Índice de contenidos
Número 243-244
Serie XXV
- Textos Pontificios
-
Estudios
-
Los católicos y la vocación política
-
La crisis del derecho penal
-
Agonía y esperanza de la Iglesia en México
-
El orden en la ciudad y el urbanismo
-
A propósito de una obra sobre la religión de Shiva
-
El pensamiento occidental cristiano
-
Joseph de Maistre y sus «Consideraciones sobre Francia»
-
La tenaz leyenda de un Tito «nacionalista»
-
Democracia orgánica, viabilidad del modelo político y utopía en Eugenio Vegas Latapié. I. Puntualizaciones sobre Eugenio Vegas
-
Democracia orgánica, viabilidad del modelo político y utopía en Eugenio Vegas Latapié. II. Respuesta a Gonzalo Fernández de la Mora
-
- Actas
- Información bibliográfica
- Crónicas

Autores
1986
La crisis del derecho penal
LA CRISIS DEL DERECHO PENAL
POR
ALVARO n'ORS
SUMARIO: I. El origen de la sustantividad sistemática del Derecho pe
nal.-!!. Justicia y venganza.-III. El fin del Derecho penal.
IV. Pena vindicativa y pena ¡,reventiva.-V. Culpa personal y culpa
socilil.-VI. La victimología.-VIL Otra vez el terrorismo.-VIII. El
castigo, nuevo delito.-IX Conclusi6n.
l. El origen de la sustantividad sistemática del Derecho
penal
El emperador Justiniano, en una constitución del año 533,
por
la que promulgaba el Digesto (const. Tanta), al explicar la
división en siete partes --el número siete es universalmente re
conocido como el más
pleno y perfecto, pues une a la perfec
ción divina del tres la mundanal de los cuatro elementos, uno
de los cuales,
el fuego, es también el que representa al espíri
tu-en que se había dividido el conjunto de los cincuenta libros
del
Digesto, llama a los libros 47
y 48 «libri te.rtibiles» porque
«contienen toda la severidad de las penas». En efecto, se trata
en esos dos libros de los «crímenes» públicos, castigados con pe
nas graves, incluso la muerte, el «supplicium», pero también
aquellos otros «delitos» privados, como es principalmente el hur
to, que se sancionaba tradicionalmente
.con penas
tan sólo pe
cuniarias, pero que, aun siendo para el ofendido, se considera
ban como
aflictivas, por lo que el delito de daños en cosas aje
nas, en
el que la pena no se distingu!a claramente de la simple
indemnización, no entra en estos libros «terribles», sino en el
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Fundaci\363n Speiro
ALVARO D'ORS
libro 9, entre los daños causados por animales y los causados
por lo que cae a la calle, casos de responsabilidad objetiva extraños al campo de lo criminal. A este régimen penal privado, de penas pecuniarias aflictivas
-por ejemplo, el doble
del valor de la cosa
hurtada, además de
· la
acción, real o personal, reipersecutoria del valor sustraído
se había añadido ya hacia
un par de siglos una posible persecu
ción pública que, como era previsible, acabaría por desplazar la
acción privada, y por eso los compiladores del Digesto no
tu
vieron inconveniente en juntar esos delitos privados con los crí
menes
. públicos,
dentro de esos libros «terribles», aunque los
textos
clásicos recogidos alli signieran hablando, en su caso, de
las antiguas acciones privadas. Después de todo se trataba siem
pre de penas aflictivas, cuya finalidad era castigar debidamente
la maldad del autor de un delito. Y, también, en su Código,
· reúne
Justiniano la materia penal en uno, el noveno, de
los doce
libros
de aquella parte del «Corpus
Iuris», Sin
embargo, la sus
tantividad del Derecho penal no era muy definida, pues esa ma
teria se consideraba desde el punto de vista del procedimiento
pertinente. No hay que olvidar que,
en su
sentido latino origi
nario, «crimen» es la misma reclamación judicial, querella o que rimonia por un acto
-que
merece un castigo público.
Es interesante obs~tvar, a éste respecto, cómo en la primera
división sistemática del derecho canónico, en el «Breviarium»,
de Bernardo
de Pavía,. en el· siglo XIII, se di~tinguen cinco par
tes ~«iudex», «indicia», «cleros», «connubia», «crimen»-, y
es alli donde ·vemos ya la materia penal («crimina») distanciada
de
la procesal ( «indicia») -por «iudex» se entendía la potestad
de «jurisdicción» ( como se signió llamando en la Iglesia hasta
que se ha introducido ahora
el término «gobierno», «régimen»
en latín); por «clerus» ya se entiende de qué se trata, y bajo
«connubia» entraba lo referente al laicado, pues
lo más propio
de los laicos, en el derecho de la Iglesia, era que se casaban-,
y es entonces cuando parece perfilarse el concepto sustantivo de
Derecho
· penal.
Era congruente con la naturaleza del Derecho
canónico que se diera allí esa sustantividad de
la materia penal,
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Fundaci\363n Speiro
LA CRISIS DEL DERECHO PENAL
dada la importancia que para la disciplina eclesiástica tenía ne
cesariamente
la . noción de pecado; pero sobre esto hemos de
volver.
Así, pues,
el derecho secular debe al canónico esta separación
del Derecho penal respecto al procesal. Y la Iglesia mantuvo esta
separación, a pesar de haber recibido, por
la obra institucional
de Lancelotti,. en el siglo
XVI, la escolástica tripartición gayana
de «personas-cosas-acciones~--(que, a_ pesar ·de las apariencias, si
gue ordenando el nuevo Código canónico de 1983, de siete li
bros, como el
anterior de
cinco), en la que los crímenes sólo
podían quedar
atraídos· P9r las
acciones penales de la tercera
parte, ya que se trataba de una división escolástica,
ajustada tan
sólo
al «ius civile» y absolutamente ex;trafia a lo criminal. Ya
el Código pío-benedictino del año 1917, a pesar de haber acep
tado esta
tripartición gayana
(no se debe llamar «romana»), dis
tinguía un libro 4 de acciones, el
procedimento, y
el siguiente,
el 5, que es
el de las penas.por los delitos. El nuevo Código del
83, al haber reducido enormemente lo
penal, pót influencia del
fenómeno
secular contemporáneo
al que nos referimos en este
artículo, se limitó a invertir el orden de estos dos libros,
de. for
ma
que el exiguo
libro penal
(bajo el
eufemismo de
«las san
ciones») precede,
algo vergonzantemente, al último sobre el pro
cedimiento; pero con ello se ha acentuado aún más la sustanti
vidad
.de lo
penal respecto a lo procesal. Es interesante, decimos,
observar este origen canónico
.de la sustantividad del Derecho
penal,
porque está en relación muy directa con el tema que ahora
nos ocupa, de
la crisis del Derecho penal.
2. J ustieia y venganza.
Como decimos, el punto de partida para el Derecho penal
:es la noción de pecado. No sólo en la doctrina cristiana, sino
también en aquellos barruntos de
la Verdad que suelen haber
alcanzado los pueblos paganos, es claro que el delito merece· una
pena, que el autor de un delito debe ser afligido con un castigo
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ALVARO D'ORS
pot su maldad. Corresponde a un instinto universal de justicia
que sea así, y
tal sentimiento se apoya en una verdad teológica
que es
la del Juicio divino final, por el que se premia a los bue
nos y se castiga a
los malos.
Una idea, si se quiere, elemental,
pero natural en la mente humana: Hay, pues, una coincidencia entre este
sentimiento instintivo
universal y la Verdad teoló
gica, como es siempre la Verdad propiamente dicha.
La dificultad se presenta, claro está, en el ajuste o desajuste
de la justicia que pueden hacer los hombres en comparación con
la superior, definitiva e infalible de Dios, concretamente la de
Jesucristo, Juez, además de Rey y
Legislador.
Jesucristo
mismo, en su vida terrenal se abstuvo delibera
damente de
juzgar -es
el
caso de
la mujer adúltera y el de los
hermanos que le requerían
para dividir
la herencia paterna-,
precisamente porque su función judicial era de ultimísima ins
tancia y total y universal, y hubiera sido indigno rebajarla para
resolver cualquier pequeño litigio penal o civil del momento. Cuando, por otro lado, dice Jesucristo que no juzguemos para
que no seamos juzgados, esto, evidentemente, no implica una ab
soluta prohibición de juzgar, pues, sin juicios, incluso para hacer
cumplir el orden natural establecido por el mismo Dios para el
hombre después del Pecado original, la vida social sería
. del
· todo
inviable. Y la
Reavelación está
toda ella llena ·de alusiones
al respeto que debemos a la «espada» de la Justicia constituida en cualquier organización social. Por ello mismo; también
la
Iglesia, fundada en el orden divino, ha tenido siempre sus ins
tancias judiciales para sancionar la conducta de sus fieles, no
sól~
en
el fuero interno, sino también en el externo, mediante las
penas congruentes con sus posibilidades de coacción. El instinto humano de justicia lleva, pues, por
,sí mismo,
a la
idea de castigo
y, en su forma más primitiva, al de la venganza
persona,!. Sólo
la sublimidad del mensaje cristiano superó ese
instinto mediante
la organización de una renuncia a la vengan
za privada,
sustituida por el procedimiento público organizado
por la sociedad, pero esta represión social no debe faltar. Hay
ahí como un reflejo de la verdad teol6gica, de que los delitos
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LA CRISIS DEL DERECHO PENAL
perdonados por sus víctimas no dejarán, por ello, de ser castigados por el Juez divino, pues todo delito, por cuanto
es un
pecado,
constituye una ofensa a
Dios y
merece por ello el de
bido castigo; por más que la Misericordia divina haya providen
cialmente instituido un sacramento del arrepentimiento perso nal, de la Penitencia confesada;
por el que. el pecado· puede que
dar borrado sin más secuela que una eventual condena de
s.enti
do
temporal en el .Purgatorio.
3. El fin del Derecho penal.
En la organización de la represión judicial de
. los
delitos,
que es
lo que llamamos «Derecho penal», aunque esté presente
la necesidad social de castigar a los delincuentes, incluso, como
decimos,
cuando la
ofensa
ha sido privadamente perdonada, hay
un fin
más concreto, si lo consideramos históricamente, que es
el de fijar las penas correspondientes a
cada tipo
de delito; por
eso es el «derecho de las penas». En este sentido, supone un
gran progreso de la civilización, pues viene a sustituir la posible
venganza instintiva del ofendido por un orden de penas limita das y socialmente controladas. Y a el mismo talión, que nos pa
rece primitivo y brutal -la
popularment~ llamada
«ley del ta
lión», del «ojo por ojo y diente por
diente»-fue,
en su mo
mento histórico, un progreso,
púes vino
a limitar la espontánea
venganza. Porque la
venganza .es, por
sí misma, desmesurada, y
tiende a causar un sufrimiento superior al recibido, de modo que el que ha perdido un
ojo puede
tender a quitar
la vida o dejar
ciego de los dos ojos al agresor, pero
el talión le impide tales
desmanes, limitando el alcance de su natural instinto de ven
ganza_
Es conocido el precepto de las XII Tablas, del siglo v antes
de Jesucristo, por el que, en caso de fracturas corporales sin mu
tilación, se impone la tasa del talión, a no ser que el ofendido y
el ofensor convengan sustituir tal venganza por una composición·
pecuniaria, por una pena convencional
y todavía no legalmente
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ALVARO D'ORS
impuesta, mientras que para las pequeñas afrentas corporales, la
ley imponía ya una
pena pecuniaria
que,
por cierto,
iba a quedar,
con el tiempo,· ridículamente disminuida por la devaluación de·
la moneda y, por ello, acabó siendo sustituida tal sanción por la
de
~ nuevá acción pretoria de estimación judicial variable.
Un momento, ese de las XII Tablas, que nos muestra el
trán-.
sifo
de la venganza privada al de la pena legal.
Así, pues, si consideramos el
Derecho penal
desde una·
pers
pectiva histórica, como debe ser siempre la. de un jurista, po
demos concluir que la finalidad del Derecho penal no es tanto
la
-de imponer
unas penas a los delincuentes cuanto la de eliminar
la venganza privada desmesurada mediante la fijación legal de
penas proporcionadas
en vez de la
venganfa. En
este
sentido, el
Derecho
penal puede ser considerado como un derecho defensor
de los delincuentes, pues limita
la licitud de la natural vengan
za
por parte de la misma víctima o de sus familiares o adictos;
defiende, en efecto, al delincuente contra
la e_ventual venganza
de la sangre o la del mismo ofendido por cualquier delito.
Algo de esto hemos podido ver en tiempos
más recientes
respecto
al
crhnen de
adulterio. Según una antigua costumbre,
el marido ultrajado sólo· podía matar al autor del delito sorpren
dido
in fraganti cuando mataba también a la mujer, y viceversa.
Había también ahí una cierta limitación, pues el matar a los dos,
aunque parezca más grave. que matar a
uµo solo,
es mucho
más
difícil,
sobre todo que matar sólo a la mujer, ya que el adúltero
procuraba huir antes que defenderla. Lo que la legislación vino
a imponer fue una pena en vez de esa venganza privada, dejan
do acaso como única secuela de ésta una atenuante para
el ho
micidio
causado por el marido ofendido.
Podemos, pues, llamar «penal» al Derecho penal, pues su
fin ha
sido
el imponer penas legales en vez de venganza privada
o
la eventual composición pecuniaria. Y la· relación entre pena
y venganza es
la que explica que, cuando la sociedad, por si
misma, considera
. inadmisible la idea de venganza, acabe también
por suprimir
la pena. As! ha ocurrido con el adulterio, pero ya
había ocurrido
antes con otras despenalizaciones: siempre se
_han
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Fundaci\363n Speiro
LA CRISIS DEL DERECHO PENAL
debido éstas a una previa pérdida del sentido de la venganza.
Porque, si la pena sirve para limitar la venganza. y ésta
ha de,
jado
de
existir, ¿para qué queremos las perias? Así, la insensi
bilidad
social ante
cl sufrimiento del ofendido por un delito aca
ba
por
eliminar también la pena legal correspondiente a ese
delito.
4. Pena vindicativa y pena preventiva.
Esto que decimos está en relación con e_l tema «clásico», que
ocupa siempre una parte importante en los manuales y tratados
de Derecho penal,
acerca del
fin de las penas:
la cuestión de si
éstas son vindicativas o preventivas. ~
El problema tuvo su aurora con el Iluminismo, es decir, con
la revolución anti-teológica del
nuevo pensamiento
«europeo».
No podía ser de otro modo. Una vez rota la relación entre
de
lito
y pecado, la represión de los delitos hubo de reducirse a
un expediente social para evitar lo que podía considerarse como
uh peligro para la sociedad. -Que alguien hubiera matado a un
semejante (
el antiguo «paricidium» ), eso era un hecho lamen
table, qu~ no
tenía ya remedio para la víctima,
ni, naturalmen
te, podía dar lugar a la primitiva venganza de la sangre,
inad
misible
entre hombres «razonables». Pero el que ese homicida
quedara libre y
pudiera reiterar
su acción, eso se consideraba
como un peligro para la sociedad, pues aquel acto delictivo
podía repetirse. Había que imponer, pues, al delincuente una pena que sirviera para defender a
la.. sociedad contra ese riesgo
de reiteración delictiva.
A la
misma idea de pena preventiva cotrespondían otros
puntos de vista cuya mira común es, no sólo
el prescindir
la idea de castigo para el delincuente, sino el prevenir contra
el riesgo social. Por ejemplo, la idea de que las penas no son
para castigar, sino para disuadir
-a
los posibles delincuentes.
Esta idea era ya antigua, pero se combinaba con
la de la pena
aflictiva como efecto secundario de
ella: 0 el escarmiento para
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Fundaci\363n Speiro
ALVARO D'ORS
el ya delincuente · o posibles delincuentes. futuros, por vía de
intimidación, pero· siempre coino algo accesorio del castigo. En
la. Edad Moderna, sin embargo, parece haberse préscindido de
esa relación de accesoriedad, y haberse destacado el fin disua
sivo como el principal de toda pena. A esta idea corresponde
aquel deseo de muchos de que
«la pena
de muerte debe existir
ll,unque no se aplique realment~'»; deseo poco efectivo, quizá,
porque, si se sabe con certeza que tal pena nunca se va a apli
car, es como si no existiera, y carece entonces de toda_ eficacia
disuasiva.
Al mismo ambiente mental pertenece aquella otra idea de
que el delincuente debe ser reformado, algo más moderna. Se
gún ella, el delincuente no es más que un enfermo que debe
ser curado,
no• tanto
por la conveniencia de su propia salud,
cuanto por el
riesgo que supone para
la sociedad la persistencia
de su enfermedad;· algo parecido a lo que ocurre con los enfer mos contagiosos que pueden ser
. causa
de una epidemia, y de
ben, por ello, ser recluidos con el fin de evitar tal riesgo social.
De este modo, la reclusión del criminal no era ya una forma
de castigo por su mala conducta, sino un medio de defensa
social, una pura prevención.
S. Culpa personal y culpa social.
En este cambio de mira respecto a la pena no pudo menos
de interferirse otro relativo al concepto de «culpa».
El término «culpa» procede de la lengua común de los ro
manos, donde significaba simplemente
«falta»,.· es
decir, una
conducta inconveniente en general. Pero fue objeto de una. con
creción técnico-jarídica, muy precozmente, en relación con la
Ley Aquilia, del siglo III antes de Jesucristo, en el sentido de
un determinado comportamiento anímico. Porque esa ley pre veía el daño causado «injustamente» ( «iniuria») en un patri
monio ajeno ( «damnum iniuria datum» ), pero era claro que los
juristas no podían reducir la responsabilidad por tal acto al caso
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LA CRISIS DJiL DERECHO PENAL
de que el daño se hubiera causado «a :ciencia y conciencia», con
toda la intención de producirlo, como se requería en los otros
delitos («sciens dolo malo»); por otro lado, no podía extenderse
la responsabilidad incluso a los daños causados _casualmente. La
jurisprudencia acudió entonces al término «culpa» para concre tar, entre lo intencional y lo casual, el límite
mínimo de
falta
personal para poder
-apreciar
una responsa_bilidad en el
causimte
del
daño. Y se entendió entonces por «culpa» la deficiencia del
debido cuidado en el
caso concreto: la falta de la diligencia que
cada caso pudiera requerir, es decir, la negligencia excesiva.
Apareció así, en la historia del derecho, el «delito culposo»,
que había de tener gran trascendencia para el ulterior desarrollo
del Derecho penal. Sólo en un momento posterior, la jurispru dencia romana vino a utilizar ese mismo término «culpa»
. en
el
sentido de
negligencia en
eil cumplimiento de la conducta mutua
- debida por lo que se había convenido en un contrato causante. de
-obligaciones
recíprocas: la que ahora llamamos «culpa contrac-
tual», en contraposición a aquella otra delictual o «aquiliana».
Y era realmente «contractual» (aunque los romanos no la lla
maran así), pero no en el sentido moderno, que presupone ya
la generalización del término «contrato» para designar cualquier
tipo de convenio de obligación, y no sólo el de obligaciones
recíprocas. «Culpa» es así un término universal en el lenguaje
moderno, aunque derive del sentido técnico da causalidad res
ponsable elaborado por la antigua jurisprudencia; y resulta del todo fundamental y necesario para el juicio moral y hasta para
referirse a todo tipo
de causalidad, como cuando decimos: «la
excursión proyectada se suspendió "por culpa" del mal tiempo».
El
nuevo giro
sufrido por el concepto de culpa que más
radicalmente ha afectado al
-Derecho
penal ha sido el de con
siderar que la culpa no
e~ ya algo personal,
en relación con la
responsabilidad moral y juridica, sino una simple causalidad de
tipo social, que se acerca precisamente a la idea de «casualidad»
( después de todo, «causa» y «caso» se reconducen al mismo
origen lingüístico). En otras palabras, que el delito no debe
«imputarse» (ese es el término
·de los
penalistas tradicionales)
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Fundaci\363n Speiro
ALVARO D'ORS
a la personalidad del autor del delito concreto, sino, de. algún
modo, a toda la sociedad en la que aquél se integra. La culpa
no es ya- suya, sino · de las estructuras y condiciones·. sociales in~
justas que causan esa patología social que es la delincuencia, y
cada delito concreto es una
«casualidad» estadísticamente
pre
vlsible. Por
ello, no es la persona del delincuente la que debe
· sufrir
las consecuencias, la pena aflictiva, sino que la sociedad,
como única responsable de aquel «casó» patol6gico, es la que
debe
asumir las
consecuencias de su propia deficiencia. La per
sona del autor del delito puede ser atendida como
la de
un en
fermo, peno no castigada; no de una manera distint~ que cuan~
do spn amentes los causantes de un delito, pues no son respon
sables de sus actos
.. En
realidad, la misma idea de responsabili-
_
dad, despersonalizada de
este modo, parece haber perdido su
sentido. Y no es del todo extraño a este giro disolvente de la
responsabilidad penal, por
.otro lado,
el hecho de que las
san
ciones
«penales» se extiendan
i campos en los que se prescinde
ya de todo elemento anímico, como ocurre con los llamados «delitos fiscales», para los cuales no puede hablarse siquiera de
responsabilidad «objetiva», pues no se refieren a actos de otra
persona por la que se responde, sino de actos propios, en los
qu~
puede
faltar la intención dolosa e incluso la negligencia culposa.
6. La victimología.
Ahora bien: como todo .delito produce algún ·sufrimiento en
la víctima que lo padece,
fo que la sociedad debe procurar es
el
s1.1bvenir a
la reparación económica del tal sufrimiento. No
se _trata ya de una pena pecuniaria de carácter aflictivo, como
la antigua de los delitos privados romanos, sino de una indem
nización que
la sociedad, a cargo del ,erario público ( es decir,
de los contribuyentes), debe satisfacer
·a la
víctimá, como in
demnización de un
. sufrimiento
que la misma sociedad le ha
causado. De este modo, el Derecho penal se ha deslizado hacia
la victimologfa, que
es. la ciencia de la previsión de ese deber
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Fundaci\363n Speiro
LA CRISIS DEL . DERECHO, PENAL
social de indemnizar d sufrimiento que· los particulares pueden
padecer por unos determinados delitos que se consideran social
mente indemnizables. El servicio de seguridad ha venido
así. a
sustituir a
la represión penal de los delincuentes, Todo consiste
en indemnizar las consecuencias
dd «caso»,
como cuando hay
pérdidas por el granizo o por un terremoto, o también cuando
ha tenido lugar una expropiación pública,
Toda idea, no ya de venganza, sino de castigo por un trá
mite
jqdicial, ha quedado así abandonada, pues es . claro que,
aunque se hable de «responsabilidad»,
la sociedad misma no
pueda ser castigada, sino tan sólo obligada
a indemnizar.
Como puede comprenderse, se ha liquidado con todo esto
la noción de culpa delictual. y de
peria; pero,
si ya no
debe
haber
penas, ¿qué sentido puede tener el Derecho penal»? Debe
considerarse desaparecido, del mismo modo que ha desapareci do el Derecho «de guerra» una
vez que la guerra
ha sido con
siderada corno algo absurdo, que no puede, en modo alguno
(ya lo decían
los Ilustrados),
justificar un «Derecho».
En efecto, la relación
entre Derecho
penal y Derecho de
guerra es muy real, a pesar de
la diferencia que hay entre la
•ofensa
exterior que todo un pueblo sufre y justifica una legíti
ma defensa social mediante la violencia de las armas, por un
lado,
y, por otro, la ofensa que puede sufrir un particular pero
es castigada también socialmente, incluso con
la muerte, como
es normalmente
d resultado
de la defensa
bélica. De .hí que
el pacifismo conduzca, no sólo a la abolición de la pena de
muerte, sino también de todo tipo de pena aflictiva. Porque
no cabe duda: nada hay más pacífico. que no castigar a los de
lincuentes.
7. Otra vez el terrorismo.
La afinidad a que acabamos de referimos entre el Derecho
penal y el Derecho de guerra me lleva a recordar una vez más
el interés que para esta cuestión presenta el fenómeno muy
383
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ALVARO D'ORS
actual del terrorismo. De él traté ya en «L" Ley» de Buenos
Aires, hace unos años,
bajn el
título
La guerra unilateral. En
efecto,
'se trata
de guerra
y no de criminalidad, aunque el haber
prescindido de toda consideración jurídica de la guerra haya
inducido a
someter al terrorismo al régimen de la
. criminalidad,
es
.decir, de la
Justicia interna.
Pero el terrorista no es un cri
minal que deba ser juzgado por el Derecho penal -que, por
lo demás, ya hemos dicho que está desapareciendo---, siuo un
enemigo que debe ser desarmado o muerto~ ,c;:_omo ocurre en la
guerra. De hecho, el terrorista tiene clara conciencia de estar
haciendo «su guerra»; tiene sus héroes y _sus glorificaciones;
sólo le falta un territorio propio, y, por eso, hace la guerra en
todas partes, una guerra no-territorial. Es guerra, pero los go
biernos estatales, temiendo la adversa publicidad que deteriore su «imagen pacifista», prefieren mantener las apariencias de una
prácticamente inexistente, pues es imposible, Justicia penal. Pre
fiere «conllevar» ese desorden, pues, como dijo un conspicuo
demócrata, «el terrorismo es el precio de la democracia».
El planteamiento que yo defendía era precisamente
el de
invertir los
términos de
esa «guerra unilateral».
En vez de la
guerra sucia de quien no puede jurídicamente hacerla
-no es
·un «iustus
hostis»-- porque carece de
. territorio
propio y de
una organización presentable ante el Derecho iutemacional, hay
que decidirse por la guerra unilateral del Estado, que sí puede
hacerla,
contra ese
falso enemigo, pero que, aunque sea falso,
es
un «enemigo»
y no un criminal. Al no hacerlo asf,
el terro
rismo queda impune. Es natural que así sea, pues, al
ser con
siderado
crimen, y
no hostilidad, no hay razón de castigar con
penas aflictivas a los terroristas. Esta relación entre terrorismo y Derecho penal nos corrobo
ra en el diagnóstico de cómo la nueva sociedad democrática
postula la impunidad.
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LA CRISIS DEL DERECHO PENAL
8. El castigo, nuevo delito.
'•
¿Pot qué castigar al delincuente, si no es más que un en
fermo social? Es
más:, cualquier
acto de violencia que se ejerza
para castigarle, ¿no es, a su vez, una infracción del deber de
mantener la paz social?
De algón modo parece encontrarse aquí un eco, aunque,
falaz, de aquel consejo evangélico de perdonar
las ·ofensas. re
cibidas.
Como decíamos antes,
tal· precepto
sólo puede afectar
a la persona del ofendido, y no a
la sociedad en su conjunto;
pero ahora viene a decirse que
e,s la
misma sociedad la que
debe perdonar a los
delincuentes. que
en ella se. hallen, y no
agravar la tensión de la violencia desatada. por delito con la
violencia de su represión pública. De ahí la incteíble proclivi
dad
de, la publicidad cotidiana a censurar los actos de la fuerza
del Estado, a la vez que a mover a
compasióll a
favor de los
delincuentes.
Cuantos, por razón del oficio docente, tenemos ocasión de
pulsar
la nueva mentalidad de numerosos sectores de la juven
tud de hoy, hemos podido comprobar
cóino, para
ellos, el cas
tigar un delito no es más que un nuevo delito. Muchos piensan
así: «Si alguien mata,
eso no
está bien, pero matar al que ha
matado es un nuevo acto de violencia inadmisible; pero cual quier otro modo de represión
hace sufrir
indebidamente al
que
ha
tenido
la mala suerte de incurrir en el delito que sea. La
violencia de la represión es reaccionaria, y peor que
· la del , de
lincuente.
Si el delito es un
mal social, procuremos paliar sus
efectos, pero no incurramos en
un;1 nueva
violencia. Vale más
un solo delito que dos». ¿Cómo
ei; posible que, con esta men
talidad, pueda sobrevivir el Derecho
pena:!?
9. Conclusión.
Hace unos años, cuando el cambio europeizante de España,
hablaba yo con unos aldeanos de ambiente muy rural, pero bas-
385
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ALVARO D'ORS
tante representativos de los sent1m1entos de gran parte del ·pue
blo
más humilde,
y parecían convenir en algo muy elemental,
pero muy cierto: «Ahora no se castiga ya a los ladrones». Esta
vísi6n del
cambio era muy sincera, y muy real. Porque, ¿qué
interés
podfa tener
para esos humildes
o.ldeanos el poder
votar,.
de vez en cuando, una lista de candidatos desconocidos, de un
· partido
político cuyos programas electorales no eran
concretos,
ni
realistas, ni transparentes, o
el poder disfrutar de una liber
tad de prensa que, en lo más aparente, s6lo consistfa
en la
irreverencia
y la pornografía? Lo que ellos podían percibir más
directamente -aparte otras cosas que se debían a razones eco n6micas, como la carestía de la vida y
Ía presi6n fiscal- era
la impunidad de los delincuentes. Eso era lo que ellos veían de
la
nueva democracia. Pero, ¿hay acaso alguna relación entre impunidad penal y
democracia? ¿No es posible una justa represión penal en
un
régimen
fundado en
la igualdad? En mi opinión, el principio
de igualdad esencial de
la democracia ~aunque se trate, en
realidad, de una igualdad sólo. en el placer- no es fácilmente
compatible con la dura. discriminación
de los
delincuentes. ¿Por
qué
di.scriminar entre el
delincuente y su víctima? En efecto,
la
impunidad, aunqne en algunas democracias no haya prevalecido
tan· declaradamen_te (;:óm.ó en otra~, me parece una ·consecuencia
congruente con el principio de la igualdad.
Nos hallamos, pues,
ap.te una
evidente crisis del
Derec:ho
penal.
No debe sorprendernos que, dentro de la crisis general
del derecho que vive nuestro siglo, la disciplina penal no pueda
sustraerse a ella. Pero, respecto a esta. crisis especial de las
penas, podemos
. ver
más claramente su origen teol6gico,
pues
la
causa primera de
la pérdida de la noción de pena está en la
pérdida de la noci6n de pecado; el pecado que, como recuerda
San Pablo, tiene por
precio la
muerte. Porque, si no se peca
contra Dios, ¿c6mo se va a pecar contra los hombres?; y, si
no
se
peca contra los hombres,
¿c6mo puede
justificarse la aflic
ci6n del castigo penal?
Este es
el final ruinoso al que nos ha
llevado
eLpacifismo total,
última meta del «progreso» demo-
386
Fundaci\363n Speiro
LA CRISIS DEL DERECHO PENAL
crático que viene envileciendo a la sociedad hedonista de hoy,
para la que
el único 'mal es el dolor y toda pellll es un dolor
injustificable. Así, pues, aunque el proceso de secularización se ha desli
0
zado silenciosamente durante unos siglos, como si un orden mo
ral ciudadano fuera posible en una
. sociedad
atea, parece que
hemos llegado, en las postrimerías
· de
este
siglo xx,
a tocar ya
el fondo de
una previsible
evidencia: de que
la pérdida de la
noción
del pecado, denunciada ya muchas veces como ruinosa
para la Humanidad, conduce irremisiblemente a la pérdida de
la noción del delito y
la pena, y a la más absoluta impunidad.
387
Fundaci\363n Speiro
POR
ALVARO n'ORS
SUMARIO: I. El origen de la sustantividad sistemática del Derecho pe
nal.-!!. Justicia y venganza.-III. El fin del Derecho penal.
IV. Pena vindicativa y pena ¡,reventiva.-V. Culpa personal y culpa
socilil.-VI. La victimología.-VIL Otra vez el terrorismo.-VIII. El
castigo, nuevo delito.-IX Conclusi6n.
l. El origen de la sustantividad sistemática del Derecho
penal
El emperador Justiniano, en una constitución del año 533,
por
la que promulgaba el Digesto (const. Tanta), al explicar la
división en siete partes --el número siete es universalmente re
conocido como el más
pleno y perfecto, pues une a la perfec
ción divina del tres la mundanal de los cuatro elementos, uno
de los cuales,
el fuego, es también el que representa al espíri
tu-en que se había dividido el conjunto de los cincuenta libros
del
Digesto, llama a los libros 47
y 48 «libri te.rtibiles» porque
«contienen toda la severidad de las penas». En efecto, se trata
en esos dos libros de los «crímenes» públicos, castigados con pe
nas graves, incluso la muerte, el «supplicium», pero también
aquellos otros «delitos» privados, como es principalmente el hur
to, que se sancionaba tradicionalmente
.con penas
tan sólo pe
cuniarias, pero que, aun siendo para el ofendido, se considera
ban como
aflictivas, por lo que el delito de daños en cosas aje
nas, en
el que la pena no se distingu!a claramente de la simple
indemnización, no entra en estos libros «terribles», sino en el
373
Fundaci\363n Speiro
ALVARO D'ORS
libro 9, entre los daños causados por animales y los causados
por lo que cae a la calle, casos de responsabilidad objetiva extraños al campo de lo criminal. A este régimen penal privado, de penas pecuniarias aflictivas
-por ejemplo, el doble
del valor de la cosa
hurtada, además de
· la
acción, real o personal, reipersecutoria del valor sustraído
se había añadido ya hacia
un par de siglos una posible persecu
ción pública que, como era previsible, acabaría por desplazar la
acción privada, y por eso los compiladores del Digesto no
tu
vieron inconveniente en juntar esos delitos privados con los crí
menes
. públicos,
dentro de esos libros «terribles», aunque los
textos
clásicos recogidos alli signieran hablando, en su caso, de
las antiguas acciones privadas. Después de todo se trataba siem
pre de penas aflictivas, cuya finalidad era castigar debidamente
la maldad del autor de un delito. Y, también, en su Código,
· reúne
Justiniano la materia penal en uno, el noveno, de
los doce
libros
de aquella parte del «Corpus
Iuris», Sin
embargo, la sus
tantividad del Derecho penal no era muy definida, pues esa ma
teria se consideraba desde el punto de vista del procedimiento
pertinente. No hay que olvidar que,
en su
sentido latino origi
nario, «crimen» es la misma reclamación judicial, querella o que rimonia por un acto
-que
merece un castigo público.
Es interesante obs~tvar, a éste respecto, cómo en la primera
división sistemática del derecho canónico, en el «Breviarium»,
de Bernardo
de Pavía,. en el· siglo XIII, se di~tinguen cinco par
tes ~«iudex», «indicia», «cleros», «connubia», «crimen»-, y
es alli donde ·vemos ya la materia penal («crimina») distanciada
de
la procesal ( «indicia») -por «iudex» se entendía la potestad
de «jurisdicción» ( como se signió llamando en la Iglesia hasta
que se ha introducido ahora
el término «gobierno», «régimen»
en latín); por «clerus» ya se entiende de qué se trata, y bajo
«connubia» entraba lo referente al laicado, pues
lo más propio
de los laicos, en el derecho de la Iglesia, era que se casaban-,
y es entonces cuando parece perfilarse el concepto sustantivo de
Derecho
· penal.
Era congruente con la naturaleza del Derecho
canónico que se diera allí esa sustantividad de
la materia penal,
374
Fundaci\363n Speiro
LA CRISIS DEL DERECHO PENAL
dada la importancia que para la disciplina eclesiástica tenía ne
cesariamente
la . noción de pecado; pero sobre esto hemos de
volver.
Así, pues,
el derecho secular debe al canónico esta separación
del Derecho penal respecto al procesal. Y la Iglesia mantuvo esta
separación, a pesar de haber recibido, por
la obra institucional
de Lancelotti,. en el siglo
XVI, la escolástica tripartición gayana
de «personas-cosas-acciones~--(que, a_ pesar ·de las apariencias, si
gue ordenando el nuevo Código canónico de 1983, de siete li
bros, como el
anterior de
cinco), en la que los crímenes sólo
podían quedar
atraídos· P9r las
acciones penales de la tercera
parte, ya que se trataba de una división escolástica,
ajustada tan
sólo
al «ius civile» y absolutamente ex;trafia a lo criminal. Ya
el Código pío-benedictino del año 1917, a pesar de haber acep
tado esta
tripartición gayana
(no se debe llamar «romana»), dis
tinguía un libro 4 de acciones, el
procedimento, y
el siguiente,
el 5, que es
el de las penas.por los delitos. El nuevo Código del
83, al haber reducido enormemente lo
penal, pót influencia del
fenómeno
secular contemporáneo
al que nos referimos en este
artículo, se limitó a invertir el orden de estos dos libros,
de. for
ma
que el exiguo
libro penal
(bajo el
eufemismo de
«las san
ciones») precede,
algo vergonzantemente, al último sobre el pro
cedimiento; pero con ello se ha acentuado aún más la sustanti
vidad
.de lo
penal respecto a lo procesal. Es interesante, decimos,
observar este origen canónico
.de la sustantividad del Derecho
penal,
porque está en relación muy directa con el tema que ahora
nos ocupa, de
la crisis del Derecho penal.
2. J ustieia y venganza.
Como decimos, el punto de partida para el Derecho penal
:es la noción de pecado. No sólo en la doctrina cristiana, sino
también en aquellos barruntos de
la Verdad que suelen haber
alcanzado los pueblos paganos, es claro que el delito merece· una
pena, que el autor de un delito debe ser afligido con un castigo
375
Fundaci\363n Speiro
ALVARO D'ORS
pot su maldad. Corresponde a un instinto universal de justicia
que sea así, y
tal sentimiento se apoya en una verdad teológica
que es
la del Juicio divino final, por el que se premia a los bue
nos y se castiga a
los malos.
Una idea, si se quiere, elemental,
pero natural en la mente humana: Hay, pues, una coincidencia entre este
sentimiento instintivo
universal y la Verdad teoló
gica, como es siempre la Verdad propiamente dicha.
La dificultad se presenta, claro está, en el ajuste o desajuste
de la justicia que pueden hacer los hombres en comparación con
la superior, definitiva e infalible de Dios, concretamente la de
Jesucristo, Juez, además de Rey y
Legislador.
Jesucristo
mismo, en su vida terrenal se abstuvo delibera
damente de
juzgar -es
el
caso de
la mujer adúltera y el de los
hermanos que le requerían
para dividir
la herencia paterna-,
precisamente porque su función judicial era de ultimísima ins
tancia y total y universal, y hubiera sido indigno rebajarla para
resolver cualquier pequeño litigio penal o civil del momento. Cuando, por otro lado, dice Jesucristo que no juzguemos para
que no seamos juzgados, esto, evidentemente, no implica una ab
soluta prohibición de juzgar, pues, sin juicios, incluso para hacer
cumplir el orden natural establecido por el mismo Dios para el
hombre después del Pecado original, la vida social sería
. del
· todo
inviable. Y la
Reavelación está
toda ella llena ·de alusiones
al respeto que debemos a la «espada» de la Justicia constituida en cualquier organización social. Por ello mismo; también
la
Iglesia, fundada en el orden divino, ha tenido siempre sus ins
tancias judiciales para sancionar la conducta de sus fieles, no
sól~
en
el fuero interno, sino también en el externo, mediante las
penas congruentes con sus posibilidades de coacción. El instinto humano de justicia lleva, pues, por
,sí mismo,
a la
idea de castigo
y, en su forma más primitiva, al de la venganza
persona,!. Sólo
la sublimidad del mensaje cristiano superó ese
instinto mediante
la organización de una renuncia a la vengan
za privada,
sustituida por el procedimiento público organizado
por la sociedad, pero esta represión social no debe faltar. Hay
ahí como un reflejo de la verdad teol6gica, de que los delitos
376
Fundaci\363n Speiro
LA CRISIS DEL DERECHO PENAL
perdonados por sus víctimas no dejarán, por ello, de ser castigados por el Juez divino, pues todo delito, por cuanto
es un
pecado,
constituye una ofensa a
Dios y
merece por ello el de
bido castigo; por más que la Misericordia divina haya providen
cialmente instituido un sacramento del arrepentimiento perso nal, de la Penitencia confesada;
por el que. el pecado· puede que
dar borrado sin más secuela que una eventual condena de
s.enti
do
temporal en el .Purgatorio.
3. El fin del Derecho penal.
En la organización de la represión judicial de
. los
delitos,
que es
lo que llamamos «Derecho penal», aunque esté presente
la necesidad social de castigar a los delincuentes, incluso, como
decimos,
cuando la
ofensa
ha sido privadamente perdonada, hay
un fin
más concreto, si lo consideramos históricamente, que es
el de fijar las penas correspondientes a
cada tipo
de delito; por
eso es el «derecho de las penas». En este sentido, supone un
gran progreso de la civilización, pues viene a sustituir la posible
venganza instintiva del ofendido por un orden de penas limita das y socialmente controladas. Y a el mismo talión, que nos pa
rece primitivo y brutal -la
popularment~ llamada
«ley del ta
lión», del «ojo por ojo y diente por
diente»-fue,
en su mo
mento histórico, un progreso,
púes vino
a limitar la espontánea
venganza. Porque la
venganza .es, por
sí misma, desmesurada, y
tiende a causar un sufrimiento superior al recibido, de modo que el que ha perdido un
ojo puede
tender a quitar
la vida o dejar
ciego de los dos ojos al agresor, pero
el talión le impide tales
desmanes, limitando el alcance de su natural instinto de ven
ganza_
Es conocido el precepto de las XII Tablas, del siglo v antes
de Jesucristo, por el que, en caso de fracturas corporales sin mu
tilación, se impone la tasa del talión, a no ser que el ofendido y
el ofensor convengan sustituir tal venganza por una composición·
pecuniaria, por una pena convencional
y todavía no legalmente
37-7
Fundaci\363n Speiro
ALVARO D'ORS
impuesta, mientras que para las pequeñas afrentas corporales, la
ley imponía ya una
pena pecuniaria
que,
por cierto,
iba a quedar,
con el tiempo,· ridículamente disminuida por la devaluación de·
la moneda y, por ello, acabó siendo sustituida tal sanción por la
de
~ nuevá acción pretoria de estimación judicial variable.
Un momento, ese de las XII Tablas, que nos muestra el
trán-.
sifo
de la venganza privada al de la pena legal.
Así, pues, si consideramos el
Derecho penal
desde una·
pers
pectiva histórica, como debe ser siempre la. de un jurista, po
demos concluir que la finalidad del Derecho penal no es tanto
la
-de imponer
unas penas a los delincuentes cuanto la de eliminar
la venganza privada desmesurada mediante la fijación legal de
penas proporcionadas
en vez de la
venganfa. En
este
sentido, el
Derecho
penal puede ser considerado como un derecho defensor
de los delincuentes, pues limita
la licitud de la natural vengan
za
por parte de la misma víctima o de sus familiares o adictos;
defiende, en efecto, al delincuente contra
la e_ventual venganza
de la sangre o la del mismo ofendido por cualquier delito.
Algo de esto hemos podido ver en tiempos
más recientes
respecto
al
crhnen de
adulterio. Según una antigua costumbre,
el marido ultrajado sólo· podía matar al autor del delito sorpren
dido
in fraganti cuando mataba también a la mujer, y viceversa.
Había también ahí una cierta limitación, pues el matar a los dos,
aunque parezca más grave. que matar a
uµo solo,
es mucho
más
difícil,
sobre todo que matar sólo a la mujer, ya que el adúltero
procuraba huir antes que defenderla. Lo que la legislación vino
a imponer fue una pena en vez de esa venganza privada, dejan
do acaso como única secuela de ésta una atenuante para
el ho
micidio
causado por el marido ofendido.
Podemos, pues, llamar «penal» al Derecho penal, pues su
fin ha
sido
el imponer penas legales en vez de venganza privada
o
la eventual composición pecuniaria. Y la· relación entre pena
y venganza es
la que explica que, cuando la sociedad, por si
misma, considera
. inadmisible la idea de venganza, acabe también
por suprimir
la pena. As! ha ocurrido con el adulterio, pero ya
había ocurrido
antes con otras despenalizaciones: siempre se
_han
378
Fundaci\363n Speiro
LA CRISIS DEL DERECHO PENAL
debido éstas a una previa pérdida del sentido de la venganza.
Porque, si la pena sirve para limitar la venganza. y ésta
ha de,
jado
de
existir, ¿para qué queremos las perias? Así, la insensi
bilidad
social ante
cl sufrimiento del ofendido por un delito aca
ba
por
eliminar también la pena legal correspondiente a ese
delito.
4. Pena vindicativa y pena preventiva.
Esto que decimos está en relación con e_l tema «clásico», que
ocupa siempre una parte importante en los manuales y tratados
de Derecho penal,
acerca del
fin de las penas:
la cuestión de si
éstas son vindicativas o preventivas. ~
El problema tuvo su aurora con el Iluminismo, es decir, con
la revolución anti-teológica del
nuevo pensamiento
«europeo».
No podía ser de otro modo. Una vez rota la relación entre
de
lito
y pecado, la represión de los delitos hubo de reducirse a
un expediente social para evitar lo que podía considerarse como
uh peligro para la sociedad. -Que alguien hubiera matado a un
semejante (
el antiguo «paricidium» ), eso era un hecho lamen
table, qu~ no
tenía ya remedio para la víctima,
ni, naturalmen
te, podía dar lugar a la primitiva venganza de la sangre,
inad
misible
entre hombres «razonables». Pero el que ese homicida
quedara libre y
pudiera reiterar
su acción, eso se consideraba
como un peligro para la sociedad, pues aquel acto delictivo
podía repetirse. Había que imponer, pues, al delincuente una pena que sirviera para defender a
la.. sociedad contra ese riesgo
de reiteración delictiva.
A la
misma idea de pena preventiva cotrespondían otros
puntos de vista cuya mira común es, no sólo
el prescindir
el riesgo social. Por ejemplo, la idea de que las penas no son
para castigar, sino para disuadir
-a
los posibles delincuentes.
Esta idea era ya antigua, pero se combinaba con
la de la pena
aflictiva como efecto secundario de
ella: 0 el escarmiento para
379
Fundaci\363n Speiro
ALVARO D'ORS
el ya delincuente · o posibles delincuentes. futuros, por vía de
intimidación, pero· siempre coino algo accesorio del castigo. En
la. Edad Moderna, sin embargo, parece haberse préscindido de
esa relación de accesoriedad, y haberse destacado el fin disua
sivo como el principal de toda pena. A esta idea corresponde
aquel deseo de muchos de que
«la pena
de muerte debe existir
ll,unque no se aplique realment~'»; deseo poco efectivo, quizá,
porque, si se sabe con certeza que tal pena nunca se va a apli
car, es como si no existiera, y carece entonces de toda_ eficacia
disuasiva.
Al mismo ambiente mental pertenece aquella otra idea de
que el delincuente debe ser reformado, algo más moderna. Se
gún ella, el delincuente no es más que un enfermo que debe
ser curado,
no• tanto
por la conveniencia de su propia salud,
cuanto por el
riesgo que supone para
la sociedad la persistencia
de su enfermedad;· algo parecido a lo que ocurre con los enfer mos contagiosos que pueden ser
. causa
de una epidemia, y de
ben, por ello, ser recluidos con el fin de evitar tal riesgo social.
De este modo, la reclusión del criminal no era ya una forma
de castigo por su mala conducta, sino un medio de defensa
social, una pura prevención.
S. Culpa personal y culpa social.
En este cambio de mira respecto a la pena no pudo menos
de interferirse otro relativo al concepto de «culpa».
El término «culpa» procede de la lengua común de los ro
manos, donde significaba simplemente
«falta»,.· es
decir, una
conducta inconveniente en general. Pero fue objeto de una. con
creción técnico-jarídica, muy precozmente, en relación con la
Ley Aquilia, del siglo III antes de Jesucristo, en el sentido de
un determinado comportamiento anímico. Porque esa ley pre veía el daño causado «injustamente» ( «iniuria») en un patri
monio ajeno ( «damnum iniuria datum» ), pero era claro que los
juristas no podían reducir la responsabilidad por tal acto al caso
380
Fundaci\363n Speiro
LA CRISIS DJiL DERECHO PENAL
de que el daño se hubiera causado «a :ciencia y conciencia», con
toda la intención de producirlo, como se requería en los otros
delitos («sciens dolo malo»); por otro lado, no podía extenderse
la responsabilidad incluso a los daños causados _casualmente. La
jurisprudencia acudió entonces al término «culpa» para concre tar, entre lo intencional y lo casual, el límite
mínimo de
falta
personal para poder
-apreciar
una responsa_bilidad en el
causimte
del
daño. Y se entendió entonces por «culpa» la deficiencia del
debido cuidado en el
caso concreto: la falta de la diligencia que
cada caso pudiera requerir, es decir, la negligencia excesiva.
Apareció así, en la historia del derecho, el «delito culposo»,
que había de tener gran trascendencia para el ulterior desarrollo
del Derecho penal. Sólo en un momento posterior, la jurispru dencia romana vino a utilizar ese mismo término «culpa»
. en
el
sentido de
negligencia en
eil cumplimiento de la conducta mutua
- debida por lo que se había convenido en un contrato causante. de
-obligaciones
recíprocas: la que ahora llamamos «culpa contrac-
tual», en contraposición a aquella otra delictual o «aquiliana».
Y era realmente «contractual» (aunque los romanos no la lla
maran así), pero no en el sentido moderno, que presupone ya
la generalización del término «contrato» para designar cualquier
tipo de convenio de obligación, y no sólo el de obligaciones
recíprocas. «Culpa» es así un término universal en el lenguaje
moderno, aunque derive del sentido técnico da causalidad res
ponsable elaborado por la antigua jurisprudencia; y resulta del todo fundamental y necesario para el juicio moral y hasta para
referirse a todo tipo
de causalidad, como cuando decimos: «la
excursión proyectada se suspendió "por culpa" del mal tiempo».
El
nuevo giro
sufrido por el concepto de culpa que más
radicalmente ha afectado al
-Derecho
penal ha sido el de con
siderar que la culpa no
e~ ya algo personal,
en relación con la
responsabilidad moral y juridica, sino una simple causalidad de
tipo social, que se acerca precisamente a la idea de «casualidad»
( después de todo, «causa» y «caso» se reconducen al mismo
origen lingüístico). En otras palabras, que el delito no debe
«imputarse» (ese es el término
·de los
penalistas tradicionales)
381
Fundaci\363n Speiro
ALVARO D'ORS
a la personalidad del autor del delito concreto, sino, de. algún
modo, a toda la sociedad en la que aquél se integra. La culpa
no es ya- suya, sino · de las estructuras y condiciones·. sociales in~
justas que causan esa patología social que es la delincuencia, y
cada delito concreto es una
«casualidad» estadísticamente
pre
vlsible. Por
ello, no es la persona del delincuente la que debe
· sufrir
las consecuencias, la pena aflictiva, sino que la sociedad,
como única responsable de aquel «casó» patol6gico, es la que
debe
asumir las
consecuencias de su propia deficiencia. La per
sona del autor del delito puede ser atendida como
la de
un en
fermo, peno no castigada; no de una manera distint~ que cuan~
do spn amentes los causantes de un delito, pues no son respon
sables de sus actos
.. En
realidad, la misma idea de responsabili-
_
dad, despersonalizada de
este modo, parece haber perdido su
sentido. Y no es del todo extraño a este giro disolvente de la
responsabilidad penal, por
.otro lado,
el hecho de que las
san
ciones
«penales» se extiendan
i campos en los que se prescinde
ya de todo elemento anímico, como ocurre con los llamados «delitos fiscales», para los cuales no puede hablarse siquiera de
responsabilidad «objetiva», pues no se refieren a actos de otra
persona por la que se responde, sino de actos propios, en los
qu~
puede
faltar la intención dolosa e incluso la negligencia culposa.
6. La victimología.
Ahora bien: como todo .delito produce algún ·sufrimiento en
la víctima que lo padece,
fo que la sociedad debe procurar es
el
s1.1bvenir a
la reparación económica del tal sufrimiento. No
se _trata ya de una pena pecuniaria de carácter aflictivo, como
la antigua de los delitos privados romanos, sino de una indem
nización que
la sociedad, a cargo del ,erario público ( es decir,
de los contribuyentes), debe satisfacer
·a la
víctimá, como in
demnización de un
. sufrimiento
que la misma sociedad le ha
causado. De este modo, el Derecho penal se ha deslizado hacia
la victimologfa, que
es. la ciencia de la previsión de ese deber
382
Fundaci\363n Speiro
LA CRISIS DEL . DERECHO, PENAL
social de indemnizar d sufrimiento que· los particulares pueden
padecer por unos determinados delitos que se consideran social
mente indemnizables. El servicio de seguridad ha venido
así. a
sustituir a
la represión penal de los delincuentes, Todo consiste
en indemnizar las consecuencias
dd «caso»,
como cuando hay
pérdidas por el granizo o por un terremoto, o también cuando
ha tenido lugar una expropiación pública,
Toda idea, no ya de venganza, sino de castigo por un trá
mite
jqdicial, ha quedado así abandonada, pues es . claro que,
aunque se hable de «responsabilidad»,
la sociedad misma no
pueda ser castigada, sino tan sólo obligada
a indemnizar.
Como puede comprenderse, se ha liquidado con todo esto
la noción de culpa delictual. y de
peria; pero,
si ya no
debe
haber
penas, ¿qué sentido puede tener el Derecho penal»? Debe
considerarse desaparecido, del mismo modo que ha desapareci do el Derecho «de guerra» una
vez que la guerra
ha sido con
siderada corno algo absurdo, que no puede, en modo alguno
(ya lo decían
los Ilustrados),
justificar un «Derecho».
En efecto, la relación
entre Derecho
penal y Derecho de
guerra es muy real, a pesar de
la diferencia que hay entre la
•ofensa
exterior que todo un pueblo sufre y justifica una legíti
ma defensa social mediante la violencia de las armas, por un
lado,
y, por otro, la ofensa que puede sufrir un particular pero
es castigada también socialmente, incluso con
la muerte, como
es normalmente
d resultado
de la defensa
bélica. De .hí que
el pacifismo conduzca, no sólo a la abolición de la pena de
muerte, sino también de todo tipo de pena aflictiva. Porque
no cabe duda: nada hay más pacífico. que no castigar a los de
lincuentes.
7. Otra vez el terrorismo.
La afinidad a que acabamos de referimos entre el Derecho
penal y el Derecho de guerra me lleva a recordar una vez más
el interés que para esta cuestión presenta el fenómeno muy
383
Fundaci\363n Speiro
ALVARO D'ORS
actual del terrorismo. De él traté ya en «L" Ley» de Buenos
Aires, hace unos años,
bajn el
título
La guerra unilateral. En
efecto,
'se trata
de guerra
y no de criminalidad, aunque el haber
prescindido de toda consideración jurídica de la guerra haya
inducido a
someter al terrorismo al régimen de la
. criminalidad,
es
.decir, de la
Justicia interna.
Pero el terrorista no es un cri
minal que deba ser juzgado por el Derecho penal -que, por
lo demás, ya hemos dicho que está desapareciendo---, siuo un
enemigo que debe ser desarmado o muerto~ ,c;:_omo ocurre en la
guerra. De hecho, el terrorista tiene clara conciencia de estar
haciendo «su guerra»; tiene sus héroes y _sus glorificaciones;
sólo le falta un territorio propio, y, por eso, hace la guerra en
todas partes, una guerra no-territorial. Es guerra, pero los go
biernos estatales, temiendo la adversa publicidad que deteriore su «imagen pacifista», prefieren mantener las apariencias de una
prácticamente inexistente, pues es imposible, Justicia penal. Pre
fiere «conllevar» ese desorden, pues, como dijo un conspicuo
demócrata, «el terrorismo es el precio de la democracia».
El planteamiento que yo defendía era precisamente
el de
invertir los
términos de
esa «guerra unilateral».
En vez de la
guerra sucia de quien no puede jurídicamente hacerla
-no es
·un «iustus
hostis»-- porque carece de
. territorio
propio y de
una organización presentable ante el Derecho iutemacional, hay
que decidirse por la guerra unilateral del Estado, que sí puede
hacerla,
contra ese
falso enemigo, pero que, aunque sea falso,
es
un «enemigo»
y no un criminal. Al no hacerlo asf,
el terro
rismo queda impune. Es natural que así sea, pues, al
ser con
siderado
crimen, y
no hostilidad, no hay razón de castigar con
penas aflictivas a los terroristas. Esta relación entre terrorismo y Derecho penal nos corrobo
ra en el diagnóstico de cómo la nueva sociedad democrática
postula la impunidad.
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LA CRISIS DEL DERECHO PENAL
8. El castigo, nuevo delito.
'•
¿Pot qué castigar al delincuente, si no es más que un en
fermo social? Es
más:, cualquier
acto de violencia que se ejerza
para castigarle, ¿no es, a su vez, una infracción del deber de
mantener la paz social?
De algón modo parece encontrarse aquí un eco, aunque,
falaz, de aquel consejo evangélico de perdonar
las ·ofensas. re
cibidas.
Como decíamos antes,
tal· precepto
sólo puede afectar
a la persona del ofendido, y no a
la sociedad en su conjunto;
pero ahora viene a decirse que
e,s la
misma sociedad la que
debe perdonar a los
delincuentes. que
en ella se. hallen, y no
agravar la tensión de la violencia desatada. por delito con la
violencia de su represión pública. De ahí la incteíble proclivi
dad
de, la publicidad cotidiana a censurar los actos de la fuerza
del Estado, a la vez que a mover a
compasióll a
favor de los
delincuentes.
Cuantos, por razón del oficio docente, tenemos ocasión de
pulsar
la nueva mentalidad de numerosos sectores de la juven
tud de hoy, hemos podido comprobar
cóino, para
ellos, el cas
tigar un delito no es más que un nuevo delito. Muchos piensan
así: «Si alguien mata,
eso no
está bien, pero matar al que ha
matado es un nuevo acto de violencia inadmisible; pero cual quier otro modo de represión
hace sufrir
indebidamente al
que
ha
tenido
la mala suerte de incurrir en el delito que sea. La
violencia de la represión es reaccionaria, y peor que
· la del , de
lincuente.
Si el delito es un
mal social, procuremos paliar sus
efectos, pero no incurramos en
un;1 nueva
violencia. Vale más
un solo delito que dos». ¿Cómo
ei; posible que, con esta men
talidad, pueda sobrevivir el Derecho
pena:!?
9. Conclusión.
Hace unos años, cuando el cambio europeizante de España,
hablaba yo con unos aldeanos de ambiente muy rural, pero bas-
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ALVARO D'ORS
tante representativos de los sent1m1entos de gran parte del ·pue
blo
más humilde,
y parecían convenir en algo muy elemental,
pero muy cierto: «Ahora no se castiga ya a los ladrones». Esta
vísi6n del
cambio era muy sincera, y muy real. Porque, ¿qué
interés
podfa tener
para esos humildes
o.ldeanos el poder
votar,.
de vez en cuando, una lista de candidatos desconocidos, de un
· partido
político cuyos programas electorales no eran
concretos,
ni
realistas, ni transparentes, o
el poder disfrutar de una liber
tad de prensa que, en lo más aparente, s6lo consistfa
en la
irreverencia
y la pornografía? Lo que ellos podían percibir más
directamente -aparte otras cosas que se debían a razones eco n6micas, como la carestía de la vida y
Ía presi6n fiscal- era
la impunidad de los delincuentes. Eso era lo que ellos veían de
la
nueva democracia. Pero, ¿hay acaso alguna relación entre impunidad penal y
democracia? ¿No es posible una justa represión penal en
un
régimen
fundado en
la igualdad? En mi opinión, el principio
de igualdad esencial de
la democracia ~aunque se trate, en
realidad, de una igualdad sólo. en el placer- no es fácilmente
compatible con la dura. discriminación
de los
delincuentes. ¿Por
qué
di.scriminar entre el
delincuente y su víctima? En efecto,
la
impunidad, aunqne en algunas democracias no haya prevalecido
tan· declaradamen_te (;:óm.ó en otra~, me parece una ·consecuencia
congruente con el principio de la igualdad.
Nos hallamos, pues,
ap.te una
evidente crisis del
Derec:ho
penal.
No debe sorprendernos que, dentro de la crisis general
del derecho que vive nuestro siglo, la disciplina penal no pueda
sustraerse a ella. Pero, respecto a esta. crisis especial de las
penas, podemos
. ver
más claramente su origen teol6gico,
pues
la
causa primera de
la pérdida de la noción de pena está en la
pérdida de la noci6n de pecado; el pecado que, como recuerda
San Pablo, tiene por
precio la
muerte. Porque, si no se peca
contra Dios, ¿c6mo se va a pecar contra los hombres?; y, si
no
se
peca contra los hombres,
¿c6mo puede
justificarse la aflic
ci6n del castigo penal?
Este es
el final ruinoso al que nos ha
llevado
eLpacifismo total,
última meta del «progreso» demo-
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crático que viene envileciendo a la sociedad hedonista de hoy,
para la que
el único 'mal es el dolor y toda pellll es un dolor
injustificable. Así, pues, aunque el proceso de secularización se ha desli
0
zado silenciosamente durante unos siglos, como si un orden mo
ral ciudadano fuera posible en una
. sociedad
atea, parece que
hemos llegado, en las postrimerías
· de
este
siglo xx,
a tocar ya
el fondo de
una previsible
evidencia: de que
la pérdida de la
noción
del pecado, denunciada ya muchas veces como ruinosa
para la Humanidad, conduce irremisiblemente a la pérdida de
la noción del delito y
la pena, y a la más absoluta impunidad.
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