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Número 259-260

Serie XXVI

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El orden político internacional

EL ORDEN POLITICO INTERNACIONAL ·
POR
ALBERTO JoRNET NAvARRo·
La unidad del género humano, vínculo de los pueblos.
El
género humano constituye una unidad. moral y social es­
tablecida por Dios, y así lo atestigua claramente
la Revelación:
el Génesis relata de qué modo Dios concluye su · obra creadora,
haciendo
al hombre a su imagen y semejanza, y cómo es desti­
nado a una eterna e
inefable_ felicidad

enriquecido con dones y
privilegios sobrenaturales.
· Refiere

también que de la primera
unión matrimonial proceden todos los demás hombres, los cua­
les se dividieron después en varias tribus y pueblos, diseminán­
dose por todo el mundo. Y aun alejándose
de su Creador, Dios
no dejó de considerarlos como hijos.
Los hombres forman una gran
familia unificada por la uni­
dad de su origen común en Dios. Pero, además, unificada por
todo aquello que
corilparten, es

decir; una misma naturaleza,
que
consta de cuerpo material y de alma espiritual e inmortal;
una misma habitación, la fierra, de cuyos bienes pueden disfrutar todos los hombres por derecho natural, para sustentar y adqui­
rir la propia perfección; un mismo fin supremo, Dios, al cual
todos deben tender; y, por último, los mismos medios para poder
conseguir este supremo fin.
Además,
de la doctrina del derecho natural obligatorio para
todos íos hombres se sigue que la humanidad es también una
comunidad jurídica. Y, por lo tanto, de
la unidad de hecho y
de derecho existente . se deduce que los ciudadanos de cada Esi
tado no están desligados entre
sí; sino
unidos en un conjunto
115!
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ALBERTO JORNET NAVARRO
orgánicamente ordenado, con relaciones distintas según los tiem­
pos y según el destino natural y sobrenatural.
La constitución «Gaudium et spes» afirma cómo Dios, que
cuida de todos con
paternal solicitud, ha. querido que los hom­
bres
constituyan una sola familia y se traten entre si con espl­
ritu de

hermanos.
(Ocho grandes mensajes. RA.C., Madrid, 1981,
pág. 411). Y a tal voluntad divina es fiel la Iglesia, que, como
recuerda Pío XII, educa
las conciencias para considerar como
prójimo no solamente a este o a aquel hombre, sino a todos los hombres del mundo entero, quienes merecen el respeto, la pie­
dad
y el amor según el precepto del mismo Jesucristo.
Sujeción del orden internacional al derecho natural
Una vez fijado el fundamento natural del orden internacio­
nal, los papas dem¡ncian la profunda perturbación que viene pa­
deciendo. Una progresiva
descristianización individual

y social
ha pro­
vocado la anemia religiosa, el vacío ético y la bancarrota social.
El único remedio es
el retorno

a la fe.
La- reconstrucción social
ha

de
exigir, entre

otras cosas, el sometimiento a las leyes de
Dios; o, lo que es lo mismo, la estabilización del orden social requiere
1\, previa estabilización del orden moral.
Así, pues, la fuente principal y más profunda de los males
que hoy afligen a la sociedad internacional brota de la negación y
rechazo de

una norma universal de rectitud moral, tanto en
la
-
vida

privada
de los individuos como en la vida pol!tica y en las
mutuas relaciones .internacionales. El enorme desarrollo de
la ciencia y la técnica ha llevado a
muchos hombres

a pensar que es posible alcanzar la máxima
per­
fección de la civilización humana contando con sus propias fuer­
zas, prescindiendo de Dios. Pero ese mismo progreso material
produce problemas de alcance mundial que
sólo pueden

resol­
verse si los hombres reconocen la debida autoridad de
Dios, pues
la única base de los preceptos morales es ef mismo Dios, y, si
es negado, tales preceptos no tienen valor .
. 1152
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EL ORDEN POLITICO INTERNACIONAL
' Se niega a Dios y se niega la existencia de una ley moral
objetiva, que es superior a la realidad externa
y al hombre. mis­
mo, absolutamente necesaria
y universal e igual para todos.
Los Estados caen en los errores del positivismo jurídico, do­
tando al derecho de un contenido utilitarista, que reconoce al
Estado unos derechos absolutos
y enteramente independientes.
Y, sin embargo, recalca Pío XII
que separar el derecho de gentes
del derecho divino para apoyarlo en la voluntad
aut6noma del
Esitado como

fundamento exclusivo, equivale a destronar ese
derecho del solio de su honor y de su
firmeza y

entregarlo a la
apresurada y destemplada
ambici6n del

interés privado y del
egoEsmo colectivo,

que s6lo buscan la afirmaci6n de sus derechos
propios y la negaci6n de los derechos
aienos. (Carta encíclica
Summi Pontificatus ( 1939). Doctrina Pontificia II. Documen,.
tos

políticos. B.A.C., Madrid,
1958, pág.
784 ).
Se convierte, entonces, en una
de las exigencias fundamen,.
tales

del bien común
el principio del reconocimiento del orden
moral
y de la inviolabilidad de sus preceptos; procurando no
caer en otro error, que consiste en creer en la existencia de dos
morales:
· una

que rige para los ciudadanos
y otra para los Es­
tados, cuando la moral es una
y única para los individuos y para
los Estados
y las naciones, que, en definitiva, están compuestas
por hombres particulares.
Por
lo tanto, y en palabras de Juan XXIII, en la encíclica
Pacem in terris, la misma ley natural que rige fus relaciones
de
convivencia entre los ciudadanos debe
regular también las
relaciones mutuas entre las comunidades politicas. .
De esta manera se afirma . que el derecho natural tiene· que
ser
base también del derecho de gentes y norma superior orien­
tadora del derecho internacional positivo. Si tanto los gobernan­
tes como los ciudadanos no reconocen la obligatoriedad del de­
recho natural, no es posible
salvaguardar la
obligatoriedad moral
del derecho positivo en
lo internacional.
Por otro lado, el derecho natural orienta la dirección de la
actividad internacional. Es posible saber qué
!!nea seguir

cono­
ciendo y considerando cuál es la naturaleza del hombre y de las
1153
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ALBERTO JORNET NAVARRO
cosas, y cuáles son las exigencias y relaciones que de ellas se de­
rivan. Las exigencias de la convivencia de los pueblos
· han
sido
las mismas en el pasado, porque la naturaleza
humana ha per­
manecido substancialmente
la -misma.
Es

posible
· determinar

expresamente cuáles son tales exigen­
cias de convivencia, cuáles son los principios del derecho natural
de gentes, pues los dicta
la propia naturaleza.
Y la Iglesia refiere dichos principios de forma no exhaustiva,
concretándolos, en una primera aproximación, en el reconocimien­
to de la personalidad del hombre y de sus derechos fundamenta­
les y
eri la subordinación de los hombres y de los pueblos al
bien común.
Al ampliarlos, resultan los siguientes principios:
l. Respeto
íntegro de
la libertad
de todos los pueblos y la
concesión de aquellos derechos que son necesarios para
la vida
y el sano progreso civil ( derecho a la existencia,
derecho al uso de los biénes de la tierra, derecho·
a una
manera de
ser y una .cultura propias, derecho al propio
desarrollo,
respeto a

los derechos de las minorías nacio­
nales, libertad de
la Iglesia).
2. Fidelidad íntegra e inviolable a los pactos estipulados y
sancionados de acuerdo con las normas del derecho de
gentes. Siendo necesario constituir instituciones jurídi­
cas que sirvan para garantizar el leal
y fiel cumplimiento
de los tratados,
y, en ca.so de verdadera necesidad, para
revisarlos
y corregirlos, evitando siempre la interpreta­
ción unilateral de sus condiciones.
3. El reconocimiento positivo de los principios del derecho natural. El derecho natural debe informar todo derecho
positivo, en cuanto que corresponde a este último es­
tablecer lo que
según los

principios de la
naturaleza no
consta

con certeza
y completar aquello acerca de lo cual
la tiaturale:i:a calla. (Il programma, discurso de Pío XII
1154
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c~·Pilifl'IGO rniERM ACTONAL . ~-..
al Cantro Italiano de. Estudios .para la reconciliación in­
ternacional. Doctrina Pontificia II, Documentos políti­
cos. B.A.C., Madrid, 1958).
Pío XII, en su sermón navideño de 1940,
Grazie, hace
una serie de recomendaciones para
que los

principios de la ley
natural sean práctica habitual en las
relaciones internacionales

y,
al mismo tiempo, resalta cuáles son
los obstáculos de su cum-
plimiento. Afirma necesarias una serie de victorias:
·
. l." Sobre el odio, que deforma la verdad e impide que cada
cual reconozca los
derechos que
le son propios
y los de­
beres que tiene para con los demás
y que

dificulta
tam­
bién la justicia, es decir, el respeto de los derechos aje­
nos y el cumplimiento de
las propias obligaciones.
2.' Sobre
la desconfianza, devolviendo a los Tratados su
preciosa utilidad.
3.' Sobre

el principio de que
la fuerza crea el-derecho y de
que la utilidad es la base y la regla del
de~o.
4.'
Sobre los gérmenes de los conflictos, procurando la ní­
vclación de las diferencias económicas.
5." Sobre el egoísmo, de manera que los hombres, al estar
movidos por el amor, sientan como suyas las necesida­ des del prójimo y hagan a los demás partícipes de sus
bienes.
Los conflictos internacionales.
En virtud del orden del que dotó a la creae1on su Autor,
las comunidades políticas son sujetos de derechos y de deberes
en
el orden internacional. Y a hemos comentado cómo se hallan
sometidas sus relaciones
. al
orden moral
y cómo la familia hu­
mana puede conocer sus
exigencias a

partir de los principios del
derecho natural, que obtiene con la consideración de su propia
1155
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--naturaleza. Pero los hombres, dorados 'de libertad, pueden ver
arrollada la verdad por influjo de las pasiones, que introducen
el desorden moviendo
las voluntades

a crear lo que comúnmen­
te denominamos conflictos internacionales. Así, el nudo del problema de la
paz es de orden espiritual,
~ cuanto que el mundo está muy lejos del orden social que­
rido por Dios, que es, por esencia, un orden de libertad. Y el
.mundo, que se llama libre, no es libre, sino que se reduce a un puro automatismo o a una enorme máquina colectivista, en pa­
labras de Pío XII.
De esta manera tiende a utilizar la raz6n de
la fuerza, cuando sujetándose a la fuerza de la. razón, la acción
de
los pueblos sabrá sacar de la ley natural los medios
con· que
resolver

los conflictos.
{Il programma. Pío XII. Doctrina Pon­
tificia II, Documentos políticos. B.A.C., Madrid, 1958).
El conflicto entre los pueblos es una constante hist6rica
y
también lo es la guerra como solución éxtrema de los mismos.
La doctrina de
la Iglesia niega que la guerra, por sí sola,
pueda ser creadora de derecho justo; además, existe
el peligro
de que la fuerza material, en
vez de servir para tutelar el de­
recho, se convierta en
tiránica violación
de éste. ·
Benedicto XV
y Pío XI, al comentar el curso y los efectos
de la primera guerra mundial, insisten en su carácter
de acto
moralmente responsable. El
primero sitúa

como causas princi­
pales de la guerra en este orden:
la ausencia del amor mutuo
en

las
relaciones entre

los hombres; el desprecio
de la autoridad
de

los gobernantes; la injusta lucha entre
las clases
sociales; el
ansia ardiente con
que s~ apetecen

las honras caducas
y pasajeras.
(Carta encíclica Ad beatissimi de Benedicto XV. Doctrina Pon­
tificia II, Documentos
políticos. B.A.C.,
Madrid, 1958).
Por su parte,
Pío XI

insiste en que el abandono de la moral
cristiana y sus efectos en el orden internacional han sido la causa
de la siembra progresiva de
la discordia y, por tanto, de la
guerra. Pío XII, con
la experiencia de la segunda guerra mundial, no
duda en afirmar que la humanidad debe buscar nuevos caminos
y realizar generosos esfuerzos para librar al género humano de
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EL ORDEN POLITICO INTERNACIONAL
la pesadilla reiterada de los conflictos bélicos y, más concreta-'
mente, aboga por la proscripción definitiva de la guerra de agre­
sión como solución legítima de las controversias internacionales. Ahora bien, la Iglesia no condena
el deseo de liberarse de la
__ dominacióQ de una potencia extrajera_ o de un tirano, con tal que
-eie deseo p~eda-realizarse sin violar-1.,i justicia. Es lícita la
guerra basada en una causa legítima, que impida reparar
la in­
justicia consumada
de otro modo; dicha causa ha de_ ser grave
y proporcionada a los daños de la guerra.
Los más recientes
textos pontificios
hacen· referencia
-a la
ilicitud de la guerra de agresión y a la guerra .defensiva como
lícita,
utilizando
así una terminología nueva que hatía referen°
cía a la guerra iojusta y a la guerra justa, respectivamente.
En

este sentido es conveniente referir las observaciones que
hace Francisco Suárez S.
J. en su ensayo sobre la Guerra, in­
tervenci6n, paz
internacional, . según las cuales:
«La iniusticia puede ser acción que prácticamente se
está
realizando o
acci6n ya
terminada, cwya reparación

se
intenta
por medio de la guerra. En este segundo caso la
guerra es

agresiva; en el
primero tiene
todas
las caract"'°
r!sticas
de

una defensa, siempre que se haga con la mode­
raci6n del que se protege
a si mismo sin

excederse en sus
derechos». (Francisco Suárez S. J.: Guerra, intervención,
paz internacional. Espasa-Calpe, S. A., Madrid, 1956, pá­
gioa 57).
Siendo el precepto de la -paz de derecho divino y siendo
su fin
la protección de los bienes de la humanidad, en cuánto
bienes_

del Creador, existen
algunos entre
estos bienes, que
tie­
nen

tal importancia para la convivencia humana, que su defensa
contra la injusta agresión es plenamente
legítima. Y

si tal in­
justa agresión se ha consumado, la defensa por medio de la guerra tendrá, a su vez, apariencia
de agresión, pero será igual­
mente
lícita.
También reitera
la Iglesia que es lícita y en algunos casos
obligatoria la defensa frente. a
la injusta agresión, pero no sólo
1157
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ALBERTO JORNET NAVARRO
. del pueblo amenazado o víctima de la misma, sino que a esta
defensa
estll obligada
también
la solidaridad
de
las naciones,
que
#ene el deber de

no
de;ar abandónado al pueblo agredido.
La seguridad de que tal deber no ha de quedar sin cumplirse ser­
viril para desalentar

al
agr{isDt' y, consiguientemente, pg,a evitar--
abreviar sus sufrimiento;. (Gravi, Radiomensaje navideño (194SJ
de
Pfo XIL Doctrina Pontificia II, Documentos políticos. B. A.
c.; Madrid, 1958, pág. 956).
Sin embargo, los efectos destructivos de
la guerra se han
acrecentado

con
el desarrollo de las armas científicas. Con ellas
se pueden obtener destrucciones enormes e indiscriminadas que
sobrepasan los

límites de
la legítima defensa. Y por ello, el Con­
cillo Vaticano II recuerda
el principio de proporcionalidad entre
la• gravedad de la causa y los daños de la guerra, y afirma ro­
tundamente
que:
« Toda acci6n bélica que ,tienda indiscriminadamente a
la destrucción de
ciudades enteras
o de extensas regiones
;unto con
sus habitantes,

es un
crimen contra Dios

y la hu­
manidad que hay que
condenar con

firmeza
y sin vacila:
cioneso.
(Constirudón Gaudium

et spes. Ocho grandes
men­
sajes.

B.A.C., Madrid, 1981, pág. 476).
Intimamente unido al tema de
la guerra está el problema de
los medios armamentísticos de defensa.
Ningún Estado o grupo de Estados puede aceptar tranqui­
lamente
la esclavitud política y la ruina económica. Por el bíen
comÚp.
de

sus
pueblos .deben asegurar

su propia defensa, que
tiende a mantener, en principio, a raya el ataque y a obtener que
las medidas políticas y económicas se adapten completamente
al
estado de paz que reina en un sentido puramente jurídico entre
el atacante y el atacado.
Tal postulado obliga a hacer dos observaciones:
1158
l. La necesidad y obligación de defensa no j~stifica la .ca­
rteta armametitística-, qué 110 elimilla las-causas·· de· -con­
flicto, .y aun puede agravarlas.
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EL ORDEN POLITICO INTERNACIONAL
2. La carrera de armamentos logra un equilibrio precario
de fuerzas, y del mismo no puede
provenir la
paz segura
y auténtica.
¿En qué consiste
la · paz auténtica? San Agustín la define
como
la tranquilidad en d orden. La paz auténtica se obtiene
con
la instauración del orden cristiano, del orden querido por
Dios. El
orden cristiano perfecto excluye de su cuadro de insti­
tuciones la

guerra, pero en tanto éste no se realioe no podrá
proscribirse
la guerra justa. La verdadera garantía de la paz es
el orden cristiano. El desarme es seguridad endeble
· si
no se
acompaña de un desarme de
las pasiones en los hombres.
Señala

Pío XII que:
«Si de verllS se quiere impedir la guerra, se debe, ante
todo, procurar socorrer la anemia espiritual de los
pue­
blos,

la inconsciencia de la propia responsabilidad
ante
Dios y ante los hombres por la falta de orden cristiano,
único que puede asegurar la paz». (La decimaterzza. Ra­
diomensaje navideño de 1941. Doctrina l'ontificia II, Do­
cumentos políticos. B.A.C., Madrid, 1958, pág. 984).
Y no hay
paz de Cristo sino en el Reino de Cristo, por lo
que nuestra contribución por la paz· no ha de ser sino
la instau­
ración del

Reino de Cristo.
Frente a tan eficaz contribuci6n, actualmente hay quienes, in­
fluenciados por
un materialis.mo práctico y un sentimental)smo su­
perficial,
consideran en el problema de la
paz ú.nicamentela exis­
tencia

y amenaza
de las armas modernas, no dand~ valor alguno
a
la ausencia del orden cristiano.
Refiriéndose a tal postura,
Pío XII
afirma que:
«un esfuerzo o una propaganda. pacifista · que provenga de
·quien niega la· fe en
Dios, es siempre

muy dudosa, incapaz
de atenuar
o eliminar

la
angustiosa sensaci6n de

temor,
a no ser que de
prop6sito resulte

un simple medio enca-
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minado a provocar un efecto táctico de excitación y de
confusión» .. (Ecce

Ego,
radiomensaje navideño de 1954.
Doctrina Pontificia II, Documentos políticos. B.A.C., Ma­
drid, 1958).
La comunidad y la autoridad internacionales.
En la historia de la humanidad han existido distintos intentos
de organizar institucionalmente la comunidad internacional. Los
más recientes, y ambos fracasados,
han sido la Sociedad de Na­
ciones y .la presente
Organizaci6n de

las Naciones Unidas.
Tales intentos no obedecen a la casualidad, sino que consti­
tuyen un desarrollo
más de

la sociabilidad natural del hombre.
La doctrina católica sobre el Estado y la sociedad civil se ha
fundado siempre
en el principio de que los pueblos forman todos
ellos una comunidad que tiene
fin y
deberes comunes,
y por ello
la unidad efectiva es necesaria para el desarrollo a que están lla­
mados todos los pueblos.
Del mismo modo que existe el bien común en
la sociedad
civil o en
la familia, también existe para todo el conjunto de las
sociedades civiles y es necesaria la constitución de una organiza­
ción que vele por éste.
A las sociedades que aseguran el orden y la buena organi-
zación:
1160
«( ..• ) pertenecen, en primer lugar, la familia, el Estado
y también la Sociedad de los fütados, porque el bien co­
m4n, fin
esencial

de cada uno de ellos, no puede ni existir
ni ser

concebido
sin su relaci6n intrinseca
con la unidad
del género humano. Ba;o este

aspecto, la unión indisolu­
ble de los Estados es un postulado natural, es un hecho
que se les impone
y al. cual. ellos, aunque a veces con va­
cilaciones, se someten

a la voz
de la
naturaleza,
esforzán­
dose también por dar a

su
unión una regulación exterior
estable,
una organización». (La decimaterzza, rac:liomen­
saje

navideño de Pío XII. Doctrina Pontificia II, Docu­
mentos políticos. B.A.C., Madrid, 1958).
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EL ORDEN POUTICO INTERNACIONAL
Así, la organización de la Sociedad de Estados es una forma
de la unidad y
del orden entre los hombres, necesru:ia, junto a la
organización propia
de cada Estado, para la vida humana y su
perfeccionamiento. Es

presupuesto también de la
paz, en cuanto
que consiste, como ya se ha
indicado arriba,

en
la tranqúilidad
en el orden.
En su radiomensaje navideñ.o de 1944,
Benignitas •et Hu­
manitas, Pío XII se refiere a la creación de un órgano común
para

el mantenimiento de la
paz, que debe realizar una función
preventiva frente a las amenazas de agresión. Pero tal finalidad
no se obtiene si la norma suprema que regule la comunidad de
Estados es la
mera voluntad

de los Estados asociados y no el
propio derecho natural.
f<
Esta subordinación al derecho natural establece una limita­
ción a la soberanía nacional de los Estados asociados.
La sobe­
ranía estatal deja
de significar ausencia total de límites; el Es­
tado es soberano cuando tiene la competencia
~mpleta respecto
a

los asuntos que le son propios, en la materia y en
el espacio,
pero está sujeto
al ámbito del derecho internacional, sin depen­
dencia
del ordenamiento jurídico de cualquier otro Estado. Es
lógico pensar que ninguna organización del mundo puede ser viable si no se armoniza con el orden y relaciones naturales que
rigen en los diversos pueblos.
Uno de los numerosos errores modernos sobre esta cuestión
llega a afirmar que el futuro de
la humanidad consistirá en una
gran comunidad en
la que queden abolidas las patrias y fundidas
arbitrariamente las razas. Nada.
más lejos
de
la realida pues
tales diferencias son queridas por Dios, derivan del mismo
acto creador; el hombre
.es sociable y llega a constituir sus pro­
pias

organizaciones políticas
y ha sido dotado de diferencias ra­
ciales. Ambos hechos han de ser respetados. por la comunidad
internacional. Además, su

desaparición no es presupuesto para
la consecución· de la unidad de los distintos pueblos. Es más,
la justicia pide que se establezca una política de promoción de
los valores propios
de cada raza y de cada pueblo.
Si· en la comunidad

política existe una autoridad, también es
1161
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necesaria en la comunidad internacional, pero es que, además,
la autoridad política nacional resulta insuficiente en orden al
bien común
supranacional. Su
autoridad carece del poder
nece­
sario

en
una situación
que Juan Pablo
II no
duda en
-eonsiderar
de

absoluta interdependencia planetaria. La autoridad internacional ha de ser reconocida por todos
y
ha de estar dotada de poder eficaz para garantizar la seguridad,
el cumplimiento de la justicia y • el respeto de los derechos.
Dante,

en
De Monarchia, describe la figura de la autoridad
internacional
y su necesidad.
«Todo el género humano es un orden parcial del gran
universo
fbernado por
el único Dios. Por tanto, la
hu­
manidad
s6lo

se ajusta
a~m6nicamente a la creaci6n de
Dios como imagen
del cosmos

cuando es gobernada por un
monarca supremo. Si hubiera varios Estados totalmente
in­
.
dependientes,

en
caso de

disputa no
habrla ningún ;uez
sobre

ellos. Por tanto, tiene que haber en esta
tieffa un
juez supremo

y último ante cuyo tribunal
sean decididas
mediata

o inmediatamente todas las rencillas, y tal es el
monarca o emperador, garante de la justicia y de la liber­
tad». (De

Monarcbia,
Libro II, capítulo 10).
La autoridad
internacional ha
de regir su actividad
· por el
principio de suhsidiariedad. Es competente para resolver los pro­
blemas relacionados con
el bien común universal en el orden
económico, social, político
y cultural. En sus manos está el re­
solver los problemas que por su gravedad, urgencia
y amplitud
rebasan el poder de las autoridades
nacionales.
Para

concluir, recordemos lo que tanrss veces ha reiterado
la doctrina pontificia,
y es que somos los cristianos los llamados
a colaborar en
la. reconstrucción de

la unidad
· interilacional, co­
nocemos sus fundamentos y, .por ello, tenemos una grave respon­
sabilidad en materia social y politica.
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