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Número 311-312

Serie XXXII

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Nación, concepto controvertido

NACION, CONCEPTO CONTROVERTIDO
POR
THOMAS Mol.NAR (*)
Por muy lejos que nos remontemos en la historia, encontra­
mos pueblos y tribus, nómadas o sedentarios, tratando de expre­
sar su identidad cultural, lingüística, territotial, dinástica.
El
concepto de naci6n no es otro que la señal de un mismo naci­
miento, primero para la aristocracia, y seguidamente extendido
al pueblo.
La defensa del territorio forma parte de ese sentimiento
de identidad. A este respecto,
es preciso afirmar, contrariamente
a Konrad Lorenz y sus
discípulos, que no sólo se trata de la pro­
tección
de un trozo de tierra ( «el imperativo territorial»), sino
de una entidad moral, que lo es por su significado,
su simbolis­
mo, sus. alegrías y sus sufrimientos comunes. ¿Qué mejor ejem­
plo que el de los países del Este de Europa hoy día?
Dicho esto, admitamos que las naciones no son eternas
ni
tampoco inmutables; añadamos, además, que el nombre importa
poco, pues
se tr~ta siempre del mismo afán de los pueblos de
singularizarse, de afirmar una característica cultural, económica
o de cualquier otro tipo. No por cualquier especie de pacto, sino
porque
es la realidad. Decía Bergson que los hombres no podrian
ser fieles a una idea tan vaga como la de «humanidad», puesto
que el ser humano necesita muros de separación para conocerse,
para cultivar sus facultades y para reconocer a los suyos. Por
tanto,
es una equivocación arremeter. contra el nacionalismo con el
pretexto de que
es una «invención» de la Revolución francesa.
(*) Una caperta mal archivada ha motivado que se haya retrasado la
publicación de este artículo escrito hace más de dos ailos. Traducción del
francés de Fernando Cantero.
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Se trata sencillamente del término moderno para designar el par­
ticularismo experimentado por cada pueblo. En Roma era la vir­
tud del
cives romanus; en Japón la lealtad al emperador·; en
Esparta el combate hasta la muerte, como
Leónidas. Desde la
alta Edad Media la nación· es
un concepto familiar ; por algo los
nietos de Carlomagno, que todavía hablaba
el franco, Carlos y
Luis, uno
es francófono y el otro «germánico»; y en la Sorbona
medieval se distinguían cuatro «naciones» según la pertenencia
de los estudiantes; y que Juana de Arco
quería «echar fuera a
los ingleses», evidentemente en nombre de algo que
es ya la «fran­
cidad».
Maurras escribía que la nación, sin ser un
concepto sagrado,
encontraba su justificación en el hecho de que está a igual distan­
cia entre el
pequefio grupo incapaz de defender sus intereses, y
la humanidad, que no
es un concepto político sino más bien ético.
Los sostenedores del utopismo
se oponen, por supuesto, al pen­
samiento de Maurtas y de Bergson, ya que para ellos todo muro
de separación, y
más aún, toda clasificación que siga ciertos cri­
terios, es inmoral, precisamente por ser política. Así, apuntan
menos a la abolición de las naciones que a la supresión de la
po­
lítica en cuanto tal política. Y es que para los partidarios de la
utopía, la política significa desigualdad entre poder y debilidad,
amo y esclavo, o, sencillamente, entre ciudadanos. Pero
ya hemos
visto en qué
ha quedado la «sociedad sin clases» de iguales que
pretendía superar la política. E, imbecilidad sublime,
se ha oído
a un Roland Barthes denunciar en el Colegio de Francia
el «fas­
cismo de la gramática», que en sus frases impone la distinción
entre sujeto, predicado y complemento. Por su parte, las feminis­
tas americanas añaden lo suyo, al purgar al lenguaje de su
«se-·
xismo»: las palabras que empiezan d tertninan en man.
Lo que hay de cierto en la tesis de que el nacionalismo mo­
derno nació «en V almy» ( véase la frase de Goethe en el campo
de batalla) (
1), es que las Otras pasiones populares, y entre ellas la
(1)" Cfr. General J. F. FuLLER, Batallas decisivas del mundo oCcidental,
Madrid, 1979, donde escribe: «Por la noche (del 20 de sepriembre de 1972),
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democracia, también nacieron allí. Dkho de otro modo, a fines
del siglo
xvm la multitud se suma a los conceptos políticos, y
estos últimos serán, desde entonces, capaces de desencadenar las
pasiones, sublimes o abyectas. Nuestros
contemporáneos, apasio­
nadísimos por la democracia, se muestran mucho más meticulosos
respecto al nacionalismo, que, sin embargo, tiene el mismo origen:
el nacimiento de las masas modernas.
Es ahi, precisamente, donde se situa el debate sobre el nacio­
nalismo.
Sus críticos abundan, y cada cual intenta desalojar la
nación del campo de las realidades, de los valores y del dicciona­
rio político. Eso, al
fin y al cabo, en nombre de un planeta indi­
ferenciado que estaría al servicio de intereses tan egoístas
como
los de las naciones, aunque eso si, ideológicamente más acepta­
bles. Las ideologías mayoritarias de los dos últimos
siglos han
sido
el liberalismo ( eron6mico), la democracia pluralista, el po­
sitivismo y el marxismo. Pero ninguna puede prosperar sin des­
pojar al hombre de lo que va unido a sus apetitos y necesidades
naturales. La Iglesia, el Estado, la naci6n instituida y reglamen­
tada están, hasta cierto punto,
sacralizadas; representan centros
de lealtad y de disciplina social, y, a veces, de
sacrificio. Sin el
elemento sagrado, la Iglesia es como los otros agentes de la so­
ciedad civil, y el Estado adopta o el liberalismo democrático o
el régimen totalitario. La naci6n ya no es orgánica sino que se
deshace en sus componentes individuales, sin otra preocupaci6n
diferente del hedonismo
y el consumo. Max Weber lo percibió
bien cuando, ante el
«desencanto» del Estado moderno, ordena
a los
burócratas que, al menos, cultiven las reglas del deber ( es­
pecie de moral kantiana que solamente se apoya en los «valores»).
El pensamiento devastador de Weber
se resume en esta frase:
«El
destino de nuestra época se caracteriza por la racionalización
del mundo.
La humanidad excluye los valores supremos en la
cuando los desencantados compafieros de Goethe se reunían a su alrededor
para preguntarle qué pensaba de aquello, contestó: "A partir de este lugar
y de este día, se inicia una nueva era en la historia del mundo; todos voso­
tros podréis jacta.ros de haber asistido a su nacimiento''» (Nota del tra·
ductor).
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vida pública» (Le savant et le politique, pág. 96). Y añade: «Para
nosotros
ya no se trata... de apelar a mitos mágicos... sino de
recurrir a la técnica y

a
la previsión» (lbidem, pág. 70).
La filosofía liberal y el marxismo abundan en la misma opi­
ni6n, según el esquema weberiano
--d.esencanto/intelecrualiza­
ci6n-, buacan reducir la humanidad a un sistema de coordenadas
que Weber denomina la
racionalización. Ahora bien, en un uni­
verso semejante donde los «valores» están condenados a desapa­
recer, la nación
-lo dice Weber-no podrá ser más que un
objeto provisional de lealtades. Como siempre, son los america­
nos los que queman las etapas, ellos que siempre han considerado
sospechoso
al Estado/naci6n. Z. Brzezinski, F. Fukuyama, el eco­
nomista Peter Drucker, el profesor S. Huntington, etc., ven el
futuro fuera del Estado/naci6n, reorganizado en otras formas de
poder: las empresas/ gigantes, los bancos y
los laboratorios trans­
nacionales. ¿No estaría de acuerdo Jacques Delors en su
rasca­
cielos bruselés?
Las ideologías de la modernidad desembocan en la negaci6n
de la naci6n: la
Internacional proletaria, la democracia igualitaria,
la economía liberal suprimiendo las fronteras (Europa 1993), el
utopismo de los tecn6cratas
y de los comisarios reciclados, he ahí
otras tantas tentativas de desmantelar no solamente la naci6n,
sino también lo que llamaría sus realidades-hermanas: el senti­
miento
religioso, la familia, los ámbitos de dimensiones modestas,
la cultura auténtica. La pasi6n de la utopía, la única pasi6n auto­
rizada, desencadena la serie de racionalizaciones ( en sentido we­
beriano) donde todo lo que se resista a los niveladores se desacre­
dita o se silencia. Y es que los niveladores poseen argumentos
que seducen:
la finalidad de limitar los nacimientos, de salvar
los bosques
tropicales, de preservarse contra Poi
Pot y Ceaucescu,
etc. ¿No sería mejor crear un
gobierno mundial, una red plane­
taria de control de la naturaleza, de la salud, de
los derechos del
hombre?
Max Weber
vislumbro estos fen6menos, pero no alcanz6 a
verlos en su totalidad. Setenta años después de su resonante
dis­
curso pesimista sobre la vocaci6n política de los sabios y de los
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profesores, las cosas han cambiado. Es exactamente la supetta­
cionalización realizada por el sistema marxista y el sistema liberal
lo que ha desencadenado la reacción de las naciones, entidades
más tenaces de lo que se pensaba. Hay aquí algo más que el justo
retomo de las cosas: el último y gran recurso del esclavo de la
tecnocracia sin
alma y sin especificidad nacional, religiosa, racial,
cultural. Esto resulta absolutamente incomprensible
para nuestros
ideólogos, que tanto en el este como en el oeste,
ya han enterrado
la nación en el cubo de la basura de la historia. Y, sin embargo,
revive
-nunca llegó a morir-, pues sus móviles protegen al
individuo contra los parámetros del puro tecnicismo, contra la
existencia chata prometida por los funcionarios del desencanto.
Nuestro argumento no excluye en absoluto los cambios
acae­
cidos en la estructura de la nación o en su configuración. Incluso
podría adoptar otros nombres, otros signos de identidad.
Lo prin­
cipal no
es la etiqueta bajo la cual la nación se significa a los
suyos y a los demás, sino la particularidad, la identidad, la con­
ciencia de ser
una comunidad bajo la mirada del Creador. Decía
Chesterton, criticando la «ciencia cristiana», secta de Maria BeM
sant, que quiere amar a su prójimo pero no ser su prójimo, en
fusión con él, puesto que
en ese caso terminaría por amarse a sí
mismo. Sí, evidentemente, a
la cooperación entre naciones, pero
que no busquen en absoluto borrar su identidad, su ser.
Dicho esto, hay que conservar la razón. En el siglo pasado,
tras la hiper-intelectualización puesta en marcha por
las Luces y
por
la ideología jacobina, propagada por los ejércitos de Napo­
león, Fichte definió a
la nación como la expresión del super-yo,
del «libre arbitrio ético». La exageración del filósofo se explica
por el hecho de que Kant había inmovilizado
el pensamiento
alemán: dado que
el concepto es una construcción ideológica de
nuestro juicio y que
no podría abarcar la cosa en sí, se está auto­
rizado a expresarla con la ayuda de emociones, del entusiasmo
irracional. En suma, para Fichte la nación
es una cosa en sí que,
por su mística, hechiza las facultades humanas.
Por eso, no hay que seguir a Fichte y al nacionalismo que
formula, que
se inspira, a fin de cuentas, en la Reforma. Según
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el espíritu protestaute, la religión nd sabría qué hacer con la po­
lítica, que pertenece al dominio del Mundo, repudiado
por el
creyente. ¿Qué
ocurre entonces? La política invade el espacio
público
y acaba sustituyendo a la religión; su culto se convierte
en la religión nacional. Esta es la razón
--el ejemplo de la Euro­
pa del este lo confirma-de no separar el sentimiento nacional
de
la fe religiosa. Es la mera adecuada para distanciarnos de la
utopía.
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