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Número 583-584

Serie LVIII

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El libertarismo: su teoría del derecho y sus dificultades

 

1. Definiciones previas

El libertarismo es fundamentalmente una filosofía jurídica y política (realmente, anti-política) que se presenta como un «aggiornamento» respecto del liberalismo clásico[1], en el sentido de que lleva a sus últimas consecuencias una común «ética de la propiedad privada esencialmente lockeana»[2]. Concretamente, se rescata del liberalismo clásico el postulado de la jerarquía máxima del derecho de propiedad, para derivar de ello sus supuestos corolarios, esto es, aquellos que se deducirían, al modo racionalista, de la propiedad de sí mismo o autopropiedad (posesión del propio cuerpo, la apropiación originaria de los recursos naturales, el libre intercambio, etc.).

En el liberalismo clásico encontramos ya este punto de partida de individualismo jurídico: el derecho a la vida (autopropiedad), a la propiedad privada y al patrimonio adquirido por las vías pretendidamente legítimas, están en el centro de su noción de justicia, de tal manera que el Estado no tiene otra razón de ser que la garantía de la libertad negativa, esto es, libertad frente a la coacción que atente contra los derechos individuales (las denominadas libertades «del»[3]). Por ello, es parte integrante del liberalismo la defensa de una economía de libre empresa, también denominada de libre mercado o capitalista. Lo mismo ocurre respecto de la libertad de comercio; libre circulación de capitales, bienes y personas; la igualdad ante la ley y la limitación del poder estatal de manera que sea el mínimo indispensable para proteger la propiedad, a través de la división de poderes y el sufragio.

¿Qué diferencia existe, entonces, entre el liberalismo y el libertarismo que es nuestro objeto de estudio? En primer lugar, habría que señalar que la distinción tiene sentido únicamente si adoptamos la terminología norteamericana, que sí discrimina entre Liberalism y Libertarianism. El primero se referiría, en nuestros días y en ese ámbito norteamericano, a políticas de tipo intervencionista que persiguen el Estado de Bienestar, tradicionalmente asimiladas con la izquierda. El segundo, por el contrario, haría referencia a los partidarios de la sociedad de derecho privado, tradicionalmente vinculado a la derecha y doctrinalmente próximo o asimilado al anarquismo de propiedad privada, popularmente conocido como anarcocapitalismo. Sin embargo, al otro lado del Atlántico los términos adoptaron significados bien distintos. En habla hispana, no habría inconveniente alguno en etiquetar al libertarismo como teoría estrictamente liberal (distinguiendo sus especies). De hecho, el término libertario suele aplicarse más bien al anarquismo de tipo izquierdista. Aún más: en el propio ámbito estadounidense, la distinción entre liberal y libertarian es relativamente reciente, pudiendo remontarse a mediados del siglo pasado, con los escritos de Dean Russell[4]. Este mismo autor señala que los denominados conservative libertarians no tenían inconveniente en referirse a ellos mismos como classical liberals. Al fin y al cabo, se presentaban como los verdaderos liberales o los liberales consecuentes[5]. La nueva denominación, libertarian, sólo respondería a la pretensión de distinguirse frente a los liberales socialistas y frente a los liberales que, tras la revolución impulsada por la Escuela Austriaca, seguían anclados en los postulados decimonónicos. Frente a los primeros por desviados, y frente a los segundos por reaccionarios y obsoletos. Sin embargo, ante los segundos, la escuela libertaria no es más que una puesta al día, una «reedición radicalizada» según la definen sus propios partidarios.

Dicho esto, ¿Quedaría todo en una diferencia puramente terminológica? Siguiendo a José Antonio Ullate, pensamos que es posible una reducción al uno que consiga aunar «a los fisiócratas, a Adam Smith y a von Mises; que mezcle la escuela de Chicago, la teoría neoclásica y la escuela austriaca»[6]. Se trataría, sin más, de referirse a los principios rectores o filosóficos que constituyen las raíces de toda esa progenie. En este sentido, genérico, contestaríamos afirmativamente a la pregunta del inicio. Sin embargo, más allá del sentido genérico cabe distinguir entre especies, y si lo hacemos, las diferencias no son meramente terminológicas. Lo que distingue, entonces, a los libertarios de los liberales, es el rechazo por parte de los primeros del Estado como institución monopolista de la soberanía, de la ley y del uso de la fuerza, que detenta el poder fiscal y el arbitraje final[7].

En este trabajo, al hablar del libertarismo, usaremos el término en este sentido moderno que hace del mismo una teoría de tesis anarquista en tanto que radicalmente individualista, a pesar de que no todos los libertarios sostengan, en otro orden, un anarquismo como hipótesis. En otras palabras, nos referiremos al libertarismo que es anarquista en sus postulados, a pesar de que, por consideraciones de orden práctico, no todos los libertarios defiendan la supresión total de todo tipo de estatalidad. El libertario (anarquista y capitalista) sería aquel liberal que, a causa de las recientes aportaciones de la Escuela Austriaca de economía, habría tomado conciencia de que el Estado no sólo no es necesario, sino que además es inmoral e ineficiente. Concretamente, habría sido la concepción dinámica del orden espontáneo que sostiene esta escuela la responsable de haber deslegitimado la existencia del Estado. En el orden espontáneo del mercado, esto es, a través de la iniciativa del sector privado y empresarial, se daría la provisión de todos aquellos servicios ilegítimamente monopolizados por el Estado a través del uso de la coacción, incluyendo la seguridad, la defensa y la justicia. La tradicional tesis de la Escuela Austriaca acerca de la imposibilidad del socialismo se extendería, de esta manera, a toda forma de estatismo, de tal manera que incluso las formulaciones más moderadas de minarquismo (desde el Estado Gendarme hasta el Estado mínimo de Hayek) contendrían en germen la tiranía, dada la imposibilidad teórica y práctica de limitar el poder del Estado según el capitalismo anarquista.

2. La actualización de una vieja concepción de la justicia

Tras estas aportaciones podemos deducir ya que, pese a presentar rasgos novedosos, la concepción de la justicia que elabora la escuela libertaria tiene sus raíces en aquella otra que pertenece a sus antecedentes inmediatos. Se trataría, al igual que el corpus considerado en su totalidad, de un aggiornamento de la justicia ideada por el viejo liberalismo, del derecho nuevo que se impuso contra el orden del Ancien Régime. Su germen se encuentra, en el continente, con los fisiócratas; por otro lado, en la Inglaterra de la denominada por ellos Gloriosa de 1688, con los niveladores[8] (levellers) y en el whiggism, concretamente, en su teórico John Locke (1632-1704).

Rothbard, comúnmente considerado el padre del anarcocapitalismo, atribuye concretamente a Locke este gran paso de la teoría libertaria que supone la sistematización de su teoría del derecho, previamente esbozada con los levellers, whig y el racionalismo jurídico continental de corte protestante, con Hugo Grocio[9] a la cabeza, cuyo mérito radicaría en la reformulación del derecho natural en clave inmanentista, esto es, en la formulación ideológica del mal llamado derecho natural, bien apellidado racionalista. En Locke se encontraría, además, la inspiración de la Declaración de Independencia y en general de las reivindicaciones jurídicas propias de la Revolución Americana. En sus discípulos, los Verdaderos Whig, cuyo pensamiento se refleja en las famosas Cartas de Catón (John Trenchard y Thomas Gordon, publicadas desde 1720 hasta 1723), encontramos aún esa concepción de la historia como «registro del conflicto irrefrenable entre el Poder y la Libertad, con el Poder (gobierno) siempre dispuesto a incrementar su esfera de acción invadiendo los derechos de las personas y usurpando sus libertades»[10].

¿Dónde situar, entonces, la novedad del planteamiento libertario? Desde el punto de vista liberal, concretamente, desde su teoría del gobierno, los derechos y libertades descansan en el individuo y su propiedad. El punto de partida es Robinson Crusoe enfrentándose aislado a la naturaleza (el homo clausus, que diría Nortbert Elias), es decir, la realidad es pre-social y pre-política, pues sociedad y gobierno son frutos de la convención humana, artificios en aras de la común utilidad. Esta común utilidad no es otra cosa que la garantía de esos derechos individuales, esto es, nuevamente, aquellos derivados de «la posesión del propio cuerpo, la apropiación originaria de los recursos naturales (sin dueño), la propiedad y el contrato como derechos humanos universales»[11]. Sin embargo, desde la concepción libertaria –que en este punto, simplemente es consecuente con el postulado anterior– cualquier tipo de gobierno o Estado habría de nacer del pacto entre todos aquellos que a este poder quedarían sujetos. Un Estado que no contara con el consentimiento de algún sujeto, se estaría imponiendo a ese sujeto de forma coactiva, esto es, contra su voluntad, contra sus derechos originarios, contra su soberanía individual (la única de derecho natural según los libertarios)[12].

La formulación clásica del liberalismo da respuesta a este conflicto a través de las distintas teorías del pacto o contrato social. El paradigma lo encontramos, quizás, en la teoría de Jean-Jacques Rousseau, pese a que se separe drásticamente del marco que queremos describir, cosa que, por otro lado, no es más que una ejemplificación de «cómo el naturalismo de la Ilustración era una espada con múltiples filos»[13].

Para el propio Locke, ante un gobierno que existe de hecho, basta el consentimiento tácito de la ciudadanía, que puede expresarse a través del «ejercicio de dominio sobre tierras o posesiones inmuebles que están en el territorio sobre el cual tiene jurisdicción un gobierno constituido»[14]. No es requisito, por tanto, que ese consentimiento se encuentre en el origen de dicho gobierno, designándolo o señalándolo como legítimo. La única deslegitimación posible, en el orden individual, de cara a ese gobierno constituido de hecho, es la emigración. Es cierto que en Locke el acto de incorporación a una sociedad, esto es, de salir del estado de naturaleza para constituir una comunidad política, es siempre unánime, aunque también perpetuo e irrevocable. Sin embargo, el régimen político y los actos de gobierno, no presuponen la unanimidad, sino que, como señala Godoy Arcaya, se guían por la regla mayoritaria como «único procedimiento racional apropiado para que el cuerpo político actúe como un todo», puesto que, a parte de la imposibilidad fáctica de que la totalidad de los miembros se reúna para determinar la voluntad colectiva, se encuentra «la inaplicabilidad de la unanimidad, dada la diversidad de opiniones e intereses particulares de los miembros del cuerpo político, y el hecho de que ella le da a un solo voto discrepante un veto absoluto». De este veto se derivaría, inevitablemente, «la paralización del cuerpo político, por la cuasi imposibilidad de adoptar decisiones unánimes»[15]. Para Locke, la sociedad ha de moverse en la dirección que le imprime la mayor fuerza, o dicho de otra forma, el consentimiento de la mayoría obliga a cada uno de sus miembros por necesidad.

Desde el punto de vista libertario anarcocapitalista, sin embargo, es tan ilegítimo el Estado instituido contra la voluntad de un solo individuo, como la voluntad general impuesta sobre ese mismo individuo. El libertario acepta la premisa de la inaplicabilidad de la unanimidad referida con anterioridad, pero ante ese hecho, no concluye en la necesidad de recurrir a la fuerza de la mayoría, ni a la fuerza de un Estado sobre el cual –como mal menor– se haga una renuncia de derechos personales y de bienes propios otorgándole un monopolio jurisdiccional y fiscal irrevocables. Un individuo libre no puede renunciar a «su supremo derecho de decisión y protección permanente de su persona y patrimonio en beneficio de un tercero»[16], pues dicha transferencia no sería otra cosa que «una esclavitud permanente», dado que el propietario no puede ya, unilateralmente, abandonar ese contrato, de cuyos servicios se ha expulsado de antemano cualquier tipo de competencia por parte de otro agente. Es indiferente que ese tercero sea un estado democrático[17] o absolutista, la voluntad de uno o la voluntad de muchos. Una renuncia a los «supremos derechos» individuales supone coacción y fuerza, no legitimidad entendida al modo libertario. Y si la unanimidad (que aquí significa también legitimidad, en tanto que consenso de todos y cada uno) es inaplicable, lo único que se deduce es que cualquier forma de gobierno es inaplicable, e ilegítima. Sentencia Hoppe: «Desde Locke, los liberales han intentado resolver su contradicción interna improvisando constituciones, contratos o acuerdos “tácitos”, “implícitos” o “de concepto”. Pero estos intentos, característicamente tortuosos y confusos, tan sólo han contribuido a una misma y única conclusión inevitable: la imposibilidad de justificar el gobierno a partir de contratos explícitos entre propietarios particulares»[18].

Rothbard, en la misma línea y rebatiendo a Robert Nozick[19], señaló que incluso en el supuesto (que denomina con sarcasmo, «heroico») de que todos los individuos entregasen, en estado de naturaleza, «todos o algunos de sus derechos al Estado», las teorías basadas en el contrato social seguirían cayendo en una «falacia endémica radical, a saber, que los contratos basados en promesas son vinculantes, de ejecución forzosa» y para siempre[20]. Rothbard recurre entonces a la teoría del contrato de la transferencia de títulos (TTToC, de title-transfer theory of contract) desarrollada por él mismo junto al jurista Williamson Evers, para apuntar que sólo son válidos aquellos contratos en los cuales se entrega algo enajenable. Sólo son enajenables, por otro lado, los títulos de propiedad, siendo otros atributos humanos como la «auto-posesión de su voluntad y de su cuerpo, además de los derechos a la persona y a la propiedad, que surgen de dicha autoposesión»[21], inalienables en sí mismos. El contrato social carecería, ya sólo por este motivo, de toda validez y por ello de todo carácter vinculante. Evidentemente, más radical resulta esta invalidez atendiendo a su irrevocabilidad, pues si la renuncia o cesión individual de los derechos personales de esta clase es imposible en términos contractuales libertarios, más aún lo es cuando se trata de una renuncia o cesión en nombre de la descendencia y para la posteridad.

Si el hombre es dueño absoluto de sí mismo, en el sentido de que posee la soberanía o derecho absoluto a la propiedad sobre su propio cuerpo; si, por otro lado y derivado del punto anterior, se sigue el derecho también absoluto de poseer cualquier recurso hallado sin dueño y transformado con su propio trabajo; si, finalmente, se deriva de los axiomas precedentes el derecho nuevamente absoluto a intercambiar o entregar la propiedad de esos títulos (TTToC) con cualquier otro sujeto que voluntariamente acceda, entonces, efectivamente, no se pueden invocar estos derechos de propiedad absolutos para derivar de ellos su propia negación. En palabras de Williamson Evers, citado por el propio Rothbard: «Carece, pues, de valor probatorio filosófico recurrir a derechos como los de la propiedad y la libertad contractual, basados en la absoluta autoposesión de la propia libertad, y usar estos valores derivados para destruir su propio fundamento»[22].

Los contratos de esclavitud voluntaria son imposibles en teoría libertaria, y también lo es, de la misma forma, cualquier tipo de contrato social que suponga la aparición del Estado tal como el liberalismo clásico lo entiende (monopolista, impuesto, coactivo, irrevocable)[23]. El Estado «tiene su propio ser en tal agresión, es decir, la expropiación de la propiedad privada a través de los impuestos, la exclusión coercitiva de otros proveedores del servicio de defensa de su territorio, y todas las otras depredaciones y coacciones que se basan en estos dos focos de invasión de los derechos individuales»[24]. Constituye, por tanto, el «agresor supremo, el eterno, el mejor organizado contra las personas y las propiedades del público. Lo son todos los Estados en todas partes, sean democráticos, dictatoriales o monárquicos, y cualquiera que sea su color»[25]. La única sociedad respetuosa con los derechos absolutos de propiedad sería la sociedad anarquista, definida como «una economía de mercado sin la presencia del Estado y, por tanto, absolutamente libre»[26], fundada en los dos axiomas ya mencionados: propiedad sobre sí mismo y la apropiación originaria (axiomas gemelos, según Rothbard). Por otro lado, la ética de propiedad privada que subyace al anarcocapitalismo sería, según esta escuela, la única capaz de unir a todos los hombres en función de su «común naturaleza racional»: se trataría de una ética de derecho natural, ajena a la imposición coactiva y arbitraria de las normas de un grupo humano cualquiera sobre otro. Dice así Rothbard: «En efecto, si una persona o grupo de personas puede imponer una norma o una regla coactiva a otras personas (y todas las normas tienen algo de este tipo de hegemonía), entonces es imposible aplicar las mismas normas a todos. Tan sólo un mundo sin normas, un mundo puramente libertario, puede satisfacer los requisitos de los derechos naturales y de la ley natural o, lo que es más importante todavía, puede cumplir las condiciones de una ética universal para todo el género humano»[27].

Volveremos sobre este asunto al tratar acerca de los intentos de fundamentación teórica de la teoría libertaria. Ahora, pasemos a preguntarnos ¿Cómo funcionaría la justicia en esta sociedad anarquista de libre mercado? ¿Cómo funcionaría, según las tesis libertarias? Lo primero que tendremos que traer a colación, en relación a esta pregunta, son las consecuencias de negar al Estado el monopolio coactivo de la jurisdicción. El libertario no niega la necesidad de órganos que proporcionen normas, seguridad, protección y defensa. Reconoce dicha necesidad, pero parte de que cualquier servicio debe ofertarse en un mercado libre, con una clientela voluntaria. No sólo reconoce en esta oferta la única forma lícita de proveer, en este caso, justicia, sino que pretende también apoyarse en aspectos utilitarios. El monopolio jurisdiccional y fiscal no sólo es incompatible con la protección legítima de la propiedad, sino que también es incompatible con su protección efectiva[28]. En cuanto a su ilegitimidad, no se trata más que de la invalidez radical de la renuncia de cualquier propietario sobre su «derecho a la decisión última y a la protección física de su propiedad en favor de un tercero», según hemos visto. En cuanto a su ineficacia, nos dice Huerta de Soto: «Los seres humanos observan que hoy en día las carreteras, los hospitales, las escuelas, el orden público, etc. etc., son proporcionados en gran (sino en exclusiva) medida por el estado, y como son muy necesarios, concluyen sin más análisis que el estado es también imprescindible. No se dan cuenta de que los recursos citados pueden producirse con mucha más calidad y de forma más eficiente, barata, y conforme con las cambiantes y variadas necesidades de cada persona, a través del orden espontáneo del mercado, la creatividad empresarial y la propiedad privada»[29].

Para el libertario, la concepción dinámica del orden espontáneo demuestra cómo la creatividad empresarial es superior al Estado en la oferta de cualquier tipo de servicio, siempre y cuando no exista una intervención que obstaculice su libre ejercicio y la correlativa apropiación privada de los frutos del mismo. En cuanto al sistema jurídico, continúa el catedrático de economía política español: «El derecho es evolutivo y consuetudinario y, por tanto, es previo e independiente del estado y no requiere para su definición y descubrimiento de ninguna agencia monopolista de la coacción. Y el estado no sólo no es preciso para definir el derecho. Tampoco lo es para hacerlo valer y defenderlo, y esto debe resultar especialmente obvio en los tiempos actuales, en los que el uso –incluso, paradójicamente, por muchos organismos gubernamentales– de empresas privadas de seguridad, está a la orden del día»[30].

Las instituciones legales de una sociedad anarquista competirían sin que existiese ninguna agencia de protección dominante que imponga un sistema legal unificado. Así lo describe el Club Anarcocapitalista de Cuba: «En la teoría anarquista libertaria la ley y el orden de una sociedad voluntaria pueden ser proveídas por un mercado competitivo de instituciones privadas que ofrecen seguridad, justicia, y otros servicios de defensa. Un mercado donde existen proveedores de la seguridad y la ley, que compiten por clientes de pago voluntario que desean recibir los servicios en vez de individuos gravados sin su consentimiento a los que se les asigna un proveedor monopólico de la fuerza»[31].

Su forma concreta, «jueces, árbitros, métodos de procedimiento para resolver los conflictos, etc. se desarrollaría en virtud del proceso de la mano invisible del mercado, si bien todas las agencias judiciales deberían acordar y asumir un código civil básico»[32]. Este código civil básico se ceñiría a la aplicación libertaria del principio de no agresión, impidiendo la invasión de las propiedades de terceros. Contra Nozick, Rothbard subraya que «al carecer de legitimidad, es muy probable que no existiera en una sociedad anarquista este tipo de agencias fuera de la ley»[33], esto es, que rechacen el código civil básico o la legislación común que son, en ambos casos, fruto del acuerdo entre jueces y agencias privadas de seguridad… ¡En competición!. ¿Y cómo se garantiza el orden, cómo se exige la obligatoriedad de las normas vinculantes cuando éstas nacen del beneplácito de individuos soberanos? Recordemos que todos los servicios que desempeñan los tribunales son ofertados, en este supuesto, exclusivamente a través de la competencia privada. Rothbard dedica el capítulo XXII de su Manifiesto Libertario (Hacia una nueva libertad, de 1973) a todo este asunto, cuyo título es «La policía, la ley y los tribunales».

Lo primero que trata es la posibilidad de la privatización total de los tribunales y su eficacia tanto en el ámbito del derecho civil como en el penal. El modelo y paradigma moderno de tribunal libertario lo constituye el arbitraje privado, concretamente el arbitraje voluntario estadounidense de comienzos del siglo XX y los jueces del common law anglosajón que, a semejanza de los primeros, actuaban según Rothbard como meros expertos en derecho al servicio de entidades privadas y al margen tanto de una «Corte suprema» que impusiese su propia visión, como de una vinculación obligatoria a precedentes (ausencia del principio de precedente vinculante). Según Bruno Leoni, métodos semejantes de actuación se encontrarían en los jueces de la antigua Roma, pero para Rothbard, sin embargo, el «ejemplo histórico más destacable de una sociedad con leyes y tribunales libertarios», que operaban «dentro de una sociedad puramente libertaria y sin Estado»[34], es ignorado por los historiadores y se refiere a una sociedad aún más arcaica, la Irlanda celta. Los juristas o brehons eran escogidos, nos dice, libremente por las partes litigantes, en base a sus propios criterios, sin que existiese para esta figura ninguna designación oficial. En lo que sigue, presentamos una serie de puntos con la finalidad de describir las características que tendrían los tribunales, y el sistema judicial en sí, en una sociedad libertaria, también denominada por ellos como sociedad de derecho privado. Nos servimos para ello del capítulo en cuestión del Manifiesto, así como de los autores más representativos del libertarismo en este asunto como son Randy E. Barnett, Bruce L. Benson, David D. Friedman y, desde paradigmas no anarquistas, Robert Nozick, Friedrich A. Hayek y Bruno Leoni. A rasgos generales, las características serían las que siguen:

– Libre mercado: equivale a decir ausencia de monopolio y competencia entre los muchos jueces que ofertan su servicio a las partes o agencias privadas. Ausencia de designación gubernamental, elección libre en base a criterios particulares (presumiblemente, según Rothbard, su profesionalidad).

– Financiación de los tribunales: a través del contrato con los particulares (asignando una cuota a cada recurso o bien estableciendo una prima mensual) o bien con las agencias policiales también privadas, según se determinase en el mercado libre.

– Autonomía de las decisiones: las decisiones de los jueces en una sociedad libertaria no se sujetarían, con carácter oficial, al conocimiento de un tercer organismo, una corte superior (ausencia de Tribunal Supremo), ni siquiera en casos de apelación.

– Procedimiento de apelación: cuando los clientes pertenecen a compañías judiciales distintas y éstas no llegan a un acuerdo, se contempla la apelación a un árbitro libremente convenido cuyo tercer juicio sería vinculante. La diferencia fundamental respecto a un Tribunal Supremo radica en la ausencia de una última instancia de apelación establecida al margen del deseo de los clientes. ¿Se podría, entonces, apelar hasta el infinito? Rothbard se hace esa pregunta, y responde: «En la actual sociedad estatista, en la cual el gobierno monopoliza la función judicial, la Corte Suprema es designada arbitrariamente como punto de corte. En la sociedad libertaria también tendría que haber algún punto de corte convenido, y como en cualquier delito o disputa hay sólo dos partes –el demandante y el demandado–, parece más sensato que el código legal declare que la decisión a la cual lleguen dos tribunales, cualesquiera que sean, será obligatoria»[35]. De esta manera, para que la decisión sea obligatoria basta con que coincidan el tribunal del demandante con el del demandado, o en caso contrario, que el árbitro voluntario de apelación convenido coincida con cualquiera de los dos. Rothbard parece no advertir que acaba de asumir la «tiranía del número», suponiéndola, sin motivo alguno, menos arbitraria que el monopolio estatista.

– Minimización de la coerción física (1): en los litigios civiles y mercantiles, es suficiente el arbitraje puramente voluntario, donde las decisiones del mismo no son legalmente vinculantes. La herramienta para que las decisiones tengan efecto se reduce a las propias consecuencias negativas de ámbito social y mercantil que supone el desacato a esas decisiones, particularmente, el ostracismo y el boicot. En otras palabras, «la censura moral de otros empresarios era mucho más efectiva que la sanción y la aplicación forzosa de la ley»[36]. En los frutos del vicio se encontraría su propio castigo: si un comerciante, por ejemplo, se niega a someterse al arbitraje convenido, la consecuencia será que su falta se hará pública y otros no querrán comerciar con él, «obligándolo a comportarse correctamente». Fácilmente se deduce que, si esta censura moral es el único freno, para el rico que pueda sortearla y al que, simple y llanamente, pueda no importarle, para ese, entonces, no habrá freno alguno.

– Minimización de la coerción física (2): el principio de no agresión (NAP, por sus siglas en inglés) entendido al modo libertario, impide que se ejerza la fuerza contra nadie salvo que sea declarado culpable de un crimen. Sólo una vez declarado culpable, es decir, sólo en esta parcela del ámbito jurisdiccional penal, se podrá ejercer la fuerza tanto para atrapar al criminal como para imponerle el castigo, según criterios de proporcionalidad. Por tanto, no existe policía, fuerzas de seguridad o tribunales que tengan entre sus prerrogativas un uso legítimo de la fuerza contra alguien sólo presuntamente culpable. Consecuencia inmediata de lo anterior es que no existe ningún poder citatorio coercitivo: el presunto culpable es invitado, a través de una citación voluntaria, a comparecer, y si decide no hacerlo la consecuencia será simplemente que «será juzgado en ausencia»[37].

– Finalidad del castigo: está centrado en la restitución al damnificado. Las víctimas se convierten en acreedores y los criminales en deudores.

– Carácter potestativo: posiblemente el rasgo más pintoresco de los mencionados. El derecho absoluto a la propiedad lleva anejo el correlativo derecho a defenderla, tomándose la justicia por su mano, castigando personalmente las intromisiones contra la misma. Se trata del mismo derecho originario e igualmente irrenunciable por los motivos ya señalados con anterioridad. Rothbard señala el absurdo que se seguiría de negar este derecho a la defensa: «Afirmar que alguien tiene derecho absoluto sobre una determinada propiedad, pero no el derecho a defenderla contra ataques o invasiones, equivale a confesar que no tiene aquel derecho total que en un primer momento se le concedía»[38]. Siendo así, el contrato que el individuo lleve a cabo para hacer efectiva esa defensa no es más que una prolongación de su derecho original, que para nada supone una renuncia al mismo. Para Rothbard (y con él la escuela anarcocapitalista), la defensa no guarda ninguna particularidad respecto a la prestación de cualquier otro tipo de servicio: «pueden emplear o contratar los servicios de defensores del mismo modo que emplean o contratan los servicios voluntarios de los jardineros que cuidan de su césped»[39].

– Ausencia de actuaciones de oficio: o lo que es igual, actuación exclusivamente a instancia de parte, como en las antiguas cortes de justicia de Inglaterra según Bruno Leoni, donde «los jueces sólo podían tomar decisiones cuando los ciudadanos privados les presentaban casos»[40]. El motivo es claro: ningún proveedor de seguridad puede arrogarse la facultad de excluir a sus competidores del mercado, ni de imponer coactivamente a cualquier sujeto la obligación de sujetarse a sus decisiones, o a su defensa, ni a comparecer como testigo en contra o a favor de nadie: «el testimonio obligatorio es la raíz del mal de todo este problema»[41]. La actuación de oficio violaría el derecho absoluto del individuo para intercambiar libremente sus títulos de propiedad. Iría contra la noción misma de autopropiedad. En palabras de Nozick, «puesto que ella no puede intervenir con base en razones paternalistas, la asociación de protección no tendría ninguna razón para intervenir si ambos independientes están satisfechos con su procedimiento de administración de justicia»[42].

– Ausencia de precedentes vinculantes: aunque refieren mostrar respeto hacia el derecho consuetudinario, los denominados precedentes vinculantes no se contemplan al suponer una atadura para la libertad de decisión, que se vería coartada por el punto de vista de otro proveedor (sea uno, sean muchos).

– Ausencia de derechos procesales: en el sentido, al menos, que da Nozick a los derechos procesales de todo individuo, desde un enfoque no tan libertario en tanto que minarquista, esto es: «el derecho a que se determine su culpa por medio del menos peligroso de los procedimientos conocidos de determinación de culpa, esto es, por el procedimento que tenga la menor probabilidad de encontrar culpable a una persona inocente»[43]. Para Nozick, «nadie tiene el derecho de usar un procedimiento relativamente desconfiable para decidir si se castiga a otro». En otras palabras, toda persona tiene el derecho de que se determine su culpa (y castigo) o inocencia a través de un sistema del que sepa que es fiable y justo, es decir, existe el derecho, en primer lugar, a la información, que ha de ser suficiente para conocer esa fiabilidad y justicia, ya sea a través de su publicación o a través de su puesta a disposición del perjudicado. En segundo lugar, se encuentra el derecho a que sea ese sistema justo el que actúe y no otro. De lo contrario, el individuo puede hacer uso de la defensa propia para resistirse al procedimiento (desconfiable e injusto). Siendo así, el individuo tiene también la capacidad de transferir esta facultad a la agencia de protección que libremente escoja, para que la ejercite en su nombre. Nótese que el criterio para discernir acerca de la justicia del procedimiento, y por tanto de su aplicabilidad, es originario e irrenunciable del individuo, transferible a voluntad (sin renunciar al mismo) a una asociación que simplemente actúa en su nombre: «Cualquiera puede defenderse contra procedimientos desconocidos o no confiables y puede castigar a aquellos que los usan o que los intentan usar contra él»[44]. De esto, según Nozick, no se sigue que «un individuo puede castigar a cualquiera que le aplique un procedimiento de administración de justicia que no haya recibido su aprobación», que sería igual a que un criminal pudiera legítimamente castigar a cualquiera que intentara castigarlo. Sin embargo, una vez el procedimiento haya dado a conocer la información suficiente para demostrar que es confiable y justo, sólo entonces, quedará supeditado al seal of approval del perjudicado o de su proveedor de seguridad. Para Nozick, el propio orden espontáneo, el libre mercado, haría en su desarrollo nacer una asociación de protección dominante, o una «federación dominante de asociaciones de protección»[45], que supone también (en otro orden) el surgimiento de algún tipo de estatalidad. ¿Posee esta agencia de protección dominante la legitimidad para monopolizar el uso de la fuerza? No, según Nozick. No posee el monopolio de iure, sino sólo de facto, pues se impone por la fuerza: «¿Constituye un monopolio esa posición única? No existe ningún derecho que la asociación de protección dominante afirme que sólo ella posea. Sin embargo, su fuerza la conduce a ser el único agente que actúa rebasando los límites para imponer un derecho particular»[46].

De esta manera, los criterios de justicia que prevalecerán serán, sencillamente, los de la agencia dominante, que se identifica con la más fuerte. No es la depositaria de los criterios objetivos de justicia, ni la designada oficialmente para ejercer un monopolio ilegítimo frente a las demás agencias que son su competencia, sino simplemente la más fuerte. De esta manera salva Nozick la dificultad que entraña la necesidad real de una puesta en común de los principios que rigen la justicia. Inevitablemente, el libertarismo anarquista, con Rothbard, Jeffrey Paul (1977), Bruce L. Benson (1990)[47] o Randy E. Barnett (1998)[48], negará rotundamente la existencia de derechos procesales. La diferencia fundamental «entre los “derechos” genuinos y los espurios es que los primeros no requieren una acción positiva de parte de nadie, salvo la no-interferencia» y «el derecho a un proceso que implique los menores riesgos exige la acción positiva de bastantes personas especializadas para poder atenderlo»[49], de manera que los derechos procesales son una falacia. La arbitrariedad de que una agencia dominante tenga la última palabra, desde el paradigma anarquista, es menos preferible que la arbitrariedad del número (dos árbitros independientes que coinciden entre sí como punto de corte convenido). Aún le queda, a quien no comulga con ninguna de las mencionadas arbitrariedades, imponer la suya propia, decidiéndose por el conflicto directo en lugar de acudir a ningún procedimiento. Está en su derecho. Lo que, aun así, seguirían teniendo en común todo este conjunto de opciones, es el último fundamento que se impone de hecho: la fuerza.

– Mecanismo autocorrectivo: Rothbard se refiere con esta expresión al proceso a través del cual el libre mercado haría prácticamente desaparecer la posibilidad de corrupción entre los proveedores de seguridad privados. Este convencimiento no responde a un optimismo antropológico ingenuo, con un hombre libertario bueno por naturaleza. Se debe a una confianza, no sabemos si más o menos ingenua, en la eficacia de los «premios y castigos que caracterizan a la economía libre»[50], es decir, en la misma censura moral que actúa en cualquier otra relación contractual cuando una de las partes incumple las leyes del juego. El proveedor de defensa debe estar atento e interesado en proteger su «marca» (su reputación, su imagen como profesional), pues de lo contrario, «cualquier sospecha sobre la conducta de un juez o de un tribunal hará que sus clientes desaparezcan y que sus decisiones sean ignoradas»[51].

– Concepción evolucionista y naturalista del derecho: el derecho, la ley, se entiende como algo que debe ser hallado, no creado. Quizás sea en la obra de Hayek, especialmente Derecho, Legislación y Libertad (1973-79), donde más se aprecie esta característica, aunque el libertarismo del premio Nobel en economía no derivase en la tesis anarquista. Probablemente, el punto de partida de Hayek sea su gnoseología, fuertemente pragmática, aunque también kantiana. Para Hayek, la psique humana, y con ella las instituciones sociales y también el derecho, son fruto de una evolución selectiva que ha favorecido todas aquellas reglas de conducta adaptativas, económicas en el sentido de reductoras del despilfarro y, en definitiva, prácticas, efectivas, conducentes al éxito. Las instituciones y leyes que sobreviven al paso del tiempo, lo hacen según Hayek porque permiten tener éxito: de no haber resultado exitosas, no se habrían perpetuado en el tiempo (el fracaso las habría hecho «pasar a la historia»). Estas leyes nacen de manera espontánea (no responden a la iniciativa de ningún dirigente), como resultado de multitud de experiencias a lo largo de la historia, que se acumulan y conforman una tradición. Por este motivo, no pueden alterarse tampoco por el arbitrio humano, sino por la misma transformación de costumbres que la originó, que no responde a una sola voluntad impuesta de manera arbitraria sino a la dinámica natural propia de las sociedades. Por esta misma razón, la labor de los jueces no es otra que la contenida en «la palabra alemana Rechtsfindung, esto es, la operación de hallar la ley»[52]. En palabras de Huerta de Soto: «El derecho, por tanto, no es lo que el estado decide (democráticamente o no), sino lo que está ahí, inserto en la naturaleza del ser humano, aunque se descubra y consolide jurisprudencial y, sobre todo, doctrinalmente de forma evolutiva»[53].

Con esto, puede afirmarse que el derecho así entendido es independiente de la teoría hayekiana de la rule of law, incompatible con la tesis anarcocapitalista. Como es sabido, para Hayek el imperio de la ley no es contrario a la libertad sino, al contrario, condición de realización de la misma, hasta el punto de que «la ley, la libertad y la propiedad constituyen una trinidad inseparable»[54]. Sin embargo, admitiendo que la ley ha de ser abstracta y general, universal, igual para todos, asume una estatalidad de corte liberal, protectora de la libertad negativa. Rothbard atacará su definición de coacción, que tendría una función «redentora» del Estado, y especialmente, el «absurdo que resulta querer hacer de las normas generales, universales y predecibles el criterio o la defensa de la libertad individual»[55]. Para el anarcocapitalismo, la ausencia de coacción no se refiere sólo a la coacción que tenga un alcance personal (evitable con el recurso a las normas generales y universales), sino a todo tipo de coacción, esto es, todo límite a la libre determinación del individuo a pesar de que se vista de norma general y «por su propio beneficio».

Hasta aquí las características generales de este sistema, o quizás sería más correcto decir «ausencia de sistema» legal. El «gran libertario» H.L. Mencken, que es reivindicado por el padre del paleolibertarismo, reclama para todo ciudadano la capacidad de determinar culpables, frente a los cuales «le asiste el derecho de castigarle in situ y al instante, y de la manera que estime más apropiada y conveniente; y, en el caso de que el castigo implique daños físicos para el empleado, la subsiguiente investigación a cargo del jurado de acusaciones o del fiscal debe circunscribirse exactamente al problema de si el empleado se merecía el castigo recibido». Continúa el Sabio de Baltimore con su «brillante e ingenioso sistema punitivo»[56]: «Dicho de otro modo, propongo que no sea por más tiempo malum in se que los ciudadanos den puñetazos, patadas, puntapiés, arañen, acuchillen, hieran, contusionen, lesionen, abrasen, aporreen, den bastonazos, despellejen o incluso linchen a un empleado y que todo esto ha de ser malum prohibitum sólo en la medida en que el castigo supere lo que el empleado se merece».

El ciudadano puede incluso aplicar, tomándose la justicia por su mano, la pena capital lícitamente. Cuando la víctima, o en este caso sus herederos, presentan la demanda, el jurado puede determinar «que el empleado se merecía el castigo que se le impuso, [y de esta forma] el ciudadano que se lo aplicó es exculpado con todos los pronunciamientos favorables»[57]. Evidentemente, en caso desfavorable se le condena por asesinato o el delito de que se trate, y se le aplica el castigo correspondiente, siempre y cuando quede alguien vivo que quiera asumir los costes del proceso. De no quedar ningún perjudicado con vida (o si los que quedaran, fuesen poco diligentes), la única opción que obligaría a uno de estos «servicios de defensores» a continuar en la querella sería «haciendo que los ciudadanos manifiesten en su testamento qué castigo desean que se imponga a sus posibles homicidas», donde además «el testante podría estipular en su última voluntad que una compañía de seguros contra el crimen actúe como fiscal contra su asesino»[58]. Para Rothbard, naturalmente, este tipo de situaciones serían la excepción, pues el libre mercado tiende por su propio funcionamiento a la armonía (de nuevo la mano invisible de Adam Smith), de manera que se observaría «una tendencia casi universal a dejar la ejecución de la justicia en manos de los tribunales, cuyas decisiones son aceptadas por la sociedad como rectas y como lo mejor que es dable conseguir»[59]. No debe cundir el pánico: la tendencia no es universal, pero casi.

En cuanto a la necesidad de un código único, hemos visto como para Rothbard un «sistema de ley libertaria» que, cuanto menos, incluya un Derecho civil libertario, resulta indispensable. Ya en su Ética de la libertad (publicado por primera vez en 1982) atiende en distintos lugares dicha necesidad, que se refiere al acuerdo sobre «el modo de aplicar y ampliar los principios básicos de las leyes consuetudinarias o de la legislación común», sin que por ello exista ningún sistema legal unificado o una agencia de protección dominante. El «sistema judicial anarcocapitalista» se propondría, por tanto, «delimitar la esfera propia de la ley, de los derechos de propiedad y del Estado», a través de la filosofía política de la libertad. No es otro, de hecho, el propio objetivo de la obra de este autor. Será en su Manifiesto libertario (publicado por vez primera en 1973) donde atienda a las dificultades que este código supone, especialmente, el carácter vinculante que necesariamente debe poseer frente a las partes, que a su vez, son las encargadas de establecerlo una vez sea comúnmente aceptado.

El código, como decíamos, consagra el principio de no agresión y define los derechos de propiedad de una sociedad libertaria, pero junto a estas prerrogativas, también se encuentra entre sus atribuciones el desarrollar «reglas de evidencia»[60] marcando los criterios para decidir sobre la culpabilidad y la punibilidad. También se encargaría de establecer los castigos máximos para cada crimen. Lo que quedaría sin definir sería, por tanto, el método o procedimiento de actuación, que sería el espacio reservado a la competición en el mercado. Rothbard encuentra ejemplificado este tipo de código en el derecho mercantil, así como en «las leyes del almirantazgo, toda la estructura del derecho marítimo, los transportes, los salvamentos, etc.»[61]. No nos detendremos a verificar si, en efecto, se trata de comparaciones legítimas. La contradicción interna es suficiente para desacreditar el postulado. La objeción, que formulará entre otros el anarcocapitalista David D. Friedman en su (para ellos) célebre trabajo La maquinaria de la libertad (1973), es la que a cualquier estudioso imparcial le nacería en la mente con carácter inmediato: ¿Con qué derecho –libertario– sustraigo al código básico del libre mercado? ¿Acaso no será más eficiente y, sobre todo, legítimo, siendo producto del mercado libre? Esa es precisamente la propuesta de Friedman. El código rothbardiano supondría, llevado a la práctica, la imposibilidad de un consenso unánime y por tanto la imposición final del más fuerte, ya sea por la fuerza de los más (democratismo, incompatible con su escuela según sus prohombres) o por la fuerza de unos pocos e incluso de uno solo (Estado mínimo o ultra-mínimo quizás compatible con el libertarismo de Nozick, pero incompatible con una sociedad puramente libertaria o anarcocapitalista). Sin embargo, a pesar de que una propuesta como la de Friedman es más coherente con un sistema judicial compatible con el anarquismo de libre mercado, hay una ventaja que poseen los partidarios, como Rothbard, de un código básico común y vinculante: el acierto en la concepción de que es necesaria una puesta en común acerca de lo justo para que una sociedad –incluso la libertaria, que podríamos denominar, sensu stricto, disociedad[62]– funcione. Esta ventaja, sin embargo, supone su propia aniquilación al desembocar siempre en el imperio de la fuerza.

3. Intentos de fundamentación y legitimación.

Como buen vástago del liberalismo, el libertarismo presenta heterogeneidad en lo que atañe a intentos de fundamentación, de proporcionar las razones últimas de su teoría de la justicia. Sin embargo, los propios adalides de la escuela señalan que han sido fundamentalmente tres las opciones por las que, de una u otra manera, se han decantado sus partidarios.

La primera de estas opciones es la utilitarista, cuyo representante paradigmático es Ludwig von Mises, exponente a su vez de la Escuela Austriaca de economía. El punto de partida de Mises es la praxeología por él mismo fundada, cuyo propósito es hacer de la economía una ciencia a priori, esto es, deducible a partir de axiomas, siendo el axioma nuclear que «el hombre actúa». El punto de partida es «la acción humana», que es el título de una de sus obras más destacadas, donde plantea desde estas consideraciones epistemológicas el rechazo de la metodología empírica para el estudio de las ciencias sociales. La economía no debe hallarse atendiendo al dato empírico, a la experiencia, a la realidad exterior, sino que debe construirse partiendo del dato cognitivo (axiomático) haciendo uso de la razón discursiva. Se trata de traspasar el postulado básico del racionalismo cartesiano al ámbito de las ciencias sociales, que de esta forma deben proceder more geometrico, encadenando sus proposiciones tal como se hace con los teoremas en geometría, deduciendo, por tanto, todas las verdades a priori, a partir de una primera verdad que posea los rasgos de la indubitabilidad (el cogito cartesiano).

Si se aceptan los postulados racionalistas, una de las conclusiones inmediatas es que la condición de cientificidad, la veracidad de las ciencias (sociales, en este caso), ya no responderá como en el realismo a la adecuación al ser, a la realidad. Si la razón determina el ser, la cuestión radica en determinar cuándo sus propias leyes se cumplen de manera objetiva. O lo que es igual, el asunto de la economía (y de las ciencias jurídicas también, en tanto que sociales) será únicamente el epistemológico: la observancia de los condicionantes del conocimiento inmanentes a la razón. Contra esta tesis se sitúa toda la gnoseología realista, aristotélico-tomista, imperante en el orbe católico. Sin embargo, no interesa tanto en este lugar esa refutación, como la que realiza el propio libertarismo anarquista partiendo de su paradigma de legitimación hegemónico, el (pseudo) iusnaturalista. Se trata de la segunda de las tres opciones mencionadas al inicio.

El libertarismo «iusnaturalista» es, como decíamos, el vencedor numérico y teorético, pues se encasillan aquí la mayor parte de los partidarios de lo que el profesor Jonathan Wolff ha denominado «libertarismo deontológico» y que Thomas E. Woods, militante de dicha opción, llama «argumento moral del libertarismo», en un EP titulado Where Do Rights Come From?. Tanto para Wolff como para Woods, esta clase de argumentos ofrecen el libertarismo más «riguroso, atractivo y defendible»[63]. Lo mismo señala Rothbard tanto en su Manifiesto libertario como en su Ética de la libertad, y asimismo Hans H. Hoppe en Economía y ética de la propiedad privada, donde sin embargo propondrá la tercera opción que enunciaremos antes de finalizar. La opción de la ley natural es la mayoritaria y se cree vencedora porque ofrece, frente al utilitarismo, razones. En palabras de Rothbard[64]: «[…] en cuanto praxeólogo y economista, no puede seguir calificando ninguna de tales medidas [intervencionismo, etc.] de “buena” o de “mala”, de “adecuada” ni de “inadecuada”, sin insertar dentro de su política económica afirmaciones que constituyen verdaderos juicios de valor que el propio Mises declara ser inadmisibles en un científico de la acción humana». Para Rothbard, y lo mismo vale para el libertarismo deontológico en general, el interés se encuentra en insertar esos juicios valorativos. Les interesa señalar que su opción no es simplemente la más beneficiosa (libertarismo utilitarista o consecuencialista, según Wolff), que también, sino sobre todo, la opción buena y la opción justa. Es por eso que su Manifiesto (y lo mismo ocurre con otras obras de esta escuela que han hecho las veces de manifiestos) tiene por base una Ética, el mayor reto que se propuso elaborar. Destaca, por esto mismo, lo absurdo del recurrente argumento libertario esgrimido contra aquellos que les acusan de inmoralidad, que es: «nosotros hablamos de cómo actúan las leyes de la economía, de cómo funciona el mercado y sus consecuencias (a nivel social, jurídico, etc.), sin entrar en consideraciones morales». Ninguna teoría económica puede arrogarse autonomía respecto al orden moral. Basta considerar que, en tanto que concierne a las relaciones humanas, estando su objeto apuntando directamente a la vida del hombre (su conservación), no puede desvincularse de los fines morales que son intrínsecos a la misma. El absurdo es supino si, además, es utilizado por los propios partidarios del libertarismo deontológico[65].

¿Cómo se justifica «moralmente» la anarquía de libre mercado, la sociedad de derecho privado? Se debe establecer el principio de que el único bien (bonum) jurídicamente defendible (ius) es la autopropiedad y sus corolarios ya mencionados, racionalmente deducidos (more racionalista) por parte de unos pocos, aquellos que tienen la capacidad para hacerlo, normalmente economistas judíos[66]. Para Locke, y de él parten los libertarios sedicentes iusnaturalistas, se trata de exigencias de la naturaleza humana, y con ello quedaría a salvo «el carácter de universalidad de la ética de la libertad y de los derechos naturales de la persona y de la propiedad que se alcanza bajo esta ética»[67]. Sin embargo, hacer del derecho absoluto de propiedad un derecho natural (o el derecho natural), aunque salva teóricamente su universal obligatoriedad, deja pendiente el asunto de cómo hemos hallado esa ley natural, cómo ha de leerse la naturaleza y quién la lee de esta forma tan peculiar.

Comencemos con el cómo. La teoría de la justicia libertaria es deudora del denominado iusnaturalismo racionalista, desde Grocio hasta Locke y culminando, según Rothbard[68], con Herbert Spencer (el padre del darwinismo social) y Lysander Spooner (exponente del anarquismo estadounidense decimonónico). Rothbard dedica toda la primera parte de su Ética de la libertad a reivindicar este derecho natural racionalista e individualista, que sería el correcto frente a aquel otro derecho natural «estatista y colectivista» que bebe de Platón y Aristóteles, es decir, el derecho natural clásico y católico, sostenido, según el judío del Bronx, en falsos principios o principios no individualistas, que para él y su escuela son lo mismo. Curiosamente, Rothbard y tras él una pléyade de seguidores suyos, han querido apropiarse de Santo Tomás de Aquino (que sería casi un whig) y de la escolástica española, particularmente de la Escuela de Salamanca, que sería proto-austriaca. A pesar de que la incompatibilidad entre ambas concepciones del derecho (y de la libertad, de la naturaleza humana, de su sociabilidad, del poder político y un interminable etc. –toda una weltanschauung–) es evidente y notoria[69], ha quedado aún más patente tras la publicación de los trabajos de Christopher A. Ferrara (2017) y Daniel Marín Arribas (2018), que desarrollan de manera exhaustiva estos puntos de incompatibilidad radical incluso en aquellos aspectos en los que se dan coincidencias per accidens, pues incluso éstas nacen de principios opuestos. Volviendo con el cómo, por tanto, tendremos que remitirnos a esta tradición del iusnaturalismo racionalista y concretamente al lockeano, del cual el libertarismo anarquista no es más que uno de sus posibles desarrollos (el único legítimo, según sus teóricos). En este sentido, lo primero que debe observarse es que, al igual que ocurría con Mises, el punto de partida es nuevamente epistemológico, con la salvedad de que en este iusnaturalismo nos encontramos con un racionalismo de tipo empirista: para el empirista Locke, no existen ideas innatas y la tabula rasa del hombre sólo recibe datos sensibles a partir de los cuales la razón trabaja, calculando y deduciendo.

Se trata de una psicología con una inmediata repercusión concerniente a la concepción de la justicia: los principios que son fuente de todo el postrer conocimiento no son establecidos por la razón; la ley natural no está «impresa en la mente humana», como lo afirma la ontología católica que inspira el derecho natural clásico; no existe, por tanto, la sindéresis, el hábito de los primeros principios prácticos. Esta constricción del conocimiento es causada, además, por el nominalismo, que también se encuentra en la raíz de este racionalismo jurídico. El nominalismo, en palabras del antropólogo francés Louis Dumont[70], es la doctrina «que asigna realidad a los individuos y no a las relaciones, a los elementos y no a los conjuntos». Junto con el empirismo, con el cual guarda estrecho vínculo, es la base del individualismo[71] y del voluntarismo característicos de este derecho racionalista que, llevado a sus últimas consecuencias (las del anarquismo libertario, que veremos después), constituye realmente un anti-derecho. La causa eficaz, lo que da vigor a la ley, no es la naturaleza, porque la naturaleza es incognoscible. ¿Cuál será entonces? Para Locke, la voluntad del legislador. La ley es producto de una voluntad y de una voluntad depende (divina para Locke, según su deísmo). Esa voluntad, empero, puede ser conocida a través de la experiencia (sensible, empírica).

Llegados a este punto puede comprenderse ya cómo es posible un «iusnaturalismo» que postule, sin más, la absolutización del derecho de autopropiedad y de ello construya su sistema. Es posible por una constricción del conocimiento (nominalismo, empirismo) que lleva anejo, siguiendo a Juan Fernando Segovia[72], una «amputación de las tendencias de la naturaleza humana estudiadas por el Aquinate y su transformación en una tabla de derechos naturales que, sustituyendo a la ley natural, sirven de viga sostenedora del derecho positivo». Sólo entonces se entiende, como señala el mismo autor, «la reducción de la ley natural, del orden moral, a una suerte de minimalismo, al deber/derecho de autoconservación y de conservación de la especie». La atomización del saber deriva en el atomismo de las normas éticas[73].

El libertarismo anarquista es heredero de estos presupuestos. Si no coincide, sin más, con el racionalismo jurídico que hemos descrito, es porque va más allá en sus conclusiones, pero no por ello varía alguno de los presupuestos. Es este ahondamiento en el individualismo el que lleva a Rothbard a dedicar, dentro de la segunda parte de su Ética de la libertad (la dedicada a exponer la teoría libertaria), un capítulo para tratar acerca de los derechos humanos como derechos de propiedad y otro, por separado, dedicado a «los derechos de los niños». Es especialmente llamativo el tratamiento de estos temas porque, si no fuera por lo esperpéntico de su libro en conjunto, uno estaría inclinado a pensar que ha escrito esos capítulos con la idea de disuadir a cualquier lector de adherirse a su escuela. Rothbard arremete, para empezar, contra el derecho a la vida. La particularidad aquí estriba en que Rothbard sitúa la problemática más allá de las consideraciones acerca de si un determinado ser (p. ej. el feto) es persona y sujeto de derecho o no lo es. Para Rothbard[74] ese asunto es indiferente, pues «el auténtico dato de partida para el análisis del aborto se encuentra en el derecho absoluto de cada persona a la propiedad de sí misma. Esto implica, de forma inmediata, que todas las mujeres tienen el derecho absoluto sobre su cuerpo, que tienen dominio total sobre él y sobre cuanto hay dentro de él, incluido el feto».

Con esto no sólo es indiferente que el nasciturus sea o no persona, sino que también es indiferente la consideración del niño (nacido) como tal. Recordemos que, consecuencia de ese derecho absoluto a la propiedad de uno mismo, es la ilegitimidad de cualquier fuerza o ley que pretenda obligar a otro a realizar cualquier acto positivo. Es decir, «en una sociedad libre, a nadie se le puede cargar con la obligación legal de hacer algo por otro, ya que se invadirían sus derechos. La única obligación legal que una persona tiene frente a otra es respetar sus derechos»[75]. Respetar sus derechos, pero, ¿Qué derechos? Simplemente los que dicen de su libertad negativa, es decir, no violentarle en su vida ni en su propiedad. Respetar derechos es no intervenir. Los padres no violentan ni la vida ni la propiedad del niño si privan a este de alimentos hasta que muere de inanición y, por tanto, esto sería lícito según los esquemas rothbardianos: «Aplicando nuestra teoría a las relaciones entre padres e hijos, lo hasta ahora dicho significa que un padre o una madre no tienen derecho a agredir a sus hijos, pero también que no deberían tener la obligación legal de alimentarlos, vestirlos y educarlos, ya que tales exigencias serían coactivas y privarían a los padres de sus derechos. […]. Pero a los padres les asistiría el derecho legal a no tener que alimentar al niño, esto es, a dejarle morir»[76].

Para el menor no existe lo que conocemos como derecho de alimentos, pero para los padres existe el derecho a dejar morir de inanición. Lo mismo encontraremos, consecuentemente, en el resto de ámbitos. En el ámbito de la información, no existe ningún derecho a la privacidad ni mucho menos al honor, la intimidad personal y familiar o la propia imagen, como recogen las constituciones que los propios liberales han inventado (Saturno devora a sus hijos). Esto es así porque cada uno es dueño del conocimiento que posee y con ello también del uso que quiera darle, como puede ser su difusión. Sin embargo, tras recalcar Rothbard que «no hay nada parecido a un derecho de privacidad» ni nada parecido a un «derecho de propiedad sobre su reputación»[77], defiende seguidamente el correlativo derecho a la calumnia y también al chantaje: «Podemos admitir honradamente la gran inmoralidad que implica la difusión de libelos calumniosos sobre una persona. Pero, a pesar de ello, tenemos que defender el derecho legal de cada uno a hacerlo», y en otro lado: «Entonces tiene asimismo, y a fortiori, el derecho a recibir dinero de Benítez a cambio de no difundir la información. En una palabra, tiene derecho a chantajearle». En el ámbito institucional, ocurre exactamente lo mismo: no existe, por ejemplo, el derecho a la tutela efectiva de los jueces y tribunales o, en definitiva, algún derecho que proteja frente a la indefensión; sin embargo, sí existe el derecho al cohecho o soborno: «En términos legales, debería existir un derecho de propiedad para pagar sobornos, pero no para aceptarlos. Sólo debería procesarse al sobornado». No existe tampoco el deber de socorro, porque el correlativo derecho a ser asistido en situaciones de peligro es espurio; existe, eso sí, el derecho a permanecer impasible ante cualquier suceso crítico. Tampoco es concebible el derecho a la libre circulación, porque son los propietarios de las calles quienes «decidirían [en una sociedad libertaria] quiénes pueden acceder a ellas y qué indeseables deberían quedar excluidos si los dueños así lo quieren». Podríamos seguir con el derecho a la seguridad, a la educación, al trabajo, a la dignidad en el mismo, y así con cualquier asistencia o prestación social que suponga la intervención positiva de un tercero sin su consentimiento, que son todas desde el momento en que se plantean como bienes públicos. En otras palabras, deben descartarse todos aquellos derechos que no sean susceptibles de ser formulados como derechos de propiedad: «esta idea de los «derechos» sólo tiene sentido entendida cabalmente como derechos de propiedad»[78].

Con el libertarismo, y lo mismo ocurre con su ascendencia liberal, encontramos el hecho insólito de denominar derecho a facultades y acciones intrínsecamente contrarias a la moral y al fin último del hombre. El dogma, según señala el economista judío en las páginas que analizamos, es que «si una acción, objetivamente considerada, no invade derechos ajenos, debe ser tenida por legal, con independencia de las malévolas o benévolas intenciones de su autor». El economista liberal Paul Leroy-Beaulieu lo enunciaba ya en su Tratado teórico-práctico de Economía política, al defender el ius abutendi en un sentido absoluto, esto es, que la propiedad confiere no sólo el derecho a su uso sino a su abuso sin más límites que otros derechos de propiedad. El mismo autor señala que ello supone el derecho a, haciendo un uso inmoral de la propiedad, provocar un perjuicio social, justificando el mismo con el pretexto de que «una obligación moral no puede ser siempre una obligación legal» (aunque esta obligación moral –señala a continuación– se refiera a una auténtica estafa en perjuicio de la sociedad). El pensador tradicionalista Víctor Pradera señala, a ese respecto, que aunque una obligación moral pueda no ser jurídicamente exigible, esto no significa que «toda obligación jurídicamente exigible o alguna de esta naturaleza, pueda serlo en oposición y con daño de la moral»[79]. Distingue el autor entre el mal uso de un legítimo derecho, de «la existencia de un derecho con intrínsecas facultades opuestas a la moral», que es capaz de hacer recaer en un mismo sujeto la culpa moral y el derecho legal: «¡Un hombre que ejercita un derecho puede ser, según Leroy-Beaulieu, culpable [moralmente y, v. gr., frente a la sociedad]!... Porque a todas horas, en lenguaje corriente, se dice de un hombre que abusa de su derecho que es culpable, pero lo que no se dijo nunca hasta que el liberalismo lo proclamara, es que un hombre, al ejercitar un derecho, lo fuese»[80].

El derecho, explica Juan Vallet de Goytisolo (1973) remitiéndose al Aquinate, es la res iusta, es «aquello que se hace con la acción de la justicia y aquello a lo que se pone término mediante dicha acción»[81], según el dominico español Domingo Báñez, miembro de esa Escuela de Salamanca que pretenden presentar como proto-libertaria. Derecho es conformidad con la Justicia, y ésta es conformidad con el orden natural de las cosas, su recta (derecha) disposición a su fin propio. La propia etimología remite a ese sentido: directus, recto; dirigere, enderezar, que se asocia inevitablemente a algún concepto de qué es la rectitud o lo correcto. ¿Cómo plantear entonces un ius sin iustitia? El derecho a cometer una injusticia es un oxímoron, y una deformación definir derecho como voluntad autónoma del legislador, o como disposición autónoma del individuo sobre su propiedad, porque sencillamente el nómos no se encuentra en el autós, sino en el êthos, que a su vez está sujeto a la naturaleza y fin de las cosas.

Pradera, Juan Vallet, Domingo Báñez, parten del derecho natural clásico, que accede a la ley natural a partir de las tendencias de la naturaleza humana, sin pretensiones de construirlo racionalmente a priori o de obtenerlo, de cualquier forma, a través de una razón discursiva que se desvincula del ser de las cosas, incognoscible según el racionalismo[82]. Este iusnaturalismo reconoce la capacidad de la razón para conocer los universales (como la justicia y el bien), que por ello son salvados de su privatización (el bien y la verdad como algo de cada uno). Para el realismo jurídico clásico, iusnaturalista, es inconcebible que la naturaleza falle en las cosas necesarias, en el sentido de que «si algo es natural a alguno, debe también serle natural aquello sin lo cual ese algo no puede tenerse». Natural al hombre, enseña el Aquinate, es su sociabilidad, con lo cual «aquellas cosas sin las cuales no puede conservarse la sociedad humana son naturalmente convenientes al hombre»[83]. Volviendo a la economía política de Leroy-Beaulieu y del libertarismo, existe por parte de liberales y libertarios un reconocimiento explícito de que la propiedad tiene también y necesariamente una utilidad pública, un fin social. Este reconocimiento es parejo a la negación de que ese fin social deba determinar, limitar o intervenir los derechos absolutos de propiedad. Pero existe. Por eso se preguntará Pradera[84]: «Y si la propiedad tiene un fin social o de utilidad pública, ¿Cómo podrá sostenerse que la sociedad ha de carecer de intervención en el uso por el hombre del derecho de propiedad?». Y es que el recto uso (y no el abuso) de esa propiedad, es conditio de la propia existencia de la sociedad, pues, siguiendo aún al pensador tradicionalista, si «estos propietarios privados [entre los cuales se reparte la tierra] pueden, ejerciendo un verdadero derecho que la sociedad entera debe respetar, dejar la tierra abandonada en todo lo que no sea necesario para que Ellos se sostengan, la Humanidad, con excepción de aquéllos, estaría condenada a muerte. Es más, lo estaría legítimamente…». El derecho natural clásico resuelve la cuestión entendiendo que no existen derechos humanos absolutos sino condicionados, y precisamente por esto, el hombre legisla sobre ellos. Legislando sobre ellos busca el bien común, bien que considera necesario perseguir y que no abandona al laissez faire ni a la mano invisible de Adam Smith, sin necesidad de entrar siquiera en la discusión (sólo admisible para pragmatistas y maquiavelistas) acerca de qué tipo de sociedad (anárquica de derecho privado o con gobierno que limita las libertades) ofrece mayores garantías de cara a la producción de bienestar y riqueza. La respuesta se encuentra en el punto de partida: «el fin social o de utilidad pública es, por naturaleza, propio a todos los bienes de la tierra; y lo que está fundado en el Derecho natural, jamás puede ser suprimido»[85], o lo que es igual, no existe un derecho privado divorciado del derecho público.

Hemos repasado ya el intento utilitarista de Mises (de tipo kantiano), el iusracionalista de Rothbard (de tipo lockeano) y quedaría, en cuanto a opciones de cierto peso en busca de legitimación, el tercer intento elaborado por Hans H. Hoppe (de tipo habermasiano-apeliano). A la hora de presentar su opción, Hoppe comienza por señalar los límites de sus predecesores. Así, nos dice de Mises: «Según Mises, no existe una justificación definitiva para las proposiciones éticas en el mismo sentido en que existe una para las proposiciones económicas. La economía puede indicarnos si ciertos medios son o no apropiados para producir ciertos fines, pero el si estos fines pueden considerarse como justos es algo que no puede determinar la economía ni ninguna otra ciencia»[86].

Los juicios valorativos los añadirá el «iusnaturalismo» de Rothbard, como hemos visto. Ambos (Rothbard y Hoppe) coinciden en que el utilitarismo no es potente para promocionar el libertarismo, no es capaz de señalar que éste sea la mejor opción. Están en lo cierto. Sin embargo, Hoppe también tiene algo que decir sobre la teoría racionalista de los derechos naturales preconizada por su circuncidado colega. Hoppe plantea dos objeciones: la primera de ellas, radica en que «el concepto de la naturaleza humana es demasiado difuso como para permitir la deducción de una serie determinada de normas de conducta»[87]. A Hoppe, en definitiva, no le inspira confianza hablar de naturaleza, sabiendo de algunos que ahondaban en ella y han llegado a justificar incluso el gasto público y los temibles tributos, como por ejemplo esos economistas de la Segunda Escolástica que tanto gustan de tergiversar. La segunda objeción se refiere a lo que él denomina dicotomía hecho-valor, esto es, la dificultad de derivar un «debe ser» de un mero «es», que no habrían superado los iusnaturalistas rothbardianos. Esto significa que para Hoppe, lo que la naturaleza sea, no obliga. La obligatio iuris de Gayo, que «vale también (y, quizá, sobre todo) para las obligaciones naturales»[88], no tiene sentido en el sistema rothbardiano, según Hoppe. Lo cierto es que, mientras el derecho natural clásico es esencialmente teleológico, donde el telos de los seres, sus últimos fines, son impresos en su naturaleza por su Creador (revelando como Gubernator una ley que obliga, en el caso de los seres humanos, con vis directiva y también coactiva[89]), para el liberalismo y el libertarismo iusracionalistas, en tanto que voluntaristas, sí existe una dificultad en el salto del ser al deber ser. El libertarismo rothbardiano, en este caso, sigue más a Grocio que a Locke, en el sentido de que «la afirmación de que existe un orden de la ley natural deja, en definitiva, abierto el problema de si ha sido –o no– Dios quien lo ha creado»[90]. Si deja abierto el problema, deja abierta también, siguiendo a Dostoyevski, la puerta a la aplicación de la sentencia de Iván Karamazov: «Si Dios no existe, todo está permitido». En otras palabras: aunque exista un orden natural cuyo principio, en las sociedades, sea el derecho absoluto de propiedad, ¿Por qué debo ajustarme al orden natural? ¿Por qué no plantear que los límites de la naturaleza son también ilegítimos cuando se oponen a la libre autodeterminación del individuo –por ejemplo, asignándole un sexo–? Para Hoppe –y tenía razón– se trata de dificultades que «los defensores [libertarios] de los derechos naturales no han conseguido salvar con éxito». Sólo queda en pie, para legitimar la sociedad de derecho privado, uno de sus prohombres: el mismo Hans H. Hoppe.

Hoppe, como decíamos, se basa en la ética discursiva de Apel y Habermas, pretendiendo, como Mises, elaborar un sistema a priori pero que, esta vez, justifique también la ética (de la propiedad privada absoluta). Es decir, no es más que la praxeología de Mises, en conjunción con la ética discursiva, y en busca del fundamento ético de la sociedad de derecho privado, a través del concepto de intercambios proposicionales y la argumentación, prescindiendo así del concepto de naturaleza humana. Para Hoppe, en definitiva, el derecho absoluto de propiedad queda demostrado desde el momento en que demuestra también ser un presupuesto lógico y necesario para realizar un intercambio proposicional: «[…] debe considerarse la derrota definitiva de una propuesta ética si se puede demostrar que su contenido es lógicamente incompatible con la afirmación del proponente de que su validez es evaluable por medios argumentativos»[91].

Con esto, cualquier ética distinta a la libertaria (Hoppe se refiere, especialmente, a la ética rothbardiana que hemos expuesto) es falsa: «Estando vivo y formulando cualquier proposición, uno demuestra que cualquier crítica que no sea la ética de la propiedad privada libertaria es inválida»[92]. ¿Qué decir de Hoppe? Que pueden aplicársele conjuntamente las dificultades de la praxeología, del iusracionalismo y ahora también de la ética discursiva habermasiana. Asume los presupuestos de la primera para abrazar las consecuencias de la segunda, a través de los instrumentos que le proporciona la tercera[93]. En cuanto a las dificultades de la propuesta habermasiana, aunque centrado en su propia concreción de la democracia deliberativa, puede consultarse desde el iusnaturalismo clásico la obra de Juan Fernando Segovia, Habermas y la democracia deliberativa: Una utopía tardomoderna (2008). La colección Prudentia iuris a la que pertenece su edición, publicada por la Fundación Elías de Tejada, es también una fuente de incalculable valor para el abordaje de toda esta temática en general. Con esto, parece que la legitimación (de lex, legis) de la sociedad sin ley[94], queda aún pendiente de resolver, como la cuadratura del círculo.

4. El intento de la desesperación: una teología del capitalismo.

Existe dentro del ambiente liberal de tendencia más marcadamente individualista una facción que, consciente quizá del fracaso de los intentos de legitimación genuinamente liberales, ha pretendido plantear una alternativa de signo fundamentalmente teológico. Han querido elaborar una teología del capitalismo[95], según la expresión popularizada por Michael Novak. Posiblemente sea el Acton Institute, think tank estadounidense fundado en 1995 y que, a partir de 2005, tuvo su correlato en el Instituto Acton de Argentina, el que más empeño haya puesto en la empresa. Destacan en este aspecto su propio fundador, el sacerdote Robert A. Sirico, antiguo miembro de la secta pentecostal y militante LGTBI; Alejandro Chafuen, presidente de Atlas Economic Research Foundation (la Red Atlas, Atlas Network) y miembro asociado del Instituto; Samuel Gregg, su director de investigaciones; Leonard Liggio, vicepresidente ejecutivo del Atlas Network y miembro del consejo asesor del Instituto; Gabriel Zanotti, director académico del instituto argentino, y quizás el que más ha insistido en las bases metafísicas y antropológicas del mismo. En el ámbito estadounidense también suelen destacarse las contribuciones del sacerdote John R. Neuhaus, presuntamente converso del luteranismo pero pertinazmente heterodoxo en su sincretismo ecumenista, y del politólogo George Weigel, presidente fundador de la James Madison Foundation y también firmante del panfleto ecumenista Evangelicals and Catholics Together, promocionado por su colega Neuhaus. Estos autores suelen centrarse en las implicaciones del Concilio Vaticano II y la encíclica Centesimus annus (Juan Pablo II, 1991) sobre la Doctrina Social de la Iglesia (a partir de ahora, DSI) y particularmente, de su concepción del capitalismo.

No interesa en este trabajo ahondar en esta particular teología del capitalismo. Su propósito es mostrar cómo la sociedad de libre mercado responde más a la ética católica que a la protestante, en contra de las conocidas conclusiones de Max Weber y del Magisterio de la Iglesia, que ha condenado el liberalismo por activa y por pasiva. El dificultoso contorsionismo que esto trae consigo les obliga a acudir al arqueologismo[96], a ampararse en un supuesto «retorno a las raíces», un cristianismo primitivo cuya naturaleza habría sido pervertida y cuya tradición habría sido truncada, para dar paso a «diecisiete siglos de clericalismo, que fueron contradictorios con el mandato original de Jesucristo»[97]. El Concilio Vaticano II y su presunta asimilación de los valores conquistados por el liberalismo, no sería más que una ruptura con esa deformación de diecisiete siglos, para retornar a ese cristianismo primigenio y verdadero. El sentido común nos dice que enseñar el error durante diecisiete siglos casa mal con el dogma de la indefectibilidad de la Iglesia, y pretender un maridaje de este estilo, no provoca sólo una subjetiva «devaluación del Magisterio Pontificio» (así se expresa Zanotti), sino también la ausencia objetiva de toda seriedad en quien pretende el casamiento.

Quien quiere contrastar las intrépidas propuestas del liberalismo católico no tiene más que acudir a la bimilenaria enseñanza de la Iglesia en materia antropológica, epistemológica, social, política y también económica, materias en las que ha reivindicado constantemente su competencia, en cuanto éstas tocan al hombre como ser moral. Es cierto que quien esto haga, encontrará enseñanzas de valor magisterial diverso, y que ante diversos grados de autoridad, se reclaman distintos tipos de asentimiento: la Iglesia no sólo realiza juicios definitivos e irreformables (magisterio extraordinario; magisterio ordinario universal…), también enseña sin comprometer el máximo grado de su potestad magisterial, donde la probabilidad de certeza reviste graduación. Sin embargo, Pío XII advierte en la encíclica Humani Generis contra el error de que sólo sea exigible para el católico su asentimiento al Magisterio infalible. No es necesario que la Iglesia comprometa su infalibilidad para que el católico quede obligado en conciencia a asentir[98]. El magisterio es ejercicio de la potestad docente, y el fiel que siente con la Iglesia, hace suyas sus dudas, negaciones y certezas, no sólo sus juicios irreformables. Diversos grados de autoridad, diversos grados de asentimiento… que es muy distinto a la libertad de prestar o no asentimiento, de ignorar, contradecir e incluso repudiar dicho magisterio.

Como decíamos, excede los propósitos de este trabajo mostrar la incompatibilidad radical del liberalismo profesado por el Instituto Acton con la DSI, más allá de la evidente. El distributista Thomas Storck ya se ha encargado de ello, en un artículo para la publicación The Distributist Review, titulado «Is the Acton Institute a Genuine Expression of Catholic Social Thought?». Lo que sí nos interesa rescatar es que las conclusiones extraídas por los propios liberales del Instituto Acton son contrarias a cualquier pretensión de fundamentar «católicamente» el anarcocapitalismo, pretensión notoriamente freak (rara, anormal), pero que existe, como veremos. Por poner un ejemplo, en Raíces cristianas de la economía de libre mercado (2009), Alejandro A. Chafuen extrae, de la Segunda Escolástica y del derecho público cristiano, principios que mutatis mutandis (pasándoles antes el filtro de Grocio y Pufendorf) él considera adaptables a la sociedad liberal, y que harían sangrar los ojos de cualquier libertario partidario de la sociedad de derecho privado: el Estado como una institución de orden natural; la bondad de los tributos, suponiendo la necesidad de una sana política fiscal; la doctrina tomista según la cual una ley que no es justa, nunca puede ser considerada verdadera; el derecho del Estado para restringir el uso de la propiedad y la posesión; la existencia de bienes comunes; la consiguiente legitimidad de la justicia distributiva; la necesidad del derecho público (que se apellida natural y cristiano, por su adecuación a la ley natural y divina positiva); y un larguísimo etc.

Nada de esto sería asumible por sus compañeros del Instituto Mises, otro think tank estadounidense pero esta vez, según se definen, «en la tradición de Ludwig von Mises y Murray N. Rothbard», que no acude tanto a Rosmini, Montalmbert o Stuart Mill como a Jay A. Nock, Frédéric Bastiat o Lysander Spooner. No deja de ser curioso que tanto Lord Acton, cuyos libros atacando la institución del papado fueron condenados por el Santo Oficio en 1871, como von Mises y aún más Rothbard, fueron todos declaradamente anti-católicos[99]. Menos declaradamente lo son algunos de sus partidarios, que defienden las mismas ideas pero con ropajes teológicos. Encontramos entre ellos a Llewellyn Harrison Rockwell (Lew Rockwell), a Thomas E. Woods y en España, a Jesús Huerta de Soto, Adjunct Scholar del Instituto. Realmente, ha sido sólo este último el que se ha aventurado a buscar en el catolicismo algún elemento para sostener un capitalismo anarquista, dedicándose los otros a insistir, con mayor o menor empeño, en la no-incompatibilidad entre ambos, y en los precedentes que del libre mercado encuentran en la escolástica (no atienden, evidentemente, a que esos aportes sólo les llegan vía derecho natural racionalista, protestantizados). El caso de Tom Woods es el más sonado, pues formó parte de un debate frente a los distributistas acerca, precisamente, de la compatibilidad/incompatibilidad entre el libertarismo y la DSI. El debate, que se desencadenó en 2002 y se alargó hasta 2011, se desarrolló en dos etapas: una primera, en oposición a Thomas Storck, y una segunda, en oposición a Christopher A. Ferrara, cuyos trabajos dieron lugar a la publicación de La Iglesia y el liberalismo: ¿Es compatible la enseñanza social católica con la Escuela Austriaca? (1ª ed., 2010). Esta obra supone una contestación de aquella otra de Tom Woods titulada La iglesia y la economía: una defensa católica de la economía libre (2010). Ferrara y Woods, que años atrás publicaban conjuntamente una obra criticando los excesos y la neofilia de los adeptos al Concilio Vaticano II, se enfrentaban ahora a causa de la defección de Woods, que en lo referente a la cosa pública, sustituyó al Crucificado por el judío del Bronx. La oleada de artículos puede rastrearse a través de LewRockwell.com, The Remnant Newspaper, Chronicles Magazine y The Distributist Review, y para ello resulta útil el guión trazado por Christopher Blosser y David Jones para The American Catholic (2010). Intentando sintetizar el interminable intercambio de argumentos, podríamos presentarlos como sigue:

Tom Woods:

– La economía es una ciencia y como toda ciencia halla leyes, sin inmiscuirse en el ámbito de la moral. Nos dice cómo son las cosas nos gusten o no nos gusten: facts cannot be protested, defied, or lectured to; they can only be learned and acted upon[100]. No nos dice nada acerca de cómo debemos actuar.

– La intervención del Estado es perjudicial para alcanzar los objetivos que la propia DSI propone. Para que la sociedad dé buenos frutos, la mejor fórmula es dejar hacer, es adoptar como marco el libre mercado.

– La enseñanza de la Iglesia en materia económica constituye un abuso de poder, concretamente una extralimitación de los Papas, que realizan una «extensión insostenible de las prerrogativas del magisterio legítimo de la Iglesia hacia áreas en las que no posee una competencia inherente o divina protección frente al error»[101].

– La DSI marca cuáles son los grandes objetivos a perseguir, pero no determina el cómo, los medios, luego el libre mercado no puede ser desechado por la DSI. Los medios que propone el capitalismo de libre mercado, la sociedad libertaria, no suponen en sí mismos ninguna inmoralidad, y la Iglesia no puede pronunciarse sobre ellos de la misma manera que «no puede pronunciarse sobre la mecánica de las relaciones causa-efecto que existen en las ciencias»[102].

Distributistas (Thomas Storck, Christopher A. Ferrara, John Médaille…):

– La economía, al igual que ocurre con otras ciencias, estudia aspectos del hombre que involucran a su naturaleza y a su fin último, que son indisolubles de la moral. Cuando un psicoanalista, por ejemplo, promueve un modelo de sociedad pansexualista, no hay aquí rastro de ciencia moralmente neutra. Lo mismo ocurre si un economista legitima el libre mercado de niños, por poner un ejemplo familiar al libertarismo, o la licitud del comercio con carne humana (¿Por qué no iba a legalizarse el canibalismo en un marco de contratos plenamente voluntarios, en una sociedad libertaria?[103]).

– El gobernante debe perseguir el bien común (es su razón de ser) y el fin no justifica los medios. El laissez faire no sólo supone la fe ciega en una mano invisible que todo lo armoniza, sino también convertir en derecho el mal moral y el error, como hemos visto.

– Las áreas de competencia que posee el Magisterio de la Iglesia, a cuya custodia ha sido confiado en depósito el Derecho natural y divino positivo, las determina su origen, su fin, su constitución, y no un ideólogo de la política o de la economía, practicando una theologia ancilla oeconomiae. Un fiel, sujeto al Romano Pontífice, no puede negarle las atribuciones que los Pontífices han reclamado reiteradamente y autoritativamente para sí, sin situarse extra Ecclesiam.

– La DSI no marca exclusivamente grandes metas, sino que también desciende a los medios y juzga acerca de su licitud[104].

– Los medios que propone el capitalismo de libre mercado son intrínsecamente perversos, porque convierten el crimen en derecho y traen consigo una amputación de la naturaleza humana y sus auténticos deberes.

En definitiva, Tom Woods pretende hacer ver que están discutiendo acerca de economía, mientras sus contrincantes le insisten una y otra vez en que el problema no es la ciencia económica, ni las leyes científicas, sino toda una propuesta antropológica, social, jurídica, filosófica e incluso teológica, que contradice en cada uno de sus puntos a la DSI[105], al construirse sobre el postulado de un derecho absoluto de propiedad, y la libertad negativa que le sirve de coraza, que la teología católica no reconoce para ningún individuo, pues niega tanto el absolutismo de un monarca como el del pueblo, el de muchos y el del hombre concreto: no hay derechos ni poderes absolutos sino siempre relativos y sujetos a un Derecho y un Poder que son eternos, inmutables. Un gobierno no puede actuar buscando su provecho particular, a costa de privar a la sociedad de sus bienes propios, pero tampoco un individuo puede explotar a otro en base a un contrato libre, privándole de las condiciones mínimas de dignidad, porque existen deberes intrínsecos a la naturaleza humana que exigen algo más que el respeto hacia los derechos de propiedad. Estos deberes no son sólo de caridad, sino también de justicia. No sólo son deberes morales del individuo, sino también legales del conjunto de la sociedad y sus gobernantes. No se concibe soberanía que pueda sobrepasar ese débito exigido por la naturaleza. Cuando Tom Woods rechaza el valor autoritativo del Magisterio en esta materia, sencillamente sustituye la autoridad docente de la Iglesia por la suya propia, con lo que rechaza implícitamente aquello que, teóricamente, es la causa formal de su asentimiento al resto de verdades que la Iglesia enseña.

El camarada español de Woods y catedrático de economía política en la URJC, Jesús Huerta de Soto, es más claro y explícito que sus homólogos estadounidenses. En una conferencia para el Instituto Juan de Mariana, impartida durante su décimo Congreso de Economía Austriaca y titulada «Anarquía, Dios y el Papa Francisco», Jesús Huerta de Soto (JHS, quizás el monograma se le subió a la cabeza) se dedica a defender su tesis de que Dios (el Dios católico) es libertario. ¿En qué sentido es libertario? Nos lo dice en el minuto séptimo: «que siendo el poder absoluto, sin embargo, Dios no utiliza la fuerza, sino que siempre deja en libertad a sus criaturas, hasta el punto de que les deja la libertad de que se rebelen contra Él»[106]. El lema del dios de Huerta es, según nos dice, laissez faire, laissez passer, le monde va de lui même. Se trata de un dios que «no hace uso de la fuerza» (aunque pretende identificarlo con Deus Sabaoth) ni interviene en la «espontánea evolución del Universo» (aunque pretende identificarlo con el Dios Providentísimo). La Encarnación del Verbo, que es colgado de un madero para saldar una deuda contraída por el género humano, debe ser un laissez faire sólo perceptible por iniciados en Economía Austriaca. Por no hablar del Infierno, ese lugar reservado para aquellos que, según el paradigma libertario, deciden… ejercitar sus derechos. El Antiguo Testamento estaría, también, repleto de ejemplos de la más genuina práctica del laissez faire.

Pero hay más. Para Huerta, «el Estado es la encarnación del Maligno, del Demonio, la correa de transmisión del Mal». El poder civil, el Estado, no una forma concreta de gobierno sino todo gobierno, pues «todos los Estados y gobiernos son una banda de ladrones». Es de origen diabólico porque lo dice, según Huerta, la Sagrada Escritura (Lucas 4:6, igual, Mateo 4:8, 1 Samuel 6:10). Según Huerta, según la sola scriptura protestante que él decide aplicar, contra la interpretación de la Iglesia Católica[107] que él, paradójicamente, pretende así no sólo conciliar, sino incluso poner en la base de una ética de derecho privado anarquista. Curiosa forma de «rebatir» que en la ética protestante se encuentra el espíritu del capitalismo.

Si Huerta hubiese acudido a las fuentes a las que debía acudir en lugar de limitarse a sentenciar, como buen libertario pero mal católico, lo que le venía en gana… si Huerta hubiese consultado, sin ir más lejos, al propio Juan de Mariana cuyo nombre mancilla el Instituto, éste le hubiese explicado, apoyado en esos mismos pasajes, cómo en la institución de la dignidad real se encuentra la mejor forma de gobierno, y la razón de la tiranía (que no monarquía) expuesta en 1 Samuel 6:10. Pero Huerta no puede acudir a fuentes católicas. Pertenecen a eso que denomina «legión de intelectuales y de teólogos que han dedicado con ahínco su esfuerzo a tratar de justificar lo injustificable: a saber, que el Estado es legítimo». El Estado, que en su jerga significa toda forma de gobierno, o mejor, el poder político. ¿No se da cuenta Huerta de que esa legión tiene por cabeza a Cristo, al Verbo que dice «Por mí reinan los reyes y los príncipes decretan la justicia; por mí gobiernan los jefes, y los soberanos juzgan sobre la tierra». Si se da cuenta o no, es cosa incierta. Pero lo evidente es que Huerta pretende disfrazar de divino lo que es diabólico (la autonomía individualista, que no es otra cosa que el Non serviam) y de diabólico lo que es divino (la constitución cristiana de los Estados).

Con el libre examen, Huerta no consigue estrechar un lazo entre catolicismo (que repudia su método y sus conclusiones) y libertarismo. Lo único que demuestra es que los desvaríos de la libre interpretación son conciliables, en efecto, con cualquier cosa. Al menos reconoce sin disimulos que esta interpretación es suya, y que es la Iglesia la que ha estado «siempre equivocada», al interpretar que «los reinos de este mundo serían a su nivel legítimos» (dad a César lo que es del César). Nos dice: «esa es la interpretación estándar que ha preponderado hasta ahora pero que yo creo que está equivocada desde el principio hasta el final». La interpretación correcta sería, ni más ni menos, que al César no le corresponde nada en absoluto. Huerta va más allá que su colega Tom Woods: la Iglesia no sólo no tiene autoridad para pronunciarse en los asuntos económicos que tocan a la moral, sino que tampoco tiene autoridad para juzgar el sentido e interpretación de la Sagrada Escritura. Según el esquema mental de Huerta, además, tiene todo el sentido que carezca de dicha autoridad, pues «la Iglesia durante siglos y siglos ha sido Iglesia oficial del Estado», convirtiéndose, entonces en «instrumento del Maligno, como Iglesia oficial del Estado». Es decir, habría sido durante toda su historia el enemigo número uno de su propio mensaje. ¿Quién querría pertenecer a una Iglesia que durante siglos utiliza su autoridad para propagar el error y sostener la tiranía, que durante siglos (diecisiete, según Zanotti) es «instrumento del Maligno» mientras se autoproclama indefectible? Con uso de razón, nadie. Hace falta acudir al arqueologismo, al libre examen protestante, a una teología evolucionista y torcida sobre el segundo Concilio Vaticano. En definitiva, no solo la filosofía desacredita el libertarismo, sino también la teología. El libertario se sitúa contra la razón y contra la fe. Respecto a la primera por su condición infra-mental, fruto de su constricción gnoseológica, que le produce miopía para todo aquello que está más allá de la esfera privada. Los sujetos con esta anomalía eran designados por los griegos con el vocablo ιδιωτης, de donde procede nuestro «idiota». Respecto a la segunda, por su posicionamiento extra Ecclesiam, resultado de sustituir la autoridad docente de la Iglesia por la suya propia e idolatrar las libertades de perdición que la Iglesia condena.

 

[1] Cfr. Jesús Huerta de Soto, «Liberalismo versus anarcocapitalismo», Procesos de Mercado (Madrid), vol. 4, núm. 2 (2007), págs. 13-32.

[2] Hans Hermann Hoppe, Economía y ética de la propiedad privada, Londres, Innisfree, 2013, pág. 342.

[3] Rescatamos la distinción que hace Michele Federico Sciacca (Filosofía e metafísica, Milán, Marzorati, 1962) entre libertades «de» y «del» (pensamiento, religión, conciencia...): las primeras de tipo relativista, en el sentido de que dicha libertad no se ajusta a otro criterio que a sí misma, y por eso Miguel Ayuso (Estado, ley y conciencia, Madrid, Marcial Pons, 2010) la denomina libertad sin regla –o sin otra regla que no sea la propia libertad– y la segunda realista, en el sentido de que esa libertad es limitada por el ser de las cosas, según señala Danilo Castellano en «Orden ético y derecho», Verbo (Madrid), núm. 449-450 (2006), pág. 740.

[4] Stephan Kinsella, «El origen del libertarismo», Mises Wire (Auburn), 2018.

[5] Jesús Huerta de Soto, «Liberalismo versus anarcocapitalismo», loc. cit., pág. 8.

[6] José Antonio Ullate, «Catolicismo y liberalismo ante la economía», Verbo (Madrid), núm. 489-490 (2010), pág. 881.

[7] A este respecto, señala Huerta de Soto: «El error fatal de los liberales clásicos radica en no haberse dado cuenta de que el programa del ideario liberal es teóricamente imposible, pues incorpora dentro de sí mismo la semilla de su propia destrucción, precisamente en la medida en que considera necesaria y acepta la existencia de un estado (aunque sea mínimo) entendido como la agencia monopolista de la coacción institucional». (En «Liberalismo versus anarcocapitalismo», loc. cit., pág. 2).

[8] El «primer movimiento masivo libertario consciente del mundo» según Murray Rothbard, Historia del pensamiento económico, Madrid, Dykinson, 2012.

[9] Rothbard destaca el papel de Grocio tanto en su Ética de la libertad (1982) como en su Historia del pensamiento económico (1999), donde señala que «Grocio fue la exposición definitiva de la postura objetivista y racionalista, ya que para él las leyes naturales son discernibles por la razón humana, y la Ilustración del Siglo XVIII fue esencialmente el desarrollo del marco grociano» (op. cit., pág. 216).

[10] Murray Rothbard, Hacia una nueva libertad: el manifiesto libertario, Madrid, Unión Editorial, 2013, pág. 14.

[11] Hermann Hoppe, Monarquía, democracia y orden natural. Una visión austriaca de la era americana, Madrid, Ediciones Gondo, 2013, pág. 293.

[12] Así lo sentencia el propio Hoppe: «Para un liberal, todo hombre, sea rey o campesino, está sometido a los mismos eternos y universales principios de la justicia; y en cuanto al gobierno, o se legitima en un contrato entre los propietarios particulares o carece absolutamente de justificación. Mas ¿acaso existe algún gobierno de esas características?» (Monarquía, democracia y orden natural. Una visión austriaca de la era americana, cit., pág. 294).

[13] Cfr. John Rao, «Liberalismo y catolicismo», Verbo (Madrid), núm. 489-490 (2010), donde señala: «En última instancia, se basaba sobre la intención de cada cual al definir la “naturaleza”, lo que podía transitar por vías contradictorias: desde un arbitrario énfasis en la libertad económica whig, que gustaba a los propietarios, hasta una igualmente arbitraria reconstrucción spinoziana y rousseauniana de la sociedad, que no les gustaba en absoluto» (pág. 749).

[14] Óscar Godoy Arcaya, «Libertad y consentimiento en el pensamiento político de John Locke», Revista de ciencia política (Santiago de Chile), vol. XXIX, núm. 2 (2004), (págs. 159-182), pág. 171.

[15] Ibid., pág. 169.

[16] Hermann Hoppe, Monarquía, democracia y orden natural. Una visión austriaca de la era americana, cit., pág. 296.

[17] Contra el democratismo, señala Murray Rothbard, La ética de la libertad, Madrid, Unión Editorial, 1995, pág. 230: «Incluso en el caso de que la mayoría de los ciudadanos apruebe específicamente todas y cada una de las acciones concretas del gobierno, esto sería sencillamente tiranía de la mayoría, no un acto voluntariamente realizado por cada una de las personas del país».

[18] Hermann Hoppe, Monarquía, democracia y orden natural. Una visión austriaca de la era americana, cit., pág. 297.

[19] Su libro Anarquía, Estado y Utopía (1974), convierte al profesor de Harvard en uno de los exponentes de la teoría del derecho libertaria, cuya fama se debe no tanto al hecho de contestar a las clásicas objeciones anarcocapitalistas frente a la existencia del Estado (mínimo), como al debate con John Rawls, del que critica sobre todo su teoría de la justicia distributiva.

[20] Cfr. Murray Rothbard, Hacia una nueva Libertad: el manifiesto libertario, cit., pág. 315.

[21] Ibid., pág. 316.

[22] Ibid., pág. 194.

[23] El propio Hoppe equipara la sujeción al Estado con la esclavitud permanente: «Ese contrato de monopolio implicaría la renuncia de los propietarios a su supremo derecho de decisión y protección permanente de su persona y patrimonio, en beneficio de un tercero. En efecto, al transferir ese derecho, una persona se sometería a una esclavitud permanente» (Monarquía, democracia y orden natural, cit., pág. 296).

[24] Murray Rothbard, Hacia una nueva Libertad: el manifiesto libertario, cit., pág. 35.

[25] Ibid., pág. 60.

[26] Murray Rothbard, La ética de la libertad, cit., pág. 19.

[27] Ibid., pág. 80.

[28] Hermann Hoppe, Monarquía, democracia y orden natural, cit., pág. 295.

[29] Jesús Huerta de Soto, «Liberalismo versus anarcocapitalismo», loc. cit., pág. 3.

[30] Ibid., pág. 4.

[31] Joisy García Martínez y Nelson Rodríguez Chartrand, «Introducción al anarcocapitalismo», Instituto Mises (Auburn), 2014.

[32] Murray Rothbard, La ética de la libertad, cit., pág. 320.

[33] Ibid., pág. 321.

[34] Murray ROTHBARD, Hacia una nueva Libertad: el manifiesto libertario, cit., pág. 268.

[35] Ibid., pág. 264.

[36] Ibid., pág. 261.

[37] Ibid., pág. 262.

[38] Murray Rothbard, La ética de la libertad, cit., pág. 121.

[39] Ibid., pág. 121.

[40] Bruno Leoni, La libertad y la ley, Madrid, Unión Editorial, 2010, pág. 266.

[41] Murray Rothbard, La ética de la libertad, cit., pág. 178.

[42] Robert Nozick, Anarquía, Estado y utopía, Méjico, Fondo de Cultura Económica, 1997, pág. 114.

[43] Ibid., pág. 101.

[44] Ibid., pág. 112.

[45] Ibid., pág. 107.

[46] Ibid., pág. 113.

[47] Su obra Justicia sin Estado (1990) es considerada por Hoppe «el estudio empírico e histórico más completo del anarcocapitalismo» («Anarcocapitalismo: Una bibliografía comentada», Instituto Mises (Auburn), 2011, pág. 3). Benson, como Rothbard, rastrea en el antiguo derecho anglosajón (el common law) y en el derecho mercantil las huellas de un posible derecho proto-libertario, compatible con el capitalismo de libre mercado. El mérito de la obra radicaría, según Hoppe, en ofrecer «evidencias empíricas» de la efectividad de este sistema jurídico completamente privatizado. Al igual que Barnett, se refiere a una «ley policéntrica» para referirse a los sistemas jurídicos que compiten en el libre mercado, en ausencia de leyes «oficiales» propias del monopolio estatal.

[48] En su obra La estructura de la libertad (1998), Barnett usa la denominación «orden constitucional policéntrico» para referirse a la sociedad anarcocapitalista, según lo interpreta Hoppe (op. cit.). Barnett se refiere a una concepción liberal de la justicia cuyos elementos centrales coinciden, a grandes rasgos, con los hasta ahora planteados. A los tres derechos absolutos de propiedad de Rothbard suma el derecho de restitución y de legítima defensa, en la misma línea que el filósofo judío, evitando la formulación de derechos «espurios». Hizo una crítica de los derechos procesales formulados por Nozick en «Whither Anarchy? Has Robert Nozick Justified the State?», Journal of Libertarian Studies (Auburn), 1977, págs. 16-19.

[49] Murray Rothbard, La ética de la libertad, cit., pág. 337.

[50] Murray Rothbard, Hacia una nueva Libertad: el manifiesto libertario, cit., pág. 272.

[51] Ibid., pág. 273.

[52] Bruno Leoni, La libertad y la ley, cit., pág. 112.

[53] Jesús Huerta de Soto, «Liberalismo versus anarcocapitalismo», loc. cit., pág. 4.

[54] Cfr. José Montoya y María Pilar González, «Estado, Derecho y Libertad según F.A. Hayek», Anuario de Filosofía del Derecho (Madrid), núm. 10 (1993), págs. 13-32.

[55] Murray Rothbard, La ética de la libertad, cit., pág. 310.

[56] Ibid., pág. 139.

[57] Cfr. Henry Louis Mencken, A Mencken Crestomathy, Nueva York, Alfred A. Knopf. Ed., 1949.

[58] Murray Rothbard, La ética de la libertad, cit., pág. 132.

[59] Ibid., pág. 139.

[60] Murray Rothbard, Hacia una nueva Libertad: el manifiesto libertario, cit., pág. 264.

[61] Ibid., pág. 264.

[62] Ya los liberales clásicos rechazaban esta acusación con el pretexto de que «nada hay más social que el mercado» (Francisco José Contreras, Liberalismo, catolicismo y ley natural, Madrid, Ed. Encuentro, 2013, pág. 53). Sin embargo, lo único que esto significa es que en el modelo del mercado encuentran ellos los parámetros que acotan la sociabilidad humana, esto es: no existe un bien común temporal, una empresa común o unas nociones comunes de lo que es justo, de lo que es la «vida buena», pues esa común-unión estaría, inexorablemente, coaccionando una libertad individual que se postula como absoluta. El individuo elige a qué confesión pertenecer, o a qué tribunal sujetarse, con la misma libertad que elige adscribirse a un club deportivo. Los elementos que para el derecho clásico eran constitutivos de la comunidad política (de la comunitas, también de la universitas) son sólo una invitación, una oferta en el mercado donde libremente se intercambian los bienes. La sociabilidad liberal es una «soledad plural», en palabras del filósofo portugués Alfonso Botelho.

[63] Cfr. Thomas Woods (2017). Where Do Rights Come From?, en Tom Woods Show, Ep. 969. Consultado en TomWoods.com (11SEP19): https://tomwoods.com/ep-969-where-do-rights-come-from/

[64] Murray Rothbard, La ética de la libertad, cit., pág. 285.

[65] De esta forma, Thomas E. Woods es capaz de afirmar: «Economics is no different. It cannot presume to tell us what we should desire, how we should live, or how we should use our wealth […]. Neither does the discipline of economics itself have anything to say about these matters, which properly belong to moral philosophy» (Woods, 2002, pág. 2) y en otro lugar «there is nothing intrinsically immoral about a worker and an employer reaching an uncoerced labor agreement» (On the Actual Progress of Peoples , 2004, pág. 3). También, definiendo al libertarismo deontológico: «according to him [habla de Rothbard] any form of aggression against the individual is morally unjustifiable, including taxation» para concluir en la misma disertación que «This is the moral argument that I think is the most compelling and that is at the heart of what we’re doing» (Where Do Rights Come From?, cit.).

[66] Respecto al carácter reservado del conocimiento de la ley natural, con precedentes lockeanos, puede consultarse Juan Fernando Segovia, «Las Cuestiones de Locke sobre la ley natural», Derecho Público Iberoamericano (Santiago de Chile), núm. 4 (2014), pág.176: «el carácter misterioso y oculto de la ley natural no la hace cognoscible a todos los hombres, sino sólo a los más racionales, de lo que le viene un cierto dejo gnóstico».

[67] Murray ROTHBARD, La ética de la libertad, cit. pág. 79.

[68] Ibid., pág. 50.

[69] Señala Juan Fernando Segovia, «John Locke, ley natural y catolicismo», Verbo (Madrid), núm. 529-530 (2014): «Poner a Locke como moderno representante de la tradición escolástica o, más genéricamente, de las enseñanzas católicas acerca de la ley natural, prueba el desconocimiento de esa tradición y esa ley para el catolicismo, tanto como se malinterpreta a Locke, forzando una lectura imposible, maridando un absurdo consorcio».

[70] Louis Dumont, Ensayos sobre el individualismo, Madrid, Alianza, pág. 95.

[71] Incluso Miguel Anxo Bastos, quizás entre los libertarios españoles el más cercano al conservadurismo, comparte ese punto de partida radicalmente individualista. En una conferencia para el Instituto Juan de Mariana titulada «Libertarismo y Conservadurismo» (2013), decía: «España no existe, es una entidad mental. Quien existe son esas personas concretas, pero se adueñan de una palabra, se adueñan de un concepto… y nos mandarían morir o pagar impuestos […]». Miguel Anxo es presidente de la Asociación Xoán de Lugo, en Galicia, para la difusión de ideas anarcocapitalistas.

[72] Juan Fernando Segovia, «John Locke, ley natural y catolicismo», loc. cit., pág. 781.

[73] Ricardo Dip, Los Derechos Humanos y el Derecho Natural. De cómo el hombre imago Dei se tornó imago hominis, Madrid, Marcial Pons, 2009, pág. 52.

[74] Murray Rothbard, La ética de la libertad, cit., pág. 147.

[75] Ibid., pág. 150.

[76] Ibid., pág. 151.

[77] Ibid., págs. 170-183.

[78] Ibid., pág. 166.

[79] Víctor Pradera, Dios vuelve y los dioses se van. Modernas orientaciones de Economía Política derivadas de viejos principios, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1923, pág. 253.

[80] Ibid., pág. 255.

[81] Asunción Jiménez, «Una introducción al realismo jurídico de Juan Vallet de Goytisolo», Verbo (Madrid), núm. 521-522 (2014).

[82] Incluso en Hayek, que entre los intelectuales del libertarismo es considerado como uno de los más próximos a las tesis del iusnaturalismo tradicional, posee una visión de la ley natural evolucionista y arbitraria. Lo detalla Daniel Marín en la obra ya mencionada (2018, pág. 47): «Dependiendo del nominalismo, y no del realismo tomista, [Hayek] viene a hacer natural, no lo que la naturaleza objetivamente revela de sí en sus tendencias, descubiertas a través de la observación y la trascendencia de la razón sobre el hecho empírico, sino lo que en cada momento se impone repetitivamente».

[83] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, Buenos Aires, Club de Lectores, III-129.

[84] Víctor Pradera, Dios vuelve y los dioses se van. Modernas orientaciones de Economía Política derivadas de viejos principios, cit., pág. 256.

[85] Alberto María Weiss, Apología del cristianismo desde el punto de vista de las costumbres y de la civilización, Barcelona, Juan Gil Editor, IV, II, pág. 337.

[86] Hermann Hoppe, Economía y ética de la propiedad privada, cit., pág. 454.

[87] Ibid., pág. 461.

[88] Danilo Castellano, «El Derecho y los derechos en las constituciones y declaraciones contemporáneas», Verbo (Madrid), núm. 533-534 (2015).

[89] Ricardo Dip, Los Derechos Humanos y el Derecho Natural. De cómo el hombre imago Dei se tornó imago hominis, cit., pág. 71.

[90] Murray Rothbard, La ética de la libertad, cit., pág. 26.

[91] Hermann Hoppe, Economía y ética de la propiedad privada, cit., pág. 456.

[92] Ibid., pág. 460.

[93] Así nos lo presenta él mismo. En una entrevista con la Austrian Economics Newsletter, cuando le preguntan si su aproximación a priori de la ética eliminaría los derechos naturales, contesta: «No, not at all. I was attempting to make the first two chapters of Rothbard's Ethics of Liberty stronger than they were. That in turn would provide more weight to everything that followed» (AEN, vol. 18, núm. 1 (2014)). En otro lado (Hoppe, Economía y ética de la propiedad privada, cit., pág. 455): «En la práctica, este argumento se apoya la postura de los derechos naturales del libertarismo expuesta por el otro maestro pensador del movimiento libertario moderno, Murray N. Rothbard (sobre todo en su Ética de la libertad). Sin embargo, el argumento que establece la justificación última de la propiedad privada es distinto del que normalmente ofrece la tradición de los derechos naturales. Más que esta tradición, es Mises y su idea de la praxeología y las pruebas praxeológicas el que proporciona el modelo».

[94] Recordemos que «tan sólo un mundo sin normas, un mundo puramente libertario, puede satisfacer los requisitos de los derechos naturales y de la ley natural o, lo que es más importante todavía, puede cumplir las condiciones de una ética universal para todo el género humano» (Rothbard, La ética de la libertad, cit., pág. 80).

[95] La adopta en nuestro territorio Francisco José Contreras, en Liberalismo, catolicismo y ley natural, cit., dándole el sentido que pronto señalaremos. Contreras es actualmente ejecutivo provincial de Vox en Sevilla y candidato del partido al Parlamento europeo (número cinco en la lista).

[96] Para contextualizar el término, cfr. con encíclica Mediator Dei de Pío XII (1947).

[97] Gabriel Zanotti, Antropología cristiana y economía de mercado, Conferencia impartida en Chile (2016) para la Fundación para el Progreso (U.FPP).

[98] Pío XII en su encíclica Humani generis, aplica al Magisterio ordinario no infalible las palabras «El que a vosotros oye, a mí me oye».

[99] En este sentido, puede consultarse Christopher Ferrara, The Church and the libertarian. A defence of the Catholic Church’s teaching on man, economy and State, Forest Lake, Remnant Press, 2010, que recopila los ataques misesianos.

[100] Thomas Woods, «Catholic social teaching and the market economy revisited: A reply to Thomas Storck», The Catholic Social Science Review (Steubenville), núm. 14 (2009), págs. 107-124.

[101] Ibid., pág. 35.

[102] Thomas Woods, «Is Thomas Woods a "Dissenter"?». Consultado en TomWoods.com (11SEP19): https://tomwoods.com/is-thomas-woods-a-dissenter/

[103] En este sentido, el politólogo comunitarista Michael J. Sandel (Justicia: ¿Hacemos lo que debemos? Barcelona, Ed. Debate., 2010, pág. 89) señala, en referencia al caso Armin Meiwes: «El canibalismo entre adultos que consienten en practicarlo y padecerlo somete a la más rigurosa de las pruebas el principio libertario de ser el dueño de uno mismo y la idea de justicia que se deriva de él».

[104] Así lo refiere la encíclica Singulari quadam caritati, de San Pío X: «La cuestión social y las contiendas con ella relacionadas acerca de la forma y tiempo del trabajo, del precio del salario, y de las huelgas voluntarias, no son problemas meramente económicos, y, por ende, de tal género que puedan resolverse dejando a un lado la autoridad de la Iglesia, pues al contrario, es verdad clarísima que (la cuestión social) es, antes que nada, una cuestión moral y religiosa, y, por lo mismo, en los dictámenes de la Religión y en las leyes de la Moral ha de encontrar principalmente solución satisfactoria». La última sentencia hace referencia a la encíclica Graves de communi de su predecesor León XIII, punto décimo, titulado precisamente «No es sólo cuestión económica».

[105] El mismo Woods reconoce, en otros lugares, que se adscribe a lo que él mismo denomina el «motivo moral», la Ética desarrollada por Rothbard (al que llama maestro) y que Hoppe pretende rescatar del debate frente a los iusnaturalistas para que no salga mal parada. Su insistencia, dentro del debate que comentamos, en negar la auténtica naturaleza del conflicto (estos postulados éticos, y no asuntos meramente técnicos propios de la economía profana), a cualquiera le haría pensar en que se trata de una mera huida, un tirar la piedra y esconder la mano.

[106] Las citas que siguen se refieren al documento «Anarquía, Dios y el Papa Francisco», Procesos de mercado. Revista europea de economía política (Madrid), vol. XIV, núm. 2 (2017), págs. 205-218.

[107] Acerca de la interpretación católica de Lucas 4:6 y Mateo 4:8, puede verse Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 41, a. 4. También la exégesis de Mons. Juan Straubinger acerca de Lc. 4:6. En el mismo sentido se pronuncian Orígenes, San Juan Crisóstomo y otros Padres de la Iglesia, como puede verse en Opus imperfectum super Matthaeum, hom. 5 (Pseudo Crisóstomo) y, especialmente, en Adversus haereses (San Ireneo de León, Contra las herejías, Sevilla, Apostolado Mariano, 1999). En esta última obra San Ireneo arremete contra los herejes defendiendo, según reza el título, que «Los reinos de la tierra son establecidos por Dios, no por el demonio» (Lib. V, 24, 1-4). Huerta confunde el imperio de la mundanidad y la vana gloria con el poder temporal de los gobernantes. La Iglesia enseña que el primero (Lc. 4:6) es maligno y el segundo de origen divino, siendo los gobernantes ministros de Dios. Quizás pensó que su error era original, pero San Ireneo ya lo combatía en el siglo II.... nihil novum sub sole. En cuanto a 1 Samuel 6-10, puede consultarse nuevamente Straubinger, que señala cómo aquí los israelitas exigían un rey paganizante, una idolatría. No se trata, ni de lejos, de una repulsa hacia la institución monárquica y menos aún hacia cualquier forma de gobierno, como lo interpreta Huerta. El contradictorio dios de Huerta habría elegido nacer de un linaje diabólico (una familia real), el del Rey David, y luego habría decidido fundar una Iglesia con una constitución monárquica y no libertaria.