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Número 215-216

Serie XXII

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Jean Dumont: L'Eglise au risque de l'histoire

INFORMACION BIBLIOGRAFICA
lean
Dumont: L'EGLISE AU RISQUE DE L'HISTOIRE (*)
UNA APOLOGÍA EJEMPLAR DE LA HISTORIA ESPAÑOLA.
Diremos, sin rodeos, que la lectura del libro reciente de
Jean Dumont,
L'Eglise au risque de l'histoire, nos ha causado
una honda impresión, tanto por la erudición sorprendente de su autor como por la originalidad y attevimiento iconoclasta de
sus planteamientos, méritos que adoba un estilo ágil e inquieto,
colotístico siempre e incluso fascinante en los períodos más in­
trincados de su desarrollo argumental. Se trata de un libro modélico en su géneto, sugestivo por
su temática y espetanzador por la fuerza innovadora de su me­
todología, que coloca a Dumont en un lugar privilegiado dentro
de la serie, ya muy dilatada, de hispanistas franceses y en el
ám­
bito más amplio de la apologética católica contemporánea. Un
libro que debe leerse y reelerse con interés y que satisfará, por
la flexibilidad de su estilo, al historiador exigente
y al católico
de a pie interesado vagamente por la historia de la Iglesia. El título del libro no proporciona una idea precisa de su
contenido. Dumont no pretende abordar en sus páginas una
visión global de la historia de la Iglesia, sino sólo unos cuantos temas neurálgicos, seleccionados con acierto, que
han servido
ayer y hoy de caballo de batalla a la historiografía anticatólica.
En seis capítulos extensos estudia sucesivamente las relaciones
entre el cristianismo primitivo y la civilización clásica en los si­ glos de su decadencia (cap. I:
La Iglesia, ¿verdugo de la civili­
zación antigua?),
la cuestión fascinante del contraste socio-eco­
nómico e ideológico entre las sociedades modeladas por la Igle­ sia católica
y las que lo fueton por la revolución protestante ( ca­
pítulo II:
La IglesirJi, ¿veh!culo del «mal romtmo»?) -capítulo
éste

el más general de todos por su tema, una síntesis brillante
de
sociologfa católica

y protestante, consideradas ambas desde
(*) Ed. Adolphe Ardaot-Critérion, Pacy-sur-Eure, 1981.
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uru perspectiva histórica-, la acción combinada de la Iglesia
y de España en el Nuevo Mundo (cap. III: La Iglesia, ¿opre­
sora de los indios de América?),
el problema de la tolerancia
católica
y las inquisiciones languedocina y española ( caps. I y III
de la segunda parte)
y el tema laberíntico de las Guerras de Re­
ligión en la Francia del siglo
XVI (cap. II de la segunda parte).
Un elenco, pues, de temas variados, a los que une, sin em­
bargo, el común destino de haber servido hasta hoy de ariete
en la polémica anticatólica y
la voluntad de Dumont, autori­
zada y decidida, de recobrar para la Iglesia,
sine ira et studio,
espacios «malditos» de su historia que la historiografía protes­
tante y liberal parecían haber acotado de forma definitiva. Cuatro capitulas por
lo menos de los seis que componen
el libro, los últimos, tienen a España por protagonista princi­
pal -junto a la Iglesia porque sus trayectorias han sido, en los
momentos cruciales, indisolubles-, y su autor demuestra poseer sobre su historia medieval y moderna un conocimiento acaba­
do, de especialista de primera línea. Son de todos, tal vez, los
más enjundiosos e innovadores y forman, en un conjunto de
más de trescientas páginas, una refutación ponderada y brillan­
te de la leyenda negra lascasiana, antilnquisitorial y anrifilipina. De
ahí la extensión de esta reseña que no pretende sino animar
en los lectores de VERBO el deseo de adentrarse en un libro
tan denso como ameno que, estamos seguros de ello, va a sus­
citar un merecido entusiasmo.
Por lo demás, desde un punto de vista técnico, la presen­
tación del libro es inmejorable: en cada capítulo se da cuenta de la bibliografía más reciente sobre el tema, y un aparato de
notas margiuales y a pie de págiua, cuidadosamente elaborado,
orienta sobre las cuestiones intrincadas, o menos conocidas, a
los lectores no especializados.
l. Cristianismo y civilización en la antigüedad.
En el primer capítulo Dumont recoge el guante lanzado a
la Iglesia no ha mucho por los prohombres de la
N ouvelle
Droite
en un intento, terco y tardío, de reeditar la idea de que
fue el cristianismo, al difundirse en la sociedad romana, cul­
pable principal de
la decadencia del mundo antiguo. Una idea
muy vieja, que formuló Gibbon en el
XVIII y repitieron Geor­
ges Sorel, en el
XIX, y el nazi Rosenberg, en el =·
En efecto, L. Rougier, en un libro reciente sobre el pagano
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Celso (1 ), secundado por otros trabajos de A. de Benoist y
L. Powels, ha vuelto a las andadas en una polémica que podía­
mos creer extinguida en la actualidad, cuando los estudios so­ bre la baja romanidad han puesto suficientemente de relieve la
complejidad del tema de la crisis del Imperio
y la pluralidad
inabarcable de factores -internos
y externos- que determi­
naron su
ruina definitiva. El cristianismo primitivo, por ser ene­
migo del arte
y de la belleza clásicas, de las f6rmulas de con­
vivencia abiertas
y flexibles del mundo romano, de la vida ur­
bana
y del placer de vivir --de los ideales humanísticos, en
síntesis, del mundo antiguo-, fue culpable, según Rougier, de
la pérdida en el Imperio del instinto de supervivencia
y de la
ruina definitiva de la civílizaci6n clásica. La razón era de Celso en sus
invettivas contra

el cristianismo
y no de Orígenes en su
apologética contra Celso. Ideas éstas que completan los hombres de la
N ouvelle Droi­
te
al reconocer en k Iglesia posterior -suponemos que post­
constantiniana
y medieval- una dulcificaci6n de principios, un
pacto prudente con la civilización que contuvo, parcialmente al menos, las virtualidades destructivas que ellos suponen al cris­
tianismo primitivo, «enemigo de toda sociedad humana». Idea
ésta acuñada por L. Powells, que redondea la argumentación de
la
Nouvelle Droite al afirmar que el Vaticano II ha roto las
«bóvedas» de una Iglesia que se «había confundido con la ci­
vilización»
y abierto, otra vez, la caja de Pandara del cristianis­
mo pu.ro. Un planteamiento, en suma, venenoso, con un sesgo
de derechas que quiere ser cat6lico pero no cristiano, y capitali­
zar de algún modo el descontento de los cat6licos opuestos al
postconcilio. Dumont denuncia con clarividencia las maniobras de la
Nou­
velle Droite
y revisa, acto seguido, con documentaci6n abun­
dante,
el núcleo de su requisitoria: el paleocristianismo fue, por
principio, enemigo de la cultura clásica.
¿ Rechazaron los cristianos la sensibilidad estética y el gusto
por lo bello de los romanos, como pretende Rougier? Nada más
inexacto afirma Dumont: buen testimonio de ello proporcionan
las espléndidas decoraciones murales de las catacumbas
y de la
sensacional casa-iglesia de Doura Europos, en Siria, o la mag­
nífica necrópolis

del Vaticano, descubierta gracias a las excava­
ciones emprendidas por orden de Pío XII. Una larga serie de
(1) L.. Rougier, Le conflit du christianisme primitif et de la civili·
sation antique,
París, 1974.
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monumentos paleocristianos, anteriores a los edictos de toleran­
cia, que muestran todavía «una infinidad de pinturas amables»,
encantadoras y llenas de vida, inspiradas en los estilos pictóri­
cos romanos, con una simbología consistente, en muchos casos,
pura y simplemente en la adaptación
al cristianismo de temas
paganos (Eros y Psique, Orfeo, Ulises, etc.).
¿ Fue el cristianismo obra de una chusma desheredada y re­
sentida,
enemiga de
los palacios o de las
villas campestres de la
aristocracia? Powels apunta en esa dirección y Dumont acumula
documentos fehacientes en su contra: las catacumbas más céle­
bres fueron donación de miembros de la alta aristocracia, cuya conversión fue paralela a la del resto de la sociedad. El erudito
Pellistrandi lo
ha confirmado recientemente (1976): «La fe cris­
tiana

alcanzó, poco a poco, al conjunto de la nobleza romana.
Era un hecho consumado en el reinado de Cómodo ( 180-192)».
En el orden de las ideas .puede afirmarse, sin temor, lo mis­
mo que en el del arte: nada de ese «anatema sobre la cultura
pagana» que pretende
. Benoist.

Los cristianos mantuvieron un
diálogo abierto con lo mejor de la cultura clásica y recogieron
de ella elementos importantes, de origen estoico o pitagórico, por
ejemplo. Y Dumont nos recuerda el amplio movimiento de
gno­
sis cristiana y trae a colación textos esclarecedores de Jusrino,
San Ireneo, Clemente de Alejandría, Orígenes y un amplio elen­
co de padres de la Iglesia primitiva, que son testimonio de esa
voluntad
eficaz de

asimilación. Prueba definitiva constituye, en
est_e sentido,

la magna recopilación enciclopédica del obispo Euse­
bio de Cesarea, en el siglo rv: sin
ella se habría perdido una
parte considerable del legado clásico,
«De Justino a Eusebio, el
cristianismo primitivo reivindica como antepasados suyos a los
hombres lúcidos, piadosos y justos de todo el paganismo». Idea
esta que se repite a lo largo del libro de Dumont: el cristianis­
mo -salvo en momentos contados y ante peligros muy concre­
tos-- se
ha mantenido siempre abierto, en una «simbiosis bimi­
lenaria», a las culturas que lo
han rodeado.
En consonancia con lo anterior, Dumont niega que las perse­
cuciones oficiales tuvieran el carácter de enfrentamiento sangni­
nario entre civilizaciones antagónicas. Fueron sólo el resultado
del interés personal de algunos emperadores (Nerón o Domicia­
no) o fruto de la voluntad totalitaria de otros (Dedo, Diocle­
ciano ). No tuvieron eco popular y no provocaron tampoco entre
los perseguidos
ninguna reacción antirromana o anticlásica.
Los neopaganos de la
N ouvelle Droite proyectan también su
enemiga hacia el cristianismo en el terreno de la demografía y
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acusan a los cristianos de haber provocado, al predicar la virgi­
nidad y la castidad, nada menos que la ruina demográfica del Imperio. Dumont liquida con presteza una tan burda calumnia.
Fueron los romanos quienes, con costumbres depravadas en el
orden del sexo y de la procreación, reflejo de la decadencia de
la familia tradicional republicana, provocaron, si lo hubo, ese desastre poblacional. El cristianismo, por el contrario, al elaborar
una teología positiva del matrimonio fecundo y proclamar la su­
bordinación del placer físico a la procreación --elaboración doc­
trinal en la que, por cierto, detecta Dumont la presencia de ele­
mentos estoicos- apuotó en una dirección diametralmente
opuesta.
Bien miradas las cosas, el cristianismo no fue debelador sino
sostén del Imperio y prueba
definitiva de
ello es que, en las ho­
ras dramáticas del siglo v, fueron las autoridades episcopales
quienes, en muchos casos, asumieron la defensa efectiva de los
ciudadanos. La cartografía así lo avala: la
pars orientis, más cris­
tianizada, resistió con
éxito a

la marea
·germánica y,

en Occiden­
te, las invasiones traspusieron el
limes precisamente en los puo-
tos donde la cristianización era más débil.
·
2. F1echa católica y flecha protestante.
En el capítulo siguiente Dumont aborda una segunda acusa­
ción contra la Iglesia que, a primera vista, parece contradecir a la formulada por la
Nouvelle Droite. Alaiu Peyrefitte, en un
libro reciente (2), ha elaborado la idea
de que la Iglesia fue «víc­
tima de la trampa tendida por la conversión de Constantino»,
resbaló en
«el molde

del Bajo Imperio» y se empeñó en prolon­
gar, a lo largo de su historia
--en una especie de perpetua _«me­
tempsícosis»--el espíritu cesarista, burocrático, uniformiS:ta y
dogmático -totalitario en síntesis- de la antigua Roma: la
Iglesia habría sido, según el ensayista francés, el«vebículo del
mal romano». Interpretación
qne sólo

en apariencia contradice a
la que hace del cristianismo el verdugo de la civilización clási­
ca, porque en ambas subyace la idea errónea de que la Iglesia
ha sido adversaria por sistema de la cultura, de la libertad y del
espíritu creativo.
Dumont repasa, punto por punto, el esquema de Peyrefitte
y denuncia sus contradicciones
hasta reducirlo
a la nada. Dedica
numerosas páginas al tema (págs. 41-110) que forman, en con-
(2) A. Peyrefitte, Le Mal fran(ais, Pasis, 1976.
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junto, un balance esclarecedor del papel desempeñado por la
Iglesia a lo largo de su historia en el orden político y social.
Nada de centralismo en
la historia medieval de la Iglesia afir­
ma Dumont. El admirable proceso de expansión en Europa del
cristianismo fue protagonizado por impulsos variadísimos, por
«iniciativas periféricas» perfectamente espontáneas, en una épo­
ca difícil para el Pontificado, sitiado en Roma por germanos y
bizantinos. «Lo que preside a la organización de la Iglesia a
partir del siglo
IV -resume Dumont- se opone radicalmente
al totalitarismo del Bajo Imperio. Fue siempre la libertad, la
virtud, la enfréga de sí cristianos, la herencia institucional y mo­
ral grecolatina de los estoicos del Alto Imperio. Una herencia
de derecho natural, de representatividad, de aristocracia y de mo­
narquía siempre renovadas porque no se imponen más que por la valía personal. El único
'fixismo' es

el que de la pura tradición
cristiana, erística: la preeminencia de Roma porque allí estaba
la tumba del primero de los apóstoles, esa piedra de Pedro sobre
la
que el

Salvador
ha anunciado que edificaría su Iglesia» (pá­
gina 48).
Peyrefitte habla de prolongación por la Iglesia, a través
del
derecho

canónigo, del «autoritarismo jerárquico
y dogmático de
la antigua Roma». D;um9nt demuestra. que el derecho canóni­
co, si bien se inspiró técnicamente en el. romano, fue indepen­
diente de él
.en su
espíritu
y contenido. Considera con deteni­
miento los c~sos concretos_ del matrimonio y la tortura, revela­
dores de las · profundas diferencias que median entre ambos de­
rechos.
La imputación de Peyrefitte nada tiene que ver con la
realidad histórica. Quienes en verdad recogieron el espíritu ce­
sarista del derecho romano fueron precisamente los enemigos de
la Iglesia -los. emperadores germánicos, los reyes galicanos de
la antigua Francia
y los· protestantes- que lo utilizaron en su
contra para
edificar un
orden político cesaropapista y laico. «El
romanismo resucitado reveló claramente que, no juzgándose
'pia,
dosamente

perpetuado' por la Iglesia, sólo pretendía abatirla».
En páginas de denso contenido analiza Dumont el verdade­
ro significado, que tantos
manuales de

historia desconocen, del
enfrentamiento multisecular entre el
Pontificado y

el Imperio:
«La lucha del Sacerdocio contra el Imperio fue una epopeya de
la libertad
religi.osa, de

la que
todos los
cristianos
-y . todos

los
hombres
libres~ son·

hoy todavía deudores» (pág. 65). Y pone
de. manifiesto

-tema también poco divulgado- la importancia
fundamental que
tuvo el

derecho tomano,
del· que afirma fue
«la
segunda Biblia de la Refotma», en la formación intelectual de
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INFORMACION · BIBLIOGRAFICA
los fundadores del protestantismo y en sus · daboraciones doc­
trinales. «El
derecho romano,
en lugar de
ser perpetuado
por
la
Iglesia católica, lo fue por la Reforma, hasta el punto de cons­
tituir su única verdadera unidad social, tanto en
el casaropapis­
mo

como en
el individualismo.
Esas dos vertientes, pública y
privada, del derecho imperial romano, que rechaza por
igual la
tradición católica» (pág. 61 ).
Peyrefitte desvela
el fondo

de
su· pensamiento

-que no es,
en realidad, más que una reedición de
la vieja teoría de Weber
y Siegfried- cuando afirma que se produjo en Occidente una
bifurcación decisiva a lo largo del siglo
XVI. La rigidez y el cen­
tralismo triunfaron definitivamente en la Iglesia a partir de Tren­ to, mientras
el protestantismo

propiciaba «la
eliminación paula­
tina

de
la autoridad cesarista y la liberación de energías emanci­
padoras». De
ahí -afirma Peyrefitte, fascinado por la trayecto­
ria de la burguesía anglosajona-
et· dinamisfuo de las socieda­
des protestantes de la modernidad y el estancamiento parale­ lo de las que perseveraron en la órbita de la Iglesia católica
(3 ).
Dumont pone de nuevo las cosas en su sitio y, con los datos
en la mano, atribuye a cada cual lo suyo. ¿Liberación emanci­ padora del protestantismo? Ciertamente, pero de un individua­
lismo egoísta y feroz que benefició a los príncipes alemanes, a
los
squires ingleses y a los colonos puritanos de Norteamérica.
La Reforma les permitió, eri cada caso, eliminar de golpe las tra­
bas teóricas e institucionales que la Iglesia había acumulado en
favor de las colectividades campesinas, o considerar a los indios
como demonios que osaban enfrentarse a los «predestinados» de
Dios. Liberación de energías, sí, pero para sumir al campesinado en una· servidumbre despiadada, que completó la desamortiza­
ción de los bienes de la Iglesia ampliamente volcada hacia la
beneficencia, o exterminar sin compaSión, con la- satisfacción iri­
cluso del deber cumplido que aplaudía uria «teología del exter­
minio»· innovadora, a los -·indios norteamerií:anos. Un dinamismo
expansivo que se tradujo en «raptos», desVergOnzados cuyos

«be­
néficos» efectos se han terminado en la actualidad, cuando los
depredadores han agotado
el filón.
Peyrefitte

pretende, finalmente, que la flecha proyectada por
la Reforma dio en
el blanco,

al contrario
qúe la
emitida por el
arco de la
Contrarreforrua. Dumont

demuestra lo contrario y
cierra el capítulo con páginas brillantes (págs. 82-109) que son
(3) Dumont ha dedicado a la comparación entre las instituciones de
los países protestas
y las de los países católicos su estudio .Erreurs sur le
Mal francais ou le trompe l'oeuil de M. Peyre/itte, Ginebra-París, 19779.
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un balance comparativo del devenir socio-político hasta la ac­
rualídad del
mundo protestante
y del católico. El libre examen
condujo, en una evolución que es compleja pero perfectamente
inteligible, desde el feroz individualismo económico, que depau­
peró a

amplios sectores de la sociedad europea, hasta el totalita­
rismo de Marx
y del nacionalsocialismo. El tema es couocido,
pero el análisis de Dumont, gráfico
y sugestivo, mantiene el alto
grado de originalidad que caracteriza al libro en su conjunto. En
contra_ste con esa trayectoria, la Iglesia supo conservar, en las
sociedades que siguieron fieles a su magisterio, unas formas so­
ciales abiertas a los menesterosos {Dumont insiste especialmente
en el caso español)
y vivo el principio de subsidiariedad opuesto
al dinamismo

absorbente del estatismo moderno.
3. Cristiw;iismo, justicia y cultura en la América española.
En el tercer capítulo Dumont analiza con detenimiento las
líneas maestras de la acción conjunta de
la Iglesia y de España
en el continente americano. Un trabajo sólido que, en su con­
junto, constituye un alegato magnífico, ejemplar por la calidad
de la documentación aducida, del quehacer
cultural y

religioso
de España en América, destinado a refutar la idea, hoy en apa­
riencia consagrada, de que su acción, secundada por las más
altas jerarquías de la Iglesia, se redujo a la implantación, allende
el Atlántico, de un sistema despiadado de explotación y extermi­
nio de las colectividades amerindias. Su argumentación se mue­
ve en un triple plano: institucional, religioso y
cultural.
l.º Se adentra Dumont en el polémico asunto con precisio­
nes atinadas sobre un problema institucional básico, el de la en­
comienda. Apoyándose en las conclusiones de los mejores espe­
cialistas -Silvio Zabala sobre todo- y en indagaciones realiza­
das por él en el Archivo de Indias, que conoce bien, demuestra
que no fue la encomienda, como se ha pretendido, un mecanis­
mo de expropiación del indio sino la trasposición a América de
los «señoríos
puramente jurisdiccionales»

del siglo
xvr, es
decir.
de una fórmula de señorío más benigna que la existente enton­
ces
ert muchas

regiones de España y de Europa, y que tuvo por
contrapartida una efectiva protección y evangelización de los in­
dios cuya custodia quedaba a cargo de los encomenderos. El es­
quema inicial, apropiado para las necesidades de
la colonización
y de la acción cristianizadora, no
solamente no

se degradó con el
paso del tiempo sino que mejoró en beneficio de los indios, gra­
cias a la acción eficaz de la justicia española, hasta el punto de
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
que, en muchas ocasiones, las encomiendas terminaron siendo an­
tieconómicas para sus titulares.
Y de la encomienda pasa Dumont a la administración de
justicia. Los indios nunca quedaron abandonados a su suerte
como avala una documentación judicial cuantiosa, reflejo de la atención constante
y solícita que audiencias y oidores prestaban
a las quejas de los indios, aun de los más humildes. La protec­
ción del indio -la «lucha española por la justicia», de Lewis
Hanke--- «no fue un epifenómeno como insinúan muchas histo­ rias de a Iglesia recientes: fue una política sistemática que co­
menzó a aplicarse con anterioridad al testamento de Isabel la Católica ... , y fue el resultado de un esfuerzo colectivo de todos
los españoles responsables» (pág. 122).
La esclavitud del indio pudo imponerse, pero no de forma
oficial y sólo al principio, en
las Antillas, como resultado de la
acción de Colón -un no eSpa:ñ.ol-«que se movía en una men­
talidad plenamente esclavista» (T. de Azcona). A lo largo de tres
siglos la acción de reyes
y gobernadores españoles fue inequí­
voca
y, en buena medida, a pesar de las dificultades del espacio,
eficaz. «Quien ha leído algunos millares de los cientos de miles
de páginas de la documentación directa, militar, jurídica, religio­ sa, etc., sobre la conquista
y la primera colonización, le llama
la atención el poco lugar que ocupan las exacciones frente a las realidades
pacíficas» (pág.

137). Es un hecho que «sólo en el
xrx comenzó
la verdadera servidumbre, impuesta al pueblo indio
por la confiscación de sus tierras en beneficio de los propieta­
rios de haciendas». Y ese proceso fue, precisamente, paralelo a
la independencia, a la liberación de los criollos del control tra­
dicional ejercido por los reyes, y al desmantelamiento -con el
desarrdllo del laicismo, apoyado por
el protestantismo norteame­
ricano--- de los medios de acción de la Iglesia, inspiradora tra­
dicional de la antigua dilección legal hacia los indios. 2.º En el terreno de la evangelización, Dumont desmonta
los argumentos de quienes pretenden que los misioneros espa­
ñoles impusieron a los indios una religión extraña e inadecuada a sus exigencias espirituales. Ocurrió justo lo contrario: los indios
acogieron con gusto
la religión salvífica de los conquistadores,
entre otras razones porque no existía una adhesión colectiva· y
sincera hacia las religiones precolombinas. Es un hecho demos­
trado
el origen neolítico de sus creencias tradicionales vivas sólo
en las minorías gobernantes y sin arraigo popular. Una actitud
de insolidaridad que se extendió, en realidad, al proceso material de la conquista española: fueron los propios indios quienes apo-
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
yaron en masa, deseosos de liberarse de la tutela de sus seño.
res,
a los conquistadores. El historiador mexicano Chavero lo
indicó hace años: «en
realidad, no fue un

grupo de soldados
europeos quien llevó a cabo la conquista sino los propios indios»
(pág. 140). Las culturas locales, aun las reputadas más vigoro·
sas (azteca e incáica), se derrumbaron con rapidez prodigiosa
y,
con ellas, todas las antiguas creencias ..
La adhesión de los indios al cristianismo fue «masiva y apa­
sionada» como lo demuestran numerosos textos que hablan de
las dificultades de los misioneros para
bautizar adecuadamente
a los innumerables aspirantes. Los misioneros se vieron rodea­
dos enseguida de una nube de colaboradores indígenas que apren·
dían el catecismo con empeño
y se dedicaban a predicarlo entre
sus hermanos. «Se evangelizaron ellos mismos» concluye
Di,.
mont, después de estudiar con detenimiento los mecanismos del
proceso de evangelización en la América latina (págs.
141.160).
Dumont

refuta, finalmente, la tesis absurda de Soustelle y
de Lafaye (
4 ), según la cual el fervor guadalupano sería una ma­
nifestación encubierta del culto tradicional a la diosa Cihuacoalt­
Tonantzin. Pone de manifiesto la ortodoxia del fervor mariano
en América y
reconoce · en él· el testimonio vivo de un «irradia­
ción milagrosa» que engendró comunidades cristianas ejemplares
y verdaderas «edades de oro»
del catolicismo en ciertas regiones.
· 3.º

En el orden cultural, Dumont desarrolla la misma idea.
Nada de' «agresiones culturales» como han pretendido ciertos
historiadores. Es perfectamente inexacto que
sólo Bartolomé

de
las Casas reconociera la existencia de una civilización indígena
digna de respeto
y de estudio. Fueron. muchos los españoles que
hicieron gala de una actitud abierta y comprensiva hacia el pa­ trimonio cultural
de· los

indios. Maudslay lo
observó hace
años:
«Quien estudia con atención los escritos de los españoles en­
cuentra amplias informaciones sobre ese tema». Fruto de esa ac­ titud fue una simbiosis cultural ejemplar en la que Toynbee -en
La religi6n vista por un historiador (1953)--detectó el modelo
de la
fusión afortunada

de dos civilizaciones.
Confirmación de
ello es un arte magnífico, qué hermana elementos europeos e in­
dígenas; un arte alegre, colorístico, expresión viva de un men­
saje admirable de liberación espiritual. sentida colectivamente.
«Es evidente que
el progreso de la humanidad y de los pueblos,
lo mismo que el de cada hombre individual
y el del propio cris-
(4) J. · Soustelle, L'Univers des Azti!ques; J. Lafaye, Quetzalcoatl et
Guadalupe,
París, 1974.
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
uarusmo, sólo puede hacerse mediante aculturaciones sucesivas.
Pues bien
---<:oncluye Dumont-,
si existe un ejemplo de acultu­
ración conseguida, ricamente positiva, respetuosa con el testa­
mento original de los 'aculturados' es, sin duda, el de la con­
quista espiritual de
América, especialmente
de
México» (pági­
na

138). Sigue un
análisis cuidado ---<:0n recurso

a una selecta biblio­
grafía (Menéndez Pida!,
Américo Castro,

Avelle-Arce, Ricard,
Chaunu, Bataillon,
Pérez de

Tudela, etc.)-- de la obra y figura
del padre Las Casas. Su obra «no es histórica» (Ricard) porque
fue el fruto de un desdoblamiento de personalidad de carácter
paranoico (M. Pida!) o de un «sentimiento de autovaloración»
desmedido (P.
de Tudela). Los casos de evangelización puramen­
te lascasiana (los ensayos del propio Las Casas en Chiapas-Gua­
temala o el emprendido en Florida-Georgia) fueron un rotundo fracaso.
Allí donde no hubo protección directa de los españoles
los intentos misioneros
terminaron en
el martirio por obra de
colectividades no cristianizadas (C. Bayle).
De hecho, esa pre­
.senda
y

la acción protectora eran indispensables: «fueron el cho­
que que permitió a los indios liberarse de su tradición de des­
potismo sanguinario» (pág. 131).
Dumont detecta, con acierto, el error fundamental de Bar­
tolomé de las Casas. Por debajo de los hechos subyace en su
obra un enfoque apriorístico. Su planteamiento no es, como
él
pretendía, de orden religioso, porque sus tesis «fueron las del antiimperialismo de ayer y de hoy». Las Casas olvidó que Cristo
se había

negado a avalar a los zelotes y que la Iglesia no ha
ce­
sado. en todos los tiempos de aprobar la acción de conquistado­
res y fundadores de imperios: «El error de Las Casas es grave
cristianamente. Se negó a dar al César, un César escrupulosa­
mente cristiano, lo que es del César, en nombre de lo que es de
Dios. Y, por vía de consecuencia 'lógica', ha denunciado por sis­ tema, llegando al extremo de la injusticia, al centurión que se
llamaba conquistador y al publicano que se llamaba encomendero». El fenómeno Las Casas ofrece, sin embargo, un aspecto posi­
tivo que revela el carácter fundamental y sistemático de la po­
lítica española de protección a los indios. La Corte le concedió
amplia beligerancia y sus indicaciones y recomendaciones
sirvie­
ron

de inspiración a las Leyes Nuevas.
Es más, repetidamente,
en

los siglos
XVI y XVII la Corte española se opuso a la publi­
cación de escritos importantes y documentos que criticaban o
aniquilaban las tesis del célebre dominico (5).
(5) Dumont dedica una extensa nota crítica (págs. 165 y sigs.) al libro
719
Fundaci\363n Speiro

INFORMACION BIBUOGRAFICA
Nada más aberrante que imputar a los españoles la éonsuma­
ción
de
un genocidio
en. América,
como han pretendido los ar­
tífices de
la Leyenda Negra. «Porque si genocidio quiere decir
matanza de una raza,
la América española es precisamente la
única
de las Américas donde, hoy todavía, la raza india y sus
mestizos constituyen
la inmensa mayoría
de la población» (pá­
gina 135). Tal acusación no se tiene de pie: es una infamia,
fruto del complejo de culpabilidad de quienes sí fueron respon­ sables. del exterminio sistemático de los indígenas norteamérica,
nos. Nunca fue la América española una colonia de poblamien­to como lo fue la anglosajona, donde los indios fueron aniquila­
dos. De
ahí también -prueba última, de carácter negativo, que
aduce Dumont-
el retraso económico de Hispanoamérica: por­
que «la América española no ha estado animada en su economía
rural más que por la capacidad india»
y, el indio, «por conmo­
vedor que resulte para un corazón cristiano y por rico que se
muestre en valores desinteresados, encarna lo contrario de la
eficacia económica» (pág. 121).
4. Tolerancia católica e Inquisición.
Ningún tema ha sido más útil a los polemistas anticatólicos
que
el de la Inquisición y en ninguno los enemigos de la Iglesia
han conseguido un éxito más rotundo. El célebre tribunal ha
sido y sigue siendo -observa Dumont- «una causa de sor­
presa y sufrimiento» permanente para los católicos, víctimas a
través de los medios de comunicación más variados de un bom­
bardeo dialéctico multisecular que supone
la más total «denega'
ción

de justicia a
la Iglesia y a los cristianos». Dumont dedica
dos capítulos, ricos en contenido, con un total de más de 130
páginas, al estudio de su histotia, que replantea desde puntos
de vista innovadores, mucho _más acordes con las exigencias de
la objetividad histórica que los consagrados por la visión tra­
-dicional, perfectamente

estereotipada y dogmática.
Prestaremos
atención

especial al segundo, dedicado en su integridad a la
In­
quisición espafíola. En
el primero de ellos dedica Duniont largo espacio al es­
tudio

de
la supuesta intolerancia de la Iglesia, que ha servido
de telón de fondo a la argumentación antilnquisitotiaL Revisa
reciente del P. Ph. Andté-Vincent, Bartolomé de Las Casas, París, 1980.
Se trata de una reivindicaci6n erudita y bien documentada dd Padre Las
Casas que resulta, sin embargo, en su conjunto, parcial e injusta porque
ignora la verdad histórica de la acción española en América.
720
Fundaci\363n Speiro

INFORMACION BIBLIOGRAFICA
la historia de la Iglesia desde su primer milenio, concediendo es­pecial atención al ejemplo de la España medieval ( «la más per­fecta civilización de la tolerancia que pueda imaginarse») que
conoce a fondo,
y concluye afirmando que «hay pocas institu­
ciones que se hayan mantenido como la Iglesia, casi totalmente
indemnes de intolerancia durante más de un milenio, no pudién­
dose afirmar lo mismo
de las tres civilizaciones de las que fue
contemporánea: el judaísmo, el Imperio Romano
y el Islam»
(pág. 178).
La Inquisición no fue un fruto de la intolerancia sino, por
el contrario, de sociedades caracterizadas por su espíritu de aper­ tura
y su voluntad de asimilación. Y formula una observación
paradójica sólo en apariencia: «Fue precisamente en los países
mediterráneos (Castilla, Aragón, Occitania e Italia) donde flo­
reció más

que en
ningún otro sitio la tolerancia y la fraternidad
interreligiosa e interracial, donde nacería la Inquisición en tres
oleadas suoesivas». La explicación de un hecho semejante, fun­ damental, sólo puede obtenerse si se superan ciertos criterios
de interpretación que son antihistóricos. Toda sociedad, ayer
como hoy, tiende a defenderse creando los anticuerpos necesa­
rios, cuando aparecen en su seno antígenos nocivos que ponen
en peligro su equilibrio interno. Las sociedades del Mediterrá­
neo occidental, más variadas y abiertas que las del resto de Euro­
pa, establecieron la Inquisición sólo en situaciones de peligro
extremo y con
el fin, precisamente, de salvaguardar el equili­
brio delicado y fecundo, base de su tolerancia tradicional, que
les había servido de fundamento.
«La Inquisición fue sustancial­
mente un fenómeno de sociedad y no un fenómeno. de Iglesia».
Surgió para resgnardar un patrimonio consolidado durante si­
glos e impedir que doctrinas y actitudes alienígenas lo dilapidasen.
En las páginas siguientes analiza las circunstancias fundacio­
nales de la Inquisición de Languedoc y
el espíritu que animó
el despliegne de sus actividades. Considera el ambiente cultural
y moral de Occitania en los siglos XI y XI~, tolerante hasta la
relejación,
y la aparición en su seno de una corriente anticleri­
cal inédita en Occidente.
Allí pudo
proliferar un antígeno peli­
grosísimo -la aberracióo. de los cátaros o
albigenses---, que

«in­
corporaba al cristianismo el viejo dualismo iranio
y lo llevaba
a su extremo», Estudia con detalle el fondo doctrinal de la he­
rejía albigenista
y pone de manifiesto sus funestas consecuencias
en los órdenes social
y religioso. Propugnaba, de hecho -so
capa

de un puritanismo extremo, accesible sólo a una minoría
de
elegidos---, una

«moral de dos niveles»; una ética conducente
721
Fundaci\363n Speiro

INFORM.ACION BIBLIOGRAFICA
a que «unos pocos fueran ángeles (los puros o perfectos) y la
mayoría bestias», una moral licenciosa y opuesta al matrimonio
que conducía, en última instancia, a un verdadero autogenocidio.
La Iglesia detectó enseguida la gravedad del peligro pero
no modificó durante más de un siglo su actitud de tolerancia tra­
dicional, al contrario que los reyes de Inglaterra,
Francia y

Ale­
mania que liquidaron por su cuenta, con rapidez
y eficacia, a los
cáraros de sus respectivos territorios. Una política de benevo­
lencia que

no dio ningún resultado: «Cáncer profundo
y gene­
ral, el cararismo permanece lejos del alcance de los tratamientos
locales basados en la sola medicina espiritual, por muy pura y
bien administrada que fuera».
. .
De

esta lección nacieron, en el siglo
XII~, la Cruzada y; des­
pués, la Inquisición. En 1209, tras. el asesinato del legado pon­
tificio Pedro de Castelnau, el Papa
autorizó la

organización de
una Cruzada que dirigió Simón Monfort. Los cruzados se limi­
taron a «romper el resorte de la ayuda cómplice que prestaban
los poderes señoriales del Languedoc a la opresión de los. cáta­
ros», pero no consiguieron erradicar la herejía. Finalmente, en 1233, después de otros intentos de predica­
ción fallidos, Gregorio IX encomendó a franciscanos y domini­
cos la organización de un sólido aparato inquisitorial,
especiali­
zado y eficaz. Dumont estudia su espíritu, sus métodos de ac­
ci611, sus
prácticas judiciales y penales, el ambiente en que se
desarrollaron sus actividades,
y demuestra que los procedimientos
de la Inquisición languedocina fueron rigurosos
y ecuánimes y
que las penas impuestas se caracterizaron, en general, por su
moderación. La tortura fue raramente utilizada
y las condenas
a muerte fueron pocas. En muchos casos los inquisidores dulcifi­
caban o anulaban con amnistías las penas temporales impuestas
por el tribunal. Conclusiones que son, en conjunto, similares a
la.s que seguirán a su análisis de la Inquisición española.
Los tribunales inquisitoriales --observa Dumont- no res­
pondieron a una teoría rígida de carácter universal, que nunca fue emitida por la Iglesia; se caracterizaron, al contrario, por la
flexibilidad
y variedad de sus métodos, adaptados a las circuns­
tancias de

cada lugar
y ocasión .. Fueron fruto de «la experiencia
nacida de necesidades sociales concretas y particulares, no de
una teoría eclesiástica». Destaca Dumont, especialmente, la vo­
luntad y el programa concreto de predicaciones que iba
unido,
en

el
espíritu y en la práctica, a la actividad de los inquisidores.
Aspecto positivo, en consonancia con
el espíritu de las órde­
nes

responsables de su organización, sin
el cual n9 es posible
722
Fundaci\363n Speiro

INFORMACION BIBLIOGRAFICA
entender el funcionamiento y los éxitos -que fueron rotun­
dos- de la Inquisición
del. Languedoc.
«Si la Inquisición va a
ganar
tan completamente la batalla fue por esta faceta positiva,
tanto o más que por la represión. La Inquisición fue también
muestra de un alto espíritu
de renovación cristiana» (pág. 210 ).
Un análisis meditado y un balance favorable que Dumont no
extiende, sin embargo, a las prácticas inquisitoriales que se des­ arrollaron en Francia a partir del siglo
XIV, cuando ya la Iglesia
había perdido el control de la institución en beneficio de las
autoridades laicas, que hicieron de
ella un peligroso instrumento,
utilizando sin prudencia y con crueldad en causas discutibles o
inconfesables. Injustificables fueron, en efecto, las persecucio­
nes virulentas, que causaron miles de víctimas, contra valdenses
y «espirituales» de inspiración franciscana -peligrosos, sí, pero
que nunca fueron una perversión fundamental-, contra el Tem­
ple y contra Juana de Arco, o las emprendidas contra las brujas
hasta los albores de la Edad Contemporánea.
La Iglesia no fue
culpable directa de aquellas matanzas. pero es cierto, reconoce
Dumont, que, al menos, debió suprimir a tiempo, y no lo hizo,
una institución que había perdido en Francia su primitiva pureza. El capítulo consagrado a la Inquisición española es, tal vez,
lo mejor de todo el libro. Dumcint, que,
.anuncia la

publicación
inminente de un
volUJllen completo

sobre el tema, nos ofrece
de momento una síntesis brillante sobre las características y el
funcionamiento del vilipendiado tribunal, en un estudio suges­
tivo que trasciende a la propia Inquisición, que la inserta en su
contexto histórico y, por ese camino, traza un retablo de la
so­
ciedad

y cultura españolas de su
época. Un

trabajo con más de
setenta páginas, original
y erudito, cuya consulta será indispensa­
ble para quienes deseen conocer la verdad sobre la Inquisición
española, más
allá de los trabajos recientes de vulgarización. me­
diocres

y todavía apasionados, de Kamen o Bennassar ( 6 ).
Dumont nos introduce en el teina con esta afirmación: «La
Inquisición española, no hay otro tema sobre el cual la. pasión
polémica, nacida de enfrentamientos nacionales; confesionales e
ideológicos, haya quitado la palabra de forma tan completa al
verdadero testigo:
la historia» (pág. 343). Los propios católicos
-bombardeados por la polémica antiinquisitorial sucesivamente
protestante, ilustrada, revolucionaria, anticlerical
y liberal- sien­
ten, al considerarlo, una vergüenza
y una indignación invencibles.
(6) H. Kamen, The spanish inquisition, Londres, 1965, y B. Bennas­
sar y colaboradores, Vlnquision espagnole, XV6-XIX6 sitcle, París, 1979.
Hay traducción de ambas obras al castellano (edit. Grijalbo).
723
Fundaci\363n Speiro

INFORMACION BIBLIOGRAFICA
Se ha formado en torno a la Inquisición española una «leyenda
negra» que no fue otra cosa -en pluma de P. Chaunu- que «el arma
cínica de

una guerra psicológica», cuyo triunfo ha sido
completo. Han aparecido, por fortuna, en tiempos recientes, es­ tudios y juicios más ponderados sobre el tema (Braudel, Polia­
kov, Bataillon, Schafer; el propio Américo Castro; etc.). Se echa­
ba en falta, sin embargo, un ensayo vindicativo que lo abarcase en conjunto. Empresa atrevida que Dumont aborda con un co­
nocimiento perfecto de la bibliografía y el cotejo generoso
y se­
guro de las fuentes originales. En primer lugar, una cuestión global de responsabilidades.
No han faltado católicos que, animados por el intento apologé­ tico mal orientado de
J. De Maistre, han querido disculpar a la
Iglesia haciendo de la monarquía española el responsable único del
Santo Oficio. Una versión de los hechos injusta y perfectamente inexacta -afirma Dumont- puesto que la Iglesia estuvo implica­
da hasta
el fondo en el asunto: la implantación del tribunal en
1478; su exención del recurso a Roma a partir de 1494,
el nombra­
miento de Torquemada como Inquisidor de Castilla ( 1842) y de Aragón ( 184 3), fueron resultado de la aplicación de sucesi­
vas bulas pontificias emitidas por Sixto IV y Alejandro VI. Y
Dumont formula una idea que va a reaparecer a lo largo de todo su estudio: la Inquisición española no fue una empresa priva­tiva de las altas jerarquías del reino o de la Iglesia, sino que
contó con la aprobación
y el apoyo decidido de todos los esta­
mentos representativos, eclesiásticos
y civiles, de la sociedad
española. La orden de los dominicos, los franciscanos
y los je­
suitas, innumerables obispos, la élite de muchas ciudades espa­
ñolas
y figuras destacadas de las letras como Lope y Calderón
colaboraron activamente ·con ella o dieron muestras inequívocas
de su solidaridad. La Inquisición española fue, en síntesis, un
fenómeno de gran alcance social
y en su quehacer estuvieron
comprometidos lo mejor de
la sociedad española y el pueblo en ge­
neral, que asistió fervoroso
y en masa a los célebres autos de fe.
Dumont analiza con detenimiento las circunstancias especia­
les que explican
la instauración de la Inquisición en España.
Recuerda el ambiente de tolerancia y convivencia interracial e
interconfesional que había caracterizado a la España medieval.
De los contactos entre judíos y cristianos había nacido una im­
portante «España conversa», en un proceso original que no fue
posible en las restantes sociedades europeas -Francia e Ingla­ terra por ejemplo-, de donde los judíos fueron expulsados
oficialmente durante los siglos
XIII y XIV. Un fenómeno de asimi-
724
Fundaci\363n Speiro

INFORMACION BIBLIOGRAFICA
]ación y conversión voluntaria y masiva del pueblo judío que
no ha tenido paragón en la historia.
Pues bien, la Inquisición española nació no para destruir,
sino para garantizar la supervivencia de los judeoconversos en
las horas, dramáticas para ellos, del final de la Edad Media.
Ocurrió en efecto, desde fines del siglo xrv y a lo largo del xv,
que la convivencia ejemplar mantenida hasta entonces entre ju­
díos, conversos y cristianos viejos se deterioró gravemente. Es
un hecho que los judeoconversos conservaron una personalidad
propia bien definida y gozaron de un poder económico y político
que no se hallaba en consonancia con su importancia numérica.
Se mostraban altivos y favorecían a sus hermanos de sangre, los
judíos no bautizados. Braudel, por ejemplo, ha reconocido que
sus excesos e imprudencias
fueron un

hecho cierto. Todo ello
provocó el recelo creciente de los cristianos viejos que se sin­ tieron amenazados. Comenzó
a circular

la sospecha, no siempre
infundada, de que en los ambientes conversos se desarrollaban prácticas judaizantes contrarias a la
fe. La animadversión popular
se tradujo en repetidas algaradas y matanzas de judíos, a veces
muy sangrientas. Persecuciones espontáneas y anárquicas que en­
gendraron una dinámica fatal: las conversiones se multiplica­
ron y esta vez menudearon las .insinceras.
Fueron los propios conversos, vinculados de corazón a su nueva
fe en muchos casos y temerosos siempre de las reacciones de los
cristianos viejos, quienes solicitaron un control prudente del «peli­
gro judaizante» que garantizase la seguridad de los inocentes. Es significativo que los principales polemistas antijudíos fueran ellos
mismos, judíos conversos (por ejemplo, el obispo de Burgos, Pablo
de Santa María, antiguo Rabino Salomón Haleví, Jerónimo de
San­
ta

Fe, Pedro de la Caballería, Alonso de Espina, etc.). La
In­
quisición aparecería a sus ojos como u:na solución eficaz: una
institución prestigiosa que castigaría las conversiones insinceras
y sería garante de las auténticas. La represión, bien dosificada,
conduciría a la asimilación, eliminando dobleces, dudas y res­
quemores infundados. «La Inquisición española -observa
Du­
mont-, nacida como remedio a una peligrosa fiebre sobrevenida
en
el proceso nacional de tolerancia y cristianización fue, en
cierto modo, hija de éstas, y aseguró el éxito definitivo de ese
proceso en lo que podía ser salvado: la cristianización» (pág. 352).
En 1478 los Reyes Católicos solicitaron y obtuvieron del
Papa, renovando una petición similar formulada por Enrique IV
en 1461, la autorización de establecer una Inquisición que sería
real y cuya dirección fue encomendada precisamente a conversos
725
Fundaci\363n Speiro

INFORMACION BIBLIOGRAFICA
sinceros o miembros de familias de conversos: así, el inquisidor
general Torquemada o, en la Secretaría de Estado encargada de
la Inquisición,
el converso Pérez de Almazán.
Que la Inquisición española respondía a una voluntad de
persuasión lo demuestra que los Reyes Católicos esperaron dos años antes de
implantar el tribunal ( 1478-1480), y los dedicaron
a una intensa
cam¡:,aña de
predicaciones a cargo de diversas
órdenes religiosas. Sólo ante la obstinación
de los «judaizantes,.
establecieron

el tribunal, primero en Sevilla y después en otras
ciudades. También respondía su implantación a una voluntad de
reconciliación y asimilación: entre 1495 y 1497 dispusieron los
reyes la habilitación de los condenados durante los quince años
anteriores, que fueron
admitidos a

reconciliación mediante
el
pago de una pequeña tasa, y · autorizados para el ejercicio pro­
fesional y público.
Es una completa falsedad que los conversos hayan sido eli­
minados por las prácticas inquisitoriales como pretenden Kamen
y Bennassar. Dumont pone
de relieve que no sólo sobrevivieron
en su
mayoría, sino

que fueron muchas las familias de conver­
sos que conservaron intactos su· fortuna y su poder, incluso en
el seno de la propia Inquisición, a lo largo de los siglos xvr y XVII.
Era, además, cosa conocida en Europa: Dumont cita textos in­
teresantes de Erasmo, Rabelais y el Elector de Sajonia, donde
manifiestan su escándalo por esa importancia de los judíos en
la sociedad española (págs. 356-7 ).
·
Desde el punto de vista de los conversos la maniobra fue
un verdadero éxito, con repercusiones de gran relieve en la his­
toria espiritual de Occidente: «Cualitativamente la evidencia es
tan neta como cauntitativamente: nunca 1os conversos han sido
más brillantes en España que bajo la Inquisición. La asimilación,
la síntesis que ésta
ha realizado en profundidad, ha producido
este resultado decisivo en
la· historia
de Europa: el genio con­
verso español ha sido, frente a
la Reforma, el modelo de cato­
licismo, su fuerza
de resistencia . y conquista» (pág. 357). De
origen converso fueron muchos de los promotores más decidi­
dos y eficaces
de la Contrarreforma católica: varios Inquisido­
res Generales,
Santa Teresa,
Luis Vives, Francisco Vitora, Fray
Luis de León, Juan de Avila, Diego Laínez, el sucesor
de San Ig­
nacio a
la cabeza de los jesuitas y gran animador de Tren to, y
un interminable etcétera de jesuitas y religiosos: «Los católicos
no pueden
menos de

reconocer su deuda
hacia ese
éxito,
único
en el mundo, que hiw de los judíos conversos españoles el co-
726
Fundaci\363n Speiro

INFORMACION BIBLIOGRAFICA
razón de la renovación espiritual de la . Iglesia. A cualquier es­
píritu objetivo este éxito le parece un gran hecho de civilización». Por otra parte, Dumont explica que la expulsión de los judíos
no conversos en 1492 no fue en modo alguno obra de la Inqui­ sición. Las leyendas recogidas por Llorente y sus sucesores, que
hablan de una intervención espectácular y decisiva de Torque­
mada en aquel asunto, carecen de cualquier fundamento. La deci­
sión fue una decisión de Estado, de los Reyes Católicos, que se
atuvieron a los informes no sólo de los inquisidores, sino de Otros
muchos sectores eclesiásticos y laicos. Además, el decreto de
expulsión no afectó, en el peor de los casos, a más de cien
mil
individuos ( cifras de Suárez Fernández, el mejor conocedor del
tema), de los cuales una parte regresó en los años siguientes.
Cifra, pues, relativamente exigua si se piensa que, desde el co­
razón de la Edad Media hasta el reinado de Carlos V, fueron
más de cuatrocientos
mil los judíos convertidos, es decir, la
mayoría
de la comunidad judía española. «Este hecho mayori­
tario y esta proporción no deben ser olvidados nunca si se quiere
captar en sus auténticas proporciones la empresa de asimilación
confiada a
la Inquisición. Tanto más cuanto la mayor parte de
los conversos pertenecían a
la élite económica, administrativa y
cultural, donde los ex-judíos competían, en igualdad de condicio­
nes, con los cristianos viejos.
El éxito

cultural y religioso de
la
Inquisición fue así una simbiosis verdaderamente birracial, asi­
milación de
la casi totalidad de la población judía, en un es­
fuerzo paritario al nivel de
la élite» (pág. 360).
Dumont estudia con detenimiento el funcionamiento de
la
Inquisición, sus prácticas judiciales y penales. En primer tér­
mino
la cuestión espinosa del número de víctimas. Las cifras
enormes de Llorente o de
Lea, que hablan de trescientos mil
procesos y más de treinta mil quemados entre los siglos xv y
XIX se fundan en estimaciones fantásticas; desprovistas de base.
Un balance global no es posible de momento,
pero los estudios
sólidos de Schiifer, Alfonso Junco, López
Martínez, Tarsicio
de
Azcona o G. Henningsen obligan a reducir considerablemente
su importancia numérica. El danés Hennigsen, por ejemplo,
afir­
ma que entre 1560 y 1700 hubo sólo qninientas condenas capi­
tales, y T. de Azcona reconoce que los ajusticiados
duránte el
reinado

de Isabel,· que fue el período más riguroso de la acción del
tribunal, no pasaron de unos pocos centenares. Cifras que des­
baratan lás estimaciones

tradicionales y cuyo significado «telas
tivo» se acentúa si se comparan con-las víctimas del fanatismo
religioso en la Europa de los siglos XVI y xvrr. En cualquiera
727
Fundaci\363n Speiro

INFORMACION BIBLIOGRAFICA
de los grandes países europeos la represión laica, protestante o
católica, causó un número muy superior de víctimas. Por otra
parte es evidente que las víctimas de la Inquisición española fueron menos de las que
habrían ocasionado
las matanzas espon­
táneas de conversos, frenadas en seco por el tribunal: piénsese
en el caso de Portugal, donde sólo en Lisboa, y en
1506, fue­
ron asesinados dos mil conversos, y muchos más en los años si­
guientes.
A continuación
las instituciones y sus protagonistas. Y aquí
también Dumont liquida leyendas tenaces que todavía campean en manuales y trabajos de divulgación. Entre otras fuentes de
primera mano
utiliza las

«Instrucciones» de Torquemada y Val­
dés, que muchos especialistas conocen sólo de referencia.
Dumont desecha la imagen tétrica de unos inquisidores fa­
náticos y desaprensivos. Su calidad personal
era elevada

y su
nivel cultural muy notable. Eran «elegidos entre los miembros más cultivados de ese
clero abierto

y frecuentemente solidario
del pueblo por la humildad de su origen; de lo que el pueblo
tenía conciencia ...
» (pág.
39 3 ). Procedían de las mejores univer­
sidades, especialmente de Salamanca, y su cargo; objeto de ge­
neral respeto,
era eslabón

importante en un
cursus honorum ecle­
siástico que Uevaba a las más altas y prestigiosas dignidades. T
am­
bién

estudia con detenimiento la figura de los
familiares de la
Inquisición, asimilados con frecuencia a un aparato policíaco de
espías sin escrúpulos. La realidad era muy otra: su nombramien­
to era público y conocido, otorgado mediante diplomas oficiales
y participaban visiblemente en los autos de
fe. No eran oscu­
ros.
sayones sino miembros, en su mayor parte, de la nobleza y
de la élite de cada ciudad (pág. 368 ). Otro tema polémico es
el de las denuncias anónimas que da­
ban pie al comienzo de un proceso. Dumont desmenuza el me­ canismo de los procedimientos inquisitoriales y concluye que era
meditado, esctupuloso, destinado a recoger
el mayor número de
informaciones y a excluit cualquier posibilidad de
error. Las
proposiciones

extraídas de las declaraciones de los testigos eran
sometidas a una comisión de
calificadore~. teólogos bien informa­
dos
y no inquisidores. Esa .y otras muchas cautelas se tomaban
antes de que los inquisidores pudieran proceder a la detención del acusado. Concluye Dumont; «el inquisidor tenía una liber­
tad de acción
inferior con

mucho a la de nuestros actuales jue­
ces de insttucción»; además,
añade, «nuestros

jueces de instruc­
cién están lejos de actuar q>n la benignidad habitual en los in­
quisidores españoles» qnienes, por ejemplo, aceptaban con gran
728
Fundaci\363n Speiro

INFORMACION BIBLIOGRAFICA
liberalidad numerosas recusaciones de testigos que pudieran ser en algo sospechosos de parcialidad» (págs. 370 y sigs.). Y
re­
cuerda

que, después de proclamar el
edicto de fe~ que anuncia­
ba el comienzo de las investigaciones inquisitoriales, se concedía
un
plazo de treiota o

cuarenta días
--el tiempo de gracia-du­
rante el cual los culpables podían denunciarse a sí mismos y eran
tratados con

gran benignidad, castigados sólo con penitencias
y
sin que sus bienes pudieran ser objeto de confiscación. Trato este
de favor, debido a
la voluntad de los Reyes Católicos, que con­
trasta con situaciones similares en el resto de Europa: u'.na eviM
dencia más de que la reconciliación primaba sobre la represión.
Dumont dedica varias páginas muy documentadas a la cues­
tión
de los encarcelamientos y s~cuestros de bienes. A lo largo
de ellas se esfuma la visión negra del tema,
la imagen clásica de
un tribunal
rapaz y

un régimen carcelario insoportable.
De en­
trada, el
secuestro de

bienes del acusado no era una despose­
sión sino la colocación de éstos bajo tutela administrativa; tu­ tela que se traducía en una «honesta
y liberal admirústración
de los bienes». Lo cual, por lo demás, sólo se producía en los
casos de inculpación de «herejía formal» -la más grave de las
acusaciones-, que eran los menos; en los rest8ntes, el acusado
encomendaba la gestión de su hacienda a quien estimaba opor­
tuno. Con el régimen carcelario, lo mismo. Primero, las cárceles
inquisitoriales eran escasas y, en muchos casos, se confinaba simM
plemente al detenido en su domicilio o, incluso, en los límites
de
su ciudad, prueba de la colaboración
eficaz de
la población
con el tribunal. Y, en las cárceles,
la situación de los presos era
relativamente cómoda: utilizaban su propio lecho, ropas
y cuan­
tos alimentos quisieran
traer de

su casa.
Podían ejercer

su oficio
y recibían frecuentemente dispensas para abandonar el recinto
carcelario. Si no podían
subverúr a

su
manterúmiento se
encar­
gaba
el tribunal y hay noticias de que el trato era bueno; hasta
el punto de que «se sabe de numerosas personas encerradas en
cárceles laicas o episcopales que se acusaron de herejía para ser
transferidas a prisiones inquisitoriales». Al considerar los pormenores del procedimiento judicial,
Du­
mont deshace también muchos tópicos. Entre ellos el socorrido
de que la ocultación a los procesados del nombre de sus acusa­
dores
y testigos facilitaba los falsos testimonios y las venganzas
personales.

El hecho de la ocultación es, en sí, cierto
y en fa­
vor de tal medida abogaron los dos inquisidores humanistas,
Cisneros y Adriano de
Utrecht, porque

el riesgo de que los in­
culpados tomaran venganza de sus acusadores era real. Pero eran
729
Fundaci\363n Speiro

INFORMACION BIBLIOGRAFICA
muchas las medidas precautorias destinadas a excluir la posibili­
dad de testimonios calumniosos. La personalidad de los acusado­
res
y sus declaraciones eran objeto de meticuloso análisis y, ade­
más, antes de que los cargos fueran proclamados, tenían los acu­
sadores que confirmar bajo juramento, en presencia de dos sa­
cerdotes no pertenecientes a la Inquisición, si mantenían o no la
denuncia, medida ésta disuasoria dotada en aquel entonces de
gran fuerza psicológica. En cuanto a la afirmación de que
el acu­
sado desconocía
el contenido de la acusación, Dumont demues­
tra que

le era entregado, antes de su publicación, una copia de
los cargos.
Los medios de defensa de que podía valerse el inculpado eran
numerosos: asistencia de un abogado, presentación de testigos de descargo -que las instrucciones de V aldés recomiendan sean
numerosos, debiendo los inquisidores facilitar su presencia-,
posibilidad de invocar atenuantes, etc.
Entre los

abogados que
se ilustraron en la defensa de los acusados ante el tribunal se
cuentan juristas de renombre,
entre los

que destaca el gran Doctor
Palacio Rubios, que publicó una especie de manual sobre la ma­
teria, la
Allegatio in materia haeresis, reimprimido varias veces.
Otra imputación calumniosa que refuta Dumont es la del
re­
curso frecuente a la tortura, leyenda a la que contribuyeron los
morbosos grabados de Bemard Picart (siglo
XVIII), un hombre
que no visitó España y utilizó por modelo las torturas de los tribunales civiles franceses. Una leyenda a la que no da crédito
la historiografía actual, incluido el propio Kamen, que valora
favorablemente a la Inquisición en este sentido. Las estadísti­
cas parciales realizadas, para
la época más rigurosa de la acción
inquisorial (fines del xv y principios del
XVI), dan como resul­
tado cifras del 1
% de procesados sometidos a tortura. Y las
instrucciones de
V aldés establecen las precauciones rigurosas que
debían rodear su aplicación (presencia de obispo y médico, pro­
hibición de mutilaciones y riesgo de muerte, asistencia médica
inmediata, etc.). Una economía de
la tortura que contrasta sen­
siblemente con lo que era moneda corriente en los restantes tri­
bunales de
la época: «de hecho, cuantitativa y cualitativamente,
el reflujo de la tortura comienza, en la historia moderna. con la
Inquisición española». Finalmente, el pronunciamiento del ve­
redicto era tarea de una comisión-jurado integrada por inquisi­ dores, teólogos
y juristas, en la que los primeros se hallaban en
minoría.
En cuanto a las penas. Dumont demuestra que no eran seve­
ras salvo
en el caso de los negativos ( quienes rehusaban arre-
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
pentirse) y los relapsos (reincidentes en el error tras la primera
condena). Las penas de cárcel eran rigurosas sólo en apariencia.
Los
inquisidores estaban

autorizados para disminuir o conmu­
tar las penas pronunciadas
y debió ser lo más frecuente, como
frecuente fue la rehabilitación
de los condenados; el propio Ka­
men ha observado que la condena a prisión perpetua y a «pri­
sión irremisible» se prolongaban raramente más
allá de tres y
ocho años, respectivamente. Incluso en el caso de la pena capi­
tal, se rehuían los actos de barbarie tan frecuentes en la época
y casos similares en Europa. La ejecución se rodeaba de digni­
dad, y hasta en la hoguera se procnraba la conversión del conde­
nado. Los célebres autos
de fe tenían un carácter procesional y
solemne y constituían un testimonio multitudinario y vigoroso
de
fe.
Por su parte, las penas pecuniarias carecían globalmente de
importancia. T. de Azcona ha demostrado que hasta 1493 sólo se recaudaron por ese concepto 44.000 ducados en total, sólo
un séptimo de la fortuna calculada a un poderoso converso como
Arias Dávila. La Inquisición era una institución netamente defi­ citaria; de
alú que la Iglesia acudiera en su socorro, cediéndole
desde 1501 diversas rentas eclesiásticas. «Lo
cual, entre parén­
tesis,
confirma que

el Santo Oficio de España era una institución
de Iglesia tanto como real».
Equidad, sentido de la justicia, exactitud y precisión son no­
tas que hoy muchos historiadores reconocen
al célebre tribu­
nal. Lo mismo que algunos viajeros qel pasado que tuvieron
ocasión de tomar contacto directo con la Inquisición española:
así, el abate Vayrac -autor a comienzos del XVIII de un inte­
resante
y documentado Voyage d'Espagne et d'Italie-, se sor­
prendía de sn calidad y deploraba que sus compatriotas no fue­ ran a creerle «que la circunspección, la prudencia, la justicia y la
integridad son las virtudes que caracterizan a los inquisidores» (pág. 393
).
La Inquisición española se caracterizó, además, por su mo~
deración y por la «amplitud de miras» que brilla en su índice,
«un monumento de lucidez y comprensión». La Inquisición
--obra de

hombres cultivados con sentido de la realidad y del
porvenir- «supo conservar una feliz y responsable libertad fren­ te a Roma, sobre todo en lo no referente a la fe. Snpo así librar­
se
-afirma Dumont-

de los grandes errores que fueron los de
la Inquisición de Roma» (pág. 397). Datos reveladores, en este sentido, fueron su negativa a proceder contra la «idolatría» de
los indios, contra los blasfemos
y en las causas de brujería, des-
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INFORMACION BIBUOGRAFICA
viaciones en las que los inquisidores no quisieron ver algo dis­
tinto de un producto de la incultura, y el hecho de que no prohi­
biera ni sometiera a expurgación las obras de Giordano Bruno,
Galileo, Copérnico, Kepler o Newton Spinoza. «Es,
por tanto,
ridículo pretender, como se
ha hecho siempre, que la Inquisi­
ción española haya
asfixiado a

la cultura de su país impidién­
dole la apertura hacia el mundo» (pág. 398 ). Otra muestra de su
moderación es que no se convirtiera, pudiendo hacerlo, en esa
especie de Leviathan que algunos autores han querido reconocer
en ella. Estuvo dotada de amplios poderes
(fue durante
largo
tiempo el único organismo público común a todos los reinos de
la corona), pero los inquisidores supieron dosificarlos con pru­ dencia, respetando la pluralidad hispánica que se
fundaba, según
observa

Dumont, «sobre el principio de subsidiariedad de la tra­
dición católica que no deja a cada uno de los poderes superpues­ tos más que un margen de poder estrecho».
La Inquisición española, en síntesis,
_aparece· revestida

a los
ojos del historiador desapasionado de «una grandeza positiva».
Animada siempre de una «voluntad de educar» ejemplar, supo rescatar «la simbiosis y la floración birraciales» que ansiaban de
todo corazón la. mayoría de los conversos, se convirtió, por lo
que hizo y por la calidad de sus protagonistas y simpatizantes, en
un instrumento eficaz de promoción
y difusión de la Reforma
católica Y, durante largo tiempo,
«fue ella
sola
-al decir de Du­
mont- el laboratorio de una buena parte de nuestra mejor mo­
dernidad» (pág. 410).
5. La intervención de Felipe II en las Guerras de Religión.
Y, para terminar, una alusión al extenso capítulo que Dumont
dedica a las Guerras de Religión en Francia, un tema que afecta
también de forma muy directa a la historia española. Las Guerras de Religión fueron un conflicto largo ( 1562-
1594)
y sangriento, mucho más importante de lo que suele de­
cirse para la historia del catolicismo europeo, amenazado tam­
bién en Francia y seriamente por la marea protestante, porque
en ellas se decidió la supervivencia de aquel país como nación
católica. Su trama es confusa e intrincada y quien desee aprove­
char el trabajo de Dumont deberá adquirir previamente una cier­
ta información sobre el tema. El lector que aborde el capítulo
con conocimiento de causa encontrará en sus páginas la vindica­
ción luminosa de un episodio, poco conocido pero muy intere­
sante, de la política exterior filipina.
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
Dumont. analiza con detenimiento las circunstancias que hi­
cieron
posible
un· conflicto
semejante. Explica lo que los libros
callan, el trasfondo o
la anécdota que hacen inteligible lo inex­
plicable y
dan sentido a la historia. La correcta interpretación
de las Guerras de Religión es imposible si no se toman en con­
sideración tres hechos que los manuales franceses omiten por
sistema: la agresividad de los hugonotes, su empeño decidido
de apoderarse a cualquier precio de las riendas del Estado fran­
cés, y la situación de absoluta minoría en que se hallaban frente
al resto de la población francesa, católica en proporción aplas­
tante.
Dumont repasa con cuidado el programa de las fuerzas que
intervinieron en el conflicto -el partido hugonote, el llamado
«de los políticos» y el católico--, la personalidad de sus jefes
respectivos, las sinrazones de la política claudicante de los re­
yes, incapaces de resistir a la presión de una minoría de aristó­
cratas reformados, y explica con documentos y datos fehacientes
la existencia de una amplia conjura protestante, de alcance in­ ternacional, orientada a subvenir el funcionamiento católico de
la sociedad y del Estado
franceses.
Dos temas-clave, base de las acusaciones tradicionales contra
los

católicos, articulan el trabajo de Dumont: la matanza de la
Sainte-Barthelemy
(1.572) y

la Liga católica. Dumont demuestra
que
la célebre matanza de hugonotes fue el resultado del esta­
llido del pueblo parisino, cuya paciencia, muy generosa si se
tienen en cuenta las provocaciones que precedieron al luctuoso
acontecimiento, fue llevada al
límite por

las maniobras descara­
das de Coligny y sus secuaces, que se habían apoderado fraudu­ lentamente de
. la corte

y de los resortes de una ciudad que era
católica en su integridad. Interés especial reviste el estudio de la
política mantenida por la Liga católica, porque en su historia España desempeñó un papel relevante.
La Liga ha sido difamada sistemáticamente por la historiogra:
fía liberal, empeñada en recoget los puntos de vista del partido
«político» que se impusieron tras el advenimiento de Enrique IV.
Los manuales franceses repiten de ella, ocultando la realidad,
que fue una asociación
de la nobleza feudalizante, un precedente
de la Fronda del que Enrique de Guisa hizo el instrumento de sus ambiciones personales, una organización de católicos fanáticos
dispuestos a traicionar los supremos intereses de Francia hasta entregarla, atada de pies y manos, a Felipe 11.
Dumont estudia con detenimiento la
naturaleza y

los por­
qués de la Liga y restituye su verdadera personalidad histórica,
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
la de sus protagonistas y la de sus aliados. La Liga fue algo muy
distinto y más amplio que una alianza aristocrática, porque abar­
c6 a todo el partido cat61ico que, a su vez, agrupaba y represen­ taba a
la inmensa mayoría de Francia. Fue un movimiento popu­
lar,

animado en todas las ciudades, apoyado por los Estados Ge­
nerales y a cuya cabeza se situó -por auténtico clamor popu­
lar- el difamado Enrique de Guisa. Un
caudillo que

no fue un
ambicioso sin escrúpulos sino un patriota y un valiente, el hom­
bre que, en repetidas ocasiones, cuando. los hugonotes detenta­
ban el poder o aspiraban a hacerlo,
rechaz6 las

invasiones en
suelo francés de lansquenetes y reitres que acudían, desde la
Alemania protestante, para ayudarles. Dumont demuestra que
Enrique de Guisa nunca
aspiro a

apoderarse del trono
y que,
reiteradamente, trató de llegar a un acuerdo con Enrique III, en quien confió hasta caer, desoyendo la voz de
la prudencia, en la
trampa tendida por el veleidoso monarca, que le costó la vida.
La Liga no se formó en defensa de intereses personales sino
en defensa del catolicismo francés, colocado al borde del abis­ mo por la embestida protestante. Las intolerables concesiones
de Enrique III a los protestantes, sustanciadas en el Edicto de Beaulieu (1576) -que hacía de los hugonotes un Estado
dentro del Estado
y ponía a su servicio la hacienda real­
determinó su primer levantamiento. El segundo se iuici6 en 1584, cuando
la muerte del duque de Anjou, el tumultuoso
hermano de Enrique III, que había comprometido al ejército
francés en empresas insensatas en contra .de España y a -fa­
vor del protestantismo europeo, convirtió al hugonote Enrique
de Navarra en el pritner candidato al trono de Francia. Si
él lo
ocupaba sin abjurar de su credo, todo estaba perdido. Los pto­
testantes franceses
y europeos se unieron en la alianza de Mag­
deburgo y provocaron con
ella la
internacionalización del con­
flicto. Ellos fueron los responsables, y nadie
más .. de

que el con­
flicto francés adquiriese unas ditnensiones que ni el Papa, ni
Felipe II,
ni Isabel de Inglaterra habían querido darle.
El apoyo español a la liga, solicitado por Enrique de Guisa,
fue la respuesta a las maniobras agresivas
de la Internacional pro­
testante.
Y Dumont explica con detalle el verdadero carácter de
aquella colaboración entre católicos, de una alianza que era ló­
gica, necesaria y perfectamente natural. «La Liga que represen­ taba a
la inmensa mayoría de los franceses no tiene por qué.,ru­
borizarse
de aquella alianza.
S6lo ella podía pertnitirle
plantar
cara a la conjura internacional empeñada en itnponer
el poder
reformado sobre la nación» (pág. 305).
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INFORMACION BIBLIOGRAFICA
Ningún aliado era más adecuado para los católicos franceses
que Felipe II, y Dumont enumera las razones de ese aserto. Es­
paña ejercía entonces una profunda influencia cultural
y religiosa
sobre Francia y, gracias a ella, el catolicismo francés pudo ini­
ciar un proceso de recuperación espiritual sin el cual hubieran
triunfado los hugonotes. La acción de los jesuitas es reveladora
en este sentido: gracias a sus !!XCelentes colegios, de los que fue
fundador el español Nada!, se recuperó el catolicismo en regio­
nes de España donde corría serio peligro; y gracias también al
magisterio de otro español, Maldonado, conoció la Universidad
de París una renovación decisiva. «Para la masa de los france­
ses, que tenía razones concretas para pensarlo, España era enton­
ces, y antes que nada, la Iglesia. Y los franceses no se equivo­
caban» (pág. 315).
Felipe II sostuvo económicamente a la Liga y liberó a París
del cerco cruel a que
la sometió Enrique de Navarra. Si este se
vio obligado a abjurar del protestantismo, salvándose con ello la
monarquía católica de Francia, fue precisamente por obra y gra­
cia de
la intervención española, que sirvió de contrapeso eficaz
a
la opresión protestante. Felipe II tenia derechos bien funda­
dos para intervenir: era el heredero de los Duques de Borgoña, «un título de nación francesa», y hacia
él, como hacia su prede­
cesor y sucesores, «ascendía un patriotismo que, por no ser pa­
risino, no era menos de nación francesa». No debe olvidarse que
en el siglo
XVI_, las regiones francesas vinculadas a España por
lazos de dependencia o alianza ( Cerdaña, Rosellón, condado de
Niza, ducado de Sabaya, Charolais, Franco-Condado, Alsacia,
Lo­
rena, Hainaut, Cambresis, Artois, etc.), representaban en su­
perficie mucho más que la Francia hugonote. «Querer oponer la nación francesa y España como enemigas en el siglo
XVI -con­
cluye Dumont- es una falacia de propagandistas que no sirve al
historiador».
Las páginas de Dumont demuestran con lucidez que el lar­
go combate mantenido por la Liga, posible sólo con ayuda es­
pañola, tuvo una importancia decisiva en la supervivenciá del
catolicismo en Occidente, y reivindica en todo su alcance
la di­
mensión religiosa de la política
!!Xterior de

Felipe II. El bello libro
de Dumont constituye para España un desagravio cálido después
de cuatrocientos años de ingratitud,
tanto más

digno de agradeci­
miento si se tienen en cuenta los vientos.
-que hoy · soplan

en la
historiografía francesa y española sobre el siglo
XVI.
ANDRÉS GAMBRA.
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