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Número 207-208

Serie XXI

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En torno al concepto de Renacimiento

EN TORNO AL CONCEPTO DE RENACIMIENTO
POR
JuAN CARLOS GARCÍA DE PoLAVIEJA
l. El problema del Renacimiento.
A pesar de ser uno de los temas más polémicos de la in­
terpretación histórica contemporánea, o quizá precisamente por
serlo, la reflexión sobre el Renacimiento no ha producido toda­
vía ese tipo de frutos analíticos que -por su profunda cohe­
rencia con las dimensiones
reales del

drama humano- Menén­
dez Pelayo consideraba definitivos. Tal reflexión, no obstante
haber convertido la interpretación de cada aspecto del momento
renacentista en un problema controvertido,
· de

haber logrado
éxitos notables en el estudio pormenorizado de la época, y de cosechar una extensa literatura analítica muy por encima del ni­
vel cuantitativo de la producida en torno a otros problemas his­
tóricos, tiende a detenerse ante el reto de una valoración global del Renacimiento. Esta tendencia a rehuir la correcta inserción
del Renacimiento en una interpretación coherente de la historia
humana, se aprecia más acentuada en las corrientes de inspira­
ción cristiana y puede atribuirse ---dejando a salvo las naturales
excepciones- a un apenas disimulado temor a incurrir en cier­
to pesimismo interpretativo que, en última instancia, sería pro­
ducto de carencias notables en las fuentes y conductos supues­
tamente cristianos que alimentan estas corrientes. En las distin­
tas escuelas revolucionarias, por
el contrario, se aprecia una fir­
meza mayor en la contemplación del Renacimiento como punto
de partida, momento de génesis, alborada, en suma, en el ca­ mino emprendido por la «nueva 'humanidad liberada».
El fondo de la reflexión sobre
el Renacimiento ha venido
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centrándose en la debatida cuestión de la continuidad o ruptura
entre éste
y el medioevo, en la cual han participado casi todos
los pensadores, historiadores
y eruditos de este siglo y de los dos
anteriores. En el marco de dicha polémica capital, el Renaci­
miento se ha convertido en un concepto cultural ligado al gusto
de las distintas épocas y a las distintas doctrinas imperantes,
como señala Uscatescu ( 1 ). Al menos, el debate de siglos ha contribuido a clarificar los
términos reales en que debe plantearse la cuestión. Puestas de
relieve por intereses ideológicos dispares
y contrapuestos, las
teorías de la novedad absoluta del Renacimiento, del contraste
d., su

cultura con
la medieval, de la originalidad del humanis­
mo, etc., han provocado lentamente
la floración de una crítica
superadora que relaciona el Renacimiento con la crisis del me­
dioevo. Gilson,
Huizinga, Russell,

Kristeller
y Gario, entre otros,
pueden considerarse
artífices principales

de esta superación, lo­
grada por la
vía reivindicadora de la civilización medieval. Des­
de un punto de vista meramente historicista puede, pues, consi­ derarse correctamente planteada la reflexión sobre el Renacimien­
to desde la tesis de Gilson, para el cual el humanismo es el
re­
tomo

al espíritu clásico
y al naturalismo, pero «como continui­
dad
y exasperación de los elementos fermentadores de la espiri­
tualidad medieval declinante ...
» (2). Y situarse el eje central
del Renacimiento en el cambio de orientación en la conducta hu­
mana, matizado por Gario: «Después de muchos siglos, grandes siglos, en que el pensamiento humano se había esforzado, sobre
todo, en elaborar una filosofía de
la experiencia religiosa y en
considerar todo desde esa perspectiva, la razón humana cambió
dt orientación y dirigió todos sus esfuerzos hacia el hombre poe­
ta,

hacia su
CIUDAD, hacia esa naturaleza mundana que por en­
tonces estaba conquistando ...
» (3).
(1) Uscatescu, Jorge: «Teoría del Renacimiento». Estracto de la re­
vista Nova Antologia, Roma, mayo de 1973.
(2) Gilson, E.:
Humanisme medieval et Renaissance.
(3) Garin, Eugenio: Medioevo y Renacimiento, Tauros, Madrid, 1981,
(Juicio estractado por el mismo Garin).
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EN TORNO AL CONCEPTO DE RENACIMIENTO
Ambas ideas pueden considerarse como síntesis válidas del
análisis de
la problemática del Renacimiento efectuado por sus
autores
y tiene la virtud de posibilitar nuestra aproximación al
concepto de Renacimiento
y a la realidad nuclear que dicho con­
cepto encierra, prescindiendo precisamente de la
polémica pura­
mente

historicista de la cual estas síntesis son el epílogo
defini­
tivo.
Gilson, al hablar de «retorno al espíritu clásico y al natu­
ralismo» está consagrando la noción -por lo demás evidente-­
del entronque de
la actitud intelectual de los hombres del Re­
nacimiento con

la propia del antiguo mundo pagano. Ese entron­
que no puede encontrarse sino en
la voluntad de emancipar el
afán especulativo del orden teocéntrico, voluntad que supone,
en el
interior de
la conciencia individual, la ruptura de la ínti­
ma comunión entre razón -y fe, característica, no sólo del hom~
bre medieval, sino del hombre cristiano en todas las épocas. Y
estableciendo que un tal retorno al naturalismo se produce «como
continuidad
y exasperación de los elementos fermentadores de
la espiritualidad medieval declinante», Gilson
explica el
aban­
dono de
la actitud intelectual teocéntrica por el hombre rena­
centista como una consecuencia de la decadencia
y crisis espiri­
tual del último medioevo.
La independencia con respecto
al orden teocéntrico puede,
pues, ser considerada como característica primera del hombre re­
nacentista. Una independencia
manifiesta en

todas las dimensio­
nes de la vida: en el orden intelectual a
través de

esa voluntad
de emancipación del
afán especulativo que Garin llama «trans­
formación

en el modo de filosofar»,
y que condujo a tantos, como
a
Marsilio Ficino,

a constatar que «la
tranquila seguridad
de
un universo
familiar y doméstico, ordenado y ajustado a las ne­
ce$idades humanas,

estaba definitivamente perdida» ( 4 ). Pero se
trata de una independencia que, por desordenar profundamente
fo jerarquía de

valores medularmente cristiana se evidenciará,
principalmente, en el orden moral, desatando los lazos con que
(4) .Garin, E.: op. cit., p,g. 70.
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éste mantenía subordinadas todas las actividades sociales: la fi­
losofía política de Maquiavelo, el cálculo clivinizado por Ma­
netti (5), la distorsión capitalista o economicista de la religiosi­
dad manifiestas en Villani o Alberti ( 6 ), son los primeros resul­
tados de tal crisis moral. Paradójicamente, es en el mundo del
arte en el que menos mella produce la voluntad de independencia,
origen de la revolución intelectual
y moral: el progresivo des­
cubrimiento de nuevos conceptos plásticos en el «quattrocento»
y la eclosión artística del primer tercio del siglo XVI, se produ­
cen aún en una dimensión plenamente teocéntrica -tan teocén­
ttica como la del arte español del siglo XVII, del cual son pre­
supuestos-y, fundamentalmente ajena, por tanto, a los cona­
tos de emancipación intelectual que marcan simultáneamente el
comienzo de una escisión espiritual
definitiva. Esta

dimensión teo­
céntrica del arte renacentista no puede atribuirse exclusivamente al mecenazgo de los artistas por la Iglesia, porque, como el Siglo
de Oro español demostrará más tarde, la supremacía estética de
la civilización escindida permanecerá en el mundo teocéntrico.
La actitud intelectual «teocéntrica», que determinadas co­
rrientes de interpretación han pretendido relegar a un ámbito
temporal exclusivamente medieval, no es otra cosa que el mé­
todo teológico de reflexión, que supone plantear toda investiga­
ción partiendo de los principios de la Fe,
y subsumiendo bajo
ellos todos aquellos principios de razón natural o de experiencia.
Y es comprobable que tal actitud no sólo no desapareció en el siglo
XVI, s.ino que ha alcanzado nuestros días llena de vitalidad.
La reflexión TEOLÓGICA, que supone la unicidad del saber huma,
no,

la jerarquía de valores en el conocimiento
y el orden en la
(5) Giannozzo Manetti: Ve en Dios como un «maestro d'uno trá­
fico».
( 6) La prosperidad, según Alberti, es la recompensa visible por una
buena dirección, grata a Dios, del negocio.
A. von Martin: Sociología del Renacimiento, Fondo de Cultura Eco­
nómica, Méjico, 1946. Nótese la similitud de tal distorsión con la pro­
ducida en algunas corrientes del
posterior espíritu

religioso protestante.
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complejidad y diversidad de experiencias no ha sido abandonada,
en efecto, por el hombre moderno. Por el contrario, constituye
el único método realmente científico, desde una 6ptica cristiana. Si aceptamos, pues, con Garin, que el cambio hacia una pers­
pectiva antropocéntrica constituye
la característica fundamental
del hombre renacentista, veremos muy claro que el Renacimiento
constituye primordialmente una escisi6n en el comportamiento
-hasta entonces unitario---- de los hombres. El comienzo de una
divergencia profunda en la forma de enfrentar la realidad que se irá acentuando con el paso del tiempo.
Los límites de esta escisión estuvieron en un principio muy
difusos. Hasta mediado el siglo XVI no se vieron forzadas las
clases dirigentes europeas -y tras ellas el resto de la sociedad­
• una toma de postura en uno u otro lado, que ya sería defini­
tiva (7). S61o algunas mentes extremadamente lúcidas comenza­
ron a ver claro desde la década de 1530, al percibir la verdadera
dimensi6n del drama espiritoal, en cuyo planteamiento se advier­
te, con la perspectiva de nuestros días, el equívoco maniqueo de
la dialéctica de contrarios: frente a la tesis -la «Roma deprava­
da en el centro de una Iglesia corrompida y desordenada»-, la
antítesis de una «nueva espiritualidad», más «adaptada a las ne­ cesidades del hombre de la época»
y liberada del yugo de la Ba­
bilonia romana. Flotando sobre ambas y rodeada de un aura de superioridad moral e intelectual, la síntesis humanista, y más que
humanista erasmista, de una religi6n «para los hombres superio­ res», según la concebían
.!os hijos

espirituales del Enchiridi6n
y
de los libres Coloquios, destinada «a los cristianos más auténti­
cos de todas las naciones», cuyo triunfo sería la meta de los es­
fuerzos del emperador,
y a la cual el Concilio acabaría por afiliar­
se para renovar la Iglesia... ( 8 ). El emperador, que desde la dieta de Worms, en 1521, había
(7) Salvo en Inglaterra, donde los cambios políticos alargaron la am­
bigüedad de amplios sectores hasta d siglo XVII.
(8) Febvre, Luden: Erasmo, la contra"eforma y el espíritu moder­
no,
&l. Martín<> Roca, Barcelona, 1970, p~g. 126.
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JUAN CARLOS GARCIA DE POLAVIEJA
calibrado perfectamente la amenaza de la rebelión protestante (9),
fue el sujeto principal ante quien se desplegó tal dialéctica. La
política ambigüa de
la sede romana -en la que Oemente VII
hubo de asimilar la idea de
la «universitas christiana» casi por
la
fuerza y tras años de incomprensiones y equívocos, la per­
manente enquina de Francisco I, y la ansiedad natural por afir­
mar
la autoridad imperial entre los príncipes y electores alema­
nes agitados por Lutero, eran otras tantas razones que podían
inclinar a Carlos hacia. las orientaciones eclécticas propugnadas
por algunos de sus consejeros formados en
la influencia de
Erasmo. Y conviene recordar que la figura
y la influencia del autor
de los Coloquios desempeñaron un papel vital durante aquella
época (1522-1530), en que
la Corte Imperial, no desengañada
aún del todo por el cariz verdadero de
la revolución luterana,
dudaba entre una política temporalista ilustradamente «gibeli­
na», o el enfrentamiento total que poco a poco se demostraría
inevitable. La tentación de «saltar por encima» de la querella
religiosa buscando
la consolidación del poder imperial por el ca­
mino del eclecticismo
y de la componenda, llegó a pesar con
fuerza en los consejos imperiales, quizá por
la influencia de Gatti­
nara, ferviente erasmista (10).
No cabe duda de que el moderantismo erudito
y teñido de
filantropía propio del erasmismo, con su ambigua espiritualidad,
proporcionaba un magnífico soporte intelectual a aquella orien­
tación política.

Afortunadamente, Carlos de Austria no era un
cripta-protestante advenedizo, como Enrique IV de Francia, sino
un hombre de conciencia íntegra
y sólida formación cristiana. Y
fue él, mediante su personal
y responsable compromiso con la
Fe, quien impidió que Erasmo anticipase
----<1uizá involuntaria­
mente---,

el triste papel destinado por
la historia a Badina.
(9) Menéndez Pida!, Ramón: La idea imperial de Carlos V, Colección
Austral, Espasa-Calpe, Madrid, 1940, pág. 16.
(10) Lucien Febvre ex.plica esta influencia en: «une conquete de
rhistoire, 'l'Espagne d'Erasme», artículo aparecido ell los Annales d'His­
toire sociale, t. I, 1939.
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En 1530, Carlos disipó todas las dudas. El espectáculo de­
salentador
de la dieta de Augsburgo hubiera convencido de
la
necesidad de una política decididamente confesional al mismo
Gattinara, fallecido poco antes ( 11 ). La dialéctica estaba rora
por la misma fuerza de los hechos. En adelante el erasmismo se­
ría cada vez peor visto en la corte imperial, y en España e Ita­
lia desaparecería rápidamente aquella suerte de «snobismo» in­
telectual, arrollado por la escisión de las almas: Muchos erasmis­
tas revisarían su credo, forzados por
la radicalización del drama
espiritual, pasando a ser simplemente católicos. Otros, los me­
nos, llevando
la heterodoxia más allá que su maestro, constitui­
rían los alumbrados y herejes estudiados por M. Pelayo y Mar­
ce! Bataillón

(12).
Reconocida
la acritud antropocéntrica del hombre renacen­
tista y
la incompatibilidad de la misma, no ya con el método
intelectivo escolástico o con la filosofía medieval, sino -lo que
es más grave-, con la actitud teocéntrica perenne en d Cris­
tianismo por ser exigencia del primer precepto del decálogo,
pueden estudiarse
y comprenderse mejor las diferencias -si las
hubiere--, entre el «hombre del Renacimiento» y el «humanis­ ta», entre Renacimiento y Humanismo. Quede claro, antes de
penetrar en el terreno necesariamente fleno de matices de tal dis­ tinción, que no entendemos el Renacimiento como momento
cronológico sino como momento revolucionario
y que, por tanto,
habiendo establecido suficientemente que la época inauguró una escisión en la forma de
afrontar la vida y el conocimiento, al ha­
blar de «hombres del Renacimiento» nos referimos únicamente
(11) En mayo de 1530, Carlos abandonó Italia por el Brennero, di­
rigiéndose a Alemania. En Insbruck falleció Gattinara que viajaba con el
séquito imperial. La Dieta de Augsburgo se abrió el 20 de junio y el 25
se leyó, por Bayer, la «Confesión de Augsburgo,, redactada por Melanch­
ton. El 3 de agosto se presentó la «Refutación de la Confesión», escrita
por Eck, Faber, Cochlaus y otros, que fue rechazada por los príncipes lu­
teranos, lo que influyó decisivamente en la determinación de Carlos.
(12) Bataillon, M.: Erasmo y España, Fondo de Cultura Económica,
Méjico, 1950.
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a los personajes que adoptaron la actitud mental emancipada:
esta distinción excluye del concepto, tanto a la mayor parte de
los artistas cronológicamente renacentistas, como a personajes de
la política, del clero y -como trataremos de demostrar-, a
numerosos humanistas.
La ctítica histórica moderna ha ilustrado suficientemente que
el humanismo, como ola de erudición clasicista, es una más de
las que produjo el flujo y reflujo cultural de la Edad Media: las teorías de Cian, los estudios sobre el siglo
XII de Haskings, Gil­
son y Focillón,
la revaloración intelectual, filosófica y artística
del medievo en la interpretación de Rossi, son concluyentes al
respecto. En efecto, a lo largo de toda la Edad Media hubo mo­
mentos de esplendor cultu.ral y de revalorización de las letras
clásicas: hubo «humanismos medievales» que fueron asimilados
por el orden teocéntrico y no cuajaron en rebeldías
-o al me­
nos en rebeldías definitivas--, e incluso hubo individuos aisla­
dos tan potencialmente destructivos como el renacentista
Ma­
quiavelo. Sin embargo, la eclosión de rebeldía como movimien­
to capaz de condicionar y truncar el curso de la historia, se pro­
duce precisamente en el marco de las generaciones que protago­
nizaron el humanismo de los siglos xv y
XVI. Michelet, desde su
óptica revolucionaria, fue bastante
gtáfico al describir esta
dife­
rencia: «En el curso de los siglos xrn y
XIV se habían formado
diversos
movimientos de pensamiento y de acción, los cuales se
podían considerar como verdaderos preludios del Renacimiento. Pero en el choque con las férreas leyes de la escolástica, del uni­
versalismo católico, de la cahallería y de
1a fuerza política de
aquel tiempo fueron fallidos, porque la barbarie medieval los aplastó sin que pudieran consolidarse de una forma decisiva.
Sólo el siglo
XVI realiza esta victoria del mundo moderno sobre
las tinieblas del pasado. Esto constituye uno de los puntos
lumi­
nosos en el camino del progteso humano, porque libra para siem-
(l3) Michelet, Jules: «ta Ren:aissance,»- sexto· volumen de su Historia
de Francia. El patrl\fty est't( contruido "literalmente con diversos conceptos
vertidos a
lo largo de la obra.
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pre a la humanidad de los prejuicios y de la opresión eclesiás­
tica ... ».
En el siglo xvr, tal «victoria del mundo moderno», es decir,
la hegemonía de las utopías del hombre emancipado de la Fe, estaba lejos de ser un hecho. El único logro visible de la revo­
lución hasta bastante después de la publicación de las tesis de Lutero, en 1517 -quizá hasta la claudicación de Augsburgo, de 1555-, era la escisión, apenas percibida
.aún por

los contempo­
ráneos, de los hombres en dos bandos. A partir de 1530, tal es­
cisión se

radicalizaría y se haría irreversible. Entonces se vería
claro que bajo el banderín de enganche humanista habían milita­
do gentes muy dispares y que el concepto mismo de humanis­ mo únicamente era aplicable a todos
dios en

su acepción más
genérica de erudición clasicista. Entre los erasmistas españoles, Juan de Valdés, refugiado en
Italia, derivará pronto a la franca herejía, mientras el cosmopolita
Luis Vives, uno de los principales corresponsales de Erasmo, no se
desvía de la ortodoxia. Francisco de Encinas caerá del lado del luteranismo y Miguel Servet -a quien Erasmo se negó a reci­
bir cuando se dirigió a él con ánimo de deslumbrarle con sus
elucubraciones teológicas-, será violentamente perseguido por
ur,os y

otros para acabar cayendo en manos de Calvino y mo­
rir en la hoguera. En
el humanismo británico, la escisión, mati­
zada por un cierto racionalismo utópico, muy propio de estos
albores desilvanados de la revolución, se verá contrarrestada por la reacción producida en aquel medio ante la rebelión luterana: Fisher, Colet y Moro son tres ejemplos elocuentes de
esta reacción. Dos de ellos mártires ante el Cisma, y el tercero,
Colet, abrumado por la ruptura con Roma de algunos de sus
discípulos. Tomás Moro, por cierto, puede y debe destacarse
como antítesis viviente de Maquiavelo; ambos juristas, ambos
políticos, Moro se negó en redondo a separar, en la práctica es­
peculativa -con la «utopía» como excepción que
confirma la
regla-, su razón de su fe, planteándose siempre la cuestión del
buen gobierno como una búsqueda d~tro de la ética cristiana y
manteniendo hasta el final que la moral debe disciplinar, necesa-
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riamente, las relaciones de los soberanos entre ellos y con sus
súbditos.
En Francia, por el contrario, el humanismo,
reflejo del

ita­
liano, setá plenamente hetetodoxo y sus figuras de relieve típi­
cos hombres del renacimiento en el sentido antropocéntrico del
concepto: Margarita de Angulema, reina de Navarra, 1492-1549, autora del Heptamer6n, nústica a su manera y vehemente protec­
tora de heterodoxos de toda condici6n, es el prototipo femenino
de un cierto antropocentrismo religioso en el que se conjugan
armoniosamente humanismo y protestantismo incipiente y,-que,
en lugar de someter al hombre a las leyes divinas, trata de aco­
modar a Dios a la medida humana. En torno a ella y a su corte
de Nerac

-refugio del joven autor de un celebrado comentario
sobre el tratado «De Clemencia», de Séneca, llamado Juan Cal­
vino .. . -, gravitan poetas protestantes, como Marot, epicúreos
materialistas, como Rabelais, eruditos heterodoxos, como Lefe­
vre de Etaples y fil6sofos anti-aristotélicos y cripta-protestantes,
como Ramús (14).
En Alemania, los humanistas Conrad Muth, de la Universi­
dad de

Erfurt; Juan Reuchlin, autor del famoso «Espejo ocular»,
obra declarada sospechosa de herejía por la Sorbona, y el poeta
revolucionario Ulrico de Hutten ( 1488-1523 ), entre otros mu­
chos, comenzaron una campaña de opúsculos contra la escolásti­
ca ( 15) en el ambiente enrarecido de los últimos años de Maxi­
miliano, ofensiva que tuvo su colof6n el 4 de septiembre de 1517, cuando Lutero, aprovechando el clima genetal, lanz6, en
Wittemberg, sus 97 tesis contra la teología escolástica. Y, en Italia, verdadero coraz6n
y centro de irradiaci6n del
renacimiento, encontramos la figura decisiva de Maquiavelo que,
entre la inmensa galería de personajes de la época, sobresale
como arquetipo de la actitud intelectual rebelde. Porque, lejos
(14) Pierre Ramún o de la Ramée (1515-1572). En 1561 hizo públi­
ca apostasía de la Fe católica. Fue asesinado en la noche de San Bartolomé.
(15) De aquella disputa se hizo célebre la Epistolae obscurorum vi­
rorum, de Juan Jiiger.
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del humanismo problemático de Ficino o de Pico de Mirandola,
aborreciendo el rigor intransigente de Savonarola, más amigo de
las pasiones
-y, sobre todo, de las aspiraciones de los Borgia
que del convencionalismo interesado de los Médicis-, odiando
a los

gibelinos sólo un poco menos que a los guelfos, Maquia­
velo, ese hombre solitario, es ya un revolucionario completo. El
mismo no se siente
identificado con

ninguna figura italiana o
europea anterior, no siendo con los sueños más disparatados de
Nicolás de Rienzi (16) o con algunas conclusiones anti-eclesiales
d,· la obra de Marsilio de Padua. Y es que Maquiavelo, un hom­
bre vitalmente anticristiano, aborrece profundamente el orden
jetárquico de la civilización en que vive, abomina del parentesco tomista de la lógica con la ética, del teórico matrimonio entre
imperio y papado, se irrita con la dimensión eclesial de la vida
política y gozaría destruyendo el mismo imperio
romano que,
a

sus ojos, no es sino un obstáculo para el desenvolvimiento de
esa pretensión nacional itálica, basada en criterios raciales, lin­
güísticos y geográficos. Con «El Príncipe», Maquiavelo señala al mundo una direc­
ción diametralmente contraria a la que esbozara Dante en «De
Monarchia»: Maquiavelo eleva a la voluntad de potencia la vo­ luntad de energÍa de cada príncipe
y de cada nación hasta ser el
supremo
y único objeto de su pensamiento y acción. Todas las
fuerzas de una comunidad nacional tienen que servir al pensa­
miento de la nacionalidad con el fervor de una idea religiosa.
La
razón de Estado, el extremo desarrollo de la propia individua­
lidad nacional, tienen que ser para ellos el único
y visible fin
propio y culminante e toda evolución histórica, y su realización
sin
miramien~o alguno, la más alta tarea dentro de los aconte­
cimientos del mundo. Para Maquiavelo, el sentido final es el
poder
y el desplegamiento del poder. No cabe imaginar carga
más destructiva contra la idea que la sociedad tiene en aquellos
momentos de sí misma, vertida como un ácido disgregador en
(16) Nicola di Rienzi: en mayo de 1347 asalt6 el capitolio y se pro­
clamó Tribuno de la «república romana»,,
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JUAN CARLOS GARCIA DE POLAVIE]A
ei seno de la Cristiandad que es aún una gran familia -algo
mal allegada y confusa-, pero familia al fin.
Entre Dante y Maquiavelo, entre
«De Monarchia»

y «El
Príncipe» no hay acuerdo posible. Tal afirmaci6n, nacida de la
pluma de Luden Febvre, la compartimos plenamente. Aunque,
evidentemente, no en el mismo sentido que él. Para Lucien Feb­
vre -----<¡uizá condicionado por la revolucionaria aceptaci6n poste­
rior de las tesis mequiavélicas-, el
florentino es
un político «po­
sitivo y sin prejuicios» que, instalado en medio de una sociedad
humana «tal como es», construye con los materiales que le
ofrece. Mientras que Dante <~es un reformador visionario, que
desprecia al mundo real y, desdeñando las naciones, reconstruye
con la ayuda de
las puras ideas un abrigo ideal para toda la
Cristiandad ...
» (17 ).
Henos, así, ante un Maquiav:elo «positivo y realista» y un
Dante «visionario».
Esa sociedad que, según Febvre, Maquiavelo ve «tal como
es», resulta que
no es exactamente como la concibe Maquiavelo.
El florentino no ha conocido sino el aspecto más s6rdido de la
mezquina política de los pequeños poderes italianos en la época
desquiciada que sigui6 a la muerte de Lorenzo de Médicis ( al
morir Lorenzo, Maquiavelo contaba s6lo 23 años).
¿ Qué cosas desconoce Maquiavelo?
Desconoce que la unidad peninsular española, que envidia, no
se ha hecho, pese a las apariencias, en conversaciones e intrigas
de antesala, sino en la forja de unos ideales de reconquista y,
que en ella, el interés particular de los príncipes ha contado me­
nos que la incipiente llamada de una vocación universal. Desco­
noce que ese apogeo de los saberes clásicos, con el que cuenta
para arrumbar los cimientos políticos de la sociedad ctistiana
va a servir también para que muchos y muy altos personajes lle­
guen a apreciar en su plenitud
la obra de ese Dante al que des-
(17) Febvre, Lticien: «Le Machiavel d'Augustin Renaudet», artículo
publicado en los Melanges d'histoire sociale, fase. IV (1943).
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EN TORNO AL CONCEPTO DE RENACIMIENTO
precia. E ignora, por último, que el idealismo va a ser aún fuer­
za motriz de hombres
y pueblos por varias generaciones.
Por eso no es válida
la calificación de Lucien Febvre, !Ú en
el caso de Maquiavelo ni en el de Dante. El termómetro religioso
-que diría Donoso Cortés-, estaba aún muy alto en los al­
bores del siglo
XVI. La política, hecha por hombres, se hacía to­
davía por hombres cristianos en buena medida,
y esa calificación
de Maquiavelo como un pensador «realista», que en el marco de nuestros días sería quizá válida, resulta anacrónica en los días
en que el mundo cristiano va a hacer su último y colosal esfuer­
zo por mantener sus estructuras temporales.
¿Dante un reformador visionario?
Los ideales de Dante permanecen vivos
y vitalmente ope­
rantes hasta
el naufragio de Wesfalia de 1648, que consagra esa
«compleja escisión social
y política» de la Cristiandad tan níti­
damente explicada por Andrés Gambra (18)
y Elías de Teja­
da (19). En los albores del siglo xvr, lo revolucionario, lo visio­
nario, era propugnar un nacionalismo positivista que tendría que
esperar en Italia basta el conde de Cavour y los carbonarios
para producir sus dudosos frutos. Lo positivo, lo realista,
y lo
que hizo el pueblo italiano desde 1530 fue, por
el contrario, cola­
borar en
la tarea de restauración del «ordo cristianitas» empren­
dida por
el joven emperador Carlos V, profundo admirador y
conocedor del autor de la «Divina Comedia». No se descubre
nada nuevo al constatar que la sociedad
italiana, a partir de la
tercera década del siglo xvr, ha experimentado una profunda
transformación en sus valores, a la que no es ajena una conside­
rable reacción moral. La generación que comienza su andadura
asistiendo a la coronación imperial de Bolonia
y a la profunda
reorganización de la vida italiana que la acompaña, no es ya
la misma que ha servido de blanco a las críticas aceradas de
(18) Gambra Gutiérrez, Andrés: «El sentido de la historia de Espa­
ña en comparación con la de Europa», en Verbo, núm. 161-162.
(19) Ellas de Tejada, Francisco: La Monarqu/a Tradicional, pág. 37,
Madrid, 1954.
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JUAN CARWS GARCIA DE POLAVIEJA
Brentano (20). Han pasado los tiempos del cardenal Bembo, y
Alejandro VI, Julio II, César y Lucrecia son personajes que se
recuerdan con cierto espanto y cuyas «hazañas» se mantienen ale­
jadas de los oídos de los niños. No ha llegado aún el momento de la influencia española y de la reacci6n cat6lica que se hará
avasalladora a partir de Trento, pero esta generaci6n de Bolo­
nía protagoniza un
giro decisivo en la orientaci6n de las aspi­
raciones italianas que se aprecia principalmente en cierta restau­
raci6n de las costumbres y que, en el plano ideol6gico, no ten­
drá su contrapartida hasta que las campañas del Primer C6nsul
-antes general
Bonaparte---, solivianten

de nuevo los ánimos
italianos tres siglos más tarde. El ambiente de la época, marca­ do por el signo de una contricci6n no exenta de repugnancia ha­
cia los excesos· del pasado inmediato ha sido intuido por escri­ tores como Mújica Láinez (21 ).
La generaci6n de Bolonia está, desde luego, mucho más cer­
CB de Dante que de Maquiavelo, y en las solemnidades majes­
tuosas de San Pedro y San Petronio puede adivinarse, cuál ge­
nio inspirador de un
caminar perfectivo y no dialéctico para la
humanidad, el espíritu del autor de la
« Vita Nuova», triunfante
sobre la serpiente marmórea del pórtico de Jacopo della Quercia.
El humanismo
· es

la última floraci6n cultural unitaria de la
Cristiandad. Que en su marco se haya producido la escisi6n-has­
ta hoy
definitiva-de

los hombres en dos actitudes vitales in­
conciliables es el resultado de las condiciones religiosas, políti­
cas y sociales en que se gestó aquella floraci6n. La decadencia
espiritual y teológica de los siglos
XIV y xv, paralela a un pro­
ceso -sabiamente descrito por Huizinga (22)-, de acentuación
de las dimensiones sensuales de la vida, está en el origen de
aquella actitud intelectual sustentada primordialmente en un
cli­
ma moral caracterizado por el orgullo: orgullo manifiesto en el
(20) Funk-Brentano: El &nacimiento.
(21) Múgica Láinez, M.: Bomarzo.
(22) Huizinga, Joban:

«El
problema del Renacimiento», ensayo, en
Fondo de Cultura Econ6mica, México, 1946.
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EN TORNO AL CONCEPTO DE RENACIMIENTO
gusto por las disputas aparatosas y vacías, por las argucias in­
consistentes y por las exhibiciones fatuas de erudición. Orgullo
que lisonjeó viejas tendencias filosóficas, de las que triunfara la
escolástica, y que ya entonces, relajado el antiguo celo por la
integridad de la fe, renacían con nuevos aspectos (23 ). La crítica situación en que se encontraban las estructuras religioso-políti­
cas del cuerpo orgánico cristiano, por no haberse logrado la co­
rrecta inserción de las esferas de autoridad espiritual
y temporal,
y debido a los efectos destructivos del cisma papal, favoreció la
consolidación de aquella actitud intelectual rebelde, que pasó de
brotes aislados a congertirse en fermento social e hizo eclosión
en diversas manifestaciones aparentemente contradictorias pero
fruto de una misma Revolución dialéctica.
La clave de la escisión renacentista puede buscarse en una
doble vertiente de investigación: por un lado, en la dinámica
espiritual interior del humanista concreto, mediante una intros­
pección de tipo agustiniano que nos llevaría al conocimiento de
las formas de gestación de la actitud de rebeldía en cada indivi­
duo,
ayudánclonos a

comprender por qué en una misma
gene­
ración y dentro de un ámbito cultural muy similar, unos dieron
el paso que suponía en
la práctica la relegación de Dios al plano
de lo ausente, de lo no directamente condicionante, otros perma­
necieron en un terreno ambiguo, en
d que
se suponían ingenua­
mente equidistantes tanto de la apostasía formal como del «dog­
matismo escolástico», y otros, por último, percibieron con nitidez
fo dimensión real del drama de su época y desandaron buena
parte de lo andado, a veces a costa de esfuerzos heróicos.
Divergencia o escisión en la forma de afrontar la realidad, si.
Pero no divergencia de raíz
formal ni intelectual, sino gestada
principalmente en los estratos más íntimos de la previa dispo­ sición personal: divergencia de dimensión anímica, entroncada en
una soterrada pero real crisis de fe, gestada a su vez en un largo
proceso de degradación moral.
(23) P. C.Onea: Revolución y Contrarrevoluci6n, Buenos Aires, 1970,
págs. 56, 57 y 58.
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Conviene fundamentalmente evitar, llegados a este punto, dos
equívocos demasiado frecuentes: el primero consiste en buscar
lo nuclear de la escisi6n en ·el terreno exclusivo de la disputa de
métodos o escuelas intelectivas, teol6gico-filos6ficas. Es induda­
ble que el escolasticismo decadente (no Santo Tomás, sino su
deficiente interpretaci6n y glosa posterior) y la confusi6n
filos6-
fica

provocada por los alborotados nominalistas contribuyeron a
enrarecer el ambiente en toda la Cristiandad, desprestigiando
gravamente la concepción teocéntrica de la ciencia y sus baluar­
tes universitarios. Y que la crisis teológica, coincidente con el
redescubrimiento del pensamiento pagano a través de las letras
greco-latinas, tuvo gran influencia en los matices escépticos, epi­
cúreos, neo-platónicos, etc., de los humanistas más destacados.
A pesar de ello, el germen de la divergencia hay que buscarlo
en un estrato más profundo que la mera adscripción tomista, no­
minalista o humanista de un personaje: en su substratum reli­
gioso-moral. El segundo error, tan grave como el primero, estribaría, al
contrario, en negar por completo la incidencia del pensamiento
teol6gico-filos6fico en la gestaci6n de la escisi6n del mundo cris­tiano. El señalar los orígenes morales de dicha gestaci6n no im­
plica, en absoluto, negar
la rápida transposici6n de la crisis al
terreno de las ideas. Usando la acertada terminología de Correa
de Oliveira, podemos decir que la crisis se origina en el extre­ mo de las tendencias, por su desorden -en un plano moral-, y
comienza por modificar las mentalidades, los modos de ser, las expresiones artísticas
y las costumbres. De estos estratos pro­
fundos la crisis pasa al terreno ideol6gico: inspiradas por el des­
arreglo de las tendencias profundas, irrumpen nuevas doctrinas.
Estas procuran, a veces, al principio, un «modus vivendi» con
las antiguas y se expresan de una manera capaz de mantener con
aquellas un simulacro de armonía que habitualmente no tarda en romper en lucha declarada. La transformación de las ideas se
extiende, a su vez, al terreno de los hechos, donde pasa a ope­
rar, por medios cruentos o incruentos, la transformación de las
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EN TORNO AL CONCEPTO DE RENACIMIENTO
instituciones, de las leyes y de las costumbres, tanto en la es­
fera religiosa cuanto en la sociedad temporal (24 ).
De
ahí que, dejando bien sentada la primera dimensión -mo­
ral- de la crisis, .sea imprescindible para una comprensión pro­
funda del drama renacentista establecer con nitidez la importan­
cia que tuvo,
y sigue teniendo, para la génesis del proceso revo­
lucionario la denuncia de la filosofía escolástica por amplios sec­ tores. Porque demasiado frecuentemente y en aras de un mal
definido pluralismo filosófico y cultural se acepta el rechazo
como «ideas tomistas» de verdades filosóficas que no son pro­
ducto opinable de la especulación sino consecuencia directa de
las coordenadas en que se
manifiesta el

lenguaje revelado. Una
cierta idea de la realidad se deduce de la forma misma en que
el Creador se dirige o se manifiesta a las criaturas, y el hombre,
imagen
y semejaoza de Dios quizá también en la forma de rela­
cionarse con las realidades que le rodean, no podría insertarse
en la creación, ni
dirigirse a

su Autor, sin respetar el lenguaje
profundo que de
la misma se deduce.
No se trata de defender un estrecho uniformismo filosófico,
sino, por el contrario, de deshacer el equívoco interesado que
confunde el pluralismo de opciones con la licencia para incorpo­
rar al bagaje cristiano errores de bulto, rechazados en épocas de
mayor rigor intelectual, y que truncan el difícil equilibrio alcan­
zado por el autor de la «Surnma» en la búsqueda de la verdad.
Un equilibrio difícil y fundamental, logrado principalmente en
la ciencia vital, en la antropología: fundamental por afectar a la idea que el hombre tiene de
sí mismo y de su inserción en la
realidad, previo por tanto a toda forma de conocimiento. Difi­
cil

por encontrarse cuál cúspide entre dos pendientes por las
que el afán especulativo resbala sin remedio al menor descuido:
estas dos pendientes las conocía bien el maestro Sciacca cuando
hablaba de «cuantismo dentista o cuantismo espiritualista» (25).
(24) Pi Correa de Oliveira: Oh. cit., págs. 77, 78 y 79.
(25)
«Cristianismo y

mundo moderno, según
el profesor· Sciacca, lai­
cismo y utopía», por Juan Vallet de Goytisolo, en Verbo, núm. 201~202,
págs. 32 y sigs.
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La «emancipación» inaugurada por el hombre renacentista
puede comprenderse en su aspecto nuclear si se considera el
complejo proceso de causas y efectos gestado
.en el

desordenado
dima moral del siglo xv. El desorden vivencia!, vital, reiterado,
invencible en deterntinados medios, choca con la conciencia éti­
ca cristiana

produciendo un forcejeo profundo que puede durar
largo tiempo en cada caso, pero que concluye invariablemente con la reafirmación de aquella ética o con su revisión. En el pri­
mer caso el hombre permanece apegado a unas reglas vitales que
le trascienden tanto en su origen como en su
naturaleza. En

el
segundo caso, el intento de revisar la propia conciencia ética co­
mienza con una sustancial mutación de carácter antropológico:
el hombre en vías de emancipación comienza por modificar la
idea que tiene de su propia naturaleza, que se niega a reconocer
FALLECIENTE, y de la Gracia, de la cual la ausencia prolongada
acaba por hacer olvidar naturaleza y efectos.
La concepción que
e! hombre tiene de sí mismo queda así fundamentalmente modi­
ficada. Se convierte en un ser artificiosamente optimista o pesi­
mista,, o alternante entre ambos extremos, o contradictorio, se­
gón la mayor o menor influencia del orgullo o de la sensualidad,
o de
la conjugación de ambas, en la génesis moral del proceso.
Tal mutación antropológica se refleja de inmediato en todas sus
actividades intelectuales: tropieza con obstáculos invencibles a la
hora de realizar un esfuerzo paciente, decidido, para buscar y
encontrar la verdad superior y universal acerca de sí mismo, a
la luz de la cual podría valorar las diversas situaciones e incluso podría juzgarse en primer lugar él ntismo y a su propia sin­
ceridad. Este hombre emancipado, desde el renacintiento hasta
nuestros días, resbala por la pendiente: y resbala aunque él crea que vuela por los espacios libres. Resbala en el orden intelec­
tual cuarteando sus propias opciones: queriendo conocerlo todo
a
través del

puro idealismo o, por el contrario, a través de la
sensibilidad,. que
diría Sciacca. Precisamente el hombre renacen­
tista tiene una fuerte propensión a sustituir la .abstracción por
la intuición sensible, a resbalar por el okhamismo en el nomi­
nalismo.
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EN TORNO AL CONCEPTO DE RENACIMIENTO
Y el final de ese vuelo libre, en la antropología, es llegar a
la constatación -ni siquiera socrática- de Max Scheler, que
reconoce no saber lo que es el hombre, aunque «cree» saber «lo que no es» (26).
Llegados a este punto, alguien podría hacernos blanco de las
amables reconvenciones que dirigiera Menéndez Pelayo a Ale­
jandro Pida! al alimentar éste una prevención hacia el renaci­ miento más bien intuitiva y bastante lejana, por cierto, al
in­
tento de clarificación que interesa a la historiografía cristiana en
estos momentos (26).
Con cien años de perspectiva, la argumentación de don Mar­
celino puede examinarse sin la acritud de las viejas polémicas,
y situada en el marco de las realidades que han ido poniendo de
manifiesto las posteriores críticas del gran erudito santanderino.
Porque para comprender la valoración que Menéndez y Pelayo
hace del Renacimiento hay que tener presente, en primer lugar,
que don Marcelino no conoda las posteriores sistematizaciones
de la Revolución como proceso unitario, perfiladas ya con niti­
dez desde García Morente y consagradas por Ousset. Una pro­
fundización en el pensamiento de Donoso Cortés o del padre
Ramiere le hubiera permitido, quizá, matizar con mayor rigor
su afán erudito -luego imitado por tantos--, de justificación
del humanismo y del clasicismo renacentistas. Pero, como ha
demostrado suficientemente Canals (28), su conocimiento del pen­
samiento del autor del ensayo era incompleto. Los años
han ido despejando el temible influjo de los equí­
vocos, sembrados a conciencia por varios siglos de historia he­
cha por revolucionarios, y hoy ya no es posible ignorar -so
pretexto de bautizar la erudición humanista-, la gestación en el
Renacimiento de una Revolución que cinco siglos después ha
privado a la sociedad de toda la inspiración religiosa de sus ins-
(26) Max Scheler: La idea del hombre y la historia, Ed. La Pléyade,
Buenos Aires, pág. 10.
(27) Menéndez y Pelayo, M.: La ciencia española, vol. II, cap. IX.
(28) Canals Vidal, Francisco: «Donoso Ú>rtés en Francia», en Cristian­
dad, 1 de octubre de 1953.
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tituciones. El amor a la cultura no puede ya justificar el falso
pluralismo en cuyo nombre tantas veces se ha vetado
el· rigor
en
el
análisis histórico.

Y ya no se rinde servicio a
la Iglesia -y
menos a la Verdad- tratando de definir a la rebelión protes­
tante como
un fenómeno desconectado del ambiente humanista
en que se gestó, como
un espontáneo regalo de la «barbarie ger­
mánica» al renaciente idilio de las luces mediterráneas con la
religión.
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