esfuerzos sean necesarios para tratar de endosarle a Santo Tomás una de estas dos ideas:

  1. En realidad no sería la usura lo que habría que condenar sino más bien a los usureros cuya detestable codicia habría pervertido la práctica del préstamo con interés;
  2. Suponiendo que habría que condenar en última instancia tal forma de préstamo, está condenada no afectaría en nada la institución bancaria, base del progreso de la civilización, que ningún hombre razonable osaría rechazar.

Estas ideas como ya podemos sospechar, no son para nada las de Santo Tomás, que por lo contrario es, sobre la cuestión de la usura, por lo menos tan radical como lo fue de Aristóteles en su tiempo. Lejos en efecto de ablandarlo o de enmendarlo, retoma y prolonga sus intuiciones tal y como se ve claramente tras comparar sus textos con los de la Política, I.

 Condena del préstamo con interés

No cabe la menor duda de que en la Suma Teológica el préstamo con interés es condenado, sin importar las tasas. Es de hecho una cuestión de principio: la usura contradice el axioma de la justicia cuya fórmula (dar a cada cual lo que le es debido) prohíbe, por simple conversión, exigirle a cualquiera más de lo que se le ha dado. Esta idea dirige todo el análisis tomista, sobre el detalle del cual no podemos volver ahora[15]; lo esencial es que conduce a la condena del préstamo especulativo en cuanto tal, y solamente como consecuencia de ello la condena del prestamista hacia el cual Santo Tomás nutre una enemistad teológica muy comprensible. En ninguna parte encontramos alusión alguna a una posible redención de la usura por el espíritu cristiano con el cual se practicaría: ¡de la misma forma que la prostituta cristiana no deja de ser una prostituta, el prestamista cristiano no deja de ser según Santo Tomás, un ladrón!

Más allá de la violación de la justicia que de por sí sola ya es razón suficiente para acusarle, hay otro motivo más profundo que nos permite entender la severidad sin igual con la que nuestro autor juzga a la usura. En efecto, el usurero ve en el dinero una materia acumulable que se puede atesorar, mientras que su finalidad es ser simplemente un auxiliar técnico del intercambio natural, lo cual excluye precisamente el hecho de que pueda ser almacenado. Y esto es un punto muy importante: es esencial, en efecto, que el dinero circule, adaptándose al ritmo del intercambio estando al servicio de la facilitación de este; es esencial que sea, según la famosa expresión, siempre gastado pero jamás conservado (es decir, «cosificado») hablando como Marx que sigue aquí a Santo Tomás como si fuera su propia sombra; es esencial que nunca se fije bajo la forma de un capital numerario, arrancándose patológicamente del flujo circulatorio de los bienes y servicios teniendo así, al mismo tiempo que la expresión material de una primera meta especulativa, el principio, después, del desarrollo de la especulación con un irresistible efecto de bola de nieve. ¡El préstamo con interés, instrumento evidente de la «oiconomia», he aquí el enemigo! Que esta primera intuición esté realmente presente aquí, queda confirmado, con todo, cuando se examinan las condiciones que autorizan el préstamo no gratuito, así como al examinar la finalidad que debe ser la del préstamo en general; se trata solamente, en el primer caso, de compensar una molestia padecida, un gozo impedido, un aumento imprevisto de los costes de la vida (pretium doloris) y, en cuanto al segundo, asumir gracias a este las necesidades de la caridad, de la limosna, o de forma más banal de la simple amistad. Y es ahí en donde Santo Tomás insiste integrando así el préstamo ahora despojado de sus connotaciones mercantiles, a las costumbres de un animal político digno de este nombre.

Pero algunos dirán que una cosa es condenar la usura sabiendo, al fin y al cabo, que frena el desarrollo del capitalismo, lejos de favorecerlo, y otra cosa muy distinta, es condenar la banca, instrumento esencial de este desarrollo y cuya naturaleza propia es consentir préstamos esencialmente diferentes de los que propone la usura.

Es aquí donde muchos comentadores, buscando a la par conciliar esta doctrina con las necesidades del comercio naciente, y salvar la coherencia interna de esta, despliegan tesoros de ingenio. Lo que dicen substancialmente es que Santo Tomás, a fin de cuentas, condena el préstamo con usura bajo su aspecto doblemente inmoral de remunerar, no ya la realización de una obra, sino la simple posesión pasiva de una suma de dinero; y el hecho de ser estéril en cuanto que es objeto de un atesoramiento egoísta, que no se preocupa por el bien común. Todo cambia, dicen, cuando el interés en cuestión se convierte en el beneficio de un banquero, que se ha asociado con un trabajador (agricultor, empresario, etc.) para llevar a cabo con él una obra económica de utilidad pública; y ello dado que los beneficios que hacen según la prorrata de sus respectivos gastos (uno aportando su dinero y el otro su industria) no proceden ya de la simple posesión por alguien de una cierta cantidad de metal, sino de una labor llevada a cabo gracias a este metal, cuyo interés social acaba de blanquear del todo a este último. ¡Y de ahí ya solo les queda explicar que unas compañías medievales basadas en esta simbiosis «capital-trabajo»[16] han encontrado en Santo Tomás un espectador indulgente que (ya con tanto menos cargos de conciencia que ha limpiado ya la doctrina de Aristóteles de su escoria aristocrática limitativa) llegaría necesariamente a esta idea!

Esta forma de ver las cosas de primeras bastante atractiva, tiene el doble inconveniente de no poder basarse más que en algunos escasos textos muy inciertos y, lo que es más grave, de estar en total contradicción con el espíritu de la doctrina que pretende esclarecer.

Es cierto que el concepto de lucrum no es del todo unívoco y que un análisis serio tiene que tenerlo en cuenta. El colmo de la inmoralidad es, sin duda, el caso de la usura que, tomada en su sentido ordinario, nos presenta una situación en la cual se hace pagar al deudor dos veces la misma cosa; a la inversa, en el momento en el que el dinero prestado podría asimilarse a un bien no fungible (empeñándolo, por ejemplo), sería en efecto concebible, en teoría, obtener una remuneración por este, puesto que volveríamos aquí al clásico caso del alquiler cuya esencia es ser oneroso. En algunos pasajes, breves y poco claros, Santo Tomás parece un instante estar tomando esta dirección, que podría servir de justificación de algunas instituciones económicas de su tiempo. ¡No hizo falta más para que algunos, tomando sus sueños por realidades, le conviertan en un defensor del Crédito, que es, como ya sabemos, la base del orden liberal!

El mismo Santo Tomás elimina el malentendido, en unos textos mucho más claros que los que los que podemos invocar para justificar la opinión contraria, por ejemplo: «cuando se vende una cosa por encima de su precio justo para que el comprador pueda retrasar el pago, he aquí evidentemente un caso de usura; puesto que el pago atrasado de este modo, posee todas las características de un préstamo […]. Ocurre lo mismo cuando el comprador compra una cosa por debajo de su precio justo porque paga antes de que se le sea entregada; también comete pecado de usura»[17]. ¡He aquí una práctica de crédito y del descuento que difícilmente los bancos podrían aceptar! ¿Qué pasaría si estas dos instituciones, pilares del universo del consumo que son una sola cosa, viniesen a faltarle? En cuanto a los pasajes sobre los cuales se basan para atribuir a nuestro autor la idea según la cual sería deseable una concordia entre el Banco y la Empresa, he aquí una muestra: después de volver a decir que es ilícito vender el uso del dinero, Santo Tomás declara: « podemos admitir que el dinero en forma de monedas tenga un uso secundario; como si lo prestásemos para una simple exhibición o para empeñarlo (ad ostentationem vel ad ponendum loco pignoris) ; y este uso podría ser lícitamente objeto de una venta»[18]. Lo que nos parece importante ante todo en estas palabras, es su carácter poco claro y dubitativo: esto da testimonio de la incomodidad (volveremos a hablar de ello más adelante) que siente nuestro autor al rechazar totalmente unas prácticas económicas ya ampliamente difundidas en su época, y contra las cuales siente que ya poco se puede hacer. ¡Una cosa es resignarse con muchos reparos ante lo inevitable, y otra muy diferente es consagrar teológicamente la remuneración del Capital!

De hecho, conceder a la interpretación contemporánea, el hecho de que Santo Tomás admite el financiamiento bancario de la empresa ni siquiera pondría en peligro la interpretación tradicional. En efecto, el sistema bancario, limitado por el marco de las normas éticas de las que hemos hablado anteriormente, habría muerto nada más nacer; ¡Y lo estaría por principio! ¿Cuál es el fin de la vida temporal según Santo Tomás? Es, recordémoslo, la satisfacción de las necesidades conformes a la naturaleza, es decir objetivamente limitadas, de los seres humanos. Evidentemente la geografía, el clima, la raza, la historia, la cultura, etc. especifican el contenido de estas: no descienden del cielo predeterminados de antemano de manera rigurosa. Sin embargo, por muy variable que sea «lo necesario para la persona humana» que la economía tiene satisfacer, no llega a ser nunca tal que los límites sean extensibles hasta el infinito. Siempre llega un momento en el cual lo natural deja de ser, dando paso a lo artificial, siempre existe un momento en el que se sale, por ejemplo, de los límites de este estado o condición a la que somos ordenados por la naturaleza (por la voluntad de Dios); codicia, vanidad, falta de moderación, etc. no designan nunca otra cosa más que modalidades diferentes de esta desmesura contra la cual difícilmente entenderíamos cómo la filosofía tradicional podría no ponernos en guardia.

Se sigue de esto que entre su universo y un universo nacido de la unión entre el capital y el trabajo, el contacto no puede ser más que destructivo. Para que no fuera así sería necesario que las personas económicas aceptasen someterse a las mismas normas a las que se someten los individuos es decir no desear más de lo que deben querer. Pero, ¿un Crédito que debería de antemano aceptar su propia limitación? ¿Un banco que aceptaría limitar sus beneficios para permanecer en los límites de la moralidad? ¿Una empresa financiera que decidiría ponerle un tope al crecimiento de su capital para respectar a la naturaleza? Lo burlesco de tales ideas salta a la vista. Sin embargo, así deberían de suceder las cosas para que la banca y la moral pudieran ir de la mano tal y como se supone que deberíamos de quererlo…

De hecho, está claro que el trabajo y el préstamo lucrativo, una vez en marcha, nunca dejarán de extenderse y de perseguirse el uno y al otro en una alocada carrera, sin ningún término natural asignable. Por ello, o bien la sociedad tradicional ahoga la banca a la que dejó nacer en ella por error o inadvertencia, o bien es la banca la que le ahoga: no existe término medio. Especialmente armado de su metafísica (sin hablar de su Fe) para poder entender la naturaleza exacta de la situación, Santo Tomás prefirió visiblemente aquí guardar silencio a disertar, en todo caso se las agenció para decir lo menos posible. ¿No es ésta la mejor estrategia cuando, bajo toda evidencia, no se puede cambiar el curso de las cosas?

 Condena del comercio

El comercio, cuya finalidad (por no decir su estructura formal) es exactamente la misma que la del préstamo, es merecedor del mismo tipo de juicios. Y es que la ideología modernista, en este caso también, hará todos los esfuerzos posibles por atenuar o incluso ocultar las cosas, con un empeño proporcional a la importancia de lo que está en juego.

¡Así es como explotando al máximo los pasajes de la Suma en los cuales el beneficio es declarado lícito[19], intentará acreditar una idea según la cual Santo Tomás, tomando sus distancias respecto de las fuentes antiguas, habría visto en el negocio en cuanto tal una actividad no solamente inocente, sino incluso digna de ser apoyada y fomentada[20]! Salvo que, percatándose algo de lo grotesco de tales afirmaciones, atribuyan por lo contrario el desdén que Santo Tomás tiene efectivamente hacia el comercio, al triste estado en el que se encontraba este todavía en el siglo XIII, a causa de las persecuciones de las cuales era objeto por parte de la gente rural y de los nobles (¡así es pues como ahora se vuelven malos los perros que jamás se acarician!). En fin, siempre se tratara, desde un frente u otro, de colar la idea según la cual el comerciante tal vez pueda llegar a ser inmoral (y lo es a menudo) pero el comercio sin embargo no es inmoral más que en condiciones muy específicas que siempre se pueden evitar: de tal modo que esta actividad en si no debería suscitar jamás ninguna desconfianza, haciendo parte de las que se integran muy naturalmente al armonioso edificio de la civilización.

Aquí también habría que matizar un poco.

Si leemos atentamente el artículo cuatro la famosa cuestión 77, nos damos cuenta, en primer lugar, que Santo Tomás retoma literalmente la distinción aristotélica entre del intercambio según la naturaleza y el intercambio pervertido por un fin crematístico. Entre el intercambio quasi naturalis y necesaria, que tiene como fin proveer a las necesidades de la vida, y aquel que tiene como fin el lucro (lucrum), no hay nada en común: mientras que el segundo, como ya veremos, corresponde al comercio, el primero, y nuestro autor insiste mucho en ello, no interesa a los negociantes (non propie pertinet ad negotiatiores). Y este es, sin embargo, el único loable[21]; el negocio, sin embargo, considerado en sí mismo, tiene algo de «indigno».

 Aprobación del trueque

Antes de considerar a este último veamos qué es lo que nuestro autor elogia cuando habla de «intercambio según la naturaleza». Se trata en realidad del trueque aristotélico[22], ya sea directo, ya sea realizado mediante el intermediario monetario, cuya intervención alivia gratamente las operaciones[23]. Este trueque es de hecho susceptible, mediante un sistema de transporte y de cuidados[24] adecuados de la mercancía, de extenderse para cubrir las necesidades propias de grupos humanos importantes que no disponen siempre in situ de lo que necesitan para vivir. Pero lo que es fundamental, es que en ningún caso los agentes económicos persiguen algún fin especulativo; sea la que sea la escala en la que se lleve a cabo, la operación tiene como meta proveer a las simples necesidades de la vida (naturalis necessitas). ¿Cuál es la fuente de tal ecuanimidad? Lo entenderemos si nos acordamos de relacionar el trueque con el «intercambio familiar», que fue su origen y que sigue siendo su modelo. Espontáneo entre los grupos restringidos a los que permite sobrevivir, este intercambio tiene como fin colmar, según las necesidades, las carencias que puedan aparecer, mediante transferencias recíprocas de bienes complementarios. La operación que tiene precisamente como meta permitir a cada uno disponer de lo que carece, está totalmente desprovista de fines mercantiles; establece una relación entre individuos cuyo propósito es ofrecerse un servicio mutuo, y no aprovecharse los unos de los otros, lo que de hecho estaba perfectamente simbolizado por la práctica ostentosa del don gratuito que casi siempre se puede ver en este tipo de ambiente. El modelo abstracto de tal comportamiento (¡cuyo altruismo no podría ser explicado, según los modernos, más que, como no, por persistencias del animismo!) fue de hecho esclarecido por Platón: se trata de la división del trabajo tal y como está descrita en la República y que permite a los individuos obtener, en el marco de un municipio, la satisfacción en naturaleza correspondiente a sus necesidades específicas. Ahí se encuentra la metafísica del trueque entendida como debe serlo es decir, como un fenómeno social o, más bien, sociógeno, aquí se encuentra la fuente de su honestidad esencial y, correlativamente, del ambiente tan positivo en el cual se desarrolla. En efecto, no considerando en el objeto más que su valor intrínseco de uso, en el trueque el precio justo tendrá tendencia a establecerse por sí mismo, por consenso entre el comprador y el vendedor; en los hechos, siendo este precio un precio de amigo, el mismo se hace «amistoso»: es decir que es una ocasión de encuentros, de simpatías y de intercambios, inconcebibles en otro marco económico que no fuera este[25]. Estas son, según nuestro parecer, las consideraciones que tenían que hacerse para esclarecer las razones que pudo tener Santo Tomás para ponerse incondicionalmente de parte del trueque.

 Diferencia entre el trueque y el comercio

Entre el trueque y el comercio el antagonismo, vamos a verlo ahora, es absoluto.

Existe el comercio, históricamente hablando, desde el momento en el cual se interpone entre las dos partes interesadas del intercambio, una casta de intermediarios permanentes que viven de la diferencia entre el precio al que compran las mercancías a algunos y el precio al que las venden de nuevo a otros. Esto supone que el intercambio, dejando de ser un simple medio para repartir la riqueza social como lo era en su origen, se ha convertido de alguna manera en su propio objeto, se ha transformado en una oportunidad de beneficio, en un instrumento de lucro. Esto se manifiesta no por la aparición de la moneda sino por un cambio brutal de la función de la moneda, la cual, dejando de ser un simple auxiliar técnico de los intercambios, se convierte ahora en su fin y su razón de ser. En el lenguaje metafísico podríamos decir que en el comercio la sustancia (el acto de la transferencia) se ha convertido en el accidente, mientras que a la inversa, lo que de por sí debería de ser un simple epifenómeno que acompaña la transacción (el dinero) se convierte en su materia misma. ¡Es esta una prodigiosa alquimia la que transforma así en valor, y pronto en el único valor, lo que ontológicamente (véase Midas muriendo sobre su montón de oro) no tiene absolutamente ninguno!

 El comercio emancipa a la moneda

El comercio debe su carácter esencialmente subversivo al hecho de que representa la emancipación de la moneda, la cual desde ahora va a dirigir el intercambio, modelarlo, orientarlo según sus propias necesidades y sus propios caprichos. Señalemos que este nuevo poder lo adquiere la moneda en cuanto que ha conseguido alzarse primero hasta el rango de valor universal (es decir que es reconocida como valor por todos los demás valores). El indicio histórico de este paso se manifiesta por su convertibilidad. Lo que importa no es la presencia o la ausencia de metal en las transacciones, sino únicamente el grado de convertibilidad de este metal; no existe moneda, metafísicamente hablando, más que cuando este ha adquirido una convertibilidad virtualmente ilimitada. Lo que viene a decir –como ya lo advirtió Aristóteles– que existe una diferencia de naturaleza entre el mundo del trueque (en donde la convertibilidad de la moneda es a la vez local y sometida a restricciones) y el mundo del comercio, en donde tiene tendencia a volverse ilimitada desde estos dos puntos de vista; pero también que el gran misterio –no esclarecido por Aristóteles[26]– consiste en saber cómo, si es verdad que estos dos universos son antagónicos, hemos podido pasar del uno al otro.

Nos puede venir a la mente una hipótesis acerca de esto. Hipótesis que Santo Tomás no formuló pero que tal vez no sea demasiado contraria al espíritu de su enfoque de la cuestión. Sería ésta: mediante el comercio (y la usura), el dinero, dejando de ser el sustituto simbólico concreto de los términos del intercambio, accede a una existencia autónoma. Con ello no pierde nada de su carácter convencional: en efecto, ni antes ni después, la «moneda» ha de ser necesariamente algún tipo de metal precioso para cumplir con su función. ¿Cómo puede ser entonces que lo que no ha perdido su carácter ontológico de «bien nulo» pueda tomar un valor en sí? ¿De dónde lo adquiere? Tal vez porque gracias al dinero, algunos objetos que anteriormente no eran apetecibles por ser invisibles, intocables, inimaginables incluso, van a volverse al fin accesibles; por el hecho de que gracias a este, el ámbito de lo deseable va a crecer desmesuradamente; por el hecho de que mediante su intervención, la necesidad, en una palabra, va a poder transformarse en una pasión (del poseer). El precio que esta pasión otorga al hecho de poder llegar más lejos que lo necesario, al hecho de poder poseer los objetos que la necesidad no necesita, en fin, el precio que le da a la condición de su emancipación, más precisamente a la condición técnica de su emancipación, ¿no es acaso esto precisamente lo que confiere al dinero un cierto valor? Digámoslo de otra manera:

a) el valor del dinero no le viene de el mismo (una vez más, ¡intrínsecamente no es nada no pudiendo ser nunca más que papel!);

b) tampoco le viene de los objetos a los que representa dado que fuera del trueque ya no representa nada;

c) queda por lo tanto lo que le viene del sujeto mismo, el único en poder conferirle algún valor: del sujeto, es decir del hecho de que todos los individuos cómplices de una misma pasión, consienten tácitamente que lo que permite la satisfacción de esta, sea precisamente lo que tenga un valor universal.

Dejemos de lado esta cuestión (con todo, muy poco tomista) para interesarnos al punto más importante, es decir a las consecuencias de este mismo fenómeno. Existen, a mi modo de ver, tres consecuencias, ofreciendo cada una de ellas un motivo para condenar el comercio.

En primer lugar, en el momento en el que el dinero se vuelve el sustituto posible de todo lo demás, ya no existe nada que pueda permanecer mucho tiempo fuera del circuito de intercambio, dado que ya no queda nada que no pueda desde ahora ser comprado o vendido. El orden y la paz social no tardarán en padecer sus efectos.

En el mundo patriarcal y patrimonial en donde acontece el trueque, el dinero por motivo de su débil capacidad de conversión, no hace posibles más que transferencias de bienes más bien mediocres. Aunque lo quisieran, mediante tal instrumento los hombres no podrían dar movilidad más que a una pequeña parte de sus posesiones, estando unidas a ellos la mayor parte de estas y especialmente sus tierras, por la falta de medios técnicos que les permitiría deshacerse de ellas. Esta falta de convertibilidad de los bienes materiales en otra cosa que en ellos mismos conlleva, según creemos, consecuencias sociales altamente positivas. En efecto, en el momento en el que el rico está condenado, a causa del poco numerario disponible, a no poder alienar su propiedad, está claro que no tendrá por poder más que el poder que éste le otorga. Y es, desde luego, necesariamente muy reducido. No se tiraniza a los hombres desde un castillo, desde un campo o un rebaño, por muy extensos que sean: estas son riquezas que se limitan a ellas mismas y cuyas eventuales veleidades opresivas se ven, por este mismo hecho, limitadas de antemano. Frente a estas, la pobreza no tiene mucho que temer, e incluso se verá más protegida, a causa del tipo mismo de inversiones a los que han dado lugar. Pero imaginemos un crecimiento del numerario, la llegada de los mercaderes, el repentino aumento del intercambio. Viviendo de liquideces, el comercio licua también todo lo que toca: disolverá por lo tanto esos mismos bienes patrimoniales cuya consecuencia social era una bienaventurada impotencia de dañar, para liberar, mediante el dinero, una forma de riqueza esencialmente plástica, proteiforme, multiplicando por este solo hecho el poder social de aquel que lo pose. Con el dinero, los brazos de la riqueza se alargan; podrá desde ahora ir a buscar a su víctima allá en donde se esconda, y este mismo medium monetario que les permite relacionarse el uno al otro hace del rico un gato y del pobre un ratón en un terreno de caza ahora limpio de cualquier obstáculo. Por ello decían los grandes socráticos que la emisión de la moneda tenía que ser estrechamente controlada por el Estado, e igualmente decía Santo Tomás discípulo de estos una vez más, que no era bueno dejar prosperar a la raza de los mercaderes[27]. No, la verdad es que no es ningún azar el hecho de que la tradición aristotélica (volcada hacia los campos y de ninguna manera hacia las ciudades y las ferias) ha visto en los primeros un principio de protección mecánica de los hombres los unos contra los otros cuyo fin está marcado por la aparición del mercado.

El universal monetario, ya lo sabemos, tiene como segundo corolario el abrir la puerta a la infinitud de la codicia. Esta, contenida hasta ahora por los límites inherentes a la estructura misma de la sociedad tradicional, va a encontrar, gracias al comercio, un lugar soñado para su actualización. Desde el momento en el que hay comercio podemos desearlo todo, puesto que nada hay que un buen comerciante no nos pueda ofrecer; y dado que podemos desearlo todo, lo desearemos todo en efecto, todo, siendo la esencia de la codicia él no conocer ningún límite[28]. ¡De hecho, salta a la vista que la idea de una autolimitación de las transacciones comerciales es tan absurda como lo era antes la de una autolimitación de la banca! ¿A partir de que límite entonces deberían de parar? La alternativa ofrece el principio de un argumento difícilmente refutable contra el comercio, actividad cuya esencia consiste en volverse antisocial en cuanto se le abandona a sus propias leyes.

 Objeciones sacadas de la Suma teológica

Se hizo, desde el ámbito cristiano y en una perspectiva de acomodación, señalada al principio como llevada a cabo por la Modernidad, dos intentos diferentes de aliviar la presión de esta lógica anti-mercantil: uno, negando la alternativa sobre la cual reposa, la otra, intentando eludirla.

Se pudo pensar primero en salvaguardar el comercio negando que las Escrituras hayan condenado jamás la búsqueda indefinida del enriquecimiento e incluso del bienestar material. Es la vía no ya de Calvino, sino de éste calvinismo ensanchado hoy en día mediante las «teologías del desarrollo» que gravitan en la órbita mental del mercantilismo anglosajón. El título de ortodoxia que acabarán por obtener de alguna manera, no les impedirá estar y permanecer en un antagonismo tan evidente con el mensaje de frugalidad del Evangelio que es innecesario hablar más de ello aquí.

Más sutil, aunque igualmente inconsecuente, es la segunda tentativa que se hizo por reconciliar a Cristo con el comercio. Se podría resumir mediante la siguiente afirmación:

a) no existe ninguna contradicción entre la ética del Sermón de la Montaña y el goce del hombre fruto del uso de bienes de consumo moderados tal y como puede producir una sociedad civil próspera;

b) El comercio esta ordenado por naturaleza a hacer participar al hombre de estos, en el marco del bien común que, de hecho, contribuye a engendrar. Tanto la primera afirmación es indiscutible tanto la segunda, en cambio, a la que la Encíclica Quadragesimo anno[29]hace desgraciadamente eco, reposa sobre un malentendido, con el cual nada tiene que ver Santo Tomás. ¿ A quién, en efecto, engañaremos al decir que los mercaderes trabajan para el bien de la humanidad, que tienen por meta los profundos intereses de su clientela, que ofrecen un servicio social comparable al que, por ejemplo, ofrece el médico, el profesor o el soldado? No se trata de saber si el comercio puede tener consecuencias positivas –nadie duda de ello– sino de saber a qué se deben. ¿Si son accidentales respecto de su propósito (el beneficio), y cualquier ocasión para ello es buena, si, en otros términos, el intercambio es indiferente a su propia materia como atribuirle entonces como finalidad natural el poner a disposición de los individuos bienes que les son objetivamente útiles? Algunos dirán: ¿pero que podrá impedir que tales bienes constituyan, si no la totalidad, al menos la parte esencial del contenido del intercambio? ¿Porque querer a toda costa excluirlos a priori? ¡Es esta una objeción muy floja siendo evidente que son precisamente estos bienes útiles los que dan lugar al menor beneficio! Se eliminarán del ámbito del comercio, que tiende lógicamente a maximizar las ganancias a partir de productos cuya alta deseabilidad para las pasiones humanas vuelven particularmente fructuosos de tratar: ¡el opio es más lucrativo que el pan! ¿Quién, de hecho, no ve que el comercio nace históricamente allá en donde se engendraron los deseos «artificiales» suntuosos que han brotado aquí y allá y de los cuales se ha convertido en el sirviente afanado ? No existe el comercio a partir del momento en el cual el hombre tiene necesidades, sino a partir del momento en el que ha decidido no limitarse ya a estas, lo cual es muy diferente. Y por este mismo hecho no existe ninguna armonía espontánea concebible entre el comercio y el bien común, incluso reduciéndolo para la ocasión a sus más pequeñas dimensiones de simple «interés general».

Oscuramente conscientes de esta verdad, algunos acabarán por decir, como último recurso, que el comercio no «debe» someterse sin distinción al servicio de todas las pasiones, no «debe» halagar los gustos contra natura ni los malos deseos, etc., atribuyendo así a Santo Tomás la forma de ver que a ellos les parece susceptible de poder salvarle in extremis. ¡Que vana escapatoria! Está clarísimo, en efecto, que un comercio que se hubiese vuelto tan moral como ellos lo dicen se suicidaría enseguida en cuanto comercio, desbordado por el comercio que no quisiera ser tan moral. Separar el comercio del lucro para defenderlo mejor es una actitud indefendible ya que haciéndolo se le ha quitado su mecanismo más íntimo, se le ha arrancado el alma y la vida. Un comercio no comercial, es decir haciendo pasar en un segundo plano la consideración del lucro es pura quimera; ¡ni siquiera existe entre el vendedor de rosarios y su cliente! Hagamos lo que hagamos, es imposible escapar a la ley de las esencias, es decir, en este caso, a la persecución indefinida del lucro.

Este es el motivo por el cual el comercio (como la usura, de la cual no es más que un anexo) se puede asimilar en su esencia pura, al robo. ¡Los negocios tienen que hacerse de alguna manera a costa de alguien! Esto no lo pasaron por alto ni la sabiduría de las naciones, ni tampoco la perspicacia de los Padres, que retomaron unánimemente lo que dijo de forma definitiva Casiodoro: «¿en qué consiste el negocio sino en comprar barato y vender caro?». De aquí nace la tercera crítica que es, de hecho, la más evidente de todas y en la que Santo Tomás basa inmediatamente su condena del comercio.

Podemos preguntarnos si lo que está en juego no es aquí, una vez más, la esencia misma del medium monetario. ¿Que recibe el comerciante a cambio de lo que vende? No un objeto que le permitirá satisfacer una necesidad determinada, sino algo que le permitirá volver a comprar enseguida otra cosa: dinero. En verdad no vende ningún producto (la velocidad con la que cambia de comercio es una prueba de ello): bajo la apariencia de una transacción centrada en cosas es, de nuevo, del dinero de lo que se trata. El «comercio del dinero» no es una especie a parte de comercio, es el comercio a secas y es por eso, de hecho, que no se distingue del robo ordinario más que por su carácter no violento.

Cambio una vaca contra un montón de manzanas: es un intercambio concebible si yo soy vegetariano y el otro es carnívoro. A pesar de la desproporción de valor que existe entre estos dos objetos, cada uno puede en este caso estar satisfecho de su lote[30]. Este es un intercambio según la naturaleza, en el cual el equilibro se establece más allá de todo fin mercantil entre dos individuos que se interesan recíprocamente a lo que aporta específicamente el otro. Pero si soy un negociante de rebaños, mi único fin será, mediante el dinero que me han dado por un animal delgaducho, comprar uno que esté bien saludable y será mi cliente el que pagara la diferencia. Lucrum: aumento entre dos individuos de una brecha que es para el primero la meta misma del encuentro ya que «en naturaleza» no tienen nada más que aportarse el uno al otro. Así se justifica la crítica legítima del negocio (juste vituperatur) cuyas bases estaban ya en Aristóteles, fundamentadas en consideraciones de este orden.

Una vez más, se trata aquí de un dato inherente a la lógica misma el comercio: los hombres no pueden modificarla. La prueba de ello es que el negociante que rechazaría maximizar sus ganancias bajo pretexto de que es, inmoral, poco cristiano, etc., sería inmediatamente arruinado por sus colegas. La elección no se hace entre dos maneras diferentes de entregarse a la competición, sino entre la competición y la ausencia de competición: y es que, repitámoslo, un comerciante honesto es un comerciante muerto[31]. Enseguida vemos el corolario inmediato de este principio: la imposibilidad de conservar, en cuanto entramos en el mundo del comercio y a medida que nos adentramos más en él, la noción de «precio justo». El «justum pretium» que normalizaba los intercambios de primer grado es inoperativo en el caso del comercio, tanto porque este implica que entren en juego parámetros que se vuelven rápidamente incontrolables[32], tanto porque siendo este esencialmente especulativo, elimina toda consideración que tenga que ver con el deber, la equidad, la conveniencia etc., sustituidas por las relaciones de fuerza que rigen el mercado. En la jungla del comercio, tan tupida como cruel, la moral pierde la cabeza. ¡No está hecha para él, tal y como lo intuyó de forma premonitoria la sabiduría antigua!

¿En estas condiciones, que sucede con el negotiator? Habría que condenarle junto a su profesión si realmente ambos fuesen uno solo. Pero esto, gracias a Dios, no siempre es así: hay que distinguir la «finis operis» y la «finis operantis» que puede, por su calidad asegurar la redención parcial de la primera. Nuestro autor distingue tres especies diferentes: el cuidado del patrimonio familiar, el bien común y la limosna, que constituyen excusas para justificar una actividad cuyo ejercicio no deja de ser intrínsecamente vergonzosa. Los términos que usa Santo Tomás (por ejemplo: «et sic negotiatio reddetur») para evocar ésta purificación (?) retroactiva del acto mediante la intención, o de los medios mediante el fin, es característica de su voluntad de no retroceder ante una condena a la que, como hemos visto, demasiadas cosas conducen. Ciertamente, algunas fórmulas la cuestión 77 son al respecto un poco ambiguas, incluso pueden parecer tener cierta incoherencia literal: ¿no es acaso calificado alguna vez el «lucrum» de inocente, mientras que la actividad de la cual es el fin sigue siendo calificada de inmunda y de vergonzosa? Pensamos que estas vacilaciones, explotadas hoy en día para lo que ya nos podemos imaginar, pueden explicarse por causas psicológicas muy comprensibles y que la experiencia de situaciones análogas debería de permitirnos a cada uno hacerse una idea. ¿Cómo no tener una palabra amable, un detalle, para con el donador, el bienhechor que devuelve a los pies de los monjes una parte de sus ganancias participando así del mantenimiento de la Fe verdadera? ¡Vayan pues a calificar de sórdidos los beneficios que dan lugar a una tan bienaventurada reconversión y que por añadido han podido venir de un comerciante honesto en todo lo que no atañe a su arte! Entendemos entonces que Santo Tomás pueda vacilar; ¿que hubiésemos hecho en su lugar? El comercio es como la prostitución: teóricamente indefendible, da lugar a veces, el también, a actos enternecedores como el de la Samaritana dando de deber al Señor en el pozo de Jacob. ¿Cómo rechazar, cuando se producen, las manifestaciones de una virtud que arrebata, sin la menor duda, al trabajo del que proceden, una parte de su fealdad?

Pero estas son cosas extrínsecas, accidentales, que no cambian en nada lo esencial y el juicio de fondo.

 Objeciones sacadas del De regimine

No será el De regimine, que se cita a veces en contra de las opiniones que hemos defendido, el que desmienta lo expuesto aquí. No solamente Santo Tomás, en su obra, no niega su anti-economismo sino que le añade su culminación empleando, en contra de los mercaderes, ciertas fórmulas de una dureza del todo platónicas. En este podemos leer, por ejemplo: «si los ciudadanos se entregan ellos mismos al comercio abren la puerta a muchos vicios: los negociantes, en efecto, orientan todos sus esfuerzos hacia el lucro, y después, como consecuencia de la práctica habitual del negocio, se introduce la codicia en el corazón de los ciudadanos. Todo adquiere un valor venal en la ciudad y, como la buena fe desaparece, el fraude tiene vía libre y el bien común es desdeñado»[33]. No se podría ser más claro y más contundente. El comercio no es digno de los ciudadanos, y estos no deben dedicarse a él. Moralmente y socialmente destructor de los hombres libres, no tienen ni que acercarse a él. Allí en donde la supervivencia de la comunidad lo exige absolutamente es el estado quien se encargará de hacerlo para evitar precisamente que los individuos se corrompan al practicarlo. ¡En cuanto a la raza mercantil que vive en la ciudad sin ser de la ciudad, se le atribuirá una tarea esencial…reexportar el excedente[34], es decir limpiar el Estado de los excesos de bienes que podrían alterar las costumbres! Vemos así cual será el destino de los mercaderes: ¡ser expulsados del templo! ¡Los únicos que se quedarían –bajo tutela – funcionando, por así decir, al revés, tendrían como misión impedir que tome cuerpo lo que normalmente debería de constituir la esencia misma de su actividad!

5. Conclusión

Este exorcismo del comercio (más radical todavía que en el «extranjero» Aristóteles) está regido por una idea evidente, por la cual concluiremos nuestro análisis. Liberar el comercio, es también liberar lo privado, y permitir con ello que se absolutice. Pero, solamente lo público tiene un valor (temporal) absoluto. Y lo público no se mantiene por el comercio sino por la capacidad de superación y de sacrificio de lo que, en cada individuo, constituye la persona. Para que la sociedad sobreviva, la persona tiene que trascender el individuo; o, lo que viene a ser lo mismo, la política tiene que trascender la economía y mantenerla siempre bien atada.

Y esto es lo que precisamente ofende hoy en día y lo que no se quiere ver. Es el motivo por el cual se quiere instintivamente moderar y castrar un pensamiento cuya esencia propia es la de llevarnos ante una alternativa sin escapatoria.

El préstamo con interés, cuya malignidad moral y social Santo Tomás ya condenaba como ya vimos, se ha vuelto hoy en día indisociable de una economía que reposa por entero sobre su práctica intensiva. De ahí que haya necesidad de volver sobre la cuestión examinando los términos de manera más precisa.

 

[1] Que nos servirá aquí de base principal para nuestra reflexión.

[2] Ver I-II, q. 30, a. 4.

[3] I-II, q. 84, a. 1.

[4] Este punto de vista se ha vuelto tan común, en nuestra época, que incluso un Papa tan versado en el pensamiento de Santo Tomas como lo fue León XIII, no duda en retomarlo declarando por ejemplo: «el trabajo del cuerpo, según el común testimonio de la razón y de la filosofía cristiana, lejos de ser un motivo de vergüenza, ennoblece al hombre, porque le permite sustentarse»… y más adelante proclama «Nuestro Señor, hijo de un Dios y a su vez Dios El mismo, ha querido manifestarse a la vista de todos en tanto que hijo de un obrero; que llegó a consumir gran parte de su vida en un trabajo mercenario, etc.» (Rerum novarum, III, I, 2). Somos nosotros los que destacamos las características de la ideología trabajista que llega a impregnar de forma tan impactante el texto de la gran Encíclica social.

[5] El trabajo de los monjes, ingenuamente invocado por algunos cristianos «trabajistas» en contra de esta idea, se vuelve contra ellos mismos: si el monje trabaja, es justamente para construirse una autarquía que le permitirá situarse al margen de los circuitos del intercambio económico; no trabaja más que para poder seguir siendo pobre. Su trabajo es, en este sentido, un anti-trabajo, dado que tiene como finalidad una finalidad contraria a la que habitualmente tiene el trabajo.

[6] El imperativo: todo hombre que esté obligado a trabajar es socialista, de ningún modo cristiano. Hay que trabajar, dice Santo Tomas…cuando no se puede hacer otra cosa, es decir, cuando carecemos de otros medios para sustentarnos (ej.: la renta, la mendicidad, etc.).

[7] Figuraba aquí un pasaje que evocaba un topos teológico banal en la Edad Media, y que una organización apoyándose en una ley de censura obligó a retirar. La libertad de expresión está hoy en día claramente amenazada en Francia, de una forma que no lo era desde hace mucho.

[8] Es en esto, y es evidente, en donde el Estoicismo tiene algo de inexpugnable. Desde su profunda intuición, la vieja fórmula según la cual es necesario cierto quantum de bienes para poder practicar la virtud se aleja de hecho menos de lo que se suele decir: porque entiende este quantum como siendo un minimum, cuyo crecimiento es siempre proporcional a la apertura que el individuo manifiesta hacia las cosas del espíritu ¡Es totalmente lo contrario que el «mínimo vital», que el salario mínimo, que no podemos considerar como la condición sine qua non del acceso a la cultura, más que mediante un contrasentido que asimila esta a una vulgar mercancía, que los individuos deberían de poder repartirse!

[9] Política, I, 13, 1260a, 40 sq.

[10] Contando al guardia nocturno y al recadero entre los «hombres mecánicos», Santo Tomas nos invita claramente a considerar que el término asalariado designa al empleado en general.

[11] II-II, q. 122, a. 4.

[12] Esta convicción es tan tenaz que todavía se ve expresada en la era liberal con un pensador como Kant que le niega al «operarius» (el obrero, el proletario) la ciudadanía activa bajo pretexto que, viviendo solamente del alquiler de su fuerza muscular al que quiera emplearla, no es independiente (Teoría y práctica, II, 3).

[13] De regimine principum, II, 3.

[14] La vida de trabajo (¡que se ha convertido en nuestra vida!) es tan poco una vida ejemplar que debería más bien ser concebida como estando al servicio de la vida que no trabaja y que tiene como derecho el que la primera le alimente (cfr. II-II, q. 187, a. 3 que recupera y magnifica la idea antigua según la cual el hombre temporal tiene que trabajar para el hombre espiritual y encuentra en ello su justificación).

[15] II-II, q. 78, a. 1.

[16] El uso que se hace de las palabras es de hecho bastante discutible puesto que aquí no se trata realmente de trabajo asalariado, sino de una unión de competencias independientes en el marco de una misma asociación.

[17] II-II, q. 78, a. 2.

[18] II-II, q. 78, a. 2.

[19] II-II, q. 77, a. 4.

[20] Hasta el punto de buscar una justificación de esta idea en el De regimine, por ejemplo en II, 3, in fine.

[21] ¡Pero loable no tiene por qué significar también noble!

[22] Política, I, 9. Podríamos lamentar que un mismo término «negotiatio» sirva para designar tanto el trueque como el comercio.

[23] Santo Tomas no tendría nada en contra de los bancos, si su finalidad fuera organizar las comunicaciones y facilitarlas mediante su racionalización (letra de cambio, etc.) ¡Desgraciadamente está claro que esta no puede ser su principal vocación!

[24] No es ninguna casualidad si el vehículo consta, para Santo Tomas, ente las «riquezas naturales». El trueque puede implicar un trabajo de condicionamiento de la mercancía, conllevando tanto el uno como el otro una remuneración lícita.

[25] El ambiente del trueque, relajado y bonachón, contrasta absolutamente con el del comercio, cuya esencia es ser tanto crispado como lleno de desconfianza. Para convencerse de ello solamente bastara con comparar el ambiente de la Bolsa con el de un mercado africano: aquel es el ambiente propio de la cueva de los ladrones, en la que cada uno pasaría por encima del cadáver del otro para poder ser el primero en «estar en el ajo»; en este, sin embargo, encontramos los puestos sin vigilancia porque el robo, de todas formas, serviría de poco, y una cháchara despreocupada de gentes que, dado que no pretenden enriquecerse, no tienen en efecto nada mejor que hacer, en su tienda, que pasar el tiempo charlando.

[26] Politica, I, 9, 1257a30.

[27] De regimine, II, 3, in fine.

[28] «[…] terminum nescit, sed in infinitum tendit» (ibid.).

[29] «Lejos de despreciar, en cuanto que menos conforme a la dignidad humana, la práctica de profesiones lucrativas, esta filosofía nos enseña por lo contrario que hay que ver en ello la santa voluntad del Creador», etc. Se trata, más adelante, para los que producen, de «acrecentar honestamente sus bienes» y de conformar los bienes de consumo «a los límites de la equidad y de una justa repartición», etc. (III, 3).

[30] El caso es mucho más frecuente de lo que se cree. ¡Desde Pizarro hasta los clientes de circuitos exóticos, cuantas transacciones «injustas» desde el punto de vista de la finanza pura (¡dirían nuestros moralistas!) ha hecho felices a ambas partes!

[31] Por ello las reglas morales a las que Santo Tomas somete el intercambio (por ejemplo en 77,3. En donde se plantea si hay que declarar los defectos del artículo que se vende) no conciernen el comercio sino el trueque (ensanchado) del que hablábamos antes. Pedirle a un comerciante profesional que no oculte el defecto (redhibitorio) del caballo que quiere vender es evidentemente absurdo; pero esta exigencia deja de serlo cuando el comprador y el vendedor son «amigos», solidarios respecto de la complementariedad de sus necesidades y teniendo además que verse permanentemente.

[32] ¿Cómo podríamos hablar de «precio justo» cuando se trata de un transistor fabricado en Malasia bajo licencia alemana y revendido de refilón por inmigrantes magrebíes a su correligionarios? ¡Ha pasado por decenas de manos y ha defraudado todos los fiscos! ¡Por definición, cuánto más comercial se vuelve un producto cuanto menos se le serán aplicables este tipo de categorías!

[33] II, 3, «Peligros sociales del comercio».

[34] Ibid., «Utilidad del comercio».