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Número 221-222

Serie XXIII

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El pacifismo y la paz

EL PACIFISMO Y LA PAZ
POR
THOMAS MOLNAR
El argumento subyacente e incansablemente repetido por los
pacifistas es
el siguiente: la guerra ha sido siempre inmoral y
condenable; no hay, por tanto, «guerra justa» como enseña la
Iglesia ni «guerra santa» como sostiene el Islam. Hoy, sin em­
bargo, la guerra se ha convertido, además, en inconcebible por
devastadora de toda
la humanidad.
Las guerras en la historia humana han de ser así algo recha­
zable y su recuerdo ha
de situarse entre las grandes catástrofes
anteriores a que
el hombre alcanzara su madurez en este siglo xx.
Se trata de que en este siglo se ha realizado, con la bomba ató­
mica,

un
salto cualitativo en el arte maldito de la guerra; el
intercambio de varias bombas nucleares entre dos potencias ani­
quilaría la vida misma en
el ámbito planetario. Es, pues, nece­
rio comenzar por la destrucci6n de todas las armas
at6mieás,
preludio

de un desarme general; de
ahí surgirá una humanidad
sabia, racional, capaz de comprender al fin su interés_ planetario
de vivir en paz
y fraternidad. Una historia humana cualitativa­
mente nueva será su fruto.
Este razonamiento sirve de fundamento a todas las manifes­
taciones llamadas pacifistas -manifestaciones casi siempre agre­
sivas que se desarrollan en un auténtico clima bélico: slogans vo­
ciferados con el ritmo de botas que patean
el suelo, máscaras,
caricaturas y escenarios odiosos, -el «uniforme» ostentosamente
metalizado de sus militantes, etc.-. A esta estrategia, las le­
giones pacifistas sobreañaden estadísticas dramáticas, desde las
de Hiroshima hasta
otras' proyectadas

sobre
el porvenir, mientras
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sus portavoces más conspicuos aducen el número de cohetes nu­
cleares ya comprometidos en el
super-kill. «Super-kili» porque,
dicho sea de paso, el vocabulario americano de uso general ayuda
a concentrar la suprema condenación sobre los Estados Unidos.
El super-kili soviético nó se ·evoca sino incidenialmente.
De entrada, los argumentos y
el militantismo pacifistas des­
cubren así no una reflexión razonada sobre la guerra
y la paz,
sino más bien una
ideología que acerca el movimiento pacifista.
a otros movimientos de la
época que, mediante falsas ideas
claras, se sitúan al servicio de la propaganda soviética. Se tiene
la clara impresión de que la militancia pacifista, con sus cam­
pañas magníficamente orquestadas, se prolongaría incluso si, de
pronto, las guerras fueran realmente abolidas. Se pueden descu­ brir dos orientaciones en los slogan,
y en las actividades mar­
cadas por el sello pacifista. El objetivo, a los ojos de las masas
de manifestantes
y de sus simpatizantes ( categorías en las que
los semi-intelectuales, los «jóvenes» eternos y
el clero con «mala
conciencia» predominan), es ante todo la
paz. en el sentido del ·
«movimiento

de la paz» de los años 50 durante la guerra fría;
paz, palabra capaz de movilizar a la mayor parte de la humani­
dad con el mismo rítulo que esta otra
esperanza: «mañana

se
afeita gratis». Pero la
paz, a los ojos de los iniciados, significa
también Súper-Estado planetario, Gobierno mundial. Cualquiera
que utilice estas consignas, estrechamente asociadas, puede estar
seguro de · ganar las buenas voluntades manipulables por una
ideología que escribe sobre sus banderas: «proletarios de todo
el mundo, uníos». De este modo, dos
impulsos del hombre se ven movilizados
en un clima de utopía, fusionándose según la estrategia de un
desarme general de Occidente, estrategia tanto más transparente
cuanto que cierra a los contestatarios el acceso- -al territorio so~
viético y que detiene a los manifestantes locales ( como en Ale­
mania del Este).
El lavado
de cerebro

es tan logrado que nadie
piensa en
re­
volver la argumentación pacifista contra sus autores. Si es ver­
dad,
cómo pretenden

sus líderes, que
el arma nuclear ha intro-
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ducido una fase cualitativamente diversa en la historia de los
conflictos
humanos -tesís falsa porque en cada época las armas
nuevas producían parecido. impacto-,
¿ no sería razonable argüir
que el sistema comunista de «gobernar» ( a golpe de hambres
artificiales,

de
gou/ags, de aniquilamiento de espíritus y de al­
mas) representa, también él, una nueva dimensión de la política?
Sería inútil

por supuesto enumerar aquí las pruebas de que
el
régimen marxista difiere -por resultarle inferiores- del reina­ do de
Calígula, de
los reyes de Asiria y de otros déspotas san­
guinarios.
Lo que resulta inédito en Stalin, en Castro y en Poi
Pot -y en lo que Nerón jamás hubiera soñado-, es la volun­
tad de crear un hombre nuevo y de intentar que una humanidad
rica y diversificada entre en
el molde de la ideología más estre­
cha y empobrecedora qne jamás concibieran los espíritus más
monstruosos.
Si esto no es una novedad en la historia, un salto caulitativo
en su proceso, no se sabe lo que novedad quiera decir. Por lo
demás, incluso si admitimos como justificado
el argumento de
que la bomba atómica debe poner fin al fenómeno de la guerra
-y no lo admitimos en absoluto porque
existen en

este mo­
mento 46 guerras sobre
el planeta según una reciente estadís­
tica- resulta cuando menos razonable afirmar, en
idéntica pers­
pectiva,

que contra la novedad que supone la empresa marxista
en la historia, la novedad del arma nuclear nos aparece como
una amenaza, una barrera eficaz.
La prueba es que los pacifistas
no protestan en absoluto, o muy débilmente, contra
el arsenal
soviético, y que concentran su fuego contra
el arsenal de los
países que pretenden contener
la expansión moscovita. De lo
que se deduce que no tratan de abolir
el uso de las armas nu­
cleares,

sino de confiar su monopolio al
Kremlin.
Permanece el problema de la paz, liberado del falaz voca­
bulario pacifista. Casi se tiene la tentación de decir que la causa
de
la paz es demasiado importante como para entregarla a los
derviches vociferantes del pacifismo, al modo como la guerra,
se dice, es cosa demasiado seria para confiarla
a lós generales.
La historia conoce, quizá, tantos períodos de paz como perlo-
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dos de guerra, lo que prueba que la guerra no es en absoluto
contraria a la
naturaleza humana.
Sin embargo, la
paz no
ha sido
nunca
el fruto de un supuesto pacifismo ni de la «fraternidad
entre los pueblos»; la
paz sa
sido siempre impuesta por una gran
potencia o por una coalición de potencias cuyo interés coincidía durante cierto tiempo. Ejemplo clásico fue la Pax Romana, a la
que nosotros añadimos la Pax Europa entre el final de las gue­
rras napoleónicas ( 1814) y
el desencadenamiento de la Gran
Guerra, exactamente un siglo después. En
el primer caso, la
potencia republicana y después la imperial ( destaquemos que la naturaleza del régimen no varía las cosas) se
ocupó durante

si­
glos en eliminar
las sublevaciones locales que degeneraban a me­
nudo en largas guerras sangrientas: contra Yugurta, Judea,
Mi­
trídates, etc. Por lo demás, para proteger la paz, siempre relativa,
del interior, Roma desplazaba,
urgía y

sos tenia numerosas legio­
nes en las fronteras del Imperio que guerreaban sin pausa con­ tra los enemigos del exterior. La paz, una cierta
paz, fue

ganada
al precio de guerras incesantes. En el segundo caso, Europa, para asegurar un período tran­
quilo { no demasiado tranquilo: paso por alto las guerras de
Crimea, franco-prusiana, de los Balcanes ... ), exportaba sus gue­ rras a las colonias donde los ejércitos nacionales que se hubieran
enfrentado en Europa lo hacían en Africa, en Asia, incluso en
América del Norte (Napoleón III en Méjico).
Es decir, que la paz depende de los más fuertes y de sus
cambiantes opciones. Por ello la paz es breve, efímera y limi­ tadá; por lo mismo, la paz en tal región se paga con la guerra
en tal otra. Por lo mismo, al ser los grandes intereses nacionales
( económicos, geopolíticos, históricos, tecnológicos, dinásticos, re­
ligiosos) más o
menos constantes,
los períodos entre d.os guerras
se viven siempre en una especie de combate de ideas y otras
confrontaciones. Poco importa que uno u otro de los antagonis­ tas no quiera
la guerra como en la «La guerra d<1 Troya no
tendrá lugar», de Jean Giraudoux, o como en Manuel Kant ad­
mirado ante el Terror en Francia de donde habrían de surgir,
según el filósofo de Koenigsberg, repúblicas pacíficas y dema-
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siado interesadas en el ahorro (las ilusiones del espíritu burgués)
para autorizar los gastos militares. La guerra surge del hecho de
que los intereses, o las definiciones que tal grupo hace suyas, son divergentes, y de que no existe en la realidad ninguna su­
puesta «racionalidad común a la humanidad razonable». Tomemos por caso una ilustración todavía cercana a nosotros:
la guerra o la
paz entre la Alemania hitleriana y la Gran Bre­
taña de
Chamberlain (1938-39).
Los dos hombres de Estado
se reúnen varias veces queriendo, uno y otro, la paz. Pero ¿se
trataba de la misma paz? Las series de condiciones que redac­
taron uno y otro no tenían en común
más que
esa palabra
má­
glca
e

impotente. Si se hace terciar a Churchill se pone de ma­
nifiesto que la
«paz» posee

una tercera significaci6n dentro,
esta vez, de la misma nación, del mismo sistema de definicio­ nes. De donde se deduce que la paz, la de los pacifistas, esto
es, la paz que no es ni efúnera en el tiempo ni limitada en el
espacio, sólo sería realizable entre los humanos si una agencia
planetaria poseyera el monopolio de las definiciones. No
sólo el
monopolio de definir la guerra y la
paz, sino

también las nocio­
nes anejas: nación:, intetés, cooperación, rebelión, voluntad po­
pular, consenso, autoridad, etc. Pero semejante monopolio de
definiciones no existe hoy más que en las regiones del mundo
donde reina
el comunismo. En Moscú todas las definiciones -y
re-definiciones--depeden de una quincena de hombres en el
Kremlin; el castigo por emplear otras definiciones que la auto­
rizadas es el internamiento psiquiátrico. Bajo este monopolio, las insurrecciones locales
--en Hungría,

en Polonia, en el Cáuca­
so, en Siberia, en Afganistán
--son declaradas

«aberraciones
fascistas», «incitaciones de: agentes del imperialismo, o de otros
perturbadores de la Pax Soviética. De modo semejante, las as­
piraciones
más legítimas

se ven reducidas a la dimensión de sim­
ples manifestaciones de algunos fanáticos o embusteros. ¿Gana­
ría la causa de la paz auténtica con esta manipulaci6n termino­
lógica? V arias veces hemos mencionado el argumento pacifista según
el cual la
paz planetaria

deriva del interés racional de los hom-
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bres. Ello supone que nosotros conocemos «el interés racional» de los hombres. Pero no hay nada de esto. «El interés de
la
humanidad», tanto como la «paz», depende de la definición que
le demos. ¿Son idénticos el interés afgano y el soviético? ¿El
interés de la
familia y

el de su agresor (ladrón, asesino) son, a
su vez, conciliables? ¿ Poseen
el mismo valor? El padre de fa­
milia,
¿no tiene el derecho --11ún más, el deber- de proteger
a su familia contra el acto de guerra del agresor, y, obligado
por éste, el derecho y el deber de matarlo? Sí esto es evidente, ¿no lo será también el que una nación amenazada o agredida
por otra tenga el deber de defenderse? Si el caso llega, el prin­
cipio de la «guerra justa» es legítimo, incluso si en
la práctica
resulta a veces difícil decidir quien es el agresor y quien la
víctima.
A la luz de estas reflexiones cabe juzgar con mayor claridad
lo esencial del actual debate entre los pacifistas y los hombres razonables que quieren la paz pero no a cualquier precio. Vol­
vamos a los dos puntos básicos de esta controversia, uno refe­
rente al ataque nuclear sobre poblaciones no combatientes, el otro el
overkill ya mencionado, es decir, el argumento de que las
dos superpotencias poseen ya un arsenal más que suficiente. He
aquí las dos fricciones mayores, una y otra tratadas en grandes
documentos como
la Carta pastoral del episcopado americano.
Unas breves observaciones, en conclusión, a este respecto.
La guerra no consiste sólo en actos bélicos propiamente di­
chos, sino también en amenazas, fingimientos, negociaciones so­
bre el mínimo y el máximo, etc. Excluir de antemano los cen­ tros de población civil parece insensato en la época industrial
en que esos centros juegan un papel preponderante en el es­
fuetzo bálico. ¿No tuvieron como misión. los bombardeos
alía­
dos en la guerra 39-45 el interrumpir el funcionamiento de la
industria alemana y el suministro de la población sobre todo en
el territorio europeo: estaciones, aeropuertos, fábricas y demás
concentraciones masivas, no sólo de materiales sino también de
hombres, mujeres y niños? ¿En qué fueron más
clementes y
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EL PACIFISMO Y LA PAZ
humanitarios los bombardeos de Dresde, de Berlín, de Hambur­
go que el
lanzamiento de
una bomba atómica?
El otro argumento se refiere a la existencia
de super-arsena­
les. Sin duda, varios
cc;,hetes de

una potencia
mil veces superior
a
la bomba de Nagasaki serían ya más que suficientes. Sin em­
borgo,
aunque vivamos en la época llamada moderna, los
sím­
bolos y la psicología de los pueblos no son menos decisivos que
en otras épocas. Concretamente: si Washington decidiera no
construir más

cohetes o no situarlos en suelo europeo, este gesto
sería interpretado, en el Kremlin y fuera de
él, como un signo
de debilidad. La carrera hacia
el potencial es algo funesto, pero
no se ve otra opción. Y, además,
el ejemplo de la última guerra
está
ahí, una vez más: ¿acaso el estado lamentable de debilidad
del arsenal franco-británico en 19
39 impidió
a Hitler
desenca'
denar

el ataque contra un ancho frente desguarnecido?
¿Sería
Andropov,

en caso similar, más indulgente frente a arsenales on­
deares desplazados de Occidente? Nada se
ha encontrado todavía más sabio que la antigua
prudencia tan válida para ayer como para mañana:
si vis pacem,
para bellum.
Epílogo.
Resulta satisfactorio comprobar que, en contraste con la Car­
ta pastoral de los obispos americanos sobre
el problema nuclear,
Carta a la vez derrotista y contraria a la enseñanza de la Iglesia
sobre la «guerra
justa», el

documento de 8 de noviembre, pu­
blicado en Lourdes por el episcopado de Francia, afronta resuel­
tamente la amenaza soviética y la reacción adecuada de Occi­
dente. Resulta confortador el leer, a la luz de cuanto acabamos de decir sobre la novedad histórica del régimen soviético, de
la
pluma de los obispos, que el régimen moscovita es diabólico,
que el Occidente se ve en la elección, «en su extrema desdicha, entre el aniquilamiento y la esclavitud, entre
la finlandización y
el goulag». Se cree releer a Pío XI y Pío XII sobre la «perver-
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sidad intrínseca» del comunismo cuando los obispos atacan el
«carácter dominador y agresivo de la ideología marxista-leninis­
ta que aspira a la conquista del mundo».
Aún más confortador es leer los pasajes del documento epis­
copal sobre
el deber de los Estados de defenderse. En el ab­
yecto utopismo ambiental, los obispos dicen lo contrario que
los
politicaJ scientists de nuestras universidades y que las prédi­
cas clericales: que «los políticos tienen el deber de salvaguatdat
el bien común de la Ciudad del que son guardianes». Porque, prosiguen, no se aplica la misma moral a los
Estados y

a los in­
dividuos. Una persona sola está en su
derecho si

acepta la no­
resistencia; desde que tiene a su cargo una familia, una comu­
nidad, una nación, sería inmoral sacrificarlos al enemigo. Y está
en los obispos franceses
el justificar el atmamento atómico como
contra-amenaza
frente al desplegado por Moscú.
Es también de notat que mientras
el episcopado americano,
sometiéndose a la
presión de

la moda
ideológica, trata
de difi­
cultar la política de Reegan,
el episcopado francés trata, por su
parte, de apoyat a Mitterrand frente a la quinta columna,
el par­
tido comunista a las
órdenes de

Moscú. El documento de Lour­
des va más allá de una
.declaración sobre

la guerra justa; toma
categ6ricamente sus distancias respecto a la empresa comunista.
Los términos son quizá menos elocuentes que los de Soljenitsyne,
pero, dada su fuente (el episcopado francés unánime, 91 contra 2),
las consecuencias serán aún más beneficiosas, más notorias. La
Iglesia, al fin, ha hablado; causa finita est.
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