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Número 151-152

Serie XVI

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El campo y las raíces de la civilización

EL CAMPO Y LAS RAIOES DE LA GIVILIZACION (*)
POR
MICHELE FEDERICO SCIACCA ( t).
"La gloria de la campiña divina", del alma tierra, materna y fe­
cunda, de la cual provienen la prosperidad de
los pueblos,

la salud
física
y moral de las gentes, el bien de la paz. Así, Virgilio, que
tanta gloria cantó
gozosamente al
tiempo de Octaviano Augusto, al
culminar de

la grandeza
y de la potencia de Rotna, como si quisiera
contraponer a

la gloria militar
y política aquella más duradera y
más fecunda, más dulce pero más "fuerte", de la campiña desposada
con el aire, el sol, la lluvia; como si adivinase -pues es verdad,
como lo fue en un tiempo, que los grandes poetas son adivinos--que
al culminar la gloria de las armas y de la organización imperial, co­
menzaba
la decadencia de la romanida:d. Y que habtía comenzado,
como comienzo fatal, si tanta potencia no fuera rescatada con su
retorno al interior de la gloria de la campiña divina.
De
tal retorno el Mantuano, con grave y preocupado acento,
proclama
la urgencia,
ttas las ofensas que la guerra habían inferido
a los campos -que pueden ser
ofendidos y profanados de tantos
modos, to
•.·.ros como aquellos con que hoy se le ofende, con todas las
formas de depredadora guerra en
tiempos de
pacifismo
chatlatiín e
(*) El 28 de noviembre de 1974, en Il Tempo de Ronia, publicó nuestro
inolvidable maestro Scjacca este artículo con el título «I segni infallibili»,
recogido en su libro póstumo «11 magnifico eggi» (Roma, Citti Nuova Ed.,
1976) del cual ya publicamos, en el número 147 de
Verbo, págs. 903 y sigs.,
traducido
al castellano «La razón enloquecida». Como complemento de este
artículo del Prof. Sciacca sigue a continuación el de un campesino artista y
pensador como es
J. Gil Moreno de Mora, que aborda «Conceptos campesinos
de la sociedad».
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MICHELE FEDERJCO SCIACCA
hipócrita- ab,ndonados, como él acusa, por la ingratitud de los
hombres, que, corruptos, ahora preferían la viciosa comodidad de la
ciudad, una forma de
traición a

la
paz traída

por Augusto
y, por lo
tanto, convertida en precaria e insegura, Por eso Virgilio, por el
bien de la Roma potente, exhorta a los romanos para que reestablez­
can la antigua virtud -la
"romanidad"-del primitivo pueblo del
Lazio: no con el retomo a aquel tipo de "SOCiedad, sino por la recu­
peración y el injerto de aquella virtud a la gran Roma de Augusto.
Efectivamente, fueron los pastores fieles a la tierra,
y los labradores
fieles al arado, al olivo y a la vid, a los rebaños y a las manadas,
quienes
al afirmar los valores humanos, morales y religiosos que la
agricultura y la vida agreste oonllevan, fundamentaron la grandeza
de Roma desde sus orígenes hasta su
expansión.
No

menos que
el "bucólico" Virgilio, el "epicúreo" y no heroico
Horacio comprendió la imposibilidad de
cualquier eficaz reforma
de
las costumbres decaídas y de los antiguos ritos religiosos corrom­
pidos

sin un retorno al campo, a su dignidad, merecedora de noble
labor. Incluso para
el Venusino, la causa de la "permisividad" de
las costumbres, de la cual, dentro de ciertos límites él mismo es un
ejemplo, y de la disolución de la vida familiar ---«e debe "a la fuga"
sistemática de los campos y al abandono de la .. santa agricultura"; al
delirio de construir sin orden, subtrayendo tierra al arado, al ciego
furor de fabricar "villas privadas", circundadas de árboles estériles
y ornamentales para el reposo- ... del ocio de quienes, sin esfuerw
alguno

excepto los de la astucia carente de escrúpulos
y de la des­
honestidad sin vergüenza, gozaban de pingües rentas, de emolumen­
tos, de privilegios, de "puestos" para no trabajar, pero buenos para
poder sustituir la sombra de los olivos con los aromas disolventes
de los mirtos,
y los músculos con la blandicia, sepultura del antiguo
Rómulo
y del austero Catón.
Ni Virgilio ni Horado incitan a una revolución -que, como cual­
quier revolución, destruye más de cuanto podtía consttuir y, sobre
todo, edifica el peor de los conservadurismo&-, sino a una restaura­
ción: en el sentido de una restauración de la vida pública y priva­
da, que debe iniciarse con el retorno, dentro de la nueva civilización,
de los valores de la vida campesina; aconsejan la "tala" de la ciudad
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EL CAMPO Y LAS RAICES DE LA CIVIUZACION
pletórica, el arrasamiento de las zarzas, que se ponga fin a la promis0
cuidad ilícita, y a la confusión de las multitudes sin orden y sin uni­
dad; que se
declare la

guerra al caos
físico y moral, con el fin de que
puedan
retornar el templo, el bosque, la familia.
No
hacemos aquí,
ni ésta en nuestra intención, una dócil apolo­
gía de

los campos
y de las montañas, ni un elogio al buen mercado
de la así
llamada ecología, añadiendo una voz más a tantas otras
inútiles de crónica especiosa,
supetficiaJ. e
irritante. Queremos sim­
plemente decir que entre los "signos" infalibles de la
decadencia y
de

la
muerte de

una civilización se halla la
desertizaci6n de los cam­
pos y la acumulaci6n de la gente en la ciudad; el paso de una rique­
za modesta pero sólida, que tiene solidez
incluso moral y espiritual,
a una dorada miseria interior, coinciden.te no con el nacimiento del
hombre nuevo, sino con los abortos en cadena del hombre envejecido
y decadente: masa de nacidos abortados y cúmulo de exhibición y
de desorden, fuente de contaminación y de irreparable desequilibrio
social, tal como hoy se ha convertido la ciudad aun con sus innega­
bles atractivos. Es necesario
empezar de
nuevo a sembrar si se quiere
que
naz.can hombres-grano y no hombres-cizaña. Del campo y de la
soledad es la
finura del

sentir: el campo es "religioso"; del trigo toma
la fuerza del corazón; del olivo, el aceite, padre de !uz, que ahuyen­
ta
las tinieblas del alma. ¿Pot qué, precisamenre con el fin de que
la civilización de las máquinas
y de la ciudad babélica no se auto­
destruya
y de que conserve en lo que tiene de válido, no se restitu­
ye a la
"campiña divina"
de Virgilio su dignidad
y su decoro, su
gloria, su

silencio
y su religiosidad?
Religiosidad, sí; también religión. Nada de cuanto se vive es
más válido, más resistente ni más •• estático" que el dinamismo que
posee un árbol. El árbol tiene raíces robustas, profundas, laboriosas:
el árbol se arraiga; el árbol es "radical" como
la evidencia que no
se
discute porque

está más allá
de toda

discusión, porque más allá
de las inttascendibles raíoes no se puede
aodar: la raíz es "princi­
pio"; es radical en el
sen~ido de

que de la raíz, de esto que no se
mueve y está siempre en el mismo lugar, irrumpe 1a vida quesera­
mifica. El árbol está siempre en el mismo puesto, a la espera de los inviernos
y de los veranos, de las primaveras y los otoños, de la llu-
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via y el sol, de los vientos y las nieves: toda la naturaleza alimenta
sus raíces que, a su vez, hacen que la naruraleza sea naturaleza.
El árbol enseña que sin arraigar no se nace y no se crece, no ac­
túan las potencias vitales; enseña que quien se desarraiga no vive,
muere; y si va viviendo, es utópico, informe, traidor al fin y, por
esto, "impío"; es un saco vacío que se puede llenar de todo a mon­
tón, incluso
de su propio vacío. De todo menos de cualquier cosa vá­
lida, es-table, resistente; es plaza y no castillo, pajar y no torre. Así
el hombre desarraigado es llevado por el viento como una brizna de
hierba
seca y, por falta de raíces, destinado a doblarse como la es­
palda de los esclavos, y, después, a arrastrarse, astucia del tsclavo,
como los reptiles. La inmovilidad del árbol es el símbolo de las con­
ciencias sólidas precisamente porque tienen raíces que les fijan, prin­
dpios que no se derrumban.
Parece como si el árbol fuera lo contrario de la fe que mueve
montañas. Y lo es, seguramente; pero esta contraposición ,es necesaria
para la fe auténtica, que, como el pensamiento, vive y se nutre de
oposiciones. Sin raíces profundísimas y vitales, como un penetrar
hacia la profundidad de la tierra, como una provocación audaz diri­
gida a alcanzar la creación en, su origen inmaculado; sin raíces que
se clavan

como un
mártir a

su
fe, no nace, no se alimenta la fe que
mueve montañas, porque solamente las mueve
la fe arraigada, aqué­
lla que no se desarraiga y que, al fin, precisamente cuando se agarra
a la cruz,
=adica la

grama inútil.
El
árbol y los pájaros del cielo y los lirios del campo, confían
en la Providencia. No religión de la natura:leza, sino aproximación
religiosa a
la naturaleza, fuente que alimenta el espíritu religioso, el
amor al orden y a las cosas buenas para el gobierno del orden, que
implica una finalidad que lo sobrepasa
y lo colma: lo hace perfecto.
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