Índice de contenidos
Número 215-216
Serie XXII
- Textos Pontificios
- Estudios
- Actas
- Información bibliográfica
- Ilustraciones con recortes de periódicos
- Crónicas
Autores
1983
Jean Dumont: L'Eglise au risque de l'histoire
INFORMACION BIBLIOGRAFICA
lean
Dumont: L'EGLISE AU RISQUE DE L'HISTOIRE (*)
UNA APOLOGÍA EJEMPLAR DE LA HISTORIA ESPAÑOLA.
Diremos, sin rodeos, que la lectura del libro reciente de
Jean Dumont,
L'Eglise au risque de l'histoire, nos ha causado
una honda impresión, tanto por la erudición sorprendente de su autor como por la originalidad y attevimiento iconoclasta de
sus planteamientos, méritos que adoba un estilo ágil e inquieto,
colotístico siempre e incluso fascinante en los períodos más in
trincados de su desarrollo argumental. Se trata de un libro modélico en su géneto, sugestivo por
su temática y espetanzador por la fuerza innovadora de su me
todología, que coloca a Dumont en un lugar privilegiado dentro
de la serie, ya muy dilatada, de hispanistas franceses y en el
ám
bito más amplio de la apologética católica contemporánea. Un
libro que debe leerse y reelerse con interés y que satisfará, por
la flexibilidad de su estilo, al historiador exigente
y al católico
de a pie interesado vagamente por la historia de la Iglesia. El título del libro no proporciona una idea precisa de su
contenido. Dumont no pretende abordar en sus páginas una
visión global de la historia de la Iglesia, sino sólo unos cuantos temas neurálgicos, seleccionados con acierto, que
han servido
ayer y hoy de caballo de batalla a la historiografía anticatólica.
En seis capítulos extensos estudia sucesivamente las relaciones
entre el cristianismo primitivo y la civilización clásica en los si glos de su decadencia (cap. I:
La Iglesia, ¿verdugo de la civili
zación antigua?),
la cuestión fascinante del contraste socio-eco
nómico e ideológico entre las sociedades modeladas por la Igle sia católica
y las que lo fueton por la revolución protestante ( ca
pítulo II:
La IglesirJi, ¿veh!culo del «mal romtmo»?) -capítulo
éste
el más general de todos por su tema, una síntesis brillante
de
sociologfa católica
y protestante, consideradas ambas desde
(*) Ed. Adolphe Ardaot-Critérion, Pacy-sur-Eure, 1981.
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uru perspectiva histórica-, la acción combinada de la Iglesia
y de España en el Nuevo Mundo (cap. III: La Iglesia, ¿opre
sora de los indios de América?),
el problema de la tolerancia
católica
y las inquisiciones languedocina y española ( caps. I y III
de la segunda parte)
y el tema laberíntico de las Guerras de Re
ligión en la Francia del siglo
XVI (cap. II de la segunda parte).
Un elenco, pues, de temas variados, a los que une, sin em
bargo, el común destino de haber servido hasta hoy de ariete
en la polémica anticatólica y
la voluntad de Dumont, autori
zada y decidida, de recobrar para la Iglesia,
sine ira et studio,
espacios «malditos» de su historia que la historiografía protes
tante y liberal parecían haber acotado de forma definitiva. Cuatro capitulas por
lo menos de los seis que componen
el libro, los últimos, tienen a España por protagonista princi
pal -junto a la Iglesia porque sus trayectorias han sido, en los
momentos cruciales, indisolubles-, y su autor demuestra poseer sobre su historia medieval y moderna un conocimiento acaba
do, de especialista de primera línea. Son de todos, tal vez, los
más enjundiosos e innovadores y forman, en un conjunto de
más de trescientas páginas, una refutación ponderada y brillan
te de la leyenda negra lascasiana, antilnquisitorial y anrifilipina. De
ahí la extensión de esta reseña que no pretende sino animar
en los lectores de VERBO el deseo de adentrarse en un libro
tan denso como ameno que, estamos seguros de ello, va a sus
citar un merecido entusiasmo.
Por lo demás, desde un punto de vista técnico, la presen
tación del libro es inmejorable: en cada capítulo se da cuenta de la bibliografía más reciente sobre el tema, y un aparato de
notas margiuales y a pie de págiua, cuidadosamente elaborado,
orienta sobre las cuestiones intrincadas, o menos conocidas, a
los lectores no especializados.
l. Cristianismo y civilización en la antigüedad.
En el primer capítulo Dumont recoge el guante lanzado a
la Iglesia no ha mucho por los prohombres de la
N ouvelle
Droite
en un intento, terco y tardío, de reeditar la idea de que
fue el cristianismo, al difundirse en la sociedad romana, cul
pable principal de
la decadencia del mundo antiguo. Una idea
muy vieja, que formuló Gibbon en el
XVIII y repitieron Geor
ges Sorel, en el
XIX, y el nazi Rosenberg, en el =·
En efecto, L. Rougier, en un libro reciente sobre el pagano
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Celso (1 ), secundado por otros trabajos de A. de Benoist y
L. Powels, ha vuelto a las andadas en una polémica que podía
mos creer extinguida en la actualidad, cuando los estudios so bre la baja romanidad han puesto suficientemente de relieve la
complejidad del tema de la crisis del Imperio
y la pluralidad
inabarcable de factores -internos
y externos- que determi
naron su
ruina definitiva. El cristianismo primitivo, por ser ene
migo del arte
y de la belleza clásicas, de las f6rmulas de con
vivencia abiertas
y flexibles del mundo romano, de la vida ur
bana
y del placer de vivir --de los ideales humanísticos, en
síntesis, del mundo antiguo-, fue culpable, según Rougier, de
la pérdida en el Imperio del instinto de supervivencia
y de la
ruina definitiva de la civílizaci6n clásica. La razón era de Celso en sus
invettivas contra
el cristianismo
y no de Orígenes en su
apologética contra Celso. Ideas éstas que completan los hombres de la
N ouvelle Droi
te
al reconocer en k Iglesia posterior -suponemos que post
constantiniana
y medieval- una dulcificaci6n de principios, un
pacto prudente con la civilización que contuvo, parcialmente al menos, las virtualidades destructivas que ellos suponen al cris
tianismo primitivo, «enemigo de toda sociedad humana». Idea
ésta acuñada por L. Powells, que redondea la argumentación de
la
Nouvelle Droite al afirmar que el Vaticano II ha roto las
«bóvedas» de una Iglesia que se «había confundido con la ci
vilización»
y abierto, otra vez, la caja de Pandara del cristianis
mo pu.ro. Un planteamiento, en suma, venenoso, con un sesgo
de derechas que quiere ser cat6lico pero no cristiano, y capitali
zar de algún modo el descontento de los cat6licos opuestos al
postconcilio. Dumont denuncia con clarividencia las maniobras de la
Nou
velle Droite
y revisa, acto seguido, con documentaci6n abun
dante,
el núcleo de su requisitoria: el paleocristianismo fue, por
principio, enemigo de la cultura clásica.
¿ Rechazaron los cristianos la sensibilidad estética y el gusto
por lo bello de los romanos, como pretende Rougier? Nada más
inexacto afirma Dumont: buen testimonio de ello proporcionan
las espléndidas decoraciones murales de las catacumbas
y de la
sensacional casa-iglesia de Doura Europos, en Siria, o la mag
nífica necrópolis
del Vaticano, descubierta gracias a las excava
ciones emprendidas por orden de Pío XII. Una larga serie de
(1) L.. Rougier, Le conflit du christianisme primitif et de la civili·
sation antique,
París, 1974.
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monumentos paleocristianos, anteriores a los edictos de toleran
cia, que muestran todavía «una infinidad de pinturas amables»,
encantadoras y llenas de vida, inspiradas en los estilos pictóri
cos romanos, con una simbología consistente, en muchos casos,
pura y simplemente en la adaptación
al cristianismo de temas
paganos (Eros y Psique, Orfeo, Ulises, etc.).
¿ Fue el cristianismo obra de una chusma desheredada y re
sentida,
enemiga de
los palacios o de las
villas campestres de la
aristocracia? Powels apunta en esa dirección y Dumont acumula
documentos fehacientes en su contra: las catacumbas más céle
bres fueron donación de miembros de la alta aristocracia, cuya conversión fue paralela a la del resto de la sociedad. El erudito
Pellistrandi lo
ha confirmado recientemente (1976): «La fe cris
tiana
alcanzó, poco a poco, al conjunto de la nobleza romana.
Era un hecho consumado en el reinado de Cómodo ( 180-192)».
En el orden de las ideas .puede afirmarse, sin temor, lo mis
mo que en el del arte: nada de ese «anatema sobre la cultura
pagana» que pretende
. Benoist.
Los cristianos mantuvieron un
diálogo abierto con lo mejor de la cultura clásica y recogieron
de ella elementos importantes, de origen estoico o pitagórico, por
ejemplo. Y Dumont nos recuerda el amplio movimiento de
gno
sis cristiana y trae a colación textos esclarecedores de Jusrino,
San Ireneo, Clemente de Alejandría, Orígenes y un amplio elen
co de padres de la Iglesia primitiva, que son testimonio de esa
voluntad
eficaz de
asimilación. Prueba definitiva constituye, en
est_e sentido,
la magna recopilación enciclopédica del obispo Euse
bio de Cesarea, en el siglo rv: sin
ella se habría perdido una
parte considerable del legado clásico,
«De Justino a Eusebio, el
cristianismo primitivo reivindica como antepasados suyos a los
hombres lúcidos, piadosos y justos de todo el paganismo». Idea
esta que se repite a lo largo del libro de Dumont: el cristianis
mo -salvo en momentos contados y ante peligros muy concre
tos-- se
ha mantenido siempre abierto, en una «simbiosis bimi
lenaria», a las culturas que lo
han rodeado.
En consonancia con lo anterior, Dumont niega que las perse
cuciones oficiales tuvieran el carácter de enfrentamiento sangni
nario entre civilizaciones antagónicas. Fueron sólo el resultado
del interés personal de algunos emperadores (Nerón o Domicia
no) o fruto de la voluntad totalitaria de otros (Dedo, Diocle
ciano ). No tuvieron eco popular y no provocaron tampoco entre
los perseguidos
ninguna reacción antirromana o anticlásica.
Los neopaganos de la
N ouvelle Droite proyectan también su
enemiga hacia el cristianismo en el terreno de la demografía y
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acusan a los cristianos de haber provocado, al predicar la virgi
nidad y la castidad, nada menos que la ruina demográfica del Imperio. Dumont liquida con presteza una tan burda calumnia.
Fueron los romanos quienes, con costumbres depravadas en el
orden del sexo y de la procreación, reflejo de la decadencia de
la familia tradicional republicana, provocaron, si lo hubo, ese desastre poblacional. El cristianismo, por el contrario, al elaborar
una teología positiva del matrimonio fecundo y proclamar la su
bordinación del placer físico a la procreación --elaboración doc
trinal en la que, por cierto, detecta Dumont la presencia de ele
mentos estoicos- apuotó en una dirección diametralmente
opuesta.
Bien miradas las cosas, el cristianismo no fue debelador sino
sostén del Imperio y prueba
definitiva de
ello es que, en las ho
ras dramáticas del siglo v, fueron las autoridades episcopales
quienes, en muchos casos, asumieron la defensa efectiva de los
ciudadanos. La cartografía así lo avala: la
pars orientis, más cris
tianizada, resistió con
éxito a
la marea
·germánica y,
en Occiden
te, las invasiones traspusieron el
limes precisamente en los puo-
tos donde la cristianización era más débil.
·
2. F1echa católica y flecha protestante.
En el capítulo siguiente Dumont aborda una segunda acusa
ción contra la Iglesia que, a primera vista, parece contradecir a la formulada por la
Nouvelle Droite. Alaiu Peyrefitte, en un
libro reciente (2), ha elaborado la idea
de que la Iglesia fue «víc
tima de la trampa tendida por la conversión de Constantino»,
resbaló en
«el molde
del Bajo Imperio» y se empeñó en prolon
gar, a lo largo de su historia
--en una especie de perpetua _«me
tempsícosis»--el espíritu cesarista, burocrático, uniformiS:ta y
dogmático -totalitario en síntesis- de la antigua Roma: la
Iglesia habría sido, según el ensayista francés, el«vebículo del
mal romano». Interpretación
qne sólo
en apariencia contradice a
la que hace del cristianismo el verdugo de la civilización clási
ca, porque en ambas subyace la idea errónea de que la Iglesia
ha sido adversaria por sistema de la cultura, de la libertad y del
espíritu creativo.
Dumont repasa, punto por punto, el esquema de Peyrefitte
y denuncia sus contradicciones
hasta reducirlo
a la nada. Dedica
numerosas páginas al tema (págs. 41-110) que forman, en con-
(2) A. Peyrefitte, Le Mal fran(ais, Pasis, 1976.
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junto, un balance esclarecedor del papel desempeñado por la
Iglesia a lo largo de su historia en el orden político y social.
Nada de centralismo en
la historia medieval de la Iglesia afir
ma Dumont. El admirable proceso de expansión en Europa del
cristianismo fue protagonizado por impulsos variadísimos, por
«iniciativas periféricas» perfectamente espontáneas, en una épo
ca difícil para el Pontificado, sitiado en Roma por germanos y
bizantinos. «Lo que preside a la organización de la Iglesia a
partir del siglo
IV -resume Dumont- se opone radicalmente
al totalitarismo del Bajo Imperio. Fue siempre la libertad, la
virtud, la enfréga de sí cristianos, la herencia institucional y mo
ral grecolatina de los estoicos del Alto Imperio. Una herencia
de derecho natural, de representatividad, de aristocracia y de mo
narquía siempre renovadas porque no se imponen más que por la valía personal. El único
'fixismo' es
el que de la pura tradición
cristiana, erística: la preeminencia de Roma porque allí estaba
la tumba del primero de los apóstoles, esa piedra de Pedro sobre
la
que el
Salvador
ha anunciado que edificaría su Iglesia» (pá
gina 48).
Peyrefitte habla de prolongación por la Iglesia, a través
del
derecho
canónigo, del «autoritarismo jerárquico
y dogmático de
la antigua Roma». D;um9nt demuestra. que el derecho canóni
co, si bien se inspiró técnicamente en el. romano, fue indepen
diente de él
.en su
espíritu
y contenido. Considera con deteni
miento los c~sos concretos_ del matrimonio y la tortura, revela
dores de las · profundas diferencias que median entre ambos de
rechos.
La imputación de Peyrefitte nada tiene que ver con la
realidad histórica. Quienes en verdad recogieron el espíritu ce
sarista del derecho romano fueron precisamente los enemigos de
la Iglesia -los. emperadores germánicos, los reyes galicanos de
la antigua Francia
y los· protestantes- que lo utilizaron en su
contra para
edificar un
orden político cesaropapista y laico. «El
romanismo resucitado reveló claramente que, no juzgándose
'pia,
dosamente
perpetuado' por la Iglesia, sólo pretendía abatirla».
En páginas de denso contenido analiza Dumont el verdade
ro significado, que tantos
manuales de
historia desconocen, del
enfrentamiento multisecular entre el
Pontificado y
el Imperio:
«La lucha del Sacerdocio contra el Imperio fue una epopeya de
la libertad
religi.osa, de
la que
todos los
cristianos
-y . todos
los
hombres
libres~ son·
hoy todavía deudores» (pág. 65). Y pone
de. manifiesto
-tema también poco divulgado- la importancia
fundamental que
tuvo el
derecho tomano,
del· que afirma fue
«la
segunda Biblia de la Refotma», en la formación intelectual de
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los fundadores del protestantismo y en sus · daboraciones doc
trinales. «El
derecho romano,
en lugar de
ser perpetuado
por
la
Iglesia católica, lo fue por la Reforma, hasta el punto de cons
tituir su única verdadera unidad social, tanto en
el casaropapis
mo
como en
el individualismo.
Esas dos vertientes, pública y
privada, del derecho imperial romano, que rechaza por
igual la
tradición católica» (pág. 61 ).
Peyrefitte desvela
el fondo
de
su· pensamiento
-que no es,
en realidad, más que una reedición de
la vieja teoría de Weber
y Siegfried- cuando afirma que se produjo en Occidente una
bifurcación decisiva a lo largo del siglo
XVI. La rigidez y el cen
tralismo triunfaron definitivamente en la Iglesia a partir de Tren to, mientras
el protestantismo
propiciaba «la
eliminación paula
tina
de
la autoridad cesarista y la liberación de energías emanci
padoras». De
ahí -afirma Peyrefitte, fascinado por la trayecto
ria de la burguesía anglosajona-
et· dinamisfuo de las socieda
des protestantes de la modernidad y el estancamiento parale lo de las que perseveraron en la órbita de la Iglesia católica
(3 ).
Dumont pone de nuevo las cosas en su sitio y, con los datos
en la mano, atribuye a cada cual lo suyo. ¿Liberación emanci padora del protestantismo? Ciertamente, pero de un individua
lismo egoísta y feroz que benefició a los príncipes alemanes, a
los
squires ingleses y a los colonos puritanos de Norteamérica.
La Reforma les permitió, eri cada caso, eliminar de golpe las tra
bas teóricas e institucionales que la Iglesia había acumulado en
favor de las colectividades campesinas, o considerar a los indios
como demonios que osaban enfrentarse a los «predestinados» de
Dios. Liberación de energías, sí, pero para sumir al campesinado en una· servidumbre despiadada, que completó la desamortiza
ción de los bienes de la Iglesia ampliamente volcada hacia la
beneficencia, o exterminar sin compaSión, con la- satisfacción iri
cluso del deber cumplido que aplaudía uria «teología del exter
minio»· innovadora, a los -·indios norteamerií:anos. Un dinamismo
expansivo que se tradujo en «raptos», desVergOnzados cuyos
«be
néficos» efectos se han terminado en la actualidad, cuando los
depredadores han agotado
el filón.
Peyrefitte
pretende, finalmente, que la flecha proyectada por
la Reforma dio en
el blanco,
al contrario
qúe la
emitida por el
arco de la
Contrarreforrua. Dumont
demuestra lo contrario y
cierra el capítulo con páginas brillantes (págs. 82-109) que son
(3) Dumont ha dedicado a la comparación entre las instituciones de
los países protestas
y las de los países católicos su estudio .Erreurs sur le
Mal francais ou le trompe l'oeuil de M. Peyre/itte, Ginebra-París, 19779.
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un balance comparativo del devenir socio-político hasta la ac
rualídad del
mundo protestante
y del católico. El libre examen
condujo, en una evolución que es compleja pero perfectamente
inteligible, desde el feroz individualismo económico, que depau
peró a
amplios sectores de la sociedad europea, hasta el totalita
rismo de Marx
y del nacionalsocialismo. El tema es couocido,
pero el análisis de Dumont, gráfico
y sugestivo, mantiene el alto
grado de originalidad que caracteriza al libro en su conjunto. En
contra_ste con esa trayectoria, la Iglesia supo conservar, en las
sociedades que siguieron fieles a su magisterio, unas formas so
ciales abiertas a los menesterosos {Dumont insiste especialmente
en el caso español)
y vivo el principio de subsidiariedad opuesto
al dinamismo
absorbente del estatismo moderno.
3. Cristiw;iismo, justicia y cultura en la América española.
En el tercer capítulo Dumont analiza con detenimiento las
líneas maestras de la acción conjunta de
la Iglesia y de España
en el continente americano. Un trabajo sólido que, en su con
junto, constituye un alegato magnífico, ejemplar por la calidad
de la documentación aducida, del quehacer
cultural y
religioso
de España en América, destinado a refutar la idea, hoy en apa
riencia consagrada, de que su acción, secundada por las más
altas jerarquías de la Iglesia, se redujo a la implantación, allende
el Atlántico, de un sistema despiadado de explotación y extermi
nio de las colectividades amerindias. Su argumentación se mue
ve en un triple plano: institucional, religioso y
cultural.
l.º Se adentra Dumont en el polémico asunto con precisio
nes atinadas sobre un problema institucional básico, el de la en
comienda. Apoyándose en las conclusiones de los mejores espe
cialistas -Silvio Zabala sobre todo- y en indagaciones realiza
das por él en el Archivo de Indias, que conoce bien, demuestra
que no fue la encomienda, como se ha pretendido, un mecanis
mo de expropiación del indio sino la trasposición a América de
los «señoríos
puramente jurisdiccionales»
del siglo
xvr, es
decir.
de una fórmula de señorío más benigna que la existente enton
ces
ert muchas
regiones de España y de Europa, y que tuvo por
contrapartida una efectiva protección y evangelización de los in
dios cuya custodia quedaba a cargo de los encomenderos. El es
quema inicial, apropiado para las necesidades de
la colonización
y de la acción cristianizadora, no
solamente no
se degradó con el
paso del tiempo sino que mejoró en beneficio de los indios, gra
cias a la acción eficaz de la justicia española, hasta el punto de
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que, en muchas ocasiones, las encomiendas terminaron siendo an
tieconómicas para sus titulares.
Y de la encomienda pasa Dumont a la administración de
justicia. Los indios nunca quedaron abandonados a su suerte
como avala una documentación judicial cuantiosa, reflejo de la atención constante
y solícita que audiencias y oidores prestaban
a las quejas de los indios, aun de los más humildes. La protec
ción del indio -la «lucha española por la justicia», de Lewis
Hanke--- «no fue un epifenómeno como insinúan muchas histo rias de a Iglesia recientes: fue una política sistemática que co
menzó a aplicarse con anterioridad al testamento de Isabel la Católica ... , y fue el resultado de un esfuerzo colectivo de todos
los españoles responsables» (pág. 122).
La esclavitud del indio pudo imponerse, pero no de forma
oficial y sólo al principio, en
las Antillas, como resultado de la
acción de Colón -un no eSpa:ñ.ol-«que se movía en una men
talidad plenamente esclavista» (T. de Azcona). A lo largo de tres
siglos la acción de reyes
y gobernadores españoles fue inequí
voca
y, en buena medida, a pesar de las dificultades del espacio,
eficaz. «Quien ha leído algunos millares de los cientos de miles
de páginas de la documentación directa, militar, jurídica, religio sa, etc., sobre la conquista
y la primera colonización, le llama
la atención el poco lugar que ocupan las exacciones frente a las realidades
pacíficas» (pág.
137). Es un hecho que «sólo en el
xrx comenzó
la verdadera servidumbre, impuesta al pueblo indio
por la confiscación de sus tierras en beneficio de los propieta
rios de haciendas». Y ese proceso fue, precisamente, paralelo a
la independencia, a la liberación de los criollos del control tra
dicional ejercido por los reyes, y al desmantelamiento -con el
desarrdllo del laicismo, apoyado por
el protestantismo norteame
ricano--- de los medios de acción de la Iglesia, inspiradora tra
dicional de la antigua dilección legal hacia los indios. 2.º En el terreno de la evangelización, Dumont desmonta
los argumentos de quienes pretenden que los misioneros espa
ñoles impusieron a los indios una religión extraña e inadecuada a sus exigencias espirituales. Ocurrió justo lo contrario: los indios
acogieron con gusto
la religión salvífica de los conquistadores,
entre otras razones porque no existía una adhesión colectiva· y
sincera hacia las religiones precolombinas. Es un hecho demos
trado
el origen neolítico de sus creencias tradicionales vivas sólo
en las minorías gobernantes y sin arraigo popular. Una actitud
de insolidaridad que se extendió, en realidad, al proceso material de la conquista española: fueron los propios indios quienes apo-
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yaron en masa, deseosos de liberarse de la tutela de sus seño.
res,
a los conquistadores. El historiador mexicano Chavero lo
indicó hace años: «en
realidad, no fue un
grupo de soldados
europeos quien llevó a cabo la conquista sino los propios indios»
(pág. 140). Las culturas locales, aun las reputadas más vigoro·
sas (azteca e incáica), se derrumbaron con rapidez prodigiosa
y,
con ellas, todas las antiguas creencias ..
La adhesión de los indios al cristianismo fue «masiva y apa
sionada» como lo demuestran numerosos textos que hablan de
las dificultades de los misioneros para
bautizar adecuadamente
a los innumerables aspirantes. Los misioneros se vieron rodea
dos enseguida de una nube de colaboradores indígenas que apren·
dían el catecismo con empeño
y se dedicaban a predicarlo entre
sus hermanos. «Se evangelizaron ellos mismos» concluye
Di,.
mont, después de estudiar con detenimiento los mecanismos del
proceso de evangelización en la América latina (págs.
141.160).
Dumont
refuta, finalmente, la tesis absurda de Soustelle y
de Lafaye (
4 ), según la cual el fervor guadalupano sería una ma
nifestación encubierta del culto tradicional a la diosa Cihuacoalt
Tonantzin. Pone de manifiesto la ortodoxia del fervor mariano
en América y
reconoce · en él· el testimonio vivo de un «irradia
ción milagrosa» que engendró comunidades cristianas ejemplares
y verdaderas «edades de oro»
del catolicismo en ciertas regiones.
· 3.º
En el orden cultural, Dumont desarrolla la misma idea.
Nada de' «agresiones culturales» como han pretendido ciertos
historiadores. Es perfectamente inexacto que
sólo Bartolomé
de
las Casas reconociera la existencia de una civilización indígena
digna de respeto
y de estudio. Fueron. muchos los españoles que
hicieron gala de una actitud abierta y comprensiva hacia el pa trimonio cultural
de· los
indios. Maudslay lo
observó hace
años:
«Quien estudia con atención los escritos de los españoles en
cuentra amplias informaciones sobre ese tema». Fruto de esa ac titud fue una simbiosis cultural ejemplar en la que Toynbee -en
La religi6n vista por un historiador (1953)--detectó el modelo
de la
fusión afortunada
de dos civilizaciones.
Confirmación de
ello es un arte magnífico, qué hermana elementos europeos e in
dígenas; un arte alegre, colorístico, expresión viva de un men
saje admirable de liberación espiritual. sentida colectivamente.
«Es evidente que
el progreso de la humanidad y de los pueblos,
lo mismo que el de cada hombre individual
y el del propio cris-
(4) J. · Soustelle, L'Univers des Azti!ques; J. Lafaye, Quetzalcoatl et
Guadalupe,
París, 1974.
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uarusmo, sólo puede hacerse mediante aculturaciones sucesivas.
Pues bien
---<:oncluye Dumont-,
si existe un ejemplo de acultu
ración conseguida, ricamente positiva, respetuosa con el testa
mento original de los 'aculturados' es, sin duda, el de la con
quista espiritual de
América, especialmente
de
México» (pági
na
138). Sigue un
análisis cuidado ---<:0n recurso
a una selecta biblio
grafía (Menéndez Pida!,
Américo Castro,
Avelle-Arce, Ricard,
Chaunu, Bataillon,
Pérez de
Tudela, etc.)-- de la obra y figura
del padre Las Casas. Su obra «no es histórica» (Ricard) porque
fue el fruto de un desdoblamiento de personalidad de carácter
paranoico (M. Pida!) o de un «sentimiento de autovaloración»
desmedido (P.
de Tudela). Los casos de evangelización puramen
te lascasiana (los ensayos del propio Las Casas en Chiapas-Gua
temala o el emprendido en Florida-Georgia) fueron un rotundo fracaso.
Allí donde no hubo protección directa de los españoles
los intentos misioneros
terminaron en
el martirio por obra de
colectividades no cristianizadas (C. Bayle).
De hecho, esa pre
.senda
y
la acción protectora eran indispensables: «fueron el cho
que que permitió a los indios liberarse de su tradición de des
potismo sanguinario» (pág. 131).
Dumont detecta, con acierto, el error fundamental de Bar
tolomé de las Casas. Por debajo de los hechos subyace en su
obra un enfoque apriorístico. Su planteamiento no es, como
él
pretendía, de orden religioso, porque sus tesis «fueron las del antiimperialismo de ayer y de hoy». Las Casas olvidó que Cristo
se había
negado a avalar a los zelotes y que la Iglesia no ha
ce
sado. en todos los tiempos de aprobar la acción de conquistado
res y fundadores de imperios: «El error de Las Casas es grave
cristianamente. Se negó a dar al César, un César escrupulosa
mente cristiano, lo que es del César, en nombre de lo que es de
Dios. Y, por vía de consecuencia 'lógica', ha denunciado por sis tema, llegando al extremo de la injusticia, al centurión que se
llamaba conquistador y al publicano que se llamaba encomendero». El fenómeno Las Casas ofrece, sin embargo, un aspecto posi
tivo que revela el carácter fundamental y sistemático de la po
lítica española de protección a los indios. La Corte le concedió
amplia beligerancia y sus indicaciones y recomendaciones
sirvie
ron
de inspiración a las Leyes Nuevas.
Es más, repetidamente,
en
los siglos
XVI y XVII la Corte española se opuso a la publi
cación de escritos importantes y documentos que criticaban o
aniquilaban las tesis del célebre dominico (5).
(5) Dumont dedica una extensa nota crítica (págs. 165 y sigs.) al libro
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Fundaci\363n Speiro
INFORMACION BIBUOGRAFICA
Nada más aberrante que imputar a los españoles la éonsuma
ción
de
un genocidio
en. América,
como han pretendido los ar
tífices de
la Leyenda Negra. «Porque si genocidio quiere decir
matanza de una raza,
la América española es precisamente la
única
de las Américas donde, hoy todavía, la raza india y sus
mestizos constituyen
la inmensa mayoría
de la población» (pá
gina 135). Tal acusación no se tiene de pie: es una infamia,
fruto del complejo de culpabilidad de quienes sí fueron respon sables. del exterminio sistemático de los indígenas norteamérica,
nos. Nunca fue la América española una colonia de poblamiento como lo fue la anglosajona, donde los indios fueron aniquila
dos. De
ahí también -prueba última, de carácter negativo, que
aduce Dumont-
el retraso económico de Hispanoamérica: por
que «la América española no ha estado animada en su economía
rural más que por la capacidad india»
y, el indio, «por conmo
vedor que resulte para un corazón cristiano y por rico que se
muestre en valores desinteresados, encarna lo contrario de la
eficacia económica» (pág. 121).
4. Tolerancia católica e Inquisición.
Ningún tema ha sido más útil a los polemistas anticatólicos
que
el de la Inquisición y en ninguno los enemigos de la Iglesia
han conseguido un éxito más rotundo. El célebre tribunal ha
sido y sigue siendo -observa Dumont- «una causa de sor
presa y sufrimiento» permanente para los católicos, víctimas a
través de los medios de comunicación más variados de un bom
bardeo dialéctico multisecular que supone
la más total «denega'
ción
de justicia a
la Iglesia y a los cristianos». Dumont dedica
dos capítulos, ricos en contenido, con un total de más de 130
páginas, al estudio de su histotia, que replantea desde puntos
de vista innovadores, mucho _más acordes con las exigencias de
la objetividad histórica que los consagrados por la visión tra
-dicional, perfectamente
estereotipada y dogmática.
Prestaremos
atención
especial al segundo, dedicado en su integridad a la
In
quisición espafíola. En
el primero de ellos dedica Duniont largo espacio al es
tudio
de
la supuesta intolerancia de la Iglesia, que ha servido
de telón de fondo a la argumentación antilnquisitotiaL Revisa
reciente del P. Ph. Andté-Vincent, Bartolomé de Las Casas, París, 1980.
Se trata de una reivindicaci6n erudita y bien documentada dd Padre Las
Casas que resulta, sin embargo, en su conjunto, parcial e injusta porque
ignora la verdad histórica de la acción española en América.
720
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
la historia de la Iglesia desde su primer milenio, concediendo especial atención al ejemplo de la España medieval ( «la más perfecta civilización de la tolerancia que pueda imaginarse») que
conoce a fondo,
y concluye afirmando que «hay pocas institu
ciones que se hayan mantenido como la Iglesia, casi totalmente
indemnes de intolerancia durante más de un milenio, no pudién
dose afirmar lo mismo
de las tres civilizaciones de las que fue
contemporánea: el judaísmo, el Imperio Romano
y el Islam»
(pág. 178).
La Inquisición no fue un fruto de la intolerancia sino, por
el contrario, de sociedades caracterizadas por su espíritu de aper tura
y su voluntad de asimilación. Y formula una observación
paradójica sólo en apariencia: «Fue precisamente en los países
mediterráneos (Castilla, Aragón, Occitania e Italia) donde flo
reció más
que en
ningún otro sitio la tolerancia y la fraternidad
interreligiosa e interracial, donde nacería la Inquisición en tres
oleadas suoesivas». La explicación de un hecho semejante, fun damental, sólo puede obtenerse si se superan ciertos criterios
de interpretación que son antihistóricos. Toda sociedad, ayer
como hoy, tiende a defenderse creando los anticuerpos necesa
rios, cuando aparecen en su seno antígenos nocivos que ponen
en peligro su equilibrio interno. Las sociedades del Mediterrá
neo occidental, más variadas y abiertas que las del resto de Euro
pa, establecieron la Inquisición sólo en situaciones de peligro
extremo y con
el fin, precisamente, de salvaguardar el equili
brio delicado y fecundo, base de su tolerancia tradicional, que
les había servido de fundamento.
«La Inquisición fue sustancial
mente un fenómeno de sociedad y no un fenómeno. de Iglesia».
Surgió para resgnardar un patrimonio consolidado durante si
glos e impedir que doctrinas y actitudes alienígenas lo dilapidasen.
En las páginas siguientes analiza las circunstancias fundacio
nales de la Inquisición de Languedoc y
el espíritu que animó
el despliegne de sus actividades. Considera el ambiente cultural
y moral de Occitania en los siglos XI y XI~, tolerante hasta la
relejación,
y la aparición en su seno de una corriente anticleri
cal inédita en Occidente.
Allí pudo
proliferar un antígeno peli
grosísimo -la aberracióo. de los cátaros o
albigenses---, que
«in
corporaba al cristianismo el viejo dualismo iranio
y lo llevaba
a su extremo», Estudia con detalle el fondo doctrinal de la he
rejía albigenista
y pone de manifiesto sus funestas consecuencias
en los órdenes social
y religioso. Propugnaba, de hecho -so
capa
de un puritanismo extremo, accesible sólo a una minoría
de
elegidos---, una
«moral de dos niveles»; una ética conducente
721
Fundaci\363n Speiro
INFORM.ACION BIBLIOGRAFICA
a que «unos pocos fueran ángeles (los puros o perfectos) y la
mayoría bestias», una moral licenciosa y opuesta al matrimonio
que conducía, en última instancia, a un verdadero autogenocidio.
La Iglesia detectó enseguida la gravedad del peligro pero
no modificó durante más de un siglo su actitud de tolerancia tra
dicional, al contrario que los reyes de Inglaterra,
Francia y
Ale
mania que liquidaron por su cuenta, con rapidez
y eficacia, a los
cáraros de sus respectivos territorios. Una política de benevo
lencia que
no dio ningún resultado: «Cáncer profundo
y gene
ral, el cararismo permanece lejos del alcance de los tratamientos
locales basados en la sola medicina espiritual, por muy pura y
bien administrada que fuera».
. .
De
esta lección nacieron, en el siglo
XII~, la Cruzada y; des
pués, la Inquisición. En 1209, tras. el asesinato del legado pon
tificio Pedro de Castelnau, el Papa
autorizó la
organización de
una Cruzada que dirigió Simón Monfort. Los cruzados se limi
taron a «romper el resorte de la ayuda cómplice que prestaban
los poderes señoriales del Languedoc a la opresión de los. cáta
ros», pero no consiguieron erradicar la herejía. Finalmente, en 1233, después de otros intentos de predica
ción fallidos, Gregorio IX encomendó a franciscanos y domini
cos la organización de un sólido aparato inquisitorial,
especiali
zado y eficaz. Dumont estudia su espíritu, sus métodos de ac
ci611, sus
prácticas judiciales y penales, el ambiente en que se
desarrollaron sus actividades,
y demuestra que los procedimientos
de la Inquisición languedocina fueron rigurosos
y ecuánimes y
que las penas impuestas se caracterizaron, en general, por su
moderación. La tortura fue raramente utilizada
y las condenas
a muerte fueron pocas. En muchos casos los inquisidores dulcifi
caban o anulaban con amnistías las penas temporales impuestas
por el tribunal. Conclusiones que son, en conjunto, similares a
la.s que seguirán a su análisis de la Inquisición española.
Los tribunales inquisitoriales --observa Dumont- no res
pondieron a una teoría rígida de carácter universal, que nunca fue emitida por la Iglesia; se caracterizaron, al contrario, por la
flexibilidad
y variedad de sus métodos, adaptados a las circuns
tancias de
cada lugar
y ocasión .. Fueron fruto de «la experiencia
nacida de necesidades sociales concretas y particulares, no de
una teoría eclesiástica». Destaca Dumont, especialmente, la vo
luntad y el programa concreto de predicaciones que iba
unido,
en
el
espíritu y en la práctica, a la actividad de los inquisidores.
Aspecto positivo, en consonancia con
el espíritu de las órde
nes
responsables de su organización, sin
el cual n9 es posible
722
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
entender el funcionamiento y los éxitos -que fueron rotun
dos- de la Inquisición
del. Languedoc.
«Si la Inquisición va a
ganar
tan completamente la batalla fue por esta faceta positiva,
tanto o más que por la represión. La Inquisición fue también
muestra de un alto espíritu
de renovación cristiana» (pág. 210 ).
Un análisis meditado y un balance favorable que Dumont no
extiende, sin embargo, a las prácticas inquisitoriales que se des arrollaron en Francia a partir del siglo
XIV, cuando ya la Iglesia
había perdido el control de la institución en beneficio de las
autoridades laicas, que hicieron de
ella un peligroso instrumento,
utilizando sin prudencia y con crueldad en causas discutibles o
inconfesables. Injustificables fueron, en efecto, las persecucio
nes virulentas, que causaron miles de víctimas, contra valdenses
y «espirituales» de inspiración franciscana -peligrosos, sí, pero
que nunca fueron una perversión fundamental-, contra el Tem
ple y contra Juana de Arco, o las emprendidas contra las brujas
hasta los albores de la Edad Contemporánea.
La Iglesia no fue
culpable directa de aquellas matanzas. pero es cierto, reconoce
Dumont, que, al menos, debió suprimir a tiempo, y no lo hizo,
una institución que había perdido en Francia su primitiva pureza. El capítulo consagrado a la Inquisición española es, tal vez,
lo mejor de todo el libro. Dumcint, que,
.anuncia la
publicación
inminente de un
volUJllen completo
sobre el tema, nos ofrece
de momento una síntesis brillante sobre las características y el
funcionamiento del vilipendiado tribunal, en un estudio suges
tivo que trasciende a la propia Inquisición, que la inserta en su
contexto histórico y, por ese camino, traza un retablo de la
so
ciedad
y cultura españolas de su
época. Un
trabajo con más de
setenta páginas, original
y erudito, cuya consulta será indispensa
ble para quienes deseen conocer la verdad sobre la Inquisición
española, más
allá de los trabajos recientes de vulgarización. me
diocres
y todavía apasionados, de Kamen o Bennassar ( 6 ).
Dumont nos introduce en el teina con esta afirmación: «La
Inquisición española, no hay otro tema sobre el cual la. pasión
polémica, nacida de enfrentamientos nacionales; confesionales e
ideológicos, haya quitado la palabra de forma tan completa al
verdadero testigo:
la historia» (pág. 343). Los propios católicos
-bombardeados por la polémica antiinquisitorial sucesivamente
protestante, ilustrada, revolucionaria, anticlerical
y liberal- sien
ten, al considerarlo, una vergüenza
y una indignación invencibles.
(6) H. Kamen, The spanish inquisition, Londres, 1965, y B. Bennas
sar y colaboradores, Vlnquision espagnole, XV6-XIX6 sitcle, París, 1979.
Hay traducción de ambas obras al castellano (edit. Grijalbo).
723
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
Se ha formado en torno a la Inquisición española una «leyenda
negra» que no fue otra cosa -en pluma de P. Chaunu- que «el arma
cínica de
una guerra psicológica», cuyo triunfo ha sido
completo. Han aparecido, por fortuna, en tiempos recientes, es tudios y juicios más ponderados sobre el tema (Braudel, Polia
kov, Bataillon, Schafer; el propio Américo Castro; etc.). Se echa
ba en falta, sin embargo, un ensayo vindicativo que lo abarcase en conjunto. Empresa atrevida que Dumont aborda con un co
nocimiento perfecto de la bibliografía y el cotejo generoso
y se
guro de las fuentes originales. En primer lugar, una cuestión global de responsabilidades.
No han faltado católicos que, animados por el intento apologé tico mal orientado de
J. De Maistre, han querido disculpar a la
Iglesia haciendo de la monarquía española el responsable único del
Santo Oficio. Una versión de los hechos injusta y perfectamente inexacta -afirma Dumont- puesto que la Iglesia estuvo implica
da hasta
el fondo en el asunto: la implantación del tribunal en
1478; su exención del recurso a Roma a partir de 1494,
el nombra
miento de Torquemada como Inquisidor de Castilla ( 1842) y de Aragón ( 184 3), fueron resultado de la aplicación de sucesi
vas bulas pontificias emitidas por Sixto IV y Alejandro VI. Y
Dumont formula una idea que va a reaparecer a lo largo de todo su estudio: la Inquisición española no fue una empresa privativa de las altas jerarquías del reino o de la Iglesia, sino que
contó con la aprobación
y el apoyo decidido de todos los esta
mentos representativos, eclesiásticos
y civiles, de la sociedad
española. La orden de los dominicos, los franciscanos
y los je
suitas, innumerables obispos, la élite de muchas ciudades espa
ñolas
y figuras destacadas de las letras como Lope y Calderón
colaboraron activamente ·con ella o dieron muestras inequívocas
de su solidaridad. La Inquisición española fue, en síntesis, un
fenómeno de gran alcance social
y en su quehacer estuvieron
comprometidos lo mejor de
la sociedad española y el pueblo en ge
neral, que asistió fervoroso
y en masa a los célebres autos de fe.
Dumont analiza con detenimiento las circunstancias especia
les que explican
la instauración de la Inquisición en España.
Recuerda el ambiente de tolerancia y convivencia interracial e
interconfesional que había caracterizado a la España medieval.
De los contactos entre judíos y cristianos había nacido una im
portante «España conversa», en un proceso original que no fue
posible en las restantes sociedades europeas -Francia e Ingla terra por ejemplo-, de donde los judíos fueron expulsados
oficialmente durante los siglos
XIII y XIV. Un fenómeno de asimi-
724
Fundaci\363n Speiro
INFORMACION BIBLIOGRAFICA
]ación y conversión voluntaria y masiva del pueblo judío que
no ha tenido paragón en la historia.
Pues bien, la Inquisición española nació no para destruir,
sino para garantizar la supervivencia de los judeoconversos en
las horas, dramáticas para ellos, del final de la Edad Media.
Ocurrió en efecto, desde fines del siglo xrv y a lo largo del xv,
que la convivencia ejemplar mantenida hasta entonces entre ju
díos, conversos y cristianos viejos se deterioró gravemente. Es
un hecho que los judeoconversos conservaron una personalidad
propia bien definida y gozaron de un poder económico y político
que no se hallaba en consonancia con su importancia numérica.
Se mostraban altivos y favorecían a sus hermanos de sangre, los
judíos no bautizados. Braudel, por ejemplo, ha reconocido que
sus excesos e imprudencias
fueron un
hecho cierto. Todo ello
provocó el recelo creciente de los cristianos viejos que se sin tieron amenazados. Comenzó
a circular
la sospecha, no siempre
infundada, de que en los ambientes conversos se desarrollaban prácticas judaizantes contrarias a la
fe. La animadversión popular
se tradujo en repetidas algaradas y matanzas de judíos, a veces
muy sangrientas. Persecuciones espontáneas y anárquicas que en
gendraron una dinámica fatal: las conversiones se multiplica
ron y esta vez menudearon las .insinceras.
Fueron los propios conversos, vinculados de corazón a su nueva
fe en muchos casos y temerosos siempre de las reacciones de los
cristianos viejos, quienes solicitaron un control prudente del «peli
gro judaizante» que garantizase la seguridad de los inocentes. Es significativo que los principales polemistas antijudíos fueran ellos
mismos, judíos conversos (por ejemplo, el obispo de Burgos, Pablo
de Santa María, antiguo Rabino Salomón Haleví, Jerónimo de
San
ta
Fe, Pedro de la Caballería, Alonso de Espina, etc.). La
In
quisición aparecería a sus ojos como u:na solución eficaz: una
institución prestigiosa que castigaría las conversiones insinceras
y sería garante de las auténticas. La represión, bien dosificada,
conduciría a la asimilación, eliminando dobleces, dudas y res
quemores infundados. «La Inquisición española -observa
Du
mont-, nacida como remedio a una peligrosa fiebre sobrevenida
en
el proceso nacional de tolerancia y cristianización fue, en
cierto modo, hija de éstas, y aseguró el éxito definitivo de ese
proceso en lo que podía ser salvado: la cristianización» (pág. 352).
En 1478 los Reyes Católicos solicitaron y obtuvieron del
Papa, renovando una petición similar formulada por Enrique IV
en 1461, la autorización de establecer una Inquisición que sería
real y cuya dirección fue encomendada precisamente a conversos
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
sinceros o miembros de familias de conversos: así, el inquisidor
general Torquemada o, en la Secretaría de Estado encargada de
la Inquisición,
el converso Pérez de Almazán.
Que la Inquisición española respondía a una voluntad de
persuasión lo demuestra que los Reyes Católicos esperaron dos años antes de
implantar el tribunal ( 1478-1480), y los dedicaron
a una intensa
cam¡:,aña de
predicaciones a cargo de diversas
órdenes religiosas. Sólo ante la obstinación
de los «judaizantes,.
establecieron
el tribunal, primero en Sevilla y después en otras
ciudades. También respondía su implantación a una voluntad de
reconciliación y asimilación: entre 1495 y 1497 dispusieron los
reyes la habilitación de los condenados durante los quince años
anteriores, que fueron
admitidos a
reconciliación mediante
el
pago de una pequeña tasa, y · autorizados para el ejercicio pro
fesional y público.
Es una completa falsedad que los conversos hayan sido eli
minados por las prácticas inquisitoriales como pretenden Kamen
y Bennassar. Dumont pone
de relieve que no sólo sobrevivieron
en su
mayoría, sino
que fueron muchas las familias de conver
sos que conservaron intactos su· fortuna y su poder, incluso en
el seno de la propia Inquisición, a lo largo de los siglos xvr y XVII.
Era, además, cosa conocida en Europa: Dumont cita textos in
teresantes de Erasmo, Rabelais y el Elector de Sajonia, donde
manifiestan su escándalo por esa importancia de los judíos en
la sociedad española (págs. 356-7 ).
·
Desde el punto de vista de los conversos la maniobra fue
un verdadero éxito, con repercusiones de gran relieve en la his
toria espiritual de Occidente: «Cualitativamente la evidencia es
tan neta como cauntitativamente: nunca 1os conversos han sido
más brillantes en España que bajo la Inquisición. La asimilación,
la síntesis que ésta
ha realizado en profundidad, ha producido
este resultado decisivo en
la· historia
de Europa: el genio con
verso español ha sido, frente a
la Reforma, el modelo de cato
licismo, su fuerza
de resistencia . y conquista» (pág. 357). De
origen converso fueron muchos de los promotores más decidi
dos y eficaces
de la Contrarreforma católica: varios Inquisido
res Generales,
Santa Teresa,
Luis Vives, Francisco Vitora, Fray
Luis de León, Juan de Avila, Diego Laínez, el sucesor
de San Ig
nacio a
la cabeza de los jesuitas y gran animador de Tren to, y
un interminable etcétera de jesuitas y religiosos: «Los católicos
no pueden
menos de
reconocer su deuda
hacia ese
éxito,
único
en el mundo, que hiw de los judíos conversos españoles el co-
726
Fundaci\363n Speiro
INFORMACION BIBLIOGRAFICA
razón de la renovación espiritual de la . Iglesia. A cualquier es
píritu objetivo este éxito le parece un gran hecho de civilización». Por otra parte, Dumont explica que la expulsión de los judíos
no conversos en 1492 no fue en modo alguno obra de la Inqui sición. Las leyendas recogidas por Llorente y sus sucesores, que
hablan de una intervención espectácular y decisiva de Torque
mada en aquel asunto, carecen de cualquier fundamento. La deci
sión fue una decisión de Estado, de los Reyes Católicos, que se
atuvieron a los informes no sólo de los inquisidores, sino de Otros
muchos sectores eclesiásticos y laicos. Además, el decreto de
expulsión no afectó, en el peor de los casos, a más de cien
mil
individuos ( cifras de Suárez Fernández, el mejor conocedor del
tema), de los cuales una parte regresó en los años siguientes.
Cifra, pues, relativamente exigua si se piensa que, desde el co
razón de la Edad Media hasta el reinado de Carlos V, fueron
más de cuatrocientos
mil los judíos convertidos, es decir, la
mayoría
de la comunidad judía española. «Este hecho mayori
tario y esta proporción no deben ser olvidados nunca si se quiere
captar en sus auténticas proporciones la empresa de asimilación
confiada a
la Inquisición. Tanto más cuanto la mayor parte de
los conversos pertenecían a
la élite económica, administrativa y
cultural, donde los ex-judíos competían, en igualdad de condicio
nes, con los cristianos viejos.
El éxito
cultural y religioso de
la
Inquisición fue así una simbiosis verdaderamente birracial, asi
milación de
la casi totalidad de la población judía, en un es
fuerzo paritario al nivel de
la élite» (pág. 360).
Dumont estudia con detenimiento el funcionamiento de
la
Inquisición, sus prácticas judiciales y penales. En primer tér
mino
la cuestión espinosa del número de víctimas. Las cifras
enormes de Llorente o de
Lea, que hablan de trescientos mil
procesos y más de treinta mil quemados entre los siglos xv y
XIX se fundan en estimaciones fantásticas; desprovistas de base.
Un balance global no es posible de momento,
pero los estudios
sólidos de Schiifer, Alfonso Junco, López
Martínez, Tarsicio
de
Azcona o G. Henningsen obligan a reducir considerablemente
su importancia numérica. El danés Hennigsen, por ejemplo,
afir
ma que entre 1560 y 1700 hubo sólo qninientas condenas capi
tales, y T. de Azcona reconoce que los ajusticiados
duránte el
reinado
de Isabel,· que fue el período más riguroso de la acción del
tribunal, no pasaron de unos pocos centenares. Cifras que des
baratan lás estimaciones
tradicionales y cuyo significado «telas
tivo» se acentúa si se comparan con-las víctimas del fanatismo
religioso en la Europa de los siglos XVI y xvrr. En cualquiera
727
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
de los grandes países europeos la represión laica, protestante o
católica, causó un número muy superior de víctimas. Por otra
parte es evidente que las víctimas de la Inquisición española fueron menos de las que
habrían ocasionado
las matanzas espon
táneas de conversos, frenadas en seco por el tribunal: piénsese
en el caso de Portugal, donde sólo en Lisboa, y en
1506, fue
ron asesinados dos mil conversos, y muchos más en los años si
guientes.
A continuación
las instituciones y sus protagonistas. Y aquí
también Dumont liquida leyendas tenaces que todavía campean en manuales y trabajos de divulgación. Entre otras fuentes de
primera mano
utiliza las
«Instrucciones» de Torquemada y Val
dés, que muchos especialistas conocen sólo de referencia.
Dumont desecha la imagen tétrica de unos inquisidores fa
náticos y desaprensivos. Su calidad personal
era elevada
y su
nivel cultural muy notable. Eran «elegidos entre los miembros más cultivados de ese
clero abierto
y frecuentemente solidario
del pueblo por la humildad de su origen; de lo que el pueblo
tenía conciencia ...
» (pág.
39 3 ). Procedían de las mejores univer
sidades, especialmente de Salamanca, y su cargo; objeto de ge
neral respeto,
era eslabón
importante en un
cursus honorum ecle
siástico que Uevaba a las más altas y prestigiosas dignidades. T
am
bién
estudia con detenimiento la figura de los
familiares de la
Inquisición, asimilados con frecuencia a un aparato policíaco de
espías sin escrúpulos. La realidad era muy otra: su nombramien
to era público y conocido, otorgado mediante diplomas oficiales
y participaban visiblemente en los autos de
fe. No eran oscu
ros.
sayones sino miembros, en su mayor parte, de la nobleza y
de la élite de cada ciudad (pág. 368 ). Otro tema polémico es
el de las denuncias anónimas que da
ban pie al comienzo de un proceso. Dumont desmenuza el me canismo de los procedimientos inquisitoriales y concluye que era
meditado, esctupuloso, destinado a recoger
el mayor número de
informaciones y a excluit cualquier posibilidad de
error. Las
proposiciones
extraídas de las declaraciones de los testigos eran
sometidas a una comisión de
calificadore~. teólogos bien informa
dos
y no inquisidores. Esa .y otras muchas cautelas se tomaban
antes de que los inquisidores pudieran proceder a la detención del acusado. Concluye Dumont; «el inquisidor tenía una liber
tad de acción
inferior con
mucho a la de nuestros actuales jue
ces de insttucción»; además,
añade, «nuestros
jueces de instruc
cién están lejos de actuar q>n la benignidad habitual en los in
quisidores españoles» qnienes, por ejemplo, aceptaban con gran
728
Fundaci\363n Speiro
INFORMACION BIBLIOGRAFICA
liberalidad numerosas recusaciones de testigos que pudieran ser en algo sospechosos de parcialidad» (págs. 370 y sigs.). Y
re
cuerda
que, después de proclamar el
edicto de fe~ que anuncia
ba el comienzo de las investigaciones inquisitoriales, se concedía
un
plazo de treiota o
cuarenta días
--el tiempo de gracia-du
rante el cual los culpables podían denunciarse a sí mismos y eran
tratados con
gran benignidad, castigados sólo con penitencias
y
sin que sus bienes pudieran ser objeto de confiscación. Trato este
de favor, debido a
la voluntad de los Reyes Católicos, que con
trasta con situaciones similares en el resto de Europa: u'.na eviM
dencia más de que la reconciliación primaba sobre la represión.
Dumont dedica varias páginas muy documentadas a la cues
tión
de los encarcelamientos y s~cuestros de bienes. A lo largo
de ellas se esfuma la visión negra del tema,
la imagen clásica de
un tribunal
rapaz y
un régimen carcelario insoportable.
De en
trada, el
secuestro de
bienes del acusado no era una despose
sión sino la colocación de éstos bajo tutela administrativa; tu tela que se traducía en una «honesta
y liberal admirústración
de los bienes». Lo cual, por lo demás, sólo se producía en los
casos de inculpación de «herejía formal» -la más grave de las
acusaciones-, que eran los menos; en los rest8ntes, el acusado
encomendaba la gestión de su hacienda a quien estimaba opor
tuno. Con el régimen carcelario, lo mismo. Primero, las cárceles
inquisitoriales eran escasas y, en muchos casos, se confinaba simM
plemente al detenido en su domicilio o, incluso, en los límites
de
su ciudad, prueba de la colaboración
eficaz de
la población
con el tribunal. Y, en las cárceles,
la situación de los presos era
relativamente cómoda: utilizaban su propio lecho, ropas
y cuan
tos alimentos quisieran
traer de
su casa.
Podían ejercer
su oficio
y recibían frecuentemente dispensas para abandonar el recinto
carcelario. Si no podían
subverúr a
su
manterúmiento se
encar
gaba
el tribunal y hay noticias de que el trato era bueno; hasta
el punto de que «se sabe de numerosas personas encerradas en
cárceles laicas o episcopales que se acusaron de herejía para ser
transferidas a prisiones inquisitoriales». Al considerar los pormenores del procedimiento judicial,
Du
mont deshace también muchos tópicos. Entre ellos el socorrido
de que la ocultación a los procesados del nombre de sus acusa
dores
y testigos facilitaba los falsos testimonios y las venganzas
personales.
El hecho de la ocultación es, en sí, cierto
y en fa
vor de tal medida abogaron los dos inquisidores humanistas,
Cisneros y Adriano de
Utrecht, porque
el riesgo de que los in
culpados tomaran venganza de sus acusadores era real. Pero eran
729
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
muchas las medidas precautorias destinadas a excluir la posibili
dad de testimonios calumniosos. La personalidad de los acusado
res
y sus declaraciones eran objeto de meticuloso análisis y, ade
más, antes de que los cargos fueran proclamados, tenían los acu
sadores que confirmar bajo juramento, en presencia de dos sa
cerdotes no pertenecientes a la Inquisición, si mantenían o no la
denuncia, medida ésta disuasoria dotada en aquel entonces de
gran fuerza psicológica. En cuanto a la afirmación de que
el acu
sado desconocía
el contenido de la acusación, Dumont demues
tra que
le era entregado, antes de su publicación, una copia de
los cargos.
Los medios de defensa de que podía valerse el inculpado eran
numerosos: asistencia de un abogado, presentación de testigos de descargo -que las instrucciones de V aldés recomiendan sean
numerosos, debiendo los inquisidores facilitar su presencia-,
posibilidad de invocar atenuantes, etc.
Entre los
abogados que
se ilustraron en la defensa de los acusados ante el tribunal se
cuentan juristas de renombre,
entre los
que destaca el gran Doctor
Palacio Rubios, que publicó una especie de manual sobre la ma
teria, la
Allegatio in materia haeresis, reimprimido varias veces.
Otra imputación calumniosa que refuta Dumont es la del
re
curso frecuente a la tortura, leyenda a la que contribuyeron los
morbosos grabados de Bemard Picart (siglo
XVIII), un hombre
que no visitó España y utilizó por modelo las torturas de los tribunales civiles franceses. Una leyenda a la que no da crédito
la historiografía actual, incluido el propio Kamen, que valora
favorablemente a la Inquisición en este sentido. Las estadísti
cas parciales realizadas, para
la época más rigurosa de la acción
inquisorial (fines del xv y principios del
XVI), dan como resul
tado cifras del 1
% de procesados sometidos a tortura. Y las
instrucciones de
V aldés establecen las precauciones rigurosas que
debían rodear su aplicación (presencia de obispo y médico, pro
hibición de mutilaciones y riesgo de muerte, asistencia médica
inmediata, etc.). Una economía de
la tortura que contrasta sen
siblemente con lo que era moneda corriente en los restantes tri
bunales de
la época: «de hecho, cuantitativa y cualitativamente,
el reflujo de la tortura comienza, en la historia moderna. con la
Inquisición española». Finalmente, el pronunciamiento del ve
redicto era tarea de una comisión-jurado integrada por inquisi dores, teólogos
y juristas, en la que los primeros se hallaban en
minoría.
En cuanto a las penas. Dumont demuestra que no eran seve
ras salvo
en el caso de los negativos ( quienes rehusaban arre-
730
Fundaci\363n Speiro
INFORMACION BIBLIOGRAFICA
pentirse) y los relapsos (reincidentes en el error tras la primera
condena). Las penas de cárcel eran rigurosas sólo en apariencia.
Los
inquisidores estaban
autorizados para disminuir o conmu
tar las penas pronunciadas
y debió ser lo más frecuente, como
frecuente fue la rehabilitación
de los condenados; el propio Ka
men ha observado que la condena a prisión perpetua y a «pri
sión irremisible» se prolongaban raramente más
allá de tres y
ocho años, respectivamente. Incluso en el caso de la pena capi
tal, se rehuían los actos de barbarie tan frecuentes en la época
y casos similares en Europa. La ejecución se rodeaba de digni
dad, y hasta en la hoguera se procnraba la conversión del conde
nado. Los célebres autos
de fe tenían un carácter procesional y
solemne y constituían un testimonio multitudinario y vigoroso
de
fe.
Por su parte, las penas pecuniarias carecían globalmente de
importancia. T. de Azcona ha demostrado que hasta 1493 sólo se recaudaron por ese concepto 44.000 ducados en total, sólo
un séptimo de la fortuna calculada a un poderoso converso como
Arias Dávila. La Inquisición era una institución netamente defi citaria; de
alú que la Iglesia acudiera en su socorro, cediéndole
desde 1501 diversas rentas eclesiásticas. «Lo
cual, entre parén
tesis,
confirma que
el Santo Oficio de España era una institución
de Iglesia tanto como real».
Equidad, sentido de la justicia, exactitud y precisión son no
tas que hoy muchos historiadores reconocen
al célebre tribu
nal. Lo mismo que algunos viajeros qel pasado que tuvieron
ocasión de tomar contacto directo con la Inquisición española:
así, el abate Vayrac -autor a comienzos del XVIII de un inte
resante
y documentado Voyage d'Espagne et d'Italie-, se sor
prendía de sn calidad y deploraba que sus compatriotas no fue ran a creerle «que la circunspección, la prudencia, la justicia y la
integridad son las virtudes que caracterizan a los inquisidores» (pág. 393
).
La Inquisición española se caracterizó, además, por su mo~
deración y por la «amplitud de miras» que brilla en su índice,
«un monumento de lucidez y comprensión». La Inquisición
--obra de
hombres cultivados con sentido de la realidad y del
porvenir- «supo conservar una feliz y responsable libertad fren te a Roma, sobre todo en lo no referente a la fe. Snpo así librar
se
-afirma Dumont-
de los grandes errores que fueron los de
la Inquisición de Roma» (pág. 397). Datos reveladores, en este sentido, fueron su negativa a proceder contra la «idolatría» de
los indios, contra los blasfemos
y en las causas de brujería, des-
731
Fundaci\363n Speiro
INFORMACION BIBUOGRAFICA
viaciones en las que los inquisidores no quisieron ver algo dis
tinto de un producto de la incultura, y el hecho de que no prohi
biera ni sometiera a expurgación las obras de Giordano Bruno,
Galileo, Copérnico, Kepler o Newton Spinoza. «Es,
por tanto,
ridículo pretender, como se
ha hecho siempre, que la Inquisi
ción española haya
asfixiado a
la cultura de su país impidién
dole la apertura hacia el mundo» (pág. 398 ). Otra muestra de su
moderación es que no se convirtiera, pudiendo hacerlo, en esa
especie de Leviathan que algunos autores han querido reconocer
en ella. Estuvo dotada de amplios poderes
(fue durante
largo
tiempo el único organismo público común a todos los reinos de
la corona), pero los inquisidores supieron dosificarlos con pru dencia, respetando la pluralidad hispánica que se
fundaba, según
observa
Dumont, «sobre el principio de subsidiariedad de la tra
dición católica que no deja a cada uno de los poderes superpues tos más que un margen de poder estrecho».
La Inquisición española, en síntesis,
_aparece· revestida
a los
ojos del historiador desapasionado de «una grandeza positiva».
Animada siempre de una «voluntad de educar» ejemplar, supo rescatar «la simbiosis y la floración birraciales» que ansiaban de
todo corazón la. mayoría de los conversos, se convirtió, por lo
que hizo y por la calidad de sus protagonistas y simpatizantes, en
un instrumento eficaz de promoción
y difusión de la Reforma
católica Y, durante largo tiempo,
«fue ella
sola
-al decir de Du
mont- el laboratorio de una buena parte de nuestra mejor mo
dernidad» (pág. 410).
5. La intervención de Felipe II en las Guerras de Religión.
Y, para terminar, una alusión al extenso capítulo que Dumont
dedica a las Guerras de Religión en Francia, un tema que afecta
también de forma muy directa a la historia española. Las Guerras de Religión fueron un conflicto largo ( 1562-
1594)
y sangriento, mucho más importante de lo que suele de
cirse para la historia del catolicismo europeo, amenazado tam
bién en Francia y seriamente por la marea protestante, porque
en ellas se decidió la supervivencia de aquel país como nación
católica. Su trama es confusa e intrincada y quien desee aprove
char el trabajo de Dumont deberá adquirir previamente una cier
ta información sobre el tema. El lector que aborde el capítulo
con conocimiento de causa encontrará en sus páginas la vindica
ción luminosa de un episodio, poco conocido pero muy intere
sante, de la política exterior filipina.
732
Fundaci\363n Speiro
INFORMACION BIBLIOGRAFICA
Dumont. analiza con detenimiento las circunstancias que hi
cieron
posible
un· conflicto
semejante. Explica lo que los libros
callan, el trasfondo o
la anécdota que hacen inteligible lo inex
plicable y
dan sentido a la historia. La correcta interpretación
de las Guerras de Religión es imposible si no se toman en con
sideración tres hechos que los manuales franceses omiten por
sistema: la agresividad de los hugonotes, su empeño decidido
de apoderarse a cualquier precio de las riendas del Estado fran
cés, y la situación de absoluta minoría en que se hallaban frente
al resto de la población francesa, católica en proporción aplas
tante.
Dumont repasa con cuidado el programa de las fuerzas que
intervinieron en el conflicto -el partido hugonote, el llamado
«de los políticos» y el católico--, la personalidad de sus jefes
respectivos, las sinrazones de la política claudicante de los re
yes, incapaces de resistir a la presión de una minoría de aristó
cratas reformados, y explica con documentos y datos fehacientes
la existencia de una amplia conjura protestante, de alcance in ternacional, orientada a subvenir el funcionamiento católico de
la sociedad y del Estado
franceses.
Dos temas-clave, base de las acusaciones tradicionales contra
los
católicos, articulan el trabajo de Dumont: la matanza de la
Sainte-Barthelemy
(1.572) y
la Liga católica. Dumont demuestra
que
la célebre matanza de hugonotes fue el resultado del esta
llido del pueblo parisino, cuya paciencia, muy generosa si se
tienen en cuenta las provocaciones que precedieron al luctuoso
acontecimiento, fue llevada al
límite por
las maniobras descara
das de Coligny y sus secuaces, que se habían apoderado fraudu lentamente de
. la corte
y de los resortes de una ciudad que era
católica en su integridad. Interés especial reviste el estudio de la
política mantenida por la Liga católica, porque en su historia España desempeñó un papel relevante.
La Liga ha sido difamada sistemáticamente por la historiogra:
fía liberal, empeñada en recoget los puntos de vista del partido
«político» que se impusieron tras el advenimiento de Enrique IV.
Los manuales franceses repiten de ella, ocultando la realidad,
que fue una asociación
de la nobleza feudalizante, un precedente
de la Fronda del que Enrique de Guisa hizo el instrumento de sus ambiciones personales, una organización de católicos fanáticos
dispuestos a traicionar los supremos intereses de Francia hasta entregarla, atada de pies y manos, a Felipe 11.
Dumont estudia con detenimiento la
naturaleza y
los por
qués de la Liga y restituye su verdadera personalidad histórica,
733
Fundaci\363n Speiro
INFORMACION BIBLIOGRAFICA
la de sus protagonistas y la de sus aliados. La Liga fue algo muy
distinto y más amplio que una alianza aristocrática, porque abar
c6 a todo el partido cat61ico que, a su vez, agrupaba y represen taba a
la inmensa mayoría de Francia. Fue un movimiento popu
lar,
animado en todas las ciudades, apoyado por los Estados Ge
nerales y a cuya cabeza se situó -por auténtico clamor popu
lar- el difamado Enrique de Guisa. Un
caudillo que
no fue un
ambicioso sin escrúpulos sino un patriota y un valiente, el hom
bre que, en repetidas ocasiones, cuando. los hugonotes detenta
ban el poder o aspiraban a hacerlo,
rechaz6 las
invasiones en
suelo francés de lansquenetes y reitres que acudían, desde la
Alemania protestante, para ayudarles. Dumont demuestra que
Enrique de Guisa nunca
aspiro a
apoderarse del trono
y que,
reiteradamente, trató de llegar a un acuerdo con Enrique III, en quien confió hasta caer, desoyendo la voz de
la prudencia, en la
trampa tendida por el veleidoso monarca, que le costó la vida.
La Liga no se formó en defensa de intereses personales sino
en defensa del catolicismo francés, colocado al borde del abis mo por la embestida protestante. Las intolerables concesiones
de Enrique III a los protestantes, sustanciadas en el Edicto de Beaulieu (1576) -que hacía de los hugonotes un Estado
dentro del Estado
y ponía a su servicio la hacienda real
determinó su primer levantamiento. El segundo se iuici6 en 1584, cuando
la muerte del duque de Anjou, el tumultuoso
hermano de Enrique III, que había comprometido al ejército
francés en empresas insensatas en contra .de España y a -fa
vor del protestantismo europeo, convirtió al hugonote Enrique
de Navarra en el pritner candidato al trono de Francia. Si
él lo
ocupaba sin abjurar de su credo, todo estaba perdido. Los pto
testantes franceses
y europeos se unieron en la alianza de Mag
deburgo y provocaron con
ella la
internacionalización del con
flicto. Ellos fueron los responsables, y nadie
más .. de
que el con
flicto francés adquiriese unas ditnensiones que ni el Papa, ni
Felipe II,
ni Isabel de Inglaterra habían querido darle.
El apoyo español a la liga, solicitado por Enrique de Guisa,
fue la respuesta a las maniobras agresivas
de la Internacional pro
testante.
Y Dumont explica con detalle el verdadero carácter de
aquella colaboración entre católicos, de una alianza que era ló
gica, necesaria y perfectamente natural. «La Liga que represen taba a
la inmensa mayoría de los franceses no tiene por qué.,ru
borizarse
de aquella alianza.
S6lo ella podía pertnitirle
plantar
cara a la conjura internacional empeñada en itnponer
el poder
reformado sobre la nación» (pág. 305).
734
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
Ningún aliado era más adecuado para los católicos franceses
que Felipe II, y Dumont enumera las razones de ese aserto. Es
paña ejercía entonces una profunda influencia cultural
y religiosa
sobre Francia y, gracias a ella, el catolicismo francés pudo ini
ciar un proceso de recuperación espiritual sin el cual hubieran
triunfado los hugonotes. La acción de los jesuitas es reveladora
en este sentido: gracias a sus !!XCelentes colegios, de los que fue
fundador el español Nada!, se recuperó el catolicismo en regio
nes de España donde corría serio peligro; y gracias también al
magisterio de otro español, Maldonado, conoció la Universidad
de París una renovación decisiva. «Para la masa de los france
ses, que tenía razones concretas para pensarlo, España era enton
ces, y antes que nada, la Iglesia. Y los franceses no se equivo
caban» (pág. 315).
Felipe II sostuvo económicamente a la Liga y liberó a París
del cerco cruel a que
la sometió Enrique de Navarra. Si este se
vio obligado a abjurar del protestantismo, salvándose con ello la
monarquía católica de Francia, fue precisamente por obra y gra
cia de
la intervención española, que sirvió de contrapeso eficaz
a
la opresión protestante. Felipe II tenia derechos bien funda
dos para intervenir: era el heredero de los Duques de Borgoña, «un título de nación francesa», y hacia
él, como hacia su prede
cesor y sucesores, «ascendía un patriotismo que, por no ser pa
risino, no era menos de nación francesa». No debe olvidarse que
en el siglo
XVI_, las regiones francesas vinculadas a España por
lazos de dependencia o alianza ( Cerdaña, Rosellón, condado de
Niza, ducado de Sabaya, Charolais, Franco-Condado, Alsacia,
Lo
rena, Hainaut, Cambresis, Artois, etc.), representaban en su
perficie mucho más que la Francia hugonote. «Querer oponer la nación francesa y España como enemigas en el siglo
XVI -con
cluye Dumont- es una falacia de propagandistas que no sirve al
historiador».
Las páginas de Dumont demuestran con lucidez que el lar
go combate mantenido por la Liga, posible sólo con ayuda es
pañola, tuvo una importancia decisiva en la supervivenciá del
catolicismo en Occidente, y reivindica en todo su alcance
la di
mensión religiosa de la política
!!Xterior de
Felipe II. El bello libro
de Dumont constituye para España un desagravio cálido después
de cuatrocientos años de ingratitud,
tanto más
digno de agradeci
miento si se tienen en cuenta los vientos.
-que hoy · soplan
en la
historiografía francesa y española sobre el siglo
XVI.
ANDRÉS GAMBRA.
735
Fundaci\363n Speiro
lean
Dumont: L'EGLISE AU RISQUE DE L'HISTOIRE (*)
UNA APOLOGÍA EJEMPLAR DE LA HISTORIA ESPAÑOLA.
Diremos, sin rodeos, que la lectura del libro reciente de
Jean Dumont,
L'Eglise au risque de l'histoire, nos ha causado
una honda impresión, tanto por la erudición sorprendente de su autor como por la originalidad y attevimiento iconoclasta de
sus planteamientos, méritos que adoba un estilo ágil e inquieto,
colotístico siempre e incluso fascinante en los períodos más in
trincados de su desarrollo argumental. Se trata de un libro modélico en su géneto, sugestivo por
su temática y espetanzador por la fuerza innovadora de su me
todología, que coloca a Dumont en un lugar privilegiado dentro
de la serie, ya muy dilatada, de hispanistas franceses y en el
ám
bito más amplio de la apologética católica contemporánea. Un
libro que debe leerse y reelerse con interés y que satisfará, por
la flexibilidad de su estilo, al historiador exigente
y al católico
de a pie interesado vagamente por la historia de la Iglesia. El título del libro no proporciona una idea precisa de su
contenido. Dumont no pretende abordar en sus páginas una
visión global de la historia de la Iglesia, sino sólo unos cuantos temas neurálgicos, seleccionados con acierto, que
han servido
ayer y hoy de caballo de batalla a la historiografía anticatólica.
En seis capítulos extensos estudia sucesivamente las relaciones
entre el cristianismo primitivo y la civilización clásica en los si glos de su decadencia (cap. I:
La Iglesia, ¿verdugo de la civili
zación antigua?),
la cuestión fascinante del contraste socio-eco
nómico e ideológico entre las sociedades modeladas por la Igle sia católica
y las que lo fueton por la revolución protestante ( ca
pítulo II:
La IglesirJi, ¿veh!culo del «mal romtmo»?) -capítulo
éste
el más general de todos por su tema, una síntesis brillante
de
sociologfa católica
y protestante, consideradas ambas desde
(*) Ed. Adolphe Ardaot-Critérion, Pacy-sur-Eure, 1981.
709
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INFORMACION BIJ3LIOGRAFICA
uru perspectiva histórica-, la acción combinada de la Iglesia
y de España en el Nuevo Mundo (cap. III: La Iglesia, ¿opre
sora de los indios de América?),
el problema de la tolerancia
católica
y las inquisiciones languedocina y española ( caps. I y III
de la segunda parte)
y el tema laberíntico de las Guerras de Re
ligión en la Francia del siglo
XVI (cap. II de la segunda parte).
Un elenco, pues, de temas variados, a los que une, sin em
bargo, el común destino de haber servido hasta hoy de ariete
en la polémica anticatólica y
la voluntad de Dumont, autori
zada y decidida, de recobrar para la Iglesia,
sine ira et studio,
espacios «malditos» de su historia que la historiografía protes
tante y liberal parecían haber acotado de forma definitiva. Cuatro capitulas por
lo menos de los seis que componen
el libro, los últimos, tienen a España por protagonista princi
pal -junto a la Iglesia porque sus trayectorias han sido, en los
momentos cruciales, indisolubles-, y su autor demuestra poseer sobre su historia medieval y moderna un conocimiento acaba
do, de especialista de primera línea. Son de todos, tal vez, los
más enjundiosos e innovadores y forman, en un conjunto de
más de trescientas páginas, una refutación ponderada y brillan
te de la leyenda negra lascasiana, antilnquisitorial y anrifilipina. De
ahí la extensión de esta reseña que no pretende sino animar
en los lectores de VERBO el deseo de adentrarse en un libro
tan denso como ameno que, estamos seguros de ello, va a sus
citar un merecido entusiasmo.
Por lo demás, desde un punto de vista técnico, la presen
tación del libro es inmejorable: en cada capítulo se da cuenta de la bibliografía más reciente sobre el tema, y un aparato de
notas margiuales y a pie de págiua, cuidadosamente elaborado,
orienta sobre las cuestiones intrincadas, o menos conocidas, a
los lectores no especializados.
l. Cristianismo y civilización en la antigüedad.
En el primer capítulo Dumont recoge el guante lanzado a
la Iglesia no ha mucho por los prohombres de la
N ouvelle
Droite
en un intento, terco y tardío, de reeditar la idea de que
fue el cristianismo, al difundirse en la sociedad romana, cul
pable principal de
la decadencia del mundo antiguo. Una idea
muy vieja, que formuló Gibbon en el
XVIII y repitieron Geor
ges Sorel, en el
XIX, y el nazi Rosenberg, en el =·
En efecto, L. Rougier, en un libro reciente sobre el pagano
710
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
Celso (1 ), secundado por otros trabajos de A. de Benoist y
L. Powels, ha vuelto a las andadas en una polémica que podía
mos creer extinguida en la actualidad, cuando los estudios so bre la baja romanidad han puesto suficientemente de relieve la
complejidad del tema de la crisis del Imperio
y la pluralidad
inabarcable de factores -internos
y externos- que determi
naron su
ruina definitiva. El cristianismo primitivo, por ser ene
migo del arte
y de la belleza clásicas, de las f6rmulas de con
vivencia abiertas
y flexibles del mundo romano, de la vida ur
bana
y del placer de vivir --de los ideales humanísticos, en
síntesis, del mundo antiguo-, fue culpable, según Rougier, de
la pérdida en el Imperio del instinto de supervivencia
y de la
ruina definitiva de la civílizaci6n clásica. La razón era de Celso en sus
invettivas contra
el cristianismo
y no de Orígenes en su
apologética contra Celso. Ideas éstas que completan los hombres de la
N ouvelle Droi
te
al reconocer en k Iglesia posterior -suponemos que post
constantiniana
y medieval- una dulcificaci6n de principios, un
pacto prudente con la civilización que contuvo, parcialmente al menos, las virtualidades destructivas que ellos suponen al cris
tianismo primitivo, «enemigo de toda sociedad humana». Idea
ésta acuñada por L. Powells, que redondea la argumentación de
la
Nouvelle Droite al afirmar que el Vaticano II ha roto las
«bóvedas» de una Iglesia que se «había confundido con la ci
vilización»
y abierto, otra vez, la caja de Pandara del cristianis
mo pu.ro. Un planteamiento, en suma, venenoso, con un sesgo
de derechas que quiere ser cat6lico pero no cristiano, y capitali
zar de algún modo el descontento de los cat6licos opuestos al
postconcilio. Dumont denuncia con clarividencia las maniobras de la
Nou
velle Droite
y revisa, acto seguido, con documentaci6n abun
dante,
el núcleo de su requisitoria: el paleocristianismo fue, por
principio, enemigo de la cultura clásica.
¿ Rechazaron los cristianos la sensibilidad estética y el gusto
por lo bello de los romanos, como pretende Rougier? Nada más
inexacto afirma Dumont: buen testimonio de ello proporcionan
las espléndidas decoraciones murales de las catacumbas
y de la
sensacional casa-iglesia de Doura Europos, en Siria, o la mag
nífica necrópolis
del Vaticano, descubierta gracias a las excava
ciones emprendidas por orden de Pío XII. Una larga serie de
(1) L.. Rougier, Le conflit du christianisme primitif et de la civili·
sation antique,
París, 1974.
711
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INFORMACION BIBUOGRAFICA
monumentos paleocristianos, anteriores a los edictos de toleran
cia, que muestran todavía «una infinidad de pinturas amables»,
encantadoras y llenas de vida, inspiradas en los estilos pictóri
cos romanos, con una simbología consistente, en muchos casos,
pura y simplemente en la adaptación
al cristianismo de temas
paganos (Eros y Psique, Orfeo, Ulises, etc.).
¿ Fue el cristianismo obra de una chusma desheredada y re
sentida,
enemiga de
los palacios o de las
villas campestres de la
aristocracia? Powels apunta en esa dirección y Dumont acumula
documentos fehacientes en su contra: las catacumbas más céle
bres fueron donación de miembros de la alta aristocracia, cuya conversión fue paralela a la del resto de la sociedad. El erudito
Pellistrandi lo
ha confirmado recientemente (1976): «La fe cris
tiana
alcanzó, poco a poco, al conjunto de la nobleza romana.
Era un hecho consumado en el reinado de Cómodo ( 180-192)».
En el orden de las ideas .puede afirmarse, sin temor, lo mis
mo que en el del arte: nada de ese «anatema sobre la cultura
pagana» que pretende
. Benoist.
Los cristianos mantuvieron un
diálogo abierto con lo mejor de la cultura clásica y recogieron
de ella elementos importantes, de origen estoico o pitagórico, por
ejemplo. Y Dumont nos recuerda el amplio movimiento de
gno
sis cristiana y trae a colación textos esclarecedores de Jusrino,
San Ireneo, Clemente de Alejandría, Orígenes y un amplio elen
co de padres de la Iglesia primitiva, que son testimonio de esa
voluntad
eficaz de
asimilación. Prueba definitiva constituye, en
est_e sentido,
la magna recopilación enciclopédica del obispo Euse
bio de Cesarea, en el siglo rv: sin
ella se habría perdido una
parte considerable del legado clásico,
«De Justino a Eusebio, el
cristianismo primitivo reivindica como antepasados suyos a los
hombres lúcidos, piadosos y justos de todo el paganismo». Idea
esta que se repite a lo largo del libro de Dumont: el cristianis
mo -salvo en momentos contados y ante peligros muy concre
tos-- se
ha mantenido siempre abierto, en una «simbiosis bimi
lenaria», a las culturas que lo
han rodeado.
En consonancia con lo anterior, Dumont niega que las perse
cuciones oficiales tuvieran el carácter de enfrentamiento sangni
nario entre civilizaciones antagónicas. Fueron sólo el resultado
del interés personal de algunos emperadores (Nerón o Domicia
no) o fruto de la voluntad totalitaria de otros (Dedo, Diocle
ciano ). No tuvieron eco popular y no provocaron tampoco entre
los perseguidos
ninguna reacción antirromana o anticlásica.
Los neopaganos de la
N ouvelle Droite proyectan también su
enemiga hacia el cristianismo en el terreno de la demografía y
· 712
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
acusan a los cristianos de haber provocado, al predicar la virgi
nidad y la castidad, nada menos que la ruina demográfica del Imperio. Dumont liquida con presteza una tan burda calumnia.
Fueron los romanos quienes, con costumbres depravadas en el
orden del sexo y de la procreación, reflejo de la decadencia de
la familia tradicional republicana, provocaron, si lo hubo, ese desastre poblacional. El cristianismo, por el contrario, al elaborar
una teología positiva del matrimonio fecundo y proclamar la su
bordinación del placer físico a la procreación --elaboración doc
trinal en la que, por cierto, detecta Dumont la presencia de ele
mentos estoicos- apuotó en una dirección diametralmente
opuesta.
Bien miradas las cosas, el cristianismo no fue debelador sino
sostén del Imperio y prueba
definitiva de
ello es que, en las ho
ras dramáticas del siglo v, fueron las autoridades episcopales
quienes, en muchos casos, asumieron la defensa efectiva de los
ciudadanos. La cartografía así lo avala: la
pars orientis, más cris
tianizada, resistió con
éxito a
la marea
·germánica y,
en Occiden
te, las invasiones traspusieron el
limes precisamente en los puo-
tos donde la cristianización era más débil.
·
2. F1echa católica y flecha protestante.
En el capítulo siguiente Dumont aborda una segunda acusa
ción contra la Iglesia que, a primera vista, parece contradecir a la formulada por la
Nouvelle Droite. Alaiu Peyrefitte, en un
libro reciente (2), ha elaborado la idea
de que la Iglesia fue «víc
tima de la trampa tendida por la conversión de Constantino»,
resbaló en
«el molde
del Bajo Imperio» y se empeñó en prolon
gar, a lo largo de su historia
--en una especie de perpetua _«me
tempsícosis»--el espíritu cesarista, burocrático, uniformiS:ta y
dogmático -totalitario en síntesis- de la antigua Roma: la
Iglesia habría sido, según el ensayista francés, el«vebículo del
mal romano». Interpretación
qne sólo
en apariencia contradice a
la que hace del cristianismo el verdugo de la civilización clási
ca, porque en ambas subyace la idea errónea de que la Iglesia
ha sido adversaria por sistema de la cultura, de la libertad y del
espíritu creativo.
Dumont repasa, punto por punto, el esquema de Peyrefitte
y denuncia sus contradicciones
hasta reducirlo
a la nada. Dedica
numerosas páginas al tema (págs. 41-110) que forman, en con-
(2) A. Peyrefitte, Le Mal fran(ais, Pasis, 1976.
713.
Fundaci\363n Speiro
INFORMACION BIBLIOGRAFICA
junto, un balance esclarecedor del papel desempeñado por la
Iglesia a lo largo de su historia en el orden político y social.
Nada de centralismo en
la historia medieval de la Iglesia afir
ma Dumont. El admirable proceso de expansión en Europa del
cristianismo fue protagonizado por impulsos variadísimos, por
«iniciativas periféricas» perfectamente espontáneas, en una épo
ca difícil para el Pontificado, sitiado en Roma por germanos y
bizantinos. «Lo que preside a la organización de la Iglesia a
partir del siglo
IV -resume Dumont- se opone radicalmente
al totalitarismo del Bajo Imperio. Fue siempre la libertad, la
virtud, la enfréga de sí cristianos, la herencia institucional y mo
ral grecolatina de los estoicos del Alto Imperio. Una herencia
de derecho natural, de representatividad, de aristocracia y de mo
narquía siempre renovadas porque no se imponen más que por la valía personal. El único
'fixismo' es
el que de la pura tradición
cristiana, erística: la preeminencia de Roma porque allí estaba
la tumba del primero de los apóstoles, esa piedra de Pedro sobre
la
que el
Salvador
ha anunciado que edificaría su Iglesia» (pá
gina 48).
Peyrefitte habla de prolongación por la Iglesia, a través
del
derecho
canónigo, del «autoritarismo jerárquico
y dogmático de
la antigua Roma». D;um9nt demuestra. que el derecho canóni
co, si bien se inspiró técnicamente en el. romano, fue indepen
diente de él
.en su
espíritu
y contenido. Considera con deteni
miento los c~sos concretos_ del matrimonio y la tortura, revela
dores de las · profundas diferencias que median entre ambos de
rechos.
La imputación de Peyrefitte nada tiene que ver con la
realidad histórica. Quienes en verdad recogieron el espíritu ce
sarista del derecho romano fueron precisamente los enemigos de
la Iglesia -los. emperadores germánicos, los reyes galicanos de
la antigua Francia
y los· protestantes- que lo utilizaron en su
contra para
edificar un
orden político cesaropapista y laico. «El
romanismo resucitado reveló claramente que, no juzgándose
'pia,
dosamente
perpetuado' por la Iglesia, sólo pretendía abatirla».
En páginas de denso contenido analiza Dumont el verdade
ro significado, que tantos
manuales de
historia desconocen, del
enfrentamiento multisecular entre el
Pontificado y
el Imperio:
«La lucha del Sacerdocio contra el Imperio fue una epopeya de
la libertad
religi.osa, de
la que
todos los
cristianos
-y . todos
los
hombres
libres~ son·
hoy todavía deudores» (pág. 65). Y pone
de. manifiesto
-tema también poco divulgado- la importancia
fundamental que
tuvo el
derecho tomano,
del· que afirma fue
«la
segunda Biblia de la Refotma», en la formación intelectual de
Fundaci\363n Speiro
INFORMACION · BIBLIOGRAFICA
los fundadores del protestantismo y en sus · daboraciones doc
trinales. «El
derecho romano,
en lugar de
ser perpetuado
por
la
Iglesia católica, lo fue por la Reforma, hasta el punto de cons
tituir su única verdadera unidad social, tanto en
el casaropapis
mo
como en
el individualismo.
Esas dos vertientes, pública y
privada, del derecho imperial romano, que rechaza por
igual la
tradición católica» (pág. 61 ).
Peyrefitte desvela
el fondo
de
su· pensamiento
-que no es,
en realidad, más que una reedición de
la vieja teoría de Weber
y Siegfried- cuando afirma que se produjo en Occidente una
bifurcación decisiva a lo largo del siglo
XVI. La rigidez y el cen
tralismo triunfaron definitivamente en la Iglesia a partir de Tren to, mientras
el protestantismo
propiciaba «la
eliminación paula
tina
de
la autoridad cesarista y la liberación de energías emanci
padoras». De
ahí -afirma Peyrefitte, fascinado por la trayecto
ria de la burguesía anglosajona-
et· dinamisfuo de las socieda
des protestantes de la modernidad y el estancamiento parale lo de las que perseveraron en la órbita de la Iglesia católica
(3 ).
Dumont pone de nuevo las cosas en su sitio y, con los datos
en la mano, atribuye a cada cual lo suyo. ¿Liberación emanci padora del protestantismo? Ciertamente, pero de un individua
lismo egoísta y feroz que benefició a los príncipes alemanes, a
los
squires ingleses y a los colonos puritanos de Norteamérica.
La Reforma les permitió, eri cada caso, eliminar de golpe las tra
bas teóricas e institucionales que la Iglesia había acumulado en
favor de las colectividades campesinas, o considerar a los indios
como demonios que osaban enfrentarse a los «predestinados» de
Dios. Liberación de energías, sí, pero para sumir al campesinado en una· servidumbre despiadada, que completó la desamortiza
ción de los bienes de la Iglesia ampliamente volcada hacia la
beneficencia, o exterminar sin compaSión, con la- satisfacción iri
cluso del deber cumplido que aplaudía uria «teología del exter
minio»· innovadora, a los -·indios norteamerií:anos. Un dinamismo
expansivo que se tradujo en «raptos», desVergOnzados cuyos
«be
néficos» efectos se han terminado en la actualidad, cuando los
depredadores han agotado
el filón.
Peyrefitte
pretende, finalmente, que la flecha proyectada por
la Reforma dio en
el blanco,
al contrario
qúe la
emitida por el
arco de la
Contrarreforrua. Dumont
demuestra lo contrario y
cierra el capítulo con páginas brillantes (págs. 82-109) que son
(3) Dumont ha dedicado a la comparación entre las instituciones de
los países protestas
y las de los países católicos su estudio .Erreurs sur le
Mal francais ou le trompe l'oeuil de M. Peyre/itte, Ginebra-París, 19779.
715
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
un balance comparativo del devenir socio-político hasta la ac
rualídad del
mundo protestante
y del católico. El libre examen
condujo, en una evolución que es compleja pero perfectamente
inteligible, desde el feroz individualismo económico, que depau
peró a
amplios sectores de la sociedad europea, hasta el totalita
rismo de Marx
y del nacionalsocialismo. El tema es couocido,
pero el análisis de Dumont, gráfico
y sugestivo, mantiene el alto
grado de originalidad que caracteriza al libro en su conjunto. En
contra_ste con esa trayectoria, la Iglesia supo conservar, en las
sociedades que siguieron fieles a su magisterio, unas formas so
ciales abiertas a los menesterosos {Dumont insiste especialmente
en el caso español)
y vivo el principio de subsidiariedad opuesto
al dinamismo
absorbente del estatismo moderno.
3. Cristiw;iismo, justicia y cultura en la América española.
En el tercer capítulo Dumont analiza con detenimiento las
líneas maestras de la acción conjunta de
la Iglesia y de España
en el continente americano. Un trabajo sólido que, en su con
junto, constituye un alegato magnífico, ejemplar por la calidad
de la documentación aducida, del quehacer
cultural y
religioso
de España en América, destinado a refutar la idea, hoy en apa
riencia consagrada, de que su acción, secundada por las más
altas jerarquías de la Iglesia, se redujo a la implantación, allende
el Atlántico, de un sistema despiadado de explotación y extermi
nio de las colectividades amerindias. Su argumentación se mue
ve en un triple plano: institucional, religioso y
cultural.
l.º Se adentra Dumont en el polémico asunto con precisio
nes atinadas sobre un problema institucional básico, el de la en
comienda. Apoyándose en las conclusiones de los mejores espe
cialistas -Silvio Zabala sobre todo- y en indagaciones realiza
das por él en el Archivo de Indias, que conoce bien, demuestra
que no fue la encomienda, como se ha pretendido, un mecanis
mo de expropiación del indio sino la trasposición a América de
los «señoríos
puramente jurisdiccionales»
del siglo
xvr, es
decir.
de una fórmula de señorío más benigna que la existente enton
ces
ert muchas
regiones de España y de Europa, y que tuvo por
contrapartida una efectiva protección y evangelización de los in
dios cuya custodia quedaba a cargo de los encomenderos. El es
quema inicial, apropiado para las necesidades de
la colonización
y de la acción cristianizadora, no
solamente no
se degradó con el
paso del tiempo sino que mejoró en beneficio de los indios, gra
cias a la acción eficaz de la justicia española, hasta el punto de
716
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
que, en muchas ocasiones, las encomiendas terminaron siendo an
tieconómicas para sus titulares.
Y de la encomienda pasa Dumont a la administración de
justicia. Los indios nunca quedaron abandonados a su suerte
como avala una documentación judicial cuantiosa, reflejo de la atención constante
y solícita que audiencias y oidores prestaban
a las quejas de los indios, aun de los más humildes. La protec
ción del indio -la «lucha española por la justicia», de Lewis
Hanke--- «no fue un epifenómeno como insinúan muchas histo rias de a Iglesia recientes: fue una política sistemática que co
menzó a aplicarse con anterioridad al testamento de Isabel la Católica ... , y fue el resultado de un esfuerzo colectivo de todos
los españoles responsables» (pág. 122).
La esclavitud del indio pudo imponerse, pero no de forma
oficial y sólo al principio, en
las Antillas, como resultado de la
acción de Colón -un no eSpa:ñ.ol-«que se movía en una men
talidad plenamente esclavista» (T. de Azcona). A lo largo de tres
siglos la acción de reyes
y gobernadores españoles fue inequí
voca
y, en buena medida, a pesar de las dificultades del espacio,
eficaz. «Quien ha leído algunos millares de los cientos de miles
de páginas de la documentación directa, militar, jurídica, religio sa, etc., sobre la conquista
y la primera colonización, le llama
la atención el poco lugar que ocupan las exacciones frente a las realidades
pacíficas» (pág.
137). Es un hecho que «sólo en el
xrx comenzó
la verdadera servidumbre, impuesta al pueblo indio
por la confiscación de sus tierras en beneficio de los propieta
rios de haciendas». Y ese proceso fue, precisamente, paralelo a
la independencia, a la liberación de los criollos del control tra
dicional ejercido por los reyes, y al desmantelamiento -con el
desarrdllo del laicismo, apoyado por
el protestantismo norteame
ricano--- de los medios de acción de la Iglesia, inspiradora tra
dicional de la antigua dilección legal hacia los indios. 2.º En el terreno de la evangelización, Dumont desmonta
los argumentos de quienes pretenden que los misioneros espa
ñoles impusieron a los indios una religión extraña e inadecuada a sus exigencias espirituales. Ocurrió justo lo contrario: los indios
acogieron con gusto
la religión salvífica de los conquistadores,
entre otras razones porque no existía una adhesión colectiva· y
sincera hacia las religiones precolombinas. Es un hecho demos
trado
el origen neolítico de sus creencias tradicionales vivas sólo
en las minorías gobernantes y sin arraigo popular. Una actitud
de insolidaridad que se extendió, en realidad, al proceso material de la conquista española: fueron los propios indios quienes apo-
717
Fundaci\363n Speiro
INFORMACION BIBLIOGRAFICA
yaron en masa, deseosos de liberarse de la tutela de sus seño.
res,
a los conquistadores. El historiador mexicano Chavero lo
indicó hace años: «en
realidad, no fue un
grupo de soldados
europeos quien llevó a cabo la conquista sino los propios indios»
(pág. 140). Las culturas locales, aun las reputadas más vigoro·
sas (azteca e incáica), se derrumbaron con rapidez prodigiosa
y,
con ellas, todas las antiguas creencias ..
La adhesión de los indios al cristianismo fue «masiva y apa
sionada» como lo demuestran numerosos textos que hablan de
las dificultades de los misioneros para
bautizar adecuadamente
a los innumerables aspirantes. Los misioneros se vieron rodea
dos enseguida de una nube de colaboradores indígenas que apren·
dían el catecismo con empeño
y se dedicaban a predicarlo entre
sus hermanos. «Se evangelizaron ellos mismos» concluye
Di,.
mont, después de estudiar con detenimiento los mecanismos del
proceso de evangelización en la América latina (págs.
141.160).
Dumont
refuta, finalmente, la tesis absurda de Soustelle y
de Lafaye (
4 ), según la cual el fervor guadalupano sería una ma
nifestación encubierta del culto tradicional a la diosa Cihuacoalt
Tonantzin. Pone de manifiesto la ortodoxia del fervor mariano
en América y
reconoce · en él· el testimonio vivo de un «irradia
ción milagrosa» que engendró comunidades cristianas ejemplares
y verdaderas «edades de oro»
del catolicismo en ciertas regiones.
· 3.º
En el orden cultural, Dumont desarrolla la misma idea.
Nada de' «agresiones culturales» como han pretendido ciertos
historiadores. Es perfectamente inexacto que
sólo Bartolomé
de
las Casas reconociera la existencia de una civilización indígena
digna de respeto
y de estudio. Fueron. muchos los españoles que
hicieron gala de una actitud abierta y comprensiva hacia el pa trimonio cultural
de· los
indios. Maudslay lo
observó hace
años:
«Quien estudia con atención los escritos de los españoles en
cuentra amplias informaciones sobre ese tema». Fruto de esa ac titud fue una simbiosis cultural ejemplar en la que Toynbee -en
La religi6n vista por un historiador (1953)--detectó el modelo
de la
fusión afortunada
de dos civilizaciones.
Confirmación de
ello es un arte magnífico, qué hermana elementos europeos e in
dígenas; un arte alegre, colorístico, expresión viva de un men
saje admirable de liberación espiritual. sentida colectivamente.
«Es evidente que
el progreso de la humanidad y de los pueblos,
lo mismo que el de cada hombre individual
y el del propio cris-
(4) J. · Soustelle, L'Univers des Azti!ques; J. Lafaye, Quetzalcoatl et
Guadalupe,
París, 1974.
718
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
uarusmo, sólo puede hacerse mediante aculturaciones sucesivas.
Pues bien
---<:oncluye Dumont-,
si existe un ejemplo de acultu
ración conseguida, ricamente positiva, respetuosa con el testa
mento original de los 'aculturados' es, sin duda, el de la con
quista espiritual de
América, especialmente
de
México» (pági
na
138). Sigue un
análisis cuidado ---<:0n recurso
a una selecta biblio
grafía (Menéndez Pida!,
Américo Castro,
Avelle-Arce, Ricard,
Chaunu, Bataillon,
Pérez de
Tudela, etc.)-- de la obra y figura
del padre Las Casas. Su obra «no es histórica» (Ricard) porque
fue el fruto de un desdoblamiento de personalidad de carácter
paranoico (M. Pida!) o de un «sentimiento de autovaloración»
desmedido (P.
de Tudela). Los casos de evangelización puramen
te lascasiana (los ensayos del propio Las Casas en Chiapas-Gua
temala o el emprendido en Florida-Georgia) fueron un rotundo fracaso.
Allí donde no hubo protección directa de los españoles
los intentos misioneros
terminaron en
el martirio por obra de
colectividades no cristianizadas (C. Bayle).
De hecho, esa pre
.senda
y
la acción protectora eran indispensables: «fueron el cho
que que permitió a los indios liberarse de su tradición de des
potismo sanguinario» (pág. 131).
Dumont detecta, con acierto, el error fundamental de Bar
tolomé de las Casas. Por debajo de los hechos subyace en su
obra un enfoque apriorístico. Su planteamiento no es, como
él
pretendía, de orden religioso, porque sus tesis «fueron las del antiimperialismo de ayer y de hoy». Las Casas olvidó que Cristo
se había
negado a avalar a los zelotes y que la Iglesia no ha
ce
sado. en todos los tiempos de aprobar la acción de conquistado
res y fundadores de imperios: «El error de Las Casas es grave
cristianamente. Se negó a dar al César, un César escrupulosa
mente cristiano, lo que es del César, en nombre de lo que es de
Dios. Y, por vía de consecuencia 'lógica', ha denunciado por sis tema, llegando al extremo de la injusticia, al centurión que se
llamaba conquistador y al publicano que se llamaba encomendero». El fenómeno Las Casas ofrece, sin embargo, un aspecto posi
tivo que revela el carácter fundamental y sistemático de la po
lítica española de protección a los indios. La Corte le concedió
amplia beligerancia y sus indicaciones y recomendaciones
sirvie
ron
de inspiración a las Leyes Nuevas.
Es más, repetidamente,
en
los siglos
XVI y XVII la Corte española se opuso a la publi
cación de escritos importantes y documentos que criticaban o
aniquilaban las tesis del célebre dominico (5).
(5) Dumont dedica una extensa nota crítica (págs. 165 y sigs.) al libro
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INFORMACION BIBUOGRAFICA
Nada más aberrante que imputar a los españoles la éonsuma
ción
de
un genocidio
en. América,
como han pretendido los ar
tífices de
la Leyenda Negra. «Porque si genocidio quiere decir
matanza de una raza,
la América española es precisamente la
única
de las Américas donde, hoy todavía, la raza india y sus
mestizos constituyen
la inmensa mayoría
de la población» (pá
gina 135). Tal acusación no se tiene de pie: es una infamia,
fruto del complejo de culpabilidad de quienes sí fueron respon sables. del exterminio sistemático de los indígenas norteamérica,
nos. Nunca fue la América española una colonia de poblamiento como lo fue la anglosajona, donde los indios fueron aniquila
dos. De
ahí también -prueba última, de carácter negativo, que
aduce Dumont-
el retraso económico de Hispanoamérica: por
que «la América española no ha estado animada en su economía
rural más que por la capacidad india»
y, el indio, «por conmo
vedor que resulte para un corazón cristiano y por rico que se
muestre en valores desinteresados, encarna lo contrario de la
eficacia económica» (pág. 121).
4. Tolerancia católica e Inquisición.
Ningún tema ha sido más útil a los polemistas anticatólicos
que
el de la Inquisición y en ninguno los enemigos de la Iglesia
han conseguido un éxito más rotundo. El célebre tribunal ha
sido y sigue siendo -observa Dumont- «una causa de sor
presa y sufrimiento» permanente para los católicos, víctimas a
través de los medios de comunicación más variados de un bom
bardeo dialéctico multisecular que supone
la más total «denega'
ción
de justicia a
la Iglesia y a los cristianos». Dumont dedica
dos capítulos, ricos en contenido, con un total de más de 130
páginas, al estudio de su histotia, que replantea desde puntos
de vista innovadores, mucho _más acordes con las exigencias de
la objetividad histórica que los consagrados por la visión tra
-dicional, perfectamente
estereotipada y dogmática.
Prestaremos
atención
especial al segundo, dedicado en su integridad a la
In
quisición espafíola. En
el primero de ellos dedica Duniont largo espacio al es
tudio
de
la supuesta intolerancia de la Iglesia, que ha servido
de telón de fondo a la argumentación antilnquisitotiaL Revisa
reciente del P. Ph. Andté-Vincent, Bartolomé de Las Casas, París, 1980.
Se trata de una reivindicaci6n erudita y bien documentada dd Padre Las
Casas que resulta, sin embargo, en su conjunto, parcial e injusta porque
ignora la verdad histórica de la acción española en América.
720
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
la historia de la Iglesia desde su primer milenio, concediendo especial atención al ejemplo de la España medieval ( «la más perfecta civilización de la tolerancia que pueda imaginarse») que
conoce a fondo,
y concluye afirmando que «hay pocas institu
ciones que se hayan mantenido como la Iglesia, casi totalmente
indemnes de intolerancia durante más de un milenio, no pudién
dose afirmar lo mismo
de las tres civilizaciones de las que fue
contemporánea: el judaísmo, el Imperio Romano
y el Islam»
(pág. 178).
La Inquisición no fue un fruto de la intolerancia sino, por
el contrario, de sociedades caracterizadas por su espíritu de aper tura
y su voluntad de asimilación. Y formula una observación
paradójica sólo en apariencia: «Fue precisamente en los países
mediterráneos (Castilla, Aragón, Occitania e Italia) donde flo
reció más
que en
ningún otro sitio la tolerancia y la fraternidad
interreligiosa e interracial, donde nacería la Inquisición en tres
oleadas suoesivas». La explicación de un hecho semejante, fun damental, sólo puede obtenerse si se superan ciertos criterios
de interpretación que son antihistóricos. Toda sociedad, ayer
como hoy, tiende a defenderse creando los anticuerpos necesa
rios, cuando aparecen en su seno antígenos nocivos que ponen
en peligro su equilibrio interno. Las sociedades del Mediterrá
neo occidental, más variadas y abiertas que las del resto de Euro
pa, establecieron la Inquisición sólo en situaciones de peligro
extremo y con
el fin, precisamente, de salvaguardar el equili
brio delicado y fecundo, base de su tolerancia tradicional, que
les había servido de fundamento.
«La Inquisición fue sustancial
mente un fenómeno de sociedad y no un fenómeno. de Iglesia».
Surgió para resgnardar un patrimonio consolidado durante si
glos e impedir que doctrinas y actitudes alienígenas lo dilapidasen.
En las páginas siguientes analiza las circunstancias fundacio
nales de la Inquisición de Languedoc y
el espíritu que animó
el despliegne de sus actividades. Considera el ambiente cultural
y moral de Occitania en los siglos XI y XI~, tolerante hasta la
relejación,
y la aparición en su seno de una corriente anticleri
cal inédita en Occidente.
Allí pudo
proliferar un antígeno peli
grosísimo -la aberracióo. de los cátaros o
albigenses---, que
«in
corporaba al cristianismo el viejo dualismo iranio
y lo llevaba
a su extremo», Estudia con detalle el fondo doctrinal de la he
rejía albigenista
y pone de manifiesto sus funestas consecuencias
en los órdenes social
y religioso. Propugnaba, de hecho -so
capa
de un puritanismo extremo, accesible sólo a una minoría
de
elegidos---, una
«moral de dos niveles»; una ética conducente
721
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INFORM.ACION BIBLIOGRAFICA
a que «unos pocos fueran ángeles (los puros o perfectos) y la
mayoría bestias», una moral licenciosa y opuesta al matrimonio
que conducía, en última instancia, a un verdadero autogenocidio.
La Iglesia detectó enseguida la gravedad del peligro pero
no modificó durante más de un siglo su actitud de tolerancia tra
dicional, al contrario que los reyes de Inglaterra,
Francia y
Ale
mania que liquidaron por su cuenta, con rapidez
y eficacia, a los
cáraros de sus respectivos territorios. Una política de benevo
lencia que
no dio ningún resultado: «Cáncer profundo
y gene
ral, el cararismo permanece lejos del alcance de los tratamientos
locales basados en la sola medicina espiritual, por muy pura y
bien administrada que fuera».
. .
De
esta lección nacieron, en el siglo
XII~, la Cruzada y; des
pués, la Inquisición. En 1209, tras. el asesinato del legado pon
tificio Pedro de Castelnau, el Papa
autorizó la
organización de
una Cruzada que dirigió Simón Monfort. Los cruzados se limi
taron a «romper el resorte de la ayuda cómplice que prestaban
los poderes señoriales del Languedoc a la opresión de los. cáta
ros», pero no consiguieron erradicar la herejía. Finalmente, en 1233, después de otros intentos de predica
ción fallidos, Gregorio IX encomendó a franciscanos y domini
cos la organización de un sólido aparato inquisitorial,
especiali
zado y eficaz. Dumont estudia su espíritu, sus métodos de ac
ci611, sus
prácticas judiciales y penales, el ambiente en que se
desarrollaron sus actividades,
y demuestra que los procedimientos
de la Inquisición languedocina fueron rigurosos
y ecuánimes y
que las penas impuestas se caracterizaron, en general, por su
moderación. La tortura fue raramente utilizada
y las condenas
a muerte fueron pocas. En muchos casos los inquisidores dulcifi
caban o anulaban con amnistías las penas temporales impuestas
por el tribunal. Conclusiones que son, en conjunto, similares a
la.s que seguirán a su análisis de la Inquisición española.
Los tribunales inquisitoriales --observa Dumont- no res
pondieron a una teoría rígida de carácter universal, que nunca fue emitida por la Iglesia; se caracterizaron, al contrario, por la
flexibilidad
y variedad de sus métodos, adaptados a las circuns
tancias de
cada lugar
y ocasión .. Fueron fruto de «la experiencia
nacida de necesidades sociales concretas y particulares, no de
una teoría eclesiástica». Destaca Dumont, especialmente, la vo
luntad y el programa concreto de predicaciones que iba
unido,
en
el
espíritu y en la práctica, a la actividad de los inquisidores.
Aspecto positivo, en consonancia con
el espíritu de las órde
nes
responsables de su organización, sin
el cual n9 es posible
722
Fundaci\363n Speiro
INFORMACION BIBLIOGRAFICA
entender el funcionamiento y los éxitos -que fueron rotun
dos- de la Inquisición
del. Languedoc.
«Si la Inquisición va a
ganar
tan completamente la batalla fue por esta faceta positiva,
tanto o más que por la represión. La Inquisición fue también
muestra de un alto espíritu
de renovación cristiana» (pág. 210 ).
Un análisis meditado y un balance favorable que Dumont no
extiende, sin embargo, a las prácticas inquisitoriales que se des arrollaron en Francia a partir del siglo
XIV, cuando ya la Iglesia
había perdido el control de la institución en beneficio de las
autoridades laicas, que hicieron de
ella un peligroso instrumento,
utilizando sin prudencia y con crueldad en causas discutibles o
inconfesables. Injustificables fueron, en efecto, las persecucio
nes virulentas, que causaron miles de víctimas, contra valdenses
y «espirituales» de inspiración franciscana -peligrosos, sí, pero
que nunca fueron una perversión fundamental-, contra el Tem
ple y contra Juana de Arco, o las emprendidas contra las brujas
hasta los albores de la Edad Contemporánea.
La Iglesia no fue
culpable directa de aquellas matanzas. pero es cierto, reconoce
Dumont, que, al menos, debió suprimir a tiempo, y no lo hizo,
una institución que había perdido en Francia su primitiva pureza. El capítulo consagrado a la Inquisición española es, tal vez,
lo mejor de todo el libro. Dumcint, que,
.anuncia la
publicación
inminente de un
volUJllen completo
sobre el tema, nos ofrece
de momento una síntesis brillante sobre las características y el
funcionamiento del vilipendiado tribunal, en un estudio suges
tivo que trasciende a la propia Inquisición, que la inserta en su
contexto histórico y, por ese camino, traza un retablo de la
so
ciedad
y cultura españolas de su
época. Un
trabajo con más de
setenta páginas, original
y erudito, cuya consulta será indispensa
ble para quienes deseen conocer la verdad sobre la Inquisición
española, más
allá de los trabajos recientes de vulgarización. me
diocres
y todavía apasionados, de Kamen o Bennassar ( 6 ).
Dumont nos introduce en el teina con esta afirmación: «La
Inquisición española, no hay otro tema sobre el cual la. pasión
polémica, nacida de enfrentamientos nacionales; confesionales e
ideológicos, haya quitado la palabra de forma tan completa al
verdadero testigo:
la historia» (pág. 343). Los propios católicos
-bombardeados por la polémica antiinquisitorial sucesivamente
protestante, ilustrada, revolucionaria, anticlerical
y liberal- sien
ten, al considerarlo, una vergüenza
y una indignación invencibles.
(6) H. Kamen, The spanish inquisition, Londres, 1965, y B. Bennas
sar y colaboradores, Vlnquision espagnole, XV6-XIX6 sitcle, París, 1979.
Hay traducción de ambas obras al castellano (edit. Grijalbo).
723
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
Se ha formado en torno a la Inquisición española una «leyenda
negra» que no fue otra cosa -en pluma de P. Chaunu- que «el arma
cínica de
una guerra psicológica», cuyo triunfo ha sido
completo. Han aparecido, por fortuna, en tiempos recientes, es tudios y juicios más ponderados sobre el tema (Braudel, Polia
kov, Bataillon, Schafer; el propio Américo Castro; etc.). Se echa
ba en falta, sin embargo, un ensayo vindicativo que lo abarcase en conjunto. Empresa atrevida que Dumont aborda con un co
nocimiento perfecto de la bibliografía y el cotejo generoso
y se
guro de las fuentes originales. En primer lugar, una cuestión global de responsabilidades.
No han faltado católicos que, animados por el intento apologé tico mal orientado de
J. De Maistre, han querido disculpar a la
Iglesia haciendo de la monarquía española el responsable único del
Santo Oficio. Una versión de los hechos injusta y perfectamente inexacta -afirma Dumont- puesto que la Iglesia estuvo implica
da hasta
el fondo en el asunto: la implantación del tribunal en
1478; su exención del recurso a Roma a partir de 1494,
el nombra
miento de Torquemada como Inquisidor de Castilla ( 1842) y de Aragón ( 184 3), fueron resultado de la aplicación de sucesi
vas bulas pontificias emitidas por Sixto IV y Alejandro VI. Y
Dumont formula una idea que va a reaparecer a lo largo de todo su estudio: la Inquisición española no fue una empresa privativa de las altas jerarquías del reino o de la Iglesia, sino que
contó con la aprobación
y el apoyo decidido de todos los esta
mentos representativos, eclesiásticos
y civiles, de la sociedad
española. La orden de los dominicos, los franciscanos
y los je
suitas, innumerables obispos, la élite de muchas ciudades espa
ñolas
y figuras destacadas de las letras como Lope y Calderón
colaboraron activamente ·con ella o dieron muestras inequívocas
de su solidaridad. La Inquisición española fue, en síntesis, un
fenómeno de gran alcance social
y en su quehacer estuvieron
comprometidos lo mejor de
la sociedad española y el pueblo en ge
neral, que asistió fervoroso
y en masa a los célebres autos de fe.
Dumont analiza con detenimiento las circunstancias especia
les que explican
la instauración de la Inquisición en España.
Recuerda el ambiente de tolerancia y convivencia interracial e
interconfesional que había caracterizado a la España medieval.
De los contactos entre judíos y cristianos había nacido una im
portante «España conversa», en un proceso original que no fue
posible en las restantes sociedades europeas -Francia e Ingla terra por ejemplo-, de donde los judíos fueron expulsados
oficialmente durante los siglos
XIII y XIV. Un fenómeno de asimi-
724
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
]ación y conversión voluntaria y masiva del pueblo judío que
no ha tenido paragón en la historia.
Pues bien, la Inquisición española nació no para destruir,
sino para garantizar la supervivencia de los judeoconversos en
las horas, dramáticas para ellos, del final de la Edad Media.
Ocurrió en efecto, desde fines del siglo xrv y a lo largo del xv,
que la convivencia ejemplar mantenida hasta entonces entre ju
díos, conversos y cristianos viejos se deterioró gravemente. Es
un hecho que los judeoconversos conservaron una personalidad
propia bien definida y gozaron de un poder económico y político
que no se hallaba en consonancia con su importancia numérica.
Se mostraban altivos y favorecían a sus hermanos de sangre, los
judíos no bautizados. Braudel, por ejemplo, ha reconocido que
sus excesos e imprudencias
fueron un
hecho cierto. Todo ello
provocó el recelo creciente de los cristianos viejos que se sin tieron amenazados. Comenzó
a circular
la sospecha, no siempre
infundada, de que en los ambientes conversos se desarrollaban prácticas judaizantes contrarias a la
fe. La animadversión popular
se tradujo en repetidas algaradas y matanzas de judíos, a veces
muy sangrientas. Persecuciones espontáneas y anárquicas que en
gendraron una dinámica fatal: las conversiones se multiplica
ron y esta vez menudearon las .insinceras.
Fueron los propios conversos, vinculados de corazón a su nueva
fe en muchos casos y temerosos siempre de las reacciones de los
cristianos viejos, quienes solicitaron un control prudente del «peli
gro judaizante» que garantizase la seguridad de los inocentes. Es significativo que los principales polemistas antijudíos fueran ellos
mismos, judíos conversos (por ejemplo, el obispo de Burgos, Pablo
de Santa María, antiguo Rabino Salomón Haleví, Jerónimo de
San
ta
Fe, Pedro de la Caballería, Alonso de Espina, etc.). La
In
quisición aparecería a sus ojos como u:na solución eficaz: una
institución prestigiosa que castigaría las conversiones insinceras
y sería garante de las auténticas. La represión, bien dosificada,
conduciría a la asimilación, eliminando dobleces, dudas y res
quemores infundados. «La Inquisición española -observa
Du
mont-, nacida como remedio a una peligrosa fiebre sobrevenida
en
el proceso nacional de tolerancia y cristianización fue, en
cierto modo, hija de éstas, y aseguró el éxito definitivo de ese
proceso en lo que podía ser salvado: la cristianización» (pág. 352).
En 1478 los Reyes Católicos solicitaron y obtuvieron del
Papa, renovando una petición similar formulada por Enrique IV
en 1461, la autorización de establecer una Inquisición que sería
real y cuya dirección fue encomendada precisamente a conversos
725
Fundaci\363n Speiro
INFORMACION BIBLIOGRAFICA
sinceros o miembros de familias de conversos: así, el inquisidor
general Torquemada o, en la Secretaría de Estado encargada de
la Inquisición,
el converso Pérez de Almazán.
Que la Inquisición española respondía a una voluntad de
persuasión lo demuestra que los Reyes Católicos esperaron dos años antes de
implantar el tribunal ( 1478-1480), y los dedicaron
a una intensa
cam¡:,aña de
predicaciones a cargo de diversas
órdenes religiosas. Sólo ante la obstinación
de los «judaizantes,.
establecieron
el tribunal, primero en Sevilla y después en otras
ciudades. También respondía su implantación a una voluntad de
reconciliación y asimilación: entre 1495 y 1497 dispusieron los
reyes la habilitación de los condenados durante los quince años
anteriores, que fueron
admitidos a
reconciliación mediante
el
pago de una pequeña tasa, y · autorizados para el ejercicio pro
fesional y público.
Es una completa falsedad que los conversos hayan sido eli
minados por las prácticas inquisitoriales como pretenden Kamen
y Bennassar. Dumont pone
de relieve que no sólo sobrevivieron
en su
mayoría, sino
que fueron muchas las familias de conver
sos que conservaron intactos su· fortuna y su poder, incluso en
el seno de la propia Inquisición, a lo largo de los siglos xvr y XVII.
Era, además, cosa conocida en Europa: Dumont cita textos in
teresantes de Erasmo, Rabelais y el Elector de Sajonia, donde
manifiestan su escándalo por esa importancia de los judíos en
la sociedad española (págs. 356-7 ).
·
Desde el punto de vista de los conversos la maniobra fue
un verdadero éxito, con repercusiones de gran relieve en la his
toria espiritual de Occidente: «Cualitativamente la evidencia es
tan neta como cauntitativamente: nunca 1os conversos han sido
más brillantes en España que bajo la Inquisición. La asimilación,
la síntesis que ésta
ha realizado en profundidad, ha producido
este resultado decisivo en
la· historia
de Europa: el genio con
verso español ha sido, frente a
la Reforma, el modelo de cato
licismo, su fuerza
de resistencia . y conquista» (pág. 357). De
origen converso fueron muchos de los promotores más decidi
dos y eficaces
de la Contrarreforma católica: varios Inquisido
res Generales,
Santa Teresa,
Luis Vives, Francisco Vitora, Fray
Luis de León, Juan de Avila, Diego Laínez, el sucesor
de San Ig
nacio a
la cabeza de los jesuitas y gran animador de Tren to, y
un interminable etcétera de jesuitas y religiosos: «Los católicos
no pueden
menos de
reconocer su deuda
hacia ese
éxito,
único
en el mundo, que hiw de los judíos conversos españoles el co-
726
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
razón de la renovación espiritual de la . Iglesia. A cualquier es
píritu objetivo este éxito le parece un gran hecho de civilización». Por otra parte, Dumont explica que la expulsión de los judíos
no conversos en 1492 no fue en modo alguno obra de la Inqui sición. Las leyendas recogidas por Llorente y sus sucesores, que
hablan de una intervención espectácular y decisiva de Torque
mada en aquel asunto, carecen de cualquier fundamento. La deci
sión fue una decisión de Estado, de los Reyes Católicos, que se
atuvieron a los informes no sólo de los inquisidores, sino de Otros
muchos sectores eclesiásticos y laicos. Además, el decreto de
expulsión no afectó, en el peor de los casos, a más de cien
mil
individuos ( cifras de Suárez Fernández, el mejor conocedor del
tema), de los cuales una parte regresó en los años siguientes.
Cifra, pues, relativamente exigua si se piensa que, desde el co
razón de la Edad Media hasta el reinado de Carlos V, fueron
más de cuatrocientos
mil los judíos convertidos, es decir, la
mayoría
de la comunidad judía española. «Este hecho mayori
tario y esta proporción no deben ser olvidados nunca si se quiere
captar en sus auténticas proporciones la empresa de asimilación
confiada a
la Inquisición. Tanto más cuanto la mayor parte de
los conversos pertenecían a
la élite económica, administrativa y
cultural, donde los ex-judíos competían, en igualdad de condicio
nes, con los cristianos viejos.
El éxito
cultural y religioso de
la
Inquisición fue así una simbiosis verdaderamente birracial, asi
milación de
la casi totalidad de la población judía, en un es
fuerzo paritario al nivel de
la élite» (pág. 360).
Dumont estudia con detenimiento el funcionamiento de
la
Inquisición, sus prácticas judiciales y penales. En primer tér
mino
la cuestión espinosa del número de víctimas. Las cifras
enormes de Llorente o de
Lea, que hablan de trescientos mil
procesos y más de treinta mil quemados entre los siglos xv y
XIX se fundan en estimaciones fantásticas; desprovistas de base.
Un balance global no es posible de momento,
pero los estudios
sólidos de Schiifer, Alfonso Junco, López
Martínez, Tarsicio
de
Azcona o G. Henningsen obligan a reducir considerablemente
su importancia numérica. El danés Hennigsen, por ejemplo,
afir
ma que entre 1560 y 1700 hubo sólo qninientas condenas capi
tales, y T. de Azcona reconoce que los ajusticiados
duránte el
reinado
de Isabel,· que fue el período más riguroso de la acción del
tribunal, no pasaron de unos pocos centenares. Cifras que des
baratan lás estimaciones
tradicionales y cuyo significado «telas
tivo» se acentúa si se comparan con-las víctimas del fanatismo
religioso en la Europa de los siglos XVI y xvrr. En cualquiera
727
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
de los grandes países europeos la represión laica, protestante o
católica, causó un número muy superior de víctimas. Por otra
parte es evidente que las víctimas de la Inquisición española fueron menos de las que
habrían ocasionado
las matanzas espon
táneas de conversos, frenadas en seco por el tribunal: piénsese
en el caso de Portugal, donde sólo en Lisboa, y en
1506, fue
ron asesinados dos mil conversos, y muchos más en los años si
guientes.
A continuación
las instituciones y sus protagonistas. Y aquí
también Dumont liquida leyendas tenaces que todavía campean en manuales y trabajos de divulgación. Entre otras fuentes de
primera mano
utiliza las
«Instrucciones» de Torquemada y Val
dés, que muchos especialistas conocen sólo de referencia.
Dumont desecha la imagen tétrica de unos inquisidores fa
náticos y desaprensivos. Su calidad personal
era elevada
y su
nivel cultural muy notable. Eran «elegidos entre los miembros más cultivados de ese
clero abierto
y frecuentemente solidario
del pueblo por la humildad de su origen; de lo que el pueblo
tenía conciencia ...
» (pág.
39 3 ). Procedían de las mejores univer
sidades, especialmente de Salamanca, y su cargo; objeto de ge
neral respeto,
era eslabón
importante en un
cursus honorum ecle
siástico que Uevaba a las más altas y prestigiosas dignidades. T
am
bién
estudia con detenimiento la figura de los
familiares de la
Inquisición, asimilados con frecuencia a un aparato policíaco de
espías sin escrúpulos. La realidad era muy otra: su nombramien
to era público y conocido, otorgado mediante diplomas oficiales
y participaban visiblemente en los autos de
fe. No eran oscu
ros.
sayones sino miembros, en su mayor parte, de la nobleza y
de la élite de cada ciudad (pág. 368 ). Otro tema polémico es
el de las denuncias anónimas que da
ban pie al comienzo de un proceso. Dumont desmenuza el me canismo de los procedimientos inquisitoriales y concluye que era
meditado, esctupuloso, destinado a recoger
el mayor número de
informaciones y a excluit cualquier posibilidad de
error. Las
proposiciones
extraídas de las declaraciones de los testigos eran
sometidas a una comisión de
calificadore~. teólogos bien informa
dos
y no inquisidores. Esa .y otras muchas cautelas se tomaban
antes de que los inquisidores pudieran proceder a la detención del acusado. Concluye Dumont; «el inquisidor tenía una liber
tad de acción
inferior con
mucho a la de nuestros actuales jue
ces de insttucción»; además,
añade, «nuestros
jueces de instruc
cién están lejos de actuar q>n la benignidad habitual en los in
quisidores españoles» qnienes, por ejemplo, aceptaban con gran
728
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
liberalidad numerosas recusaciones de testigos que pudieran ser en algo sospechosos de parcialidad» (págs. 370 y sigs.). Y
re
cuerda
que, después de proclamar el
edicto de fe~ que anuncia
ba el comienzo de las investigaciones inquisitoriales, se concedía
un
plazo de treiota o
cuarenta días
--el tiempo de gracia-du
rante el cual los culpables podían denunciarse a sí mismos y eran
tratados con
gran benignidad, castigados sólo con penitencias
y
sin que sus bienes pudieran ser objeto de confiscación. Trato este
de favor, debido a
la voluntad de los Reyes Católicos, que con
trasta con situaciones similares en el resto de Europa: u'.na eviM
dencia más de que la reconciliación primaba sobre la represión.
Dumont dedica varias páginas muy documentadas a la cues
tión
de los encarcelamientos y s~cuestros de bienes. A lo largo
de ellas se esfuma la visión negra del tema,
la imagen clásica de
un tribunal
rapaz y
un régimen carcelario insoportable.
De en
trada, el
secuestro de
bienes del acusado no era una despose
sión sino la colocación de éstos bajo tutela administrativa; tu tela que se traducía en una «honesta
y liberal admirústración
de los bienes». Lo cual, por lo demás, sólo se producía en los
casos de inculpación de «herejía formal» -la más grave de las
acusaciones-, que eran los menos; en los rest8ntes, el acusado
encomendaba la gestión de su hacienda a quien estimaba opor
tuno. Con el régimen carcelario, lo mismo. Primero, las cárceles
inquisitoriales eran escasas y, en muchos casos, se confinaba simM
plemente al detenido en su domicilio o, incluso, en los límites
de
su ciudad, prueba de la colaboración
eficaz de
la población
con el tribunal. Y, en las cárceles,
la situación de los presos era
relativamente cómoda: utilizaban su propio lecho, ropas
y cuan
tos alimentos quisieran
traer de
su casa.
Podían ejercer
su oficio
y recibían frecuentemente dispensas para abandonar el recinto
carcelario. Si no podían
subverúr a
su
manterúmiento se
encar
gaba
el tribunal y hay noticias de que el trato era bueno; hasta
el punto de que «se sabe de numerosas personas encerradas en
cárceles laicas o episcopales que se acusaron de herejía para ser
transferidas a prisiones inquisitoriales». Al considerar los pormenores del procedimiento judicial,
Du
mont deshace también muchos tópicos. Entre ellos el socorrido
de que la ocultación a los procesados del nombre de sus acusa
dores
y testigos facilitaba los falsos testimonios y las venganzas
personales.
El hecho de la ocultación es, en sí, cierto
y en fa
vor de tal medida abogaron los dos inquisidores humanistas,
Cisneros y Adriano de
Utrecht, porque
el riesgo de que los in
culpados tomaran venganza de sus acusadores era real. Pero eran
729
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
muchas las medidas precautorias destinadas a excluir la posibili
dad de testimonios calumniosos. La personalidad de los acusado
res
y sus declaraciones eran objeto de meticuloso análisis y, ade
más, antes de que los cargos fueran proclamados, tenían los acu
sadores que confirmar bajo juramento, en presencia de dos sa
cerdotes no pertenecientes a la Inquisición, si mantenían o no la
denuncia, medida ésta disuasoria dotada en aquel entonces de
gran fuerza psicológica. En cuanto a la afirmación de que
el acu
sado desconocía
el contenido de la acusación, Dumont demues
tra que
le era entregado, antes de su publicación, una copia de
los cargos.
Los medios de defensa de que podía valerse el inculpado eran
numerosos: asistencia de un abogado, presentación de testigos de descargo -que las instrucciones de V aldés recomiendan sean
numerosos, debiendo los inquisidores facilitar su presencia-,
posibilidad de invocar atenuantes, etc.
Entre los
abogados que
se ilustraron en la defensa de los acusados ante el tribunal se
cuentan juristas de renombre,
entre los
que destaca el gran Doctor
Palacio Rubios, que publicó una especie de manual sobre la ma
teria, la
Allegatio in materia haeresis, reimprimido varias veces.
Otra imputación calumniosa que refuta Dumont es la del
re
curso frecuente a la tortura, leyenda a la que contribuyeron los
morbosos grabados de Bemard Picart (siglo
XVIII), un hombre
que no visitó España y utilizó por modelo las torturas de los tribunales civiles franceses. Una leyenda a la que no da crédito
la historiografía actual, incluido el propio Kamen, que valora
favorablemente a la Inquisición en este sentido. Las estadísti
cas parciales realizadas, para
la época más rigurosa de la acción
inquisorial (fines del xv y principios del
XVI), dan como resul
tado cifras del 1
% de procesados sometidos a tortura. Y las
instrucciones de
V aldés establecen las precauciones rigurosas que
debían rodear su aplicación (presencia de obispo y médico, pro
hibición de mutilaciones y riesgo de muerte, asistencia médica
inmediata, etc.). Una economía de
la tortura que contrasta sen
siblemente con lo que era moneda corriente en los restantes tri
bunales de
la época: «de hecho, cuantitativa y cualitativamente,
el reflujo de la tortura comienza, en la historia moderna. con la
Inquisición española». Finalmente, el pronunciamiento del ve
redicto era tarea de una comisión-jurado integrada por inquisi dores, teólogos
y juristas, en la que los primeros se hallaban en
minoría.
En cuanto a las penas. Dumont demuestra que no eran seve
ras salvo
en el caso de los negativos ( quienes rehusaban arre-
730
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
pentirse) y los relapsos (reincidentes en el error tras la primera
condena). Las penas de cárcel eran rigurosas sólo en apariencia.
Los
inquisidores estaban
autorizados para disminuir o conmu
tar las penas pronunciadas
y debió ser lo más frecuente, como
frecuente fue la rehabilitación
de los condenados; el propio Ka
men ha observado que la condena a prisión perpetua y a «pri
sión irremisible» se prolongaban raramente más
allá de tres y
ocho años, respectivamente. Incluso en el caso de la pena capi
tal, se rehuían los actos de barbarie tan frecuentes en la época
y casos similares en Europa. La ejecución se rodeaba de digni
dad, y hasta en la hoguera se procnraba la conversión del conde
nado. Los célebres autos
de fe tenían un carácter procesional y
solemne y constituían un testimonio multitudinario y vigoroso
de
fe.
Por su parte, las penas pecuniarias carecían globalmente de
importancia. T. de Azcona ha demostrado que hasta 1493 sólo se recaudaron por ese concepto 44.000 ducados en total, sólo
un séptimo de la fortuna calculada a un poderoso converso como
Arias Dávila. La Inquisición era una institución netamente defi citaria; de
alú que la Iglesia acudiera en su socorro, cediéndole
desde 1501 diversas rentas eclesiásticas. «Lo
cual, entre parén
tesis,
confirma que
el Santo Oficio de España era una institución
de Iglesia tanto como real».
Equidad, sentido de la justicia, exactitud y precisión son no
tas que hoy muchos historiadores reconocen
al célebre tribu
nal. Lo mismo que algunos viajeros qel pasado que tuvieron
ocasión de tomar contacto directo con la Inquisición española:
así, el abate Vayrac -autor a comienzos del XVIII de un inte
resante
y documentado Voyage d'Espagne et d'Italie-, se sor
prendía de sn calidad y deploraba que sus compatriotas no fue ran a creerle «que la circunspección, la prudencia, la justicia y la
integridad son las virtudes que caracterizan a los inquisidores» (pág. 393
).
La Inquisición española se caracterizó, además, por su mo~
deración y por la «amplitud de miras» que brilla en su índice,
«un monumento de lucidez y comprensión». La Inquisición
--obra de
hombres cultivados con sentido de la realidad y del
porvenir- «supo conservar una feliz y responsable libertad fren te a Roma, sobre todo en lo no referente a la fe. Snpo así librar
se
-afirma Dumont-
de los grandes errores que fueron los de
la Inquisición de Roma» (pág. 397). Datos reveladores, en este sentido, fueron su negativa a proceder contra la «idolatría» de
los indios, contra los blasfemos
y en las causas de brujería, des-
731
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INFORMACION BIBUOGRAFICA
viaciones en las que los inquisidores no quisieron ver algo dis
tinto de un producto de la incultura, y el hecho de que no prohi
biera ni sometiera a expurgación las obras de Giordano Bruno,
Galileo, Copérnico, Kepler o Newton Spinoza. «Es,
por tanto,
ridículo pretender, como se
ha hecho siempre, que la Inquisi
ción española haya
asfixiado a
la cultura de su país impidién
dole la apertura hacia el mundo» (pág. 398 ). Otra muestra de su
moderación es que no se convirtiera, pudiendo hacerlo, en esa
especie de Leviathan que algunos autores han querido reconocer
en ella. Estuvo dotada de amplios poderes
(fue durante
largo
tiempo el único organismo público común a todos los reinos de
la corona), pero los inquisidores supieron dosificarlos con pru dencia, respetando la pluralidad hispánica que se
fundaba, según
observa
Dumont, «sobre el principio de subsidiariedad de la tra
dición católica que no deja a cada uno de los poderes superpues tos más que un margen de poder estrecho».
La Inquisición española, en síntesis,
_aparece· revestida
a los
ojos del historiador desapasionado de «una grandeza positiva».
Animada siempre de una «voluntad de educar» ejemplar, supo rescatar «la simbiosis y la floración birraciales» que ansiaban de
todo corazón la. mayoría de los conversos, se convirtió, por lo
que hizo y por la calidad de sus protagonistas y simpatizantes, en
un instrumento eficaz de promoción
y difusión de la Reforma
católica Y, durante largo tiempo,
«fue ella
sola
-al decir de Du
mont- el laboratorio de una buena parte de nuestra mejor mo
dernidad» (pág. 410).
5. La intervención de Felipe II en las Guerras de Religión.
Y, para terminar, una alusión al extenso capítulo que Dumont
dedica a las Guerras de Religión en Francia, un tema que afecta
también de forma muy directa a la historia española. Las Guerras de Religión fueron un conflicto largo ( 1562-
1594)
y sangriento, mucho más importante de lo que suele de
cirse para la historia del catolicismo europeo, amenazado tam
bién en Francia y seriamente por la marea protestante, porque
en ellas se decidió la supervivencia de aquel país como nación
católica. Su trama es confusa e intrincada y quien desee aprove
char el trabajo de Dumont deberá adquirir previamente una cier
ta información sobre el tema. El lector que aborde el capítulo
con conocimiento de causa encontrará en sus páginas la vindica
ción luminosa de un episodio, poco conocido pero muy intere
sante, de la política exterior filipina.
732
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
Dumont. analiza con detenimiento las circunstancias que hi
cieron
posible
un· conflicto
semejante. Explica lo que los libros
callan, el trasfondo o
la anécdota que hacen inteligible lo inex
plicable y
dan sentido a la historia. La correcta interpretación
de las Guerras de Religión es imposible si no se toman en con
sideración tres hechos que los manuales franceses omiten por
sistema: la agresividad de los hugonotes, su empeño decidido
de apoderarse a cualquier precio de las riendas del Estado fran
cés, y la situación de absoluta minoría en que se hallaban frente
al resto de la población francesa, católica en proporción aplas
tante.
Dumont repasa con cuidado el programa de las fuerzas que
intervinieron en el conflicto -el partido hugonote, el llamado
«de los políticos» y el católico--, la personalidad de sus jefes
respectivos, las sinrazones de la política claudicante de los re
yes, incapaces de resistir a la presión de una minoría de aristó
cratas reformados, y explica con documentos y datos fehacientes
la existencia de una amplia conjura protestante, de alcance in ternacional, orientada a subvenir el funcionamiento católico de
la sociedad y del Estado
franceses.
Dos temas-clave, base de las acusaciones tradicionales contra
los
católicos, articulan el trabajo de Dumont: la matanza de la
Sainte-Barthelemy
(1.572) y
la Liga católica. Dumont demuestra
que
la célebre matanza de hugonotes fue el resultado del esta
llido del pueblo parisino, cuya paciencia, muy generosa si se
tienen en cuenta las provocaciones que precedieron al luctuoso
acontecimiento, fue llevada al
límite por
las maniobras descara
das de Coligny y sus secuaces, que se habían apoderado fraudu lentamente de
. la corte
y de los resortes de una ciudad que era
católica en su integridad. Interés especial reviste el estudio de la
política mantenida por la Liga católica, porque en su historia España desempeñó un papel relevante.
La Liga ha sido difamada sistemáticamente por la historiogra:
fía liberal, empeñada en recoget los puntos de vista del partido
«político» que se impusieron tras el advenimiento de Enrique IV.
Los manuales franceses repiten de ella, ocultando la realidad,
que fue una asociación
de la nobleza feudalizante, un precedente
de la Fronda del que Enrique de Guisa hizo el instrumento de sus ambiciones personales, una organización de católicos fanáticos
dispuestos a traicionar los supremos intereses de Francia hasta entregarla, atada de pies y manos, a Felipe 11.
Dumont estudia con detenimiento la
naturaleza y
los por
qués de la Liga y restituye su verdadera personalidad histórica,
733
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
la de sus protagonistas y la de sus aliados. La Liga fue algo muy
distinto y más amplio que una alianza aristocrática, porque abar
c6 a todo el partido cat61ico que, a su vez, agrupaba y represen taba a
la inmensa mayoría de Francia. Fue un movimiento popu
lar,
animado en todas las ciudades, apoyado por los Estados Ge
nerales y a cuya cabeza se situó -por auténtico clamor popu
lar- el difamado Enrique de Guisa. Un
caudillo que
no fue un
ambicioso sin escrúpulos sino un patriota y un valiente, el hom
bre que, en repetidas ocasiones, cuando. los hugonotes detenta
ban el poder o aspiraban a hacerlo,
rechaz6 las
invasiones en
suelo francés de lansquenetes y reitres que acudían, desde la
Alemania protestante, para ayudarles. Dumont demuestra que
Enrique de Guisa nunca
aspiro a
apoderarse del trono
y que,
reiteradamente, trató de llegar a un acuerdo con Enrique III, en quien confió hasta caer, desoyendo la voz de
la prudencia, en la
trampa tendida por el veleidoso monarca, que le costó la vida.
La Liga no se formó en defensa de intereses personales sino
en defensa del catolicismo francés, colocado al borde del abis mo por la embestida protestante. Las intolerables concesiones
de Enrique III a los protestantes, sustanciadas en el Edicto de Beaulieu (1576) -que hacía de los hugonotes un Estado
dentro del Estado
y ponía a su servicio la hacienda real
determinó su primer levantamiento. El segundo se iuici6 en 1584, cuando
la muerte del duque de Anjou, el tumultuoso
hermano de Enrique III, que había comprometido al ejército
francés en empresas insensatas en contra .de España y a -fa
vor del protestantismo europeo, convirtió al hugonote Enrique
de Navarra en el pritner candidato al trono de Francia. Si
él lo
ocupaba sin abjurar de su credo, todo estaba perdido. Los pto
testantes franceses
y europeos se unieron en la alianza de Mag
deburgo y provocaron con
ella la
internacionalización del con
flicto. Ellos fueron los responsables, y nadie
más .. de
que el con
flicto francés adquiriese unas ditnensiones que ni el Papa, ni
Felipe II,
ni Isabel de Inglaterra habían querido darle.
El apoyo español a la liga, solicitado por Enrique de Guisa,
fue la respuesta a las maniobras agresivas
de la Internacional pro
testante.
Y Dumont explica con detalle el verdadero carácter de
aquella colaboración entre católicos, de una alianza que era ló
gica, necesaria y perfectamente natural. «La Liga que represen taba a
la inmensa mayoría de los franceses no tiene por qué.,ru
borizarse
de aquella alianza.
S6lo ella podía pertnitirle
plantar
cara a la conjura internacional empeñada en itnponer
el poder
reformado sobre la nación» (pág. 305).
734
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
Ningún aliado era más adecuado para los católicos franceses
que Felipe II, y Dumont enumera las razones de ese aserto. Es
paña ejercía entonces una profunda influencia cultural
y religiosa
sobre Francia y, gracias a ella, el catolicismo francés pudo ini
ciar un proceso de recuperación espiritual sin el cual hubieran
triunfado los hugonotes. La acción de los jesuitas es reveladora
en este sentido: gracias a sus !!XCelentes colegios, de los que fue
fundador el español Nada!, se recuperó el catolicismo en regio
nes de España donde corría serio peligro; y gracias también al
magisterio de otro español, Maldonado, conoció la Universidad
de París una renovación decisiva. «Para la masa de los france
ses, que tenía razones concretas para pensarlo, España era enton
ces, y antes que nada, la Iglesia. Y los franceses no se equivo
caban» (pág. 315).
Felipe II sostuvo económicamente a la Liga y liberó a París
del cerco cruel a que
la sometió Enrique de Navarra. Si este se
vio obligado a abjurar del protestantismo, salvándose con ello la
monarquía católica de Francia, fue precisamente por obra y gra
cia de
la intervención española, que sirvió de contrapeso eficaz
a
la opresión protestante. Felipe II tenia derechos bien funda
dos para intervenir: era el heredero de los Duques de Borgoña, «un título de nación francesa», y hacia
él, como hacia su prede
cesor y sucesores, «ascendía un patriotismo que, por no ser pa
risino, no era menos de nación francesa». No debe olvidarse que
en el siglo
XVI_, las regiones francesas vinculadas a España por
lazos de dependencia o alianza ( Cerdaña, Rosellón, condado de
Niza, ducado de Sabaya, Charolais, Franco-Condado, Alsacia,
Lo
rena, Hainaut, Cambresis, Artois, etc.), representaban en su
perficie mucho más que la Francia hugonote. «Querer oponer la nación francesa y España como enemigas en el siglo
XVI -con
cluye Dumont- es una falacia de propagandistas que no sirve al
historiador».
Las páginas de Dumont demuestran con lucidez que el lar
go combate mantenido por la Liga, posible sólo con ayuda es
pañola, tuvo una importancia decisiva en la supervivenciá del
catolicismo en Occidente, y reivindica en todo su alcance
la di
mensión religiosa de la política
!!Xterior de
Felipe II. El bello libro
de Dumont constituye para España un desagravio cálido después
de cuatrocientos años de ingratitud,
tanto más
digno de agradeci
miento si se tienen en cuenta los vientos.
-que hoy · soplan
en la
historiografía francesa y española sobre el siglo
XVI.
ANDRÉS GAMBRA.
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