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Número 259-260

Serie XXVI

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Civilización y colonización

 

El consenso general de los humanos –y el lenguaje común en que se expresa– avalan la idea de que el ·hombre es social por naturaleza y que es en el medio social donde desarrolla sus potencias y donde depura y perfecciona su carácter. Es, precisamente, la idea contraria al naturalismo de Rousseau, para quien el hombre, naturalmente recto y puro, se envilece y malea en el seno de la sociedad.

Resulta fácil confirmar aquella idea a través de los calificativos más comunes que el lenguaje aplica a los hombres en razón de su refinamiento y perfección. Imaginemos a la ciudad, como en otro tiempo era, a modo de un recinto limitado por murallas defensivas (o de simples cerramientos protectores) que lo separaban del exterior campestre. El núcleo más selecto y cultivado de ese recinto lo constituía la corte, sede de la aristocracia que rodea al Príncipe: de ahí derivan los términos cortés y cortesía para expresar el más alto refinamiento en las maneras y costumbres. De la civitas en su conjunto nacen fas expresiones civismo, civil, civilizado, acreditativas de una perfección humana. De su nombre griego, polis, derivan en francés los términos poli y politesse, y en español el de policía, que en su sentido originario significaba limpieza y decoro. (Todavía en el lenguaje castrense una revista de policía es una inspección del aseo y compostura de la tropa). Del término equivalente urbs (urbe) surgen las expresiones urbano y urbanidad.

Fuera de la ciudad están los campos, donde disminuye el influjo de la civitas y· de la civilización. De la palabra latina rus (campo) derivan los términos rural, rústico y rudo, que son ya peyorativos. Su equivalente ager da lugar al término agreste, con análoga connotación.

Más allá de los campos se extienden los cerros, que preludian a las incultas montañas. De ahí el calificativo cerril, de más acentuado sentido descalificador. Los montes que siguen a los cerros dan lugar a los calificativos montuno y montaraz. En lo más profundo de los montes se hallan las selvas, a donde apenas llega el eco de la civilización: de ahí los calificativos silvestre, selvático y salvaje. Y, en fin, más allá de los límites últimos de la civilización se halla lo ajeno a ésta, donde habitan los bárbaros, término que, sobre el significado inicial de extranjero, tuvo siempre el de extraño a toda cultura, supremamente rudo e incivil.

Cabe así definir a la civilización como el cultivo o pulimento que los hombres y sus relaciones adquieren a través de la vida en común. Es cierto también que la Modernidad ha acentuado una opuesta valoración que exalta lo rural y cercano a la naturaleza sobre el ámbito ciudadano o civil. Desde la poesía bucólica y pastoril, pasando por los movimientos románticos, esa tendencia culmina hoy en las corrientes ecologistas y similares. Pero esta reacción hacia las fuentes de la naturaleza no ha calado en la valoración popular ni en el lenguaje común, ni desplazado de él las reseñadas expresiones calificadoras. No se trata, por supuesto, en aquella constelación de términos valorativos o descalificadores de una exaltación de la concentración ciudadana sobre una cultura extendida territorialmente en campos o en costas. Se trata, más bien, de la contraposición entre quienes viven insertos en una cultura humana con fuertes lazos de sociabilidad y quienes viven aislados o manteniendo remotos lazos con una medio humano civilizado.

La experiencia confirma, por su parte, las valoraciones que el lenguaje consagra. La supuesta inocencia infantil es en lugar común que crea fuertes reservas en quienes tratan con niños. Mejor que de inocencia cabría hablar en éstos de ignorancia e inexperiencia. El niño es, como el adulto, una mezcla de las rectas tendencias de una naturaleza creada buena por Dios y de las reliquias, demasiado evidentes, del pecado original. El niño pequeño suele mostrarse cruel con otros niños que tengan alguna tara o defecto físico, en los que ve sólo un objeto de burla y escarnio. Sólo con su crecimiento en un medio social lleva a ver en ese niño un sujeto como él, que sufre y al que hay que respetar y proteger. Por modo tal que la influencia de una sociedad medianamente sana despierta en el niño buenos sentimientos y purifica sus pasiones. El «buen salvaje» no pasa de ser un mito o una ideación sobre falaces preconceptos.

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Se entiende por colonización el establecimiento de emigrantes o colonos de un país en tierras nuevas, despobladas o débilmente pobladas y cultivadas. Este término ha sufrido una evolución intencionada y fomentada en las últimas décadas. La obra colonizadora era a principios de este siglo un timbre de gloria para el pueblo que la ejercía al ser considerada como su propia expansión y la expansión también del medio civilizado. Hoy, en cambio, arrastra una connotación denigratoria que equivale a opresión sobre pueblos indefensos, obra de «imperialismo» y abuso del débil.

En realidad, la expansión de los pueblos por vía de colonización es algo en cierto modo natural y, por supuesto, inevitable en términos generales. La historia del mundo es una historia de colonizaciones. Da a menudo la impresión de que los evolucionistas que llegan a afirmar el transformismo de las especies se muestran, en cambio, fijistas en lo que a la distribución de tierras y continentes se refiere. Como si cada pueblo o raza tuviera asignada desde los orígenes del mundo una porción del planeta cuya posesión patrimonial les estuviera por siempre garantizada. Griegos, fenicios y romanos colonizaron a España en la antigüedad; españoles e ingleses colonizaron a América; África fue colonizada por las naciones europeas y ahora son Norteamérica y Rusia quienes la re-colonizan a su modo. Se trata de un fenómeno universal y constante. Y, como en toda obra humana, ha habido colonizaciones (moralmente) buenas y otras malas o medianas.

La acción colonizadora suele realizarse mediante el establecimiento de factorías y el asentamiento de colonos en puntos estratégicos que permitan la extracción y transporte de los productos que del país se obtengan. Simultáneamente, y a veces sin pretenderlo el colonizador, se opera una lenta penetración de la religión, la cultura y las costumbres en el entorno de las tierras ocupadas. En las colonizaciones realizadas por pueblos cristianos esa penetración suele ser precedida por la labor de los misioneros, cuyas miras difieren a menudo de las del colonizador.

Caso diferente y en cierto sentido único fue la colonización de América por los españoles. Allá, más que de colonización debe hablarse de penetración cultural o de extensión de nuestras fronteras. Incluso de una profunda y rapidísima asimilación de pueblos mediante un fecundo mestizaje. No habían pasado cincuenta años desde el descubrimiento cuando ya se erigían en la América española catedrales y universidades de la magnitud e importancia de las peninsulares. La actitud de los conquistadores de América ante sus nativos difirió esencialmente de la observada en las penetraciones y guerras con los pueblos africanos. A éstos se les consideraba, por musulmanes, enemigos de la fe cristiana y se estimaba lícito su sometimiento y esclavitud, tal como los árabes practicaban con los cautivos cristianos. Y por extensión se daba análogo trato a los pueblos negros del interior, por más que fueran extraños al Islam.

Ante los indios americanos, en cambio, se procuró desde un principio su atracción y su alianza, y sus vidas y haciendas fueron protegidas por leyes de la Corona que les otorgaba análoga consideración a la de los súbditos peninsulares. Basta leer, por ejemplo, la veracísima Historia de la conquista de Nueva España de Bernal Díaz del Castillo para darse cuenta de que la actitud ·del conquistador era esa, por más que en casos se cometiesen abusos e infracciones de aquellas leyes protectoras. ¿Por qué esa diferencia de trato y actitud?

Pienso que su razón última ha de buscarse en las motivaciones que pesaron en el ánimo de los Reyes Católicos para sufragar la flota del descubrimiento y las sucesivas expediciones. Cuando se preparaba la empresa de Colón no se había tomado todavía Granada: las circunstancias no propiciaban el deseo de adquirir nuevas tierras en países desconocidos. El designio no tuvo un carácter nacional sino cristiano; es decir, radicado en la estrategia conjunta de la Cristiandad que determinaba entre sus pueblos y príncipes acciones comunes frente a peligros comunes que a todos amenazaban. Es preciso, para comprenderlo, ponerse en la situación de la Cristiandad en aquellas postrimerías del siglo XV. Hacia Oriente limitaba esta con un inmenso telón de pueblos islamizados que se extendía desde los confines de Rusia, por todo el Oriente próximo y el Norte de África, hasta la propia Granada. Se desconocía la profundidad de ese frente y las amenazas potenciales que albergaba. Si los árabes de España se mostraban en franca retirada·y pronto se coronaría la Reconquista con la toma del reino de Granada; irrumpía, en cambio, desde el oriente islámico la nueva y terrible amenaza de los turcos, que habían tomado Constantinopla, la inexpugnable, y pronto estarían en las puertas de Viena. En el Mediterráneo el poderlo árabe habla vuelto a imponerse.

Por otra parte, desde tiempos de Marco Polo y a través de la ruta de fas especias se había mantenido en Europa la confusa idea de que al otro lado del mundo islámico pervivía otro sector cristiano al que la expansión árabe del·siglo VII había desconectado del occidental. Había pervivido durante siglos la leyenda del reino del Preste Juan de las Indias, reino cristiano al otro lado del Islam, leyenda que hablan reforzado las recientes exploraciones portuguesas del reinado de Juan II. Incluso en aquellos mismos años el navegante Pérez de Covilha había. logrado enlazar con ese reino, que no era otro que el de Abisinia, por más que tales noticias continuaban a la sazón inciertas.

Pero la idea era ya antigua entre los príncipes de la Cristiandad: se trataría de viajar hacia Occidente para enlazar con esa hipotética mitad de la Cristiandad y, más tarde, en acción conjunta atacar al Islam por ambos frentes. Tal fue la principal mira de los Reyes Católicos que patrocinaron el descubrimiento, por más que en el ánimo de navegantes y soldados pesara más el natural anhelo de fortuna y aventura, y en el misionero el de extender la fe y salvar almas. Pero aquella motivación·inicial explica el trato respetuoso que desde un principio se otorgó a los nativos de América. Se trataba de la falsa suposición de que se habían alcanzado las Indias por Occidente y de que en ellas habría de encontrarse a cristianos, futuros aliados en una acción combinada contra el Islam.

No podían suponer aquellos hombres·que América era sólo un accidente en el camino de las verdaderas Indias, y que necesitarían atravesar un océano aún más extenso para encontrar en los «moros de Joló» el extremo asiático del Islam, y, más tarde, el exiguo reino cristiano de Abisinia. Para darse cuenta también de que las esperanzas en esa operación-tenaza carecían de fundamento. No. podían tampoco prever que el avance de los turcos sería detenido por la propia Cristiandad occidental en Lepanto y a las puertas de Viena, ni que esa sería la última oleada de islamismo.

Esa motivación estratégica enaltece aún más la acción civilizadora de España en América. Los españoles no buscaron un imperio, ni aun marcharon para ampliar sus límites colonizando nuevas tierras. América fue para ellos como un don del Cielo, al que supieron responder con el sobrehumano valor de sus conquistadores y el celo ardoroso de sus misioneros. La civilización triunfó allá de lo que Menéndez Pelayo llamaría «las más bárbaras gentilidades» y de un fecundo mestizaje surgió en aquel gran continente la más hermosa prolongación de la Cristiandad hispánica.