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Número 241-242

Serie XXV

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Modernización y cultura

MODERNIZACION Y CULTURA
POR
ENRIQUE ZULHTA PuCEIRO
I
¿Es la sociedad un reflejo de la cultura o, por el contrario,
es la cultura un
reflejo de

la sociedad? Este interrogante pre­
sidió hace
décadas el

desarrollo de la sociología de la cultura,
sin que el modo aparentemente neutral
de su formulación lo­
grara ocultar el subrepticio afán normativo de su intención de
fondo. Heredera
de la tradición intelectual de la Ilustración, la
sociología de la cultura entendió su cometido como parte de
una empresa más amplia:
la de profundizar un proceso de auto­
conciencia crítica acerca de las condiciones bajo las cuales la so­
ciedad moderna pudo erigirse como una
con.strucción de

la ra­
zón y, al mísmo tiempo, reconocer en la razón su forma acabada
de autorrealización.
De este modo, el interrogante expuesto que­
daba férreamente condicionado por las presuposiciones implíci­
tas de la ideología política moderna: la idea del progreso, el ra­
cionalismo político y el contractualismo social. Aun bajo la re­ tórica de una filosofía de
la _decadencia -generalizada entonces
e incipientemente reavivada en nuestros días-, estas premisas
de fondo condicionaron la génesis y desarrollo de la indaga­
ción sociológico-cultural en torno a las relaciones entre cultura
y modernización en las sociedades actuales.
Ello implica que en un análisis actual de la cuestión,
difícil­
mente pueda soslayarse un abordaje previo de la cuestión de la
democracia y su relación con el problema de la cultura. La cul-
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Fundaci\363n Speiro

ENRIQUE ZULET A PUCEIRO
tura de nuestro tiempo es tina cultura de masas, precisamente
porque se genera en el seno de una sociedad de masas, a tra­
vés
de métodos y formas masivas de expresión y en vista de las
masas como protagonistas centrales de la vida social. El primer
significado obvio

de la expresión
«cultura de
masas» es la de
cultura de y para una sociedad de masas.
Lo cual lleva a sub­
rayar el hecho
de que más allá de los cambios en los modos y
condiciones de expresión
de la cultura, acontece un cambio en
su naturaleza misma.
En otras palabras, que el cambio en el su­
jeto histórico de la cultura representa, a su vez, un cambio en
la propia índole del fenómeno cultural. Cambio que, por sus al-
, canees, adquiere la condión de cualitativo
y racional.
Lo dicho sugiere algunas cuestiones complementarias. En pri­
mer lugar, el hecho de que la sociedad aparezca como un reflejo de
la cultura al mismo tiempo que la cultura lo sea de la socie­
dad

parece corolario del problema clásico planteado por el he­
cho de que el hombre es, al mismo tiempo, sujeto
y objeto de
la cultura. Toda la filosofía de la cultura parte de este dato. La
visión del

hombre como
sujeto de la cultura sirve de base al
conjunto de acepciones de la cultura que
la vinculan a una ac­
ción humana, realizadora y transformadora de la naturaleza y del
hombre mismo -la cultura como «cultivo»-. La visión del
hombre como
dbieto de la cultura sugiere, en cambio, las imá­
genes de la cultura como «producto» -resultado de la acción
humanizadora del mundo, «vida humana objetivada»-.
Sin embargo, aun aceptando provisionalmente este modo de
plantear las cosas,
cabe preguntarse si

es posible o no trasladar­
lo al plano de la cultura
de masas. Es decir, ¿podría sin más
afirmarse que la sociedad de masas genera una cultura de masas,
de la misma manera que se
afirma que

la
cultura de masas ge­
nera, a su vez, una sociedad de masas? Más allá de la inevitable
ambigüedad de los términos en disputa,
la respuesta más razo­
nable parece ser la negativa. En efecto, uno de los rasgos cen­
trales de la cultura de masas es, precisamente, el de su dinamis­
mo transformador: no surge de la contemplación, sino
·de la
acción, entendida ésta en el sentido moderno de práctica trans-
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MODERNIZACION Y CULTURA
formadora del -orden establecido. La cultura de masas no pro­
cura la expresión de valores sustantivos, relativos a inclinacio­
nes permanentes_ de la
naturaleza humana,

sino precisamente la
consumación de un cambio en profundidad de dichas
inclinaciO'
nes,

en el sentido sugerido por imperativos de racionalidad
ins­
trumental. La cultura de masas se erige, ante todo, como una
poiesis autorrealizadora, crecientemente autonomizada de toda
otra instancia que la trascienda,
y fundamentalmente orientada
hacia una ruptura del equilibrio entre cultura, personalidad
y
sociedad en favor de una presión transformadora del primer fac­
tor sobre los demás. Proyecto
y praxis del cambio se identifican
esencialmente.
Lá cultura

no refleja ni contempla, sino que pro­
yecta
y transforma las condiciones existentes en la búsqueda de
un orden sustancialmente nuevo.
Traslademos el análisis al plano de ese tipo específico de
cultura que es la cultura política y, particularmente, al caso de
la cultura política democrática, que constituye el foco de inte­
-rés

principal de esta relación. Es conocido el caso de Alemania
Occidental, donde la investigación sistemática de actitudes
po­
líticas

de la población revela que, al menos hasta 1952 -lejos
ya de las condiciones políticas del nazismo-, continuaban pri­
mando actitudes genéricas de suspicacia hacia
el régimen parla­
mentado y

de preferencias hacia fórmulas políticas de signo auto­
ritario. Es a partir de entonces cuando la práctica institucional
y
muy especialmente la generalización de prácticas de educación
e información política masiva logran una reversión lenta y pau­
latina de tal situación, hasta llegar a los niveles actuales de acep­
tación masiva e irrestricta de la cultura democrática que revelan
las investigaciones de opinión. Algo similar sugiere una lectura
de los procesos de cambio en
la opinión y las imágenes .de las
instituciones
democráticas en España en los períodos
anterio­
res

y posteriores a la transición política, donde vuelve a verifi­
carse el hecho de que la política cultural opera cambios en la cultura política establecida, hasta variar cualitativamente su sig­
no dominante. La cultura (actividad) genera, naturalmente, una
nueva cultura (producto).
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ENRIQUE ZULETA PUCEIRO
En el caso de las sociedades hispanoamericanas, que advie­
nen a la existencia como Estados independientes
hajo el
prin­
cipio de legitimidad de la república democrática
y en los que
distan aún de
imperar los

rasgos de una cultura política de ma­
sas, este papel
transformador que

la cultura política
parece ejer­
cer
sobre las actitudes políticas se ve atenuado. Un ejemplo de
ello es el hecho de que, en general, los principios de la repúbli­
ca constitucional, que constituyen la legitimidad histórica de los
Estados nacionales, no pueden menos que ser reconocidos por
los regímenes autoritarios que, en función de su reiteración
pa­
recen constituir más bien la regla general que la excepción tran­
sitoria.

Las
interrupciones del
orden constituciónal se manifies­
tan
así, con

excepciones
mínimas, bajo
el signo de la recupera­
ción o defensa de la vida republicana. De este modo, la cultura
política del autoritarismo continúa siendo un fenómeno de élites
en el seno de una cultura política
basada en

el consenso y
la
demanda difusa de legitimidad democrática. La coexistencia de
subculturas políticas diversas parece así un rasgo caracterfsiico
de un ámbito en el que no imperan aún las condiciones de una
cultura de masas hegemónica y excluyente.
Los ejemplos expuestos revelan cómo, al menos en el te­
rreno de la cultura pol!tica,
el rasgo principal de la cultura de
masas es su carácter de agente activo de transformación y mo­
vilización social a la búsqueda de cambios estructurales del or­
den de cosas establecido. En la medida en que los procesos de
desjerarquización, desintegración comunitaria, indiferenciación y
secularización sientan las bases para una masificación creciente
de las condiciones sociales, la cultura pol!tica tiende a perder su
carácter de fenómeno reflejo --expresivo del estado de actitu­ des, valoraciones, criterios de legitimación, expectativas
y predis­
posiciones hacia el orden
político--para

convertirse más bien
en un agente de transformación de dichas condiciones, en el sen­
tido propuesto por modelos normativos gestados al margen de
la política misma.
·
Lo

dicho conduce a subrayar el rango principal que revisten
las ciencias sociales en
la cultura política moderna. Las mismas
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MODERNIZACION Y CULTURA
nacen de la Ilustración y se definen como una alternativa explí­
cita de desafío a la tradición. La tradición es vista, ante todo,
como prejuicio, supervivencia muerta del pasado
y obstáculo
para el proceso de racionalización creciente de la existencia so­ cial. Desde la perspectiva acuñada por
las ciencias sociales, el
progreso es mucho más que una calificación
de procesos sociales
y culturales: es un auténtico ideal normativo que nutre su fuer­
za en el trasfondo escatológico de una nueva utopía de salvación
a través de la razón. La idea tradicional de la liberación por
medio de la verdad se ve así retraducida en términos seculares
mediante la imagen de un proceso de desencantamiento del mun­
do a través del primado de la razón instrumental.
De este modo, razón, progreso e historia serían aspectos de
un mismo fenómeno socio-cultural, regido por la consolidación
del moderno espíritu
científico como

nueva instancia de legiti­
mación vital, frente a la perspectiva pseudoconsoladora de las
religiones trascendentes. Sobre esta base puede entenderse el he­
cho de que en el lenguaje de las
ciencias. sociales,

«moderniza­
ción» asuma una función polivalente, a veces referida a un papel descriptivo de procesos socio-culturales propios de
la sociedad
moderna
y, otras veces, en cambio, referida a un papel norma­
tivo o programático. Lo mismo ocurre con conceptos que aluden
a ciertos subprocesos concomitantes con
el proceso más general
de la modernización, tales como los de secularización o raciona­
lización, que a veces evocan transformaciones objetivas de las so­
ciedades modernas
y otras, por el contrario, imperativos de com­
bio o procesos a inducir en el orden social establecido. Cabría
as! establecer una distinción entre modernización entendida como
proceso social objetivo
y modernización entendida como ideolo­
gías, como

programa de cambio que se trata de inducir los com­
portamientos objetivos de la sociedad.
TI
Sobre la base de lo dicho, resulta posible afirmar que en el
vocabulario
de las ciencias sociales, «modernización» es el nom-
151
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ENRIQUE ZULETA PUCEIRO
bre contemporáneo del progreso, idea a la que el esceptlctsmo
de la postmodernidad parece haber despojado de sus contenidos
míticos. Modernización sustituye a «progreso», agregando a los contenidos semánticos originarios una carga
significativa de

fuerte
acento voluntarista y tecnocrático. Problemas clásicos
para las
ciencias

sociales de la Ilustración, tales como el sentido de la
histotia, las antinomias entre orden y progreso,
la cuestión del
factor social dominante o el debate sobre la naturaleza de las
leyes de la evolución social, se ven así superados y sustituidos
por una
teoría global

de la modernización, construida sobre la
base del presupuesto implícito de
la evolución constante e irre­
versible de las sociedades hacia una democratización fundamen­ tal de sus condiciones de vida.
Mucho se ha escrito acerca de las presuposiciones ideológicas
de esta concepción. Particularmente sobre su etnocentrismo oc­
cidentalista, sobre la circularidad de la argumentación en que se
apoya y aun sobre
el complejo de intereses a los que esta teo­
ría presta

cobertura ideológica. Al margen de ello, cabe detener­
se en algunos aspectos de su génesis y manifestación que revis­
ten interés para el
tratamiento de

la cuestión que nos ocupa.
Ante todo, la cuestión de los orígenes.
Es sabido

que entre 1890
y 1920 se manifiesta toda una generación de pensadores diver­
sos, cuyo

signo común es el propósito común de
reemplazar la
filosofía

del progreso, que sirviera de base a las modernas ideo­
logías revolucionarias, por una teoría rigurosa de las condiciones sociales y culturales de la modernidad.
Teoría rigurosa

en
el
sentido de teoría dotada de un soporte empírico que hiciera po­
sible su generalización a situaciones nuevas y, sobre todo, a áreas de la civilización cuyo proceso histórico no era
evidente­
mente el vivido por las culturas políticas occidentales más avan­
zadas. Nombres como los de Tarde, Sorel, Pareto, Tonnies,
Mosca, Freud, Veblen, Simmel, Bergson o
Durloheim podrían
ser situados, por sobre una enorme diversidad de intereses teó­ ricos, en esta linea de pensamiento. Así, por ejemplo, Troeltsch
o Weber analizaron
el significado del protestatismo en las bases
de la cultura del capitalismo; Simmel las vinculaciones del fenó-
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MODBRNIZACION Y CULTURA
meno del dinero con los procesos de urbanización y expansión
de la vida metropolitana; Michels la especificidad de los fenó­
menos modernos de asociación y agregación de intereses en el
plano político y Durkheim o Freud el valor del análisis de los
fenómenos sociales primitivos como fuente para un estudio de
los fundamentos de
la cohesión social en las sociedades mo­
dernas. El impacto de esta preocupación de las ciencias sociales so­
bre la cultura política de los países occidentales se reflejó bási­
camente a través de la aparición de una nueva -noción de «mo­
derno» y «modernización». Se advierte así el tránsito desde una
noción débil de lo moderno -asociado a una imagen hasta cierto punto cronológica, de
amplia raigambre

en el pensamien­
to occidental, en la que lo moderno sustituye a lo antiguo o aun
a lo clásico -hacia una noción fuerte
-en la que lo moderno
asume el conjunto de notas propias del proceso general de ra­
cionalización de las estructuras sociales, culturales e instituciona­
les-. Moderno
y modernización son así sinónitnos de autonomía
y secularización creciente de las estructuras culturales e institu­
cionales.
Hacia
finales de

los años 50
y principios de los 60, esta co­
rriente de pensamiento, nutrida de factores intelectuales diver­ sos, provenientes en parte de la tradición fundamental de la so­
ciología, del neoevolucionismo de raíz spenceriana, del psicoaná­
lisis freudiano
y de la itnpronta filosófica del empirismo, logró
sus mayores cotas de articulación bajo la forma de una teoría
general del cambio y la modernización. Teoría que pretendía ser,
a un tiempo, rigurosamente empírica -apartada y autonomiza­
da la filosofía, la historia o la jurisprudencia-
y libre de valo­
res. Volcada, en consecuencia, a
la elaboración de tipologías y
clasificaciones fundadas en
definiciones meramente
operativas
y
con propósitos de orden eminentemente metodológicos. La po­
lítica fue así individualizada como una variable independiente y autonomizada de la historia, la moral, la cultura o
la economía
política que opera como una fuerza
instrumental, modeladora-
del
cambio y de
la modernización. Sería más bien un agente de rup-
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ENRIQUE ZULETA PUCEIRO
wr11, y discontinuidad del orden establecido y de instauración
de condiciones
instiwcionales y
sociales radicalmente nuevas, en
las que
el modelo de las democracias anglosajonas .opera como
presupuesto implícito indiscutido.
La modernización es vista así como un fenómeno social ob­
jetivo y, al mismo tiempo, como un ideal normativo subrepticio
y no confesado. El cuadro descriptivo que esboza la teoría tiene
una pretensión de neutralidad valorativa que apenas cubre, sin
embargo, su propuesta prescriptiva de fondo. Los rasgos que se
predican del fenómeno de modernización creciente de las socie­
dades modernas serían los siguientes:
a) Incremento de los procesos de difetenciación social. Nue­
vos fenómenos sociales generan nuevos protagonistas y nuevos
tipos de organización social, definidos por su especialización. En
un contexto de mayor complejidad estructural de las sociedades,
la división social del trabajo exige nuevos papeles, nuevas fun­
ciones y, naturalmente, diversificación creciente de la estructura social e institucional. La sociedad pietde la imagen
piramidal y
se

multiplican sus centros de poder.
b) Surgimiento de nuevas formas de asignación de autori­
dad
y recursos sociales, en las que las formas tradicionales -he­
reditarias, familiares, carismáticas, privilegios, adscripción natu­
ral, costumbres, etc.- se ven supetadas por formas basadas en
procesos de legitimación racional, asociados a ideas como las de
consenso, logro
y éxito personal o eficacia funcional. Atenua­
ción de la relevancia institucional de los cuerpos intermedios de
base natural.
e) Surgimiento de nuevas formas de identificación y leal­
tad política, sustitutivas de las formas de lealtad carismática o
tradicional. Consecuentemente, aparición de nuevas esfetas ins­
titucionales de regulación social, basadas en genetal en la ima­
gen del mercado y del equilibrio entre ofetta y demanda
eco­
nómica, social, institucional o electoral, en las que la idea de legitimación a través del respeto a los procedimientos desempeña
un papel central. Más
allá de diferencias históricas, étnicas o socio-culturales,
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MODERNIZACION Y CULTURA
el proceso global de moderrización representa -se dice- una
tendencia universal de las sociedades modernas, en parte im­
pulsada por
la racionalidad inherente a los procesos sociales y,
en parte, impulsada por la razón y voluntad política de los Es­
tados, que en tal sentido abandonan su condición
de espectado­
res de la vida social para involucrarse integralmente a través
del desarrollo de políticas públicas explícitamente orientadas al
objetivo de la modernización. La
ideología de la modernización
deviene así
política de la modernización.
En este plano, la idea de modernización resulta ínescindible
de las manifestaciones
modernas del
fenómeno burocrático. Los
rasgos anteriormente apuntados exhiben un correlato en
la or­
ganización del Estado, que
podría sintetizarse

del siguiente modo:
a) Debilitamiento de las élites tradicionales y de las for­
mas tradicionales de legitimación política de los cuerpos inter­
medios, con la consiguiente reclusión de los mismos dentro del
ámbito de las actividades no públicas.
b) Desarrollo de una estructura política altamente diferen­
ciada en
términos institucionales,
con la primacía de
las activi­
dades centrales, corporizadas por
el Estado en lo que a las fun­
ciones legislativas, administrativas, gubernativas
y de planifica­
ción se refiere.
e) Nuevas formas de difusión del poder pol!tico potencial
a grupos cada vez más amplios
de la sociedad, sobre la base de
una ampliación creciente de los mecanismos y procedimientos
de la democracia formal -representación, sufragio, participación
electoral
y generalización de mecanismos de consulta directa-.
En
el escenario de una sociedad masificada, el Estado exhibe
un

crecimiento exponencial en sus aparatos
y funciones. Sin em­
bargo, no por ello gana en fortaleza, puesto que al proceso cen­
trípeto de centralización del poder
y burocratización autoritaria
cabe oponer
el proceso inverso, esto es, centrífugo, de distribu­
ción formal de oportunidades participativas
y de distribución
material de poder político. La estatización deviene, al mismo
tiempo, corporativización. La publicización de lo privado se ve
neutralizada por la privatización de lo público. El impulso mo-
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ENRIQUE ZULETA PUCEIRO
dernizador es, en principio, centralizador, pero pronto da paso
a impulsos

complementarios provenientes de los nuevos actores
de
la escena social -partidos, sindicatos, organizaciones de in­
tereses, medios de comunicación, etc.-.
El proceso de modernizaci6n desencadena así fuerzas y pro­
cesos nuevos que .bien pronto revierten sobre el Estado desa­
fiando su capacidad de control
y gobierno. Los feo6menos de
urbanización y expansión de los
s;stemas de
comunicaciones, la
primacía de nuevas formas de racionalidad tecnológica y los
efectos
de la industrialización avanzada, no sólo vienen a satis­
facer demandas sociales, sino que bien pronto alimentan el cre­
cimiento de nuevas expectativas que se vuelven hacia el Estado
en búsqueda de satisfacción. El Estado crece precisamente en función de su necesidad de dar satisfacción a este
círculo de

ex­
pectativas crecientes y
de· proceder

además a la incorporación de
las nuevas fuerzas, valores, comportamientos, etc. que este cír­
culo vicioso genera. Las relaciones entre cultura de masas y procesos de moderni­
zación encuentran precisamente en este punto sus niveles mayo­
res de fricción. La cultura de masas reconoce en los sectores que
protagonizan
la revolución de las expectativas crecientes su su­
jeto histórico principal. Su impulso secularizador no reconoce lí­
mites y se realiza plenamente precisamente en
la medida en que
amplía sus proyecciones
y se traslada al plano de las actitudes y
comportamientos políticos. El efecto de ello es, precisamente, el
incremento incesante
de las demandas de participación y distri­
bución, dirigidas hacia un Estado que es cada vez más impotente
para satisfacerlas. Lejos de contribuir a la consolidación de la
racionalidad democrática, la cultura de la
modernización supone
un

desafío que hace a la propia existencia del Estado moderni­
zador. La explosión de la complejidad no encuentra contraparti­
da en un mejoramiento en la capacidad de gobierno del Estado.
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MODERNIZACION Y CULTURA
III
Interesa destacar que, de este modo, se produce una quiebra
en la imagen de las relaciones entre
cultura y sociedad heredada
de las
grandes ideologías

del siglo xvm y
XIX. Esta imagen exhi­
bía a la sociedad como un tejido o bien como una totalidad or­
gánica, estructurada de modo mecánico sobre la base de un prin­
cipio interno -como ha indicado D. Bell, esta es la función que cumplen ideas como las de Espíritu
Ob¡etivo (Hegel), Volksgeist
(romanticismo

alemán), Interis (economía clásica) o Modo de
producción
(Marx}-. La

evolución social podía, así, ser conce­
bida como la
revelación histórica

o el desarrollo orgánico y pro­
gresivo de tales principios internos. Cultura, poder, instituciones
y economía se interpenetrao en función de una unidad sustan­
cial subyacente, representada por los principios aludidos. Así,
por ejemplo, la cultura pudo ser vista desde el
marxismo como
expresión

del estado de las relaciones de producción o, bien,
para
la Escuela Histórica, como la expresión del Volkigeist.
Por
sobre la

diversidad de concepciones, las construcciones alu­
didas reflejao, acaso, la imagen del orden primordial, presente
en las graodes religiones, trasladado ahora a la imagen
del prin­
ciplci orgánico

de organización social.
En el contexto de la sociedad de masas esta idea de la
uni­
dad orgánica de la vida social experimenta una fractura profun­
da. D. Bell subraya la especificación
y luego separación creciente
de tres esferas distintas de !a existencia social, orientadas por
principios axiales diferentes
y que se desenvuelven mediaote ló­
gicas

igualmente específicas
y, en última instancia, aotagónicas.
Explica
Bell que en las sociedades modemas, la economía tiende
a
regirse por principios de eficiencia, especialización y
maximi­
zación.
Su

estructura axial es la buracratización. En el ámbito
polítioo tiende a imperar, en cambio, el principio de la igualdad
-proyectada a aspectos tales como las oportunidades,
el acceso
al poder, los
recursos y

aun los resultados
y beneficios. La es­
tructura
axiwl resuhante es la participación. En el ámbito de la
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ENRIQUE ZULETA PUCEIRO
cultura, el principio que tiende a primar es el de la autorreali­
zación del yo en sus formas más extremas.
Proyectado este cuadro al ámbito de las contradicciones so­
ciales, se advierte el
carácter antagónico

de los principios y es­
tructuras
resultantes. El

impulso burocrático choca con el im­
pulso hacia la participación, en tanto que, por su parte, el
afán
de

autogratificación y hedonismo implícitos en el impulso de
autorrealización del yo tienden a gestar una cultura que se opone
frontalmente a la ética laboral del ascetismo mundano implícita
en la estructura del mundo económico.
Lo mismo ocurre con
respecto al ámbito político, donde la demanda ilimitada de auto­
rrealización pugna con el principio de igualdad. La realidad so­
cial pierde así su carácter
de totalidad orgánica y cobra un as­
pecto esencialmente antagónico y conflictivo. El equilibrio so­
cial no es así la condición natural del cuerpo social, sino el
re­
sultado

transitorio de una suerte de empate entre impulsos to­
tahnente contrapuestos. El conflicto es así la condición perma­
nente de las sociedades modernas.
La imagen de la «sobrecarga» en el sistema institucional pa­
rece hoy ser compartida por todos los análisis de la crisis, sea
cual sea su signo ideológico. Sobrecarga de demandas que no sólo reviste un aspecto cuantitativo, sino que adquiere una di­
mensión cualitativa, acorde con los nuevos sujetos, procesos y
temas que cobran protagonismo. En el fondo, se trata de una
auténtica metamorfosis de la política, de sus temas propios y de
las condiciones bajo las cuales se avizoran o esperan respuestas.
Esto implica en alto grado a la teoría de la modernización, ya
que
· ha

sido precisamente la índole y alcances de su promesa
transformadora la que
ha legitimado la explosión

de las expec­
tativas y, a la postre, su carácter
de no negociable. Por otra par­
te, el carácter de novedad cualitativa de las demandas sociales
desnuda las propias insuficiencias de la burocracia estatal, ca­
rente no sólo de instrumentos y recursos suficientes para satisfa­
cerlas sino, sobre todo, de una cultura apta para la comprensión
elemental de los procesos en curso.
La cultura de la moderniza­
ción se basa en la imagen de un Estado optimista que avanza
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MODERNIZACION Y CULTURA
en el seno de una sociedad atrasada e inerte que es necesario
movilizar y activar. La realidad es hoy, sin embargo, radicalmen­
te diferente. Un Estado débil, inerme y sobrecargado, parece
cada
vez más

impotente frente a una sociedad cada vez más
compleja y convnlsionada. Tampoco
parece ya

sostenible la ideo­
logía de la separación entre
el Estado (aparato) y la Sociedad
(mercado despolitizado
y autorregulado).
Desde
el Estado --comprendido el sistema educativo y las
instituciones públicas de producción cultural-
continúa difun­
diéndose

la ideología de la modernización --con su afirmación
de los impuJsos autonomizadores de la política, de secularización
y de igualitarismo--. Desde la sociedad -comprendidas las par­
tes
involucradas en
1: puja distributiva y las instituciones pri­
vadas de producción cultural- se reclama, en cambio, la pri­
macía de valores postmaterialistas, el retorno al orden natural,
la recuperación de instancias de autoridad natural que, al menos,
por un imperativo de supervivencia social queden al margen
de
la critica secularizadora. De este modo tiende a profundizar­
se
un movimiento de reJlujo que de algún modo evidencia la
existencia de lo que, en algún momento, se denominó
«límites
sociales

al desarrollo». Las sociedades parecen alternar momen­
tos de expansión ilimitada de las expectativas de participación
y movilización pública con momentos de introspección en la
perspectiva del interés privado y, consecuentemente, de desin­ terés y apartamiento de la escena pública. Aquejada por la so­
brecarga de antagonismos
y frustraciones de la modernización,
la conciencia contemporánea parece buscar alternativas de equi­
librio
y recuperación del orden perdido. La idea de un «nuevo
contrato social» (Rawls, Mell, Bobbio) se esboza así como
la al­
ternativa de salida de un cuadro de antagonismos ya virtual­
mente insostenible.
En
el terreno de los hechos, el enfrentamiento se ve sin em­
bargo profundizado. La lógica inherente a la cultura es
la lógi­
ca de
la secularización y su impulso natural tiende al desencan­
tamiento del mundo a través de
la superación racional de todo
núcleo prescriptivo o principio de organizaci6n con pretensiones
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de legitimidad absoluta. La lógica inherente al mundo económi­
co es la de los intereses, para la cual aún parece
posible el
re­
conocimiento de ciertos principios básicos que, al menos provi­
soriamente, hagan admisible y posible la negociación -tal como
lo demuestra, por ejemplo, el caso de las alianzas frecuentes en­ tre el neoliberalismo económico
y el autoritarismo político----.
su parte, la
lógica inherente

a la política es la de la democracia,
vaciada ya de ese poderoso contenido de
religión civil

que ex­
hibió en

sus orígenes
y reducida más bien a la condición de una
regla de juego para la
orgamzación y distribución del poder po­
lítico. El choque entre estos principios
y lógicas contrapuestas
explica, en buena parte, el conjunto de
f~ómenos a
través de
los cuales se expresa la crisis de «gobemabilidad» de las de­
mocracias avanzadas. Se abren, sin embargo, ciertos
interrogan­
tes

de fondo.
¿Hasta qué punto las reglas de juego de la democracia for­
mal
podrán· mantenerse sin el concurso de una ética civil de b~se
como

la que sustentó el deber de obediencia al derecho en la
época fundacional? ¿Hasta qué punto la
lógica de

los intere­
ses podrá

detenerse ante las barreras meramente procedimentales
de la formaci6n de la voluntad pública democrática sin que la
complejidad del
· conflicto

demande otras
fórmulas acordes
con
]a racionalidad económica y el peso de las fuerzas enfrentadas?
¿Cabe acaso una conciliación permanente y medianamente esta­
ble entre los impulsos de participación
y los principios de igual­
dad formal propios de la institucionalidad democrática? ¿Podrá,
acaso, el principio de legitimación a través
de los procedimientos
ofrecer una alternativa institucional
válida y estable al primado
creciente de la legitimidad fundacional y a las
exigencias de efi­
cacia de la racionalidad insttumental? Son cuestiones que, al margen de los problemas conceptuales que encierran, sinterizan
en buena medida el estado actual del conflicto
y que explican,
al mismo tiempo, la crisis
de la ideología de la modermzación.
160
Fundaci\363n Speiro

MODERNIZACION Y CULTIJRA
IV
Planteados ya los términos en que cabe hoy pensat las rda­
ciones entre cultura y modernización, ¿cabe, acaso, una pers­
pectiva cristiana de
los problemas

hasta
d momento
esbozados?
La pregunta resulta claramente pertinente en el
m~rco de

estas
jornadas y es susceptible, en principio, de una respuesta positi­
va. La Iglesia ha reflexionado largamente sobre las condiciones de
la cultura en los procesos de modernización, partiendo de una
teología
y una metafísica de la cultura plenamente desarrolladas.
Acaso sea
Juan Pablo II quien con mayor énfasis haya subraya­
do
d papel

esencial que cabe a la cultura en la formulación de
respuestas a las consecuencias despersonalizadoras de
la masifi­
cación social. Pape[ activo
y dinámico, comprometido de modo
efectivo en la transformación social. «La dimensión concreta de
la catolicidad» -escribe recientemente en Slavorum Apostoli­
« ... no es algo estático, fuera del dato histórico y de una uni­
formidad sin relieve, sino que surge
y. se
desarrolla en un cierto
sentido, cotidianamente, como una novedad a partir
de la fe
unánime de todos los que creen en Dios uno y trino, revdado
por Jesucristo
y predicado por la Iglesia con la fuerza del Es­
píritu Santo»
(cit., núm. 18). La catolicidad de la Iglesia -con­
tinúa-

«se manifiesta también en la corresponsabilidad activa
y en la colaboración generosa de todos a favor del hien común. La Iglesia realiza en todas partes su propia universalidad aco­
giendo, uniendo
y devando, en el modo . en que le es propio y
con
s.olicitud

maternal, todo valor humano auténtico»
(cit., nú­
mero 19). Su idea de «inculturación» -encarnación del evan­
gelio en las culturas históricas- es la base de una teología de la cultura no codificada
ni dogmática, y abierta, en cambio, a la
diversidad integral
dd fenómeno

humano.
Esta reflexión se inserta, por otra patte, en una tradición
de pensamiento
y en una implantación de la problemática de la
cultura que reviste catácter permanente. El dato central está cons­
tituido por una
conciencia del cambio. La Constitución Gaudium
161
Fundaci\363n Speiro

ENRIQUE ZULETA PUCEIRO
et Spes habla de una «nueva época en la historia humana», ca­
racterizada por
cambios profundos y acelerados que progresiva­
mente se extienden al U:niverso entero: urbanización, migracio­
nes masivas, expansión de los medios d.e comunicación social,
aceleración del proceso histórico, progreso económico y técnico,
cambios de mentalidad
y estructuras sociales (núms. 4 a 6). El
impacto de las transformaciones introduce no sólo nuevas opor­
tunidades vitales, sino también desequilibrios profundos, deri­
vados de la asincronfa entre progreso técnico y exigencias de la
conciencia moral, de los choques étnicos, de sexo
y de con­
dición social
y de una conciencia creciente acerca de las injus­
ticias y de los obstáculos que se oponen a un desarrollo pleno
y cabal de la condición humana (núm. 9).
A
partir de

este diagnóstico básico, la doctrina de la Iglesia ha
señalado algunos problemas centrales suscitados por la genetaliza­
ción del proceso de modernización. Uno de ellos es el deriva­
do del choque de civilizaciones. El impacto de las innovaciones
introducidas por
la civilización industrial sobre las civilizacio­
nes tradicionales afecta hondamente el equilibrio de las socie­
dades. A ello se suma el conflicto generacional que cristaliza bajo
la forma de un dilema crucial: o consetvar instituciones y creen­
cias ancestrales y renunciar al progreso, o abrirse a las técnicas
y civilizaciones que vienen de fuera, pero rechazando con las tra­
diciones del pasado toda su riqueza humana. De hecho -ex­
plica Populorum progressio--· «los apoyos morales, espirituales
y religiosos del pasado ceden con mucha frecuencia, sin que por
eso mismo esté asegurada
la inserción en el mundo nuevo~
(cit., núm. 10). En este choque ve la Iglesia el fermento de ex­
plosiones de· mesianismo utópico, con su secuela d.e agitaciones
insurrecionales y deslizamiento hacia ideologías totalitarias.
La perspectiva
de la
tentación totalitaria no es por
cierto la
única

avizorada por este diagnóstico. Existen otras cuestiones
aún más profundas para las que la ideología de
la moderniza­
ción
parece carecer

de respuesta. Ante todo el problema de la
tradici6n:
¿c6mo favorecer el dinamismo y

expansión de la nue­
va cultura con lo que de apertura a nuevos horizontes de
reali·
162
Fundaci\363n Speiro

MODERNIZACION Y CULTURA
zación humana lleva implícito, sin que perezca la fidelidad viva
a herencias tradicionales cuyo valor se ve, incluso, realzado en
el contexto de las nuevas circunstancias? Junto a ello, el proble­
ma del equilibrio: ¿cómo conciliar la especialización técnica in­
dispensable para
asumir en
todas sus dimensiones la revolución
científica con una actitud de contemplación y admiración que
hagan posible la sabiduría?
Y ya en el plano de la participación:
¿cómo hacer posible el acceso de las masas a una cultura com­
pleja y desarrollada sin por ello acentuar la paradógica vulne­
rabilidad y dependencia creciente de las mismas
en las socie­
dades modernas? (Gaudium et Spes, núm. 56).
La respuesta del Magisterio
podría centrarse en una idea
básica:
personalización de la cultura. «En el mundo visible ------- Juan

Pablo II
en su Discurso en la UNESCO--el hombre es el
único sujeto óntico de la cultura y es también su único objeto
y término» ... «la cultura hace referencia a la naturaleza del hombre y sólo secundaria o indirectamente a sus productos».
Es
decir, primacía

del hombre único, completo e indivisible. Su­
jeto y artífice de la cultura, «en
el conjunto integral de su sub­
jetividad

espiritual
y material». Desde este punto de vista, la
cultura es perfección de la persona, en su doble dimensión in­
dividual
y social. La persona no puede ser concebida como un
producto cultural puesto que
es ella misma el presupuesto de
toda cultura.
Este reenvío de la cuestión de
la cultura al ámbito de la me­
tafísica de la persona permite identificar .una segunda idea
bá­
sica: la de la primacla de la libertad. La libertad es, precisamen­
te, condición para la perfección de la persona y, al mismo tiem­
po, reconocimiento de su naturaleza racional y social. De esta
naturaleza
emana la
cultura, cuya suerte queda esencialmente
comlicionada por la libertad. Es por ello que -como dice
Gau­
dium

et Spes-
la cultura tiene necesidad de una justa libertad
para desarrollarse y de una legítima autonomía en el obrar
se­
gún sus propios principios. Tiene, por tanto, derecho al respeto
y goza de una cierta inviolabilidad, quedando evidentemente a
salvo los derechos de la persona y de la sociedad, particular o
163
Fundaci\363n Speiro

ENRIQUE ZUIETA PUCEIRO
mundial, dentro de los límites del bien común (cit., núm. 59).
Existe, pues, una justa autonomía de la cultuta humana, que funda a su vez el debet de las autoridades públicas de fomentat
las condiciones
y ayudas pata su más amplia difusión. La con­
trapartida
de esta legitimidad moral de la cultura es su ejercicio
responsable
y su independencia de los poderes políticos o eco­
nómicos que puedan
uúlizatla con finalidades de manipulación
social.
El papel de la cultura está así vinculado al deber de promo­
ción de la persona en su integralidad, esto es, en sus dimensio­
nes de inteligencia, voluntad o fraternidad. Deber que está en
la base de
esa. alianza

o reconciliación entre ciencia
y conciencia
indispensable para que sea posible
-=mo expresa

Juan Pablo
II-la prioridad de la ética sobre la técnica, el reinado del
hombre sobre las cosas
y la superioridad del espíritu sobre la
materia.
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