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Número 293-294

Serie XXX

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Ideas y creencias en la España contemporánea

IDEAS Y CREENCIAS EN LA ESP~A
CONTEMPORANEA
POR
Al.FREDO SÁNCHEZ BELLA
Es este un tema capital, del que se ha escrito mucho y casi
todo está por
decir. Característica muy singular de los españoles
postconciliares han sido la confusión, la profunda divergencia de
criterios en múltiples cuestiones, incluso en algunos temas esen­
ciales. Desde la unidad de la patria en adelante. Y una actitud
contestataria frente a
la jerarquía eclesiástica, que en no pocas
ocasiones supera
el límite de lo razonahle. Pero es así. Se le
acusa de oportunismo; de falta de coherencia, de deslealtad, de
es­
caso nivel intelectual. Y esto le ha hecho perder respeto y auto­
ridad moral.
Frente a
esas divergencias de criterio y de actitud, es natural
que los eclesiásticos extremen
la cautela e incluso en no pocas
ocasiones
se inhiban de tomar posiciones, dejando a los católicos
perplejos, confundidos, cuando no desconcertados. Esto les lleva
también a
la inhibición, al «pasotismo», a la marginación de cual­
quier acción en cuestiones fundamentales.
No fue así la actitud tradicional de los españoles, que siem­
pre
se caracterizaron por adoptar posiciones comprometidas. Des­
de Trento a casi nuestro días. Tal
vez como consecuencia de ello
la acción de los «no creyentes» fue idéntica, en sentido inverso.
La célebre frase de que en España las gentes han ido siempre
tras la Iglesia, «con un cirio o con un palo», durante el último
siglo
y medio ha sido una gran verdad.
En tiempos más cercanos, las actitudes también han sido
diversas. Los militantes de los movimientos apostólicos practica-
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ron fielmente la doctrina que les había sido impartida: debían
actuar en la vida pública pero «fuera y por encima de los parti­
dos políticos».
Grande
era. la ingenuidad de los que se empeñaban en aplicar
tan aséptica recdmendaci6n. Porque frente a la actitud abierta­
mente beligerante de
las fuerzas agn6sticas, era absolutamente
imposible que esa prudente recomendaci6n, tan adecuada para
épocas tranquilas y bonancibles, pudiera cumplirse en períodos
his­
t6ricos conturbados, como fueron los republicanos.
Pese
al acatamiento «oficial» por la Iglesia de los poderes
constituidos, la abierta posici6n anticlerical de la inmensa
ma­
yoría de los nuevos dirigentes políticos dieron paso a una serie
de acontecimientos que enrarecieron la atm6sfera en forma irre­
versible:
Desconocimientd de los derechos de la Iglesia, legislaci6n
precipitada para instaurar la «escuela única, laica, neutra y obli­
gatoria», sometimiento y control de todas las asociaciones
ecle­
siásticas, prohibici6n para ejercer la funci6n docente, disoluci6n
de la Compañía de Jesús, expulsi6n de
sus miembros y cierre de
sus centros, que quedaron expropiados, eliminaci6n del crucifijo
en las escuelas
...
Y casi simultáneamente, como si se quisiera acentuar la pre­
si6n y aplastar cualquier reacci6n del mundo civil, quema de
iglesias y conventos, expulsi6n · del obispo de Vitoria, seguida del
cardenal de Toledo
... No había tentaci6n desmedida que pareciera
insuficiente. . .
El anticlericalismo lleg6 a ser considerado como
un
ddgma.
La Iglesia era considerada por los republicanos como «enemi­
go público», por su alianza secular con la Corona. Iglesia y Ejér­
cito eran
los dos antagonistas sociales que había que destruir
para asegurar la estabilidad del nuevo régimen.
Lds partidos políticos eran, sobre todo, «anti» -anticlerica­
les, antimilitaristas, antiaristocráticos, antiburgueses-. ¿ A quién
puede extrañar que, ante aquel ataque tan implacable como
coordinado, hubieran de hacer «a posteriori» causa común?
Aun­
que no fuera más que por mero espíritu de supervivencia.
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Fue el radicalismo político de izquierdas -y no al revés-,
cuya manifestación cumbre fue la sublevación de Asturias en
1934, la que impuso la salida obligada al enfrentamiento militar
y al martirologio de la Iglesia, que también en los gravlsimos
sucesos asturianos habían tenido concreto antecedente.
Comd inteligentemente señala María Dolores Gómez Molle­
da en un interesante libro de reciente aparición, «la cuestión
religiosa cuarteó desde dentro a las minorías parlamentarias,
en­
frentó a sus líderes y a los grupos pollticos... más de lo que
comúnmente
se ha pensado». Marcelino Domingo habla sido más
preciso cuando señaló que en la discusión del artículo 26 de
la
Constitución prevaleció el criterio de los socialistas y radical-so­
cialistas, hasta
el, punto de que «la Iglesia habla tenido la for­
tuna de unir a
los antirrepublicanos y separar a los republicanos».
No fue la Iglesia, sino el sectarismo anticlerical el que produjo
tan sorprendente mutación, origen y causa preponderante de la
acción posterior.
De ah! que ------contrariamente a la que general­
mente suele
decirse-, la guerra española no tuvo su origen en
la lucha de clases, sino en el enfrentamiento ideológico, sobre
todo en cuestiones religiosas.
Los católicos
-salvo contadas excepciones-estuvieron for­
zosamente en uno de
los bandos porque no les dieron opción.
Obligadamente. Y
es muy cierto que, en grandísima parte, para
ellos la guerra civil fue una «Cruzada de liberación», en donde
no pocos dieron su vida, más que por sus ideas políticas, por
la defensa de su
fe. Sin partidismos ni posiciones temporalistas
de ningún orden.
Llegada la
paz, se ofrecían nuevamente dos caminos muy
claros a seguir: la inhibición en cuestiones temporales, permi­
tiendo la consolidación de un Estado aconfesional o la colabora­
ción para asegurar
la instauración del Derecho público cristiano.
La Iglesia fue muy clara en su determinación: habla que op­
tar por la segunda de las soluciones. Creemos que esta decisión
del cardenal Gomá tuvo importancia trascendental
para la histo­
ria de España.
Humanamente hablando, había sido tan grande
el quebranto
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sufrido durante la guerra, tanto en bienes materiales como en
vidas, que por su solo esfuerzo, sin la ayuda decidida del Estado,
la Iglesia
nd hubiera podido recuperarse en menos de un siglo.
Sin embargo, gracias a los inmensos apoyos materiales reci­
bidos
y al exaltado clima espiritual creado durante la contienda,
las instituciones eclesiásticas alcanzaron notable vigor, hasta
d
punto de poder permitirse el lujo de traspasar vocaciones hacia
las empresas misioneras de Ultramar en cuantía y calidad no
inferiores a las de cualquier otra época tenida por áurea.
No
se ha hecho justicia a este período, aÚff por estudiar. Se
ha preferido incidir en sus aspectos negativos. Pero fueron más,
muchos
más y de muy subidos quilates, los positivos. Su recu­
peración
y florecimiento, manifestado en la sobreabundada de
vocaciones y en su espíritu misionero, constituyen uno de sus
más altos timbres de gloria.
Que
el esfuerzo material de tener que volver a levantar los
templos destruidos,
lcis seminarios, las casas de ejercicios, que
d apostólico afán proselista y la ambición de estar presentes en
todos
los multiformes aspectos de la vida civil les impidó prac­
ticar una exigente acción intelectual,
es evidente. Que tal vez
en este campo no hubo auténtico espíritu autocrítico, puede ser
parcialmente cierto. Pero
el fervor pastoral misional, después de
las ruinas y dolores de la guerra, produjo un temple en
el cuerpo
social de tal vigor
y consistencia que permitió e hizo posible la
reconquista de la propia identidad nacional que, por múltiples
causas, en las décadas de los 30 y
los 40, parecía estaba ahoga­
da, desdibujada, como desvanecida ... En el discurso en el Ateneo,
con ocasión de su primer retorno, Ortega
-fino analista siem­
pre--registró este hecho singular: España parecía disfrutar de
una salud escandalosa, tenía temple vital, estaba en forma. Y
sólo la fe, en sí misma
y en lo trascendente podía haber hecho
tal milagro, cuando en lo material de todo carecíamos.
Los vientos
dd Concilio nos cogió desprevenidos. No enten­
díamos nada. Vistas las cosas desde Roma,
tddo era diferente a
como había sido imaginado desde España.
El Mundo no quería Cruzadas, sino coexistencia con
d ad-
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versario, paz a cualquier precio. «Prefiero ser rojo que muerto»,
ha sido la frase que mejor refleja la exacta posición de
las nuevas
generaciones. Y en
el bipolarismo establecido por los dos ma­
terialismos vigentes -aunque sean de muy diferente calidad,
porque uno de ellos deja amplio margen a la
libertad-la Igle­
sia católica debía aceptar el hecho objetivo de que, en ambos
espacios históricos, estaba en minoría. Aceptando ese hecho debía
intentar establecer un consenso y llegar a pactar la convivencia
con todas las fuerzas sociales. Ello imponía una estrategia y una
táctica radicalmente diferente a la que tradicionalmente, duran­
te siglos, había sido defendida en la Europa cristiana. Y eso era
lo que fundamentalmente pretendían ser algunas directrices con­
ciliares, que podían tener diferente interpretación para cada una
de las realidades sociales que pretendía contemplar. Y que, de
hecho, como doctrina la tenían; aunque una interesada propa­
ganda se empeñara insistentemente en decir lo contrario.
Equivocadas directrices vaticanas se avinieron a seguir la ten­
dencia, cuando lo prudente hubiera sido
la «no injerencia» en
las características propias de cada cultura y de cada país,
el
respeto a la propia identidad, de acuerdo con las especiales ca­
racterísticas históricas de los pueblos, sin menoscabo de los prin­
cipios generales. No
se hizo así y el daño causado al mundo
hispánico tardará decenios en curarse
...
La Iglesia española, en ese instante, vaciló. Y se planteó el
sentido de su propia misión. Pletórica como estaba de vocacio­
nes, de afán misionero, de pasión proselitista, de pronto sintió
complejo de inferioridad y no acertó a crear la dialéctica apro­
piada y
el rigor intelectual para resistir y enfrentarse a una
inesperada situación. No supo defender la singularidad de su
postura,
ni hacerla valer. No estaba preparada para esa difícil
contingencia.
Para corregir tan grave deficiencia no había que desvalorizar
ni echar por tierra virtudes positivas, que habían sido caracterís­
tica fundamental de su singularidad a lo largo de la Historia.
Su vitalista modo de ser, ansioso de encarnarse en obras, tenía
que ser notablemente diferente
al del intelectualizado catolicismo
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francés, resignado y hasta satisfecho' de vivir reducido a minorías
selectas, en medio de un pueblo profundamente descritianizado
por la incesante acción anticlerical llevada a cabo durante
más
de siglo y medid, condenado a vivir como en catacumbas, cuando
el español
-se había vuelto a atrever a erigir grandes seminarios
capaces de intentar evangelizar al mundo surgido de la postgue­
rra mundial.
Mientras los católicos de Occidente pactaban para sobrevivir
una situación subordinada, de marginación en
la sociedad civil,
sólo dos pueblos seguían ofreciendo intrépidamente
el testimo­
nio de su propia singularidad, troquelada en el duro yunque de
los siglos: España y Polonia.
En medio de un clima
de sectaria devaluación laicista de los
valores
religiosos, España y Polonia seguían defendiendo su pro­
pia identidad, incluso con el peligro de ser consideradas
como
«el mal ejemplo». Hubo, pues, que plantearse en Roma el pro­
blema de si, al servicio de la paz y la convivencia, no sería
con­
veniente sacrificar esas patentes muestras de escándalo, de super­
vivencia de fórmulas periclitadas y,
ya definitivamente, superadas
en nuestro tiempo. Incluso llegó a pensarse que ello significarla
hacer a ambos pueblos «un buen servicio».
Porque Polonia, aun doblegándose, no cedió en lo sustancial
y no pactó con el poder soviético, como insistentemente se le
sugirió desde Roma, tiene ahora un Pontífice felizmente reinante.
Logró un status especial porque, frente a toda clase de presiones,
supo mantenerse unida. Mientras que la Iglesia española,
vaci­
lante, sin conciencia de lo que se jugaba, prefirió estimular la
creación de un Estado «abierto, pluralista y aconfesional», que
está abriendo paso a otro modelo
de sociedad.
Tenía razón Alfonso Guerra cuando decla que
el gobierno
socialista actuaría en tal forma que, en pocos años, á España no
la conocerla «ni la madre que la parió».
Así está siendo, aunque bobaliconamente mentes frívolas
si­
gan calificando el Gobierno actual como «de derechas». Los que
tal cosa opinan confunden el fondo con la forma, la existencia
con la esencia.
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La agresión que están sufriendo: la sociedad, a ttavés de los
medios de comunicación social ; la familia, con leyes sobre
divor­
cid, aborto y escuela laica generalizada; la legislación permisiva,
la discriminación social entte trabajadores en activo y en paro,
la falta de oportunidades para una juventud sin horizonte, son
cuestiones vitales cuya gravedad, a medida que el tiempo pasa,
se irá acentuando. Y no existe conciencia clara de cómo reaccio­
nar, porque no se tiene clara conciencia de la gravedad del mal,
ni de las posiciones que habría que tomar para atajarlo.
La Iglesia,
para liberarse del excesivo temporalismo del que
fue
acusad.a por su actuación en el período anterior, pasó al ex·
ttemo
opuesto y se inhibió. Con lo cual dejó a los católicos sin
guía ni norte. Al pairo. Sin saber qué hacer. Ni cómo actuar.
No fue siempre así.
En el instante clave de la transición,
desde el púlpito de los Jerónimos se impuso coercitivamente
la
salida hacia un tipo de Estado que ni había sido nunca el espa­
ñdl, ni era conveniente para los intereses de la Iglesia, ni para
la salud del pueblo español. Pero se hizo así. Y esto fue deter­
minante. Y el daño causado, incalculable.
Un atento historiador de este período, Ricardo de la
Oerva,
lo señaló magisttalmente en fecha reciente:
«Sumida en su obsesión política, dividida
por una hondísima
crisis interna, que muchas veces era crisis de identidad, afectada
por un brutal drenaje de deserciones personales y pérdidas de
fe
en clero, religiosos y fieles, la Iglesia taranconiana cayó, apenas
sin lucha, en todas
las trampas de la secularización, y buscó
desesperadamente, durante la etapa final del franquismo,
el des·
pegoe del franquismo. Renunció a casi todo: a su historia recien­
te, a
sus mártires, a su seguridad doctrinal, a su función religidsa
en beneficio de sus complejos y
sus obsesiones políticas. Natu·
ralmente que esto sucedía en los sectores visibles de la Iglesia,
dentto de la cual
segoían alentando poderosas corrientes de vida
cristiana, de sacrificio personal heroico, de fidelidad a la
propia
vocación y á la propia misión. Pero para un observador político
e histórico la imagen es, desgraciadamente,
la que acabamos de
resumir en estos breves y trágicos trazos. La descristianización
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de la sociedad española había empezado bastante antes de que,
el PSOE se dedicara sistemáticamente a ella desde su victoria.
de 1982».
La actitud del cardenal T arancón pudo estar justificada en,
aquel delicado instante de la transición, por múltiples- causas e1l
las que ahora no voy a entrar, pero ya no puede seguir siéndolo,
en el momento actual. Desde tiempo inmemorial fue la
Iglesia:
quien fijó las normas éticas y morales de la sociedad española­
Otros
pueblos actuaron en forma diferente porque fueron otras;
las instancias rectoras,
peto en la nuestra esa fue la norma.
Actuando de esa forma la institución clave, nadie opuso
r<>­
sistencia al vendaval del cambio y todas las instituciones, se. fue"
ron desmoronando sin ofrecer resistencia.
Sólo ahora, quince años después, empieza a dar señales
de
existencia. Bienvenido sea ese nuevo viento de firmeza, que tan
beneficioso puede ser para la salud moral de nuestro pueblo.
Las orientaciones del Pontífice son muy claras: frente a la pro­
clamada inhibición y el «desempeño», para evitar problemas, el
compromiso. No agrupados bajo una sola bandera, pues el plu"
ralismo en cuestiones temporales es legítimo, pero sí en actitud'
convergente en defensa de las cuestiones esenciales, en las que no
pueden caber divergencias. Aunque no revueltos, unidos, coordi­
nados en un solo frente.
No ya por más tiempo inhibidos· en,
cuestiones temporales, sino -al contrario-- participando activa­
mente. Cada uno actuando desde el plano que le
corresponda,
pero en los temas que le conciernen ocupando las posiciones de
vanguardia quien siempre debió estar.
Tal parecería ser la estrategia de actuación en
el moment<>
presente. Pero para ello es necesario que la jerarquía eclesiástica
se sienta más segura vitalmente en su misiva temporal, menos.;
pragmática, más creyente, en suma, del poder omnipotente de Dios.
Porque más que de ideas, es de creencias de lo que hoy ca­
recemos. Y sin creencias no se puede caminar. Ningún pueblo,
-y menos el nuestro--podría marchar hacia adelante.
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