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Número 221-222

Serie XXIII

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¿Qué es el pluralismo?

· ¿QUE ES EL ''PLURALISMO"?
POR
RAFAEL GAM.BRA
Vivimos hoy, en los años ochenta, bajo el signo del plura­
ralismo.
Formamos parte --dícese--de una sociedad pluralista;
nuestra Constituci6n es pluralista; hasta en la Iglesia se escu­
chan voces a favor de «un sano pluralismo» y de una Iglesia
pluralista.
Quizá nadie sepa a ciencia cierta lo que el término y el ca­
lificativo significan y suponen, pero son voces que hoy «suenan
bien». Como

en las décadas cuarenta y cincuenta «sonaba bien»
el término
unidad: el Estado unitario, la España una, la unidad
de destino ... ¿Lleg6 alguien a dilucidar con claridad lo que sig­
nificaba aquello de «la unidad entre las
. tierras y los

hombres
de España? Si se medita como designio, poco puede imaginarse de más sombrío e inquietante (¿Un monocultivo universal? ¿ Una
generaci6n
in vitro uniforme?). Sin embargo, vivido como ideal
de la época, movi6 muchas voluntades
y entusiasmos.
¿Qué significa hoy
--qué oculta

en su aparente inocu.idad­
el calificativo
pluralista, la constante apelación al pluralismo
como a una virtud o un ideal?
No significa, ciertamente, la observación -por lo demás ob­
via- de que los hombres
y los pueblos son todos diferentes.
Que la individualidad de los humanos
y la variedad de sus agru­
paciones históricas es un dato de la realidad tan. básico como lo
es, por otro lado, la unidad e inmutabilidad de los conceptos o de las leyes científicas.
Más bien

al contrario, los
actuales parti­
darios
del «pluralismo», que son también y siempre liberales y
racionalistas,

ven con muy poca simpatía esa variedad de lo que
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existe cuando de leyes o de ordenaciones políticas se trata. La
frase que más ha irritado a liberales «pluralistas» en los últimos
tiempos ha sido aquella que inventó Fraga para publicidad tu­
rística: «España es diferente». Era para ellos como
el reconoci­
miento de una lacra,
de un estigma colectivo. La variedad y di­
ferenciación en usos, leyes, costumbres, incluso en la edificación,
el arraigo en un modo de vivir, les molestó desde que nacieron
a la historia. De aquí que, hacia
el exterior, estos pluralistas fueran siem­
pre «homologadores», europeizadores, aspirantes al «nivel euro­
peo», niveladores de
•su patria.

Y hacia el interior, siempre uni­
formistas, centralizadores; estatistas. Baste recordar el Código ci­
vil contra los derechos forales, la Universidad napoleónica contra
las universidades corporativas, la división provincial contra los
países históricos. Su ideal fue siempre igualitario por supuesta­ mente racional:
enseñanza única

y obligatoria para todos los ciu­
dadanos, seguridad social igualmente única y obligatoria, una
edi­
ficación protegida, social y masificada ...
Incluso
cuando, por motivos (para ellos) más o menos in­
confesables, se han puesto a admitir diferencias territoriales, las
han visto con sus mismas lentes unitarias y uniformistas. Las
actuales
«autononúas» son

su
fruto, En
vez de variedades fora­
les o derechos histórieos, sólo
han sabido ver «provincias más
grandes», con· igual

«techo autonómico», sometidas a una misma
ley de
autonomías y

a una Constitución de nueva planta. No
sólo ignoran las verdaderas autonomías forales
-romo en

el
caso de Navarra y de las propias provincias vascongadas-- sino que las combaten como antaño
y procuran someterlas a «entes
aútonómicos» nuevos, nacidos de los partidos políticos, centra­
listas también en su propio ámbito.
Lo cual no es obstáculo -antes al contrario-- para que ta­
les manejos resulten disgregadores
y disolutorios de la verdadera
unidad nacional. Es un hecho que se cumple tanto en
el mundo
moral y político como en
el físico. Si previamente he hecho rí­
gida

y uniforme a una sustancia antes flexible, y pretendo ahora
doblarla en configuraciones nuevas, resultará normal ·que se cas
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¿QUE BS BL PWRALISMO?
que y rompa en mil pedazos. Lo Ulllco que, por prme1p10, no
puede
hacer el racionalismo uniformista -liberal o socialista­
es crear autonomías: eso lo podrán hacer otras personas, otros
movimientos, con sentido -hist6rico. y jurídico y también con
prudencia política.
Lo mismo, pero en grado eminente, podría decirse de las
frecuentes apelaciones
al pluralismo por parte de la Iglesia pro­
gresista o de los eclesiásticos
aggiornados. No se trata en abso­
lnto

de reivindicar la variedad inmensa de ritos; de costumbres,
de jurisdicciones,
de bulas, de la Iglesia de siempre, tan s6lida
en su unidad como rica en su diversidad. Ni
de preservar, por
ejemplo, el espíritu del franciscanismo, tan diferente del domi­ nicano o del agustiniano o del jesuítico,
dentro todos de una
misma Iglesia. No, todo esto es indiferente o estorba a cierta mentalidad mayoritarialmente extendida después del Concilio.
La nneva Iglesia aun imponiendo las lenguas llamadas vernácu­
las,
ha uniformado todo hasta la extrema monotouía. El mismo
«Día del amor fraterno» con iguales carteles filantr6picos se
celebra en Australia y en Venezuela;
la misma «Eucaristía» con
idénticas preces sociales e igual predicaci6n liberal o socialista
puede oirse en Norteamérica o en Sudáfrica. La riqueza multi­
secular del culto cat6lico se susrituy6 por
la monotonía más
absoluta.
¿Qué es,

pues, el
pluralismo? Si no se trata de reivindicar
la diversidad de formas y modos de vida ni de derechos que
preexistieron
al Estado moderno, ¿qué significa ese término plu­
ralismo?
Simplemente, la negaci6n de la unidad última -unidad re­
ligiosa- en que se asienta en su origen y de hecho toda civili­
zaci6n humana, toda patria, toda familia. La unidad profunda que cimenta su continuidad y hace posible la variedad y la liber­ tad en
lo demás. De ese pluralismo, y s6lo de ese, se trata.
Decía el profesor. Sánchez Agesta en una conferencia sobre
la Constituci6n española que el primer acuerdo que en ella se
establece es
el de que no estamos de acuerdo. Y que el único
origen posible de la ley y de la autoridad es la voluntad huma-
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na, la voluntad mayoritaria. Lo mismo viene a decirse en las
demás Constituciones
liberales. Se
trata simplemente de la ne­
gaci6n del principio religioso como fundamento último de las
normas y de las costumbres. No
por vía de tolerancia ante un
pluralismo de hecho, siempre reductible a una religiosidad úl­ tima más amplia,
sino por

vía de un ideal humanístico, antropo­
céntrico. Se trata, en fin, de la proclamaci6n del ateísmo como
cimiento de la sociedad y del Estado: la religión de la «com­
presión universal» que practica
y difunde la ONU y la UNESCO,
su insttumento cultural.
Si este
pluralismo ateo es para las naciones un suicidio in­
directo, para
la Iglesia sería un suicidio directo, la negación de
sí misma, de toda religión, una
contradictio in terminis, el su­
premo absurdo.
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