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Número 215-216

Serie XXII

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El así llamado espíritu del Concilio y el espíritu fáctico del mismo

EL ASI LLAMADO ESPIRITO DEL CONCILIO
Y EL ESPIRITO FACTICO DEL MISMO (*).
POR
GERHARD HBRMES
El día 11 del pasado mes de octubre se imponía la mirada
retrospectiva
hacia el Concilio inaugurado hace viente años y
la prensa eclesiástica cumplió con su
obligación, en

lo esencial,
con dos o tres artículos tipo
standard que

aparecieron· por
aq11i
y

por allá. Ahora bien, quien hubiese esperado que en estos
artículos se pase a reflexionar también en voz alta
acerca qe l
innegable descenso de la vida eclesial del Concilio para acá
y
se preguntase, en fin de cuentas, por ejempo, si este desm9-ro­
namiento no estaría tal vez en una conexión de causa a efecto
con el Concilio, se habría sentido desilusionado. Hubiera sido
además insensato esperar nada semejante a la vista de la_ in~
conmovible firmeza con la que este único Concilio, que -viene
detrás de los 20 Concilios precedentes, es ensalzado como «el
Concilio» a secas
y exaltado sobre todos los demás como el
co:tnienzo de un nuevo cristianismo. Dondequiera, empero, _que
se observen determinadas situaciones catastróficas imposibles ya
de negar, se dkj::: son cosas q~e han sucedido no por causa de,
sino «a pesar del Concilio», y a lo sumo se deben al «así. lla­
mado» espíritu del Concilio, no al real espíritu del Concilio.
Pues bien, aquí es donde, según mi propia convicción,
· habría
que

poner un signo de interrogación.
·
Acerca

de lo que se. quiere
dár a
entender con el falsamente
así llamado espíritu del Concilio, hay un
acuerdo amplio

en­
tre todos. Se trata de una tendencia moderna vigente en todo
el mundo que se ve confirmada merced a determinados
«plan-
(*) Traducción directa del original ·atemán publicado en el número
de enero. de este afio -198.3, de la revista Der Fels, págs. 6,.9,
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Fundaci\363n Speiro

GERHARD HERMES
tea.mientas» y «líneas evolutivas», que se supone fueron en al,.
soluto en el Concilio lo propiamente decisivo y señalador del
futuro~ sin tener en cuenta que, aun lo nuevo, tendría que haber
permanecido esclarecidamente integrado en la Tradición. El le­
gítimo o «ideal» espíritu del Concilio sería, según esto, todo
aquello que sus textos realmente aportan en consonancia con
la Tradición y en una auténtica interpretación. Pero hay toda­
vía una tercera cosa que yo desearía designar como el espíritu
fáctico del Concilio: no se trata con esto aquí de una filtración según la orientación, no del
contenido de las Constituciones, De­
cretos, etc.,

comprendidos modernísticamente o más bien según
la
fe, sino

de la actitud espiritual de fondo y de la disposición
básica de los Padres conciliares con las que ellos y sus teólogos
consejeros acometieron el Concilio. Naturalmente que en la men­
talidad real

de los participantes en el Concilio se agitaron de un
lado para otro corrientes diversificadas, pero tal vez es posible
comprobar, a pesar de todo, orientaciones y tendencias preva­
lentes y,

a partir de ellas, un camino directo para conducir a
aquello que los progresistas reivindican como el «espíritu del
Concilio», ; así como a los ·estragos que precisamente este miSmo
espíritu ha ocasionado en la Iglesia. · ·
Una

investigación llevada a cabo por cuenta. propia acerca
de las corrientes que afloraron en el Concilio no es cosa que
podamos permitírnosla nosotros mismos, pero tenemos afortuna­
damente a nuestra disposición un relevante y
n~da sospechoso
testigo,

un «PerÍtus», que desde el principio estuvo presente en
el Concilio y siguió el desenvolvimiento de los hechos con una
alertada potencia mental: el teólogo consejero del Cardenal de
Colonia, profesor Ratzinger, hoy en día él mismo Cardenal y Prefecto de la Congregación
para la

doctrina de la fe en Roma.
Lo que este hombre, el año 1975, a los diez años de la con­
clusión del

Concilio,
ha escrito acerca del mismo y ha publi­
cado en parte solamente ahora, constituye una condensación ple­
namente válida de aquello que se podría haber propiamente es­
perado de una prensa eclesiástica que hubiese estado a la al­ tura de los tiempos. Me refiero aquí a su obra, precisamente re-
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EL ASI LLAMADO ESPIRITU DEL CONCILIO
e1en aparecida: Theologische Prinzipienlehre y, especialmente, el
epílogo
Zur Ortsbestimmung von Kirche und Theologie keute
(págs. 383-411), donde emprende principalmente un análisis del
acontecimiento conciliar, una investigación de sus fuerzas im­
pulsad oras. Y lo que él saca a la luz en esa obra confirma plena­
mente, así lo creo yo,
1a tesis de que la decadeñcia posconciliar
tiene que ver por completo con
el Concilio mismo y que, el así
llamado espíritu del Concilio, tiene muy mucho en común con el espíritu real y fáctico del Concilio. Desgraciadamente, dejando a
un lado muchas cosas interesantes, tengo que limitarme a los
puntos especialmente
significativos en

este contexto de consi­
deraciones. (Los subrayados
---en cursiva-

son todos míos, no
se encuentran por consiguiente en el original).
El Cardenal Raszinger hace constar -para empezar con
esto-- que:
a) junto a las consecuencias positivas del Concilio
están ·también las negativas; y
b) que la última palabra acerca
de su valor o disvalor histórico no ha sido pronunciada todavía.
Después de una alusión a las conmociones que concilios an­
teriores trajeron consigo mismos y que, según su manera de ver,
deberían haber servido de advertencia, se dice en la página 386:
«De esta manera, la evolución crítica que sigui6 al Vaticano II,
sé encuentra

en una larga historia; propiamente hablando, pudo
sorprender tan s6lo porque, en
el entusiasmo del principio, ha­
bla amortiguado

por demás
las experiencias

históricas;
tal vez
también porque se creyó que se había hecho todo de otra ma­
nera y todo mejor: un Concilio que no dogmatizaba y que no
excluía a nadie, pareció que no
podía tocar a nadie, que no pod/a
repeler

a nadie
y únicamente podia atraer a todos. En realidad,
de verdad, ha ocurrido con él lo mismo que con las asambleas eclesiásticas precedentes; los fen6menos críticos a los que in­
dujo no puede nadie ya hoy en día impugnarlos seriamente. Es
cierto que persisten evidentes resultados positivos que no es
lí­
cito minimizar ( ... )». Pudiera ocurrir, piensa el Cardenal, que
en una posterior visión de conjunto de la evolución histórica,
como
ha ocurrido también en otros concilios, tengan más impor­
tancia los resultados positivos. Pero para la visión cercana de la
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GERHARD HERMES
hora presente «son indiscutiblemente de gran trascendencia y
en· gran
medida intranquilizadores los factores negativos: Que
(para indicar una vez más tan s6lo alguna cosa) nuestras
ig]e­
siasi nuestros seminarios .sacerdotales, nuestros claustros se ha­
yan vaciado en estos diez años, es cosa que cualquiera puede
comprobar en las estadísticas si es que él mismo no lo ha com­
probado por su propia cuenta; que el clima dentro de
la Iglesia
de cuando en cuando no sea ya más solamente helado, sino nada
más que agriamente agresivo todavía, es cosa que no necesita
tampoco ser circunstancialmente demostrada; que en todas partes
las divisiones desgarran la comunidad, es cosa que pertenece al
acervo de nuestras experiencias de cada dfa y que amenazan
la alegría propia de lo cristiano. El que dice estas cosas es cu!
pado, enseguida,

de pesimista y, en consecuencia, eliminado de
la conversaci6n. Pero se trata aquí del todo, sencillamente de
hechos emp!ricos, y terierlos que negar denota no ya pesimismo
sino una secreta desesperación» (pág. 386 y sigs.). En una valoración de conjunto del Concilio Vaticano II se
dice, además (pág. 395):
«Lo que hasta ahora podemos afirmar
es

esto: que el Concilio, por un lado, ha abierto caminos que,
desde bifurcaciones y simplificaciones diversas, remiten realmen­ te hacia el centro de la realidad cristiana. Pero, por otro lado,
tenemos que ser también lo suficientemente autocrlticos como
para reconocer que el ingenuo optimismo
del Concilio y

la auto­
sobrestimaci6n de muchos, que
lo soportaron y lo propagaron,
justifican los

sombríos diagnósticos de los antiguos hombres de
Iglesia acerca de los concilios de una manera
ate"adora. No

to­
dos los concilios válidos llegaron a ser también concilios fructuosos
desde el punto de vista histórico-eclesiástico; de no pocos de ellos
no quedaron, en fin de cuentas, más que los méritos para la califi­
cación de

baldíos. Acerca del rango hist6rico del Vaticano II, a
pesar de todo lo bueno que en sus textós se cohtiene, · no se ha
pronunciado todavia la última palabra. Que, en fin de cuentas, lle­
gue a
contar entre
los puntos
lumin9sos de
la Historia de la Igle­
sia, depende de los hombres que conviertan la palabra en vida».
¿Qué puntos de empalme para la evoluci6n sucesiva ve ahora
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EL ASI LLAMADO ESPIRITU DEL CONCILIO
el Cardenal Ratzinger en el mismo acontecimiento conciliar?
La respuesta a esta pregunta responde indirectamente también a
la relativa al espíritu que estuvo presente y operante ya en
el
acontecimiento conciliar.
Por lo pronto, hay que aducir ante todo, aquí, un comporta­
miento que rompe con la Historia de la Iglesia, lo que significa
al mismo tiempo un comportamiento que rompe con su pro­
pio ser, con su «identidad», como -no siempre felizmente­
se expresa la cosa hoy en día. «El Concilio», como escribe Rat­
zinger en la página 388, «se comprendió asimismo como un gran examen de conciencia de la Iglesia católica, quiso ser en
fin d~ cuentas un acto de penitencia, un acto de conversión.
Esto Se muestra en las confesiones de las propias culpas, en la
pasión de la autoacusación, que se refería no tan sólo a los gran­
des puntos neurálgicos,
cotno la

Reforma y
el proceso de Gali­
leo, sino que se acrecentaba en
la presentación de la Iglesia como
pecadora en general y en lo fundamental, y todo lo que parecía
gozo en
la Iglesia, gozo en lo llevado a cabo y en lo que había
perdurado,

lo tenia como si se tratase de triunfalismo. Con este
atormentador refutar, una tras otra, todas las cosas propias; se
juntó una medrosa disposición a no tomar más que en serio
todo
el arsenal de acusaciones contra la Iglesia sin omitir nin­
guna de ellas; lo que significaba al mismo tiempo el solícito esfuerzo por no contraer deudas
con el otro, a aprender de él
siempre que era posible y a buscar
y ver en ¿1 únicamente lo
bueno. Semejante radicalización de las exigencias bíblicas bási­
cas de conversión y amor al prójimo indujo a
la inseguridad acer­
ca de la propia identidad, que estaba en tela de
¡uicio en _torno.
pero

indujo sobre todo a una situación de profunda ruptura
con
la propia historia, que por todos los lados pareció emba­
durnada,
de manera que un radical comenzar de nuevo no pudo
por menos de considerarlo como una imposici6n apremiante».
Aquí, ya en el comienzo mismo, se toca un punto decisivo
del esp!ritu real del Cóncilio, as! pues, de
la disposición de fondo
que se apoderó, ciertamente que no de todos los Padres, pero
s! de

gran
·parte de

ellos,
y que subterráneamente determinó su
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GERHARD HERMES
comportamiento. Un comportamiento de esta manera quebrado
para
con la
propia historia, cuyas efusiones actuaron como un
chorro de agua
fría, presupone

asimismo una ruptura de rela­
ciones con las leyes
y fuerzas básicas de la vida eclesial y, en úl­
timo término, con
el Señor de la Iglesia mismo. Que la Iglesia,
aún en
el caso de la calamidad más extrema y precisamente en
la «necesidad de la cruz», sigue siendo por su misma esencia
la Esposa espléndida de Cristo, esta conciencia acerca de su gloria más profunda
y más propia se había perdido manifiestamente o,
cuando menos, se había oscurecido de una manera extraordina­
ria. Y ciertamente que no es una pura y fortuita casualidad el que
las definiciones
profundas de la Iglesia: las de ser Cuerpo
y Esposa de Cristo, en la Constitución acerca de la Iglesia, salieron decididamente perdiendo si se las compara con la
más
en

boga
y más fácil de «Pueblo de Dios». Y que la conocida v
enteramente unilateral autoacusación, no era en realidad de verdad
una inculpación de sí misma,
sino de

los demás, por cuanto que
siempre se golpeaba el
pechO' del

pasado ( o de los demás)
y no el
de uno mismo, muestra, además, que en todo esto predominaba un
grave desorden y, en fin de cuentas, un destacarse y un hacerse
prepotente de lo puramente humano sobre lo propiamente divino.
«Para un psicólogo», escribe Ratzinger (pág. 389), «el Pro­
ceso del
esp!ritu del

Concilio ( ¿no
·es verdad que

ésta es, preci­
samente, nuestra tesis? G. H.) que acabamos de presentar po­
dría precisamente

constituir una demostración de
cómo las vir­
tudes, a través· de la exageraci6n, se convierten en lo contra­
rio ( ... ). Se hace visible aquí algo por lo demás esencial: la ra­
dical desintegración para consigo, que se ensaña con uno mismo
y no es ya capaz de creación alguna en sí mismo ni en los de­
más, no es ya precisamente

penitencia sino orgullo.
Allí donde
cesa

la fundamental afirmación del ser, de la
vida, de uno mis­
mo, se disuelve también la penitencia y se convierte en altane­
ría». En esta acción se expresan de hecho cosas sustanciales
y
dignas de ser· tomadas en serio, 'pero en dos puntos decisivos no
puedo declararme conforme con el Cardenal,
es a
saber: 1) en
que
úna exageración

de la penitencia, de la auténtica peniten-
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EL ASI LLAMADO ESPIRITU DEL CONCILIO
cia, pueda, por así decirlo, conducir de una manera normal al
orgullo, y 2) en .que en el Concilio hayan tenido lugar esra exa­
geración y este brusco «cambio» -no se ha oído decir nada
acerca de que uno de los Padres conciliares se hubiese «enfure­
cido .contra sí mismo», contra su propia persona, contra los pro­
pios pecados--, ¿no? Bien que nos acordamos todavía, por ejem­
plo, de aquella constemadora escena en la que
el Carden,u Frings
se
enfureció contra
el Cardenal Ottaviani y humilló a este bene­
mérito defensor de la
fe delante de todo el mundo.
Que en este «proceso del espíritu del Concilio» no estuvie­
ron decisivamente en juego ni un auténtico espíritu de peniten­
cia ni un «radical desmoramiento de sí mismo» sino, sencilla~
mente, lo «humano, demasiado-humano»; se ve corroborado por
el segundo motivo fundamental que, según el autor, determina­
ba el acontecimiento conciliar y que no está en conformidad con
ninguna de las dos actitudes: «Soplaba hacia el interior del Con­
cilio mismo algo de
la era de Kennedy, algo del ingenuo optimismo
del concepto de la gran sociedad; Somos capaces de llevar a cabo
cualquier tarea,
siempre y cuando que queramos y empleemos para
ello los medios pertinentes. Precisamente la ruptura en
la concien­
cia histórica,
la autoatormentada dimisión de lo que había sido,
tuvo
como resultado
la idea de una hora cero, en la que todo empe­
zaba de nuevo
y en la que, por fin, se llevaría a cabo acertadamente
todo lo que hasta
entonces se
había construido en falso» (pág. 338).
Que en este ingenuo y accionístico optimismo había puntos
de empalme para el «espíritu del Concilio» postconciliar, apenas
habrá alguien que se atreva a negarlo. Cierto que no había te­
nido él que desplegarse si
la · Jerarquía misma no hubiese con­
ducido a la explotación de determinadas seguridades que habrían
demostrado necesaria la experiencia de los siglos. En esta «hora
cero» se creía que todo se podía hacer mejor ahora con los nue­
vos métodos
y medios, y emprendió un general perfeccionamien­
to de toda la casa de Dios que con planificaciones humanas no se podía sencillamente conseguir. ¿No tenía esto que conducir a
las muchas innovaciones y «reformas» no meditadas que no han
proporcionado en realidad «utilidad segura» alguna pata la lgle-
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GERHARD HERMES
sia? ¿No puede, por consiguiente, el así llamado espíritu del Con­
cilio apelar con un cierto derecho al efectivo espíritu del Con­
cilio? ¿ No tiene su principio del cambio incesante una poderosa
raíz en aquel «sueño de lo totalmente distinto»? Estas conexiones son sugeridas también a través del análi­
sis de la constitución pastoral «Acerca de la Iglesia en el mun­
do moderno», que acomete más adelante el Cardenal Ratzinger
(págs. 359
y sigs.). Este texto, «en su forma y en la dirección
de sus afirmaciones es, en su mayor parte, el resultado de la pre­
cedente historia del Concilio y en la misma medida deja aparecer
también, más que todos los otros textos,
la .especial fisonomla
del último Concilio».
De manera significativa, «aun después del
final del Concilio, ha sido siempre más considerado que
lo que
es su

propio legado; después del proceso de fermentación de tres
años pareció al fin irrumpir aquí y encontrar su forma
lo que
propiamente quer!a».
Del análisis, en conjunto muy instructivo, del documento del
Concilio, puedo poner de relieve tan sólo algo bien reducido. A
la fuerza motriz que se halla detrás de la concepción,. dice Rat­
zinyer, se la podría ver en una fuerte conmoción acerca de los
peligros y necesidades del hombre de hoy en día. «El que tiene
en los oídos todavía las alocuciones del último período conciliar
sabe hasta qué punto los Padres del mismo, después de años de
lucha a cuenta de problemas teológicos, se encontraban ahora
apremiados por el deseo de
hacer algo concreta¡, visible y palpa­
ble para la humanidad.
El sentimiento: ahora, finalmente, debe­
ría el mundo verse cambiado~ mejorado, humanizado y, ahora
además podr/a hacerlo, este sentimiento se había apoderado
manifiesta e

irresistiblemente de ellos ( ... ). Con lo que se
hace visible otra característica de nuestro documento: el texto
y, más todavía, las deliberaciones de las que brotó respiran un asombroso optimismo.
Si humanidad e Iglesia actuasen ambas a
una.,, nada

parecerla ya imposible.
Una actitud de reserva crítica
frente a las determinantes fuerzas de la nueva era habría de desprenderse merced a una decidida penetración en su movimien­
to» (pág. 398).
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Así, pues, entonces -«irresistiblemente», como .dice Ratzin~
ger- se hizo .poderosa una tendencia, un .. sentimiento que, sin
duda alguna, prevalece. en grado diverso en el .. espíritu ·postcon­
ciliar hasta introducirse en las proclamaciones
de las más altas
instancias, es a saber, la sensación de que la Iglesia no sola­ mente está «en
el mundo», sino también «para el mundo» y,
por ·cierto, que no solamente en el· sentido de la salvación del
más allá, sino también
-y en primer lugar- en el sentido. de
la

salvación intramundana. Esta también es de nuevo una de
las
tesis

fundamentales del
«espíritu del

Concilio», la
que, por
ejem­
plo, indujo a Rahner a tomar en consideración la disolución de la Iglesia en la realidad del mundo. La frase hecha acerca de la
«conversión del mundo», interpretada por
f J. Maritain como
«genuflexión ante el mundo», es aquí fundamental.
«La Iglesia
coopera

con. el mundo para construir el mundo»
--.- racterizarse la acuñante visión del texto-, dice
Ratzinger (pá­
gina

396)
y: «Con 'mundo' se da a entender en el fondo el es­
píritu de

la época moderna» (pág. 400). ¿Es necesaria propia­
mente todavía la cuestión de si en este Concilio no fue dominada
la voz del Espíritu Santo por las ruidosas voces del mundo,
y
si los Padres conciliares no cayeron en la trampa de sucumbir
ante los aplausos, tan abundantemente dispensados por ese mun­
do y por el grupo de los teólogos progresistas tan inteligente­
mente dirigidos? (1). El mismo Cardenal Ratzinger confiesa que
la «Gaudium et spes» -si bien en una interpretación unilateral­
fue determinante después del Concilio para la euforia reformística.
Junto a todas las diferencias que se encuentran en las «vanguar­
dias del progresismo» habría que ver también «que, por así de­
cirlo, el clima de todo el proceso estaba entonces todavía decisi­
vamente determinado por la «Gaudium et spes». La impresión
( 1) A este grupo, muy activo, que . dominaba primorosamente el trato
con los medios
de comunicación y que más tatde se organizó en torno -a
la revista Concilium, que se publicaba en siete lenguas, perteneció en un
principio· también el profesor Ratzinger. Más tarde se separó de él y pu­
bliCába con: Hans Urs vorr ··Balthasar, entre ottos, la Internatíonale Katho­
lische Zeitschrift.
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GERHARD HERMES
de que, propiamente hablando, no deberían darse ya más muros
entre la Iglesia
y el mundo, de que todo 'dualismo': cuerpo­
alma, Iglesia-mundo, naturaleza-gracia, incluso; en fin de cuen
tas, Dios-mundo, era cosa que provenía del Malo, este senti­
miento se convirtió, cada vez- más, en la fuerza orientadora de
la totalidad. En una negativa semejante a todo 'dualismo' se acrecentó la tendencia optimística que pareció precisamente ca­
nonizada en las palabras
· 'Gaudium

et spes', en la absoluta con­
fianza en una unidad perfecta con el mudo actual y, de esta ma­
nera, en una embriaguez de la -acomodación a la que, a la corta o
a la larga, tendría que seguir la desilusión» (pág. 401).
Estas son, pues, algunas de las ideas principales entresaca­
das de las
reflexjones del Cardenal

Ratzinger acerca del Vati­
cano II y sus consecuencias que, en verdad, podrían conmover.
Habría todavía no pocas cosas significativas que aducir, pero los
lugares citados bien podrían esclarecer una cosa, es a saber, que
entre el así llamado espíritu del Concilio y el espíritu fáctico del
mismo hay no pocos puntos de contacto. Ellos podrían también
contribuir a la solución del enigma que intranquiliza a tantos cre­
yentes: es a saber, cómo el Concilio, que se puso en marcha
con tanto ímpetu y con · tan buena voluntad, pudo acarrear tan
malas consecuencias. En las resoluciones del Concilio el espíritu
«fáctico» del mismo no ha podido imponerse o lo ha conse­
guido tan sólo raras veces, pero prescindiendo por completo de lo
que los textos, en una auténtica interpretación, continen de bueno
o de menos bueno: la decisión acerca del progreso del reino de
Dios corresponde a los corazones, no a las formulaciones que, por
más bellas que sean, siguen siendo teorías. Solamente los hom­
bres inflamados en el
fuego del
Espíritu Santo incendiarán al
mundo. ¿Hubo en el Concilio, de hecho y en obra, una fe
se­
,mejante?

Ni los resultados ni lo que
el Cardenal Ratzinger allí
observó

brindan una base para semejante suposición. La gran
tarea, que todo lo decide, de la
~onversión y

penitencia que Ma­
ría, por encargo de su Hijo, tan encarecidamente reclama, está
pendiente todavía. ¿Qué aportaremos nosotros, nosotros perso­
nalmente, a ello?
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