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Número 303-304

Serie XXXI

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Orden supranacional y doctrina católica

ORDEN SUPRANACIONAL Y DOCTRINA CATOLICA
POR
MIGUEL AYUSO
1
El pasado año, invitado amablemente por el Centre Mantau­
riol, pude presentar ante ustedes Lis relaciones entre España y
Europa desde el ángulo religioso como contribución· a los estudios
sobre
la «identidad católica europea» que nos reunían. El tema
de
mi discurso no estaba escogido por afecto o prurito nacional
alguno, sino que,
por el contrario, venía presidido por la inten­
ci6n de enriquecer la común reflexión desde un ángulo especifico
--<:aSi diría que exclusivo-- de la historia y situación hispanas.
Se trataba de recordar que el «eurqpeísmo» lleva consigo muchas
sombras prendidas
entte sus .luces -,lo que resulta útil desde
cualquier consideraci6n-, a través de
su ilustraci6n más signifi.
cativa
. en el caso español. Lo europea, la europeización, se han
sentido por
]os españoles como la recapitulación de todo lo mi­
litante contra el signo católico. y su plasmación comunitaria en
una
eJecutoria históri.ca. Por eso, acudí a la explicación, notable­
mente precisa, de la
escuela tradicionalista; y referí los textos en
que Francisco Elías de Tejada, Rafael
Gamhra y Alvaro d'Ors
oponen
Europa a la Cristiandad. · .
Una vez que España se ha convertido· al «nivel europeo» -lo
expliqué entonces-, cede el interés de aquella cuestión. La anega­
ción de su impregnaci6n religiosa más gennina diluye la impor­
tancia de Lis distinciones y levanta un panorama más. indiferen­
ciado, encuadrable en
lo que el profesor .l\1ichele Federico Sciacca
ha llamado la «corrupción occidentalista», en plena ruptura entre
Verbo, núm. 303-304 (1992), 305-312 305
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el Regnum Dei y el Regnum hominis, y que no ha hecho más que
ahondarse y radicalizarse cuando la Europa antes unida por la
fe
trata de reunirse en mercado común.
La solución -y con esto vamos avanzando por el tema de
este afio-- viene a ser también, y no puede ser
de otro modo,
necesariamente idéntica, por cuanto deberían encarnarse
«cultura
y religi6n, ciencia del hombre y Sapiencia de Dios», para alcanzar
una nueva
síntesis y lograr «en el interior y en armonía con el
actual momento histórico, aquella unidad espiritual que Europa
.ha perdido, tal como fue realizada en el Medievo en armonía con
aquel momento histórico». En
c;ste sentido, toda la predicación
incansable
de Juan Pablo II sobre la cultura y la encamación reli­
giosa, así como sobre la necesidad de una nueva evangelización,
van al
fondo de la pérdida de identidad y la crisis que padece
Europa,. P". tentizando que sóh en la vuelta a las raíces cristianas -. ·-.
está .. el verdadero y prometedor futuro (1).
II
Este afio, y nuevamente merced a otra amable invitadón,
puedo tomar la argumentación allí donde la dejé y afiadit mis
reflexiones al· «alegato en pro de la civilización cristiana» que nos
ha convoéádo (2).
Lo primero que tenemos que preguntát es de qué civilización
cristiana se trata. Hay demasiadas imprecisiones, oscuridades y
ambigüedades
en esa predicación a la que antes aludía y que suele
resumirse bajo la rúbrica -,,-por demás necesitada de concreción­
de la nueva «civilización. del amor», al igual que hace treinta años
afloró en el tópico de la «nueva Cristiandad» maritainiana.
(1) ·Cfr. MIGUEL Aroso, «España y Europa: casticismo y europeístno»,
Aportes {Madr¡d), núm. 17 (1991), págs. 65-70,. que recoge lo sustancial de
la intervención -reítet;adamente aludida-dirigids _al II Congreso del C~n­
tre Montauriol (Lourdes, 1990).
(2) Est~ artículo prolonga las reflexiones del citado en la notá-anterior
y-tiene su origen · en una intervenci6n dirigida al III Co~ del Centre
Montauriol (Lourdes, 1991). ·
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La civilización cristiana es paradigmáticamente la Cristiandad
medieval, que
se nos muestra - como plasmación de una comunidad tradicional, resultante o pro­
ducto de la encamación social y armadura intelectual del mensaje
evangélico (.3 ). No se trata de que los cristianos constituyan un
pequeño rebaño, sino de la necesidad de pueblos cristianos y de
que éstos tienen por una de las condiciones· de su existencia a las
instituciones cristianas ( 4 ). Esto es lo esencial. Lo demás entra
dentrd de las vicisitudes e imperfecciones humanas. En el plano
teórico, sin embargo, destaca con toda claridad la complementa­
rieclad de los poderes espiritual y temporal. Por eso, es posible
un
orden político cristiano de carácter comunitario, y no solamen­
te eso, sino que tal orden
-quizás quien mejor lo expresó con
su autoridad fue el papa San Pío X en un texto famoso-ha
existido en la Cristiandad medieval (5). De ahí derivan conse­
cuencias muy importantes, pues entra en juego la pietas, virtud
moral que
- la patria y de la que, en cierto sentido, pende·
tocia civiliza­
ción (6).
El filósofo Rafael Gambra
· ha ilustrado perfectamente esta
cuestión, en polémica con la famosa obra de
Maritain. En efecto,
parte
de reconocer - Cru,,-que, en cierto sentido, puede haber otras formas de civi­
lización cristiana · dist1ntas de la Cristiandad; que el Evangelio
puede fecundar a sociedades y Estados de variadas configuracio­
nes; y, finalmente, que no
es correcto hablar de la civilización
cristiana, sino
de una civilización cristiana. Desde aquí, es decir,
(3) Cfr. GusTAVE THIBON, Pr6logo al libro de HllNltI MASSIS, De
l'homme ~ Dieu, París, 1959-, pág. 7.
( 4) Cfr. Cardenal DANIÉLOT/, «La Iglesia, ¿pequeño rebaño o gran
pueblo?», en el volumen Iglesia y secularizaci6n, Madrid, 1973, pág. 23. A
este t~a he dedicado mi ard:cti.lo «¿Cristiandad nueva o· secularismo irre­
versible?», Roca Viva (Madrid), núm. 217'·(1986), págs. 7-15.
(5) Cfr. MIGUEL AYUSO, «El orden político cristiano en la doctrina de
la Iglesia», Verbo (Madiid), núm. 267-268 (1988), págs. 955-991.
(6) Cfr. ]EAN MADIRAN, «La civilisatlon dans la perspective de la pieté»-,
Itinéraires (París), núm. 67 (1963).
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desde la posición intelectual abierta y dialogante del sed contra,
comienza su argumentación. En primer lugiu:, la Cristiandad fue
la mejor y más densa impregnación alcanzada en la historia de
las estructuras sociales y políticas por el mensaje bíblico y el .ma­
gisterio de la. Iglesia. Aunque no lo menciona, el famoso texto
de León XIII parece estar implícito en la afirmación anterior. En
segundo lugar, y a salvo lo que pueda suceder en el curso futuro
de
la historia, hemos de reservar el determinante la para la única
civilización que
real y verdaderamente existió con signo cristiano.
Pero, incluso,
en tercer lugar, puede afirmarse más, ya que «una
nueva civilización, comunidad
de base cristiana, diferente por en­
tero en su estructura y desconectada de la Cristiandad histórica
es simplemente impensable, porque
el primero de los mandamien­
tos
comunitarios (referentes al prójimo) es el de "honrar padre y
madre". Una "nueva Cristiandad" al estilo de Maritain, Mounier
u otros, habría de ser siempre una
fdrma de impregnación del
cristianismo sobre
la sociedad y sus miembros, y nun1>1 podría
olvidar tal precepto y, con él, el principio patriarcal-familiar y la
pietas debida a la patria y la tradición». De donde todavía pode­
mos extraer
un corolario final, cnal es que la idea de ulia nueva
Cristiandad revolucionaria, o de un Estado laiCO'cristiano, como
los propugnados
por Jacques Maritain, vienen a ser, en su fondo
histórico
y doctrinal, una contradictio in terminis que pretende
vanamente cohonestar
categorías mentales, emociopales e instin­
tivas de imposible conciliación (7)
III
A pesar de las anteriores consideraciones, lo cierto es que
-en nuestros días-se habla a menudo de la Europa unida con
la
esperanza de que venga a constituir una nueva Cristiandad. En
otras ocasiones, las referencias, aún más vagas, lo son a una civi-
(7) ar. RAFAEL GAMBRA, Tradición o mimetismo, Madrid, 1976, págs.
46 y sigs.
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lización del amor que está despuntando y a la que se han referido
con reiteración Pablo VI
y Juan Pablo IL
Los hechos, en cambio, y por otra parte, no permiten sostener
tan optimistas planteamientos, De ahí que algunos de esos pro­
nunciamientos pontificios y episcopales
-resulta ejemplar de ló
que digo el famoso discurso del papa Juan Pablo II al Parla­
mento Europeo, en Estrasburgo,
el once de octubre de mil no­
vecientos ochenta y ocho-parezcan especialmente desconcertan­
tes, e incluso, a veces, nos ·llenen de desazón.
Para que una estructura supranacional ---es decir, superadora
de
las relaciones meramente internacionales- pueda calificarse
de
éristiana, para que pueda enlazar con una Cristiandad, aunque
nueva, debe
reunir, a mi juicio, dos condiciones: la primera es el
acatamiento a la ley divina
y' natural y el reconocimiento de los
deteehos de
la· Iglesia ; y la segunda es el respeto al principio de
subsidiariedad como nervio o eje de la doctrina social católica.
* * -*'
Respecto de la primera de las exigencias, nada nos aparece
más lejano a la realidad que su cumplimiento, pues no bastan las
alusiones a la nueva evangelización, sino que se requiere una real
intención y ejecución· cristianas.. Es
difíéil no evocar el c0nocido
texto de Pío XI en Ubi arcano Dei: «No hay institución humana
alguna que pueda imponer a
todas las naciones un código de le­
yes comunes acomodadas a nuestros tiempos. Pero existe una
institución divina,
la Iglesia de Cristo, que puede custodiar la
santidad
del derecho de gentes». En esa pretensión imposible
-máxime cuando opera desnaturalizada. y pervertida-radica el
desorden de tantas instituciones presentes, que desean levantar
el edificio desde. un suelo común que no son · sino las arenas del
laicismo (
8 ).
(8) Cfr. FRANctsco CANALS, «Sobre la organización política de la Cris­
tiandad medieval», en el volumen Política española, ·pasado y futuro, Bar­
celona, 1977, págs, 201-218, donde glosa convenientemente el 'texto citado
de Pío XI y otros semejantes.
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A este respecto, el profesor Alvaro D'Ors, en una jugosa
«aporía capital», resumen
de muchos pensamientos, ha dejado es­
crito: «La crisis del 'Estado nacional', en todo el mundo, per­
mite conjeturar un futuro de lo que
he llamado 'regionalismo
funcional',
es decir, una superaci6n de la actual estructura esta­
tal: ad extra, por organismos supranacionales, y a la vez, ad in­
tra, por autonomías regionales infranacionales. Pero, pot un lado,
aquellos organismos se han evidenciadd absolutamente vados de
toda idea
moral, como no lo sea la muy vaga y hasta aniquilante
del· pacifismo a ultranza, que s6lo sirve para favorecer la guerra
mal hecha;
por otro.lado, el autonomismo se está abriendo paso
a través de cauces revolucionarios~ .a veces anarquistas, pero siem~
pre desintegrantes, que no sirven para hacer patria, sino s6lo
para deshacerla.
Así, resulta todavía hoy que ese 'Estado nacio­
nal', llamado a desaparecer, subsiste
realmente como .una débil
reserva de integridad moral, pero sin futuro» (9).
Repare el lector en el mérito del
anterior análisis, cuando su
autor --adscrito al pensamiento tradicional-es por lo mismo
alérgico a
la realidad hist6rica del Estado moderno.
* *"*
En relaci6n con el segundo de los: requisitos, las organizaciones
inter y supranacionales de nuevo cuño participan de una
propen­
si6n dirigista y tecnocrática muy· contraria al respetó del prin­
cipio de subsidiariedad.
Lo facilitan ciertas tendencias de natu­
raleza estratégica y econ6mica que terminan encontrándose ayun­
tadas po'r los intereses de la sinarquía. · El recién citado Alvaro
D'Ors dedica al tema una parte de su libro
La violencia y el 01'­
den (10), lo que me hace gracia de insistir en ello. Incluso desde
el punto de vista jurídico, la evolucion es muy clara a través de
las relaciones del llamado Derecho comunitario con los Derechos
nacionales y, en cdncreto, en la virtualidad combinada de los
(9) ALVARO D'O:Rs, «Tres aporías_ capitales»,-Raz6n Espáñolá (Madrid),
n6m. 2 (1984), ~-213.
· (10) Cfr. ALVARO D'ÜRS, La violencia y el orden, Madrid, 1987, págs.
83 y sigs.
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pnnapms que presiden aquél ( efecto directo, obligatoriedad ge­
neral, primacía, ·etc.). Por lo que, la propia mención expresa del
principio de subsidiariedad que encontramos en el Tratado de
Mastrique, a diferencia de
la Constitución española, entra en el
puro terreno de la conjetura.
Si acudimos a la filosofía política -y aun a la filosofía de
la historia-nos encontramos muy lejos de la que Rafael Gambra
ha llamado «teoría de
la superposición y evolución de los víncu­
los nacionales», implícita en la obra de Vázquez de Mella, y
se­
gún la cual «en la naturaleza de los vínculos que determinan la
existencia de un pueblo se da un progreso en el sentido de una
mayor espiritualización
· o alejamiento del factor, material, sea ra­
cial, económico o geográfico» ( 11 ).
De las nacionalidades primitivas, determinadas generalmente
por una estirpe
familiar prolongada en sentido racial, se va pa­
sandd
-por una depuración progresiva de los vínculos-- a na­
cionalidades que ligan a pueblos de · raza, medio o vida diferen­
tes. Así
-señala Ganíbra-, se e,q,lica que en el seno de una
gran nacionalidad actual, como
la española, pervivan y coexistan
en superposición y mutua penetración, regionalidades de carác­
ter étnico, como la eúskara; geográfica, como la riojana; de an­
tigua nacionalidad política, como, la aragonesa, la navarra. Y de
.hí que en nuestra patria --«que es un conjunto de naciones que
han. confundido parte
de su vida en una unidad superior (más
espiritual) que se llama
España»-(12) no esté cdnstituido el
vínculo nacional ni por geografía, la raza o la lengua, sino por
nna causa espiritual, superior y directiva, de carácter predomi­
nantemente religioso
.•
Y continúa Gambra: «pero este vínculo superior que hoy nos
une (
... ), no debe proyectarse al futuro como algo sustantivo e
inalrerable,
porque entonces se diseca la tradición que · nos ha
dado vida. El principio de las nacionalidades sin instancia ulte-
(11) RAFAEL GAMBRA, Estudio preliminar al libro· Vázquez de· ·Mella,
Madrid, 1953, pág. 31.
(12)
JuAN VhQUEZ DE MELLA, Obras completas, tomo X, Madrid,
1932,
pág. 320.
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rior procede cabalmente de esa confusión moderna entre el Es­
tado
y la Nación y su concepción como una única estructura su­
perior
y racional de la que reciben vida y organización las demás
sociedades infrasoberanas. El proceso federativo de nuestra Edad
media cristiana y la progresiva espiritualización de los vlnculos
unitivos no tiene por qué truncarse, máxime cuando el principio
y el punto de vista nacional conducen siempre a· la guerra per­
manente ( ... ) Pero según la, docttina de la espiritualización y
superposición de los vínculos nacionales -"- práctica federativa de los siglós cristian08-'-, el proceso de inte­
gtación habría de
permanecer siempre abierto: al final de este
proceso
estaría, como vínculo de unión para todos los hombres,
la unidad
su,¡,erior y última de la catolicidad, libre de toda mo­
dalidad humana. Y el proceso que a ello condujere habría sido,
no la
im.posici6n de una parte, sino una h'bre integración ---o f.,.
deraci6n-vista por todos los pueblos como cosa propia y que
para nada mataría las
anteriores esiructuras nacionales» (13 ). Es
decir, concluyendo, daría lugar a la convivencia de las estructu­
ras nacionales con la superior supranacional.
O, en otras pala­
bras, se respetaría el principio de subsidiariedad (14).
IV
Haría falta prolongar estas reflexiones en un terreno pura­
mente positivo, constructivo. Si esperamos el advenimiento de
una nueva civilización cristiana será preciso concretar su perfil
y la tarea es bien ardua y requiere aportes y aproximaciones plu­
rales. Sin
embargo, parece innegable que esa labor debe ir pre­
cedida
de otra mucho más modesta que desbroce ciertos terrenos
y deshaga alguna que otra maraña. Esa es la intención que ha
presidido las
reflexiones anteriores, así como el presentimiento
de que sus caracteres de puro viejo serán siempre nuevos ...
(13) RAFAEL GAMBRA, loe. últ. cit., págs. 32°33.
(14) Cfr. MtGUEL AYUSO, «El principio de subsidiariedad y lás agrupa­
ciones supranacionales», Verbo (Madrid), núm. '197-198 (1981), págs. 991·
1.002.
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