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Número 259-260

Serie XXVI

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El pre-Concilio

EL PRE-CONCILIO
l'OR
ALVARO n'()ru;
Una página que parece olvidada, esta del Sínodo Romano
de 1960; y, en cierto modo, se explica que lo haya
sido: por
la
imponente novedad que hubo de seguir inmediatamente con
el
Concilio Vaticano II; pero quizá también por cierto deseo que
puede haber surgido de evitar
el recuerdo de cuál fue realmente.
el impulso
inicial del

Papa Juan XXIII. Una página que son
muclias páginas

en el tomo
oficialmente publicado
por la Sede
Apostólica, y cuya adquisición
no resulta

hoy del
todo fácil:
Prima Romana Synodus A. D. MDCCCCLX, Typis polyglottis Va­
ticanis, 1960 (xvr
+ 622 págs., un retatro · ~i, color de Juan
XXIII, una
láminá [pág.

513] en blanco y negro del momento
en
el que el Papa hace entrega, al Vicario de la Urbe, Cardenal
Traglia, del libro de las Constituciones Sinodales promulgadas y
un mapa
tpág. 560]

de la diócesis de Roma).
Este libro presenta principalmente las Constituciones Sino­
dales (págs. 3-298), precedidas por el quirógrafo de anuncio del
Sínodo (pág. vrr) y la Constitución apostólica de promulgación
(29-VI-1960):
So/licitudo omnium ecclesiarum, .y seguíd\!s de va­
rias
alocuciones de

Juan XXIII: con motivo de
la inauguración
del Sínodo
el 24-I-1960 (pág. 301 ), de la primera (pág. 335),
segunda (pág. 367) y tercera sesión (pág. 417), a los seminaris­
tas diocesanos (pág. 434), a las religiosas (pág. 458), en la clau­
sura del Sínodo
el 1-II-1960 (pág, 488), con los discursos de
agradecimiento del Cardenal Traglia, la contestación del Pontí­
fice, la alocución papal con ocasión de
la promulgación, y las
laudes seu acclamationes (pág. 519) que tradicionalmente se re-
1041
Fundaci\363n Speiro

ALVARO D'ORS
citan en estas ocasiones, desde la primera Edad Media ( que re­
cuerdan en cierto modo las aclamaciones finales del Senado ro­mano en la promulgación del Código Teodosiano el año 438).
Firuclmenre, las actas de

todo el
trámite sinódal, levantadas

por
el notario Vincenzo
Frazzano. Se

cierra el libro con unos índices:
de las constituciones, alfabético de temas, y general. Todo este
conjunto documental (acompañado de la versión
italiana cuando
son

textos en Latín) resulta congruente con
la parte dispositiva
de
las constituciones, y sirve para expresar elocuentemente el
sentido general del ánimo pontificio en
ese momento

pre-conci­
liar de 1960.
füa realmente

el «primer sínodo romano» que
se celebraba
desde

el Concilio de Trento, y, para
la Historia total de la Igle­
sia, se conectaba realmente con aquel importante Concilio. A los
tres meses
. de

su
eleccióll, el

nuevo Papa
anunciaba la
próxima
celebración de este Sínodo, a la vez que la de
Wl nuevo Con­
cilio, y
la revisión del Código de Derecho Canónico de 1917.
Estos tres propósitos del nuevo Papa fueron sucesivamente cum­
plidos,
pero entre el primero y los otros dos hay una clara so­
lución de continuidad. A la vista del nuevo Código de 1983 y,
sobre todo, de los decretos conciliares anteriormente promulga­
dos por Pablo VI,
podría conjeturarse acaso que ese triple anun­
cio tan .prontamente
proclamado por Juan XXIII obedecía a Wl
único

deseo de radical innovación,
, congruente con

el
resultado
del

Concilio; pero no era así, aunque parezca sorprendente, pues
tenemos, en estos documentos sinodales de 1960, la prueba in­
discutible de que la idea inicial
había sido

enteramente distinta:
en ese primer momento,
el Papa pensaba en una clara confirma­
ción del antiguo
"tesoro doctrinal
y disciplinar de la Iglesia, en
la defensa, contra los errores modernos, de la Traditio Chris­
tiana, y, sin duda, como preparación para el inmediato Concilio
Ecuménico,
para el
que aquel Sínodo
debía servil: de

prepara­
ción y
guía. El

mismo Pontífice
lo declara así en su alocución
de clausura (pág. 518): «vuole esseré
un, avviamento alla cele­
brazione de portata
ben pfü vasta in referimento alla Chiesa
universale,
cioe il Concilio Vaticano II».
1042
Fundaci\363n Speiro

EL PRE-CONCILIO
Es interesante observar, en este sentido, que la Constitución
promulgadora
de las Constituciones Sinodales se refiera, en sus
primeras
palabras, a omnes

ecclesiae y no
exclusivamente a la
diócesis de Roma, a la que aquel Sínodo se destinaba en prin­
cipio, por su propfa naturaleza; se puede deducir de ahí que
el Papa, efectivamente, pensaba dar un alcance más amr¡1lio al
acto sinodal, ,;onsciente de que las cuestiones de Roma eran tam­
bién las de las otras iglesias particulares, que son, decía el Papa, «partes de la única Iglesia Santa de Cristo»
e"presión ésta,

de
«ser partes del todo», que no dejó aclarado,
ni era su propósito,
la hoy tan candente cuestión de
cuál sea la estricta relación ju­
rídica

entre la Iglesia universal y las particulares. Lo que preocu­
paba
al Papa

era 1a
defensa contra

los nuevos
etirores del indi­
ferentismo, la ignorancia, el liberalismo, la deserción de las
masas, etc., y, por eso, creía necesario «poner-en evidencia· y
precaver los errores más graves y los peligros que, ha engendrado
nuestra
época» (pág. x), a los que llama «miasmas de una men­
talidad mundana» (pág. 454, pestiferi
saeculi huius afflatus en
el texto latino,

pág. 443 ). En todas !as Constituciones Sinodales,
así como en las alocuciones pontificias pertinentes, la autoridad
que se recuerda
y se cita constantemente es la del Papa Pío XII.
Puede decirse, pues, que no hubo ruptura entre Pío XII y
el
Juan XXIII de 1960, sino que la ruptura se produjo desde 1961
y, sin duda, con
Pablo VI,
bajo cuyo pontificado se introdujeron
las inn,ovaciones y se promulgaron los decretos conciliares, así
como luego, bajo Juan Pablo II, promulgador del nuevo Código, aunque, ya en éste
y en otras manifestaciones más del actual
Pontífice, han sido notables algunas rectificaciones del rumbo,
como ya
tuve ocasión

de explicar a nuestros lectores en Verbo,
número 245-246,
a. propósito

del Sínodo de Obispos de
1985.
Puede halilarse, pues, de una imprevista ruptura, aunque qui­

no tan imprevista para todos, pues pudo comprobarse luego
que el giro estaba ya programado por
una parte de los Padres
Conciliares,
y no es menos cierto que el mismo Papa, a pesar
de que eran otros sus propósitos iniciales, pronto cedió a ese
grupo de innovadores. No se
trata_ ahora

de hacer una estima-
1043
Fundaci\363n Speiro

ALVARO D'ORS
tiva de ese giro, para la cual se requeriría mayor ,¡utoridad, sino
simplemente
de advertir sobre
la existencia de esa «página» de
la Historia de la Iglesia, que, en ningún caso, debe ser pre­
terida.
Debe tenerse en cuenta, pues, que estas
755 Constituciones
Sinodales -o «a:rtírulos», como

ellas
mismas se ·denominan en
varios lugares--- no constitµyen un simple acto l,;gislativo para
la diócesis de Roma, sino un programa para la disciplina de la
Iglesia universal, en vísperas del anunciado Concilio Vaticano II,
y de
ahí que el contraste entre ambos momentos resulte más
interesante. Era inevitable que el Obispo de Roma y Presidente del Sínodo Romano, aunque él mismo, en la
alocuci6n.de clausu­
ra,

distinguiera esa función suya de la de Vicario de Cristo para
la Iglesia universal, no pudiera menos de pensar en dar una
orientación para
el futuro Conchlio por él convocado como tal
Vicario.
De ahí el amplio marco de los temas sinodales, que ex­
cedía evidentemente de la problemática estrictamente diocesana
de Roma.
Tras unas
«normas previas» (arts. lsl8), se distinguen tres
libros: sobre las personas
(arts. 19-220), sobre la acción pasto­
ral (arts.
221:709) y

sobre los bienes eclesiásticos (arts. 710-755).
Omitida la última parte procesal-pena! de la sistemática del
Có­
digo -personas, cosas, acciones---, se mantienen las dos prime­
ras grandes partes, pero con la novedad
de reunir en el libro
segundo lo .relativo al magisterio eclesiástico (arts. 221-362), los
sacramentos (arts. 363-521)
y el culto divino (arts. 522-627), y,
con gran extensión, el apostolado de los laicos (arts. 628-709,
la novedad más notoria del documento), separando
lo relativo a
los bienes eclesiásticos, objeto del tercer libro. Esto supone, no
sólo un intento de dejar el concepto unitario de «cosas»
(res),
que venía abarcando también los sacramentos y los lugares sa­
grados, sino, sobre todo, un deseo de destacar los aspectos pas­
torales, que, efectivamente,
iban_ a dominar la atención de .los
Padres Conciliares,
y, concretamente, del tema del apostolado de
los
faicos. Puede decirse, pues,

que aquella
tripartición didáctica
de «personas, cosais, racciones» · vuelve ~ aparecer en el nuevo
1044
Fundaci\363n Speiro

EL PRE-CONCILIO
Código de 1983 más claramente que en el libro de las Consti­
tuciones

Sinodales de 1960, porque, aun con
la división del nue­
vo Código en siete libros
.en lugar de los cinco del Código de
1917, aquella tripartición se mantiene en éste, pues, aparte
las
normas

generales que, por influencia
alemana, figuraban
ya en
aquel anterior Código, es claro que los nuevos tres primeros
libros son de «personas», el IV y V son de «cosas», y los dos
últimos, de «acciones».
Como no podía dejar de ocurrir, todo lo relativo a la ma­
teria sacramental y a la liturgia resulta congruente con la dis­
ciplina anterior a los cambios introducidos con posterioridad. Así, es innecesario observar aquí la continuidad, por ejemplo, respecto
al «Sacrificio» de la Santa Misa, a la conveniencia de la Primera
Comunión al momento del uso de
razón -que

no debe diferirse
por «causas
inanes y

opiniones mundanas» (art. 419
§ 2}-, al
requisito del traje talar y tonsura
de los

clérigos (art. 37) y de
la
stola para admiuistrar el Sacramento da la· Penitencia, la ne­
cesidad de imponer nombres cristianos en el Bautismo, etc. Tam­
poco puede sorprender que no aparezcan todavía algunas nove­dades
de la organización eclesiástica que sólo fueron

introducidas
después; no se trata ya, por ejemplo, de la anulación práctica
de aquel
antiguo senado

diocesano que era el Cabildo de los
Canónigos (nuevos cánones 503-510), que, por la singularidad
de la
diócesis de

Roma, no podía tener
allí la misma importan­
cia que en las otras
(arts. 93-99), sino del

rebajamiento
(a pesar
del
propósito inicial

de «descentralizar») de la entidad de la pa­
rroquia (nuevo canon 515
§ 1: cierta comunidad de fieles esta­
hlemente constituida y cuya cura pastoral, bajo la potestad del
Obispo, se encomienda a un párroco), que el Sínodo (art. 100)
considera todavía como el «eje»
(«cardo») de la diócesis, en tor­
no
a,J que gira toda Ia actividad pastoral, !o que parece dirigir­
se más a las otras diócesis que propiamente a la romana.
Es comprensible también que, aunque pueda considerarse
como novedad sinodal lo relativo al apostolado laica!, el
Sínodo
siguiera

pensando principalmente en la
longa manus de la Jerar­
quía que era
la «Acción Católica». El título de la cuarta parte
1045
Fundaci\363n Speiro

ALVARO D'ORS
del libro segundo dice así: «sobre el servicio auxiliar de los lai­
cos en la promoción del apostolado
y, principalmente, sobre la
Acción Católica». Es claro que, desde hace unos sesenta años,
sabemos que
el apostolado de los laicos es algo inherente al de­
ber común de su propia santificación,
algo, que
incumbre
direc­
t~ente a todo g:istiano, pero no por eso deja de ser sorpren­
dente que esa forma concreta de la «Acción Católica» introducida
por el celo del Papa Pío XI, haya sido relegada al olvido. El
Concilio todavía la mencionaba en
Apostolicam Actuositatem y
en Christus Dominus, pero el C6digo, ni una sola vez, y quizá
no será justo pensar que esa
forma concreta
de
apostolado laical
carezca hoy de todo sentido,. y, precisamente, en un momento en
que se ha tratado de potenciar las competencias de los Obispos.
Una

definición .del laicado se da en el artículo 208: «Se con­
sideran laicos, en los artículos del presente
Sínodo, los

que ha­
biendo sido debidamente lavados por el Santo Bautismo, son
miembros del
Cuerpo Místico

y tienen en la Iglesia los derechos
de persona, se distinguen de los clérigos y religiosos, y son súb­
ditos de la legítima Jerarquía». Se confirma así el ant. c. 87,
fundamentalmente conservado

en el nuevo c. 96, cuando dice
que el «hombre» se hace «persona» para la Iglesia mediante el
Bautismo; y se distingue el
«laico» también

del «religioso» no­
ordenado
in sacris, por lo que resulta cierta indiferenciación en­
tre laico y seglar, con la consecuencia de que los «religiosos»
legos no son laicos, y,
asimismo, que

difícilmente los miembros
de los «institutos seculares» pueden ser considerados «laicos», por
lo que se explica la necesidad que ha tenido la Iglesia de
abrir luego

la posibilidad de
que los

«laicos» se puedan unir por
contrato a una «prelatura personal», y, de ese modo, seguir fie­
les a su vocación laica!. Con todo, el Sínodo de 1960 no dejó
de captar la importancia del apostolado laica!, y en esto sí que
puede verse una feliz apertura a la exigencias de
la Teología

Es­
piritual de nuestro siglo. Esto no obstante, la nueva considera­
ción del laicado en la economía general del apostolado de la
Iglesia no había de tener consecuencias jurídicas relevantes, como
ya traté de explicar en
Verbo, núm. 257-258; porque una cosa
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Fundaci\363n Speiro

EL PRE-CONCIUO
es que el laico haya· venido a tener un nuevo papel en a Pasto­
ral de la Iglesia, y otra muy distinta que este cambio implique
modificaciones jurídicas legislables.
El Concilio y sobre sus
hue!Lts el nuevo Código trataron de
paliar la tradicional distinción entre clérigos y laicos, fundándose
en que en
todos los

fieles
se da un sacerdocio común funcional­
mente distinguible del ministerial de los ordenados
in sacris -un
dato indiscutible, pese a las posibles-utilizaciones que de ese
sacerdocio

común se pretendan derivar
pata ,ma falsa aproxima­
ción ecumenista-, y, en ese sentido, se ha introducido en el
lenguaje de la Iglesia el término «pueblo de Dios», que éom­
prende
a todos los fieles, saoerdotes y laicos. En
1960 se
dife­
renciaba más simplistamente el «pueblo»
de los «clérigos», iden­
tificando al

«pueblo» con
el laicado, de acuerdo con el sentido
etimológico del griego
laos, de donde deriva el término latino
laici; así, hab]¡¡ba Juan XXIII de la cleri populique disciplina
desde el ptimer momento (p. ej., en la indicüo de] 24.I-1960,
página VII) -aclarando que, aunque no hubiera «separación»,
sí debía distinguirse
el «clero» del «pueblo» (o «fieles»), en la
alocución inaugural del Sínod0-, hasta, en varios lugares del
discurso de clausura,
·del 31

del mismo mes. Pero, sobre la irre­
levancia jurídica del término «pueblo de Dios», como sinónimo,
no siempre

inequívoco, de Iglesia,
. ya
he tenido ocasión de tra­
tar otras veces, y no me parece necesario volver una más sobre·
este mismo tema.
Un cambio notable. puede apreciarse, entre ese momento pre­
conciliar de 1960 y el inmediato Concilio, en lo que atañe a
la
condena de los enemigos deooados de k Iglesia, conét;etamente,
k
Masonería
y el Comunismo. Es verdad que la tendencia ge­
neral ha sido la de disminuir enormemente
k coacción de

las
penas canónicas, en consonancia con
la tendencia del mundo .de
hoy

a la impunidad, pero en estos casos las causas de mitigación
penal han sido bastante particulares.
Por lo que a la Masonería se refiere, el artículo sinodal 247
recordaba que se
h,,]Jaba siempre

vigente en
el antiguo canon
2335,

y el artículo 84 prohibía a los clérigos
]a¡ pertenencia a los
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Fundaci\363n Speiro

ALVARO D'ORS
clubs de Rotatios, como afines a la secta. Los 111"5ones habfan sido
condenados
con
pena de excomunión ya desde el 28-IV-1738,
es decir, desde poco después de la fundación de la secta, en vir­
tud de la Bula
In eminenti del Papa Oemente XII, y ese canon
2335 del Código de 1917 imponía la excomunión
latae senten­
tiae, reservada a la Sede Apostórica, para cuantos se adhieran a la
Masonería. Pero esta gravísima
pena parecía querer ser olvidada
por
algunos católicos liberales, que intentaban incluso una cierta
aproximación.
Asi, el Padre .Gruber (1851-1930), ya muy al-final
de su vida, en 1928, se babia puesto en contacto con el secre­
tario de la Gran Logia masónica de Nueva York, Ossian Lang,
y otros conspicuos masones; el mismo Cardenal lnnitzer buscó,
en Austria, un acercamiento
similar con el Gran Maestre de-aque­
lla

nación, Bruno Scbeichelbauer,
y , luego, en Italia, el Secreta­
rio de
la Se1cretaría para los no-creyentes y consultor de la Sa--
grada

Congregación para la Doctrina de la Fe, Vincenzo Miano,
llegó a

hacer algo parecido. Estas aproximaciones produjeron
gran confusión en los fieles, y los Obispos alemanes se vieron
en la necesidad de hacer una declaración conjunta, el 28-IV-1980,
sobre la radical incompatibilidad entre
el Catolicismo y la Ma­
sonería. Ya el 19-VIl-1974, el Cardenal
Seper había
tenido que
dirigirse a

las Conferencias episcopales para recordar oficialmente
que el canon
2335 se

hallaba vigente,
y lo repitió en una nueva .
Declaración

de 12-Il-1981. Con todo, en la comisión codificadora
se
habla preferido

eliminar la mención de la Masonería como
causa concreta de la censura de excomunión, a pesar de la peti­
ción en

contra de varios Cardenales a
los que
se
habla sometido
la

revisión del
Schema (c. 1326), y el nuevo canon 1374 perse­
veró en tal
deliberada omisión.

Como la confusión, fomentada
por los medios de comunicación social, aumentaba alarmante­
mente, el Prefecto de la Congregación para la Doctrina
de la Fe,
Cardenal Ratzinger, hizo una nueva Declaración el 26-Xl-1983
( dos días antes de entrar en vigor el nuevo Código)
para con­
firmar
Ia incompatibilidad de la Masonería con la Iglesia, y acla­
rar que los bautizados apuntados en la Masonería se hallan
«en
pecado
grave y no pueden acceder a la Sagrada Comunión»; to-
1048
Fundaci\363n Speiro

EL PRE-CONCILIO
davía más recientemente (22-II-1985), L'Osservatore Romano
volvía

a insistir sobre
1o mismo. Se diría que la dcictrfua ha que­
dado

suficientemente confirmada,
pero lo que quizá pueda pasar
inadvertido es que, por el nuevo derecho, ha desaparecido
para
ese pecado grave la pena de excomunión; es decir, que cabe la
absolución de aquél mediante el Sacramento de la Penitencia, con las debidas condiciones, que suponen, naturalmente, el
aban'
dono

de la Masonería. Es posible que esta desaparición de la
pena de excomunión se deba a cierta
crisis en la que esta pena
máxima parece haber caído, pero no es menos cierto que esta­
mos muy lejos de
la antigua disciplina confirmada por el artícu­
lo sinodal 247 de 1960, y que esto no dejará de causar cierto desconcierto entre los fieles, muchos de los
cuales piarecen haber
caído

en
la ingenuidad de creer que la Masonería, si es que exis­
te, no pasa de ser una inofensiva asociación filantrópica.
A:lgo parecido ha ocurrido con la condena del Comunismo,
que, naturalmente, no
podía figurar todavía en

el antiguo
Có­
digo. El Sínodo de 1960, no sólo tenía un recuerdo de senti­
miento (págs. 477 y 499) para los que sufren en la Iglesia del
Silencio, y, por otro lado, volvía a afirmar
la licitud de la pro­
piedad

privada (art. 217
§ 1 ), sino que declaraba como enemi­
gos de la Iglesia al Comunismo, Marxismo y Materialismo; no sólo condenaba los partidos políticos contrarios a
fa Iglesiá ( ar­
tículo 246, dr. 216) y prohibía (art. 672)
la pertenencia a los
sindicatos marxistas, sino que negaba expresamente la interven­
ción
de personas comunistas y similares en fas ceremonias nup­
ciales (art. 509)
y como padrinos del Bautismo (art. 379 § 3 ).
Esto era congruente con
el Decreto del Santo Oficio de 28-II-
1949, bajo Pío XII, y con el más severo todavía
del nuevo
Papa
Juan XXIII, el 25-IIl-1959. Pero esta hostilidad había
de cesar
desde los primeros momentos del Concilio. En agosto de 1962,
ya con
la autorización pontificia, se celebró en Metz un encuen'
tro

con el Metropolita de Moscovia, Nicodemo, en el que se
convino que el Concilio no iba
a proferir

condena alguna del
Comunismo, y así sucedió, en efecto: «Comunismo» y «Marxis­
mo» son palabras que no aparecen
ni una sola vez ·en los textos
1049
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ALVARO D'ORS
conciliares. Sólo Dios podrá juzgar sobre el acierto o no de esta
«Ostpolitik» influida ya entonces por el futuro Papa Pablo VI,
quien, quizá con su mayor clarividencia, veía -y no seré yo
quien lo
niegue--cierta

lejana esperanza de restauración cris­
tiana del mundo precisamente
ex Oriente, es decir, con un ob­
jetivo de mucho mayor alcance que el que pudiera pensarse a
primera vista.
En consonancia con
la condena de los enemigos políticos de
la Iglesia -porque la Iglesia no puede menos de ser también
ella
«pdlítica»: en la medida en que no puede ignorar que tiene
enemigos-, insistía

el Sínodo Romano en
la prevención eontra
la publicaci6n de doctrinas erróneas y nocivas, contra
la atracción
de las «novedades»; en
la traducción italiana (pág. 366) de la
alocución a la segunda sesión: « tentaci6n de desorientación in­
telectual, de posiciones originales peligrosas», donde d texto la­
. tino, síetnpre es más. sobrio en, su expresión, pero vid., más
adelante, en el mismo texto latino (pág. 372): ut singulares vi­
deantur et navi. De ahí que el Sínodo mantenga plenamente la
antigua disciplina de la censura previa de •libros (arts. 296 y
297, cfr. 240
§ 2 y 241 § 4 ), aunque ya se hubiera desistido,
por dificultades materiales, de seguir publicándose el
Jndex libro­
rum
prohibitorum.
Del mismo modo, pueden hoy sonar como algo discrepante
de
la moda post-conciliar la firmeza en la prevención eontra la
práctica del psieoanálisis (art. 239), fa educación sexual (articu­
lo
494 •§ 1), los bailes (art. 705), ciertos espectáculos y medios
de comunicación social (arts. 88 y 685 y
sigs.), los
excesos idolá­
tricos del culto del
cuei,po (art. 213 § 1); incluso la exigencia
del permiso escrito del Vicario de la Urbe
para la
adquisici6n
de automóviles por los
clérigos y

religiosos de Roma (art. 87
§ 1),
y la limitación de su uso por ellos tan sólo cnando lo justifiquen
las necesidades del servicio
(§ 2)

y, ordinariamente, sin: compa­
nía de mujeres
(§ 3 ), etc.; también, la recomendación de man°
tener imágenes sagradas

en las casas y el
Crucifijo en
los lugares
de trabajo y sedes oficiales (art. 234); luego, la eondena, natu­
ralmente, del
onanismo (

donde
deben entenderse comprendidos
1050
Fundaci\363n Speiro

EL PRE.CONCIUO
los anticonceptivos y contraconceptivos), la fecundación artificial,
la esterilización y el aborto directamente provocado (art. 493 § 2);
también,
la «emancipación de la mujer», pues deben las mujeres
-dice el
Sínodo--ser

«muy observantes
-de su
naturaleza y de
sus
deber~s» (art.

213
-§ 2),

y, expresamente, de la blasfemia,
la
·irreverencia religiosa

y la pornografía (art. 231). Extremos,
todos ellos, que corresponden a la moral cristiana más elemen­ tal, pero en los que el nuevo uso pastoral tiende a no hacer
hincapié,
y, por eso, hacen falta a veces declaraciones extraor­
dinarias de 1a superior autoridad de la Iglesia.
Del ecumenismo no se hablaba todavía en ese momento de
1960, pero
sí prevenJa enérgicamente

contra el indiferentismo
religioso de los que propalan insensatamente
la igwcldad de rodas
las

religiones __
(art. 235),

y, a continuación (arts. 236 y 238),
contra las
supersticiones y el espiritismo ( que suelen acompañar
a aquel
indiferentismo), porque,
según recuerda el Sínodo
(ar­
tículo
237),

el Diablo existe, y actúa en «príncipe de
este mun­
do»,

como
se le

llama en
el Evangelio de San Juan ( 14,30).
Fiualmente, no deja de ser digna de consideración la deci­
dida
actitud del

Papa Juan XXIII en favor
de la lengua latina.
Bl que

sólo se considere como texto «auténtico» de las Cons­
títuciones Sinodales

el latino (
art. 6) -escrito, por cierto, en
muclio mejor Latín que

los del Concilio--, eso era obligado,
pero no debemos perder de vista que los textos conciliares, al
parecer haber
sido pensados
y previamente escritos a veces en
lenguas modernas, plantean algunas
posibles dudas

de interpre­
tación. Donde puede verse con mayor claridad el interés de
Juan XXIII por defender
el uso del Larín es en su Constitu­
ción

apostólica para
el fomento del estudio de esa lengua como
«lengua viva» (y oficial, naturalmente) de la Iglesia: const.
Ve­
terum Sapientia, del 22-II-1962, posterior, por tanto, al comienzo
del

Concilio. Esta Constitución pontificia fue
seguida de unas
ordinationes dadas el 22 de abril del mismo año por el Prefecto
de
la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades, Car,
denal

Pizzardo, para establecer
el plan de estudios -ratio stu­
diorum-de esos centros de la Iglesia. Pero dudo de que hoy
1051
Fundaci\363n Speiro

ALVARO D'ORS ·
se observe esta norma. También en este empeño humanístico de
Juan XXIII
el resultado post-conciliar-parecer haber sido, si no
abiertamente contrario,
al menos muy claudicante.
Ha
venido a

darse en la Iglesia
el mismo fenómeno que se
puede
observar en

el mundo secular: que
el estudio de· las Hu­
manidades, incluso
cuando se

trata de autores
pre supone

siempre una actitud de respeto por
el pasado -precisa­
mente por
la sapientia de los veteres-, que se ha hecho poco
compatible con la creencia «moderna» de que la espontánea ra­
zón humana
pued~ ordenar

el mundo enteramente de nuevo cada
día, mediante una incesante e inconstante pedagogía de lo nove­
doso y de lo que ha venido a llamarse la «creatividad» del hom­
bre liberado" de las formas de la Tradición.
Pe hecho,

cuando
se producen desviaciones doctrinales y litúrgicas
· en

nuestros
días, no puede uno menos
de sospechar

que aquéllas hubieran
sido más difíciles de producirse si se hubiera mantenido, para
expresarlas, el uso del Larín. No olvidamos que, en otros tiem­
pos, también pudieron enunciarse en
Latín las

proposiciones
heréticas, o en Griego, ·pero no-es ·menos-cierto que, en la actua­
lidad, el tener que ajustarse a las exigencias formales de una
lengmi clásica

hubiera podido servir como
obstácuio para aban­
donar tan fácilmente las expresiones correctas del magisterio de
la Iglesia, porque las lenguas modernas se prestan más a la am­
bigüedad.
En todo caso, el uso del Latín tiene la gran ventaja
de permitir una terminología precisa y sin las anfibologías
pro­
pias

de las lenguas
modernas, acuñadas y estragJ1das por filoso'
fías

oscuras, cuando no descaradamente tendenciosas.
Ruptura clara, pues, entre el primer impulso del Papa Juan
XXIII
y el tono que vino a dominar en el inmediato Concilio
Váticano II, para el que aquellas Constituciones Sinodales esta­
ban previstas como progtamáticas,
pero no

fue así.
¿Qué pasó, pues? ¿Cómo se pudo producir este cambio ra­
dical en tan .breve tiempo? El discurso inaugural de Juan
XXIII. el 12-II-1962 preseri­
taba todavía una actitud de enérgica defensa de la tradición
cristiana,
pero, al
mismo tiempo, se solicitaba en
él un esfuerzo
1052
Fundaci\363n Speiro

EL PRE-CONCIUO
por hacer más comprensible l:a antigua fe a la mentalidad del
mundo moderno. Decía el Papa al inaugurar el Concilio: «Es
necesario que está doctrina
cierta e

inmutable a la que debe
. prestarse un

fiel obsequio, sea
analizada y e;i,;puesta del modo
(ea ratione) que los tiempos exigen». Así dice el !"1 su
discurso, péro la traducción italiana muestra ya por dónde se
iban a orientar las
cosas: «. .

. sea estudiada y
e;i¡;puesta mediante
las formas de investigación y de formulación literaria del pensa­
miento
moderno» (
traducción literal del tei italiano); y
así
también las otras versiones
modernas de

ese
disCUl;so latino.
La
diferencia entre el texto auténtico. y
las . traducciones

es
signifi­
cativa: no se trata ya de facilitar la comprensión moderna de
una
verdad
inalterable, sino

de revisarla según los métodos de
la filosqfía moderna. Pero el · mismo Papa acabó por citarse a

mism'.o en

la versión
moderna y
no en su redacción auténtica
latina. Por
otro -lado,

manifestaba
ya su
disposición a no dogma­
tizar: «se prefiere· hoy hacer uso de la medicina de la miseri­
cordia más que de las
armas de la severidad». Este lenguaje era
grato al púhlico de nuestros días ~Ja palabra «anatema» sorra:ha
mal, y por eso el Código ha prescindido de ella-, pero no era
ese precisamente
el lenguaje de un Concilio.
No sorprende, pues, que desde el primer momento, los Pa­
dres Conciliares
cambiaran la

orientación que
el Papa había
querido dar inicialmente al Concilio por
él convocado. El «es­
quema» sobre las fuentes
de la· Revelación, que conservaba la
tradiciona dualidad de
Escritura y
Tradición, fue
rechazado, tras
enconada

discusión,
el 21-XI-1962, y el Papa acabó por acceder
a las presiones de que
dehía hacerse

otro
más breve,
a
pesar de
ºque la

propuesta de suspender la discusión no había obtenido,
como exigía el reglamento del Concilio, la mayoría de dos ter­
cios. Se vio, desde ese momento, que había un fuerte propósito
por encima incluso de la legalidad canónica. El Papa había
ce,
elido a cuantos no estaban dispuestos a seguir sus consignas, ni
las orientaciones del Pre-Concilio. Las comisiones fueron
tot~­
mente
cambiadas, y todo el trabajo preparatorio quedó inutiliza­
do. Un grupo de Obispos franceses, canadienses y alemanes, se
1053
Fundaci\363n Speiro

ALVARO D'ORS
había puesto de acuerdo, antes ya de empezar el Concilio, para
llevar fas cosas

a su modo y no
al modo previsto

por el Pontí­
fice, que cedió pronto ante estos innovadores. Se trataba, -en
realidad, de un grupo · no muy numero,;cr, pero mochos otros
Obispos acabaron por unirse a
. ellos pata dar
su voto a las
re­
formas:

habían llegado
al Concilio
con ideas
tradicionales como
las

del Sínodo Romano, pero pronto empezaroo a pensar,
algo
acomplejados.

quizá, que su actitud
tradiciooal iba
en
contra de
las

exigencias insoslayables de
fos tiempos,
representadas· con
más eficacia y pertinacia por
el grupo

de los
innovadores, por,
tavoces
de la «modernidad»,

y esto explica que muchos de
ellos;
hoy supervivientes, empiecen

a estar de vuelta de su actitud,
Cuando Pablo VI abrió la segunda sesión del
Conrilio, el nue,
vo
rumbo

estaba ya
definitivamente tomll.do: los

tres fines
I del
Concilio, decía el nuevo Papa, eran la «toma de. conciencia». de
la Iglesia, que debía definirse a sí misma sin incurrir en formu­
laciones dogmáticas, antes bien, confesando su
propia inseguri­
dad;

luego,
la actualización o «aggiornamento», y, en terrer lu­
gar, el «diálogo con el mun.do». El desarrollo de este programa
se realizó implacablemente en
la forma conocida por sus resul­
tados, aunque no sin ciertas contradicciones internas
del Colegio
Episcopal, ni

sin actos de
firmeza doctrinal por

parte del mismo
Papa Pablo VI

en
temas en

los que no estaba
dispuesto a ·ce­
der ante los innovadores. !'ero esta historia del Concilio, con
todas. sus luces y sombras, e,,cede de nuestro
actual propósito,
que

ha sido simplemente el de sacar de cierto
olvido una
pági­
na importante de
la Historia de la Iglesia.
Si acaso nos preguntáramos
cómo fue
posible, bajo un
mis,
mo

pontificado, un giro tan brusco
.. de los

proyectos iniciales,
cabe pensar,
sin pretender entrar en razones más profundas que
están fuera de nuestro
alcance, algo que

aparece ya en esos mis­
mos textos pre-conciliares.
Por. un lado, el hecho ya observado de la gran relevancia
que,

desde el primer momento
SI' quiso dar a los aspectos pas­
torales, es

decir, a
la «praxis», tanto frente a lo propiamente
dogmático
como frente a lo estrictamente jurídico. De ahí de-
1054
Fundaci\363n Speiro

EL PRE-CONCIUO
riva ya el que el Concilio Ecuménico se proyectara eomo eminen­
temente pastoral -aunque, inevitablemente, se acabara por que­
rer extraer de
él. resultados dogmáticos pará una nueva Eclesio­
logía, pues .los ooncilios, por

,su propia
naturaleza, son siempre
dogmátioos--, y

también que, después,
el mismo C6digo de De­
recho Canónico adoleciera de un exceso de cánones
puramente·­
exhortativos,

como ya podía haberse observado
en los
artículos
sinodales de 1960, que se presentaban a modo de orientación
pastoral, y, precisamente, con vistas al Concilio Ecuménico que
iba a seguir, y no
eomo un simple libro

de
legislación para
diócesis

de Roma. Es natural que, dada esa ¡proyección pasto­
ralista, se tratara· ante todo de «actualizar» y de «reformar»,
más que definir y confirmar las verdades de la Fe.
Por otro
lado, hay

en la
ailocución inaugural

de Juan XXIII
de 1960 una idea que pudo influir en la aceptación del espíritu
de reforma que dominó luego en
el Concilio. En un cierto mo­
mento cita
allí el Papa el modo que tenía e!l Maestro Divino
(Mt. 5) de introducir cambios en 1a ley mosaica con la expre­
sión:

«Habéis oído
decir que

... , pero Yo os digo
áhora que
...
»
(texto

latino pág. 314, trad.
ital. págs. 330 y sig.). En efecto,
esta idea podía parecer justificar las innovaciones que habían
de venir en
el Concilio. Pero hay algo que observar a este res­
pecto, y es que Jesucristo vino a dar una nueva ley de «espíri­ tu», que
completaba pero

también rectificaba
la antigua ley mo­
saica, ley de «letra», en tanto la Iglesia, hoy, tiene ya la ley de
Jesucristo
eomo definitiva

e
inalte.rable. El

cierto que siempre
son posibles, sí, los cambios en la
orgal!lÍZación eclesiástica,

pero
hay que ver, en todo caso, si bajo los cambios de organización y métodos pastorales para su adaptación
a los

tiempos moder­
nos, no pueden haberse introducido acaso cambios en aquella
ley divina
inalterable; esto,

aunque no haya sido quizá por
el
mismo Concilio, sino por la posterior explotación indebida de
ciertas expresiones menos inequívocas de sus textos, favorecida
por algunas tendencias existentes que, si bien no llegaron a pre­
valecer en los textos definitivos, no han dejado de tener cierta
virulencia en
la fase post-conciliar. Porque en una deliberac;ión
1055
Fundaci\363n Speiro

ALVARO D'ORS
conciliar es natural que pueda haber contradicción de opiniones,
ya

que se trata de
.decidir. por votación, colegialmente,
sobre
uria
definición de autoridad solicitada por el Papa,· pero luego que
éste
la promulga con su pótestad universal, debe ser aceptada
como

expresión de
la voluntad del Vicario de Cristo, y todos
los Obispos para mantener

su legitimidad de magisterio
( como recuerda el artículo sinodal 222,
al decir que el magis­
terio divino es exclusivamente
el del «Romanó Pontífice y los
Obispos
·a él unidos: cum eo coniuncti), aceptar aquella ley.
Sólo
· a la Revelación divina preanunciada ya en el Antiguo
Testamento, y no a la superposición de la «deuterosis»
judía
podía
referirse

el .dicho del Señor de que El no iba a alterar nada
en absoluto,
ni siquiera una tan pequeña letra como es la «iota»
(Mt. 5, 18: iota unum non praeteribit). Ese es el título precisa­
mente que tomó hace unos años Romano Amerio
para un. gtan
libro

en el
· que el lector puede encontrar

una
información enor­
me,

a
la vez

que un juicio
crítico, pero.ortocfo¡ro y piadoso,•sobre
los

cambios acaecidos en el último cuarto de
siglo, y
en concre­
to, también, sobre ese momento pre-conciliar. al que nos hemos
referido: Iota unum. Studio delle variazioni della Chiesa catto­
lica ne/

seco/o
XX (Ricciardi, Milano-Napoli, 1985). Sirva mi
artículo de hoy como incentivo para la lectura de esa importan­
te obra.
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